El último artículo, sobre las bibliotecas privadas y la lectura.
Decía el pensador renacentista español Juan Luis Vives que "no hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras". Si damos por válida esta máxima, podríamos definir los libros como esos grandes espejos donde seres humanos de toda condición y cultura han dejado la huella de su imagen para que los demás la veamos, la compartamos y nos reconozcamos en ella. Si pensamos qué lugar guarda y custodia esos espejos, inevitablemente hemos de hablar de las bibliotecas y celebrar su existencia, creo que las bibliotecas privadas o particulares son un proyecto absolutamente individual, por lo que cuando el dueño desaparece el espacio carece de sentido, orden y concierto. La biblioteca personales constituye un archivo y un proyecto, de lo que se ha leído, de lo que se tiene pendiente por leer, de lo que se quiere releer. Probablemente sea también un monumento a la soberbia. Pero me parece que es sitio de meditación, reflexión, descanso y, llegado el caso, de creación, siempre alrededor de los libros. Las bibliotecas privadas de las personas, amante de los libros, sólo tienen un orden, un sentido y un concierto dado por su propietario; por qué guarda libros repetidos, por qué tiene primeras ediciones, después de buscarlas, por qué tiene más libros de ciertos autores que de otros que a otras personas les pueden parecer más importantes, todo esto sólo puede ser explicado por los intereses propios. Por qué algunos son guardados por intereses temáticos, por qué a veces los cambiamos de una sección a otra, como parte de orden mental variable, sólo lo puede explicar el dueño. Mi manía de notar si falta algún libro con sólo entrar u observar si el orden ha sido variado me ha parecido a veces una obsesión que debería corregir, tarea que he abandonado cuando me he enterado que a varios de mis amigos les sucede lo mismo. ¿Por qué seguir guardando libros de arte en nuestra época en la que prácticamente todas las cosas pueden ser buscadas en internet? Sólo puede ser explicado por el propietario y su gusto por hojearlos (y ojearlos) periódicamente.
La lectura es la percepción a través de la traducción. Los signos inertes de un alfabeto se vuelven significados llenos de vida en la mente. Es realmente raro cuando piensas en ello y por eso no es sorprendente que el lenguaje escrito llegase mucho más tarde en nuestra historia evolutiva, mucho después del habla. Parece que leer y escribir, al igual que todas las actividades que hay que aprender, alteran nuestra organización cerebral. Existen estudios que demuestran que la gente que sabe leer y escribir procesa los fonemas de forma diferente que los analfabetos. El conocimiento del abecedario parece reforzar la capacidad de entender el lenguaje hablado como una serie de segmentos diferenciados. Antes de que mi hija aprendiese a leer, me preguntó en cierta ocasión algo que me resultó difícil de contestar. Señaló un espacio en blanco entre dos palabras en la página del libro que estábamos leyendo y dijo: «Mami, ¿qué significa esa nada?» No fue fácil explicarle el significado de ese espacio vacío. Mi hijita de tres años, que no sabía leer ni escribir, no entendía las secuencias y divisiones inherentes al lenguaje, que son más evidentes sobre la página que cuando se habla. Hay innumerables teorías sobre cómo funciona la lectura, ninguna de las cuales es completa puesto que no se conoce lo suficiente acerca de la neurofisiología de la interpretación de los signos, pero lo que sí se puede decir es que leer es una experiencia humana particular en la que una persona colabora con las palabras de otra, el escritor, y que los libros cobran literalmente vida gracias a la gente que los lee, pues leer es un acto de plasmación. El texto de Madame Bovary puede perdurar en francés para siempre, pero el texto está muerto y carece de sentido hasta que es leído por un ser humano que vive y respira. El acto de leer tiene lugar en un tiempo humano, en el tiempo del cuerpo, y participa de los ritmos corporales, de los latidos del corazón y de la respiración, del movimiento de nuestros ojos y de nuestros dedos que pasan las páginas, pero al leer no prestamos ninguna atención a todo eso. Cuando yo leo, recurro a mi capacidad de diálogo interior. Asumo las palabras escritas por el autor, quien, desde ese momento, se convierte en mi propio narrador interno, la voz dentro de mi cabeza. Esta nueva voz tiene sus propios ritmos y pausas que yo siento y adopto mientras leo. El texto se encuentra tanto fuera como dentro de mí. Si leo con espíritu crítico, entonces intervendrán mis propias palabras. Preguntaré, dudaré e inquiriré, pero no puedo ocupar ambos puestos al mismo tiempo. Una de dos, leo el libro o me detengo para reflexionar sobre él. La lectura es intersubjetiva: el escritor está ausente, pero sus palabras se vuelven parte de mi diálogo interior. A veces me descubro leyendo a medias. Mis ojos siguen las frases sobre el papel y reconozco las palabras, pero mi pensamiento está en otra parte, y de repente me doy cuenta de que he leído dos páginas pero que no las he asimilado. A veces leo por encima resúmenes de estudios científicos, hojeándolos a toda velocidad para saber si me interesa leer todo el artículo o no. Los poemas los leo despacio para que la música de las palabras reverbere dentro de mí. A veces leo una frase de algún filósofo una y otra vez, porque no entiendo su significado. Conozco todas las palabras de la frase, pero comprender cómo encajan unas con otras exige toda mi concentración y continuas relecturas. Los diferentes textos requieren estrategias distintas, que acaban por volverse automáticas. Tengo recuerdos vívidos de algunos libros que perduran en mi memoria. Las novelas suelen adoptar una forma pictórica. Veo bajar corriendo a Emma Bovary ( Madame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. ) por una verde colina rumbo a la farmacia, con las mejillas encendidas, el pelo alborotado por el viento. La hierba verde, las mejillas, el pelo, el viento no están en el texto. Los puse yo. Normalmente la filosofía no me trae imágenes a la mente, sino palabras, aunque Kierkegaard, por ejemplo, me ha transmitido algunas imágenes puesto que es un filósofonovelista, un pensador-narrador. Veo a Victor Eremita, el editor que escribe bajo seudónimo de O lo uno o lo otro, con su hacha mientras destroza el mueble en el que se esconden dos manuscritos. Otros libros se me han borrado de la mente casi por completo. Recuerdo haber leído Una tumba para Boris Davidovich de Danilo Kiš, que me gustó mucho, pero no puedo mencionar ni un solo aspecto de la novela. ¿Adónde se ha ido? ¿Podría una simple asociación hacer que volviera a mi cabeza? Me acuerdo perfectamente del título, del autor y de mi sentimiento de admiración por el libro, pero eso es todo lo que recuerdo. Y sin embargo los recuerdos explícitos, aunque borrosos, son sólo una parte de la memoria. También están los recuerdos implícitos, que no pueden evocarse a voluntad pero que son, de todos modos, parte de nuestro conocimiento del mundo. Un ejemplo sencillo es el de la lectura misma, una técnica aprendida que realizo, pero no puedo recordar cómo la realizo. Los rigores del pasado, el esfuerzo de desentrañar las letras y los sonidos de las palabras, han desaparecido como procesos conscientes. Otro ejemplo de recuerdos subliminales es el de buscar un fragmento en particular de un libro. Saco el volumen del estante, muchas veces sin ninguna idea de dónde se encuentra el pasaje entre esos cientos de páginas. Por supuesto, no recuerdo la página, pero una vez que tengo el objeto entre las manos, soy capaz de ir directamente al párrafo que quiero. Es como si mis dedos lo recordasen. Ésa es una capacidad propioceptiva. La propiocepción es nuestra capacidad motosensorial para orientarnos en el espacio, nuestra capacidad para movernos entre sillas, esquivar obstáculos, coger una taza y recordar inconscientemente dónde se encuentra el fragmento crucial. Los científicos cognitivos suelen hablar de codificación, almacenamiento y recuperación refiriéndose a la memoria. Ésas son metáforas relacionadas con la informática que apenas se aproximan a la experiencia real de recordar y, además, yo diría que la distorsionan. En nuestro cerebro no tenemos ningún almacén donde acumular un material para luego hacer uso de él en su forma original. Los recuerdos no son fotografías ni películas documentales. Cambian con el paso del tiempo, se perciben de un modo activo y creativo y esto también se aplica a los libros que recordamos. Se van borrando con el tiempo y pueden incluso mutar. Otros dejan una huella indeleble. Por supuesto que los libros sólo están hechos de palabras, pero pueden recordarse en imágenes, sentimientos o con otras palabras. Y a veces recordamos sin saber que lo estamos haciendo. Esta idea no es nueva. En Las pasiones del alma (1649), Descartes sostenía que un episodio terrible sucedido durante la infancia podía perdurar dentro del individuo, a pesar de que éste no pudiese recordar el hecho. En su Monadología (1714), Leibniz desarrolló una idea de las percepciones inconscientes o insensibles de las que no tenemos conocimiento, pero que pueden influirnos de todos modos. Durante el siglo XIX y ya entrado el siglo XX, William Carpenter, Pierre Janet, William James y Sigmund Freud investigaron los recuerdos inconscientes, aunque los recuerdos relacionados con la lectura no figuran entre sus reflexiones. Hace poco volví a leer Middlemarch, de George Eliot. Ya la había leído tres veces, pero habían pasado muchos años desde la última vez. No había olvidado el amplio trazo de la novela ni sus personajes, pero no hubiera podido reproducir en detalle ninguno de sus múltiples argumentos. Sin embargo, volver a leer el libro desencadenó una serie de recuerdos específicos de lo que sucedería a continuación en dicho texto. Releer se convirtió en una forma de anticipación de la memoria, de recordar lo que había olvidado, antes de llegar al pasaje en cuestión. Esto sugiere que el reencuentro con algo saca a la luz lo que había sido enterrado. Lo implícito se vuelve explícito. Los científicos cognitivos utilizan una expresión a la que llaman «imprimación por repetición». A los sujetos que participan en el estudio no les dan a leer novelas de ochocientas páginas, sino varias tareas verbales, y mucho más adelante les hacen preguntas acerca de una lista de palabras y de otras cosas que no han visto previamente. Es evidente que, incluso sin ningún conocimiento consciente de su contacto previo con las palabras, los participantes en dichos estudios tienen recuerdos inconscientes y obtienen mejores resultados que si no les hubiesen preparado. Pero ninguna experiencia de lectura, incluso del mismo texto, es siempre la misma. Descubrí un tono irónico en Middlemarch que no había detectado anteriormente, sin duda gracias a que tengo más años, y eso va acompañado de una acumulación interna de muchos más libros que han alterado mis pensamientos y creado en mí un contexto de lectura más amplio. La obra es la misma, pero yo no. Y esto es decisivo. El lector es el que desata o refrena el libro. Cuando leemos volcamos en el texto nuestras historias, prejuicios, rencores, expectativas y limitaciones. Yo no entendí el humor de Kafka la primera vez que lo leí siendo una adolescente. Tuve que hacerme mayor para reírme con La metamorfosis. La angustia también puede llegar a bloquear el acceso a los libros. La primera vez que intenté leer el Ulises de Joyce tenía dieciocho años y llegué a angustiarme de tal forma por mi ignorancia que no pude avanzar más que unas pocas páginas. Un par de años después me dije para mis adentros que debía relajarme e intentar comprender sólo lo que estuviera a mi alcance y entonces la novela se convirtió en un vívido revoltijo de recuerdos emocionales, sensoriales y visuales que me son muy queridos. Algunos lectores leen un libro y desean que fuese distinto, más cercano a sus propias vidas e intereses. Los escritores tienen la suerte (y a veces la desgracia) de conocer a sus lectores, en persona o a través de críticas en periódicos o estudios de corte más académico. Un crítico literario que escribió sobre uno de mis libros, La mujer temblorosa o La historia de mis nervios (que trata de la ambigüedad de los diagnósticos y de cómo las enfermedades se enmarcan en disciplinas diferentes), estaba molesto porque no traté el tema del sufrimiento de quienes cuidan a los enfermos. Aquel asunto era tan ajeno a las cuestiones tratadas en el libro que no pude evitar preguntarme si no existiría algún motivo personal que justificara la irritación de aquel crítico. El periodista quería leer un libro sobre los cuidadores de enfermos y no sobre las personas aquejadas de una enfermedad. A veces los libros se entremezclan unos con otros en nuestra memoria. No hace mucho una amiga me contó que había vuelto a leer Trampa-22, ansiosa por releer su escena preferida. Nunca la encontró. Llegó a la conclusión de que se le habían mezclado dos libros en la cabeza. ¿Y el fragmento que tanto le gustaba? ¿A qué novela pertenecía? No pudo recordarlo. Es imprescindible estar abierto ante un libro, y estar abierto significa simplemente estar predispuesto a que la lectura te transforme. No es tan fácil como parece. Mucha gente lee para reafirmar sus propias ideas. Sólo leen lo relacionado con su campo de interés. Creen saber sobre qué va el libro antes de abrirlo o tienen unas normas que piensan que hay que seguir y reaccionan con consternación si se frustran sus predicciones. Hasta cierto punto, en eso consiste la naturaleza misma de la percepción. La repetición de una experiencia genera expectativas que conforman nuestra manera de percibir el mundo, incluidos los libros. En los últimos años se ha trabajado mucho sobre algo llamado «ceguera ante el cambio». La mayoría de estos experimentos implican escenas visuales en las que un gran número de personas es incapaz de notar los cambios significativos. Por ejemplo, en una película, tras un corte en la escena, dos vaqueros intercambian sus personajes. En la película Ese oscuro objeto del deseo, Luis Buñuel recurre a esta forma de expectativa arraigada: dos actrices de físicos muy diferentes representan el mismo papel, pero una buena parte del público no nota, hasta pasado un buen rato, que una y otra mujer no son la misma. La lectura presenta su particular forma de ceguera ante el cambio. Casi siempre elegimos libros de un género literario concreto (novelas policíacas, románticas, memorias, autobiografías) prejuzgando cómo será la obra. Y si no prestamos atención, podemos perdernos desviaciones esenciales en la forma que nos impidan reconocer lo que tenemos delante de nuestros ojos. De igual modo, las alabanzas o las fajas que se añaden a los libros anunciando algún premio predisponen a los lectores a pensar bien del libro que tienen delante. Recuerdo que cuando iba al instituto leí la poesía de Archibald MacLeish ( (Glencoe, 7 de mayo de 1892 – Boston, 20 de abril de 1982), fue un poeta modernista y escritor estadounidense.) y no me gustó. Pensé que era culpa mía, puesto que aquel hombre había ganado todos los premios literarios que se pueden ganar en los Estados Unidos. Ahora sé que tenía razón a pesar de ser una adolescente. Y ahora tampoco me siento sola. La estrella de MacLeish se ha ido a pique. También me pasa que reconozco la inteligencia de un escritor o la fluidez y elegancia de su estilo, pero no me deja mucho más que eso. Esas obras parecen evaporarse casi de inmediato después de haberlas leído. Las experiencias de emociones intensas permanecen vivas en la mente; las de las emociones vagas, no. Creo que los grandes libros se distinguen por una urgencia en aquello que se narra, una necesidad que podemos sentir de forma visceral. Leer no es el mero acto cognitivo de descifrar signos; implica un baile de significados que provoca una resonancia más allá de lo puramente intelectual. Dostoievski es importante para mí y sé cuál es su lugar en la historia intelectual de Rusia. Puedo hablar de su biografía, de sus ideas, de su epilepsia, pero no es por eso por lo que me siento tan cercana a sus obras. Mi familiaridad con ellas es producto de mis experiencias durante su lectura. Cada vez que recuerdo Crimen y castigo, revivo mis sentimientos de pena, horror, desesperación y redención. La novela está viva dentro de mí. Pero los libros también pueden resurgir de las profundidades más abismales del pensamiento y aflorar a la luz del día sin que sepamos de dónde han salido. Sé que cuando escribo, implico en mi literatura aquellos libros que he leído. Incluso novelas ya olvidadas pueden desempeñar un papel en la generación inconsciente de mis propios textos. Cómo perduran las obras en nuestro interior después de haberlas leído es algo que no está nada claro y varía según las personas. La mayoría de nosotros no somos eruditos.
Excepto algunos poemas o fragmentos que nos hemos aprendido de memoria expresamente, los libros que leemos no se nos quedan fijados en la memoria en su totalidad para que podamos recurrir a ellos como si fueran volúmenes que guardamos en una biblioteca. Los libros están conformados por las palabras y los espacios que deja el escritor sobre la página y que el lector reinventa mediante la expresión de su propia realidad, para bien o para mal. Cuanto más leo, más cambio. Cuanto más variada es mi lectura, más capaz soy de percibir el mundo desde miles de perspectivas distintas. En mí habitan las voces de otros, muchos de ellos muertos hace ya mucho tiempo. Los muertos hablan, gritan, susurran, se expresan a través de la música de su poesía y de su prosa. Leer es una forma creativa de escuchar que modifica al lector. Los libros se recuerdan conscientemente a través de imágenes y de palabras, pero también están presentes en los espacios extraños y cambiantes de nuestro inconsciente. Otros que, por lo que sea, no tienen la fuerza de cambiarnos la vida, suelen olvidarse por completo. Sin embargo, los que permanecen, pasan a formar parte de nosotros, parte de ese misterioso mecanismo de la mente humana capaz de convertir los pequeños símbolos escritos sobre una página en una vívida realidad. ¿Cuántos libros son muchos? ¿Cuántos son pocos? ¿Cuántos podemos leer? ¿Cuántos caben en nuestras casas? Algunas consideraciones en torno a cifras que siempre queremos que sean más altas. Hace unos años, cuando su hijo iba a empezar el jardín, un amigo mío tuvo que completar un formulario, una especie de encuesta, a pedido de las autoridades de la institución. Una de las preguntas era: “¿Cuántos libros hay en su casa?”. Mi amigo, un buen lector, se dio cuenta de que no tenía idea. Volvió a su casa intrigado y los contó. La cantidad (que no recuerdo) lo sorprendió, pero también se habría sorprendido con un número bastante más alto u otro bastante más bajo. En general, a la mayoría de los lectores –los que sentimos que nuestra biblioteca es una de nuestras posesiones más valiosas, o la más valiosa de todas– nos pasa lo mismo: no tenemos idea de cuántos libros tenemos. De hecho, empecé a escribir este artículo sin tener idea de cuántos libros tengo en mi casa yo. Cuando se me ocurrió escribir sobre este tema, hice mi propia pequeña encuesta. Pregunté en Facebook “¿Cuántos libros hay en sus casas?”, para que, quien tuviera ganas, me lo contara. Contestaron poco más de cuarenta personas. Las respuestas fueron variadas y muy interesantes. Muchas de ellas no solo indicaban una cantidad, sino también un rasgo del lector que enunciaba cada una. Alguien dijo 25 y añadió de inmediato: “Deberían ser más, pero algunos los doné a una biblioteca”. Otra persona dijo “muchos, 50”. Otra, 60. Otra, que en su país tenía 100, pero en donde vive desde hace un año, 14. Luego, de todo: 150, 200, 250, 500… Algunos añadían sus buenas intenciones: “y creciendo”, “y vamos por más”. Siempre hay un obsesivo: “855. Los tenemos catalogados”. Una minoría alcanzaba o superaba el millar. Dos o tres personas dijeron que alrededor de 3.000. Más de 3.800, pero 2.500 en su casa y el resto en otra parte, especificó una amiga. Alguien más, por mensaje privado, me reveló que debe tener “entre 4.000 y 5.000… o quizá 6.000. Horror. Imposible saberlo. Ten en cuenta que he sido editora. No es por presumir”. Como sé la clase de persona que es, sabía que esa última aclaración no era necesaria. Surgieron interrogantes para los que no tengo una respuesta clara. ¿Los archivos digitales cuentan como libros? ¿Y los que tenemos en fotocopias? ¿Y los cómics? ¿Y los de derecho? Un volumen que incluye varias obras, ¿cuenta como uno o como varios libros? Y una misma obra publicada en, digamos, dos o tres volúmenes, ¿son dos o tres libros, o es uno solo? No podía faltar el que avisara que nunca los había contado, pero que iba a hacerlo y luego pasarme el dato (y nunca lo hizo). Más directo fue el que escribió: “Perdí la cuenta hace años”, y se marchó sin hacer promesas. “Ni idea, dos bibliotecas abarrotadas”, comentó alguien más. Otro, en una línea parecida pero tratando de ser más específico, explicó:
Escueto fue quien apuntó “muchos” y nada más. Y su contracara: “No muchos. Me gusta leer pero no atesorar, una vez leídos los dono”. En una biblioteca, está claro, la cantidad es mucho menos relevante que la calidad. El problema del espacio físico no es menor. Otra pregunta podría ser “¿Cuántos libros caben en tu casa?”. De ahí que muchas personas donen sus libros. “Fui regalando muchísimos libros en los últimos años –comentó alguien–, unos 700 la última donación. No es que fueran malos, pero me quedé y me seguiré quedando solo con aquellos que de verdad releería”. Desprendernos de los libros que nos sobran también es dar forma a la biblioteca, como el escultor que quita la piedra en busca de la figura que, él lo sabe, lo espera en su interior. Así, ese organismo vivo que es la biblioteca se va pareciendo cada vez más al inalcanzable ideal. Toda biblioteca, por otra parte, tiene sus joyas. Primeras ediciones, títulos difíciles de conseguir, ejemplares autografiados por el autor o dedicados por personas queridas… En ciertas ocasiones, es el propio lector quien, sin darse cuenta, con sus notas y sus lecturas, añade valor a los volúmenes de su colección. Es el caso, por ejemplo, de la biblioteca de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Está compuesta por unos 17.000 volúmenes, muchos de los cuales incluyen apuntes manuscritos de ellos dos y de Borges. Tras la muerte de Bioy, en 1999, los libros fueron guardados en 354 cajas, y qué pasaría con ellos fue incierto durante casi dos décadas. El año pasado, un grupo de empresas, fundaciones y personas particulares pagó 470.000 dólares por el conjunto y lo donó a la Biblioteca Nacional de la Argentina. Solo se conoce una quinta parte de ese material. En nuestros días, los empleados de la Biblioteca catalogan las piezas del tesoro que descubren mientras sacan de las cajas. Otra biblioteca privada descomunal fue la de Chimen Abramsky. Su historia la cuenta el hermoso libro La casa de los veinte mil libros, escrito por su nieto Sasha Abramsky y publicado en 2014: cómo llegó Chimen de Minsk a Londres e hizo de su casa, en el norte de la capital inglesa, un centro de encuentros y tertulias permanentes, por las que pasaron Eric Hobsbawm, Harold Pinter y una infinidad de otros intelectuales y amigos a lo largo de las décadas. Y explica también cómo conformó su biblioteca, 20.000 volúmenes que incluían las mayores colecciones de libros sobre judaísmo y socialismo en Occidente. “La casa contenía más de diez toneladas de libros, el peso de al menos cinco coches grandes –describe Sasha–. Había, además, varias toneladas de manuscritos, cartas y periódicos apilados por la casa”. Entre tantas joyas, había ejemplares del Manifiesto comunista con apuntes manuscritos de Marx y Engels y el carnet de afiliación de Karl Marx a la Primera Internacional, de 1864. Chimen murió en 2010, a sus noventa y tres años. Meses después, la familia vendió casi todos sus libros, excepto unas cuantas decenas, que se repartieron entre sus miembros. Es tan triste como real: nos vamos a morir, y al otro barrio no podemos llevarnos libros. Innumerables bibliotecas edificadas a lo largo de décadas, colecciones reunidas con paciencia de escultor, donde cada libro encerraba quién sabe cuántas historias y cuántos recuerdos, se venden por unas cuantas monedas no bien su propietario muere. La persona que se va se lleva consigo todo el valor emocional de esos libros, que para quienes se quedan son papeles viejos, o muy poco más. Por lo demás, no solo el espacio es un problema para quienes gustamos de los libros: también lo es el tiempo. ¿Cuántos podemos leer? ¿Hasta dónde nos da la vida? Imaginemos a una persona que lea mucho. Mucho de verdad. Un libro por día, digamos. Todos los días, sin vacaciones ni feriados. Es un ritmo frenético. Nunca supe de ningún lector tan voraz. Pues bien, esa persona tardaría 46 años y medio en leer todos los libros de la biblioteca de Bioy y Ocampo. Y casi 55 años para dar cuenta de la de Chimen Abramsky. Y, pese a todo eso, muchos queremos tener cada vez más libros. Nos encanta que nos los regalen. Compramos más de los que podemos leer, los compramos aunque sepamos que (todavía, al menos) no los vamos a leer. “Comprar más libros que los que uno puede leer es nada menos que el alma en busca del infinito”, definió A. Edward Newton. Supongo que la biblioteca, todos los libros que uno tiene en su casa, son la representación cabal y material de esa búsqueda. Posdata. Conté los libros tengo en mi casa: son 1,162. No me parecen muchos. Quisiera tener tantos que, al comentárselo a otra persona, tuviera que aclarar que no lo digo por presumir. Ojalá, si eso sucede, esa última aclaración no sea necesaria. Este es mi ultimo articulo. |
El castillo de Foix.
Arquitectura Ambas torres cuadradas, la cubierta y la descubierta, son de las partes más antiguas del castillo, remontando su antigüedad a los siglos XIII a XIV (aunque actuando sobre elementos existentes con anterioridad), mientras que la redonda, la más moderna, data del siglo XVI. Las tres torres están rematadas por almenas, y tiene una altura de entre 25 y 30 metros. La torre cuadrada descubierta se conoce también como Tour d'Arget, puesto que su función es la vigilancia del valle del río Arget. Sirvió como prisión para presos políticos y civiles durante cuatro siglos, hasta 1862. La torre central del castillo contiene tres salas provistas de bóvedas de crucería. Los lienzos de unión entre las torres (es decir, la segunda muralla), igualmente almenados, y las barbacanas fueron construidos en el siglo XIII. Tengo otros Blogger creados por mi, uno de ellos tiene el titulo: biblioteca jurídica |
Gastón de Foix-Bearne, también Gastón Febo (30 de abril de 1331-1391) fue el XI conde de Foix, y vizconde de Bearne (1343-1391). Oficialmente, era Gastón III de Foix y Gastón X de Bearne. Era hijo de Gastón II de Foix y de Leonor de Cominges. Además de Foix y Bearne, contaba con otros señoríos, como Bigorra, Marsan, Olorón, Brulhes, Gabarret y Lautrec, señor de Andorra y Donaisan. Biografía. Nació bien en Orthez, bien en Foix, hijo de Gastón II de Foix el Paladino(1308–1343). Bearne había pasado al condado de Foix en 1290. A la muerte de su padre, en Sevilla, en el año 1343, cuando participaba en el asedio a Algeciras, Gastón Febo le sucedió, con doce años de edad, en todos sus títulos y su madre, Leonor, tuvo la regencia hasta su mayoría de edad, durante unos cinco años. Su madre recorrió con él todos sus Estados obligando a los señores a rendirle homenaje para asegurar y mantener la herencia de su antecesor. Dada la posición geográfica de sus dominios, Gastón se encontró con que era, al mismo tiempo, vasallo del duque de Gascuña y rey de Inglaterra, Eduardo III por el vizcondado de Bearne y vasallo del rey de Francia, Felipe VI de Valois, por el condado de Foix, y dado que los dos soberanos buscaban atraerlo a su órbita, Gastón Febo consiguió mantenerse bastante neutral. Gastón Febo pasó la vida guerreando. Empezó con su participación en 1345 contra los ingleses; participó en 1347 en la expedición de Calais. El conde Gastón III Febo rindió homenaje al rey por su propio condado, pero a partir de 1347 rechazó prestar homenaje por el Bearne, que él pretendía que era un feudo independiente, que él conservaba por la gracia de Dios y de su espada. Su principal sede en la fortaleza de Pau, un lugar que había sido fortificado en el siglo xi, y que más adelante fue convertida en la capital oficial de Bearne en 1464. Cuando estalló la Guerra de los Cien Años consiguió mantener sus feudos fuera de la contienda.
En el año 1349 se casó con Inés de Navarra, hija de la reina de Navarra, Juana II (hija del rey de Francia, Luis X) y de Felipe de Évreux, conde de Évreux, hijo de Luis de Évreux (hijo a su vez de Felipe III de Francia) y Margarita de Artois (descendiente de Roberto I de Artois, hermano del rey de Francia Luis IX). Inés fue repudiada poco después de las bodas y regresó a la corte de su hermano, Carlos II el Malo (1332 – 1387), conde de Évreux y rey de Navarra. La casa de Bearne-Foix estaba implicada en una larga contienda con la familia de Armañac. Cuando el rey francés Juan II el Bueno tomó partido por los Armañac en su disputa con los Foix-Bearne, Gastón rechazó prestar homenaje por Bearne al rey, el cual lo hizo detener (julio de 1356), siendo liberado tras la derrota francesa en Poitiers (19 de septiembre de 1356). Luego, en el año 1356 se marchó a Prusia, donde, durante dos años, combatió junto con los caballeros teutónicos y el Captal de Buch Juan III de Grailly, contra los eslavos «idólatras». Volvió a Francia en 1358, para combatir la Jacquerie. Envió ayuda a Meaux, donde los campesinos rebelados sitiaban la fortaleza donde se alojaba el Delfín de Francia. Luego le hizo la guerra al conde de Armañac (antiguo condado comprendido entre la parte occidental del departamento de Gers y la parte oriental del departamento de Landas). En enero de 1360, el conde de Armañac y el yerno de éste, Juan de Poitiers duque de Berry, invadieron Foix. Aunque se ajustó una tregua en julio del mismo año, los combates se reanudaron hasta que Gastón, con ayuda de mercenarios, venció decisivamente en la batalla de Launac (5 de diciembre de 1362). Se apoderó de sus principales rivales, entre ellos, Juan de Berry, quien sólo fue liberado contra el pago de una fuerte suma, en abril de 1365. Gracias a los rescates consiguió una vasta fortuna de 600.000 florines. Este dinero fue almacenado en la torre de Moncade en Orthez, donde Febo creó una galería de retratos y trofeos militares para conmemorar el evento. El conde de Armañac luego (1372) pretendió, en vano, hacerse con el Bearne. En 1373, Juan, duque de Berry, fue nombrado lugarteniente general de Languedoc, con la fuerte oposición de Gastón. La mala gestión del duque de Berry acabó con su destitución y el nombramiento para el cargo del propio Gastón III en mayo de 1380. Pero al llegar al trono francés Carlos VI de Francia restituyó en su cargo al duque de Berry (19 de noviembre de 1380), aunque de hecho Gastón conservó sus atribuciones sobre el terreno. En la década de 1380, Jean Froissart visitó el condado de Foix. Describió el esplendor de la corte de Orthez bajo el gobierno de Gastón Febo en la segunda mitad del siglo xiv. Gastón habló en particular de las tres "delicias especiales" de su vida como "las armas, el amor y la caza"; escribió un importante tratado sobre esto último, titulado Livre de chasse. Gastón Febo murió de una isquemia en el año 1391, cerca de Sauveterre-de-Béarn, durante una cacería. Dejó sus Estados al rey francés Carlos VI, pero su primo Mateo I de Castellbó le sucedió como conde de Foix. El libro. El Libro de la caza fue escrito o, mejor dicho, dictado a un escriba, entre 1387 y 1389 por Gaston Fébus, conde de Foix y vizconde de Bearne, y dedicado al duque de Borgoña, Felipe II el Audaz. Hombre de compleja personalidad y vida tumultuosa, Fébus era un gran cazador y un gran amante de los libros dedicados a la montería y a la cetrería. El volumen que redactó con esmero fue, hasta finales del siglo XVI, la obra de referencia para todo aficionado al arte de la caza. Entre los 44 ejemplares que se conservan de esta obra, el manuscrito Français 616 es sin duda el más bello y más completo. El texto está escrito en un excelente francés sembrado de caracteres normandos y picardos. Este manuscrito, además del Libro de la caza propiamente dicho, contiene el Libro de oraciones también escrito por Gaston Fébus, así como un segundo tratado llamado Déduits de la chasse (Placeres de la caza) redactado por Gace de la Buigne. Ilustran sus páginas 87 miniaturas de impresionante calidad, que se encuentran entre las producciones más atractivas de la iluminación parisina de principios del siglo XV. Es más, pocos son los libros dedicados al arte de la montería cuya riqueza pictórica sea comparable a la de las Biblias. Las enseñanzas El Libro de la caza fue, hasta finales del siglo XVI, el “breviario” de los seguidores del arte de la caza o la cinegética. Se trata de un manual de instrucciones para los cazadores, estructurado en siete capítulos enmarcados por un prólogo y un epílogo, que describe en detalle cómo llevar a cabo una cacería. Escrito para los jóvenes aprendices, el texto presenta una enseñanza concisa pero con la vivacidad y el interés propios de a quien le apasiona la temática. Gaston Fébus no se olvida de la importancia de los animales que participan en las monterías, especialmente la de los perros, fieles compañeros de los cazadores. Transmite sus conocimientos acerca de las distintas razas y sus respectivos comportamientos, cómo entrenarlas, cómo darles de comer e incluso cómo tratar sus diversas enfermedades. Resulta patente que la caza, afición por excelencia de cualquier señor de la Edad Media, no es solamente un pasatiempo, sino que conlleva muchas habilidades y cualidades tanto humanas como profesionales. Pero quedarnos únicamente con su contenido técnico sería obviar la esencia de la obra de Gaston Fébus. En efecto, más allá del ámbito de la caza, este tratado tan personal y original es ante todo una obra propia de su tiempo, un tiempo en que la idea del pecado y del temor a la condenación era omnipresente. Al redactar su obra, Gaston Fébus presenta la caza como un ejercicio de redención que permitiría al cazador el acceso directo al Paraíso. De hecho, la actividad física de quien caza, que requiere de cierta experiencia, es un remedio perfecto para evitar la ociosidad, fuente de todos los males, al tiempo que mantiene la prudencia de cuerpo y mente y evita así toda posibilidad de pecado. Lo que esta obra pone sobre la mesa no es otra cosa que la tragedia de la existencia humana, la búsqueda de la vida eterna después del paso por el mundo terrenal, que es donde nos la ganamos. La ilustración. Las miniaturas del Libro de la caza fueron encargadas a varios artistas, entre ellos un grupo llamado «corriente Bedford», del que destaca el Maestro de los Adelfos, por su sentido de la observación y la estilización decorativa, que hacen de sus trabajos ejemplos muy representativos del estilo gótico internacional. También asociado a este grupo identificamos al Maestro de Egerton, de estilo cercano al de los hermanos Limbourg. Por último, creemos poder distinguir también al Maestro de la Epístola de Otea, cuyas obras son reconocibles por su textura pictórica gruesa, muy diferente de la factura suave propia de la «corriente Bedford», con la cual parece haber colaborado únicamente en este manuscrito. Dominando a la perfección los códigos de representación de la Edad Media, los miniaturistas ponen su arte al servicio del proyecto pedagógico de Gaston Fébus. Los segundos planos están bellamente decorados con miniaturas que recuerdan a los tapices de la época, pero en pequeño formato. No se busca tanto representar un espacio real como hacer hincapié en la jerarquía de valores. Todo está calculado y se refleja en un discurso coherente. El paso del tiempo está bien evocado por las diferentes edades de los personajes, sus actividades, sus relaciones y su situación en el espacio; se establece así un paralelismo entre la caza y el proceso de aprendizaje de la vida. El carácter mimético y a la vez ordenado de los elementos confiere al conjunto mucha entidad y cierto aire de serenidad, guiando al lector para que éste descubra los secretos de una montería bien desarrollada. Más allá de una lección de caza, lo que se ofrece es una lección de vida. Se establece pues un juego de correspondencias típico de la época: las partes del cuerpo se relacionan con los planetas, las estrellas y las flores de la tierra con el cielo. El mundo resuena en un constante eco de sí mismo. Por otra parte, la proximidad de los seres y las cosas, asociada a la dinámica de las líneas, refleja una comunicación entre unos y otros. De hecho, según ha explicado el filósofo Michel Foucault, hasta el siglo xvi el conocimiento del mundo visible e invisible, el arte de representarlo y su interpretación, está basado en la similitud y la repetición: la tierra refleja el cielo, el arte es el espejo del mundo. En el caso específico del Libro de la caza, esta correspondencia se establece a través de la comunión que existe entre los cazadores y sus presas, evocando así la dimensión espiritual de la caza, por la redención y la salvación que promete. |
(Michel de Nôtre-Dame; Saint-Rémy-de-Provence, Francia, 1503 - Salon, 1566) Médico y astrólogo francés, famoso por el profecías que publicó en 1555 con el título Las verdaderas centurias y profecías, en las que anticipa el futuro de la humanidad hasta el fin del mundo, que situó en el año 3797. Jean-Aimes de Chavigny, magistrado de la ciudad de Beaune en 1548 y doctor en Derecho y Teología, nos informa cumplidamente de los primeros años del enigmático profeta: "Michel Nostradamus, el hombre más renombrado y el más famoso de cuantos se han hecho famosos desde hace largo tiempo por la predicación deducida del conocimiento de los astros, nació en la villa de Saint-Rémy, en Provenza, el año de gracia de 1503, un jueves 14 de diciembre, alrededor de las doce del mediodía. Su padre se llamaba Jacobo de Nostredame, notario del lugar; su madre, Renata de Saint-Rémy. Sus abuelos paternos y maternos pasaron por muy sabios en matemáticas y en medicina, habiendo recibido él de sus progenitores el conocimiento de sus antiguos parientes." Esos antepasados eran judíos, de la tribu de Isacar, al parecer pródiga en adivinos. En torno a 1480, un edicto regio había amenazado a todos los hebreos de Provenza con la confiscación si no se convertían, de modo que el bisabuelo de nuestro profeta, llamado Abraham Salomón, pensó que era más práctico bautizarse que perderlo todo. Tomó el apellido de Nostredame, que más tarde Michel latinizaría y convertiría en Nostradamus, en un intento de revestirlo de dignidad y misterio. Así pues, Nostradamus nació en el catolicismo y rodeado de sabios que muy pronto le iniciaron en las profundidades de las matemáticas, lo que por aquel entonces significaba adentrarse en la astrología, y también en el arte de la medicina y la farmacia. Desde muy joven aprendió a manejar el astrolabio, a conocer las estrellas y a describir el destino de los hombres en sus aparentemente caprichosas conjunciones. En Avignon y Montpellier estudió letras, además de medicina y filosofía, asombrando a compañeros y profesores por sus raras facultades y su infalible memoria. Tenía veintidós años cuando, durante una epidemia de peste que asoló la ciudad de Montpellier, inventó unos polvos preventivos que tuvieron mucho éxito. Su espíritu inquieto y errabundo le llevó a recorrer Francia e Italia, donde tuvo lugar una ya famosa anécdota: en Génova, paseando con otros viajeros, encontró a un humilde monje franciscano, antiguo porquerizo, llamado Felice Peretti. Nostradamus se arrodilló ante él, en medio del estupor de quienes presenciaban la escena. "No hago otra cosa que rendir el debido respeto a Su Santidad", dijo con sencillez el adivino; en 1585, Peretti subiría al trono pontificio con el nombre de Sixto V. Convertido en boticario y perfumista, se instaló en Marsella y dedicó su ingenio a la elaboración de elixires, perfumes y filtros de amor. Fue en esos días de 1546 cuando tuvo lugar un acontecimiento que llevaría a Nostradamus a los umbrales de la fama: la terrible epidemia llamada del "carbón provenzal". Aix-en-Provence fue el centro de la plaga. Los afectados por ella se volvían negros como el carbón antes de morir atacados por tremendos dolores, de ahí el nombre que se le asignó con ironía no exenta de crueldad. Nostradamus inventó un mejunje compuesto de resina de ciprés, ámbar gris y zumo de pétalos de rosa que habían de recogerse en cestos cada madrugada. El fármaco, inexplicablemente, consiguió cortar el contagio y revistió a su creador de honores y prestigio, hasta el punto de ser requerida su presencia en Lyon cuando allí se declaró un nuevo brote de peste. Al año siguiente, Nostradamus se instaló en la villa de Salon, que entonces se llamaba Salon-de-Crau. En una casa de modesta apariencia abrió su consulta y se dedicó a atender a una nutrida clientela, ansiosa de adquirir sus aceites, pócimas y bebedizos contra todo tipo de males. En esa época elaboró una de sus más apreciadas mixturas, capaz de curar la esterilidad. La fórmula se componía de los siguientes ingredientes: orina de cordero, sangre de liebre, pata izquierda de comadreja sumergida en vinagre fuerte, cuerno de ciervo pulverizado, estiércol de vaca y leche de burra. Al parecer, Nostradamus empleó este remedio para poner fin a los desvelos de la florentina Catalina de Médicis, nieta del papa Clemente VII, hija de Lorenzo de Médicis y esposa del rey de Francia Enrique II. Catalina. que era tan inteligente como víctima de las supersticiones, se rodeaba de una nube de adivinos, nigromantes y astrólogos, y encontró en Nostradamus el crédulo sosiego que necesitaba. Había permanecido once años sin hijos y sufría viendo a su regio marido rodeado de amantes. Tras ingerir el que suponemos repugnante preparado de Nostradamus, Catalina empezó a parir de forma prodigiosa hasta alcanzar la cifra de diez hijos. Nostradamus atendía a sus clientes durante el día y permanecía durante la noche encerrado en un observatorio que había hecho instalar en la parte alta de su casa. Todos lo consideraban un maravilloso hechicero y un habilísimo médico, lo que para las gentes era lo mismo, pero muy pocos conocían su relación con los astros. En aquellos días abundaban los pronosticadores y Nostradamus no quería ser uno más, sino el mejor. El magistrado Chavigny nos cuenta cómo "él preveía las grandes revoluciones y cambios que habían de ocurrir en Europa y aun las guerras civiles y sangrientas y las perniciosas perturbaciones que iban a asolar el mundo, y lleno de entusiasmo y como arrebatado por un furor enteramente nuevo, se puso a escribir sus Centurias y demás presagios". Por miedo a que la novedad de la materia suscitase maledicencias y calumnias, como efectivamente ocurrió, Nostradamus prefirió guardar sus profecías para sí mismo, hasta que en 1555 decidió darlas a la luz. El éxito de esos crípticos cuartetos fue inmediato. En la corte, el rey y su esposa quedaron maravillados. Nostradamus fue reclamado en París, donde Enrique II lo colmó de regalos y su impresionante figura barbada hechizó a los cortesanos. En los años siguientes, su prestigio aumentaría hasta límites inconcebibles cuando una de sus predicciones, la relativa a la muerte del rey, se cumplió tal como él había escrito. Años antes, el astrólogo Luca Gaurico, consultado por Catalina de Médicis, ya había pronosticado que su marido perecería en duelo. Convertido en rey, Enrique había escrito:
Cuando aparecieron las profecías de Nostradamus, fue grande la curiosidad en la corte. ¿Era el profeta de Salon de la misma opinión que Gaurico? Los más aficionados a los criptogramas no tardaron en encontrar en las Centurias una cuarteta en la que podía encontrarse la respuesta:
Posteriormente, los comentadores han encontrado que todo está muy claro. De los dos leones, el primero trataba de representar el signo astrológico de Francia y de su rey; el otro era el león heráldico de Escocia, bajo cuyo blasón combatía el conde de Montgomery, lugarteniente entonces de la guardia escocesa en la corte de Francia. Los hechos ocurrieron así: en uno de los torneos que festejaban el fin de la guerra con España, el rey quiso medir sus fuerzas con Montgomery. Este último golpeó involuntariamente con su lanza la coraza de Enrique, con tan mala fortuna que una astilla penetró bajo la visera del yelmo real, que brillaba como el oro. Como auguraba la profecía, el joven león escocés era doce años más joven que el rey y de las dos heridas, fractura de cráneo y ojo atravesado, sólo la segunda era mortal, como indicaron los médicos. La crueldad de la muerte se advierte en que la agonía de Enrique duró más de doce días. Los versos se habían cumplido con fatídica precisión. Nostradamus nada más se equivocó en un detalle: no fueron los dos sino un solo ojo el herido. Lo demás aparecía tan exacto que la reputación de Nostradamus no iba a decaer ya hasta su muerte. Los últimos días del profeta son también narrados con rigor de letrado por Jean-Aimes de Chavigny: "Había pasado ya de los sesenta años y estaba muy débil a causa de las enfermedades frecuentes que lo afligían, en especial artritis y gota. Falleció el 2 de julio de 1566, poco antes de la salida del sol. Podemos muy bien creer que le fue conocido el tiempo de su muerte, y aun el día y la hora, puesto que, a finales de junio de dicho año, había escrito de su propia mano estas palabras latinas: Hic prope mors est, mi muerte está próxima. Y el día antes de pasar de esta vida a la otra, habiéndolo yo asistido durante largo tiempo y habiendo estado cuidándolo desde el anochecer hasta el día siguiente por la mañana, me dijo estas palabras: ¡No me verá con vida la salida del sol!" Las verdaderas centurias y profecías La obra que dio fama a Nostradamus es una colección de enigmas y profecías en verso, publicadas en cuatro "centurias" o volúmenes de cien cuartetas cada uno. En 1558 la colección fue completada por otros seis volúmenes. En un lenguaje sibilino y hermético, sin orden cronológico, las cuartetas de las Centurias exponen profecías y pronósticos sobre una edad histórica que llega hasta el año 3797. Según ciertos comentadores, muchas de estas profecías se realizaron; de la muerte de Enrique II en un torneo, a la de Luis XVI; de la caída de Napoleón a la guerra de 1939. Enigmáticas y sugerentes, las cuartetas proféticas reunidas por Nostradamus en sus Centurias brillan como las estrellas lejanas, cuya claridad es más misteriosa que la del sol. No obstante, Nostradamus no redactó sus profecías pretendiendo rigor, sino llevado por su olfato y su inspiración. En 1542 escribirá a su hijo César: "Estando a veces durante toda una semana penetrado de la inspiración que llenaba de suave olor mis estudios nocturnos, he compuesto, mediante largos cálculos, libros de profecías un poco oscuramente redactados, y que son vaticinios perpetuos desde hoy hasta el año 3797. Es posible que algunas personas muevan con escepticismo la cabeza en razón de la extensión de mis profecías sobre tan largo período, y sin embargo todas ellas se realizarán y se comprenderán inteligiblemente en toda la Tierra." Habida cuenta de la celeridad con la que evolucionan las sociedades, la osadía de su empeño merece admiración. Cosa bien distinta es estimar válidas sus predicciones, como siguen haciendo muchos. Éstas aparecen redactadas en un lenguaje ambiguo y en cuartetos rimados, lo cual dificulta aún más su interpretación. Cabe pensar que este carácter confuso fue desarrollado intencionadamente por Nostradamus a fin de que sus predicciones pudieran ser interpretadas por las futuras generaciones tanto en un sentido como en otro. De este modo son los acontecimientos los que se ajustan a las profecías y no al revés. Lo cierto es que muy pronto comenzaron a reconocérsele sus méritos como profeta. Ocho años después de que publicara sus Centurias, una de sus predicciones, aquella que hacía referencia a la muerte de Enrique II de Francia en un torneo, se cumplió. Tras este hecho comenzaron a propagarse los rumores sobre el carácter visionario de Nostradamus, lo que unido a sus éxitos como médico lo convirtió en una mezcla de terapeuta y mago a los ojos de la sociedad de la época, hasta el punto de que el rey Carlos IX lo nombró médico de la corte. La admiración social se acrecentó aún más el 2 de julio de 1566, día en el que, como había predicho unos pocos años antes, aconteció su muerte. Desde entonces, década tras década, siglo tras siglo, muchos han sido los encargados de supervisar el cumplimiento de las profecías de Nostradamus y alertar sobre su eventual consumación. Tan sólo unos años después de muerto, nuevos acontecimientos vendrían a cimentar su fama. Así, la batalla de Lepanto (1571) fue predicha en los siguientes términos:
Y, en efecto, Felipe II, que reinó entre 1555 y 1598, llegó a ocupar París (mediodía francés) y a enfrentarse militarmente a los sultanes otomanos (la Media Luna) por el control del Mediterráneo. |
(Arezzo, 1492 - Venecia, 1556) Escritor italiano. Tras una inquieta adolescencia y parte de su juventud vivida en Roma, donde fue protegido por los papas León X y Clemente VII, inició su carrera de escritor escandaloso por las cortes de Europa; Carlos V y Francisco I se disputaron los favores de su incisiva pluma. Dentro de su vena calumniadora destacan las Pasquinadas y los Juicios. Son célebres sus Sonetos lujuriosos, compuestos para acompañar los dibujos de Giulio Romano. También escribió para el teatro piezas como La cortesana (1526) o El hipócrita (1542), que hacen un retrato de los vicios. Sus Diálogos (Ragionamenti, 1534-1538) fueron traducidos al castellano en 1548 con el título de Coloquio de las damas. Nacido en una familia humilde, Pietro Aretino se trasladó siendo aún adolescente a Perusa, donde se inició en la pintura, aunque con poca fortuna, y en la literatura, publicando su primera colección de versos, Opera nova (1512). En 1517 marchó a Roma y allí consiguió entrar en la corte de Agostino Chigi, un rico mercader y banquero, y luego en la del papa León X. Enseguida se dio a conocer como autor de sátiras, de textos escandalosos y de feroces pasquines que le hicieron muy popular, entre ellos sus Pronósticos (1521-1522), una especie de calendarios de la época, las Lettere volanti (1522), de argumento político, o los Sonetos lujuriosos (1525), de tono erótico y lascivo. Sin embargo, también se ganó numerosos enemigos y por ello, a pesar de contar con protectores como Julio de Médicis, que se convirtió luego en el papa Clemente VII, en 1527, después de sufrir un intento de asesinato, decidió abandonar Roma y trasladarse a Venecia. En el ambiente más libertario y tolerante de esta ciudad encontró el lugar adecuado para su temperamento y allí se quedó el resto de sus días. Obtuvo protección y asignaciones económicas de las personalidades más importantes, como el dux Andrea Gritti, Alejandro de Médicis, Francisco I de Francia o Carlos V, pero también de numerosos príncipes, señores y cortesanos que deseaban ser elogiados y exaltados en sus escritos y, al mismo tiempo, evitar ser objeto de sus satíricos ataques. En Venecia conoció también a los literatos y artistas más importantes de su tiempo, como Tiziano, Miguel Ángel, con el que mantuvo una intensa relación epistolar, o Ariosto, que llegó a definirlo como "el flagelo de los príncipes". El mejor testimonio de sus vivencias en ese período se halla en los Ragionamenti (1538), en los que utiliza el género típicamente renacentista del diálogo para exponer de manera algo obscena la vida amorosa y galante de las cortes, y en los seis volúmenes de las Cartas (1538-1557), que representan uno de los documentos más interesantes de la vida y la cultura del siglo XVI y que, al estar escritas en forma de "artículos", han sido consideradas como la primera manifestación, aunque embrionaria, del periodismo. A lo largo de su carrera literaria Pietro Aretino cultivó numerosos géneros, entre ellos el religioso, en obras como La humanidad de Cristo (1535), Génesis (1538), Vida de la Virgen María (1539) o Vida de Santo Tomás (1543), todas con una gran tensión verbal y un cierto estilo prebarroco. Produjo también distintas rimas de amor, como La Marfisa (1535) o Las lágrimas de Angélica (1538), y dos parodias de heroicos poemas caballerescos, Orlandino (1540) y Astolfeida (1547). Pero donde sus dotes literarias alcanzaron las cotas más altas fue en cinco de sus comedias: La cortesana (1526), Il marescalco (1533), La Talanta (1542), El hipócrita (1542) y El filósofo (1546). Su originalidad reside en que no están inspiradas en los modelos clásicos, que era lo habitual en aquellos tiempos, sino en la observación de la vida real, por lo que están repletas de escenas costumbristas y manejan un lenguaje muy variado. Compuso una única tragedia, La Horacia (1546), que figura entre las obras más importantes del teatro trágico italiano del siglo XVI. Por su pose antiliteraria y nada pedante, por su orgullo de hombre hecho a sí mismo sin haber seguido estudios regulares y por su singular experiencia autobiográfica, pero también por su exuberancia verbal y su capacidad para la inventiva y la polémica, Pietro Aretino fue un escritor muy apreciado por los autores románticos. Su espíritu libre y despreocupado lo llevó no solamente a escribir sátiras violentas y textos obscenos, sino también a oponerse ferozmente a los dictámenes del clasicismo del siglo XVI, por lo que fue considerado el prototipo del llamado "antirrenacimiento". |
François de Montcorbier o François de Loges, llamado François Villon (París, 1431 o 1432; desaparecido en 1463), fue un poeta francés del siglo XV. Su creación más celebrada es , escrita cuando esperaba su ejecución en la horca. Los datos acerca de la vida de François Villon son inciertos. Se dice siempre de él que era un marginal. Quienes se han abocado a seguir su itinerario y a estudiar su obra lo pintan como el más ilustre y genuino precursor de la poesía maldita. Fue encarcelado en alguna ocasión, se dice que estuvo involucrado en robos y en asesinatos. \"Balada de las damas de antaño: ¿Dónde está la prudente Eloïse / por quien castraron y quedó monje / aquel Pedro Abelardo en Saint Denís? / A causa de su amor tuvo esa pena. (...) ¿Y Juana, la buena de Lorena que los ingleses quemaron en Ruán? / ¿Dónde, dónde están, Virgen serena? / Y las nieves de antaño, ¿dónde están?\" Estudiante de la Universidad de París, magíster de la desde los 21 años, lleva ante todo la vida alegre de un estudiante rebelde en el Barrio Latino. A los 24 años, mata a un sacerdote en una pelea y huye de París. Amnistiado, volvió a exiliarse, un año después, tras el robo del «colegio de Navarra». Recibido en Blois en la corte del príncipe poeta Carlos de Orleans , no logró hacer carrera allí. Luego lleva una vida errante y miserable. Encarcelado en Meung-sur-Loire , puesto en libertad tras la ascensión de Luis XI , regresó a París tras unos seis años de ausencia. Detenido nuevamente durante una pelea, fue condenado a la horca. Después de la llamada, El Parlamento anula la sentencia pero la prohíbe durante diez años; tiene 31 años. Entonces se pierde totalmente la pista. En las décadas que siguieron a la muerte de Villon, su trabajo se publicó y disfrutó de un gran éxito. El Lais, un largo poema de colegial, y El testamento , su obra maestra, se publicaron en 1489; tendría 59 años.
Treinta y cuatro ediciones sucesivas hasta mediados del siglo XVI . Muy pronto, una \"leyenda de Villon\" tomó forma en diferentes rostros que iban, según la época, desde el bromista sinvergüenza hasta el poeta maldito. Su trabajo no es de fácil acceso: requiere notas y explicaciones. Su lenguaje (algunos términos han desaparecido o han cambiado de significado) no nos es familiar, así como su pronunciación es diferente a la actual, lo que hace que ciertas rimas sean curiosas en la traducción al francés moderno. Las alusiones al París de su tiempo, en gran parte desaparecido y sometido a la arqueología, su arte de doble sentido y antífrasis a menudo hacen que sea difícil de entender, incluso si la investigación contemporánea ha aclarado muchas de sus oscuridades. |
El planeta de los simios (en francés: La planète des singes) es una novela ciencia ficción escrita por francés Pierre Boulle. La novela cuenta la historia de tres exploradores humanos de la Tierra que visitan un planeta que orbita alrededor de la estrella Betelgeuse, en el que los grandes simios son la especie inteligente y civilizada dominante, mientras que los humanos se ven reducidos a un estado salvaje similar al de un animal. |
Despedida.
Lo he estado madurando en las últimos meses y he pensado en terminar este blogger, sobre mi biblioteca personas y temas afines, actualmente me resulta muy complicado preparar nuevas entradas, por falta de tiempo y porque, en el fondo, llevo varios años publicando y los artículos se van acabando. Por otra parte, me gusta mucho la lectura y en mi biblioteca he acumulado muchos libros y estoy deseando leer en mi tiempo libre, por eso cierro esta publicaciones.
No voy a borrar el blogger así que podéis continuar escribiendo los comentarios. El blogger tiene suficientes entradas como para existir solo. Quisiera dar las gracias a los muchos seguidores, y ya amigos, que he tenido, sin vosotros nunca hubiera continuado adelante.
Muchas gracias a todos, y no eliminéis el blogger de vuestros favoritos.
Un abrazo muy fuerte a todos.
El día de hoy termine de archivar mis artículos, en este blogger.
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