Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán;
|
Tengo la historia de humanidad de este autor, los primeros volúmenes de la colección, la obtuve en la década del 80.-
España y Flandes
La mesa en los reinados de Carlos V y Felipe II. Miradas recíprocas e intercambios entre Flandes y España.
Eddy Stols
Universidad de Lovaina
Carlos V pasaba, tanto en la historiografía como en la imaginación popular, por un borgoñón, glotón y gran bebedor de cerveza1. La tradición transmitió la imagen de un emperador al que le gustaba brindar con la gente común. Así le presenta la leyenda del cacharro tanto de Olen en Flandes como de Walcourt en Valonia, aunque sea bastante posterior y date del siglo xviii 2. Las enseñas de posadas llevan su nombre y mostraban, como en Temse, al emperador coronado en el medio de cántaros de cerveza, huevos y un jamón empezado3. En sus perpetuos viajes y campañas de guerra se le decía muy preocupado de compartir su comida con los soldados. Así registró Juan de Torquemada en su Monarquía indiana que «aquel César de santa y gloriosa memoria, Carlos V nuestro señor, que estando una vez ya para sentarse a la mesa, en cierta guerra que hacía y siendo tiempo de hambre, y que padecía el ejército, entraron dos de los soldados y tomaron dos panes que estaban puestos en ella y que mirando al emperador uno de sus capitanes que con él comía, para ver qué sentimiento mostraba, él que lo advirtió, le dijo: dejadlos, llévense el pan que para mí no ha de faltar y ellos lo hambrea; y si en mí no hallan socorro menos le tendrán del enemigo. Sentencia digna de tan valeroso y cristiano capitán»4. El emperador parecía anticiparse, de esta manera, al rey francés, Enrique IV, famoso por preocuparse de la «poule au pot», la presencia de la gallina en las ollas de sus súbditos.
Al contrario de su padre, y de su rival bearnés en el trono de Francia, Felipe II entró en la historia con la fama de un hombre ascético y casariego, recluido y misterioso, sin vida cortesana o contacto con el pueblo, más aficionado a los papeles que a los placeres de la vida5. En la opinión de muchos flamencos y holandeses sus infaustas medidas restrictivas provocaron la destrucción de la navegación y la ruina de mercaderes y buhoneros. Su retrato en El Escorial dejó al crítico de arte flamenco y futuro director del Museo Plantin-Moretus de Amberes, Max Rooses, una impresión de «tieso, huraño, frío, pálido y gris como si fuese tallado con una hacha en un bloque de marmol»6. Jamás había reído. Grabados contemporáneos representaron a Felipe con una cara alongada y demacrada, muy parecida a la del duque de Alba7.
Pronto se identificó esta delgadez tenebrosa con la falta de alegría de vivir y de apetito del soberano, que se extrapoló a una desgana generalizada en la cultura alimentar de la España de los Austrias. Así se creó otro capítulo en la leyenda negra. La famosa antítesis en los grabados de Pieter Breughel, de 1563, entre la cocina de los gordos y la de los magros parecía premonitoria y aplicarse muy bien a la oposición tanto entre Carlos V y Felipe II como entre flamencos y españoles, entre un país de jauja y una tierra árida y hambrienta. No bastaba que España fuera intolerante y cruel, la hacían también hambrienta y desprovista de buenas comidas, tales como las que se encontraban en los Países Bajos o en Italia y Francia. Los españoles eran unos «raphanofagi», alimentados de nabos y otros tubérculos. El noble rebelde, Marnix de Sainte-Aldegonde, ridiculizó la comida española con versos sobre «los pobrecitos, que deben roer un nabo o rábano por su mejor alimento y llenar sus estómagos vacíos con ensalada española, ajo, cebolla, melones y calabazas muelles»8.
Sin embargo, esta imagen negativa ya se construyó muy tempranamente en el inicio de los lazos dinásticos entre la Flandes borgoñona y la Castilla de los Trastámaras. Los nobles españoles, que acompañaron a su príncipe a Malinas en 1495 para la boda con Margarita de Austria, parecieron al cronista Molinet como «une suite de pauvres héres...assez mincement vétus, sobres en manger et en boire»9. De su lado, los religiosos españoles, como fray Tomás de Matienzo, encargados de la guía espiritual de Juana durante su estancia en Flandes, pronto se escandalizaron de que «en este país la gente saca más honra de la bebida que del vivir bien». Poco después habrían faltado candidatos paraa acompañar Felipe I en su viaje a España por el miedo de pasar hambre:
«y como acá esta la felicidad en los vicios de la garganta con sus annexos, pareció les que ydos allá se destierran de todos aquellas cosas que les son apacibles»10.
Efectivamente en una de las etapas tuvieron que dividir un huevo en cuatro. Por ocasión de su segundo viaje Felipe el Hermoso fue aconsejado por su embajador en Roma, Philibert Naturel, de no comer afuera, porque «las carnes del rey Fernando no convenían a su complexión y no eran adobadas a su gusto, y que haría bien de no comer con él», dejando entender así que existía peligro de envenenamiento11. Al respecto del primer viaje de Carlos I a España Laurent Vital relató también unas primeras experiencias bastante negativas en Asturias con falta de víveres, malos alojamientos y muchos enfermos y muertos12.
Notoria mala fama alcanzó España por la inexistencia de buenas posadas. Así el humanista Nicolás Clenardo pretendió en sus cartas, frecuentemente reimpresas durante el siglo xvi, que en la península se aprendía a beber en la palma de la mano por encontrarse quebrado el único vaso disponible13. Clenardo no fue el primero en criticar las posadas sin abastecimiento apropiado de la península. Ya el tan crítico Erasmo, sin haber jamás viajado por España, se equivocó también en esta materia como muchos otros. «L’auberge espagnole» se tornó el cliché favorito y proverbial de tantos viajeros, de los cuales María Montáñez Matilla recogió un florilegio de malas impresiones14.
En su Peregrinatio Hispanica de 1532-1533, el monje Claude de Bronseval, que acompañó al abad de Claraval, dom Edme de Saulieu en su visita de los monasterios de Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla y Galicia, dejó una verdadera letanía, hasta monótona de todos los pueblos sin posada decente: «No encontramos nada, ni alimento ni fuego ni leña»; «Aquí nuestros caballos comían bastante bien según la costumbre del país, pero a nosotros sólo con pan y vino»; «Fuimos alojados como puercos»; «Fuimos alojados bajo la enseña del ángel, en una posada sórdida, mísera, ennegrecida, maloliente, tenebrosa y maldita»; «...tratados como en la cárcel». En Chinchilla encontraron «una sola posada que no valía nada o casi nada. Un solo hombre vendía pan en la ciudad, y otro sólo vino». En Galicia fueron «hospedados en un lugar infecto como el infierno... con hospederas jezabélicas». En otra posada había que comprar todo afuera «hasta las hojas de perejil»15.
Testimonio semejante dejó un archero flamenco de la Guardia real, Enrique Cock, que acompañó a Felipe II en su viaje a Zaragoza y Barcelona en 158516. En una venta, a tres leguas de Usera, mientras que el Rey comía y veía «dançar los labradores, para nosotros y otros criados del Rey había tanta falta de todas las cosas, que agua para beber no hallábamos por dinero que fuese bueno... que cosa es caminar por desiertos». Cerca de Monzón «fueron alojados con camponeses muy rudes y muy ricos: Este en cuya casa yo pasaba tiene de todas sus ganancias más que mil ducados cada año, y cuasi tiene aún miedo de hartarse de pan negro: carne trae de la carnicería una vez al mes» y comentó el cortesano:
«... ¡que cosa tan estraña, qué mal empleada riqueza en hombres que no lo saben emplear! Oxalá algunos de nuestros compañeros fuesen sus tesoreros, para que saliese á luz la moneda que por tanto tiempo acarrean». Cock citó a otro viajero, Justo Pascasio, que «no había hallado cosa para comer ni pan ni vino, con todo esto dice que nunca halló lugarçillo ni venta por ruin que fuese en que no hallase naipes para jugar».
En seguida esta mala fama de las posadas españolas fue utilizada y abultada por muchos autores franceses e ingleses y atravesó los siglos, haciendo ecos abundantes en la literatura de viaje belga decimonónica. En Cádiz en 1862 el pintor Jean-Baptiste Huysmans se incomodó con los pescaditos fritos y otros tipos de fritura, que despedían por las calles un olor repugnante de aceite17. En Loja la posada vasta y desierta tenía la mesa puesta pero sin ningún alimento y finalmente obtuvo solamente un chocolate y algunos bizcochos. En Málaga los únicos comercios que encontró abiertos fueron los Estancos Nacionales del tabaco y los almacenes de dulcerías, que parecían satisfacer ampliamente las necesidades principales de los españoles. Un poco más tarde, en su libro de viaje de 1866, Augusto Malengreau desmintió «les descriptions hyperboliques sur les habitudes de la vie espagnole» y elogió la buena comida servida en la fonda de San Sebastián con un excelente puchero, una merluza frita, un lechazo asado, una ensalada y un postre delicioso de almendras ligeramente tostadas18. Sin embargo decía comprender las reclamaciones de los otros extranjeros por el aroma muy fuerte del aceite, por el pan muy blanco pero poco apetitoso y por el vino maloliente a consecuencia de su conservación en pieles de cabras. En San Sebastián en 1877 el susodicho Rooses, comiendo una sopa a la flamenca, una tortilla flamenca y ternera en salsa de tomate, se sintió ya como en casa, en Amberes o Blankenberghe, pero el aceite de un buñuelo dejó enfermo a su compañero19. Al monje benedictino Gérard van Caloen, muy favorable a la cultura española en tantos otros aspectos durante su viaje de 1880, el hombre español le pareció exageradamente frugal: «contentábase de servirse una sola vez del puchero, mientras que en la mañana bebía nada más que un vaso de agua y a la noche cenaba de un cigarillo»20. Por la misma época el diplomático belga Léon Verhaeghe de Naeyer, aunque muy bien enterado y gran entusiasta de la modernización española, encontró durante un viaje por las sierras andaluzas una pobreza extraordinaria: en la posada de Ochoa en Guadix la comida consistió en un único plato de arroz con picadillo, mientras que otra posada en Baeza ofreció la opción entre «la cama y la medio-cama», esa última sin mantas21.
Aún en la década de 1960, cuando el turismo de masa despegó, los tiernos estómagos flamencos profesaban tamaño miedo al exceso del aceite y del ajo en las cocinas españolas que las agencias de turismo tranquilizaban a sus clientes con la promesa de hoteles con «une cuisine au beurre», una cocina a la mantequilla. Aunque actualmente la colonia de ancianos belgas que parten a invernar en Benidorm o Alicante llevan todavía sus productos belgas consigo o pueden comprar allí mismo su mostaza y sus pickles, poco a poco la cocina española ha ido ganando mayor prestigio gracias a la paella, el jamón serrano o los vinos de la Rioja. En esta valoración de la comida española tuvo gran influencia la obra de Ernest Hemingway, particularmente su The sun also rises (1926), que a partir de la década de 1950 servía de estímulo y de guía informal para pasárselo bien de viajes por España, comiendo y bebiendo en bodegas y bares de tapas22. Hoy día, algunos iniciados ya saben que se puede comer tan bien en España como en Francia o Italia y que los paradores españoles forman una exclusiva red de hoteles instalados en monumentos históricos de gran clase23.
Por eso, es sorprendente y hasta inquietante que un grupo de investigadores, organizado por J. L. Flandrin y M. Montanari, sigan construyendo y orientando su historia de la alimentación, sin duda muy interesante y de gran valor, sobre un eje principal Italia-Francia y dejando de lado la aportación española en la creación de la gastronomía moderna24. Es verdad que este fallo se extiende a casi toda la historiografía de la alimentación fuera de España y que las excelentes publicaciones españolas sobre este tema siguen siendo casi desconocidas25. El tema de la mesa española parece un ejemplo llamativo de como la memoria colectiva no coincide con la realidad histórica y como los propios historiadores caen frecuentemente en la trampa de estos prejuicios.
Pues sí, en la realidad histórica la mesa española en los reinados de Carlos V y de Felipe II fue sin duda de las más ricas y variadas de la Europa de aquella época. Además esta cultura alimentaria española contribuyó de manera esencial a la creación no solamente de una gastronomía de gran refinamiento, sino también, y sobre todo, a la divulgación de una cultura alimentaria variada y equilibrada en el noroeste de Europa. De cierta manera, fue precursora de la boga actual de la tan famosa y prestigiada dieta mediterránea, que pretende salvaguardar de los infartos y de otros accidentes cardiovasculares26.
Efectivamente, ya en el quinientos, la riqueza agrícola de muchas regiones de la península saltó a los ojos de muchos viajeros. El mismo Bronseval señaló la abundancia de huertas, viñedos, cereales, ganados en varias regiones. Antoine de Lalaing, cronista del viaje de Felipe el Hermoso, describió Barcelona como «située en une vallée belle et fertile ...de gardinages enrichis d’orangers, ornés de dadiers, anoblis de grenadiers, plains de tous arbres et herbes bones et fructueuses et de bledz et de vignobles»27. Semejante visión paradisíaca de jardines regados, llenos de naranjos, limoneros, melocotones, albaricoques, encantó al aristocrático Jehan Lhermite, autor del Passetemps, en su llegada a Barcelona en 1587. Se maravilló de los melones, tan estimados en su tierra natal plantados allí en tan gran cantidad en campo abierto, y concluyó que «y faict aulcunement bon vivre, et á bon marché»28. Willem Weydts, un sastre de Brujas, que desembarcó en Andalucía en 1564, apreció bastante el pan blanco y la abundancia de frutas y pescados y nunca se quejó de falta de comidas29.
Por la diversidad de su relieve y clima, la península ya ofrecía una mayor variedad de alimentos, tanto de cereales, legumbres y frutas como de animales y pescados. Como tal no tenía nada que envidiar a países como Italia o Francia. Además, según las Relaciones de los pueblos de España, de 1575 y 1579, las tierras y huertas cultivadas aumentaron bastante y produjeron trigo, cebada, aceite, vinos, garbanzos, lentejas, nabos, hortalizas y frutas en gran abundancia.
Aparte de la mayor diversidad y calidad de la agricultura y de la ganadería españolas otros dos factores determinaban la superioridad de su dieta. No se puede olvidar que en la península la recolección y sobre todo la caza ofrecían complementos y suplementos de comida nada despreciables y podían compensar mucha falta. Una población, todavía predominantemente rural, colectaba caracoles, hongos, espárragos salvajes, hierbas, castañas. Tradicionalmente, el campesino español cogía en los campos y olivares unos zorzales o perdices y subía al monte para cazar jabalíes, liebres, conejos. Mantenía estas costumbres más libremente que en otros países occidentales, donde el derecho de la caza sufrió en la Edad Moderna drásticas limitaciones.
Además, la península ibérica se benefició de los descubrimientos alimentarios en el Nuevo Mundo y del columbian exchange antes y mejor que el resto de Europa. Las especias asiáticas y africanas llegaban más frescas y mejor acondicionadas que en Flandes, mientras que su dosificación en las recetas fue probablemente más ajustada. Si los nuevos productos americanos despertaron la inmediata curiosidad de las élites, tardaron algo en llegar a sus mesas. Respecto de la mejor fruta americana, el padre Acosta recordó que «al emperador D. Carlos le presentaron una de estas piñas, que no debió costar poco cuidado traerla de Indias en su planta, que de otra suerte no podía venir; el olor alabó; el sabor no quiso ver qué tal era»30. La primera mención del guajolote o pavo data de 1599 en el recetario de Diego Granada, Libro del arte de cocina, mientras que antes ya se sirvió en un banquete del Toisón de oro en Utrecht en 1546 y figuró en las escenas de mercados de pintores flamencos como Joachim de Beuckelaer.
Al contrario, los campesinos españoles se dejaron seducir tempranamente por la alta productividad de varias plantas americanas y las integraron en su dieta31. Así el maíz fue sembrado en Valencia y sobre todo en el norte, en Galicia, Asturias y Cantabria, ya en los primeros decenios del siglo xvi, mientras que nuevas especies de frijoles o alubias y de curcubitáceas se diseminaron, junto con el chile o el pimiento de Indias, progresivamente en las huertas. El tomate apareció en una lista de intercambio de plantas entre botánicos a fines del siglo y en la misma época las batatas y patatas entraron en la distribución de alimentos a los pobres en Sevilla.
Sin embargo, la orografía ibérica dificultaba los transportes y por consiguiente el abastecimiento de las grandes ciudades. De crucial importancia era la distribución del agua, tanto más que su buena calidad importaba a los españoles mucho más que a los norteños, grandes bebedores de cerveza. Precisamente, las mejoras de la infraestructura avanzaron bastante en el reinado de Felipe II con la construcción de puentes, de acueductos y sobre todo de fuentes omnipresentes e ingeniosas32. Ese tipo de curiosidades, como la fuente del caballo en el pórtico de la catedral de Jaén o la famosa rueda hidráulica gigante para levantar el agua en Toledo, llamaron particularmente la atención del sastre antes mencionado, Willem Weydts. Este, además, mencionó en Carmona un molino de viento operado por un flamenco y admiró en Baeza un matadero moderno enjuagado por un arroyo en su parte subterránea. Según Cock, Zaragoza disponía de dos carnicerías para servir mejor a todos los habitantes. A pesar de los caminos deficientes el pescado se transportaba hacia el interior y, según el embajador polonés Juan Dantisco, «no faltaba en la corte de Madrid»33. También en Valladolid, en 1603, el portugués Tomé Pinheiro da Veiga se extrañó de la abundancia de pescados 34. En las grandes ciudades como Sevilla imponentes pescaderías funcionaban como proveedoras de las tablas en los mercados.
La conservación, apariencia y calidad de los alimentos ganaban mucho con la producción abundante y bastante diversificada de vasijas y cacharros de cerámica, como en los alfares de Talavera de la Reina, o de toneles y barriles, fabricados a veces por artesanos flamencos, hasta en la Nueva España. Estos recipientes se utilizaban sobre todo en los transportes de largas distancias. A lo largo del siglo xvi el tráfico marítimo mejoró bastante y aumentó su frecuencia y tonelaje.
En años de sequía o de crisis, España podía importar sin mayores dificultades los cereales necesarios sea del Báltico sea de Sicilia o de Berbería. Por eso, aún en 1585, Felipe II se permitió el lujo de prohibir la entrada a sus puertos a los rebeldes holandeses y, en consecuencia, los negociantes de Ámsterdam y otros puertos de la Europa del Norte perdieron sus beneficios fáciles y exuberantes en el comercio del trigo y de la sal. En la historia de las guerras de Flandes y del antagonismo con Holanda se suele perder de vista que, normalmente, la península exportaba más alimentos que importaba, de tal modo que disponía de un food power considerable y mayor que el de sus enemigos.
Anualmente, una flota de decenas de navíos llevaba los frutos de Andalucía y del Algarve hacia los puertos septentrionales de Flandes e Inglaterra. Naranjas, limones, granadas, higos, pasas, dátiles, almendras, avellanas, piñones, alcaparras, anís, azafrán, arroz se vendían en grandes cantidades en las ciudades flamencas. Vicente Álvarez, que acompañó al príncipe Felipe en su entrada de 1548, encontró en Bruselas las naranjas y otras frutas españolas más baratas que en Valladolid 35. Los vinos de la península y de Canarias, en más de veinte variedades, tal como el famoso Pieter Siemens o Pierezemy, el Pedro Jiménez, conquistaron en el mercado de Flandes una participación por lo menos del 10 al 20 por 100 del consumo de vino y eso a pesar de su precio más elevado que el de los otros de Francia o del Rhin36. Según el soldado Alonso Vázquez, estos vinos «llegados a Flandes son mucho mejores, porque como van más cerca del Norte, la frialdad los purifica y sazona mucho mejor que donde se crian»37.
Mucho azúcar, primero de Valencia, y luego, desde los primeros decenios del siglo xvi, de Canarias, de São Tomé o mismo del Brasil filipino a partir de los años 1580, se cargaba a Rouen, Amberes y Londres. Pronto, las frutas en conserva, como el membrillo, también agradaron al gusto nórdico. Hasta atún en conserva, procedente de las almadrabas del duque de Medina Sidonia en Zahara de los Atunes, se exportaba a Flandes.
El aceite no disgustaba tanto a los flamencos del quinientos como a sus descendientes en la edad contemporánea. En la cuaresma sustituía a la mantequilla para untar el pan y, probablemente, se utilizaba también en las ensaladas y en algunas recetas de pescado. Los registros de tasas de importaciones mencionaron grandes cantidades de pipas o toneles de aceite: más de 4000 en los años 1552-1553, aunque la mayor parte se destinaba al aderece de la lana. En las inundaciones, que asolaron Amberes en noviembre de 1570, se podían sacar del agua muchas jarras llenas de aceite, se habían escapado de las bodegas38. También las aceitunas se apreciaban como tapas y acompañaban la degustación del vino.
Además de las colonias mercantiles españolas, bastante numerosas en Brujas y Amberes, los soldados del ejército de Flandes llevaron sus hábitos alimentarios e introdujeron novedades en la cocina flamenca. En sus fiestas distribuyeron naranjas y dulces de azúcar. Un vecino de Gante, Marcus van Vaernewijck, les vio lanzar un nuevo tipo de morcilla, que le apeteció tanto que hasta anotó la receta en su memorial39. Mezclaron la sangre de cordero con huevos, carnes salgadas, pimienta, salvia y otras hierbas y lo rellenaron en la tripa estomacal, que, después de cocida en grandes marmitas, cortaban en rodajas, muy parecida a la bloedpens actual. Es posible que el escabeche de pescado, como la trucha de Chimay, o de carnes, como el potjesvlees de Furnas, dataría de este mismo período.
Al revés, las importaciones españolas se destinaban principalmente al abastecimiento de las flotas y consistían, fuera de la madera para los toneles y barriles y del trigo para la fabricación del bizcocho, sobre todo en quesos y tocino flamencos40. Se recibía algún salmón ahumado de Moscovia, alguna mantequilla y algunos toneles de cerveza, esta destinada a los comerciantes norteños establecidos en los puertos andaluces. Hubo varias tentativas de fabricarla en España para Carlos V o Felipe II o en la capital mejicana, principalmente por razones fiscales con la intención de elevar impuestos de consumo al igual que los ingresos importantes de las ciudades flamencas, pero no conocieron un éxito duradero y estas cervecerías, luego cerraron sus actividades.
A los españoles de aquella época no les gustaba la cerveza, que olía a «orines de rocín con tercianas», según Estebanillo González. En este disgusto coincidieron visiblemente con el desprecio creciente de la nobleza por esta bebida demasiado popular. Con ocasión del ofrecimiento por parte del rey de Polonia de unas jarras de cerveza de Danzig, la reina María procuró hacer probarla como vino danés a la princesa de Chimay, pero tal brebaje provocó náuseas a esta aristócrata41. Además se asociaba la cerveza a la borrachería, que, por una leyenda negra al revés, se atribuía tradicionalmente a los flamencos. «Todos los flamencos eran unos borrachos», había proclamado un fraile en una predicación en 1519 durante las agitaciones de los Comuneros, si bien fue perseguido por ese insulto. Decíase «borracho como un flamenco a media noche», mientras que en Cádiz se intituló una callejuela como la Calle de los flamencos borrachos.
No faltaron anécdotas y chistes sobre este tópico. En su Floresta Española (1574) Melchor de Santa Cruz de Dueñas contó que «estando la Corte del emperador Carlos V en Toledo, un flamenco entró una tarde en una taberna, y bebió cinco azumbres de vino, y quedóse dormido. Y despertando otro día de mañana, pidiéndole la tabernera que le pagase seis azumbres de vino que le había dado. El porfiaba que no eran más de cinco, diciendo:
“Mi tripa no hace más que cinco azumbres”.
Dijo la tabernera:
“Verdad decís, mas este vino, como es bueno, subióse una azumbre a la cabeza, y cinco del vientre, son seis”.
El flamenco respondió:
“tú has dicho la razón”»42.
Respecto a Juanelo Turiano, el inventor de la famosa máquina hidráulica de Toledo, un libretista de la época pretendía:
«Juanelo es flamenco y, por tanto, borracho. Bebe de todo, menos agua. El agua la aborrece y desprecia. Recientemente ha llegado a odiarla. Ahora ha crecido de tal modo su cólera contra el agua que ha comenzado a tormentarla. Y como el agua no quiere ser ya más atormentada por Juanelo, en desesperación corre monte arriba. Este es todo el arte del flamenco»43.
En los propios Países Bajos este consumo exagerado de cerveza predominaba en toda la vida social y causaba entre los españoles presentes aún peor impresión y mayor escándalo. Según Vicente Álvarez, el cronista del viaje del príncipe Felipe, los flamencos quedaban sentados en la mesa un día entero solamente para beber, levantándose apenas para mear, y no tenían ninguna vergüenza de emborracharse44. Por su parte, Alonso Vázquez observó que los flamencos inventaban cualquier pretexto para brindar y beber, en las fiestas religiosas, como el día de Reyes, el Jueves Santo o la noche de San Martín, en un aniversario de casamiento, en la sentencia del juez, en un testamento o en un contrato de compra45. Sin embargo, se reconocía solamente la validez a los documentos firmados antes del brindis. Organizaban frecuentes banquetes, como si fuesen las comedias o las fiestas de toros y de cañas entre los españoles. Los hombres y las mujeres se sentaban lado a lado, encadenados de los brazos, besándose sin escrúpulos y sin limpiarse la boca. Por ocasión de un fallecimiento un banquete podía durar hasta tres días y los invitados pretendían beber el alma del difunto.
Vázquez relacionó las herejías de los flamencos con su dipsomanía y atribuyó esta al hábito de beber de las mujeres. Aunque estas lo hacían con cierta moderación y sin perder los sentidos, los niños tomaban el gusto de la bebida con la leche materna. Además, se les daban pezones de madera, llenos de vino o de cerveza. El origen de esta costumbre, hereditaria y aprobada por los médicos, debía, en su opinión, explicarse por el clima frío, aunque no les faltaba leña para su calefacción.
Si el famoso «¡no hay más Flandes!» podía aplicarse a los productos de las artes textiles, a la pintura o a la arquitectura, no correspondía ni un poco a la alimentación flamenca. Por lo general, los españoles tuvieron mala opinión de la comida servida en Flandes. Según Álvarez, la gente común comía mal, una sopa salada con queso y con un pan negro, que nadie en España aceptaría. Una vez por semana se preparaba un pot-au-feu, una especie de puchero, del cual los días siguientes se comía a menudo la carne fría. Restos de banquetes se consumían hasta quince días después. Durante el verano la carne no sabía tan bien a causa de los pastos húmedos, al paso que en el invierno la alimentación con heno seco mejoraba un poco el gusto.
A Vázquez le repugnó particularmente el pan, por ser negro, viscoso, amargo y mezclado con trigo sarraceno. La gente común se alimentaba con queso y otros productos lácteos en abundancia. Sin embargo, la tierra, muy fértil, permitía varias cosechas con muchas coles, coliflores y zanahorias. Las ovejas parían nada menos que cinco o seis corderos, mientras que las reses podían alcanzar hasta dos o tres mil libras. Se criaban unos cerdos altos, pero rabiosos y peligrosos hasta el punto de devorar niños. No faltaban gallinas y capones muy gordos, ni faisanes, codornices o palomas, pero las perdices eran escasas. Se consumía mucho pescado, arenques, pescadillas y salmones. Pescados de agua dulce se ofrecían en los mercados vivos en grandes cubetas. Todas las ciudades contaban con las famosas hosterías, «donde se da de comer, espléndidamente y con gran limpieza, no solamente a los extranjeros sino también a los vecinos», que llevaban allí a sus invitados y comían mejor y más barato que en su propia casa. Se servían muchas variedades de cervezas, de trigo o de cebada, con lúpulo, fuertes o más leves.
Vázquez apreció las peras, manzanas y guindas, pero los melocotones, duraznos, albaricoques, higos, ciruelas y melones los echó en falta. La agricultura flamenca carecía también de pimientos, berenjenas, lentejas, garbanzos, olivares y azafrán. No se cultivaba ni se comía el ajo, salvo en Artésia y en las fronteras con Francia, pero en poca cantidad y de sabor soso. La lechuga, el perejil, la menta y la cebolleta padecían igualmente de insipidez. No crecían ni romero ni tomillo ni anís ni otras hierbas buenas. El vino producido en Lovaina, Lieja, Namur y Luxemburgo era áspero y sin gusto.
No hay duda de que globalmente la cultura alimentaria de Flandes fue por aquel entonces más pobre y monótona que la de la península ibérica. Delante de esta cornucopia española se puede entender mejor la voracidad de Carlos V, aunque esta echó raíces en su más tierna infancia. A pesar, o tal vez precisamente a causa, de sus problemas con la mandíbula inferior y de sus consiguientes dificultades para mascar y digerir, comía frecuentemente, hasta cuatro veces por día, y en grandes cantidades, con raciones gargantuescas46. Además, entre horas, picaba de jamones, morcillas, melones. Le deleitaban tanto platos de caza como dulces caseros. En sus constantes travesías se convirtió en un omnívoro e, incluso, probó las ranas, que Mercurio Gattinara le presentó. En la confección y el aderezo de sus platos el abuso de especias primaba siempre sobre la delicadeza. Casi tan ecléctica como su gula fue la composición del personal doméstico, aunque, y particularmente en su retiro de Yuste, predominaron los flamencos entre sus cocineros, panaderos, fruteros, aguadores, cerveceros y sumilleres. De la tierra natal mandó traer salchichas de Flandes, ostras de Ostende, cerveza alemana y arenques ahumados.
Esta bulimia le causaba ataques repetidos de la gota, de hemorroides y de asma y de nada le sirvieron las advertencias de su médico Luis de Lobera de Ávila en su tratado Banquete de nobles caballeros (1530). Generalmente, el emperador comía solo, pero nunca se molestaba en manifestar esta glotonería en público. Poco le importaban los buenos modales, que Erasmo recomendó, tal vez a su propósito, en su De Civilitate (1530). Por eso, en su Crónica burlesca, el bufón don Francés de Zuñiga se atrevió a proclamar a su maestre como «rey de los glotonifas», mientras que transformó a sus cortesanos en viandas fantasmagóricas47 . En estos caprichos mofantes, al estilo de Bosch o de Arcimboldo, el conde de Nasao parecía «toronja que comença a madurar o olla de carne de membrillo de miel», Laxao una vez «berengena curtida en vinagre», otra vez «puerco cozido», el marqués de Villena «pato muy cozido o liebre enpanada», don Francés de Briamonte «pastelazo de vanquete enharinado o buei blanco en Tierra de Campos», Luis de Mendoza «cañafistola en pie», el obispo de Ávila «mortero de mostaza».
Si Carlos V personalmente no fue un modelo de mayor refinamiento, la voz común le atribuyó la introducción de la suntuosa etiqueta borgoñona en una corte castellana de tradiciones más sencillas. Sin embargo, es dudoso que este cambio concerniese también al propio arte culinario español e inspirase grandes novedades. En realidad los Reyes Católicos ya gozaban de un ritual bastante festivo. Su yerno, Felipe I, fue recibido en Toledo el 22 de mayo de 1502 con una cena con cinco bufés, cada uno con 600 a 900 platos dorados o de plata48 . En 1518 el presidente de la Chancillería ofreció en Valladolid a Carlos V y a su hermana una colación, al estilo borgoñón más puro, «con mucha música y.... alzados los primeros manteles se sirvió un pastelón, del que, en quitándole la cubierta, salió un niño de cuatro años, muy galán, con cascabeles y danzando un alza y baja, que fue un lance de muy buen gusto, de que el rey y la infanta recibieron gran contentamiento»49. Otro momento de la fiesta ya siguió la tradición ibérica en el patio, donde «estaban dos fuentes, una de vino blanco y otra de tinto, y en medio de ellas una gran mesa de pan y vianda y muchos vasos en que bebiesen». En su organización colaboraron «doce cocineros flamencos y muchos más españoles». No obstante, las fiestas españolas mantuvieron siempre un mayor equilibrio entre la manducatoria y los juegos de cañas, justas y corridas de toros.
Por su parte Felipe II prefería mayor sencillez en la mesa, pero siempre con una abundancia de carnes, a la cual había sido acostumbrado por su educación en la corte castellana. En 1536 el plato del príncipe en la comida de la mañana consistía en una buena variedad de carnes asadas, de gallina o capón, perdices, tórtolas o palominos, con una pieza de carnero y otra de ternera, lechón o conejo, y más carnes cocidas, también de gallina, carnero, vaca o ternera50. Tres días por semana se le servían manjar blanco y más un potaje, y otros días dos potajes. No faltaban pasteles de hojaldre y panecillos, mientras que para frutas, primera y postrera, y verduras el gasto podía ascender a dos reales, casi tanto como para el coste de las carnes. En la cena se repetían los mismos ingredientes, pero en parte tostados. El domingo un faisán o un capón podían substituir a la gallina.
Cuando en 1548, «se hizo la mudança de la casa de Castilla en la de Borgoña», es poco probable que la nueva etiqueta afectase a los hábitos alimentarios de Felipe II. Continuó alimentándose con mucha carne, pollos, huevos, pan, y más, dos veces por semana, ensaladas y endivias y, una vez por semana, frutas como melón y naranjas. El pescado parecía ausente en su dieta, pero este fallo no puede atribuirse a la inexistencia de pescado en el centro del país, como lo sostiene su biógrafo Henry Kamen51. Más bien fue su aversión al olor. Después de 1551 ya no bebía cerveza, pero apreciaba particularmente el vino blanco del Rhin, que debía saborearse refrescado. La bebida fría con la utilización de hielo y nieves se convirtió en uno de los principales refinamientos de su reinado, aunque el abuso de esta manía puede haber sido la causa de la muerte del príncipe Carlos.
Si el Rey Prudente fue, sin duda, más moderado y regular en la comida que su padre, no despreciaba los placeres de la vida. Su corte fue, según Fernando Bouza Álvarez, más divertida y galante de lo que la voz común pretende52. Viajó menos que su padre, pero sus dos grandes giras fuera de España, de 1548 a 1551 y de 1554 a 1559, le llevaron al norte de Italia, los Alpes, Innsbruck, Heidelberg, a las principales ciudades de Flandes, a Inglaterra y a Francia. Le dejaron fuertes impresiones, que posteriormente le inspiraron en sus construcciones y en la organización de su vida cortesana.
Después de su regreso a España en 1559 y el traslado de la corte de Toledo a Madrid en 1561, el rey no quedó inmovilizado en el Alcázar Real de Madrid, se desplazó continuamente entre sus diferentes reales sitios de la Casa del Campo, del Pardo, de Vaciamadrid, de Aceca, de Valsaín, de Aranjuez, de El Escorial, de la Fresnada y del Quexigal. Le gustaba disfrutar los paseos en sus jardines y nunca abandonó su pasión por la caza. Viajó también por tierras españolas, en 1570 a Sevilla, en 1585 a Zaragoza y Barcelona y en 1586 a Valencia. En 1581 se estableció por dos años en Lisboa y en sus cartas a sus hijas se encuentran varias referencias a sus descubrimientos o recuerdos gustativos, particularmente con relación a algunas frutas.
De sus viajes al norte de los Pirineos Felipe guardó una predilección por manzanas y peras y procuró obtener para sus jardines mugrones y semillas de Austria y de Flandes por intercambio con su primo y cuñado, el emperador Maximiliano II, que de su parte recibía huesos de melocotones, duraznos y albaricoques53. Durante su estancia en Flandes cultivó una preferencia por la mantequilla flamenca. Esta ya no podía faltar entre los muchos recuerdos flamencos, que marcaron la intimidad de sus residencias. Al sitio real de Aranjuez hizo venir de Tournai no solamente algunos jardineros, sino también vacas para pastar y un campesino para ordeñarlas y batir la mantequilla54. Le agradó, sin duda, la canasta de gofres, que algunos flamencos, disfrazados de cocineros y aldeanos al estilo brabanzón y holandés y tocando la gaita le ofrecieron durante una fiesta de mascarada en 159355.
Es posible que esta preferencia real por frutas, leche y mantequilla abrio mayor espacio en la cocina española para dulces con frutas en conserva, con natas y requesones y con pasteles de leche. Tales golosinas se ofrecían frecuentemente en las colaciones y meriendas con ocasión de las entradas reales en las ciudades. Así, en 1592, Valladolid le ofreció una gran variedad de confituras de flor de azahar, de gragea o de maná parda, mermeladas de cidras, bocados de mazapán de cifras y letras o con agrio de limones, azúcar guindado, bastones de azúcar, dátiles alcorzados, natas, naranjas rellenas cubiertas de alcorza56. Había también mucha fruta, como albérchigos, guindas garrafales, perillas almizcleñas y cermeñas, estas últimas más tempranas, pequeñas, suaves y olorosas que las otras peras. Siguiendo la última moda se mezclaron almizcle y ámbar en el manjar blanco, mientras que se salpicó los paños de mesa con agua almizclada.
Al pueblo se le distribuyó agua de canela y de limón. Tales meriendas daban ocasión a desplegar el arte de los confiteros, al mismo tiempo que estimulaban y consagraban al orgullo municipalista o regionalista inofensivo. Esta colación vallisoletana prestigió particularmente al Reino de Valencia, donde varias de las golosinas se decían originarias.
Además del consumo creciente de azúcar, el rey patrocinó con mayor empeño la búsqueda de otros nuevos productos del ultramar y su integración en la gastronomía española. Así mandó plantar en sus jardines de Aranjuez la piña, anteriormente despreciada por Carlos V. Por lo general, sintió mucha más curiosidad por las novedades botánicas y zoológicas del Nuevo Mundo y envió en 1571 a su médico, Francisco Hernández, a la Nueva España al fin de redactar el inventario más completo llevado a cabo por aquel entonces57. Ya en los últimos años de su reinado el chocolate hizo su entrada en los hábitos alimentarios españoles.
Sin embargo, sería de toda manera exagerado considerar a Felipe II como el prototipo del comedor español. En la península no debían faltar comilones y tragones nativos. Tal fue ciertamente la fama del conquistador Hernán Cortés, que, según Bernal Díaz del Castillo, estableció en la Nueva España una corte de estilo borgoñón, que podía rivalizar con las comidas exuberantes de Moctezuma58. En 1538, por la conmemoración de la paz entre Carlos V y el rey de Francia, tanto el Marqués del Valle como el Virrey celebraron banquetes, donde se renovaron varias veces los manteles, sirviéndose todo tipo de volatería, manjar blanco, muchas empanadas, torta real.
En algunas tortas se escondieron conejos, que al servir corrieron por la mesa, mientras que en el patio con un asador de terneras, rellenas de pollos, pudieron satisfacer al vulgo. Durante su estancia en España el conquistador cultivó amistades con juerguistas nórdicos como el susodicho embajador polonés Dantisco59. A sus hijos, los dos Martín Cortés, se reprochó haber traído de Flandes su gusto por la bebida y los banquetes «haciéndoles convites muy grandes y brindándoles a uso de Flandes, donde el marqués había aprendido esta mala doctrina»60.
En la propia península el Menosprecio de corte y alabanza de aldea de fray Antonio de Guevara ya exaltaba en 1539 la preferencia por los platos y las sopas de la gente común. Tanto los pastores y gañanes como los mercadores e hidalgos mantenían su apego a los corderos al horno, torreznos, salpicones, pepitorias de gallina, toda esta gastronomía popular, sólida y fundamental idealizada como «la cocina del Quijote»61. Hasta un mercador flamenco, Crisostomo van Immerseel, que había regresado a Amberes en 1634 después de largos años pasados en Sevilla, se acordó, lamiéndose los labios, «del bacalao con ajos y cebollas y de la grossura del sábado»62. Infelizmente, todavía son escasos e insuficientes los datos disponibles sobre este consumo doméstico y hotelero.
Precisamente, respecto a esta falta tan denunciada de buenas posadas, hay que observar que, por lo menos, Bronseval mencionó varias satisfactorias, sobre todo en la región de Torquemada, Valladolid y Burgos. Es probable que allí el comercio lanífero, la producción artesanal y las ferias fomentaban mayor movimiento de mercaderes y necesidad de hospedería. También en los puertos y grandes ciudades andaluces y, más tarde, en Madrid la presencia de muchos extranjeros estimuló la apertura de tabernas, frecuentemente servidas por flamencos. En Cádiz «por 25 maravedis dan de comer a uso de Flandes muchos y buenos manjares y de beber sin tasa», según fray Tomás de la Torre anotó en su diario63. En la misma ciudad se registraban en 1561 cinco hoteleros, siendo cuatro de ellos de origen flamenco64.
Por otro lado, el aparente subdesarrollo de la red española de posadas no puede atribuirse a las deficiencias del abastecimiento o a la pobreza de la cultura alimentaria. Se debe a otros factores, como la escasa densidad poblacional de la península, que con poco más de siete millones de habitantes alcanzaba a menos de un tercio de aquella de Francia o de los Países Bajos. Además de eso, hay que considerar que las clases medias se debilitaron por la expulsión de los judíos conversos, la emigración a las Américas, el ausentismo de los agricultores y el disminuido prestigio de los oficios mecánicos. En los Países Bajos, muchos mesoneros sustentaban el buen funcionamiento de su empresa con el ejercicio paralelo de otras actividades, como el corretaje en el comercio, lo que era imposible o inusitado en España. Además, en este país sus clases dominantes y afortunadas no frecuentaban posadas, manteniendo gran aprecio a la hospitalidad y ofreciendo en sus propias casas la mesa abierta a visitantes y clientes. A veces sus cocinas fornecían a consumidores y compradores por una ventana o una puerta lateral en la calle. Se repartían muchos víveres en la corte, hasta los restos de la comida del rey, mientras que las cocinas reales andaban llenas de los notorios pícaros sin partido.
En general, la caridad, tanto pública como privada, fue menos afectada por las nuevas ideas, que propusieron en Flandes la colocación de los pobres en casas de trabajo forzado. Los numerosos conventos, monasterios y hospitales siguieron intactos durante todo este siglo, a diferencia de lo que pasaba en los países de la Reforma, y multiplicaron aún sus fundaciones. Rivalizaban en la distribución del pan de limosna a la extraordinaria proliferación de mendigos y aseguraban frecuentemente la acogida gratuita de los forasteros o peregrinos. Particularmente, el propio éxito de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, a Nuestra Señora de Guadalupe o a Santa María de Montserrat estropeó de cierto modo el sistema de las posadas. Falsos portadores de la vieira, los coquins, dejaban las cuentas sin pagar, al paso que otros posaderos inescrupulosos explotaban cada vez más a los peregrinos extranjeros. Finalmente, en algunas regiones el bandolerismo y la resistencia de los moriscos aumentaban la inseguridad, mientras que las costas mediterráneas padecían frecuentes saqueos de moros oriundos de África.
En las ciudades españolas el clima y las costumbres permitían una vida pública mucho más callejera que en las ciudades de la Europa del Norte y el recinto cerrado de una posada al estilo flamenco no era muy adaptado a la sociabilidad ibérica. Su espacio favorecía la presencia cotidiana de muchos vendedores ambulantes, que ofrecían varios tipos de pequeños platos, las famosas tapas de nuestros días. La gente tendía mucho a comer en la calle, en las plazuelas y en los mercados, como sigue siendo el caso en México y otros países latinoamericanos. En Sevilla y otras ciudades andaluzas se puede imaginar un cuadro similar a la Grandeza e Abastança de Lisboa, descrita en 1552 por João Brandão.
Otra particularidad del sistema alimentario en la península fue el recurso a la esclavitud doméstica. Especialmente en Valencia, Andalucía y Canarias se encontraban frecuentemente cocineros, horneros y panaderos negros65. Los africanos se esmeraban en la maestría del «ponto certo para apagar o reducir el fuego en la preparación de dulces con azúcar». La moda de hacer servirse por pajes negros se propagó hasta en Flandes y apareció desde la segunda parte del siglo xvi ya en los cuadros y retratos. Aunque allí la esclavitud no fuese reconocida como tal por los fueros y costumbres flamencos, algunos mercaderes españoles y portugueses o mismo flamencos emigrados se hacían acompañar en sus viajes a Flandes por su servidumbre negra. Es probable que en Amberes algunas de estas esclavas enseñaron los secretos de su oficio a los pasteleros flamencos.
Al revés, en España, la profesionalización de los cocineros pudo también progresar con la llegada de extranjeros, franceses y flamencos a la corte de Carlos V y sobre todo de Felipe II. Isabel de Valois llegó acompañada de cocineros y pasteleros franceses como Florentin Hori.
Generalmente, la impresión de libros de cocina se considera como una señal decisiva de la formación y del progreso de una cultura gastronómica. Estos no faltaron en España como los famosos Llibre de Coch o Libro de guisados de Ruperto de Nola (Barcelona, 1520 y Toledo, 1525), Cuatro libros del arte de la confitería de Juan Gracián (1592), Arte de confitería de Miguel de Baeza (Alcalá, 1592) y Arte de Cocina de Diego Granado (Madrid, 1599)66. La primera edición de Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería de Francisco Martínez Montaño data de 1611 en Madrid, pero se elaboraron posiblemente antes al servicio de Felipe II67. Ya el Banquete de nobles caballeros de Luis Lobera de Ávila (1530) fue antes un libro de medicina, pero fornecía, tal como los libros de agricultura y botánica, valiosas informaciones alimentarias. En la producción de esta literatura de ciencia natural la península fue pionera y particularmente prolífica. Así los libros de Nicolas Monardes, Garcia da Orta y Cristovão da Costa revelaron al botanista flamenco Carolus Clusius los datos sobre plantas y frutas exóticas para sus obras impresas en Amberes o Leiden, que tuvieron gran influencia en el desarrollo de una curiosidad gastronómica. Aún mayor repercusión cabía a los recuerdos gustativos en las obras literarias como La lozana andaluza de Francisco Delicado o Rinconete y Cortadillo y naturalmente el Quijote de Miguel de Cervantes.
El prestigio de la cocina española se confirmó por la aparición y multiplicación de recetas a la española, a la catalana o a la portuguesa en los libros de cocina flamencos como Eenen Nyeuwen Coock Boeck (1560) de Gheeraert Vorselman, Eenen seer schoonen ende excelenten Cockboeck (1593) de Carel Baten, Ouverture de cuisine de Lancelot du Casteau (1604) o Koocboec oft familieren keuken boec de Mestre Magirus (1612)68. Vorselman, todavía más apegado a las recetas italianas, incluyó un «mirause a la catalana» y un «witmoes o blancmanger a la catalana». Baten ya ofreció un surtido mayor con recetas de «blau Mangier de spaigne», «spaensche soppe», «hamelenbout in deeg op Spaanse manier», «snoek op zijn spaans», «capoen braden op het Spaensch», «spaense pap», «een Spaense Pasteye...». Más refinado, Casteau propuso «chair de thon salée», «Potpourri dict en Espaignol Oylla podrida», «Perdrix à la Catelane», «poulle d’Inde bouillie avec les huitres et ardes, salade d’Espagne».
Al revés, los recetarios españoles incorporaron recetas extranjeras como «sausisas hechas a la manera de Flandes», «tortilla a la flamenca», «pastel de Flandes». Por esos caminos de intercambio culinario pudieron surgir en México un «pastel de Flandes» y, de igual manera, en un manuscrito del siglo xviii, un «uspot», palabra flamenca para un típico puchero de Flandes69.
El esmero creciente de las comidas españolas se notaba también en la decoración de la sala utilizada como comedor. Las tradicionales almohadas y mesas bajas fueron sustituidas por muebles adecuados, tapices de Flandes, mantelería y cubertería de plata, esta última en gran abundancia gracias a la plata americana. Aunque la introducción de tenedores se atribuye generalmente a los italianos, consta que, por la misma época, nobles españoles ya los llevaban consigo hasta en la Armada Invencible de 1587. En Segovia el inventario de un mercader, Juan de Cuéllar, contenía tazas, azucareras, cucharas, tenedores, jarras de plata, lujosos manteles y servilletas de Flandes70. Poseía también una docena de sillas de Flandes con sus colchoncillos. Al contrario, en Flandes, los inventarios mencionaban sillas a la moda española, cubiertas de cuero y con clavazón. Llegaban vidrios no solamente de Italia, sino también de Flandes, donde en Amberes Felipe II había privilegiado a las nuevas vidrierías de los artífices venecianos. El gusto por la porcelana china, más blanca y luminosa, más lisa y suave que la mejor alfarería de Talavera se difundió en Europa a través de la península ibérica y particularmente a través de Portugal en la época de la unión de las dos monarquías.
Finalmente, este refinamiento de la cultura gastronómica española se manifestó bastante temprano en la pintura con el género de los bodegones, aunque su gran éxito en España se afirmó solamente en los años de 1620 a 1630 con Juan van der Hamen y León, Alejandro de Loarte, Diego Velázquez y Francisco de Zurbarán. Sin embargo, en esta temática la sobriedad preciosa de los pintores españoles sobresalía a la mayor exuberancia, algo vulgar, de sus colegas de la Europa del Norte71.
De ahí resulta difícil explicar, en este contexto de abundancia y riqueza, la mala reputación de la culinaria española del Siglo de Oro. Las posadas españolas y la envidia maldiciente de la gente del norte tuvieron sin duda su parte de responsabilidad, pero hay motivos más profundos. Se trató de una diferenciación cultural con la aparición y el cultivo de una mentalidad y actitud propias en relación a la alimentación. A diferencia del resto de Europa Occidental, España desarrolló un espíritu crítico muy fuerte al respecto de sus propios hábitos alimenticios, que fueron tempranamente civilizados —en el sentido del término definido por Norbert Elias— y disciplinados en obras como el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. Esta sobriedad española ya fue reconocida por el cronista Laurent Vital del primero viaje del soberano flamenco:
«á cause qu’ils font bonne chiére, en prennant gracieusement les biens que Dieu leur at envoyet, sans les prodiguer ne prodigallement perdre ne gourmander, comme plusieurs font, tant en Allemaigne que pardechá, où que prennons les biens de Dieu indiscrètement, en gourmandant et yncongnant (avalant, détruisant) bien souvent plus que nature ne demande, et de quoy Dieu est bien souvent grandement offensé»72.
Diversas obras literarias y moralizadoras alzaron esta sobriedad a una virtud máxima, extremándola, en una especie de anorexia mental, hasta la cuaresma continua, muy al contrario de la literatura de Cocaña o Rabelaisiana en boga en los Países Bajos o en Francia73. Sobre todo la novela picaresca popularizó el tema satírico del eterno hambriento y produjo un «prolijo compendio de la literatura del hambre»74. Así el Lazarillo de Tormes presentó a «hidalgos famélicos que salpicaban sus barbas con migas de pan seco antes de abandonar sus viviendas».
«Sustentámonos casi del aire y andamos contentos».
Escribió Quevedo en La vida del Buscón:
«Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón».
El uso de los palillos de dientes se tendría propagado «para fingir una rutinaria higiene bucal, a todas luces innecesaria tras almuerzos casi nunca celebrados». Por lo visto, el uso del palillo se fijó como una costumbre típicamente española, que sorprendió aún en 1877 al viajero belga Max Rooses. Este se divirtió mucho en los cafés sevillanos de la Calle de Sierpes, llenos de gente animada y ruidosa, donde se servían los vasos de agua o de limonada junto con un tarrito de palillos75.
Esta deriva burlesca llevó a fijar en el extranjero el tópico de una España católica y barroca, pero subalimentada y hambrienta, es más, esta literatura picaresca conoció gran divulgación y varias traducciones e imitaciones y sirvió a la propaganda antiespañola. Así, el holandés Brederode se burló en su De Spaanse Brabander del hidalgo ambereño Jerolimo, que con toda su ostentación debía contentarse de una cebolla para su almuerzo. A su manera, el pintor Karel van Mander criticó que los flamencos llegaron a cultivar la delgadez para poder apretar su cuerpo en ropas estrechas y ceñidas, él prefería a esta imitación de la moda española el estilo a lo ancho de las matronas italianas76. Aparte de eso, habría que desarrollar esta confrontación entre el gran éxito por toda la Europa del Norte de la moda de ropa española y el fracaso de su reputación culinaria.
Si esta autocrítica española muy virulenta podía ser apenas una variante de la inclinación católica-barroca a la autoflagelación, podría también esconder una táctica muy hábil de defensa contra los extranjeros, que acudían demasiado numerosos a la búsqueda del oro, del sol y de la cornucopia española.
« Pour vivre heureux vivons cachés».
Esta felicidad española fue muy bien percibida por un vecino portugués, Tomé Pinheiro da Veiga durante su estancia en Valladolid en 1603:
«Allí viven los castellanos con gusto... con largueza de ánimo, mucha libertad, ninguna envidia, (...) avarientos en el adquirir y pródigos en el gastar... el zapatero y el sastre es el primero que lleva el salmón a cinco reales y las truchas a cuatro y su nieve para el vino de tres y medio»77.
Volver a la página anterior Subir al principio de la página Ir a la página siguiente
NOTAS
(1) Serradilla Muñoz, J. V.: La mesa del emperador, recetario de Carlos V en Yuste. San Sebastián, R&B, 1997. volver
(2) Verberckmoes, J.: «The Emperor and the Peasant, The Spanish Habsburgs in Low Countries’ Jests». En Tomas, W y De Groof, B.(eds.): Rebelión y resistencia en el mundo hispánico del siglo xvii. Lovaina, Leuven University Press, 1992, págs. 67-78. volver
(3) Carton De Wiart, H.: Les cariatides. Bruselas, 1942. Citado por Beyen, M.: «Keizer Karel en Tijl Uilenspiegel, Literaire tegenbeelden». En Hoozee, R., Tollebeek, J. y Verschaffel, T.(eds.): Míse-en-Scène, Keizer Karel en de verbeelding van negentiende teuw. Catálogo de la exposición. Gante, 1999, págs. 95-99. volver
(4) León-Portilla, M. (ed.): Torquemada, J., de: Monarquía indiana. Méjico, 1975, t. 1, pág. 281. volver
(5) Martínez Millán, J. (ed.): La corte de Felipe II. Madrid, 1994. Kamen, H.: Philip of Spain. New Haven y Londres, Yale U. P., 1997. volver
(6) Rooses, M.: Brieven uit Spanje naar huis. Extracto de Nederlandsch Museum, 1877, págs. 32-33. Ídem: Op reas naar heinde en ver. Gante, 1889. volver
(7) Sobre Felipe II véase los grabados en Tanis, J. y Horst, D.: Images of Discord, a Graphic Interpretation of the Opening Decades of the Eighty Years’ War. Bryn Mawr, 1993, págs. 66-67. volver
(8) Vosters, S. A.: Spanje in de Nederlandse literatuur. Amsterdam, 1955, pág. 12. volver
(9) De Boom, G.: Marguerite d’Autriche-Savoie et la Pré-Renaissance. París y Bruselas, 1935, pág. 29. volver
(10) Gachard, L. P. (ed.): Collection des voyages des souverains des Pays-Bas. Bruselas, 1874, t. 1. volver
(11) Gossart, E.: Espagnols et Flamands au xvie siécle, Charles-Quint, roi d’Espagne. Suivi d’une étude sur l’apprentissage politique de l’empereur. Bruselas, 1910, págs. 22-23. volver
(12) Gachard, L. P. (ed.): Collection des voyages, o.c., Laurent Vital, Premier voyage de Charles-Quint..., t. 2, págs. 93, 96, 127 y 143. volver
(13) Roersch, A.: Correspondance de Nicolas Clénard. Bruselas, 1940-1941, 3 t. volver
(14) Montáñez Matilla, M.: El correo en la España de los Austrias. Madrid, C. S. I. C., 1953. volver
(15) Calero, F. (ed.): Claude de Bronseval, viaje por España: 1532-1533 (Peregrinatio Hispanica). Madrid, 1991, págs. 141, 143, 149, 182-183. volver
(16) Morel-Fatio, A. y Rodríguez Villa, A. (eds.): Relación del viaje hecho por Felipe II, en 1585, a Zaragoza, Barcelona y Valencia escrita por Henrique Cock. Madrid, 1876, págs. 97, 98, 99 y 174. volver
(17) Huysmans, J. B.: Voyage illustré en Espagne et Algérie. Gante y Leipzig, 1865, pág. 126. volver
(18) Malengreau, A.: Voyage en Espagne et coup d’oeil sur l’état social, politique et matériel du pays. Bruselas, 1866, pág. 19. volver
(19) Rooses, M.: o. c., págs. 9 y 41-42. volver
(20) Van Caloen, G.: Au delá des Monts! Voyage en Espagne. París, Bruselas y Ginebra, s. d., pág. 15. volver
(21) Verhaeghe de Naeyer, L.: Vingt ans d’étapes. Bruselas, 1888, pág. 232. volver
(22) Palin, M.: Hemingway Adventure. Londres, 1998. volver
(23) Santamaría, S., Martí i Pol, M. y , J.: La cocina de Santi Santamaría. León, Everest, 1999. volver
(24) Flandrin, J. L. y Montanari, M.: L’histoire de l’alimentation. Paris, Fayard, 1996. En reciente publicación Flandrin corrigió un poco esta omisión, citando una fuente como Carlos García, La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la Tierra, o la antipatía de franceses y españoles de 1617. Sin embargo, es significativo que en la misma obra el capítulo de Jeanne Allard, «Repas et maniéres de table á la cour d’Espagne au Siécle d’Or», ignora casi por completo las recientes investigaciones españolas al respecto y sigue desconsiderando a la cultura gastronómica española como tal. Flandrin, J. L. y Cobbi, J. (eds.): Tables d’hier, Tables d’ailleurs. París, Odile Jacob, 1999. volver
(25) Vázquez Montalbán, M.: L'art del menjar a Catalunya. Barcelona, 1977. Ídem: Las cocinas de España, Madrid, 1980. Cunqueiro, A., A cozinha cristá do Ocidente. Lisboa, 1981. Cunqueiro, A. y Filgueira Iglesias, A.: Cocina gallega. Madrid y León, Everest, 1997. Simón Palmer, M.ª del C.: La cocina de palacio, 1561-1931. Madrid, Castalla, 1997. Díaz, L. Diez siglos de cocina en Madrid. Madrid, 1995. La Mediterránia, área de convergencia de sistemes alimentaris (segles v-xviii). En XIV Jornades d’Estudis Histórics Locals. Palma de Mallorca, 1995. Val, J. D., A mesa y mantel, Historias de manjares y pitanzas. Valladolid, Colección Cocinaria, Valladolid, 1993. Serradilla, o. c. volver
(26) Renaud, S.: Le régime santé. París, Odie Jacob, 1995. volver
(27) Gachard,o. c., t. 1. volver
(28) Ruelens, C.: Le Passetemps de Jehan Lhermite. Amberes, 1850, t. 1, pág. 69. volver
(29) Willemyns, R. (ed.): «De Spanje-reis (1564-1571) uit het 16de-eeuwse Weydts-hs». En Handelingen van de Koninklijke Commissie voor Geschiedenis. Bruselas, t. 136, 197, págs. 49-141. Stols, E.: «Experiencias y ganancias flamencas en la Monarquía de Felipe II». En Enciso Recio, L. M. y Ribot García, L. (eds.): Las sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo xvi, t. 5: El área Atlántica, Portugal y Flandes. Madrid, 1998, págs. 147-169. volver
(30) O’Gorman, E. (ed.): De Acosta, J.: Historia natural y moral de las Indias. México, 1979, pág. 175. volver
(31) Pérez Samper, M.ª de los A.: «La integración de los productos americanos en los sistemas alimentarios mediterráneos». En La Mediterrania, o. c., págs. 89-148. Lira, R. y Bye, R.: «Las cucurbitáceas en la alimentación de los dos mundos». En Long, J.: Conquista y comida, consecuencias del encuentro de dos mundos. México, 1996, págs. 199-226. Mendes Ferrão, J. E.: A Aventura das Plantas e os Descobrimentos Portugueses. Lisboa, 1992. Gispert Cruells, M., y Álvarez de Zayas, A.: Del jardín de América al mundo. Méjico, 1998. Rocha, R.: A Viagem dos Sabores. Lisboa, 1998. volver
(32) González Tascón, I. (ed.): Ingeniería y obras públicas en la época de Felipe II. Madrid, 1998. volver
(33) Fontán, A. y Axer, J. (eds.): Españoles y polacos en la corte de Carlos V. Madrid, Alianza, 1994, pág. 264. volver
(34) Cortés, N. A. (ed.): Pinheiro da Veiga, T.: Fastiginia, vida cotidiana en la corte de Valladolid. Valladolid, 1989. volver
(35) Dovillée, M. T. (ed.): Álvarez, V.: Relation du Beau Voyage que fit aux Pays-Bas, en 1548, le prince Philippe d’Espagne, Notre Seigneur. Bruselas, 1964. volver
(36) Goris, J. A.: Étude sur les colonies Marchandes méridionales (Portugais, Espagnols, Italiens) á Anvers de 1488 á 1567. Lovaina, 1925, págs. 262-264. Carande, R.: Los banqueros de Carlos V. Barcelona, 1977, t. 1, pág.78. volver
(37) Vázquez, A.: «Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese». En Colección de Documentos Inéditos. Madrid, 1879, t. 72. volver
(38) Van Roosbroeck, R. (ed.): De kroniek van Godevaert Van Haecht over de troebelen van 1565 tot 1574 te Antwerpen en elders. Amberes, 1929, t. 2, pág.135. volver
(39) Van Duyse, H. (ed.): Troubles religieux en Flandre et dans les Pays-Bas au xvie siécle, Journal autographe de Marc van Vaernewijck. Gante, 1906, t. 2, págs. 7 y 166. volver
(40) Morales Padrón, F.: La ciudad del quinientos, Sevilla, 1976. Trueba, E.: Sevilla marítima (siglo xvi). Sevilla, 1990, pág.181-197. P. Pérez-Mallaína, E., Spain’s Men of the Sea, Daily life on the Indies Fleets in the Sixteenth Century. Baltimore y Londres, 1998, págs. 140-144. volver
(41) Fontán y Axer, o. c. volver
(42) Agradezco esta cita a Luisa Gutiérrez Ocaña. volver
(43) Villar Garrido, Z. y J. (eds.): Viajeros por la historia, extranjeros en Castilla-La Mancha. Toledo, 1997, pág. 70. volver
(44) Dovillée, Álvarez, o. c. volver
(45) Vázquez, o. c. volver
(46) Serradilla, o. c. volver
(47) Sánchez Paso, J. A. (ed.): Don Francés de Zuñiga, crónica burlesca del emperador Carlos V. Salamanca, 1989. The Arcimboldo Effect. Transformation of the Face from the Sixteenth to the Twentieth Century. Milano, 1987. volver
(48) Gachard, o. c. , t. 1. volver
(49) Rojo Vega, A.: Fiestas y comedias en Valladolid, siglos xvi-xvii. Valladolid, 1999, pág. 68. volver
(50) Simón Palmer, o. c., pág. 22. volver
(51) Kamen, o. c. volver
(52) Bouza Álvarez, F.: «La majestad de Felipe II. Construcción del mito real» y «Corte es decepción». En Martínez Millán, o. c., págs. 37-72 y 451-502. volver
(53) Rudolf, K. F.: «El Imperio». En Añon, C. y Sancho, J. L. (eds.): Jardín y naturaleza en el reinado de Felipe II, Madrid, 1998, págs. 189-190. volver
(54) Mencionado por Lambert Wyts en su viaje de 1570-1571. Agradezco estos datos a Werner Thomas y Joos Vermeulen, que preparan la edición de su manuscrito. Postma, A.: «Een Zuidnederlandse hovenier in Spanje. Over Filips II, Jehan Holbecq en een nieuwe tuinkunst». En Tuinkunst, Nederlands Jaarboek voor de Geschiedenis van Tuin- en Landschapsarchitectuur, t. 1, 1995, págs. 9-22. volver
(55) Lhermite, J.: Le Passetemps, o. c., pág. 226. volver
(56) Rojo Vega, o. c. Martínez Llopis, M.: La dulcería española, recetarios histórico y popular. Madrid, 1999. volver
(57) Bustamante García, J.: «La empresa naturalista de Felipe II y la primera expedición científica en suelo americano: la creación del modelo expedicionario renacentista». En Martínez Millán, J. (ed.): Felipe II (1527-1598), Europa y la Monarquía Católica. Madrid, 1998, t. 2, págs. 39-54. volver
(58) León-Portilla, M. (ed.): Díaz del Castillo, B.: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Madrid, 1984, t. 2. volver
(59) Fontán y Axer, o. c. volver
(60) León-Portilla, de Torquemada, o. c., t. 2, pág. 290. volver
(61) Díaz, L.: La cocina del «Quijote». Toledo, 1993. volver
(62) Stols, E.: De Spaanse Brabanders of de handelsbetrekkingen van de Zuidelijke Nederlanden met de Iberische Wereld, 1598-1648. Bruselas, 1971, t. 1, pág. 353. volver
(63) Martínez, J. L.: Pasajeros de Indias. Madrid, 1984, pág. 242. volver
(64) Bustos Rodríguez, M.: Historia de Cádiz, t. 2: Los siglos decisivos. Cádiz, 1991, pág. 109. volver
(65) Cortés López, J. L.: La esclavitud negra en la España peninsular del siglo xvi, Salamanca, 1989, págs. 105-107; Bravo Caro, J. J.: «Los esclavos en Andalucía oriental durante la época de Felipe II». En Martínez Millán, J. (ed.): Felipe II (1527-1598), Europa y la Monarquía Católica. Madrid, 1998, t. 2, págs. 133-163. volver
(66) Simón Palmer, M.ª del C.: Libros antiguos de cultura alimentaria (siglo xv-1900). Córdoba, 1994; Odriozola, A.: La cocina gallega a través de los libros. En Cunqueiro, A. y Filgueira Iglesias, A.: o. c., págs.385-398. volver
(67) De Cárcer y Disdier, M.: Apuntes para la historia de la transculturación indoespañola. México, 1995, págs. 53-54. volver
(68) Cockx-Indestege, E. (ed.): Eenen Nyeuwen Coock Boeck, Kookboek samengesteld door Gheeraert Vorselman en gedrukt te Antwerpen in 1560. Wiesbaden, 1971. Moulin, L. y Kother, J. (eds.): De Casteau, L. Ouverture de cuisine. Amberes y Bruselas, 1983. Magirus: Koocboec oft familieren keuken boec. Lovaina, 1611. volver
(69) Zolla, C.: Elogio del dulce, ensayo sobre la dulcería mexicana. México, 1988, pág. 182. Pérez San Vicente, G. (ed.): Manuscrito Avila Blancas, gastronomía mexicana del siglo xviii. México, 1999, pág. 116. volver
(70) Ródenas Vilar, R.: Vida cotidiana y negocio en la Segovia del Siglo de Oro, el mercader Juan de Cuéllar. Salamanca, 1990, págs. 166-167. volver
(71) Grimm, C.: Stilleben. Stuttgart y Zürich, 1995, 2 t. volver
(72) Gachard, o. c., Vital, pág. 259. volver
(73) Pleij, H.: Dromen van Cocagne, Middeleeuwse fantasieén over het volmaakte leven. Amsterdam, 1997. volver
(74) Capel, J. C.: La gula en el Siglo de Oro. San Sebastián, 1996, págs. 65-75. volver
(75) Rooses, o. c. volver
(76) Van Mander, K.: Schilder-Boeck, 1604. volver
(77) Cortés, Pinheiro da Veiga, o. c., págs. 304-313. volver
una gran obra histórica, me sirvió bastante para tener una cultura económica
ResponderEliminar