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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

martes, 20 de diciembre de 2016

372.-Historia Universal de Carl Grimberg; Gastronomía de Carlos I de España.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán;

Introducción 

La historia universal, historia del mundo, historia mundial o historia de la humanidad es el conjunto de hechos y procesos que se han desarrollado en torno al ser humano, desde su aparición hasta la actualidad.
La historia escrita de la humanidad fue precedida por su prehistoria, comenzando hace unos 2,59 millones de años (en África)​ con el Paleolítico («piedra antigua»), seguida por el Neolítico («piedra nueva»). El Neolítico vio la revolución agrícola suceder desde 8000 a. C., en varios procesos completamente independientes y sin contactos entre sí: Asia Occidental, China, Nueva Guinea, Mesoamérica, Región Andina y Norteamérica.
La agricultura creó las condiciones necesarias para hacer posible el surgimiento de sociedades complejas, llamadas «civilizaciones», caracterizadas por la aparición de tres tipos novedosos de organización: la ciudad, el Estado y el mercado. Asimismo, el desarrollo de la tecnología permitió al ser humano ejercer un control de la naturaleza y desarrollar sistemas de transporte y redes de comunicación.
En algunos casos, la escritura, a su vez, se ha convertido en una necesidad fundamental desde la aparición de la agricultura.​ La escritura es un factor para diferenciar la historia de la prehistoria, porque esta hizo posible difundir y preservar el conocimiento adquirido.
La Historia universal está determinada por la historiografía, la arqueología, la antropología, la genética, la lingüística y otras disciplinas; y, por períodos desde la invención de la escritura, a partir de la historia registrada y de fuentes y estudios secundarios.
Esta historia está marcada tanto por una sucesión gradual de migraciones, intercambios culturales, descubrimientos e inventos, como por desarrollos muy acelerados ligados a cambios de paradigma y a periodos revolucionarios.
Este esquema de periodización histórica (que divide la historia en los períodos Antigüedad, Medieval, Moderno, y contemporánea) se desarrolló para la historia del Viejo Mundo, y se aplica mejor a ella, en particular Europa y el Mediterráneo.
 Fuera de esta región, incluida la antigua China y la India antigua, las líneas de tiempo históricas se desarrollaron de manera diferente.

 


Historia Universal de Carl Grimberg.




Esta historia universal del profesor Carl Grimberg, un verdadero best seller, se publicó en cinco tomos durante la vida del profesor, a saber:

Tomo I. El alba de la civilización.
Tomo II. Grecia inmortal.
Tomo III. Roma.
Tomo IV. La edad media.
Tomo V. Los siglos del gótico.

Tras su fallecimiento se completó la obra gracias al trabajo del profesor Ragnar Svanström, con siete tomos más, dedicados a la edad moderna y la edad contemporánea, entre los que destacan:

Tomo VII. La hegemonía española.
Tomo IX. El siglo de la ilustración.
Tomo XI. El siglo del liberalismo.
Tomo XII. El siglo XX.


 


Biografía.

1918

Carl Gustaf Grimberg (n. 22 de septiembre de 1875 en Gotemburgo, Suecia; m. 11 de junio de 1941) fue un historiador sueco.
Fue hijo del profesor Joel Grimberg y de Charlotta Andersson. En 1919 se casó con Eva Carlsdotter Sparre (1895-1982).

Académico  de historia desde 1897, ejerció como tal en la Universidad de Gotemburgo hasta 1918, dedicándose posteriormente en exclusiva a la historiografía. Su trabajo más famoso es Historia de Suecia (Svenska folkets underbara öden), escrito ente los años 1913 y 1924. En 1926, comenzó a escribir una Historia universal (Världshistoria), proyecto que, debido a su muerte en 1941, completó sólo hasta los tomos correspondientes al siglo XVIII. La obra fue finalizada por Ragnar Svanström, sobre la base de notas dejadas por Grimberg.

Ragnar Svanström (1904–1988) fue un escritor, historiador y editor sueco.

En 1926, Carl Gustaf Grimberg comenzó a escribir una Historia universal (Världshistoria), proyecto que, debido a su muerte en 1941, escribió solo hasta los tomos correspondientes al siglo XVIII. La obra fue finalizada por Svanström sobre la base de las notas dejadas por Grimberg.

Sucedió a Carl Ragnar Gierow como director literario de la editorial PA Norstedt & Söner, cargo que ejerció entre 1937 y 1969.

 

Biblioteca Personal

Tengo la historia de humanidad de este autor,  los  primeros volúmenes de la  colección, la obtuve  en la década del 80.- 



Itsukushima Shrine.


Gastronomía de Carlos I de España.



Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico (Gante, Condado de Flandes, 24 de febrero de 1500-Cuacos de Yuste, 21 de septiembre de 1558), llamado «el César», reinó junto con su madre, Juana I de Castilla —esta última de forma solo nominal y hasta 1555—, en todos los reinos y territorios hispánicos con el nombre de Carlos I desde 1516 hasta 1556,​ reuniendo así por primera vez en una misma persona las Coronas de Castilla —el Reino de Navarra incluido— y Aragón. Fue emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V de 1520 a 1558.

Allá por un mes de Noviembre de 1517, un adolescente emperador Carlos V llega a Valladolid, tras desembarcar un mes antes en las costas de Asturias. Poco sabía él que su afición, más bien obsesión, por la comida llegaría a ser objeto de estudio, cosa que nos permite conocer las diferencias entre la alimentación de los campesinos y los nobles.

 Un campesino del siglo XVI podría encontrar en su mesa para desayunar unas migas o unas sopas con un poco de tocino, a mediodía comían unos trozos de pan con cebolla, tocino, ajos o queso y así pasaban hasta la noche en la que tenían olla de berzas o nabos, cuando más un poco de cecina, con alguna res mortecina y legumbres, había garbanzos y alubias de la península y las procedentes de América, pero las lentejas tenían peor fama porque se decía que provocaban opilaciones y locura. También había ortigas, cardos, espárragos salvajes,… 
La leche de vaca no se bebía se empleaba en la elaboración de quesos, los cuales duran más tiempo. El carnero (cordero de más de 18 meses) era la carne más consumida, ya que las vacas se usaban en el campo y se mataban de viejas. 

Sin embargo, la casa real, la nobleza y el clero gozaban de unas despensas pletóricas de carne, barbos, truchas y pescados frescos del mar, a la posta llegaba en 1 día y medio o en salazón, grandes vinos, y dulces elaborados con las especias más exóticas (pimiento, canela, nuez moscada,…) las cuales se utilizaban como una exhibición de poder. El azúcar era un ingrediente de lujo, que fuera de los palacios, se vendía en las farmacias. Las monjas elaboraban con este producto los electuarios o letuarios, que eran una especie de frutas escarchadas con hierbas y raíces medicinales, que se vendían en las boticas.

 Los descomunales banquetes  de Carlos V, el despilfarro en comida, en general,  eran habituales en la época entre los miembros de las clases más altas o de aquellos, que simplemente, aspiraban a serlo, muchas veces a costa de arruinarse dilapidando grandes fortunas en festines para agasajar a invitados de los que se pretendía conseguir mercedes o tratos de favor. Sólo, de vez en cuando, la caridad cristiana obligaba a las conciencias de los privilegiados a ser misericordiosos con los más desfavorecidos, por lo que la limosna, más que una virtud basada en la compasión,  era a la vez un deber y un modo de justificar tamaña desigualdad. 
El mismo emperador, a su llegada a Yuste, vio como  a las puertas de su nueva morada se agolpaban los campesinos de los alrededores, a quienes entregaba algunas migajas de sus bienes como un acto más de una interesada piedad cristiana ya que, en última instancia, pretendía un lugar acomodado en el reino de los cielos.

Carlos V llegó a Yuste mucho antes de lo que cabría esperar, el 3 de febrero de 1557, envejecido prematuramente, carente de energía y de espíritu por los grandes esfuerzos que le requería su posición, pero también por una infinidad de dolencias que iban desde la consabida gota, las hemorroides, el  asma, un estómago que digería con dificultad y una dentadura pobre y desgastada a causa de unas mandíbulas desproporcionadas que le impedían encajar correctamente los dientes.
Con todo, el emperador no cedió ni un ápice a las recomendaciones de los galenos que le solicitaban moderar su glotonería, ni en la corte ni en la soledad de Yuste donde llegó acompañado, entre otras cosas, de su propio maestro cervecero, Enrique Van der Hesen. 
El  ansia devoradora de Carlos V era irreprimible. Comía abundantemente y bebía sin cesar litros de vino del Rhin para aplacar la sed que le provocaban ágapes preparados a base de cantidades ingentes de carne (vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, capones en salsa, jabalís) especiadas profusamente con pimienta, clavo, canela, o nuez moscada. La utilización de especias era un signo inequívoco de estatus social, ya que los mejores condimentos llegaban a los puertos españoles tras largas travesías de todas partes del mundo, eran difíciles de conseguir y muy caras. 
Por otro lado, las especias tenían una larga tradición de substancias con propiedades medicinales e incluso afrodisíacas. Incluso la sal y la pimienta eran un bien escaso, por lo que tener, como Carlos V, un salero presidiendo su mesa, era todo un lujo. Aparte España era importadora de sal a una Europa necesitada de unos de los conservantes más antiguos y potentes de la historia de la alimentación.

Especias del Nuevo Mundo

En la mesa imperial de Yuste no podían faltar alimentos muy condimentados, más de 25 platos para cada comida principal, preparados en una cocina donde había más de 50 trabajadores, y que el emperador disfrutaba en soledad. Alguna que otra vez, según las crónicas cuentan que esto ocurrió una sola vez, compartía mesa con los monjes jerónimos pero terminó desdeñando sus platos por ser escasos en condimentos y sobrios en su elaboración, retirándose de la mesa antes de acabar y entristeciendo a los frailes.

Carlos V era un férreo devorador de carne de caza, pescados frescos, en salazón y en escabeche, disfrutaba enormemente con el marisco y prueba de ello es el centenar de ostras que podía engullir de un sola tacada, moluscos frescos que se hacía traer directamente de Portugal, empanadas gigantescas de anguila, salchichas de Flandes, capones, perdices, carneros y dulces de clara ascendencia morisca provistos de grandes cantidades de frutos secos, azúcar, huevos, harina de trigo de la mejor calidad y miel, melones, granadas, albaricoques y melocotones;  y eso, evidentemente no formaba parte del recetario de los Jerónimos, de ejecución y perfecta preparación, pero más austeros en los ingredientes.
La importancia que la comida tenía en la vida del Emperador es evidente por la nómina de servidores que se quedaron en Yuste. De las 52 personas ocupadas en su servicio, una veintena se dedican, de uno u otro modo, a servir su mesa: ahí se encuentran no sólo los cocineros, sino que hayamos panaderos, pasteleros, salseros, encargados de la cava, fruteros, un cazador, un hortelano, un encargado de las gallinas Los cronistas recogen también anécdotas sobre las quejas que Carlos V le daba a sus criados cuando la comida no estaba de su gusto: al cocinero Adrián Guardel le achaca que no le ha echado canela a un plato y al panadero le amonesta por hacer un pan demasiado duro para su dentadura, que es escasa.

A Carlos V también le gustaba la bebida, se sabe que en Jarandilla se abastecía de la bodega de Pedro Azedo y aunque se tiene constancia de la calidad del vino de esa región, el emperador tiene predilección por los vinos alemanes y franceses, aparte de una adicción irrefrenable por la cerveza, la cual ingiere a todas horas. El Oporto es otro de sus caldos preferidos y conoce los placeres del café y el chocolate mucho antes de que estas bebidas se popularizasen en sus reinos.
Cuando llegó la hora de presentar cuentas, el emperador del Sacro Imperio Romano expiró a causa del paludismo, una enfermedad endémica en esa zona de la Alta Extremadura. Como uno más de los campesinos extremeños, el emperador de la gran España y todas sus colonias, desgastado por sus muchas dolencias y su azarosa vida, sucumbió ante las fiebres de esta enfermedad que se llevó por delante a miles de personas, sea cual fuere su origen.

 Probablemente Carlos V expiró con el estómago lleno, aunque a su muerte queda constancia de lo bien provista que estaba la despensa de Yuste: 160 carneros, 3 vacas de leche, el gallinero, sal, vino, cerveza, toneles y hasta avena y cebada humedecida, preparada para elaborar cerveza.

 


Carlos I de España y V de Alemania. Gante (Bél­gica), 24.II.1500 – Yuste (Cáceres), 21.IX.1558. Rey de España, Emperador del Sacro Imperio.

Hijo de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso y nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maxi­miliano I de Austria. La muerte de su padre en 1506 y la ausencia de su madre, Juana, deja al entonces prín­cipe, junto a sus hermanas Leonor, Isabel y María, al cuidado de la tía, Margarita de Austria, en su Corte de Malinas. Aunque tiene a su lado como preceptor español a Luis de Vaca, se educa preferentemente en el ambiente cultural francófono, que era el que se vi­vía en la Corte de Malinas. 
Desde 1511 su educación cae bajo la dirección de Adriano de Utrecht, entonces deán de Lovaina, más tarde cardenal y Papa; y muy pronto tendrá a su lado, como consejero, a Guillermo de Croy, señor de Chièvres. En 1515, el ya conde de Flandes es emancipado, cesando la tutela de su tía Margarita de Austria. Un año después, la muerte de Fernando el Católico le abre el futuro español; dado que vivía su madre Juana, le correspondía el título de gobernador de los Reinos Hispanos, para regirlos en nombre de su madre; pero el futuro Carlos V decide otra cosa: que las Cortes de Castilla y de Aragón le proclamasen rey.
Convertirse en rey en vida de su madre era algo inusitado —acaso por consejo de Chièvres—, no sin una primera oposición de la Corte española, entonces bajo la segunda regencia de Cisneros. La fórmula que acabó imponiéndose fue la de que reinara conjun­tamente con su madre, orillando el odioso plantea­miento de incapacitar jurídicamente a la reina Juana, aunque siguiera de hecho en su cautiverio de Tordesi­llas que había ordenado Fernando el Católico.

Carlos V llega por primera vez a España en 1517. Los españoles entonces en su Corte (obispo Mota, don Juan Manuel y Luis de Vaca) le hablan de las grandes hazañas de sus nuevos reinos. En su acci­dentada travesía por mar, en la que le acompaña su hermana Leonor, las tormentas le desvían de la costa cántabra poniéndole frente a un pequeño puerto as­turiano: Tazones. Era el 17 de septiembre de 1517. Cisneros esperaba anhelante a su nuevo rey para tras­pasarle el poder, pero la muerte se le adelantó, falleció el 8 de noviembre de aquel año en Roa, antes de que pudiera realizarse el encuentro.
La primera medida del rey Carlos fue visitar a su madre Juana en Tordesillas; allí pudo ver por primera vez a su hermana Catalina, que vivía su triste infancia al lado de su madre. En su entrevista con doña Juana, a la que asistió Chièvres, Carlos obtuvo su licencia para gobernar España en su nombre. Eso no alivió la situación de la Reina cautiva, que incluso vio cómo le apartaban de su lado a su hija Catalina, aunque por poco tiempo, pues la desesperación de Juana fue tan grande que Carlos cambió su decisión.
En 1518 Carlos convocó en Valladolid las primeras Cortes de Castilla; allí conoció a su hermano Fernando, el que había nacido en Alcalá de Henares en 1503.

Las Cortes castellanas se mostraron firmes con el nuevo Rey: debía hacerse pronto con la lengua y las costumbres de sus nuevos súbditos hispanos. Pero la nota extranjerizante de Carlos V y de su cortejo, en su mayoría flamenco, hizo que comenzara a germinar el mayor descontento.
Ese mismo año Carlos pasó a la Corona de Aragón para ser jurado Rey por aquellas Cortes. Estuvo unos meses en Zaragoza y se trasladó después a Barcelona.

Por entonces, la muerte del emperador Maximi­liano abría la vacante al Imperio. Carlos presentó su candidatura. Pero no era el único candidato. Sus di­plomáticos tuvieron que luchar fuertemente contra las aspiraciones del rey Francisco I de Francia. Al fin, los príncipes electores eligieron a Carlos el 28 de ju­nio de 1519. El joven señor de Flandes y rey de las Españas se convertía en el nuevo Emperador. Car­los V iniciaba su reinado siendo una gran incógnita. De momento, todas las amenazas se cernían sobre él. En España el descontento crecía. En Alemania estaba a punto de estallar la Reforma contra Roma, de la mano de Lutero. Francisco I no olvidaba la afrenta sufrida y se aprestaba a combatir al Emperador en to­dos sus dominios. Y finalmente surgía en oriente otro personaje de formidable poderío: Solimán el Magní­fico, el señor de Constantinopla. Era el otro empera­dor, y un Emperador que aspiraba a ser cada vez más grande a costa de la Cristiandad.
A Carlos V le llega la noticia de su proclamación imperial en Barcelona el 6 de julio de 1520; noticia acogida calurosamente por los catalanes, y en parti­cular por la Ciudad Condal. Inmediatamente Carlos toma su decisión: la de acudir al Imperio para ser coronado Emperador. Pero tiene que conseguir dinero, y eso sólo puede dárselo entonces Castilla. De ahí que atraviese toda España, desde Barcelona hasta Santiago de Compostela, sin darse tregua, sólo con una breve estancia en Valladolid.

Era incrementar el descontento en Castilla. Las Cortes habían sido convocadas antes de tiempo, con­tra la normativa acostumbrada que fijaba un plazo de tres años. También se quebrantaba otra norma, la de que fuera una ciudad meseteña o andaluza la que acogiera las nuevas Cortes. Y además estaba el he­cho de que don Carlos quería dinero de Castilla para su coronación imperial; esto era supeditar los intere­ses de Castilla a los del Imperio. Las laboriosas Cortes en las que hicieron falta cinco votaciones, para que al fin don Carlos consiguiera lo que quería, probaba que cuando se embarcase, como lo hizo en La Coruña el 20 de mayo de 1520, dejaba atrás un reino revuelto, a punto de estallar.

Don Carlos no iría directamente a los Países Bajos; antes visitaría Inglaterra para entrevistarse con Enri­que VIII y con la reina Catalina de Aragón, buscando una alianza ante la amenazadora actitud del rey de Francia; tenía a su favor el apoyo incondicional de la reina Catalina, la hermana pequeña de Juana la Loca, que entonces estaba en la cumbre de su privanza con el rey Enrique VIII, su marido.
La coronación imperial se llevaría a cabo en Aquis­grán el 23 de octubre de 1520. Allí proclamaría so­lemnemente don Carlos que defendería a la Iglesia de Roma. Y cumpliendo su promesa, dado que Lutero ya se había proclamado hereje, Carlos V convocó una Dieta imperial en Worms para la primavera de 1521, a la que ordenó que se presentase el rebelde monje agustino. Por unos instantes Carlos V pudo creer que Lutero se retractaría, volviendo al seno de la Iglesia. No fue así. Y entonces se produjo la solemne decla­ración del joven Emperador: él descendía de los muy cristianos Emperadores de Alemania y de los Reyes Católicos de España, y estaba dispuesto a emplear to­das sus fuerzas para defender la Iglesia y la fe de sus mayores.
De momento era lo único que podía hacer. De he­cho, al ausentarse del Imperio para pacificar España y para enfrentarse con la guerra que le había desatado Francisco I de Francia, el rey Carlos tenía que aplazar la cuestión religiosa alemana.
En efecto, le urgía regresar a España. No lo haría sin pasar antes por Inglaterra, para afianzar su alianza con Enrique VIII, lo que lograría por el tratado de Wind­sor (1522); un tratado que tendría una cláusula que acabaría volviéndosele en contra: su compromiso ma­trimonial con la princesa niña María Tudor, la hija de Catalina de Aragón. Cuando vulnerase esa cláusula se encontraría con un nuevo enemigo: el Rey inglés.

Para entonces, en 1522, la situación en España em­pezaba a mejorar. Los comuneros castellanos ya ha­bían sido vencidos en Villalar, el 23 de abril de 1521, y sus cabecillas (Padilla, Bravo y Maldonado) habían sido ejecutados. En la primavera de 1522 se había rendido Toledo, el último bastión comunero; y unos meses más tarde las otras alteraciones en tierras hispa­nas, las Germanías de Valencia y Mallorca, también eran sofocadas.
Carlos V dio un perdón general, con pocas excep­ciones; le apremiaba pacificar Castilla, donde la gue­rra contra Francisco I de Francia era ya una realidad. Las tropas de Francisco I habían irrumpido en Nava­rra, habían llegado incluso hasta el mismo Ebro, y en el País Vasco se habían apoderado de Fuenterrabía. Todo ello cuando todavía Carlos V no había llegado a España. Para hacer frente a tantas amenazas, Car­los V tiene ante todo que hacerse con el núcleo de su poder, con España, y particularmente con Castilla. Máxime cuando a las dos grandes amenazas exteriores (la guerra con Francia y la Reforma luterana) se añade la enemiga de Solimán el Magnífico, que en aquel mismo año de 1521 había ascendido Danubio arriba para conquistar Belgrado.
Hay, por lo tanto, cuatro objetivos para el Empera­dor: pacificar a España, doblegar a Francia, defender a Roma y combatir al turco. En 1524, sofocadas las revueltas de comuneros y agermanados, recuperada Fuenterrabía, y expulsados los franceses de España, se daba paso al segundo objetivo, la guerra con Francia, que a partir de esas fechas tendría un escenario: Italia.

En 1525 Francisco I invade el Milanesado. Con­fía en repetir sus triunfos de 1515, cuando con una sola batalla (Marignano) había conquistado el ducado de Milán. Las tropas imperiales parecen desorganiza­das y Carlos V, imposibilitado de acudir desde Es­paña, temía lo peor. Pero de pronto, le llega la in­creíble noticia: la batalla librada en torno a Pavía, no sólo había sido una gran victoria imperial, sino que se había cogido prisionero al mismo rey de Francia, Francisco I, que unos meses después sería llevado a Madrid. Resultado final de la primera guerra con Francia: Tratado de Madrid (1526), en el que Fran­cisco I se comprometía incluso a devolver el ducado de Borgoña, ocupado medio siglo antes por Luis XI en pugna con Carlos el Temerario, el bisabuelo de Carlos V.
Pero el inmenso poderío alcanzado por el Empera­dor alarmó a toda la Europa occidental. No sólo era el rey de las Españas, el que dominaba media Italia, con Nápoles, Sicilia, Cerdeña y ahora el Milanesado, el señor de los Países Bajos y del Franco-Condado y Emperador de la Cristiandad (aparte de ser también el señor de las Indias Occidentales, donde por aque­llas fechas Hernán Cortés le había hecho ya dueño del imperio azteca), sino que incluso había derrotado a la más poderosa nación de la Cristiandad, de forma tan aplastante que tenía a su Rey prisionero en España.
No es de extrañar que a Carlos V empezaran a sa­lirle enemigos, empezando por la propia Francia. La liga clementina promovida por el papa Clemente VII, surgiría para combatirle. Y Solimán, el otro Empe­rador, el señor de Constantinopla, a instancias de la diplomacia francesa, se sumaría a la gran alianza contra el Emperador. Carlos V trató de contrarres­tarla apoyándose en Portugal, con una doble alianza matrimonial. Su hermana Catalina (que de ese modo cambiaría Tordesillas por Lisboa) con Juan II, rey de Portugal, y la suya propia con la princesa portuguesa Isabel, hermana del rey Juan.
Pero eso era vulnerar los acuerdos de Windsor de 1522 que estipulaban su boda con María Tudor, con lo que un nuevo enemigo se añadiría a la liga clemen­tina: Enrique VIII de Inglaterra.

De todas esas amenazas, Carlos V fue librándose, menos de una: la turca. Nada pudo hacer para soco­rrer a su hermana María, que en 1521 había casado con el rey Luis II de Hungría. Dividida la Cristiandad en aquellas guerras internas, tuvo que asistir, impotente, a la invasión de Hungría por Solimán en 1526, y a la batalla de Mohacs, que dejaba Hungría bajo el dominio turco, con muerte del joven rey Luis II. Pero la guerra en Italia no fue tan favorable a los aliados de la liga clementina: un ejército imperial, reclutado en buena parte en Alemania, entró en Italia con tal ímpetu que se plantó ante la misma Roma, tomán­dola por asalto y sometiéndola a un espantoso saqueo durante una semana (el saco de Roma).
Pero también otra clara advertencia: el poder im­perial era tan fuerte como para dominar a poderes tan grandes como el rey francés y el propio papa Cle­mente VII. Al año siguiente (1528) un poderoso ejér­cito francés, enviado para conquistar Nápoles, era derrotado. La República de Génova, con su importante armada de guerra y con un gran marino (Andrea Doria) se convertía en aliado de Carlos V, haciendo que la posición imperial en Italia fuese fortísima.
La guerra por el dominio de Italia había concluido; algo ratificado por la paz de las Damas (Margarita de Austria y Luisa de Saboya, la madre de Francisco) en 1529. Una paz que permitiría a Carlos V pasar a la si­guiente fase: encarar el problema religioso en Alema­nia y acaudillar la cruzada contra el Islam.
Pero antes debía llevar a cabo una jornada triunfal: su coronación de manos del papa Clemente VII, su antiguo enemigo, en Bolonia.

En 1529 Solimán irrumpe de nuevo con un for­midable ejército Danubio arriba. No conformándose con el dominio de Buda, la capital de Hungría, ataca a Viena, poniéndole estrecho cerco. Ya para en­tonces el señor de Viena era Fernando de Austria, el hermano de Carlos V, nacido en Alcalá de Henares. Hubiera sido un golpe durísimo para la Cristiandad y para el propio Carlos V, la pérdida de Viena, a la que el Emperador no pudo socorrer personalmente, enfrascado como estaba en terminar su guerra con Francia y en preparar su coronación en Bolonia. Pero tuvo fortuna: Viena resistió heroicamente, el turco se retiró de Austria y Carlos pudo celebrar su brillante coronación en Bolonia (1530), mientras dejaba en España como gobernadora a su esposa, la emperatriz Isabel, convertida en su alter ego; para entonces, el nacimiento del príncipe heredero Felipe (1527) y de la infanta María (1528) e incluso el haber dejado nue­vamente embarazada a su esposa Isabel, parecía ase­gurar la sucesión.
De Bolonia, Carlos V pasaría a Italia, donde tenía pendiente la cuestión religiosa, agrandada en los últi­mos años, por el activo proselitismo de Lutero; pero las conversaciones entre las dos religiones mantenidas en Augsburgo, en 1531, no lograron la ansiada uni­dad de la Cristiandad. Sí pudo Carlos V tomar otras medidas importantes: la de conseguir que los prín­cipes electores reconocieran a su hermano Fernando como rey de Romanos y, por tanto, como su sucesor en el Imperio, y en aquel mismo año de 1531 cubrir la vacante producida en los Países Bajos por la muerte de su tía Margarita de Austria, nombrando para el cargo de nueva gobernadora de aquellas tierras a su hermana María. Una doble decisión con resultado di­verso, pues si Fernando nunca dejaría de mostrarse receloso y un aliado inseguro, María se convertiría en una gran gobernadora de los Países Bajos y en la me­jor consejera del Emperador.
La nueva ofensiva de Solimán contra Viena, en 1532, cogió a Carlos V en Alemania. Si no pudo lograr la unidad religiosa, sí pudo unir a católicos y protestantes para combatir al turco. Recabó otras ayudas: de los Países Bajos, de donde María de Hungría le mandaría hombres y dinero; de Italia, de donde acudieron los tercios viejos hispanos con otras formaciones auxiliares italianas, y sobre todo de España de donde llegarían no pocos miembros de la alta nobleza, y entre ellos el duque de Alba, con su inseparable amigo el poeta Garcilaso de la Vega. Las vanguardias turcas llegaron hasta las proximida­des de Viena, pero la resistencia que encontraron y el anuncio de que Carlos V se aproximaba con tan fuerte ejército hicieron batirse en retirada a Solimán. El campo quedaba para Carlos V y suya era la victo­ria, sin derramamiento de sangre. Su prestigio se hizo enorme, demostrando que lo que antes lograban sus generales ahora era él mismo el que lo conseguía.

La figura del Rey-soldado, la del Emperador victo­rioso rigiendo a la Europa cristiana, se afianzaba.
De regreso a Italia, en 1533, pasa por Bolonia para entrevistarse de nuevo con Clemente VII. Convoca a su Corte a un gran pintor del Renacimiento italiano: Tiziano, el artista que daría ya para la posteridad la imagen del nuevo Emperador.

Ya en España, Carlos V dedica el año 1534 a visi­tar las principales ciudades de Castilla la Vieja; era como afianzarse en sus raíces hispanas. Y es entonces cuando recibe la alarmante noticia: Barbarroja, el bey de Argel y almirante de la flota turca, había tomado Túnez. Y en sus correrías asolaba el sur de Italia.
Entonces Carlos V decide hacer la gran cruzada. Si antes era por la defensa de Viena, como antesala de Alemania, el corazón del Imperio, ahora sería por Ita­lia, con la misma Roma en peligro.
Era toda una cruzada, contra el poderoso turco, ca­beza del Islam, que ponía en peligro a Roma, cabeza de la Cristiandad. Y como tal fue sentida en las dos penínsulas, tanto en Italia como en España. Hubo un primer alarde del ejército imperial en Barcelona, en la primavera de 1535. Allí llegaba también una lucida flota portuguesa, con la que Juan III quería auxiliar a su cuñado imperial, bien estimulado por Catalina, aquella infanta de Castilla que en su niñez había con­solado tanto a la reina Juana. Hubo una nueva concentración de la armada y del ejército en aguas de Baleares y finalmente en las de Cagliari, de donde zar­paba la flota el 14 de junio, rumbo al reino de Túnez.
Fue una campaña difícil, en aquel ardiente verano africano; pero a mediados de julio se tomaba su for­taleza principal, La Goleta, y once días después, el día de Santiago, la misma Túnez. Carlos V deshacía aquel nido de corsarios y libraba a Italia de tan peligrosa ve­cindad, liberando a miles de cautivos; pero Barbarroja se salvó, refugiándose en Argel, asolando poco des­pués las costas hispanas, y en particular Ibiza.

Una vez más, España daba a Europa más de lo que recibía.

Desde España, la emperatriz urgía a Carlos V para que aprovechase la rapidez con la que se había logrado la toma de Túnez para caer sobre Argel; pero en el consejo de guerra imperial se decidió que lo más pru­dente era dejarlo para la siguiente campaña. De ese modo, Carlos V pudo regresar aquel otoño a Italia, visitando sus reinos de Sicilia y Nápoles y entrando triunfante en Roma.

Ya no era el señor del ejército indisciplinado que ocho años antes había saqueado la Ciudad Santa; era Carolus Africanus, aclamado y recibido en triunfo como el liberador. Y en Roma tuvo un discurso me­morable ante el papa Paulo III y el Colegio Cardenalicio. Fue su famoso discurso de 1536, pronun­ciado en español, lo que lo hizo más significativo. Por una vez Carlos V estaba dispuesto a ser el pri­mero en desencadenar la guerra contra Francia, pues en Túnez se había hecho con un botín muy particu­lar: las cartas de Francisco I a Barbarroja que proba­ban la alianza del francés con el turco, tan enemigo de la Cristiandad, y eso merecía un buen castigo. Car­los trató de atraerse a Paulo III, pero el Papa prefirió mantenerse neutral.
De ese modo, en el verano de 1536 Carlos V dejó la cruzada contra el Islam volcándose en esa guerra contra el francés. Desde el norte de Italia atravesó los Alpes occidentales para invadir la Provenza: ob­jetivo, Marsella. Pero Francisco I se defendió bien. Rehuyó la batalla campal, temeroso de un nuevo de­sastre como el de Pavía, puso en práctica la táctica de la tierra quemada, para hacer cada vez más difícil el aprovisionamiento del ejército imperial, y estableció ante Marsella un campamento tan formidablemente fortificado, que Carlos V hubo de retirarse, consolán­dose con que aquélla había sido una operación de cas­tigo, y que el castigo estaba hecho; pero en la retirada perdió muchos de sus hombres, entre ellos algunos de los mejores, como Garcilaso de la Vega.
Aquellas Navidades Carlos V las pasaría con todos los suyos en Tordesillas, como un signo de sus senti­mientos familiares. El sistema de vigilancia a la reina Juana se mantenía, pero Carlos quiso hacer ver a toda la Corte que la Reina era su madre y que no la tenía abandonada.
En 1537, Paulo III trató de reconciliar al Empera­dor con Francisco I, promoviendo una entrevista en la cumbre; no lo consiguió, pero sí que Carlos V se le presentara en Niza. Y a su regreso, al pasar con su flota a la vista de la costa francesa, recibió un men­saje de Francisco I: le invitaba a ser su huésped. Y Carlos V aceptó (entrevista de Aigues-Mortes), con el resultado, no de una paz perpetua, pero sí de unas treguas.

Fue cuando Carlos V, creyéndose apoyado por Francia, planeó una vasta ofensiva contra el Islam, creando la Santa Liga con el Papa y con Venecia, comprometiéndose a aportar la mitad de los gastos de la campaña. Y como primer tanteo de aquella cru­zada, mandó establecer una cabeza de puente en la costa dálmata.
Sería la misión del tercio viejo que mandaba el maes­tre de campo Luis Sarmiento, que ocupó la fuerte plaza de Herzeg Novi (el “Castel Nuovo” de los do­cumentos italianos). Eso ocurría en 1538. Pero aquel invierno su hermana María de Hungría le mandaría a Carlos V un atemorizado mensaje: convocada por la hermana mayor, Leonor, entonces reina de Francia, le hacía saber la advertencia de Francisco I: Francia no consentiría aquel ataque de la Cristiandad contra el turco. El peligro de encontrarse con una guerra a sus espaldas, acaso con la invasión de las tierras en las que había nacido, era grandísimo. Y Carlos abandonó la cruzada, dejando sin efecto la Santa Liga.
No sin un penoso sacrificio: el del tercio viejo de Luis de Sarmiento, que hubo de afrontar la avalancha de la marina y del ejército turco al mando de Barba­rroja, negándose a rendirse, pues habían jurado de­fender aquella plaza en nombre del Emperador. Y a las instancias de que se rindieran dieron siempre la misma respuesta: ellos tenían una orden de defender el puesto a toda costa, así que atacaran cuando quisie­ran. Fue el holocausto de Castelnuovo, cantado tanto por la poesía española (Gutierre de Cetina) como por la italiana (Luigi Tansillo).

Un año, el de 1539, que traería otras penosas nue­vas para el Emperador: el 1 de mayo moría, a causa de un mal parto, su mujer la emperatriz Isabel, a la que tanto quería. Y a poco se entera de que la ciudad de Gante, aquella en la que había nacido, se había rebelado a causa de los muchos impuestos que sufría, promoviendo graves desórdenes. Algo que Carlos V se creyó obligado a castigar severamente. Y cuando preparaba el viaje, le llegó un mensaje de Francisco I, conocedor de lo que pasaba: le invitaba a que cruzase toda Francia (Carlos V estaba entonces en España), haciendo, por lo tanto, su viaje por tierra y no por mar, dándose por muy ofendido si Carlos rehusaba.
Y Carlos aceptó. En diciembre de 1539 atravesaba Francia con su cortejo. En todas partes fue objeto de una cordial acogida, como si entre ambos pueblos no hubiera existido ninguna diferencia, y menos una guerra. Y de ese modo pudo presentarse a principios de 1540 en Bruselas, procediendo a poco al severo castigo de Gante, la ciudad rebelde. De allí pasaría a Alemania para intentar un último acuerdo entre católicos y protestantes, en este caso en Ratisbona, pero con el mismo nulo resultado. Allí estuvo hasta bien entrado el año de 1541. Hasta que de pronto, como si le viniera el recuerdo de la Emperatriz y de sus ins­tancias para que acometiera la empresa de Argel, se dispuso a llevarla a cabo. Punto de reunión: las aguas de Palma de Mallorca. Pero aunque la armada y las tropas imperiales parecían suficientes para la empresa, algo fallaba: el verano se había acabado y los marinos eran pesimistas; las tormentas propias del inicio del otoño podían dar al traste con todo.

Y así fue, hasta el punto de que muchos de los ex­pedicionarios perecieron, que las pérdidas de naves y material de guerra fueron considerables, y que el pro­pio Carlos V corrió serio peligro de morir en aquella empresa de Argel, tan tardíamente acometida.
Definitivamente, el sueño de cruzado de Carlos V daba fin. Máxime que una formidable alianza de to­dos sus enemigos estaba germinando en el norte de Europa. La guerra marina daría paso a la de los ejér­citos tierra adentro. El infante de los tercios viejos se convertiría en el principal soporte del ejército impe­rial. Y el escenario del Mediterráneo dejaría paso al de las tierras del norte de Europa. Cesaban los ardo­res de los veranos africanos y vendrían los terribles fríos de los inviernos germanos.
En efecto, la situación en el norte de Europa era cada vez más difícil. Preparándose para el nuevo con­flicto, Carlos V tantea unas treguas con Turquía, de las que deja testimonio en las instrucciones que manda a su hijo Felipe cuando se ausenta de España.
Es cierto que las relaciones con Inglaterra comen­zaban a normalizarse, después de la muerte de Ca­talina de Aragón (1536), pero Francisco I no había quedado satisfecho con todo lo que se prometía des­pués de su hospitalaria acogida a Carlos V en el in­vierno de 1540. Y estaba la cuestión alemana cada vez más inquietante, con la formación de una liga que unía a todos los príncipes protestantes, verdadera­mente poderosa: la liga de Schmalkalden. Y se añadió otro adversario: el duque de Clèves, deseoso de agran­dar sus dominios a costa de los Países Bajos; apoyado por Francia, que aprovechó la muerte violenta de dos de sus diplomáticos enviados a Turquía (Fergoso y Rincón), que habían sucumbido a su paso por el Milanesado. Muertes que Francisco I tomó como ca­sus belli, declarando de nuevo la guerra.

Frente a tan formidable amenaza Carlos V sólo po­día contar con sus propios medios, sin ningún aliado, salvo el que le prestara el jefe de la otra rama de la casa de Austria, su hermano Fernando, el señor de Viena; y por supuesto el que le fueron aportando sus distintos dominios, tanto de los Países Bajos como de España e Italia. Y aún algo más: las remesas de oro y plata que año tras año le venían llegando de las Indias Occidentales. Hernán Cortés le había hecho señor de México y era muy reciente la conquista del Perú por Pizarro. De hecho, en sus cartas pidiendo dinero y más dinero, se intercala de cuando en cuando esta frase de Carlos V:

 “¡y si nos llega algún oro del Perú [...]!”.

Lo que sí tenía a su favor Carlos V era un arma de guerra formidable: los Tercios Viejos. Los cuales, alentados por la presencia de aquel rey-soldado iban a realizar hazaña tras hazaña.
Aun así, Carlos V, todavía bajo los efectos de la de­presión sufrida por el desastre de Argel, va a afrontar la guerra del norte con el mayor de los pesimismos. Se ve como perdido, como incapaz de salir victorioso, pero cree que es su deber salir de España y lo hace con su sentido característico de la responsabilidad, aun­que lleno de temores.
Es en 1543. Ya se ha producido la rebelión del du­que de Clèves. Los Países Bajos se hallan en claro pe­ligro. Y como no puede abandonar a su suerte sus tie­rras natales, Carlos V se decide a salir de España.

Tiene que dejar, como regente, a su hijo Felipe, pese a su corta edad, pues aún no había cumplido los dieciséis años. Concierta su matrimonio con la prin­cesa María Manuel de Portugal, en parte para dejar resuelto el siempre espinoso problema de la sucesión, y en parte para asegurar al menos, a las espaldas, la firme alianza portuguesa; una alianza matrimonial que tendrá, eso sí, el germen de un futuro destructor, dado el estrecho parentesco de los dos novios, ambos nietos de Juana la Loca.
Carlos V hará más, para dejar en orden los reinos hispanos: pone al lado de su hijo, todavía un mu­chacho, a los mejores ministros con los que enton­ces cuenta: en la Casa del Príncipe a Juan de Zúñiga; para las cosas de la milicia, al duque de Alba; para las finanzas, a Francisco de los Cobos. Y al frente de toda aquella Corte, a un gran hombre de Estado: al cardenal Tavera. Y no se conforma con eso, sino que le escribe a su hijo personalmente unas instruccio­nes privadas, verdaderamente admirables y de las que trasciende toda la sabiduría política del Emperador y su gran concepción moral como estadista de altos vuelos.

Carlos V deja España en la primavera de 1543 em­barcando en Barcelona con dirección a Génova. Atra­viesa el norte de Italia y se presenta en Alemania. En Italia se entrevista por última vez con Paulo III, con el que tantea la posibilidad de convocar un concilio que afrontara la solución de la división religiosa entre ca­tólicos y protestantes. Atraviesa los Alpes y se toma un breve descanso en Innsbruck, rodeado de sus familia­res austríacos. Cruza Alemania y se apresta a comba­tir, aquel verano, al duque de Clèves, poniendo cerco a su plaza fuerte de Düren, donde el duque confía resistir toda la campaña, dado que el verano ya estaba avanzado y que, por otra parte, la plaza se conside­raba, por su fortaleza, inexpugnable.
El 22 de agosto Carlos V planta su ejército ante Düren. En la alborada del 24, inicia su bombardeo. A las dos de la tarde se da la orden de asalto. Y en unas horas, aquella plaza que parecía inexpugnable sucumbe bajo el ímpetu de los tercios viejos, que im­ponen su ley: asaltan, penetran, derriban, matan sin piedad. La ciudad es puesta a saco; sólo se salvan las mujeres y los niños, a los que Carlos V da la orden expresa de respetar.
Es una victoria fulminante. De hecho, ha surgido la Blitzkrieg, la guerra relámpago, que después tanto juego dará en la historia de Europa. Y a ese tenor las otras plazas fuertes del duque de Clèves se rendirán y el propio duque se entrega en manos del Emperador, “reconociendo su culpa”.

Por entonces, unas naos francesas habían intentado asaltar Luarca, pero habían sido vencidas y buen nú­mero de sus marinos apresados y castigados: 
“[...] Los azotaron y desorejaron [...]”, según reza el docu­mento.

Vencido el duque de Clèves, Carlos V se encara con el rey francés. Sería la cuarta guerra con Francisco I. Tras un tanteo en el otoño de 1543, monta una ofen­siva formidable en el año siguiente, partiendo de los Países Bajos. Su penetración en el norte de Francia es tan fulminante que obliga a Francisco I a pedir la paz. Sería el tratado de Crépy. El Emperador había contado con la alianza de Enrique VIII, pero poco efectiva, pues el Rey inglés se había limitado a la con­quista de Boulogne. En Crépy Francisco I promete apoyar a Carlos V para que el Papa convoque el anhe­lado concilio de Trento. Y ése sería el primer notable resultado, pues el famoso concilio abriría sus puertas en Trento en 1545. Al año siguiente la muerte de Francisco I parece dejar a Carlos V con las manos más libres todavía y en condiciones de afrontar el último reto: la guerra con la poderosa liga alemana de los príncipes protestantes formada en Schmalkalden.
Para ese gran combate, que muchos tienen por im­posible, Carlos V reúne sus mejores tropas: un buen núcleo está reclutado en la misma Alemania. María de Hungría le ayuda con importantes contingentes de los Países Bajos. Y de España y de Italia le llegan los temibles tercios viejos, junto con formaciones auxilia­res italianas. Finalmente, para esta campaña Carlos V puede contar con su propio hermano Fernando. Y tiene grandes generales que le secundan, como el ale­mán Mauricio de Sajonia, y, sobre todo, como el du­que de Alba.

Será una guerra que se decidirá en dos campañas. En la de 1546, Carlos V va reuniendo poco a poco to­dos sus contingentes llegados de lugares tan dispersos, como de los Países Bajos, Alemania, Italia, España e incluso de Hungría. Sería el momento más difícil, hallándose al principio el Emperador a merced del ataque de las fuerzas de los príncipes protestantes que hacía tiempo tenían formado su propio ejército. Elu­diendo una prematura acción campal, en situación tan desventajosa, Carlos V supo, con hábiles marchas y contramarchas, poner en jaque al enemigo, hasta obligarle a licenciar sus tropas entrado el invierno: mientras que él resistía con sus soldados estoicamente aquel duro invierno. Al final de la campaña media Alemania quedaría ya a su merced.
Al año siguiente, en 1547, Carlos V decide dar un golpe decisivo y en la misma primavera de aquel año inicia una ofensiva sobre el curso medio del río Elba, que en una sola batalla le dará la más brillante de las victorias: Mühlberg.
La victoria fue aplastante: el ejército protestante vencido, sus tropas muertas o desbaratadas, sus prin­cipales jefes prisioneros, y entre ellos dos de sus ca­becillas: el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hesse. Sería la victoria inmortalizada pocos años después por Tiziano en su famoso cuadro en el que nos presenta cabalgando a Carlos V por la campiña alemana, lanza en ristre.
La victoria de Mühlberg, la prisión de los principa­les jefes de la Liga de Schmalkalden y la muerte de al­gunos de sus rivales más destacados, como Francisco I y Lutero en 1546 y Enrique VIII en 1547, dejaba a Carlos V como el gran vencedor de una Europa que parecía bajo su dominio. Y ello cuando en el Perú ha­bía sido dominada la peligrosa rebelión de Gonzalo Pizarro. Así Carlos V se presentaba como el indiscuti­ble Emperador del viejo y del nuevo mundo.

Pero esa misma seguridad propició sus errores, por exceso de confianza. Las primeras grietas se abrie­ron en el seno de la alianza familiar con los Aus­trias de Viena. Felipe II ambicionó entrar en la su­cesión al Imperio; en principio pareció apuntar a ser el nuevo Emperador, tras su padre, desbancando a su tío, Fernando; finalmente se conformó con for­zar un compromiso por el que a Carlos V sucede­ría su hermano Fernando (que era lo ya establecido, pues Fernando era rey de romanos desde 1531), pero tras Fernando el cetro imperial volvería a España, quedando Maximiliano de Viena relegado al cuarto lugar, tras Felipe II; ésos serían los acuerdos firmados en Augsburgo en 1551, y en los que tuvo que mediar, como pacificadora, María de Hungría, a quien todos respetaban. Pero era un acuerdo forzado, que provo­caría la animadversión de los Austrias de Viena, rom­piéndose una alianza que había llevado a Carlos V a la cumbre. Añádase el hondo malestar provocado en Alemania, ante la noticia de que se estaba tramando el que un príncipe español rigiera los destinos del Impe­rio. Era la oportunidad para que la política francesa, llevada por el nuevo rey Enrique II, urdiera la gran alianza contra Carlos V; cosa nada de extrañar, pues Enrique II había sido uno de los rehenes dejados por Francisco I en España, tras el tratado de Madrid, y había estado tres años como prisionero en el castillo de Sepúlveda, anidando desde entonces un rencor a España, en general, y a Carlos V, en particular. Buscó la alianza de los príncipes alemanes e incluso de Fer­nando y Maximiliano de Austria. En 1552 estalló la conjura: Mauricio de Sajonia, el antiguo soldado fiel a Carlos V, uno de los jefes más notables del ejér­cito imperial, se sublevaba y se abalanzaba sobre Inns­bruck, sede de Carlos V, para coger prisionero al Em­perador, quien sólo pudo escapar mediante una fuga precipitada por los Alpes nevados. Y aquel mismo año, Enrique II invadía la frontera alemana y se apo­deraba de Metz, Toul y Verdún.

La réplica de Carlos V no se hizo esperar. Pidió un nuevo esfuerzo a España y con los hombres y el dinero que le mandó Felipe II, reorganizó su ejér­cito. La muerte de Mauricio de Sajonia le permitió concentrar sus esfuerzos en la recuperación de las plazas tomadas por Enrique II; pero la gota le tuvo inmovilizado más de un mes, y cuando se presentó al fin ante Metz ya era entrado el invierno, teniendo que levantar el asedio en enero de 1553. Al año si­guiente tuvo que rechazar, a duras penas, los ata­ques de Enrique II sobre la frontera belga. Y cuando todo parecía perdido, con un Carlos V cada vez más enfermo y más envejecido, incapaz ya de ser el rey-soldado que tantas victorias había conseguido, un nuevo suceso vino a darle un respiro: el ascenso al trono de Inglaterra de María Tudor. La diploma­cia carolina se empleó a fondo y consiguió un éxito que parecía nivelar la situación: la boda de Felipe II con la nueva reina de Inglaterra en 1554. Al año siguiente, la muerte de aquella olvidada cautiva de Tordesillas, Juana la Loca, permitiría al Emperador realizar un viejo proyecto: su abdicación. Firma con la Francia de Enrique II unas treguas (Vaucelles, 1555) y prepara las solemnes jornadas de Bruselas (25 de octubre de 1555), donde ante los Estados Generales de los Países Bajos pronuncia su memo­rable discurso de abdicación: había hecho todo lo humanamente posible para gobernarlos bien y jus­tamente, pero las fuerzas le faltaban para seguir su misión, por lo que era consciente de que tenía que abandonar el poder.
Eso rezaba, de momento, para los Países Bajos. En enero de 1556 lo haría con las coronas de sus reinos hispanos. Sólo a petición de su hermano Fernando, tardaría algo más para la corona imperial. Liberado al fin del poder cuando apuntaba el otoño de 1556, embarca con dirección a España. Al desembarcar en Laredo, mostraría su emoción: iba camino de su re­tiro extremeño, para bien morir. Tras unos meses en Jarandilla, al fin llegaría a su palacete construido a la vera del monasterio jerónimo de Yuste, en febrero de 1557. Allí encontraría, a medias, la paz que anhelaba; a medias, porque Felipe II seguía pidiendo su con­sejo y su intervención, y porque las noticias de nuevas guerras y de nuevas alteraciones llegaban hasta Yuste y alteraban su sosiego.

En el verano de 1558 unas fiebres palúdicas le ata­caron fuertemente. Era el final.

El 21 de septiembre de 1558 Carlos V murió en Yuste. El sempiterno viajero, el rey-soldado, el gran defensor de Europa, contra la enemiga turca y con­tra los disidentes internos, dejaba de existir. Pero lo­gró que su imagen quedara para siempre reflejada en el luminoso cuadro de Tiziano, cabalgando sobre los campos de Europa, lanza en ristre, para defenderla de todos sus enemigos. De ahí que Carlos V se presente como un precursor de la Europa actual.
Pero Carlos V es también señor del Nuevo Mundo; el único en toda la Historia que se puede titular Em­perador del Viejo y del Nuevo Mundo. Cierto que la expansión española en Indias escapa, muchas veces, a la acción del Estado. Pero en todo caso existen un órgano institucional, unas normas, y un estímulo y todo eso se concretó en los tiempos del César. No hay que olvidar que es entonces cuando surge el Consejo de Indias, que tantas leyes y tantas ordenanzas esta­bleció para canalizar la acción expansiva en América.
Y estaba también el espíritu con que aquellos con­quistadores emprendieron aquella gigantesca tarea: unos cientos, en ocasiones, para lanzarse a la con­quista de imperios de tan fabulosas riquezas como el azteca en México, y aún más el de los incas con su núcleo en Perú.

Y ese espíritu lo proclaman los mismos conquista­dores. Cuando Hernán Cortés se adentraba por las tierras mexicanas, al encontrar resistencia en algunos de sus compañeros, les decía, como recuerda en sus cartas al Emperador:
 “Que mirasen que eran vasallos de Vuestra Alteza y que jamás los españoles en nin­guna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para Vuestra Magestad los mayores reinos y señoríos que había en el Mundo [...]” ¿Ycuál fue el resultado?: “[...] y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas y con el real fa­vor de Vuestra Alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada”.

De modo que Carlos V no estaba ausente en la gran empresa de la conquista de las Indias, que bá­sicamente se realiza bajo su reinado. Es la época de Hernán Cortés, Pizarro, Almagro, Alvarado, Ji­ménez de Quesada y tantos otros. Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés conquista el Imperio Azteca, preci­samente por las mismas fechas en que Carlos V era elegido y coronado Emperador de Alemania. Una sincronización que es destacada por el propio con­quistador: 
“[...] Vuestra Alteza [...] se puede intitular de nuevo Emperador de ella y con título y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios Vuestra Sacra Magestad posee” (Cartas de relación citadas).
 En 1535, cuando Carlos V acomete la em­presa de Túnez, es también el mismo año en el que Pizarro funda la ciudad de Lima, con la que se afianza el dominio sobre el imperio incaico.
Pero no sólo la figura y personalidad de Carlos V hay que unirla a la época de la conquista de las In­dias Occidentales. Es también en su tiempo y bajo su mandato cuando se acomete la mayor hazaña de aquel siglo: la primera vuelta al mundo iniciada por Magallanes y terminada por Juan Sebastián Elcano.
Todo eso es lo que da un signo tan particular de espectacular grandeza a la obra imperial de Carlos V. Mientras él defiende a la Cristiandad en el Viejo Mundo, los españoles extienden ese cristianismo en su nombre y bajo su mandato en el Nuevo.

Carlos V tiene una formación humanista ensalza­dora de las grandes figuras de la Antigüedad. De ahí que al convertirse en el prototipo del rey-soldado de su tiempo, tenga un modelo que imitar: Julio César. De hecho, de los pocos libros que llevaba consigo en su continuo ir y venir por sus dominios de la Europa Occidental, el que siempre le acompañaba era el de Los comentarios de Julio César. Por supuesto que era aficionado, como lo era toda aquella sociedad, a los libros de caballerías, y en particular al de Olivier de la Marche (el que había sido preceptor de su padre), Le chevalier délibéré. En su formación cultural podría decirse que prevalecía su amor a la música por encima de las otras artes, de ahí que, en su retiro de Yuste, exija que los monjes jerónimos de aquel monasterio fueran buenos cantores.
Es de destacar, como una nota muy particular del Emperador, su rendido amor a su esposa la empera­triz Isabel de Portugal; de modo que al enviudar, trate de mantener su recuerdo con los cuadros que encarga a su pintor de cámara, Tiziano. De ella tendría cinco hijos pero sólo le vivirían tres: Felipe, María y Juana; esto es, su sucesor Felipe II, María (la futura Empera­triz, esposa de Maximiliano II de Austria), y la prin­cesa Juana, la que sería madre del rey Sebastián de Portugal.
Pero no hay por qué silenciar que Carlos V tuvo otros amores, de los que saldrían no pocos hijos na­turales. Dos destacarían con un gran protagonismo: Margarita de Parma, que había cogido bajo su protec­ción la tía del Emperador Margarita de Austria (y de ahí su nombre) y el famosísimo Juan de Austria. Y es de anotar que esos dos lances amorosos los tiene el Emperador, el primero en su juventud, antes de ca­sarse con la emperatriz Isabel, y el segundo cuando ya hacía no pocos años que había enviudado.
 

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HISTORIA

CÉSAR CERVERA
30/04/2015

Se considera de forma poco precisa que Carlos I de España fue el Rey de la Dinastía de los Austrias con una personalidad más estable. Frente a las obsesiones compulsivas de Felipe II, la abulia de Felipe III , la desenfrenada adicción al sexo de Felipe IV o el cuadro de problemas que era Carlos II, Su Cesárea Majestad es en apariencia el que tenía un carácter menos problemático, pero solo en apariencia. La vida de Carlos V de Alemania y I de España, estuvo marcada por las intermitentes depresiones que, en sus últimas consecuencias, le obligaron a abdicar de forma fulminante y derivaron en su adicción a la comida. Las circunstancias de su gestación fueron responsables en parte de su carácter epiléptico.

La madre de Carlos I fue Juana «La Loca» , víctima de un proceso psicótico que al principio se manifestó solo por un delirio de celos hacia su marido Felipe I. La llegada al mundo de Carlos aconteció cuando la madre se encontraba en el uso de un pequeño retrete , aunque podrían ser unas letrinas o un gabinetillo, provocando en el neonato unas lesiones cerebrales generadas por la súbita retirada de la compresión inducida por el tránsito natal.
 Como consecuencia de la encefalopatía paranatal leve , el bebé sufrió cierto retraso motor y algunas crisis epilépticas que, sin embargo, no tuvieron continuidad en su edad adulta . Bien es cierto que registró toda su vida remanentes de « una personalidad epileptoide », según cataloga el médico psiquiátra Francisco Alonso-Fernández en su libro « Historia personal de los Austrias españoles ».

Carlos I fue un niño criado a la borgoñesa y con muy pocas vinculaciones con España que, a la edad de 17 años, desembarcó en la península para tomar posesión de la Corona castellana sin apenas hablar el idioma local. No en vano, el Monarca empleó su carismática personalidad para ganarse poco a poco a los castellanos ; lo tuvo que hacer tras superar dificultosas pruebas como la Rebelión de los comuneros . De disposición serena y fría, Carlos I era capaz de mutar en un instante de la calma a la cólera.
  «Probablemente estos impulsos coléricos eran, en su edad madura, lo único que le quedaba de aquellos remotos ataques epilépticos de su mocedad», afirma el psiquiatra catalán Jeroni Moragas en su libro « De Carlos I emperador a Carlos II ». 
Así, entre la languidez y la vivacidad colérica, Su Cesárea Majestad se sumergía en los momentos complicados en graves procesos depresivos.

Las adicciones de un Rey bulímico

La muerte de su esposa Isabel de Portugal –señalada como la principal causa de la españolización de Carlos I– generó en el soberano una de las primeras depresiones graves documentadas. Pasó los siguientes dos meses recluidos en el monasterio de La Sisla en Toledo sometiéndose a largos periodos de ayuno, que eran seguidos de grandes ingestas de alimentos. Si bien su hijo y sus descendientes desarrollaron fuertes adicciones – Felipe II era obsesivo compulsivo , Felipe III, ludópata ; Felipe IV; adicto al sexo anónimo y Carlos II, al chocolate –, Carlos I no fue una excepción y padeció adicción a la comida. El médico de la Corte, Villalobos, llamó la atención en sus estudios sobre los malos hábitos del Rey: reclamaba con reiteración mayor abundancia en la comida y exigía la introducción de nuevos platos casi a diario. Una vez en la mesa comía en soledad, puesto que el prognatismo típico de la familia le dificultaba la masticación de los alimentos en público, grandes cantidades en poco tiempo. Dado que nunca modificó su peso corporal pese al hambre exagerada, el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández y otros autores argumentan como lo más probable que el Rey fuera bulímico.

Las depresiones intermitentes amenazaron con convertirse en permanentes a partir de 1553. A raíz de varios reveses bélicos, primero en Innsbruck ante los protestantes alemanas y posteriormente en el asedio a Metz contra los franceses, Carlos I perdió el apetito por gobernar. En Innsbruck , el Emperador con un pequeño séquito se vieron obligados a huir a través de los Alpes en medio de una fuerte tormenta de nieve y con el enemigo siguiéndole de cerca. El fracasado asedio de Metz fue la gota que colmó el vaso. Tras estos golpes, Carlos I se encerró en una pequeña casa en el parque del palacio de Bruselas y se abandonó al desaliento.

«Se pasaba largas horas sumido en cavilaciones y llorando como un niño. Nadie se atrevía a prodigarle consuelo ni tenía autoridad para disipar sus tristes ideas tan perjudiciales para su salud», narran en sus cartas los embajadores ingleses en los Países Bajos . 
Sin atender a sus obligaciones de estado, la única preocupación del soberano era que su enorme colección de relojes, su mayor afición, funcionaran sin la menor quiebra. Con la muerte de su madre en 1555 su estado empeoró . Permanecía horas de rodilla en una estancia sin apenas luz y aseguró en una ocasión haber oído a su madre difunta para que la siguiera .

A los 55 años, el Rey de España y Emperador Carlos de Alemania, desdentado y con la apariencia de un hombre de setenta años , creyó oportuno abdicar y retirarse a Cuacos de Yuste (Extremadura) en busca de su particular refugio del guerrero y de un clima propicio para su gota (bebía alcohol de forma regular y en ocasiones con exceso).

 El soberano atribuyó su decisión a la gota que le azotaba desde hace décadas, pero ciertamente se trataba de un agotamiento generalizado. 

« Estoy resuelto de renunciar a estos estados , y no quiero que penséis que hago esto por librarme de molestias, cuidados y trabajos, sino de veros en peligro de dar en graves inconveniente, que por mis ataques de la gota os podrían resultar… En lo que toca a mi gobierno confieso haber errado muchas veces , engañado con el verdor y brío de mi juventud y poca experiencia, o por defecto de la flaqueza humana». 

Un retiro que fue visto como sorprendente por las cortes europeas, que en raras ocasiones había presenciado el retiro voluntario al ostracismo de toda una generación de gobernantes.

La depresión aguda fue desplazada por un intenso sentimiento de culpa que marcó los años finales del otrora dueño de medio mundo. En Cuacos de Yuste vivió con mucha humildad en los ropajes y en el séquito a su cargo –encargados de desplazarle en una litera para la gota– pero no se privó de su amada comida. Allí le eran enviados toneles de cerveza alemana y flamenca , sus predilectas; ostras de Ostende ; sardinas ahumadas; salmones; angulas; truchas; salchichas picantes; magros chorizos, etc., que no hicieron sino empeorar el estado de salud del Emperador hasta el punto de tener dificultades hasta para vestirse solo .

La austeridad monacal también se trasladó a su vida sexual , en otro tiempo muy activa, puesto que estaba prohibido a toda mujer acercarse al monasterio donde residía « a una distancia de más de dos tiros de ballesta so pena de doscientos azotes ». La automortificación, con azotes en su torso, también formaba parte de su estrategia para alejar los pecados de la carne.

La culpabilidad aplastó la personalidad de Carlos I en sus últimos meses en la tierra. En 1558, el Rey falleció de fiebre palúdica , causada por la picadura de un mosquito proveniente posiblemente de uno de los estanques construidos por el experto en relojes e ingeniero hidrográfico Torriani que se había traslado a Yuste por encargo del Monarca .

«Mi vida es un largo viaje», escribió el Emperador del Sacro Imperio Germánico poco antes de morir. Al contrario de su hijo Felipe II que apenas salió de España en toda su vida , Carlos I viajó de forma insaciable por los muchos rincones de su imperio. Uno de sus éxitos políticos fue mantener la ficción de que no había una única corte, ni un reino o posesión más favorita que otra; la corte estaba donde estuviera el Rey. 
En total, efectuó 40 grandes viajes y 21 travesías marítimas, algo alcance de muy pocos monarcas en la historia . Entre estos arriesgados viajes se incluían nueve desplazamientos a Alemania, seis a España, siete a Italia diez a Flandes, cuatro a Francia, dos a Inglaterra y dos a África.

 


Cocina en tiempos del emperador Carlos V.
Carlos Cuesta
06·02·08

La historia dice que el emperador Carlos I de España y V de Alemania era un enamorado de los fogones y de los productos del buen yantar que por esa fecha, siglo XVI, se consumían en este país. Y en ese sentido, el de Gante mandó publicar las variadas y modernas recetas que su cocinero particular, Ruperto de Nola, le preparaba en palacio. Ese libro de cocina, presentado en Toledo en 1525, puede considerarse el primero editado en lengua castellana. En sus páginas se refleja el recetario del momento con incursiones y notas culinarias de procedencia napolitana, ya que Ruperto de Nola, de origen catalán, residió en Italia varios años.

«Cocinero que fue del serenísimo señor rey don Fernando de Nápoles», sobre su vida hay muy poca documentación. Datos exiguos y confusos. Lo cierto es que en este libro apunta que lo escribió a petición de su señor Carlos V, que muchas veces le pidió «hiciesse un tractado desta arte de mi oficio», y ofrece cuestiones detalladas de su quehacer coquinario.

 El título lo dice todo:

«Libro de cozina? de muchos potages y salsas y guisados para el tiempo carnal y de la cuaresma: y manjares y salsas y caldos para dolientes de muy gran sustancia, y frutas de sartén, y mazapanes, y otras cosas muy provechosas, y del servicio y oficios de las casas de los reyes y grandes señores y cavalleros: cada uno cómo a de servir su cargo y el trinchante cómo a de cortar todas maneras de aves y carnes...».

La obra explica con cierto detalle la despensa que existía en esos tiempos. La carne de cordero y de caza se observa que tenían cierto predicamento en la corte. Las primeras páginas de ese tratado culinario sirven de orientación para saber cómo debe cortarse la carne, el afilado de los cuchillos, la utilización de los objetos cocineros? e insiste en un dato de buena urbanidad referido a «cómo se debe dar a bever a los señores»:
 «As de tomar la copa o taza en la mano derecha con el mejor ayre y gracia que pudieres, y as de traer la mano más alta que las narices, y esto porque podrías estornudar, y estornudando caer algo dentro de la taza o copa, y lo mesmo hablando, locuaz debe escusar el que da a bever a su señor, porque no debe hablar aunque le pregunten».

Buen recetario

El recetario que aparece en este tratado de cocina sirve de notable documento de época, aparte de su interés culinario. Aparecen elaboraciones bastante raras para nuestra forma de comer actualmente. Se abusa mucho de la miel, la canela y el azúcar. Combinaciones y mezclas de sabores que se asemejan con la cocina oriental de nuestros días. Cualquier plato de los frecuentes en las mesas de los nobles, como la gallina, el carnero o el pescado, lleva el golpe dulzón y meloso de esos ingredientes. 
Llama poderosamente la atención la receta que aparece varias veces con el nombre de «manjar blanco», y que se refiere a la carne de gallina, a la langosta o a la calabaza. Estos alimentos tienen el denominador común de la extrema cocción que se realiza con agua de rosas, leche, harina de arroz, almendras y azúcar, y la recomendación de desmenuzarlo cuidadosamente «hasta que parezcan hebras de azafrán»; o, en el caso de la calabaza, «batirla hasta que esté bien deshecha». Son preparados que me resultan parecidos a la cocina oriental y también a las recetas recogidas por el romano Caius Apicius, aunque éste nunca mencionó que el gato asado, adobado con aceite y ajo, fuese «una muy buena vianda», como señala el maestro cocinero Ruperto de Nola en una de sus recetas más famosas.

Cocina de época donde la despensa no era muy abundante, salvo para los poderosos como el Emperador Carlos V, hombre de proverbial apetito y sibarita como pocos, según se desprende de lo explicado en este libro de Nola. Lo que sí se sabe es que Carlos V era un enamorado del queso de La Mancha y el de Aragón, especialmente bien curados. En referencia a productos asturianos, creo que nada de nada, pues en ese tiempo Asturias estaba apartada del mundo y la producción agroalimentaria era muy escasa, sólo de subsistencia. Desde el puerto de Santander llegaba el pescado al mercado central de Toledo, donde brillaban las sardinas y el bacalao, envueltos en salmuera para su mantenimiento y duración.
 Y el emperador antes de acostarse solía tomar el llamado caldo de la noche, compuesto por un potaje de cebollas acompañado de tocino derretido, leche de almendras, caldo de carnero y queso rallado de Aragón? ¡Toma ya! Y es que gracias a Ruperto de Nola, ese cocinero regio e innovador, sabemos un poco más de la importancia de la comida y la manera de guisar en la España del siglo XVI.

Carlos Cuesta, presidente de la Asociación Asturiana de Periodistas y Escritores de Turismo (Aspet).


España y Flandes

La mesa en los reinados de Carlos V y Felipe II. Miradas recíprocas e intercambios entre Flandes y España.


Eddy Stols

Universidad de Lovaina


Carlos V pasaba, tanto en la historiografía como en la imaginación popular, por un borgoñón, glotón y gran bebedor de cerveza1. La tradición transmitió la imagen de un emperador al que le gustaba brindar con la gente común. Así le presenta la leyenda del cacharro tanto de Olen en Flandes como de Walcourt en Valonia, aunque sea bastante posterior y date del siglo xviii 2. Las enseñas de posadas llevan su nombre y mostraban, como en Temse, al emperador coronado en el medio de cántaros de cerveza, huevos y un jamón empezado3. En sus perpetuos viajes y campañas de guerra se le decía muy preocupado de compartir su comida con los soldados. Así registró Juan de Torquemada en su Monarquía indiana que «aquel César de santa y gloriosa memoria, Carlos V nuestro señor, que estando una vez ya para sentarse a la mesa, en cierta guerra que hacía y siendo tiempo de hambre, y que padecía el ejército, entraron dos de los soldados y tomaron dos panes que estaban puestos en ella y que mirando al emperador uno de sus capitanes que con él comía, para ver qué sentimiento mostraba, él que lo advirtió, le dijo: dejadlos, llévense el pan que para mí no ha de faltar y ellos lo hambrea; y si en mí no hallan socorro menos le tendrán del enemigo. Sentencia digna de tan valeroso y cristiano capitán»4. El emperador parecía anticiparse, de esta manera, al rey francés, Enrique IV, famoso por preocuparse de la «poule au pot», la presencia de la gallina en las ollas de sus súbditos.


Al contrario de su padre, y de su rival bearnés en el trono de Francia, Felipe II entró en la historia con la fama de un hombre ascético y casariego, recluido y misterioso, sin vida cortesana o contacto con el pueblo, más aficionado a los papeles que a los placeres de la vida5. En la opinión de muchos flamencos y holandeses sus infaustas medidas restrictivas provocaron la destrucción de la navegación y la ruina de mercaderes y buhoneros. Su retrato en El Escorial dejó al crítico de arte flamenco y futuro director del Museo Plantin-Moretus de Amberes, Max Rooses, una impresión de «tieso, huraño, frío, pálido y gris como si fuese tallado con una hacha en un bloque de marmol»6. Jamás había reído. Grabados contemporáneos representaron a Felipe con una cara alongada y demacrada, muy parecida a la del duque de Alba7.

Pronto se identificó esta delgadez tenebrosa con la falta de alegría de vivir y de apetito del soberano, que se extrapoló a una desgana generalizada en la cultura alimentar de la España de los Austrias. Así se creó otro capítulo en la leyenda negra. La famosa antítesis en los grabados de Pieter Breughel, de 1563, entre la cocina de los gordos y la de los magros parecía premonitoria y aplicarse muy bien a la oposición tanto entre Carlos V y Felipe II como entre flamencos y españoles, entre un país de jauja y una tierra árida y hambrienta. No bastaba que España fuera intolerante y cruel, la hacían también hambrienta y desprovista de buenas comidas, tales como las que se encontraban en los Países Bajos o en Italia y Francia. Los españoles eran unos «raphanofagi», alimentados de nabos y otros tubérculos. El noble rebelde, Marnix de Sainte-Aldegonde, ridiculizó la comida española con versos sobre «los pobrecitos, que deben roer un nabo o rábano por su mejor alimento y llenar sus estómagos vacíos con ensalada española, ajo, cebolla, melones y calabazas muelles»8.

Sin embargo, esta imagen negativa ya se construyó muy tempranamente en el inicio de los lazos dinásticos entre la Flandes borgoñona y la Castilla de los Trastámaras. Los nobles españoles, que acompañaron a su príncipe a Malinas en 1495 para la boda con Margarita de Austria, parecieron al cronista Molinet como «une suite de pauvres héres...assez mincement vétus, sobres en manger et en boire»9. De su lado, los religiosos españoles, como fray Tomás de Matienzo, encargados de la guía espiritual de Juana durante su estancia en Flandes, pronto se escandalizaron de que «en este país la gente saca más honra de la bebida que del vivir bien». Poco después habrían faltado candidatos paraa acompañar Felipe I en su viaje a España por el miedo de pasar hambre:

 «y como acá esta la felicidad en los vicios de la garganta con sus annexos, pareció les que ydos allá se destierran de todos aquellas cosas que les son apacibles»10

Efectivamente en una de las etapas tuvieron que dividir un huevo en cuatro. Por ocasión de su segundo viaje Felipe el Hermoso fue aconsejado por su embajador en Roma, Philibert Naturel, de no comer afuera, porque «las carnes del rey Fernando no convenían a su complexión y no eran adobadas a su gusto, y que haría bien de no comer con él», dejando entender así que existía peligro de envenenamiento11. Al respecto del primer viaje de Carlos I a España Laurent Vital relató también unas primeras experiencias bastante negativas en Asturias con falta de víveres, malos alojamientos y muchos enfermos y muertos12.

Notoria mala fama alcanzó España por la inexistencia de buenas posadas. Así el humanista Nicolás Clenardo pretendió en sus cartas, frecuentemente reimpresas durante el siglo xvi, que en la península se aprendía a beber en la palma de la mano por encontrarse quebrado el único vaso disponible13. Clenardo no fue el primero en criticar las posadas sin abastecimiento apropiado de la península. Ya el tan crítico Erasmo, sin haber jamás viajado por España, se equivocó también en esta materia como muchos otros. «L’auberge espagnole» se tornó el cliché favorito y proverbial de tantos viajeros, de los cuales María Montáñez Matilla recogió un florilegio de malas impresiones14

En su Peregrinatio Hispanica de 1532-1533, el monje Claude de Bronseval, que acompañó al abad de Claraval, dom Edme de Saulieu en su visita de los monasterios de Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla y Galicia, dejó una verdadera letanía, hasta monótona de todos los pueblos sin posada decente: «No encontramos nada, ni alimento ni fuego ni leña»; «Aquí nuestros caballos comían bastante bien según la costumbre del país, pero a nosotros sólo con pan y vino»; «Fuimos alojados como puercos»; «Fuimos alojados bajo la enseña del ángel, en una posada sórdida, mísera, ennegrecida, maloliente, tenebrosa y maldita»; «...tratados como en la cárcel». En Chinchilla encontraron «una sola posada que no valía nada o casi nada. Un solo hombre vendía pan en la ciudad, y otro sólo vino». En Galicia fueron «hospedados en un lugar infecto como el infierno... con hospederas jezabélicas». En otra posada había que comprar todo afuera «hasta las hojas de perejil»15.


Testimonio semejante dejó un archero flamenco de la Guardia real, Enrique Cock, que acompañó a Felipe II en su viaje a Zaragoza y Barcelona en 158516. En una venta, a tres leguas de Usera, mientras que el Rey comía y veía «dançar los labradores, para nosotros y otros criados del Rey había tanta falta de todas las cosas, que agua para beber no hallábamos por dinero que fuese bueno... que cosa es caminar por desiertos». Cerca de Monzón «fueron alojados con camponeses muy rudes y muy ricos: Este en cuya casa yo pasaba tiene de todas sus ganancias más que mil ducados cada año, y cuasi tiene aún miedo de hartarse de pan negro: carne trae de la carnicería una vez al mes» y comentó el cortesano: 

«... ¡que cosa tan estraña, qué mal empleada riqueza en hombres que no lo saben emplear! Oxalá algunos de nuestros compañeros fuesen sus tesoreros, para que saliese á luz la moneda que por tanto tiempo acarrean». Cock citó a otro viajero, Justo Pascasio, que «no había hallado cosa para comer ni pan ni vino, con todo esto dice que nunca halló lugarçillo ni venta por ruin que fuese en que no hallase naipes para jugar».


En seguida esta mala fama de las posadas españolas fue utilizada y abultada por muchos autores franceses e ingleses y atravesó los siglos, haciendo ecos abundantes en la literatura de viaje belga decimonónica. En Cádiz en 1862 el pintor Jean-Baptiste Huysmans se incomodó con los pescaditos fritos y otros tipos de fritura, que despedían por las calles un olor repugnante de aceite17. En Loja la posada vasta y desierta tenía la mesa puesta pero sin ningún alimento y finalmente obtuvo solamente un chocolate y algunos bizcochos. En Málaga los únicos comercios que encontró abiertos fueron los Estancos Nacionales del tabaco y los almacenes de dulcerías, que parecían satisfacer ampliamente las necesidades principales de los españoles. Un poco más tarde, en su libro de viaje de 1866, Augusto Malengreau desmintió «les descriptions hyperboliques sur les habitudes de la vie espagnole» y elogió la buena comida servida en la fonda de San Sebastián con un excelente puchero, una merluza frita, un lechazo asado, una ensalada y un postre delicioso de almendras ligeramente tostadas18. Sin embargo decía comprender las reclamaciones de los otros extranjeros por el aroma muy fuerte del aceite, por el pan muy blanco pero poco apetitoso y por el vino maloliente a consecuencia de su conservación en pieles de cabras. En San Sebastián en 1877 el susodicho Rooses, comiendo una sopa a la flamenca, una tortilla flamenca y ternera en salsa de tomate, se sintió ya como en casa, en Amberes o Blankenberghe, pero el aceite de un buñuelo dejó enfermo a su compañero19. Al monje benedictino Gérard van Caloen, muy favorable a la cultura española en tantos otros aspectos durante su viaje de 1880, el hombre español le pareció exageradamente frugal: «contentábase de servirse una sola vez del puchero, mientras que en la mañana bebía nada más que un vaso de agua y a la noche cenaba de un cigarillo»20. Por la misma época el diplomático belga Léon Verhaeghe de Naeyer, aunque muy bien enterado y gran entusiasta de la modernización española, encontró durante un viaje por las sierras andaluzas una pobreza extraordinaria: en la posada de Ochoa en Guadix la comida consistió en un único plato de arroz con picadillo, mientras que otra posada en Baeza ofreció la opción entre «la cama y la medio-cama», esa última sin mantas21.


Aún en la década de 1960, cuando el turismo de masa despegó, los tiernos estómagos flamencos profesaban tamaño miedo al exceso del aceite y del ajo en las cocinas españolas que las agencias de turismo tranquilizaban a sus clientes con la promesa de hoteles con «une cuisine au beurre», una cocina a la mantequilla. Aunque actualmente la colonia de ancianos belgas que parten a invernar en Benidorm o Alicante llevan todavía sus productos belgas consigo o pueden comprar allí mismo su mostaza y sus pickles, poco a poco la cocina española ha ido ganando mayor prestigio gracias a la paella, el jamón serrano o los vinos de la Rioja. En esta valoración de la comida española tuvo gran influencia la obra de Ernest Hemingway, particularmente su The sun also rises (1926), que a partir de la década de 1950 servía de estímulo y de guía informal para pasárselo bien de viajes por España, comiendo y bebiendo en bodegas y bares de tapas22. Hoy día, algunos iniciados ya saben que se puede comer tan bien en España como en Francia o Italia y que los paradores españoles forman una exclusiva red de hoteles instalados en monumentos históricos de gran clase23.


Por eso, es sorprendente y hasta inquietante que un grupo de investigadores, organizado por J. L. Flandrin y M. Montanari, sigan construyendo y orientando su historia de la alimentación, sin duda muy interesante y de gran valor, sobre un eje principal Italia-Francia y dejando de lado la aportación española en la creación de la gastronomía moderna24. Es verdad que este fallo se extiende a casi toda la historiografía de la alimentación fuera de España y que las excelentes publicaciones españolas sobre este tema siguen siendo casi desconocidas25. El tema de la mesa española parece un ejemplo llamativo de como la memoria colectiva no coincide con la realidad histórica y como los propios historiadores caen frecuentemente en la trampa de estos prejuicios.

Pues sí, en la realidad histórica la mesa española en los reinados de Carlos V y de Felipe II fue sin duda de las más ricas y variadas de la Europa de aquella época. Además esta cultura alimentaria española contribuyó de manera esencial a la creación no solamente de una gastronomía de gran refinamiento, sino también, y sobre todo, a la divulgación de una cultura alimentaria variada y equilibrada en el noroeste de Europa. De cierta manera, fue precursora de la boga actual de la tan famosa y prestigiada dieta mediterránea, que pretende salvaguardar de los infartos y de otros accidentes cardiovasculares26.


Efectivamente, ya en el quinientos, la riqueza agrícola de muchas regiones de la península saltó a los ojos de muchos viajeros. El mismo Bronseval señaló la abundancia de huertas, viñedos, cereales, ganados en varias regiones. Antoine de Lalaing, cronista del viaje de Felipe el Hermoso, describió Barcelona como «située en une vallée belle et fertile ...de gardinages enrichis d’orangers, ornés de dadiers, anoblis de grenadiers, plains de tous arbres et herbes bones et fructueuses et de bledz et de vignobles»27. Semejante visión paradisíaca de jardines regados, llenos de naranjos, limoneros, melocotones, albaricoques, encantó al aristocrático Jehan Lhermite, autor del Passetemps, en su llegada a Barcelona en 1587. Se maravilló de los melones, tan estimados en su tierra natal plantados allí en tan gran cantidad en campo abierto, y concluyó que «y faict aulcunement bon vivre, et á bon marché»28. Willem Weydts, un sastre de Brujas, que desembarcó en Andalucía en 1564, apreció bastante el pan blanco y la abundancia de frutas y pescados y nunca se quejó de falta de comidas29.


Por la diversidad de su relieve y clima, la península ya ofrecía una mayor variedad de alimentos, tanto de cereales, legumbres y frutas como de animales y pescados. Como tal no tenía nada que envidiar a países como Italia o Francia. Además, según las Relaciones de los pueblos de España, de 1575 y 1579, las tierras y huertas cultivadas aumentaron bastante y produjeron trigo, cebada, aceite, vinos, garbanzos, lentejas, nabos, hortalizas y frutas en gran abundancia.

Aparte de la mayor diversidad y calidad de la agricultura y de la ganadería españolas otros dos factores determinaban la superioridad de su dieta. No se puede olvidar que en la península la recolección y sobre todo la caza ofrecían complementos y suplementos de comida nada despreciables y podían compensar mucha falta. Una población, todavía predominantemente rural, colectaba caracoles, hongos, espárragos salvajes, hierbas, castañas. Tradicionalmente, el campesino español cogía en los campos y olivares unos zorzales o perdices y subía al monte para cazar jabalíes, liebres, conejos. Mantenía estas costumbres más libremente que en otros países occidentales, donde el derecho de la caza sufrió en la Edad Moderna drásticas limitaciones.

Además, la península ibérica se benefició de los descubrimientos alimentarios en el Nuevo Mundo y del columbian exchange antes y mejor que el resto de Europa. Las especias asiáticas y africanas llegaban más frescas y mejor acondicionadas que en Flandes, mientras que su dosificación en las recetas fue probablemente más ajustada. Si los nuevos productos americanos despertaron la inmediata curiosidad de las élites, tardaron algo en llegar a sus mesas. Respecto de la mejor fruta americana, el padre Acosta recordó que «al emperador D. Carlos le presentaron una de estas piñas, que no debió costar poco cuidado traerla de Indias en su planta, que de otra suerte no podía venir; el olor alabó; el sabor no quiso ver qué tal era»30. La primera mención del guajolote o pavo data de 1599 en el recetario de Diego Granada, Libro del arte de cocina, mientras que antes ya se sirvió en un banquete del Toisón de oro en Utrecht en 1546 y figuró en las escenas de mercados de pintores flamencos como Joachim de Beuckelaer.


Al contrario, los campesinos españoles se dejaron seducir tempranamente por la alta productividad de varias plantas americanas y las integraron en su dieta31. Así el maíz fue sembrado en Valencia y sobre todo en el norte, en Galicia, Asturias y Cantabria, ya en los primeros decenios del siglo xvi, mientras que nuevas especies de frijoles o alubias y de curcubitáceas se diseminaron, junto con el chile o el pimiento de Indias, progresivamente en las huertas. El tomate apareció en una lista de intercambio de plantas entre botánicos a fines del siglo y en la misma época las batatas y patatas entraron en la distribución de alimentos a los pobres en Sevilla.

Sin embargo, la orografía ibérica dificultaba los transportes y por consiguiente el abastecimiento de las grandes ciudades. De crucial importancia era la distribución del agua, tanto más que su buena calidad importaba a los españoles mucho más que a los norteños, grandes bebedores de cerveza. Precisamente, las mejoras de la infraestructura avanzaron bastante en el reinado de Felipe II con la construcción de puentes, de acueductos y sobre todo de fuentes omnipresentes e ingeniosas32. Ese tipo de curiosidades, como la fuente del caballo en el pórtico de la catedral de Jaén o la famosa rueda hidráulica gigante para levantar el agua en Toledo, llamaron particularmente la atención del sastre antes mencionado, Willem Weydts. Este, además, mencionó en Carmona un molino de viento operado por un flamenco y admiró en Baeza un matadero moderno enjuagado por un arroyo en su parte subterránea. Según Cock, Zaragoza disponía de dos carnicerías para servir mejor a todos los habitantes. A pesar de los caminos deficientes el pescado se transportaba hacia el interior y, según el embajador polonés Juan Dantisco, «no faltaba en la corte de Madrid»33. También en Valladolid, en 1603, el portugués Tomé Pinheiro da Veiga se extrañó de la abundancia de pescados 34. En las grandes ciudades como Sevilla imponentes pescaderías funcionaban como proveedoras de las tablas en los mercados.


La conservación, apariencia y calidad de los alimentos ganaban mucho con la producción abundante y bastante diversificada de vasijas y cacharros de cerámica, como en los alfares de Talavera de la Reina, o de toneles y barriles, fabricados a veces por artesanos flamencos, hasta en la Nueva España. Estos recipientes se utilizaban sobre todo en los transportes de largas distancias. A lo largo del siglo xvi el tráfico marítimo mejoró bastante y aumentó su frecuencia y tonelaje.

En años de sequía o de crisis, España podía importar sin mayores dificultades los cereales necesarios sea del Báltico sea de Sicilia o de Berbería. Por eso, aún en 1585, Felipe II se permitió el lujo de prohibir la entrada a sus puertos a los rebeldes holandeses y, en consecuencia, los negociantes de Ámsterdam y otros puertos de la Europa del Norte perdieron sus beneficios fáciles y exuberantes en el comercio del trigo y de la sal. En la historia de las guerras de Flandes y del antagonismo con Holanda se suele perder de vista que, normalmente, la península exportaba más alimentos que importaba, de tal modo que disponía de un food power considerable y mayor que el de sus enemigos.


Anualmente, una flota de decenas de navíos llevaba los frutos de Andalucía y del Algarve hacia los puertos septentrionales de Flandes e Inglaterra. Naranjas, limones, granadas, higos, pasas, dátiles, almendras, avellanas, piñones, alcaparras, anís, azafrán, arroz se vendían en grandes cantidades en las ciudades flamencas. Vicente Álvarez, que acompañó al príncipe Felipe en su entrada de 1548, encontró en Bruselas las naranjas y otras frutas españolas más baratas que en Valladolid 35. Los vinos de la península y de Canarias, en más de veinte variedades, tal como el famoso Pieter Siemens o Pierezemy, el Pedro Jiménez, conquistaron en el mercado de Flandes una participación por lo menos del 10 al 20 por 100 del consumo de vino y eso a pesar de su precio más elevado que el de los otros de Francia o del Rhin36. Según el soldado Alonso Vázquez, estos vinos «llegados a Flandes son mucho mejores, porque como van más cerca del Norte, la frialdad los purifica y sazona mucho mejor que donde se crian»37.


Mucho azúcar, primero de Valencia, y luego, desde los primeros decenios del siglo xvi, de Canarias, de São Tomé o mismo del Brasil filipino a partir de los años 1580, se cargaba a Rouen, Amberes y Londres. Pronto, las frutas en conserva, como el membrillo, también agradaron al gusto nórdico. Hasta atún en conserva, procedente de las almadrabas del duque de Medina Sidonia en Zahara de los Atunes, se exportaba a Flandes.

El aceite no disgustaba tanto a los flamencos del quinientos como a sus descendientes en la edad contemporánea. En la cuaresma sustituía a la mantequilla para untar el pan y, probablemente, se utilizaba también en las ensaladas y en algunas recetas de pescado. Los registros de tasas de importaciones mencionaron grandes cantidades de pipas o toneles de aceite: más de 4000 en los años 1552-1553, aunque la mayor parte se destinaba al aderece de la lana. En las inundaciones, que asolaron Amberes en noviembre de 1570, se podían sacar del agua muchas jarras llenas de aceite, se habían escapado de las bodegas38. También las aceitunas se apreciaban como tapas y acompañaban la degustación del vino.

Además de las colonias mercantiles españolas, bastante numerosas en Brujas y Amberes, los soldados del ejército de Flandes llevaron sus hábitos alimentarios e introdujeron novedades en la cocina flamenca. En sus fiestas distribuyeron naranjas y dulces de azúcar. Un vecino de Gante, Marcus van Vaernewijck, les vio lanzar un nuevo tipo de morcilla, que le apeteció tanto que hasta anotó la receta en su memorial39. Mezclaron la sangre de cordero con huevos, carnes salgadas, pimienta, salvia y otras hierbas y lo rellenaron en la tripa estomacal, que, después de cocida en grandes marmitas, cortaban en rodajas, muy parecida a la bloedpens actual. Es posible que el escabeche de pescado, como la trucha de Chimay, o de carnes, como el potjesvlees de Furnas, dataría de este mismo período.

Al revés, las importaciones españolas se destinaban principalmente al abastecimiento de las flotas y consistían, fuera de la madera para los toneles y barriles y del trigo para la fabricación del bizcocho, sobre todo en quesos y tocino flamencos40. Se recibía algún salmón ahumado de Moscovia, alguna mantequilla y algunos toneles de cerveza, esta destinada a los comerciantes norteños establecidos en los puertos andaluces. Hubo varias tentativas de fabricarla en España para Carlos V o Felipe II o en la capital mejicana, principalmente por razones fiscales con la intención de elevar impuestos de consumo al igual que los ingresos importantes de las ciudades flamencas, pero no conocieron un éxito duradero y estas cervecerías, luego cerraron sus actividades.

A los españoles de aquella época no les gustaba la cerveza, que olía a «orines de rocín con tercianas», según Estebanillo González. En este disgusto coincidieron visiblemente con el desprecio creciente de la nobleza por esta bebida demasiado popular. Con ocasión del ofrecimiento por parte del rey de Polonia de unas jarras de cerveza de Danzig, la reina María procuró hacer probarla como vino danés a la princesa de Chimay, pero tal brebaje provocó náuseas a esta aristócrata41. Además se asociaba la cerveza a la borrachería, que, por una leyenda negra al revés, se atribuía tradicionalmente a los flamencos. «Todos los flamencos eran unos borrachos», había proclamado un fraile en una predicación en 1519 durante las agitaciones de los Comuneros, si bien fue perseguido por ese insulto. Decíase «borracho como un flamenco a media noche», mientras que en Cádiz se intituló una callejuela como la Calle de los flamencos borrachos.

No faltaron anécdotas y chistes sobre este tópico. En su Floresta Española (1574) Melchor de Santa Cruz de Dueñas contó que «estando la Corte del emperador Carlos V en Toledo, un flamenco entró una tarde en una taberna, y bebió cinco azumbres de vino, y quedóse dormido. Y despertando otro día de mañana, pidiéndole la tabernera que le pagase seis azumbres de vino que le había dado. El porfiaba que no eran más de cinco, diciendo: 


“Mi tripa no hace más que cinco azumbres”. 


Dijo la tabernera: 

“Verdad decís, mas este vino, como es bueno, subióse una azumbre a la cabeza, y cinco del vientre, son seis”. 

El flamenco respondió: 

“tú has dicho la razón”»42.


Respecto a Juanelo Turiano, el inventor de la famosa máquina hidráulica de Toledo, un libretista de la época pretendía:

 «Juanelo es flamenco y, por tanto, borracho. Bebe de todo, menos agua. El agua la aborrece y desprecia. Recientemente ha llegado a odiarla. Ahora ha crecido de tal modo su cólera contra el agua que ha comenzado a tormentarla. Y como el agua no quiere ser ya más atormentada por Juanelo, en desesperación corre monte arriba. Este es todo el arte del flamenco»43.


En los propios Países Bajos este consumo exagerado de cerveza predominaba en toda la vida social y causaba entre los españoles presentes aún peor impresión y mayor escándalo. Según Vicente Álvarez, el cronista del viaje del príncipe Felipe, los flamencos quedaban sentados en la mesa un día entero solamente para beber, levantándose apenas para mear, y no tenían ninguna vergüenza de emborracharse44. Por su parte, Alonso Vázquez observó que los flamencos inventaban cualquier pretexto para brindar y beber, en las fiestas religiosas, como el día de Reyes, el Jueves Santo o la noche de San Martín, en un aniversario de casamiento, en la sentencia del juez, en un testamento o en un contrato de compra45. Sin embargo, se reconocía solamente la validez a los documentos firmados antes del brindis. Organizaban frecuentes banquetes, como si fuesen las comedias o las fiestas de toros y de cañas entre los españoles. Los hombres y las mujeres se sentaban lado a lado, encadenados de los brazos, besándose sin escrúpulos y sin limpiarse la boca. Por ocasión de un fallecimiento un banquete podía durar hasta tres días y los invitados pretendían beber el alma del difunto.


Vázquez relacionó las herejías de los flamencos con su dipsomanía y atribuyó esta al hábito de beber de las mujeres. Aunque estas lo hacían con cierta moderación y sin perder los sentidos, los niños tomaban el gusto de la bebida con la leche materna. Además, se les daban pezones de madera, llenos de vino o de cerveza. El origen de esta costumbre, hereditaria y aprobada por los médicos, debía, en su opinión, explicarse por el clima frío, aunque no les faltaba leña para su calefacción.


Si el famoso «¡no hay más Flandes!» podía aplicarse a los productos de las artes textiles, a la pintura o a la arquitectura, no correspondía ni un poco a la alimentación flamenca. Por lo general, los españoles tuvieron mala opinión de la comida servida en Flandes. Según Álvarez, la gente común comía mal, una sopa salada con queso y con un pan negro, que nadie en España aceptaría. Una vez por semana se preparaba un pot-au-feu, una especie de puchero, del cual los días siguientes se comía a menudo la carne fría. Restos de banquetes se consumían hasta quince días después. Durante el verano la carne no sabía tan bien a causa de los pastos húmedos, al paso que en el invierno la alimentación con heno seco mejoraba un poco el gusto.


A Vázquez le repugnó particularmente el pan, por ser negro, viscoso, amargo y mezclado con trigo sarraceno. La gente común se alimentaba con queso y otros productos lácteos en abundancia. Sin embargo, la tierra, muy fértil, permitía varias cosechas con muchas coles, coliflores y zanahorias. Las ovejas parían nada menos que cinco o seis corderos, mientras que las reses podían alcanzar hasta dos o tres mil libras. Se criaban unos cerdos altos, pero rabiosos y peligrosos hasta el punto de devorar niños. No faltaban gallinas y capones muy gordos, ni faisanes, codornices o palomas, pero las perdices eran escasas. Se consumía mucho pescado, arenques, pescadillas y salmones. Pescados de agua dulce se ofrecían en los mercados vivos en grandes cubetas. Todas las ciudades contaban con las famosas hosterías, «donde se da de comer, espléndidamente y con gran limpieza, no solamente a los extranjeros sino también a los vecinos», que llevaban allí a sus invitados y comían mejor y más barato que en su propia casa. Se servían muchas variedades de cervezas, de trigo o de cebada, con lúpulo, fuertes o más leves.


Vázquez apreció las peras, manzanas y guindas, pero los melocotones, duraznos, albaricoques, higos, ciruelas y melones los echó en falta. La agricultura flamenca carecía también de pimientos, berenjenas, lentejas, garbanzos, olivares y azafrán. No se cultivaba ni se comía el ajo, salvo en Artésia y en las fronteras con Francia, pero en poca cantidad y de sabor soso. La lechuga, el perejil, la menta y la cebolleta padecían igualmente de insipidez. No crecían ni romero ni tomillo ni anís ni otras hierbas buenas. El vino producido en Lovaina, Lieja, Namur y Luxemburgo era áspero y sin gusto.


No hay duda de que globalmente la cultura alimentaria de Flandes fue por aquel entonces más pobre y monótona que la de la península ibérica. Delante de esta cornucopia española se puede entender mejor la voracidad de Carlos V, aunque esta echó raíces en su más tierna infancia. A pesar, o tal vez precisamente a causa, de sus problemas con la mandíbula inferior y de sus consiguientes dificultades para mascar y digerir, comía frecuentemente, hasta cuatro veces por día, y en grandes cantidades, con raciones gargantuescas46. Además, entre horas, picaba de jamones, morcillas, melones. Le deleitaban tanto platos de caza como dulces caseros. En sus constantes travesías se convirtió en un omnívoro e, incluso, probó las ranas, que Mercurio Gattinara le presentó. En la confección y el aderezo de sus platos el abuso de especias primaba siempre sobre la delicadeza. Casi tan ecléctica como su gula fue la composición del personal doméstico, aunque, y particularmente en su retiro de Yuste, predominaron los flamencos entre sus cocineros, panaderos, fruteros, aguadores, cerveceros y sumilleres. De la tierra natal mandó traer salchichas de Flandes, ostras de Ostende, cerveza alemana y arenques ahumados.


Esta bulimia le causaba ataques repetidos de la gota, de hemorroides y de asma y de nada le sirvieron las advertencias de su médico Luis de Lobera de Ávila en su tratado Banquete de nobles caballeros (1530). Generalmente, el emperador comía solo, pero nunca se molestaba en manifestar esta glotonería en público. Poco le importaban los buenos modales, que Erasmo recomendó, tal vez a su propósito, en su De Civilitate (1530). Por eso, en su Crónica burlesca, el bufón don Francés de Zuñiga se atrevió a proclamar a su maestre como «rey de los glotonifas», mientras que transformó a sus cortesanos en viandas fantasmagóricas47 . En estos caprichos mofantes, al estilo de Bosch o de Arcimboldo, el conde de Nasao parecía «toronja que comença a madurar o olla de carne de membrillo de miel», Laxao una vez «berengena curtida en vinagre», otra vez «puerco cozido», el marqués de Villena «pato muy cozido o liebre enpanada», don Francés de Briamonte «pastelazo de vanquete enharinado o buei blanco en Tierra de Campos», Luis de Mendoza «cañafistola en pie», el obispo de Ávila «mortero de mostaza».


Si Carlos V personalmente no fue un modelo de mayor refinamiento, la voz común le atribuyó la introducción de la suntuosa etiqueta borgoñona en una corte castellana de tradiciones más sencillas. Sin embargo, es dudoso que este cambio concerniese también al propio arte culinario español e inspirase grandes novedades. En realidad los Reyes Católicos ya gozaban de un ritual bastante festivo. Su yerno, Felipe I, fue recibido en Toledo el 22 de mayo de 1502 con una cena con cinco bufés, cada uno con 600 a 900 platos dorados o de plata48 . En 1518 el presidente de la Chancillería ofreció en Valladolid a Carlos V y a su hermana una colación, al estilo borgoñón más puro, «con mucha música y.... alzados los primeros manteles se sirvió un pastelón, del que, en quitándole la cubierta, salió un niño de cuatro años, muy galán, con cascabeles y danzando un alza y baja, que fue un lance de muy buen gusto, de que el rey y la infanta recibieron gran contentamiento»49. Otro momento de la fiesta ya siguió la tradición ibérica en el patio, donde «estaban dos fuentes, una de vino blanco y otra de tinto, y en medio de ellas una gran mesa de pan y vianda y muchos vasos en que bebiesen». En su organización colaboraron «doce cocineros flamencos y muchos más españoles». No obstante, las fiestas españolas mantuvieron siempre un mayor equilibrio entre la manducatoria y los juegos de cañas, justas y corridas de toros.


Por su parte Felipe II prefería mayor sencillez en la mesa, pero siempre con una abundancia de carnes, a la cual había sido acostumbrado por su educación en la corte castellana. En 1536 el plato del príncipe en la comida de la mañana consistía en una buena variedad de carnes asadas, de gallina o capón, perdices, tórtolas o palominos, con una pieza de carnero y otra de ternera, lechón o conejo, y más carnes cocidas, también de gallina, carnero, vaca o ternera50. Tres días por semana se le servían manjar blanco y más un potaje, y otros días dos potajes. No faltaban pasteles de hojaldre y panecillos, mientras que para frutas, primera y postrera, y verduras el gasto podía ascender a dos reales, casi tanto como para el coste de las carnes. En la cena se repetían los mismos ingredientes, pero en parte tostados. El domingo un faisán o un capón podían substituir a la gallina.


Cuando en 1548, «se hizo la mudança de la casa de Castilla en la de Borgoña», es poco probable que la nueva etiqueta afectase a los hábitos alimentarios de Felipe II. Continuó alimentándose con mucha carne, pollos, huevos, pan, y más, dos veces por semana, ensaladas y endivias y, una vez por semana, frutas como melón y naranjas. El pescado parecía ausente en su dieta, pero este fallo no puede atribuirse a la inexistencia de pescado en el centro del país, como lo sostiene su biógrafo Henry Kamen51. Más bien fue su aversión al olor. Después de 1551 ya no bebía cerveza, pero apreciaba particularmente el vino blanco del Rhin, que debía saborearse refrescado. La bebida fría con la utilización de hielo y nieves se convirtió en uno de los principales refinamientos de su reinado, aunque el abuso de esta manía puede haber sido la causa de la muerte del príncipe Carlos.

Si el Rey Prudente fue, sin duda, más moderado y regular en la comida que su padre, no despreciaba los placeres de la vida. Su corte fue, según Fernando Bouza Álvarez, más divertida y galante de lo que la voz común pretende52. Viajó menos que su padre, pero sus dos grandes giras fuera de España, de 1548 a 1551 y de 1554 a 1559, le llevaron al norte de Italia, los Alpes, Innsbruck, Heidelberg, a las principales ciudades de Flandes, a Inglaterra y a Francia. Le dejaron fuertes impresiones, que posteriormente le inspiraron en sus construcciones y en la organización de su vida cortesana.

Después de su regreso a España en 1559 y el traslado de la corte de Toledo a Madrid en 1561, el rey no quedó inmovilizado en el Alcázar Real de Madrid, se desplazó continuamente entre sus diferentes reales sitios de la Casa del Campo, del Pardo, de Vaciamadrid, de Aceca, de Valsaín, de Aranjuez, de El Escorial, de la Fresnada y del Quexigal. Le gustaba disfrutar los paseos en sus jardines y nunca abandonó su pasión por la caza. Viajó también por tierras españolas, en 1570 a Sevilla, en 1585 a Zaragoza y Barcelona y en 1586 a Valencia. En 1581 se estableció por dos años en Lisboa y en sus cartas a sus hijas se encuentran varias referencias a sus descubrimientos o recuerdos gustativos, particularmente con relación a algunas frutas.


De sus viajes al norte de los Pirineos Felipe guardó una predilección por manzanas y peras y procuró obtener para sus jardines mugrones y semillas de Austria y de Flandes por intercambio con su primo y cuñado, el emperador Maximiliano II, que de su parte recibía huesos de melocotones, duraznos y albaricoques53. Durante su estancia en Flandes cultivó una preferencia por la mantequilla flamenca. Esta ya no podía faltar entre los muchos recuerdos flamencos, que marcaron la intimidad de sus residencias. Al sitio real de Aranjuez hizo venir de Tournai no solamente algunos jardineros, sino también vacas para pastar y un campesino para ordeñarlas y batir la mantequilla54. Le agradó, sin duda, la canasta de gofres, que algunos flamencos, disfrazados de cocineros y aldeanos al estilo brabanzón y holandés y tocando la gaita le ofrecieron durante una fiesta de mascarada en 159355.


Es posible que esta preferencia real por frutas, leche y mantequilla abrio mayor espacio en la cocina española para dulces con frutas en conserva, con natas y requesones y con pasteles de leche. Tales golosinas se ofrecían frecuentemente en las colaciones y meriendas con ocasión de las entradas reales en las ciudades. Así, en 1592, Valladolid le ofreció una gran variedad de confituras de flor de azahar, de gragea o de maná parda, mermeladas de cidras, bocados de mazapán de cifras y letras o con agrio de limones, azúcar guindado, bastones de azúcar, dátiles alcorzados, natas, naranjas rellenas cubiertas de alcorza56. Había también mucha fruta, como albérchigos, guindas garrafales, perillas almizcleñas y cermeñas, estas últimas más tempranas, pequeñas, suaves y olorosas que las otras peras. Siguiendo la última moda se mezclaron almizcle y ámbar en el manjar blanco, mientras que se salpicó los paños de mesa con agua almizclada. 

Al pueblo se le distribuyó agua de canela y de limón. Tales meriendas daban ocasión a desplegar el arte de los confiteros, al mismo tiempo que estimulaban y consagraban al orgullo municipalista o regionalista inofensivo. Esta colación vallisoletana prestigió particularmente al Reino de Valencia, donde varias de las golosinas se decían originarias.


Además del consumo creciente de azúcar, el rey patrocinó con mayor empeño la búsqueda de otros nuevos productos del ultramar y su integración en la gastronomía española. Así mandó plantar en sus jardines de Aranjuez la piña, anteriormente despreciada por Carlos V. Por lo general, sintió mucha más curiosidad por las novedades botánicas y zoológicas del Nuevo Mundo y envió en 1571 a su médico, Francisco Hernández, a la Nueva España al fin de redactar el inventario más completo llevado a cabo por aquel entonces57. Ya en los últimos años de su reinado el chocolate hizo su entrada en los hábitos alimentarios españoles.

Sin embargo, sería de toda manera exagerado considerar a Felipe II como el prototipo del comedor español. En la península no debían faltar comilones y tragones nativos. Tal fue ciertamente la fama del conquistador Hernán Cortés, que, según Bernal Díaz del Castillo, estableció en la Nueva España una corte de estilo borgoñón, que podía rivalizar con las comidas exuberantes de Moctezuma58. En 1538, por la conmemoración de la paz entre Carlos V y el rey de Francia, tanto el Marqués del Valle como el Virrey celebraron banquetes, donde se renovaron varias veces los manteles, sirviéndose todo tipo de volatería, manjar blanco, muchas empanadas, torta real.

 En algunas tortas se escondieron conejos, que al servir corrieron por la mesa, mientras que en el patio con un asador de terneras, rellenas de pollos, pudieron satisfacer al vulgo. Durante su estancia en España el conquistador cultivó amistades con juerguistas nórdicos como el susodicho embajador polonés Dantisco59. A sus hijos, los dos Martín Cortés, se reprochó haber traído de Flandes su gusto por la bebida y los banquetes «haciéndoles convites muy grandes y brindándoles a uso de Flandes, donde el marqués había aprendido esta mala doctrina»60.

En la propia península el Menosprecio de corte y alabanza de aldea de fray Antonio de Guevara ya exaltaba en 1539 la preferencia por los platos y las sopas de la gente común. Tanto los pastores y gañanes como los mercadores e hidalgos mantenían su apego a los corderos al horno, torreznos, salpicones, pepitorias de gallina, toda esta gastronomía popular, sólida y fundamental idealizada como «la cocina del Quijote»61. Hasta un mercador flamenco, Crisostomo van Immerseel, que había regresado a Amberes en 1634 después de largos años pasados en Sevilla, se acordó, lamiéndose los labios, «del bacalao con ajos y cebollas y de la grossura del sábado»62. Infelizmente, todavía son escasos e insuficientes los datos disponibles sobre este consumo doméstico y hotelero.


Precisamente, respecto a esta falta tan denunciada de buenas posadas, hay que observar que, por lo menos, Bronseval mencionó varias satisfactorias, sobre todo en la región de Torquemada, Valladolid y Burgos. Es probable que allí el comercio lanífero, la producción artesanal y las ferias fomentaban mayor movimiento de mercaderes y necesidad de hospedería. También en los puertos y grandes ciudades andaluces y, más tarde, en Madrid la presencia de muchos extranjeros estimuló la apertura de tabernas, frecuentemente servidas por flamencos. En Cádiz «por 25 maravedis dan de comer a uso de Flandes muchos y buenos manjares y de beber sin tasa», según fray Tomás de la Torre anotó en su diario63. En la misma ciudad se registraban en 1561 cinco hoteleros, siendo cuatro de ellos de origen flamenco64.


Por otro lado, el aparente subdesarrollo de la red española de posadas no puede atribuirse a las deficiencias del abastecimiento o a la pobreza de la cultura alimentaria. Se debe a otros factores, como la escasa densidad poblacional de la península, que con poco más de siete millones de habitantes alcanzaba a menos de un tercio de aquella de Francia o de los Países Bajos. Además de eso, hay que considerar que las clases medias se debilitaron por la expulsión de los judíos conversos, la emigración a las Américas, el ausentismo de los agricultores y el disminuido prestigio de los oficios mecánicos. En los Países Bajos, muchos mesoneros sustentaban el buen funcionamiento de su empresa con el ejercicio paralelo de otras actividades, como el corretaje en el comercio, lo que era imposible o inusitado en España. Además, en este país sus clases dominantes y afortunadas no frecuentaban posadas, manteniendo gran aprecio a la hospitalidad y ofreciendo en sus propias casas la mesa abierta a visitantes y clientes. A veces sus cocinas fornecían a consumidores y compradores por una ventana o una puerta lateral en la calle. Se repartían muchos víveres en la corte, hasta los restos de la comida del rey, mientras que las cocinas reales andaban llenas de los notorios pícaros sin partido.


En general, la caridad, tanto pública como privada, fue menos afectada por las nuevas ideas, que propusieron en Flandes la colocación de los pobres en casas de trabajo forzado. Los numerosos conventos, monasterios y hospitales siguieron intactos durante todo este siglo, a diferencia de lo que pasaba en los países de la Reforma, y multiplicaron aún sus fundaciones. Rivalizaban en la distribución del pan de limosna a la extraordinaria proliferación de mendigos y aseguraban frecuentemente la acogida gratuita de los forasteros o peregrinos. Particularmente, el propio éxito de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, a Nuestra Señora de Guadalupe o a Santa María de Montserrat estropeó de cierto modo el sistema de las posadas. Falsos portadores de la vieira, los coquins, dejaban las cuentas sin pagar, al paso que otros posaderos inescrupulosos explotaban cada vez más a los peregrinos extranjeros. Finalmente, en algunas regiones el bandolerismo y la resistencia de los moriscos aumentaban la inseguridad, mientras que las costas mediterráneas padecían frecuentes saqueos de moros oriundos de África.

En las ciudades españolas el clima y las costumbres permitían una vida pública mucho más callejera que en las ciudades de la Europa del Norte y el recinto cerrado de una posada al estilo flamenco no era muy adaptado a la sociabilidad ibérica. Su espacio favorecía la presencia cotidiana de muchos vendedores ambulantes, que ofrecían varios tipos de pequeños platos, las famosas tapas de nuestros días. La gente tendía mucho a comer en la calle, en las plazuelas y en los mercados, como sigue siendo el caso en México y otros países latinoamericanos. En Sevilla y otras ciudades andaluzas se puede imaginar un cuadro similar a la Grandeza e Abastança de Lisboa, descrita en 1552 por João Brandão.


Otra particularidad del sistema alimentario en la península fue el recurso a la esclavitud doméstica. Especialmente en Valencia, Andalucía y Canarias se encontraban frecuentemente cocineros, horneros y panaderos negros65. Los africanos se esmeraban en la maestría del «ponto certo para apagar o reducir el fuego en la preparación de dulces con azúcar». La moda de hacer servirse por pajes negros se propagó hasta en Flandes y apareció desde la segunda parte del siglo xvi ya en los cuadros y retratos. Aunque allí la esclavitud no fuese reconocida como tal por los fueros y costumbres flamencos, algunos mercaderes españoles y portugueses o mismo flamencos emigrados se hacían acompañar en sus viajes a Flandes por su servidumbre negra. Es probable que en Amberes algunas de estas esclavas enseñaron los secretos de su oficio a los pasteleros flamencos.

Al revés, en España, la profesionalización de los cocineros pudo también progresar con la llegada de extranjeros, franceses y flamencos a la corte de Carlos V y sobre todo de Felipe II. Isabel de Valois llegó acompañada de cocineros y pasteleros franceses como Florentin Hori.

Generalmente, la impresión de libros de cocina se considera como una señal decisiva de la formación y del progreso de una cultura gastronómica. Estos no faltaron en España como los famosos Llibre de Coch o Libro de guisados de Ruperto de Nola (Barcelona, 1520 y Toledo, 1525), Cuatro libros del arte de la confitería de Juan Gracián (1592), Arte de confitería de Miguel de Baeza (Alcalá, 1592) y Arte de Cocina de Diego Granado (Madrid, 1599)66. La primera edición de Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería de Francisco Martínez Montaño data de 1611 en Madrid, pero se elaboraron posiblemente antes al servicio de Felipe II67. Ya el Banquete de nobles caballeros de Luis Lobera de Ávila (1530) fue antes un libro de medicina, pero fornecía, tal como los libros de agricultura y botánica, valiosas informaciones alimentarias. En la producción de esta literatura de ciencia natural la península fue pionera y particularmente prolífica. Así los libros de Nicolas Monardes, Garcia da Orta y Cristovão da Costa revelaron al botanista flamenco Carolus Clusius los datos sobre plantas y frutas exóticas para sus obras impresas en Amberes o Leiden, que tuvieron gran influencia en el desarrollo de una curiosidad gastronómica. Aún mayor repercusión cabía a los recuerdos gustativos en las obras literarias como La lozana andaluza de Francisco Delicado o Rinconete y Cortadillo y naturalmente el Quijote de Miguel de Cervantes.


El prestigio de la cocina española se confirmó por la aparición y multiplicación de recetas a la española, a la catalana o a la portuguesa en los libros de cocina flamencos como Eenen Nyeuwen Coock Boeck (1560) de Gheeraert Vorselman, Eenen seer schoonen ende excelenten Cockboeck (1593) de Carel Baten, Ouverture de cuisine de Lancelot du Casteau (1604) o Koocboec oft familieren keuken boec de Mestre Magirus (1612)68. Vorselman, todavía más apegado a las recetas italianas, incluyó un «mirause a la catalana» y un «witmoes o blancmanger a la catalana». Baten ya ofreció un surtido mayor con recetas de «blau Mangier de spaigne», «spaensche soppe», «hamelenbout in deeg op Spaanse manier», «snoek op zijn spaans», «capoen braden op het Spaensch», «spaense pap», «een Spaense Pasteye...». Más refinado, Casteau propuso «chair de thon salée», «Potpourri dict en Espaignol Oylla podrida», «Perdrix à la Catelane», «poulle d’Inde bouillie avec les huitres et ardes, salade d’Espagne».


Al revés, los recetarios españoles incorporaron recetas extranjeras como «sausisas hechas a la manera de Flandes», «tortilla a la flamenca», «pastel de Flandes». Por esos caminos de intercambio culinario pudieron surgir en México un «pastel de Flandes» y, de igual manera, en un manuscrito del siglo xviii, un «uspot», palabra flamenca para un típico puchero de Flandes69.


El esmero creciente de las comidas españolas se notaba también en la decoración de la sala utilizada como comedor. Las tradicionales almohadas y mesas bajas fueron sustituidas por muebles adecuados, tapices de Flandes, mantelería y cubertería de plata, esta última en gran abundancia gracias a la plata americana. Aunque la introducción de tenedores se atribuye generalmente a los italianos, consta que, por la misma época, nobles españoles ya los llevaban consigo hasta en la Armada Invencible de 1587. En Segovia el inventario de un mercader, Juan de Cuéllar, contenía tazas, azucareras, cucharas, tenedores, jarras de plata, lujosos manteles y servilletas de Flandes70. Poseía también una docena de sillas de Flandes con sus colchoncillos. Al contrario, en Flandes, los inventarios mencionaban sillas a la moda española, cubiertas de cuero y con clavazón. Llegaban vidrios no solamente de Italia, sino también de Flandes, donde en Amberes Felipe II había privilegiado a las nuevas vidrierías de los artífices venecianos. El gusto por la porcelana china, más blanca y luminosa, más lisa y suave que la mejor alfarería de Talavera se difundió en Europa a través de la península ibérica y particularmente a través de Portugal en la época de la unión de las dos monarquías.


Finalmente, este refinamiento de la cultura gastronómica española se manifestó bastante temprano en la pintura con el género de los bodegones, aunque su gran éxito en España se afirmó solamente en los años de 1620 a 1630 con Juan van der Hamen y León, Alejandro de Loarte, Diego Velázquez y Francisco de Zurbarán. Sin embargo, en esta temática la sobriedad preciosa de los pintores españoles sobresalía a la mayor exuberancia, algo vulgar, de sus colegas de la Europa del Norte71.


De ahí resulta difícil explicar, en este contexto de abundancia y riqueza, la mala reputación de la culinaria española del Siglo de Oro. Las posadas españolas y la envidia maldiciente de la gente del norte tuvieron sin duda su parte de responsabilidad, pero hay motivos más profundos. Se trató de una diferenciación cultural con la aparición y el cultivo de una mentalidad y actitud propias en relación a la alimentación. A diferencia del resto de Europa Occidental, España desarrolló un espíritu crítico muy fuerte al respecto de sus propios hábitos alimenticios, que fueron tempranamente civilizados —en el sentido del término definido por Norbert Elias— y disciplinados en obras como el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. Esta sobriedad española ya fue reconocida por el cronista Laurent Vital del primero viaje del soberano flamenco:

  «á cause qu’ils font bonne chiére, en prennant gracieusement les biens que Dieu leur at envoyet, sans les prodiguer ne prodigallement perdre ne gourmander, comme plusieurs font, tant en Allemaigne que pardechá, où que prennons les biens de Dieu indiscrètement, en gourmandant et yncongnant (avalant, détruisant) bien souvent plus que nature ne demande, et de quoy Dieu est bien souvent grandement offensé»72.


Diversas obras literarias y moralizadoras alzaron esta sobriedad a una virtud máxima, extremándola, en una especie de anorexia mental, hasta la cuaresma continua, muy al contrario de la literatura de Cocaña o Rabelaisiana en boga en los Países Bajos o en Francia73. Sobre todo la novela picaresca popularizó el tema satírico del eterno hambriento y produjo un «prolijo compendio de la literatura del hambre»74. Así el Lazarillo de Tormes presentó a «hidalgos famélicos que salpicaban sus barbas con migas de pan seco antes de abandonar sus viviendas». 

«Sustentámonos casi del aire y andamos contentos». 

Escribió Quevedo en La vida del Buscón:

 «Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón». 

El uso de los palillos de dientes se tendría propagado «para fingir una rutinaria higiene bucal, a todas luces innecesaria tras almuerzos casi nunca celebrados». Por lo visto, el uso del palillo se fijó como una costumbre típicamente española, que sorprendió aún en 1877 al viajero belga Max Rooses. Este se divirtió mucho en los cafés sevillanos de la Calle de Sierpes, llenos de gente animada y ruidosa, donde se servían los vasos de agua o de limonada junto con un tarrito de palillos75.


Esta deriva burlesca llevó a fijar en el extranjero el tópico de una España católica y barroca, pero subalimentada y hambrienta, es más, esta literatura picaresca conoció gran divulgación y varias traducciones e imitaciones y sirvió a la propaganda antiespañola. Así, el holandés Brederode se burló en su De Spaanse Brabander del hidalgo ambereño Jerolimo, que con toda su ostentación debía contentarse de una cebolla para su almuerzo. A su manera, el pintor Karel van Mander criticó que los flamencos llegaron a cultivar la delgadez para poder apretar su cuerpo en ropas estrechas y ceñidas, él prefería a esta imitación de la moda española el estilo a lo ancho de las matronas italianas76. Aparte de eso, habría que desarrollar esta confrontación entre el gran éxito por toda la Europa del Norte de la moda de ropa española y el fracaso de su reputación culinaria.


Si esta autocrítica española muy virulenta podía ser apenas una variante de la inclinación católica-barroca a la autoflagelación, podría también esconder una táctica muy hábil de defensa contra los extranjeros, que acudían demasiado numerosos a la búsqueda del oro, del sol y de la cornucopia española. 

« Pour vivre heureux vivons cachés».

 Esta felicidad española fue muy bien percibida por un vecino portugués, Tomé Pinheiro da Veiga durante su estancia en Valladolid en 1603:

 «Allí viven los castellanos con gusto... con largueza de ánimo, mucha libertad, ninguna envidia, (...) avarientos en el adquirir y pródigos en el gastar... el zapatero y el sastre es el primero que lleva el salmón a cinco reales y las truchas a cuatro y su nieve para el vino de tres y medio»77.


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NOTAS

(1) Serradilla Muñoz, J. V.: La mesa del emperador, recetario de Carlos V en Yuste. San Sebastián, R&B, 1997. volver

(2) Verberckmoes, J.: «The Emperor and the Peasant, The Spanish Habsburgs in Low Countries’ Jests». En Tomas, W y De Groof, B.(eds.): Rebelión y resistencia en el mundo hispánico del siglo xvii. Lovaina, Leuven University Press, 1992, págs. 67-78. volver

(3) Carton De Wiart, H.: Les cariatides. Bruselas, 1942. Citado por Beyen, M.: «Keizer Karel en Tijl Uilenspiegel, Literaire tegenbeelden». En Hoozee, R., Tollebeek, J. y Verschaffel, T.(eds.): Míse-en-Scène, Keizer Karel en de verbeelding van negentiende teuw. Catálogo de la exposición. Gante, 1999, págs. 95-99. volver

(4) León-Portilla, M. (ed.): Torquemada, J., de: Monarquía indiana. Méjico, 1975, t. 1, pág. 281. volver

(5) Martínez Millán, J. (ed.): La corte de Felipe II. Madrid, 1994. Kamen, H.: Philip of Spain. New Haven y Londres, Yale U. P., 1997. volver

(6) Rooses, M.: Brieven uit Spanje naar huis. Extracto de Nederlandsch Museum, 1877, págs. 32-33. Ídem: Op reas naar heinde en ver. Gante, 1889. volver

(7) Sobre Felipe II véase los grabados en Tanis, J. y Horst, D.: Images of Discord, a Graphic Interpretation of the Opening Decades of the Eighty Years’ War. Bryn Mawr, 1993, págs. 66-67. volver

(8) Vosters, S. A.: Spanje in de Nederlandse literatuur. Amsterdam, 1955, pág. 12. volver

(9) De Boom, G.: Marguerite d’Autriche-Savoie et la Pré-Renaissance. París y Bruselas, 1935, pág. 29. volver

(10) Gachard, L. P. (ed.): Collection des voyages des souverains des Pays-Bas. Bruselas, 1874, t. 1. volver

(11) Gossart, E.: Espagnols et Flamands au xvie siécle, Charles-Quint, roi d’Espagne. Suivi d’une étude sur l’apprentissage politique de l’empereur. Bruselas, 1910, págs. 22-23. volver

(12) Gachard, L. P. (ed.): Collection des voyages, o.c., Laurent Vital, Premier voyage de Charles-Quint..., t. 2, págs. 93, 96, 127 y 143. volver

(13) Roersch, A.: Correspondance de Nicolas Clénard. Bruselas, 1940-1941, 3 t. volver

(14) Montáñez Matilla, M.: El correo en la España de los Austrias. Madrid, C. S. I. C., 1953. volver

(15) Calero, F. (ed.): Claude de Bronseval, viaje por España: 1532-1533 (Peregrinatio Hispanica). Madrid, 1991, págs. 141, 143, 149, 182-183. volver

(16) Morel-Fatio, A. y Rodríguez Villa, A. (eds.): Relación del viaje hecho por Felipe II, en 1585, a Zaragoza, Barcelona y Valencia escrita por Henrique Cock. Madrid, 1876, págs. 97, 98, 99 y 174. volver

(17) Huysmans, J. B.: Voyage illustré en Espagne et Algérie. Gante y Leipzig, 1865, pág. 126. volver

(18) Malengreau, A.: Voyage en Espagne et coup d’oeil sur l’état social, politique et matériel du pays. Bruselas, 1866, pág. 19. volver

(19) Rooses, M.: o. c., págs. 9 y 41-42. volver

(20) Van Caloen, G.: Au delá des Monts! Voyage en Espagne. París, Bruselas y Ginebra, s. d., pág. 15. volver

(21) Verhaeghe de Naeyer, L.: Vingt ans d’étapes. Bruselas, 1888, pág. 232. volver

(22) Palin, M.: Hemingway Adventure. Londres, 1998. volver

(23) Santamaría, S., Martí i Pol, M. y , J.: La cocina de Santi Santamaría. León, Everest, 1999. volver

(24) Flandrin, J. L. y Montanari, M.: L’histoire de l’alimentation. Paris, Fayard, 1996. En reciente publicación Flandrin corrigió un poco esta omisión, citando una fuente como Carlos García, La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la Tierra, o la antipatía de franceses y españoles de 1617. Sin embargo, es significativo que en la misma obra el capítulo de Jeanne Allard, «Repas et maniéres de table á la cour d’Espagne au Siécle d’Or», ignora casi por completo las recientes investigaciones españolas al respecto y sigue desconsiderando a la cultura gastronómica española como tal. Flandrin, J. L. y Cobbi, J. (eds.): Tables d’hier, Tables d’ailleurs. París, Odile Jacob, 1999. volver

(25) Vázquez Montalbán, M.: L'art del menjar a Catalunya. Barcelona, 1977. Ídem: Las cocinas de España, Madrid, 1980. Cunqueiro, A., A cozinha cristá do Ocidente. Lisboa, 1981. Cunqueiro, A. y Filgueira Iglesias, A.: Cocina gallega. Madrid y León, Everest, 1997. Simón Palmer, M.ª del C.: La cocina de palacio, 1561-1931. Madrid, Castalla, 1997. Díaz, L. Diez siglos de cocina en Madrid. Madrid, 1995. La Mediterránia, área de convergencia de sistemes alimentaris (segles v-xviii). En XIV Jornades d’Estudis Histórics Locals. Palma de Mallorca, 1995. Val, J. D., A mesa y mantel, Historias de manjares y pitanzas. Valladolid, Colección Cocinaria, Valladolid, 1993. Serradilla, o. c. volver

(26) Renaud, S.: Le régime santé. París, Odie Jacob, 1995. volver

(27) Gachard,o. c., t. 1. volver

(28) Ruelens, C.: Le Passetemps de Jehan Lhermite. Amberes, 1850, t. 1, pág. 69. volver

(29) Willemyns, R. (ed.): «De Spanje-reis (1564-1571) uit het 16de-eeuwse Weydts-hs». En Handelingen van de Koninklijke Commissie voor Geschiedenis. Bruselas, t. 136, 197, págs. 49-141. Stols, E.: «Experiencias y ganancias flamencas en la Monarquía de Felipe II». En Enciso Recio, L. M. y Ribot García, L. (eds.): Las sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo xvi, t. 5: El área Atlántica, Portugal y Flandes. Madrid, 1998, págs. 147-169. volver

(30) O’Gorman, E. (ed.): De Acosta, J.: Historia natural y moral de las Indias. México, 1979, pág. 175. volver

(31) Pérez Samper, M.ª de los A.: «La integración de los productos americanos en los sistemas alimentarios mediterráneos». En La Mediterrania, o. c., págs. 89-148. Lira, R. y Bye, R.: «Las cucurbitáceas en la alimentación de los dos mundos». En Long, J.: Conquista y comida, consecuencias del encuentro de dos mundos. México, 1996, págs. 199-226. Mendes Ferrão, J. E.: A Aventura das Plantas e os Descobrimentos Portugueses. Lisboa, 1992. Gispert Cruells, M., y Álvarez de Zayas, A.: Del jardín de América al mundo. Méjico, 1998. Rocha, R.: A Viagem dos Sabores. Lisboa, 1998. volver

(32) González Tascón, I. (ed.): Ingeniería y obras públicas en la época de Felipe II. Madrid, 1998. volver

(33) Fontán, A. y Axer, J. (eds.): Españoles y polacos en la corte de Carlos V. Madrid, Alianza, 1994, pág. 264. volver

(34) Cortés, N. A. (ed.): Pinheiro da Veiga, T.: Fastiginia, vida cotidiana en la corte de Valladolid. Valladolid, 1989. volver

(35) Dovillée, M. T. (ed.): Álvarez, V.: Relation du Beau Voyage que fit aux Pays-Bas, en 1548, le prince Philippe d’Espagne, Notre Seigneur. Bruselas, 1964. volver

(36) Goris, J. A.: Étude sur les colonies Marchandes méridionales (Portugais, Espagnols, Italiens) á Anvers de 1488 á 1567. Lovaina, 1925, págs. 262-264. Carande, R.: Los banqueros de Carlos V. Barcelona, 1977, t. 1, pág.78. volver

(37) Vázquez, A.: «Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese». En Colección de Documentos Inéditos. Madrid, 1879, t. 72. volver

(38) Van Roosbroeck, R. (ed.): De kroniek van Godevaert Van Haecht over de troebelen van 1565 tot 1574 te Antwerpen en elders. Amberes, 1929, t. 2, pág.135. volver

(39) Van Duyse, H. (ed.): Troubles religieux en Flandre et dans les Pays-Bas au xvie siécle, Journal autographe de Marc van Vaernewijck. Gante, 1906, t. 2, págs. 7 y 166. volver

(40) Morales Padrón, F.: La ciudad del quinientos, Sevilla, 1976. Trueba, E.: Sevilla marítima (siglo xvi). Sevilla, 1990, pág.181-197. P. Pérez-Mallaína, E., Spain’s Men of the Sea, Daily life on the Indies Fleets in the Sixteenth Century. Baltimore y Londres, 1998, págs. 140-144. volver

(41) Fontán y Axer, o. c. volver

(42) Agradezco esta cita a Luisa Gutiérrez Ocaña. volver

(43) Villar Garrido, Z. y J. (eds.): Viajeros por la historia, extranjeros en Castilla-La Mancha. Toledo, 1997, pág. 70. volver

(44) Dovillée, Álvarez, o. c. volver

(45) Vázquez, o. c. volver

(46) Serradilla, o. c. volver

(47) Sánchez Paso, J. A. (ed.): Don Francés de Zuñiga, crónica burlesca del emperador Carlos V. Salamanca, 1989. The Arcimboldo Effect. Transformation of the Face from the Sixteenth to the Twentieth Century. Milano, 1987. volver

(48) Gachard, o. c. , t. 1. volver

(49) Rojo Vega, A.: Fiestas y comedias en Valladolid, siglos xvi-xvii. Valladolid, 1999, pág. 68. volver

(50) Simón Palmer, o. c., pág. 22. volver

(51) Kamen, o. c. volver

(52) Bouza Álvarez, F.: «La majestad de Felipe II. Construcción del mito real» y «Corte es decepción». En Martínez Millán, o. c., págs. 37-72 y 451-502. volver

(53) Rudolf, K. F.: «El Imperio». En Añon, C. y Sancho, J. L. (eds.): Jardín y naturaleza en el reinado de Felipe II, Madrid, 1998, págs. 189-190. volver

(54) Mencionado por Lambert Wyts en su viaje de 1570-1571. Agradezco estos datos a Werner Thomas y Joos Vermeulen, que preparan la edición de su manuscrito. Postma, A.: «Een Zuidnederlandse hovenier in Spanje. Over Filips II, Jehan Holbecq en een nieuwe tuinkunst». En Tuinkunst, Nederlands Jaarboek voor de Geschiedenis van Tuin- en Landschapsarchitectuur, t. 1, 1995, págs. 9-22. volver

(55) Lhermite, J.: Le Passetemps, o. c., pág. 226. volver

(56) Rojo Vega, o. c. Martínez Llopis, M.: La dulcería española, recetarios histórico y popular. Madrid, 1999. volver

(57) Bustamante García, J.: «La empresa naturalista de Felipe II y la primera expedición científica en suelo americano: la creación del modelo expedicionario renacentista». En Martínez Millán, J. (ed.): Felipe II (1527-1598), Europa y la Monarquía Católica. Madrid, 1998, t. 2, págs. 39-54. volver

(58) León-Portilla, M. (ed.): Díaz del Castillo, B.: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Madrid, 1984, t. 2. volver

(59) Fontán y Axer, o. c. volver

(60) León-Portilla, de Torquemada, o. c., t. 2, pág. 290. volver

(61) Díaz, L.: La cocina del «Quijote». Toledo, 1993. volver

(62) Stols, E.: De Spaanse Brabanders of de handelsbetrekkingen van de Zuidelijke Nederlanden met de Iberische Wereld, 1598-1648. Bruselas, 1971, t. 1, pág. 353. volver

(63) Martínez, J. L.: Pasajeros de Indias. Madrid, 1984, pág. 242. volver

(64) Bustos Rodríguez, M.: Historia de Cádiz, t. 2: Los siglos decisivos. Cádiz, 1991, pág. 109. volver

(65) Cortés López, J. L.: La esclavitud negra en la España peninsular del siglo xvi, Salamanca, 1989, págs. 105-107; Bravo Caro, J. J.: «Los esclavos en Andalucía oriental durante la época de Felipe II». En Martínez Millán, J. (ed.): Felipe II (1527-1598), Europa y la Monarquía Católica. Madrid, 1998, t. 2, págs. 133-163. volver

(66) Simón Palmer, M.ª del C.: Libros antiguos de cultura alimentaria (siglo xv-1900). Córdoba, 1994; Odriozola, A.: La cocina gallega a través de los libros. En Cunqueiro, A. y Filgueira Iglesias, A.: o. c., págs.385-398. volver

(67) De Cárcer y Disdier, M.: Apuntes para la historia de la transculturación indoespañola. México, 1995, págs. 53-54. volver

(68) Cockx-Indestege, E. (ed.): Eenen Nyeuwen Coock Boeck, Kookboek samengesteld door Gheeraert Vorselman en gedrukt te Antwerpen in 1560. Wiesbaden, 1971. Moulin, L. y Kother, J. (eds.): De Casteau, L. Ouverture de cuisine. Amberes y Bruselas, 1983. Magirus: Koocboec oft familieren keuken boec. Lovaina, 1611. volver

(69) Zolla, C.: Elogio del dulce, ensayo sobre la dulcería mexicana. México, 1988, pág. 182. Pérez San Vicente, G. (ed.): Manuscrito Avila Blancas, gastronomía mexicana del siglo xviii. México, 1999, pág. 116. volver

(70) Ródenas Vilar, R.: Vida cotidiana y negocio en la Segovia del Siglo de Oro, el mercader Juan de Cuéllar. Salamanca, 1990, págs. 166-167. volver

(71) Grimm, C.: Stilleben. Stuttgart y Zürich, 1995, 2 t. volver

(72) Gachard, o. c., Vital, pág. 259. volver

(73) Pleij, H.: Dromen van Cocagne, Middeleeuwse fantasieén over het volmaakte leven. Amsterdam, 1997. volver

(74) Capel, J. C.: La gula en el Siglo de Oro. San Sebastián, 1996, págs. 65-75. volver

(75) Rooses, o. c. volver

(76) Van Mander, K.: Schilder-Boeck, 1604. volver

(77) Cortés, Pinheiro da Veiga, o. c., págs. 304-313. volver


1 comentario:

  1. una gran obra histórica, me sirvió bastante para tener una cultura económica

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