Introducción
En la década del 80, Gabriel García Márquez, escritor colombiano y uno de los amigos más cercanos de Fidel Castro, viajaba junto al comandante cubano en el avión presidencial cuando una mujer de la comitiva se acercó a saludarlo. Fue una breve y educada conversación, donde ella le comentó que le gustaban mucho sus libros. Después, el escritor se enteró que la mujer era nada menos que la esposa de Fidel: Dalia Soto del Valle.
“El nunca me la había presentado, ni siquiera me la mencionaba. La conocí esa vez que se me acercó”, relató el colombiano.
Castro fue el gobernante de Occidente que más celosamente guardó su vida personal durante los 47 años que gobernó la isla. En ese período, casi sin excepciones, los cubanos nunca tuvieron información de sus mujeres, sus hijos, ni el lugar donde residía. Menos de sus casas de veraneo. Tampoco fue posible predecir sus movimientos y horarios, aunque fue famosa su costumbre de pasar la noche trabajando o conversando. Todos sus visitantes tuvieron la experiencia de ser citados en un lugar y a una hora determinada, para ser recibidos en otra parte y varias horas, o días, después.
“(Fidel) tenía el gusto y la afición a lo repentino y secreto”, escribió Jorge Edwards.
Familia
Sobreviviente de decenas de intentos de asesinato, Castro vivió los últimos 30 años de su vida en un barrio reservado de La Habana, donde todo peatón que pasaba por ahí con certeza pertenecía a la seguridad. Ubicada en el sector de Jaimanitas, al oeste de la capital, la residencia cuenta con amplios jardines, piscina, generadores eléctricos especiales, un búnker antiatómico y un túnel secreto que conecta la casa con un aeropuerto militar.
Fidel vivió en este lugar junto a Dalia Soto del Valle, su esposa hasta el último de sus días, y sus hijos. Aunque también tuvo otras viviendas en varios puntos de la isla. Para sus amigos, como García Márquez o Hugo Chávez, destinaba diversas casas de protocolo, donde revelaba rasgos de su lado más íntimo.
“Tres horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria, trata de permitirse un mínimo de seis horas de sueño, es uno de los raros cubanos que no canta ni baila, escribe él mismo sus discursos, una vez que agota un tema lo archiva para siempre, es un lector voraz y su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus datos”, escribió García Márquez sobre Castro.
Según relata en sus memorias Régis Debray -intelectual que colaboró con la Revolución Cubana- desde los 70 Castro se movilizaba en tres Mercedes Benz blindados, mientras un centenar de hombres se desplegaban en las calles adyacentes y todos los semáforos se ponían en verde para su paso, el cual era seguido por una ambulancia especial.
Dueño de uno de los mejores servicios de seguridad del mundo, Castro siempre temió -y con razones más que justificadas- que un atentado acabaría con su vida. Pocas veces dejó de usar un chaleco antibalas y según cuenta el escritor y ex miembro del círculo íntimo de Fidel, Norberto Fuentes, sus escoltas llegaron al extremo de pasear un maniquí de Castro al interior de uno de los automóviles por las calles de La Habana.
Así como sus desplazamientos eran cautelosos, los que accedían a su despacho en el tercer piso del Palacio de la Revolución también debían respetar una serie de normas. Debray relata que, tras dejar sus armas en la oficina del ayuda de campo, se ingresaba a un pasillo iluminado, donde el visitante era observado a través de cámaras. Una vez chequeado, se le informaba por micrófono al gobernante, tras lo cual Fidel abría desde adentro y con un control remoto la puerta corredera que comunicaba con su despacho.
“Por disposición reglamentaria, cuando se encontrara en su presencia (debía) mantenerse a 10 pasos del comandante en jefe, firme, con los ojos bajos. Está obligado a esperar que le dirija la palabra para abrir la boca”, escribió Debray.
Hasta el día de su retiro, desde su escritorio y silla giratoria de modelo italiano, y de espaldas a un mueble repleto de libros, Castro tomó sus más importantes decisiones, la mayoría de las veces de noche. Y siempre mantuvo la costumbre de redactar en una máquina de escribir o de puño y letra.
La primera esposa
Fue su obsesión por la seguridad lo que llevó al líder cubano a mantener a su familia alejada de toda figuración pública.
“
Castro nunca se permitiría mezclar su vida privada con la pública, con lo que garantizaba espontaneidad y autonomía en ambas”, sostiene Claudia Furiati, autora de una biografía “consentida” sobre el líder cubano.
Por ello, fue la esposa de su hermano Raúl, Vilma Espín, quien ofició durante décadas como Primera Dama.
Castro tuvo al menos nueve hijos con cuatro mujeres. Su primera esposa fue Mirta Díaz-Balart, a quien conoció en los 40, época en la que él estudiaba Leyes en La Habana. Mirta, en ese entonces una acomodada estudiante de Filosofía, rubia y de ojos claros, pertenecía a una familia de hacendados de derecha y tenía un hermano que llegó a ser ministro de Interior de Batista. Ambos se casaron en 1948 y pasaron su luna de miel en EE.UU. Al año siguiente nació el primer hijo del futuro gobernante: Fidel, quien tras estudiar física en la Unión Soviética se convirtió en el único de sus hijos con algún rol oficial. Entre 1980 y 1992, “Fidelito”, de gran parecido físico con su padre y por años el único hijo oficial del Presidente, fue director del programa nuclear de la isla.
Su madre y Castro se divorciaron en 1954, un año después del fallido asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba contra el régimen de Fulgencio Batista. Durante esa misma época, Castro mantuvo dos relaciones sentimentales, a raíz de las cuales nacieron otros dos hijos. La primera fue con Natalia Revuelta, también proveniente de una familia acomodada, cuyo romance quedó registrado en la larga correspondencia que le envió Fidel desde la prisión en Isla de Pinos entre diciembre de 1953 y marzo de 1954. De ese romance nació en 1956 Alina, la llamada “hija rebelde”.
La segunda relación fue con María Laborde, una activista del Movimiento 26 de Julio, con quien tuvo a Jorge Angel, hijo que fue concebido en la misma época que Alina. Jorge Angel, de profesión químico, se mantuvo en el anonimato. Años antes había nacido Francisca Pupa, otra hija de Fidel y que fue presentada en Miami en 2009, por la hermana del comandante, Juanita.
Guerrillera y política
El hombre que más años gobernó en el mundo en el siglo XX sentía debilidad por el vino blanco, el té de manzanilla sin azúcar, la natación, el cordero a la plancha, el bacalao dorado, las pastas y el helado, la pesca submarina y el básquetbol. Adicto al trabajo de madrugada, Castro vistió casi toda su vida uniforme verde olivo. Sólo en los últimos años cambió las botas por zapatillas deportivas marca Reebok y por una tenida deportiva. En sus ratos libres disfrutó jugando ajedrez o dominó y también viendo películas en un gran televisor. Pese a todas sus aficiones, los cubanos casi nunca pudieron ver una fotografía de Castro fuera de sus labores como “Comandante en Jefe”.
Quienes conocieron a Fidel desde su juventud sostienen que la mujer que más influyó en su vida fue Celia Sánchez. Con ella tuvo una larga amistad en los días de la Sierra Maestra y luego como su secretaria y consejera. De acuerdo con Furiati, ambos “se amaban, aunque fuera de los esquemas tradicionales”. Tan profunda fue la relación que Castro se casó con Dalia en “segundas nupcias” recién en 1980, un año después de la muerte de Celia, quien falleció a causa de un cáncer pulmonar.
Los hijos “A”
Recién en 1999 Dalia Soto se dejó ver oficialmente en un partido de béisbol en La Habana. En 2001, Fidel permitió que su mujer fuera fotografiada por los corresponsales extranjeros durante la Fiesta del Habano, aunque ella guardó silencio oficial. Dalia, llamada “La compañera” por los miembros de la seguridad, profesora de profesión, de buen vestir y cuyo “pasatiempo” favorito fue dedicarse al hogar -cubierto de árboles y enredaderas- había vivido hasta entonces en en el más completo anonimato.
Castro la conoció en 1961, durante la campaña de alfabetización en la Sierra del Escambray. “Fidel la vio en un recorrido, la montó en un jeep y se la llevó”. Así describieron algunos cercanos el encuentro con la madre de sus cinco hijos, cuyos nombres empiezan con la letra A: Alex, Alexis, Alejandro, Antonio y Angel. Esta “coincidencia” se dio porque el nombre favorito de Castro es Alejandro, símbolo de guerra y de victoria-como Alejandro Magno, a quien admiraba-, y también fue la “chapa” que usó en la Sierra Maestra.
Guardaespaldas
Fidel Castro según su guardaespaldas:
Guardaespaldas
Juan Reinaldo Sánchez publicó La vida oculta de Fidel Castro en 2014. Desde ese año y hasta su muerte en 2015 mantuvo contacto con La Tercera. |
Fidel Castro según su guardaespaldas:
“Era efusivo y dominante”
Estuvo, muchas veces, dispuesto a morir por él. Su labor de guardaespaldas incluso lo llevó a disparar su rifle automático para espantar tiburones o barracudas que se le acercaban cuando salían juntos de pesca submarina. Juan Reinaldo Sánchez fue, nada menos, el escolta personal de Fidel Castro durante 17 años -entre 1977 y 1994-, una suerte de sombra permanente cuyo trabajo lo obligó también a degustar vinos y platos en varias giras al exterior para evitar un posible envenenamiento.
Pero al igual que otros miembros del círculo de hierro de Castro, la historia de Sánchez terminó mal. En 1994 quiso “jubilarse” y pagó ese “pecado” con dos años de cárcel. Según él, el régimen cubano intentó suministrarle un fármaco para que muriera producto de un derrame cerebral. Una vez que dejó la cárcel, en 1996, intentó en 10 ocasiones dejar la isla, hasta que logró su objetivo en 2008. Entonces se instaló en Miami y comenzó a escribir sus memorias que derivaron en el libro La vida oculta de Fidel Castro, que lanzó en noviembre de 2014 y que se transformó en un éxito editorial.
En esa ocasión La Tercera dialogó con Sánchez y luego mantuvo un largo intercambio de correos electrónicos y llamadas telefónicas hasta su fallecimiento, en mayo de 2015, a los 66 años.
Sánchez pensaba publicar un nuevo libro basado en el perfil sicológico que, en secreto, elaboró de Fidel Castro a partir de 1985 y que compartió con La Tercera en diciembre de 2014.
El guardaespaldas adquirió conocimientos en psicología operativa de la contrainteligencia y eso lo llevó a describir a Castro como “efusivo y dominante”.
“Mientras que públicamente es una persona locuaz, comunicativo, franco y sociable, en su intimidad se refleja como riguroso”, sostiene Sánchez, quien agrega:“En cuanto a la dependencia, Fidel requiere del reconocimiento de las masas y de sus seguidores y las adulaciones a sus discursos. Además, las medidas tomadas por el líder cubano le resultan a él tan reconfortantes que suben su ego considerablemente y es capaz de recompensar a aquellos que lo adulan con nuevos cargos y responsabilidades”.
En su libro, Sánchez describe varios de los gustos y pasatiempos del fallecido líder cubano, información completamente desconocida para la mayoría en la isla. Por ejemplo, cuenta uno de sus mayores secretos: una isla privada que, según él, Fidel Castro tenía en Cayo Piedra, con piscina y yate de lujo, el Aquarama II. Esta embarcación fue construida con madera importada de Angola y tenía cuatro motores obsequiados por el líder soviético, Leonid Brezhnev.
Sus propiedades
Castro, siempre según la versión de su guardaespaldas, solía moverse siempre con una escolta de 10 custodios y dos de ellos debían tener su mismo tipo de sangre para una transfusión en caso de extrema emergencia ante un atentado.
“Hubo muchos intentos de asesinato, pero esos 600 de los que se habla son una exageración. Muchos de esos intentos de darle muerte fueron creados por el propio sistema de seguridad cubano para probar su efectividad o si se necesitaban cambios. Diría que alrededor de 100 o 200 fueron reales”, contó.
En su libro, Juan Reinaldo Sánchez también reveló las propiedades del “Comandante en Jefe”. “Tiene la residencia de Punto Cero (con su piscina, su parque arbolado y sus invernaderos) y la isla paradisíaca de Cayo Piedra”, narra el guardaespaldas.
“En Pinar del Río posee tres bienes: la casa del Americano (con piscina al aire libre), la granja de la Tranquilidad, en el paraje llamado Mil Cumbres y La Deseada, un pabellón de caza que conocí bien, situado en una zona pantanosa y donde caza patos en invierno. En La Habana, tiene seis: la casa de Cojímar, que fue su primera vivienda tras el triunfo de la revolución en 1959; la de la calle 160, en el distrito de La Playa, bastante lujosa; una tercera reservada a sus citas galantes: la casa de Carbonell, en el recinto de la Unidad 160; una adorable casita en Santa María del Mar, estilo años 50, enfrentada al mar y al lado del hotel Trópico y dos casas provistas de refugios antiaéreos para la familia Castro en caso de guerra. En Matanzas, posee dos residencias de verano; en Ciego de Avila, otra casa que da a (una playa de) arena fina cerca de Cayo Coco; en Camagüey, la pequeña hacienda de San Cayetano y dos residencias en Santiago de Cuba, una casa en la calle Manduley y otra, con piscina, en el interior de un complejo perteneciente al Ministerio del Interior”, sostiene en su libro.
Nota: Por qué Fidel Castro siempre usaba buzos Adidas
Durante 10 años el líder de la Revolución Cubana era visto con ropa de esa marca, lo que para muchos era una discrepancia por llevar un símbolo del capitalismo que tanto criticaba.
Fidel Castro, quien falleció la noche del viernes, 25 de noviembre de 2016, en La Habana, fue una figura controvertida no sólo por sus ideas, sino que también por su ropa.
El líder de la Revolución Cubana generó ruido cuando en 2006 dejó su clásico uniforme de militar y lo cambió por buzos de la marca Adidas. Aquello no fue muy bien visto, pues hacía publicidad a un símbolo del capitalismo, ese que tanto cuestionaba.
Por años, hubo dudas en torno al por qué de su uso, pero fue desde la empresa alemana que se arrojó luz a la interrogante. Fue el medio estadounidense BuzzFeed quien contactó en mayo pasado a la marca y le preguntó si había algún tipo de contrato con Castro.
"No tenemos contacto alguno con Fidel Castro", respondió Katja Schreiber, directora de comunicación corporativa de Adidas. "La razón por la que se le ha visto con productos Adidas es simple: hasta el 2012, éramos el patrocinador oficial del Comité Olímpico Nacional de Cuba y vestíamos a todos los miembros del equipo olímpico de Cuba con ropa para entrenar y competir durante muchos años. Todo indica que Castro ha usado estos productos en varios ocasiones", añadió.
Ya en 2006, Adidas rechazaba algún efecto negativo del uso de su marca por Fidel Castro. "Lo vemos como nada, no es ni algo positivo ni algo negativo", señaló el departamento de relaciones públicas de la marca al The New York Times.
Raúl Castro, de 92 años, es espectro de la revolución, el ultimo testigo importante vivo de la revolución cubana 59. |
TEMA CENTRAL NUSO Nº 304 / MARZO - ABRIL 2023 Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana. La relación de la izquierda regional con la Revolución Cubana ha sido siempre muy compleja. Sin duda, las agresiones imperiales le han dado al proceso nacido en 1959 una sobrevida épica que no provee el resultado del sistema posrevolucionario. Pero la izquierda socialista democrática está obligada encontrar un camino que deje atrás el pesado manto de penitente de la gesta cubana. Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana. Es algo aceptado reconocer que la Revolución Cubana fue un hecho trascendental del siglo xx latinoamericano. Aún hoy, casi siete décadas después de su irrupción, sigue siendo recordada como un factor presente. Esto ocurre con frecuencia con las revoluciones, pues poseen tal atractivo emocional que siguen siendo invocadas como amuletos ideológicos, en particular por los políticos, incluso cuando estos encabezan procesos subsiguientes que niegan la propia motivación revolucionaria. En México –donde ocurrió la otra gran revolución latinoamericana del siglo xx (1910-1917)–, las clases políticas posrevolucionarias legitimaron sus actos con su marca, con notable éxito, durante más de 60 años. Y en Cuba, donde aún merodean algunos espectros de los fundadores, se continúa hablando de la actualidad de la Revolución. Se hace contra toda evidencia, para consumo de las franjas de apoyo incondicional, disminuidas drásticamente desde la década de 1990, cuando comenzó la crisis sempiterna denominada «Periodo Especial». Pero la imagen es efectiva para mostrar cierto consenso social a su favor siempre que, como sucede, las franjas críticas y opositoras sean contenidas mediante la represión y la invisibilización. En este artículo trataré de discutir las razones de la relación cambiante entre la Revolución Cubana (y la posrevolución subsiguiente) y los sectores de la izquierda latinoamericana, donde aún existen bolsones significativos de apoyo, si bien por razones y con intensidades diferentes. A trazos gruesos, este apoyo puede remitirse a dos posicionamientos. Por un lado, existe una franja de apoyo minoritaria, pero de alta visibilidad publicitaria, constituida por los condottieri que nutren los comités de solidaridad y actúan como verdaderos fasci di combattimento que buscan intervenir con violencia contra cualquier manifestación de oposición al gobierno cubano. Es un apoyo emocional, por ende irracional, para el que algunos viven y del que otros viven, que no admite argumentos y que, en lo fundamental, asume a Cuba como el paradigma exclusivo del cambio social en el continente. Pero, sobre todo, existe un sector de la izquierda que asume la Revolución Cubana como lastre oneroso pero inevitable, y anda su camino cubriéndola con un manto de condescendencia vergonzante, sea mirándola de soslayo o simplemente no mirándola. Hacen como aconsejaba Jorge Luis Borges: olvidan como forma de perdón. Un funcionario cubano que tuvo a su cargo, durante dos décadas, la representación del Partido Comunista de Cuba (es decir, del Estado cubano) en el Foro de San Pablo ha confesado en una serie de artículos su «disgusto» ante lo que considera un «reflujo de la izquierda latinoamericana». Aun en desacuerdo con el dictamen, habría que apreciar la sinceridad del autor: «La solidaridad con la Revolución Cubana», afirma, «nunca estuvo en duda, pero por esos años surgió la noción de ‘defensa del derecho de Cuba de construir su propio proyecto’, como fórmula ambigua que permitía tanto mantener una postura solidaria con Cuba frente a la hostilidad imperialista, como tomar distancia del proyecto cubano de construcción del socialismo». Y luego confiesa su desvelo: En cada encuentro del Foro, reunión del grupo de trabajo, seminario, taller, intercambio con fuerzas sociales o políticas de otras regiones y demás actividades, había que librar duras batallas políticas e ideológicas: había choque, enfrentamiento, disgusto, tensión, desgaste. Había que defender a Cuba, rechazar que el capitalismo se hubiese democratizado, demostrar que las fuerzas populares eran quienes habían conquistado espacios democráticos.1 Sin intentar sacar al autor de su laberinto, vale la pena preguntarse qué sucedía con los miembros del Foro de San Pablo cuando preferían mirar a un lado y refugiarse en el argumento westfaliano de la autodeterminación. ¿Por qué? Exportar la revolución Los años 60 albergaron un collage planetario incitante que asumía por igual los procesos de descolonización en África, los avances económicos y técnicos del llamado «campo socialista», los movimientos políticos y culturales de 1968, la guerra de Vietnam y sus reacciones antibélicas, la Revolución Cultural china y la emergencia de un pensamiento contestatario que atacaba con igual furia al capitalismo que al saber domesticado por años de conciliación fordista. En América Latina, ello se expresó como una erosión de la hegemonía estadounidense y la emergencia de proyectos reformistas que tomaban nota de la inquietud social, pero que –golpeados por la derecha y por la izquierda– terminaron generando más frustraciones que logros perdurables. Una señal temprana pero estruendosa del clima que viviría la región ocurrió en 1958, cuando el entonces vicepresidente Richard Nixon intentó una gira de «buena voluntad» por varios países de América Latina y casi termina linchado en una calle de Caracas. La Revolución Cubana es inseparable de esa efervescencia de «nuestros años 60». Se inició con la implantación, a fines de 1956, de grupos guerrilleros en las modestas montañas orientales de Cuba, que en solo dos años lograron derrotar a una dictadura impopular que había cerrado el camino a todo arreglo cívico. Sus líderes eran jóvenes carismáticos cuyo máximo dirigente, Fidel Castro, tenía la edad de Cristo, y no faltaban los ministros veinteañeros. Un argentino con un largo recorrido latinoamericanista e imagen cinematográfica, Ernesto «Che» Guevara, se encargó de informar al mundo de los percances de la Revolución para devenir mito de una nueva época a ser construida por hombres también nuevos, desmercantilizados y movidos por la moral y la solidaridad. En cuanto revolución –es decir, como proceso de cambios radicales en función de una meta definida como socialismo por sus líderes–, el proceso cubano había terminado hacia 1965. Por entonces se había producido la estatización de la economía, se habían generado cambios sustanciales de alto valor social, la población había sido encuadrada en un sistema de organizaciones partisanas, los grupos opositores habían sido derrotados militar y políticamente, y tanto la burguesía como la clase media habían emigrado masivamente a Florida, donde gastarían las próximas décadas planificando una vendetta versallesca que nunca tuvo lugar contra el régimen de la isla. En ese mismo 1965 se fundó el Partido Comunista de Cuba (pcc) 2 –núcleo organizativo de la nueva elite política– y se anunció la intención de redactar una nueva Constitución, que en definitiva no vio la luz hasta una década más tarde y bajo otros signos. El quinquenio siguiente fue una primera etapa posrevolucionaria en la que persistieron los afanes autóctonos y una fuerte vocación tercermundista –en particular, latinoamericanista–, inspirada en aquella invitación del «Che» Guevara: hacer tantos Vietnam como el imperialismo no pudiera soportar. El sello determinante fue el voluntarismo, tanto en el plano interno –con el fallido Gran Salto Adelante caribeño de la «zafra de los 10 millones»– como en el externo –con el fomento de los focos guerrilleros en el subcontinente–. Fue en este decenio cuando la Revolución Cubana consiguió cautivar a América Latina. Al decir de John Halcro Fergurson –un periodista británico liberal–, la imaginación latinoamericana fue conmovida como nunca antes desde los días de las revoluciones independentistas, al poner sobre la mesa la posibilidad de retar la hegemonía norteamericana en su Mare Nostrum y emprender un camino propio de desarrollo, que luego sería sistematizado, desde ópticas diferentes, en la vigorosa «teoría de la dependencia»3. Su principal interlocutor fue una nueva izquierda –hastiada de la parsimonia de los partidos comunistas y otros grupos de la izquierda tradicional– que canalizó sus energías políticas en heroicos ejercicios de impaciencia. La Revolución Cubana ofrecía a esta generación política justo lo que estaba buscando: un algoritmo comprobado de que era posible alcanzar el poder sin esperar la generación de un capitalismo moderno por parte de una burguesía nacional que, por lo demás, no existía. El «Che» Guevara sintetizó esta propuesta en varios principios: era posible ganar una guerra al ejército, la guerra debería ser librada mediante guerrillas en el campo y, lo que era más importante, para hacerlo no era necesario contar con la mayoría desde el principio, pues la propia lucha revolucionaria iría generando la adhesión de las masas. Esto último constituía la médula del asunto y llevaba a un extremo la propuesta bolchevique de la vanguardia como generadora desde afuera de una conciencia de la que la clase carecía. Solo que mientras Lenin tuvo el cuidado de hacer descansar la estrategia en el rol educativo y organizativo del partido en plazos medianos, y el vietnamita Ho Chi Minh apuntó a la propaganda armada con cierta paciencia, en el caso del guevarismo se trató de un ejercicio voluntarista, en ocasiones suicida, que convocaba al pueblo, a veces sin las más mínimas condiciones, desde un núcleo guerrillero de vanguardia. Todo un nuevo guisado neodogmático que animó la práctica y la producción ideológica de esa izquierda, sostenido en el éxito de una experiencia cubana en la cual el relato oficial exaltó el papel de los «barbudos», al tiempo que se invisibilizó la lucha de masas urbana en los estertores de la dictadura de Fulgencio Batista. Un libro, Revolución en la Revolución, de Régis Debray, devino la biblia de los nuevos tiempos. Y una serie de reuniones y eventos fueron organizando el guion. Una de estas reuniones –la conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (olas)– tuvo lugar en La Habana en 1967 y planteó una declaración general de 19 puntos que reiteraba que «el contenido esencial de la revolución en América Latina está dado por su enfrentamiento al imperialismo y a las oligarquías de burgueses y terratenientes». De ahí que «el carácter de la revolución es el de la lucha por la independencia nacional, la emancipación de las oligarquías y el camino socialista para su pleno desarrollo económico y social», guiada por el marxismo-leninismo, basada en la lucha armada y garantizada por lo que llamaba «la existencia del mando unificado político y militar como garantía para su éxito». No dejaba espacio para el reformismo ni para «otras formas de lucha», que solo eran consideradas legítimas mientras se subordinaran y tributaran al operativo guerrillero. Y Cuba devenía una «rica fuente de experiencias (…) una imagen optimista del futuro» 4. Con ello, la Revolución Cubana alimentó un esquema de amigo/enemigo que fue crucial para la estructuración del mapa político e ideológico del siglo xx latinoamericano5. Los fusiles, las urnas y todo lo demás Apenas tres años después de aquella jornada de entusiasmo revolucionario, la situación comenzó a cambiar drásticamente. Todos los focos revolucionarios alimentados por La Habana fueron reprimidos con el apoyo estadounidense y sus líderes fueron asesinados o encarcelados. En cambio, los únicos intentos de cambio social progresista que llegaron a ser gobierno en el continente aparecieron de la mano de circunstancias que nada tenían que ver con la línea de la olas: proyectos reformistas animados por la Alianza para el Progreso, como la Revolución en Libertad de la Democracia Cristiana en Chile, el nacionalismo militar revolucionario (Perú, Bolivia y Panamá) y el triunfo electoral de la coalición izquierdista liderada por Salvador Allende en Chile, con la que Fidel Castro mantuvo siempre una distancia inflexible en el ámbito ideológico, como ha sido detalladamente discutido por Rafael Pedemonte 6. Pero tampoco estas experiencias fueron perdurables, y si algo caracterizó los años 70 y la década siguiente fue la estrategia contrainsurgente coordinada por eeuu, que ensombreció el continente y lo sumió en un clima de represión sin precedentes. Aunque podía suponerse que esto abriría una nueva oportunidad revolucionaria –de hecho, brotaron algunos intentos insurgentes sin impactos políticos significativos–, ya Cuba no estaba en condiciones de reanimar su activismo revolucionario. Tras años de voluntarismo irresponsable de sus dirigentes, la economía cubana llegó a un punto de agotamiento que solo era posible revertir desde una alianza más estrecha con el bloque soviético. Para conseguirla, la elite posrevolucionaria tuvo que renunciar a muchas cosas, y entre ellas, a su mística de crear «muchos Vietnam». Aunque se mantuvo alguna retórica latinoamericanista, se congelaron los apoyos a los grupos armados remanentes 7 y los pocos líderes revolucionarios que quedaron en la isla se vieron obligados a desistir o a marchar hacia verdaderas inmolaciones, como fue el caso de Francisco Caamaño en República Dominicana en 1973. En adelante, el «internacionalismo» cubano se produjo fundamentalmente como acción de Estado tanto en operaciones militares –principalmente en África– como en misiones humanitarias. La revolución latinoamericana –si hacemos la excepción del recatado apoyo a la lucha armada en Centroamérica– ya no era una prioridad de la política exterior cubana. La imagen heroica de la isla resistiendo no solo al imperialismo norteamericano, sino también al hegemonismo soviético, se derrumbó al calor de los subsidios, y su política exterior se escoró, fundamentalmente, en función de los intereses de la Unión Soviética. Y aunque este alineamiento podía producir hechos de alto significado positivo para la izquierda –por ejemplo, la intervención militar cubana en el cono sur africano–, también conllevó complicidades frustrantes, como la connivencia con la horrible dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1983 8. En el plano interno, Cuba dejó de ser el laboratorio de una nueva sociedad apoyada en el mito guevarista del hombre nuevo, donde se ensayaba un tipo de democracia supuestamente superior al orden liberal. El acceso privilegiado al mercado soviético y la afluencia de ingentes subsidios dieron a los dirigentes cubanos un respiro y les permitieron la construcción definitiva de un entramado político totalitario, que ya asomaba desde los años 60. Al mismo tiempo, se desarrollaron políticas sociales de alta calidad que permitieron la movilidad ascendente de las mayorías, principalmente a través de la educación, y el acceso equitativo a un consumo discreto pero suficiente para evitar la irradiación de la pobreza y la marginalidad, como sucedía en el resto del continente como resultado de la crisis de los modelos desarrollistas y de la implementación de políticas de ajustes monetaristas. Se trataba de un cuadro complejo, en el que la izquierda guardaba distancia de lo que era evidentemente una dictadura represiva que condenaba a sus críticos a la prisión o la emigración, pero al mismo tiempo producía un sistema de bienestar social que había dotado a la sociedad insular de niveles de equidad y prosperidad compartida como nunca antes en su historia. O, trasladándonos a la política exterior, que se alineaba medularmente con las políticas hegemonistas soviéticas, pero al mismo tiempo generaba impulsos tercermundistas que indicaban cierto grado de autonomía. La solución que la izquierda dio a este dilema fue sencillamente mirar a un lado, dejar a Cuba como una suerte de pie de página y referirse a ella, cuando resultaba inevitable, desde el ángulo en que algo quedaba de la Revolución Cubana y donde posiblemente se había producido el principal aporte de esta a la historia continental: la geopolítica y, en particular, la condena al bloqueo/embargo y otras acciones hostiles del gobierno estadounidense hacia Cuba. Justamente el punto que causaba tantos desvelos al representante cubano en el Foro de San Pablo. El distanciamiento relativo de Cuba y la mayor parte de la izquierda continental no solo se vinculaba a lo que sucedía en la isla, sino a la forma en que la izquierda iba asumiendo sus compromisos políticos. Como antes anotaba, la brutal represión de las dictaduras militares desmanteló gran parte de la institucionalidad que había sustentado la proyección político-cultural de la izquierda en el continente –partidos, organizaciones sociales, grupos de pensamiento–, y sus dirigentes y activistas fueron encarcelados, asesinados u obligados a tomar el camino del exilio. De los escombros surgió una autocrítica que abarcó tanto a los sobrevivientes como a la nueva generación. Y ello implicaba muchas novedades que los dirigentes cubanos veían como retrocesos políticos. Dos de ellas merecen ser destacadas. La primera fue la revalidación de una gran ausente de todo el movimiento generado en torno de la Revolución Cubana: la democracia. Como mencioné antes, la Revolución Cubana se sintió impelida a actuar no solo contra una dictadura, sino también contra una democracia «agotada» que había funcionado en Cuba entre 1940 y 1952. La idea de la democracia siempre aparecía en este discurso como la crítica a un dominio de clases y por ello debía ser superada junto con este dominio. En su lugar, aparecía un vago desiderátum que remitía más al caudillismo plebiscitario que a la democracia política, y más al involucramiento amorfo que a la participación autónoma de la sociedad. Nuevamente, el «Che» Guevara –ideólogo de primer orden de esta etapa– dejó varias imágenes altamente ilustrativas. Según Guevara, «huyendo al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa» se trataba de liberar al hombre mediante «nuevas» prácticas desalienantes: A la cabeza de la inmensa columna –no nos avergüenza ni nos intimida decirlo– va Fidel, después, los mejores cuadros del Partido, e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su conjunto, sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la libertad.9 Leer este documento, y en general la obra de Ernesto Guevara, siempre conmueve por la pasión de una prosa, por lo demás, de alta calidad literaria. Pero no puede olvidarse que la marcha que estaba describiendo era en realidad la construcción de un orden que, como ha demostrado Samuel Farber, resultaba más autoritario que el pasado dictatorial que proclamaba negar10. Más aún, hoy Cuba es el país más autoritario de América Latina, que siente de cerca la porfía de las otras dos experiencias «revolucionarias»: Venezuela y Nicaragua. Esta experiencia, y en general toda la experiencia de los llamados «socialismos realmente existentes», estuvo en la base de una nueva aprehensión de la democracia como valor indispensable de una nueva sociedad, o como medio por el cual era posible conseguir esa transformación. En términos de Erik Olin Wright, la izquierda comenzó a pensar el futuro deseable como una «habilitación social» mediante transformaciones «simbióticas» y/o «intersticiales» en las que predominaba la noción del compromiso positivo y de los pequeños logros hacia una «metamorfosis emancipadora», en detrimento de las estrategias rupturistas de asalto al poder que habían constituido la raison d’être de la izquierda revolucionaria a lo largo de los años 60 11. Una segunda cuestión estaba referida a los sujetos del cambio social. La Revolución Cubana nunca se aferró al dogma obrerista que imperaba en la cultura de los partidos comunistas sovietizantes. Tampoco arropó la idea, muy cara al maoísmo, del campesino pobre como motor de la revolución. En su lugar movió la figura de «pueblo» (una herencia del populismo latinoamericano), que ya había estado presente y había sido definida con cierto detalle en el programa revolucionario inicial. Pero era un concepto que arrastraba dos pesadas mochilas. Una era su inspiración clasista/ocupacional, en la medida en que se percibía como compuesta por estudiantes, profesionales, obreros, campesinos, desempleados, etc., todos los cuales tenían en común la explotación capitalista. Luego, que el pueblo, frente al poder revolucionario (aun cuando se lo proclamaba protagonista), se convertía en una masa amorfa, no solo subordinada, sino realizada en relación con la vanguardia. Era una diversidad acotada que no dejaba espacio al reconocimiento de otras identidades e identificaciones sociales, y por ello Cuba resulta hoy una de las sociedades latinoamericanas donde menos han avanzado los derechos y los enfoques particulares que constituyen esa diversidad. Ello resultaba totalmente disfuncional para una izquierda obligada –por razones éticas, pero también sociológicas y políticas– a dar cuenta de la diversidad y la autonomía de los sujetos, clases, pero también géneros, orientaciones sexuales, generaciones, así como distinciones culturales, ambientales, locales y étnicas. La dudosa solidaridad con los escombros de la Revolución El mundo de la Revolución Cubana y la insurgencia de los años 60 fue uno de los últimos aldabonazos de una «modernidad sólida» que ya no existe. Siguiendo a Zygmunt Bauman, hoy experimentamos un mundo de flujos, líquido, plagado de incertidumbres y escenarios cambiantes 12, que obligó a la izquierda a variar sus paradigmas en la misma medida en que la fortaleza de la Revolución Cubana se derrumbaba. Hasta dónde esta mudanza ha implicado el abandono por parte de sectores políticos y personalidades de compromisos sociales y políticos definitorios de la izquierda, o hasta dónde se trata de una variación de métodos y estilos en la búsqueda de un mundo realmente superior y perdurable, es un tema relevante, pero que sale de nuestro objetivo en este artículo. Lo que me interesa es destacar que, en cualquier circunstancia, la mirada esquiva de la izquierda continental hacia Cuba constituye una complicidad vergonzante y éticamente cuestionable. Hace mucho tiempo que el sistema cubano no ofrece oportunidades reales de movilidad social, algo que los cubanos comunes buscan emigrando por cualquier vía. La crisis sempiterna está despoblando la isla, que pierde habitantes en términos absolutos. Y ninguna de estas calamidades –una economía que no crece, servicios sociales empobrecidos, escasez alarmante de viviendas, salarios irrisorios e insuficientes– puede ser explicada por el bloqueo/embargo estadounidense, un dato ciertamente lesivo para la comunidad nacional que merece ser condenado, pero que ha sido manipulado ad nauseam por la clase política cubana para poder presentarse como un último bastión de resistencia y justificar sus alianzas y posiciones internacionales francamente deplorables. La izquierda socialista democrática está obligada a encontrar un camino, y no puede lograrlo con el pesado manto de penitente de la Revolución Cubana, ni de otras experiencias autoritarias erigidas en nombre del socialismo. Lo recordaba Marx a los revolucionarios del siglo xix, cuando les pedía liberarse del peso de las generaciones muertas: «dejar a los muertos enterrar a sus muertos para realizar su propio objeto». Entonces podremos mirar la epopeya cubana de 1959 con admiración, evaluar sus logros y fracasos con total objetividad y dejar que quienes murieron en ella o bajo su inspiración nos hablen sin los apremios de las coyunturas. 1. Roberto Regalado: «Reflujo de la izquierda latinoamericana (I)» en La Tizza, 18/5/2021. 2. El viejo partido prosoviético se llamaba Partido Socialista Popular (PSP) desde 1944. 3. J. Halcro Ferguson: «The Cuban Revolution and Latin America» en International Affairs vol. 37 No 3, 7/1961; Claudio Katz: La teoría de la dependencia. Cincuenta años después, Batalla de Ideas, Buenos Aires, 2018. 4. OLAS: «Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad. Documentos» en Casa de las Américas No 45, 11-12/1967, disponible en http://laventana.casa.cult.cu/.... 5. Norbert Lechner: «Los nuevos perfiles de la política» en Nueva Sociedad No 130, 3-4/1994, disponible en nuso.org. 6. R. Pedemonte: «La Revolución cubana de cara al desafío ideológico de la ‘vía chilena al socialismo’ (1959-1973)» en Revista de Indias vol. LXXXII No 286, 2022. 7.Tanya Harmer: «Two, Three, Many Revolutions? Cuba and the Prospects for Revolutionary Change in Latin America, 1967-1975» en Journal of Latin American Studies vol. 45 No 1, 2/2013. 8.Gabriel C. Salvia: «Para un dictador no hay nada mejor que otro dictador» en El País, 26/11/2014. Sobre la dictadura argentina y sus vínculos con la urss, v. Andrey Schelchkov: «El Partido Comunista de la Unión Soviética, el Partido Comunista argentino y la dictadura militar, 1976-1983» en Revista Izquierdas No 51, 2022. 9.Che Guevara: «El socialismo y el hombre en Cuba», 1965, en Marxists.org, www.marxists.org/espanol/guevara/65-socyh.htm. 10.S. Farber: Cuba Since the Revolution of 1959, Haymarket, Chicago, 2011. 11.E.O. Wright: Construyendo utopías reales, Akal, Madrid, 2014. 12.Z. Bauman: Modernidad líquida, FCE, Ciudad de México, 2001. |
OPINIÓN Aquella revolución cubana que tanto nos enamoró. La izquierda presente y futura necesita hacer una reconstrucción crítica del pasado revolucionario de Cuba y de otras experiencias socialistas. Kepa Bilbao Ariztimuño. Ensayista. Autor, entre otros libros, de 'La revolución cubana 1952-1976. Una mirada crítica' (Gakoa, 2017) 1 ENE 2024 Fidel Castro, el 1 de enero de 1959, entró triunfante en Santiago de Cuba al mismo tiempo que la gente se volcaba a las calles de La Habana a festejar el triunfo de la revolución y la huida del dictador Batista. Al día siguiente, entre otras columnas, lo hacían las del Movimiento 26 de Julio comandadas por Camilo Cienfuegos y el Che Guevara. Ese mismo día, en cumplimiento del acuerdo adoptado en 1958 en el Pacto de Caracas firmado por todas las fuerzas antibatistianas, el presidente Urrutia tomó posesión de su cargo en el ayuntamiento de Santiago e instaló el primer Gobierno Revolucionario en la biblioteca de la Universidad de Oriente. El primer gabinete se constituyó, fundamentalmente, por políticos civiles de los partidos tradicionales –ortodoxos y auténticos– y dirigentes del Movimiento 26 de Julio, no pertenecientes al núcleo central de la dirección revolucionaria. Uno de los primeros nombramientos del magistrado Urrutia fue el de Fidel Castro como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Tierra, Mar y Aire del nuevo ejército cubano. El 6 de enero el Gobierno se trasladó al palacio presidencial de La Habana. Fidel Castro, con el grueso de las fuerzas del Ejército Rebelde entró en La Habana el 8 de enero. La insurrección había triunfado. “Un mes después de la huida de Batista, Castro había adquirido una influencia personal y simpatía en el pueblo cubano como ningún líder latinoamericano había tenido nunca” En mayo de 1959 Fidel definía a la revolución como «ni capitalista ni comunista», pues si debía optar entre «el capitalismo que hambrea al pueblo, y el comunismo que resuelve el problema económico, pero suprime libertades (...) nuestra revolución no es roja, sino verde oliva, el color del ejército rebelde que surgió del corazón de Sierra Maestra». En un primer momento, el Ejecutivo de Estados Unidos reconoció al Gobierno Revolucionario. El editorial del New York Times del 2 de enero de 1959 se mostró de forma muy clara a favor de la victoria militar de Castro. El nuevo Gobierno reconoció expresamente la plena vigencia de la Constitución de 1940. Declaró disuelto el Congreso y cesó en sus cargos a las autoridades ejecutivas nacionales y locales. Así mismo, quedaron abolidos el antiguo ejército y los órganos represivos batistianos, a la vez que se creaban tribunales revolucionarios para juzgar a torturadores y criminales de guerra. En el plazo de un solo mes la carta magna de 1940 fue objeto de varias reformas y a partir de 1961 de importantes restricciones a los derechos civiles y políticos. Hay que señalar que la constitución de 1940, negociada y redactada por un heterogéneo grupo de políticos e intelectuales, fue una Constitución democrática, progresista y reconocida como una de las más avanzadas de su época. La opción por el republicanismo social fue explícita. Estuvo inspirada en buena medida en la Constitución mexicana de 1917, en la de Weimar de 1919 –pioneras en el reconocimiento constitucional de los derechos sociales–, y en la española de la II República. Su texto consagró el principio de inspiración keynesiana de intervención del Gobierno en la economía. Desde el punto de vista de los derechos humanos, se trató de un documento de vanguardia del constitucionalismo occidental en el que se regularon, con ocho años de anticipación, casi todos los derechos y libertades del ciudadano enumerados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada y proclamada por la Asamblea General de la ONU en 1948. “Las principales disensiones dentro del primer Gobierno estuvieron determinadas por la orientación ideológica, la suspensión del habeas corpus, los tribunales de guerra y la posposición de las elecciones” En resumen, se constitucionalizó la versión más avanzada que Cuba había conocido hasta entonces de un Estado social y democrático de Derecho y, hasta 1952, en medio de una gran corrupción estructural, celebró elecciones cada cuatro años. Aunque no dio los frutos que de ella se esperaban y sólo duró doce años, la Constitución del 40 adquirió una significación política que creció después que fuera derogada por Batista. Se convirtió en centro de la convergencia nacional. Todas las fuerzas políticas y las organizaciones que se opusieron al régimen batistiano coincidieron en reclamar su restitución. El presidente Urrutia y Castro llegaron al acuerdo de celebrar elecciones en 18 meses para todos los cargos del Estado, las provincias y los municipios, bajo las normas de la Constitución del 40 y el Código Electoral del 43 y entregarle el poder al candidato que resultara electo. Un mes después de la huida de Batista, Castro había adquirido una influencia personal y simpatía en el pueblo cubano como ningún líder latinoamericano había tenido nunca. Se convirtió en primer ministro y dado su enorme carisma y su personal estilo de liderazgo, será reconocido como el máximo dirigente de la revolución. Su hermano Raúl le sustituiría en la jefatura del nuevo ejército y, unos meses más tarde, sería nombrado ministro de las Fuerzas Armadas. En Cuba, las medidas tomadas por el Gobierno Revolucionario le proporcionaron un amplísimo apoyo popular, pero a medida que se profundizaban los cambios crecían las críticas y desconfianzas sobre el rumbo político de la revolución. El «frente unido» de principios de 1959 se fue resquebrajando progresivamente. La reforma agraria, pese a ser moderada, provocó un fuerte debate en la esfera pública de la isla y las primeras tensiones con EEUU. De todas formas, las principales disensiones dentro del primer Gobierno estuvieron determinadas por la orientación ideológica, por la suspensión del habeas corpus, los tribunales de guerra y la posposición de las elecciones. “Cuba será víctima de la polarización de la Guerra Fría, y tras el embargo norteamericano y Playa Girón, se impondrá el modelo soviético de partido único, propiedad estatal y fuerte control social” El fracaso de la famosa zafra de azúcar de 10 millones de toneladas en 1970, que se presentaba como una gesta heroica, obligó a un serio replanteamiento del curso de la Revolución. El modelo económico y político cubano, aún en experimentación y sin demasiada definición hacia mediados de los sesenta, resultado del equilibrio de fuerzas en el interior de la Revolución, entró en crisis. Los deseos de quienes venían defendiendo y aspiraban a construir un modelo económico autónomo con el propósito de garantizar un espacio propio en el orden político y económico mundial, se vieron truncados. Cuba será víctima de la polarización de la guerra fría, y tras el embargo norteamericano y Playa Girón, se impondrá el modelo soviético de partido único, propiedad estatal y fuerte control social. La institucionalización de la revolución: la Constitución de 1976. Tras década y media de emergencia política, provisionalidad revolucionaria y falta de certidumbre jurídica, con la aprobación, por referéndum, de la Constitución socialista en 1976, se dio por concluido, en sus líneas fundamentales, el proceso de cambio iniciado por la Revolución. La nueva constitución socialista, sin precedentes en la tradición liberal, republicana o populista de las constituciones latinoamericanas, se inspiró en los modelos constitucionales de los socialismos reales del campo del bloque soviético, concretamente en la redactada en 1936 por Stalin en la Unión Soviética. José Martí continuó siendo una referencia retórica del proceso revolucionario, pero el eje de articulación del discurso pasó a ser la versión soviética canonizada del marxismo-leninismo. A partir de este paradigma, el proceso revolucionario se proyectó como una modernización autoritaria, burocrática y articulada con un estilo caudillista de liderazgo político. A partir de 1976, consumada la revolución propiamente dicha, la isla entrará en un período de estabilidad y continuidad que, a pesar de los pequeños giros ideológicos y políticos en las décadas siguientes, se mantendrá, fundamentalmente intacta. Desde los años 90 las reformas económicas han venido buscando una reintegración paulatina de Cuba al mercado occidental que supliera, primero, la disolución de la URSS y el campo socialista, y, posteriormente, el sostén que supuso durante un tiempo Venezuela. La evolución de la economía cubana no ha discurrido por una vía única, ha sido más bien un proceso zigzagueante, lleno de saltos adelante y retrocesos, ciclos más «idealistas» y otros más «pragmáticos». Aunque en determinados momentos prevalecieran, frente a las relaciones mercantiles y la utilización de los ‘estímulos materiales’, como incentivos al trabajo para aumentar la producción, los ‘estímulos morales’, el voluntarismo y algunos otros de los postulados más idealistas del Che, para poder construir el comunismo y el ‘hombre nuevo’, el Partido Comunista Cubano siempre acudía a ciertas palancas del mercado cada vez que la economía amenazaba con colapsar. Así sucedió a mediados de la década del 70, durante el «Período Especial» en los años 90, como consecuencia del colapso de la Unión Soviética, y en los últimos años, en los que la iniciativa privada está tomando un impulso creciente. “El modelo de colectivización y centralización de toda la economía no ha tenido éxito, Cuba no ha logrado transformar su estructura productiva” El modelo de colectivización y centralización de toda la economía en Cuba no ha tenido éxito, no ha obtenido los resultados esperados, no ha sido un modelo sostenible. La pretensión de un modelo social donde una minoría decide y planifica toda la actividad económica de la sociedad resultó tan utópica como su rival, la utopía del libre mercado completamente competitivo sin monopolios ni externalidades. La ayuda soviética sostuvo, a la vez que apuntaló, un sistema productivo especializado, desequilibrado y generador de ingresos insuficientes para costear la política distributiva. Cuba no ha logrado transformar su estructura productiva, la autosuficiencia alimentaria, ni tampoco generar suficientes exportaciones para pagar por sus importaciones crecientes. La caída del muro de Berlín y después de la URSS mostró a plena luz el fracaso de la industrialización y la modernización de estructuras productivas después de 30 años de revolución. Desde entonces hasta hoy, Cuba, con una estructura económica dependiente y muy frágil, en un entorno internacional adverso, se encuentra sumida en un régimen de simple supervivencia, en el que una pequeña élite político-militar, atrincherada en un sistema de partido único, se arroga de forma exclusiva el derecho a decidir, monopolizando la gestión de los asuntos nacionales amparada en una legitimación de origen por su protagonismo en la victoria insurreccional de 1959. La carga afectiva y simbólica que siempre ha tenido la revolución cubana en la izquierda no pone las cosas fáciles a la reflexión crítica. También hay que tener en cuenta la envergadura de las dificultades a las que se enfrentaron desde el principio las fuerzas insurreccionales cuando llegaron al poder en 1959, la realidad de un país desigual, con escasos recursos económicos y técnicos, con un alto grado de analfabetismo, con un fuerte hostigamiento exterior, económico y militar. No hay duda de que el bloqueo ha infringido un gran daño en la isla, especialmente en los años tempranos de la Revolución, cuando forzó a reorientar la mayor parte de su actividad económica hacia el bloque soviético.
No hubo en América Latina, EEUU y Europa, intelectual que no hubiera sentido el hechizo de la revolución cubana, que no fuera seducido o seducida por el carisma de sus líderes y por el carácter poco ortodoxo de una revolución que no había sido encabezada por el Partido Comunista tradicional, impregnada de un espíritu fresco y romántico totalmente diferente del que predominaba en los países de la Europa del Este, engrandecida por producirse en conflicto con el acoso de la primera potencia mundial. Aquella épica y revolución que tanto nos enamoró, que desapareció a finales de los años sesenta, perdura hoy en algunas imágenes y canciones que forman parte de la memoria sentimental de varias generaciones y del imaginario colectivo de la izquierda que en muchos casos la glorifica de forma acrítica. Una parte de la izquierda internacional ha privilegiado un discurso sobre la revolución cubana centrado en la solidaridad con el Gobierno y con sus máximos líderes, en contra del injustificable bloqueo. Deslumbrada por su lenguaje antiimperialista ha desechado el análisis riguroso y honesto de los procesos económicos, políticos, sociales y culturales en el interior del país, entendiéndolos a partir del discurso elaborado por sus dirigentes, justificando de esta forma el régimen político autocrático. Una de las consecuencias más negativas de esta posición ha sido la relativización del valor de las libertades y la democracia, dejando en la indefensión a la población, particularmente, a los sectores cada vez más numerosos de jóvenes de la isla que desde unas posiciones críticas del statu quo ejercen hoy como vanguardia, en sus prácticas civiles y culturales, en reivindicar, sin grandes gestos visibles, más democracia en lo político, económico, cultural y social. En los dos últimos años más de 400.000 cubanos, la mayoría jóvenes, han abandonado la isla. Son estos jóvenes, todos los días censurados o reprimidos de distintas maneras por las diferentes instituciones oficiales cubanas, los que necesitan de la solidaridad internacional por parte de la izquierda. “Ciertas defensas y reconstrucciones sesgadas, apologéticas, autocomplacientes, idealizadas, míticas o simplemente falsas del pasado revolucionario pueden acabar corrompiendo la calidad política transformadora del presente y del futuro de la izquierda” La experiencia soviética, la china, la cubana y la de otros países ha permitido apreciar, por un lado, que no hay justicia sin libertad –como no hay libertad sin justicia–, y, por otro, hasta que punto es un problema difícil, y un problema sin resolver empíricamente, conseguir trenzar satisfactoriamente las formas de una democracia política que respete los derechos humanos fundamentales y una economía alternativa que resulte al mismo tiempo, democrática en sus métodos, tendencialmente igualitaria en la distribución, ecológicamente sostenible y eficaz en cuanto a su funcionamiento. El capitalismo tiende al exceso, es injusto y produce enormes desigualdades. La lucha y aspiración a un mundo más justo y mejor que el que habitamos continúa y no ha dejado de tener sentido porque el modelo de construcción del socialismo –el modelo soviético–, que se presentó como alternativo al capitalismo el siglo pasado haya resultado no sólo un fracaso, sino un fiasco para millones de honestos comunistas, así como una terrible dictadura para sus propios pueblos. La reflexión que hagamos de ese pasado revolucionario es muy importante ya que ciertas defensas y reconstrucciones sesgadas, apologéticas, autocomplacientes, idealizadas, míticas o simplemente falsas pueden acabar corrompiendo la calidad política transformadora no sólo del presente sino del futuro de la izquierda. |
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