La santa Patrona de los bibliotecarios y los bibliófilos. El misticismo, la humildad y el más extremo altruismo son los ingredientes de esta historia de ribetes tan salvajes como románticos.
Los libros en su clásica versión analógica –papel y tinta reales y tangibles–, pueden ser no sólo fuentes de conocimiento, esparcimiento, inspiración, aprendizaje, revelaciones y gratificación, sino también auténticos fetiches culturales; y en tanto que tales, sujetos de admiración, culto y veneración, sea por individuos de fe de diversas religiones a través de los tiempos –v.g. Vedas, Biblia, Talmud, Corán, Popol Vuh–, sea por profanos que encuentran en esos objetos un algo indefinible que los atrae y compele a coleccionarlos más o menos compulsivamente, atraídos por su misteriosa sensualidad y magnetismo.
Los primeros libros no fueron impresos, sino cuidadosa, e incluso, amorosamente caligrafiados por virtuosos escribas y copistas de todas las culturas, de todas las épocas y latitudes, capaces de desarrollar y sistematizar sus diferentes escrituras. Previamente a estas habilidades, era menester contar con soportes adecuados para recibir y conservar eficientemente esos registros escritos; desde los soportes rígidos, como piedra, la madera, el marfil, la arcilla; hasta los flexibles, como la corteza de árboles, el papiro, el pergamino, hasta llegar al papel. Algunos providenciales inventos y muchos desarrollos tecnológicos fueron necesarios para dotar al escriba de una superficie idónea para ejercer su trabajo. Entre lo que habría que agregar los elementos de escritura específicos requeridos para cada soporte y la búsqueda y desarrollo de pigmentos y tintas para el caso de los soportes flexibles. Esta manera de hacerlos, convertía a esos primeros libros en objetos sumamente costosos, disponibles exclusivamente para reyes, aristócratas y sacerdotes de todos los cultos.
Hacia el siglo X, la manufactura de libros en Occidente estaba concentrada principalmente en monasterios, en los que algunos monjes particularmente dotados para la escritura se dedicaban a la tarea de copistas de textos religiosos en el silencio y recogimiento de los scriptoria monásticos, para abastecer sus propias bibliotecas. Esta habría sido una de las tareas más fervorosas –si no la principal– que llevaba a cabo nuestrra «heroína», la monja Wiborada, en el monasterio de Saint Gall.
Muere la carne. Nace el mito.
La primera vez que este cronista se encontró con esta historia, fue hace años en la introducción de la «Historia general del libro impreso», la magnífica obra de Raúl Rosarivo.1 En este libro, su autor hace una crónica breve, aunque vital, épica y sumamente romántica, de los últimos días de Wiborada. Con pluma fluida y prosa eficaz, Rosarivo sumerge al lector en los dramáticos momentos que convulsionaban al monasterio de Saint Gall en la que es ahora Suiza, en el que esta monja reclusa habría oficiado de bibliotecaria, ante la inminencia de la invasión de los magiares.
En ese relato, encontramos a Wiborada reuniendo a los monjes e instándolos a resignar la aparente seguridad de los muros del monasterio, para trasladar los preciosos manuscritos de la biblioteca que ella celosamente custodiaba y enterrarlos fuera del perímetro del edificio, con el propósito de salvarlos de la segura destrucción a que serían sometidos de quedar a merced de los impiadosos invasores que se aproximaban veloces e implacables como el viento.
No poca capacidad de persuasión le costó a la decidida monja bibliotecaria para que, venciendo su aversión y terror, finalmente los monjes accedieran a sus súplicas y pusieran los libros a salvo en una febril carrera contra el tiempo, antes de huir a refugiarse en las inmediaciones. Cumplida esta obra de increíble caridad bibliográfica, y a pesar de los ruegos de sus cofrades, Wiborada se negó rotundamente a abandonar Saint Gall, permaneciendo en cambio en oración en su claustro, confiando en la Providencia Divina. Al romper el alba, los invasores comenzaron su despiadado ataque.
Los demonios magiares llegaron inexorablemente al amanecer del 2 de mayo de 925 y asediaron la ciudad y el monasterio durante tres días, al término de los cuales se fueron sin haber doblegado totalmente la tenaz y desesperada defensa de los sitiados. Rosarivo concluye su vibrante relato evocando una imagen en la que la humilde Wiborada yacía mutilada sobre el túmulo en que estaban enterrados los libros de sus desvelos. Final ciertamente emotivo, coronando una crónica que bien podría haberse convertido en argumento para un guión cinematográfico.
Santa Wiborada.
Wiborada, Wilborada, Viborada, Guiborat o Weibrath habría nacido en Würtenberg, territorio de la actual Alemania, en fecha desconocida. Hija de una familia aristocrática o, según otras versiones, de ricos mercaderes, fue anacoreta, monja benedictina y mártir. En una etapa de su vida, habría sido acusada de algo inconcebible para la fe cristiana de aquellos tiempos que la obligó a defenderse ante un tribunal de la fe, debiendo llegar al extremo de caminar sobre las brasas para demostrar su inocencia. Prueba de la que salió indemne y, consecuentemente, libre de culpa. Sin embargo, ese terrible trance la llevó a recluirse en clausura. Ese «algo» no es explicitado, pero dadas las circunstancias y aceptando que Wiborada sería una mujer que sabía leer y escribir, instruida y acaso, hasta culta, aún cuando fuera humilde y discreta en su proceder cabe conjeturar que sus mismos conocimientos –impropios para una mujer honesta del siglo X– pudieron haber sido precisamente motivo suficiente para una acusación formal de herejía. El caso de Hipatia de Alejandría, condenada a lapidación por motivos similares por presunta instigación del obispo san Cirilo, aporta indicios elocuentes para sostener estas conjeturas.
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Wiborada_Martirologio |
El martirio de Wiborada la convirtió en la primera mujer oficialmente canonizada por el Vaticano, en 1047, durante el papado de Clemente II. Su vita fue escrita hacia 1075 por Herimannus, un monje de Saint Gall, presumiblemente basada en documentos conservados en el monasterio que registran actividades de Wiborada, probablemente ninguno de ellos contemporáneo de la santa, quizá completados y acaso enriquecidos con pasajes brotados de la imaginación del piadoso y solícito scriptor.
Es pertinente consignar que los acontecimientos y vicisitudes que jalonan esa primitiva biografía «oficial» de Wiborada fueron escritos mucho después de sucedidos, por lo que las hagiografías posteriores exhiben discrepancias e inconsistencias en los detalles que narran su existencia. La invasión de los bárbaros venidos de Hungría es, en algunos casos, fechada en 925, mientras que en otros se consigna 926; la futura santa fue torturada, martirizada y acaso violada, según sea el biógrafo que lo consigne; fue luego muerta sobre el sitio en que se habrían ocultado los libros o sorprendida orando en su celda; con su cabeza partida por hacha, alabarda o espada. Imprecisiones propias del registro tardío de los sucesos, posiblemente, fruto en parte de la imaginación de su primer biógrafo, urgido por reunir datos para posibilitar la canonización de Wiborada. Nada de lo cual invalida la verosimilitud general del registro de su admirable martirologio bibliofílico.
El libro te hace libre.
Aquellos que amamos los libros concretos, esos objetos nobles construidos con papel, tinta e imaginación cuyas columnas pueblan nuestras mesas de luz, somos de algún modo depositarios del testimonio vital de Wiborada. No necesariamente en un sentido religioso, sino existencial, palpitante y profundo. Su gesto de entrega incondicional simboliza nuestra propia pasión por poseer esos objetos para disfrutar morosamente de su lectura… también de su posesión, es verdad.
Del propio Rosarivo citado al comienzo de este artículo –él mismo un apasionado bibliófilo– se dice que supo tener una preciosa colección de incunabula y que era capaz de gastarse su salario ni bien se enteraba de alguna joya bibliográfica que se ofreciera en el discreto mercado de libros antiguos de Buenos Aires.
¿Pasión¿ ¿Debilidad? ¿Obsesión?
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