Bibliotecas y mi colección de libros

Lema

Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

sábado, 27 de junio de 2015

265.-LA BIBLIOTECA DE LA ABADÍA DEL NOMBRE DE LA ROSA. a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Francia Marisol Candia Troncoso; Maria Francisca Palacio Hermosilla; 


  

LA BIBLIOTECA DE LA ABADÍA DEL NOMBRE DE LA ROSA. 

plano de biblioteca de abadía
libro


El nombre de la rosa (Umberto Eco), la biblioteca-laberinto.


 La rosa, por presentar variadas curvas en sus pétalos y tallos se asemeja a un laberinto, lugar donde se encuentra la biblioteca de los libros perdidos, típica de la arquitectura gótico-medieval. La biblioteca está dividida en secciones según los países de origen de los autores: 

ACAIA (Grecia), IUDAEA (Judea), AEGYPTUS (Egipto), LEONES (África), YSPANIA (España), HIBERNIA (Irlanda), ROMA, GALLIA (Francia), ANGLIA (Inglaterra), GERMANIA (Alemania), FONS ADAE (significa "Paraíso", contiene Biblias).
Umberto Eco reitera su admiración y la influencia de Jorge Luis Borges cuando declara que "después de que Borges ha escrito La biblioteca de Babel es imposible para cualquier escritor hablar de una biblioteca sin pensar en la de Borges", respondiendo así a mención de la biblioteca-laberinto que figura en su novela y al personaje Jorge de Burgos, el monje español obsesionado con el Apocalipsis y las miniaturas medievales. 
Eco describe en su libro, como contestando a todos aquellos que le preguntan por la relación entre el personaje y el escritor argentino, que "quería que un ciego custodiase una biblioteca ( ... ) y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges."
La biblioteca que nos describe Umberto Eco aquí cuenta que era una de las mejores que existían entonces, ya que poseía más libros que cualquier otra biblioteca cristiana.
Muchos monjes iban allí, procedentes de otra abadías situadas en diferentes partes del mundo, simplemente para copiar algún manuscrito, trayendo, a cambio, algún manuscrito raro para que lo copiasen los monjes que estaban allí. Otros permanecen allí, mucho tiempo, incluso hasta su muerte, porque solo en esta biblioteca pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios.
La biblioteca ha sido construida según un plano que solo el bibliotecario conoce y que se transmiten entre ellos. Sólo el bibliotecario está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo el sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es el responsable de su conservación.
¿Cómo se usaba?
Los otros monjes trabajaban en el scriptorium y podían conocer la lista de los volúmenes que contenía la biblioteca. Pero sólo el bibliotecario sabe por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo el decide cómo, cuándo y si conviene suministrarlo al monje que lo solicita.
El libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas.
Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.
El monje debía pedir al bibliotecario la obra que deseaba consultar y éste iba a buscarla a la biblioteca, situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío.
¿Cómo estaba ordenada?
Los libros estaban registrados según el orden de las adquisiciones, de las donaciones, de su entrada en este recinto.
En un voluminoso códice había unas apretadas listas inscritas. Había unas anotaciones junto a cada título. El primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo. El tercer número indicaba el armario y las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca. Pero aún así, sólo el bibliotecario sabía descifrar todas estas cosas. La planta de la biblioteca reproducía el mapa del mundo. Los libros estaban colocados por los países de origen o por el sitio donde nacieron los autores o donde deberían haber nacido.

Tres son los autores consagrados que han escrito relatos en los que una biblioteca es el centro de la narración: Borges, Bradbury y Umberto Eco
En este artículo no se habla de la literatura en las bibliotecas, que abunda, sino de las bibliotecas en la literatura, que son escasas. Existen muchas obras de ficción sobre libros y en gran parte de ellas aparecen bibliotecas, pero en muy pocas estos locales son los elementos principales de la narración. Podría decirse que las bibliotecas están llenas de novelas pero muy pocas novelas hablan de bibliotecas.


Nota.

Pueden considerarse cuatro las narraciones literarias más reconocidas cuyo argumento gira en torno a una gran biblioteca: “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, “La biblioteca de Babel” de Jorge Luis Borges y “Phenix Brillante” y “Farenheit 451”de Ray Bradbury.

Evidente resulta que Umberto Eco se dejó influir por el relato de Borges. La biblioteca laberíntica de torreones heptagonales es un claro tributo a la biblioteca de Babel. Pero no es el único guiño que el italiano le hace al argentino: en "Apostillas a El nombre de la rosa", reconoce expresamente esta influencia. Curioso el colofón con que acaba el párrafo. Será también la frase final de este artículo.

Todos me preguntaban por qué mi Jorge evoca por el nombre a Borges y por qué Borges es tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodie una biblioteca (me parecía un buena idea narrativa), y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges, también porque las deudas se pagan."


  

La Biblioteca de Babel.


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. 

Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. 
Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta   letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. 
Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... 
Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros.

Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.

 Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». 

Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo».

Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías.
 
Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. 

No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. 
Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

  

Análisis.


La biblioteca de Babel es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges, aparecido por primera vez en la colección de relatos El jardín de senderos que se bifurcan (1941), colección que más tarde fue incluida en Ficciones (1944). La biblioteca parece ser infinita a la vista de un ser humano común, pero al tener un límite de 410 páginas por libro, 40 renglones por página y 80 símbolos por renglón el número de posibilidades es vasto pero finito.
El relato es la especulación de un universo compuesto de una biblioteca de todos los libros posibles, en la cual sus libros están arbitrariamente ordenados, o sin orden, y preexiste al hombre.
La biblioteca de Babel es un complejo compuesto por un número indefinido de galerías hexagonales e idénticas, donde hay grandes ventilaciones en el medio, cercados por pequeñas barandas. La distribución de las galerías se reduce a cinco largos anaqueles en cada muro que cubren cuatro de los seis lados. La altura apenas excede la de un bibliotecario normal. Dos de las caras de cada galería dan a un angosto zaguán que va a otras galerías. A los lados del zaguán hay dos gabinetes; en uno de ellos alguien puede dormir parado y usar el restante para satisfacer las necesidades. Más allá hay una escalera espiral que se abisma hacia lo remoto.
Por cada anaquel hay un total de treinta y dos libros con el mismo formato; por cada libro que se encuentra, se puede contar que la suma de sus páginas llega a cuatrocientas diez. Cada página tiene cuarenta reglones. Cada renglón, ochenta letras de color negro. También hay letras en los dorsos de los libros. No obstante, en los dorsos de cada libro no se indica el contenido de las páginas. Esto se debe a dos axiomas fundamentales.
Axiomas.
La biblioteca existe desde la eternidad. Esto significa que tanto la biblioteca de Babel como los bibliotecarios pueden ser obra de un dios o del azar.
El número de símbolos ortográficos usados en los libros es de veinticinco, incluyendo el espacio, la coma y el punto. Los libros de Babel están compuestos a partir de combinaciones aleatorias de estos signos, agotando todas las posibles combinaciones (cuyo número es inimaginablemente grande, pero no infinito). Esto demuestra la naturaleza caótica e informe de todos los libros. Por cada palabra que esté escrita, puede haber palabras inconexas, frases incoherentes, que forman lenguas menos incoherentes.
Dadas estas condiciones, la biblioteca contiene desde algún libro que consiste solamente en la repetición de un mismo grafema, hasta innúmeras versiones del Quijote o cualquier otro libro, en todos los idiomas conocidos, en todos los idiomas desconocidos, con todas los errores imaginables, etc. El catálogo de Borges va más allá:

 "las autobiografías de los arcángeles, la relación verídica de tu muerte"... en palabras de Borges, "basta con que un libro sea posible, para que exista" en algún lugar de la inmensa Biblioteca.

La biblioteca y el Universo.
Lo anterior lleva al autor a reflexionar sobre las creencias y corrientes de pensamiento de tal Universo, "que otros llaman la Biblioteca": inquisidores que pretenden destruir los libros que juzgan sin sentido (temidos y aborrecidos por su fanática condenación al fuego de incontables libros, más que por el daño real hecho a la inmensidad de la Biblioteca), aventureros que recorren las salas hexagonales en busca de su Vindicación, místicos que anhelan encontrar el Libro total que devele todos los misterios del mundo, e incluso proscritos azaristas que manejan cubiletes y dados prohibidos, al objeto de producir algún día, más que encontrar, esos libros sobrenaturales.


  


Tamaño y contenido de la Biblioteca.


La biblioteca de Babel está formada por hexágonos, de los cuales cuatro muros se usan para almacenar los libros, y las restantes dos para comunicarse con los siguientes. Cada muro tiene cinco anaqueles. Cada anaquel treinta y dos libros. Cada libro cuatrocientas diez páginas. Cada página cuarenta renglones. Cada renglón ochenta símbolos.
Los símbolos son veinticinco. Las veintidós letras de un alfabeto, el punto, la coma y el espacio.
Sobre su tamaño, Borges informa:
"Quienes imaginan la Biblioteca sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: la Biblioteca es ilimitada y periódica."

Lo que demuestra la inutilidad de un cálculo, dado que la Biblioteca que nombra Borges reiteradas veces a lo largo de su relato es simplemente un nombre propio que le da él mismo al Universo.


Itsukushima Shrine.


  

El nombre de la rosa. Notas de lectura.
04/05/2016 11:45:34 a. m.
El nombre de la rosa

De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí (p. 271).
Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir (p. 300).

Por la cercanía que existe entre libros, pergaminos, documentos, autores y bibliotecas antiguas que albergan tesoros, nos pareció que un homenaje apropiado para el maestro italiano Umberto Eco, desde esta Biblioteca Antigua del Archivo Histórico de la Universidad del Rosario, era recordar y ahondar un poco en su obra El nombre de la rosa. No por casualidad los papeles protagónicos de esta novela los desempeñan la censura, los libros, el scriptorium monacal y la biblioteca.
Creemos que, por influjo de la película, se hizo predominante su dimensión policiaca (thriller). Con lo cual, se omiten muchos aspectos importantes, relacionados con las vivencias culturales de una época agitada, que se asoma tímidamente al Renacimiento. En realidad, los sucesivos crímenes que se cometen en el monasterio y la investigación de fray Guillermo de Baskerville, solo son el pretexto para plantear un nudo de cuestiones de profundidad y trascendencia humanas.
Vamos así a rastrear algunas ondas o círculos concéntricos, que se insinúan a lo largo de la novela. Ignorando aún cuál es la fuerza que los mueve, vamos a recorrerlos de lo exterior y superficial a lo íntimo y profundo. [Para las referencias, citamos por: Eco, Umberto. El nombre de la rosa. Barcelona. R. B. A. Editores, 1993.

  

Primer círculo: un monasterio benedictino del siglo XIV. Los monasterios, especialmente los benedictinos, eran focos de conservación de la cultura. Aunque se alude a sus distintas dependencias (plano) y a los oficios que en ellas se desarrollan, desde el principio queda clara la razón de su importancia: la copia, conservación, traducción y divulgación de códices manuscritos.
“La abadía donde me encontraba era, quizá, la última capaz de alardear por la excelencia en la producción y reproducción del saber” (p. 173).
Estamos en una abadía benedictina muy especial. Y el autor se encarga de darnos unas pistas:
En primer lugar, su nombre y su ubicación se mantienen en el anonimato. Pareciera que el autor quiere subrayar la dimensión universal de lo que allí acontece. Anonimato que, a mi juicio, es paralelo al expresado por Cervantes al abrir su Quijote. Lo que aquí va a suceder tiene dimensión y alcance de humanidad; tiene que ver con el ser humano y no puede reducirse a un acontecer ocasional, localizado o limitado por coordenadas de tiempo y espacio… Solo se sabe que el monasterio está situado en el norte de Italia.
Además, la abadía llama la atención e impacta a quienes se acercan a ella: “Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta” (p. 25). “Rica Abadía” (p. 20).
Contra todos los preceptos de la tradición monástica a la hora de escoger el lugar de una nueva fundación, este monasterio se construye en una zona escarpada, en lo alto de un monte. Los monjes prefirieron los valles boscosos y apartados, que pudieran asegurar la presencia del agua y permitieran mejor defensa contra los temporales de viento y lluvia. Es muy raro encontrar monasterios construidos en las cimas de los montes. Es indudable, pues, que su “altura” y elevación se plantean a propósito y tienen un significado: al monasterio se llega “subiendo”, mediante un ejercicio –no solo físico– donde todo lo demás (especialmente las ciudades y su estilo de vida) quedan “abajo”:
“(…) es para mí una alegría pisar vuestro monasterio cuya fama ha traspasado estas montañas” (p. 25). “Mientras aquí hacemos eso [rascar pergaminos], allá abajo, en las ciudades, se actúa (…). Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, (…) nosotros seguimos recogiendo el grano criando gallinas, mientras allá abajo cambian varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se acumulan tesoros (p. 117).
Y es que esta “altura” proviene y es expresión de un creerse “superiores”. La fuga mundi (distanciamiento del vivir mundano), típico de la vocación monástica, se ha desvirtuado, convirtiéndose en complejo de superioridad, que lleva al menosprecio de todos aquellos que no viven como el monje. La elevación geográfica es ahora signo y fuente de discriminación:
“(…) valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes nada tenían que ver con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos” (p. 138).
“(…) hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centro poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no solo se habla (…) sino también se escribe en lengua vulgar ¡Y ojalá ninguno de estos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía!” (p. 35).



 Segundo círculo: un monasterio amurallado. Tampoco era tradición benedictina amurallar el recinto de sus prioratos o abadías. Se construían lejos de la civilización, se apartaban del mundo, pero no se protegían con murallas. Aquí se habla de ellas, porque sugieren algo: indican una preocupación por defenderse a toda costa. El monasterio se plantea como una fortaleza; como baluarte difícil de vencer. Más adelante, esta tarea defensiva se precisará mejor.

  

Tercer círculo: la biblioteca. La existencia de la dependencia, como tal, no sorprende en un monasterio benedictino medieval. En ella y en sus anexos (scriptorium) se cumplen tareas que eran perfectamente normales en gran cantidad de monasterios europeos.
El autor, andando la narración, se encarga de mostrarnos unas características muy especiales:
Una ojeada al plano del monasterio (p. 21) muestra una desproporción entre la biblioteca y las demás dependencias del monasterio. Aunque se dedicaran a la conservación de libros (lectura, escritura, encuadernación y decorado), las necesidades de un monasterio importante exigían muchas instalaciones (officinae). No es frecuente, en los monasterios de esa época, una biblioteca que llame la atención por su tamaño. El plano muestra la biblioteca apartada de casi todos los edificios restantes. Y según se sabe luego, tiene varios pisos.
Pero la biblioteca no solo es grande; sino que impone y asusta a quien se acerca a ella. El autor la nombra en repetidas ocasiones como el “Edificio”: está construido, a tajo, sobre los riscos donde se levanta la abadía. Si todo en ella parece rico, bello y bien orientado, esta es la construcción por antonomasia. En un monasterio benedictino los núcleos esenciales siempre fueron la iglesia, el claustro y la sala capitular. Nunca la biblioteca; el “Edificio”:
(…) por su posición inaccesible era más tremendo (…) y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco” (p. 20).

  


Cuarto círculo: peculiaridades de esta biblioteca. El lector, después de admirarse y asustarse por la imponencia de aquella mole (que solo puede ver por fuera y cuyo interior no es fácil descifrar), se va enterando, poco a poco, de otras características inquietantes de ese lugar. Parecen no sorprender mucho a los monjes, pero impresionan profundamente a quienes entran en el recinto con una mente diferente y abierta (fray Guillermo de Baskerville y su discípulo, el también benedictino Adso).
En primer lugar, es una biblioteca diferente: “(…) nuestra biblioteca no es igual a las otras…” (p. 34). 

¿Por sus temas? ¿Por su especialidad? ¿Por la calidad de sus obras?
Es distinta, esencialmente, porque fue construida como un laberinto. Su condición actual deriva de un designio y una intención precisos. Se hizo así por algo y para algo. Un “laberinto” puede entenderse como divertido pasatiempo (al estilo de los que se podaron en algunos jardines durante el siglo XVIII) o como trampas destinadas a perder a los incautos intrusos, como sugirió la mitología de los griegos. La novela no lo muestra desde el principio, pero deja abierta esta posibilidad trágica:
“La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás” (p. 149).
La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. (…) Solo el bibliotecario (…) está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, solo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos” (p. 36).
Con el laberinto se ha redondeado el propósito protector-defensor de la muralla. Aunque aún no sabemos para proteger de qué o contra qué…
También esta biblioteca tiene un carácter ambivalente y ambiguo. En ella cabe el saber más sublime; pero contiene y guarda las aberraciones más grandes que han salido de la mente humana.
“Insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar luego la salida” (p. 37). Lo último supone la existencia de una mentalidad censora. No sabemos de quién proviene este dictamen y esta sentencia que diversifica tajantemente entre verdad y mentira. Dijimos antes que la construcción misma de la biblioteca respondió a un designio que se expresó en un plano y en un secreto que se impuso por generaciones:
Aquí hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adonde ir, qué hacer y que leer” (p. 119).
Esto da a la biblioteca un carácter problemático, pues el monje está ante una disyuntiva de vida o muerte, en el más radical de los sentidos. Precisamente por esta problematicidad mueren los monjes curiosos e inquietos de la abadía. De “medio” para llegar a Dios por el camino de la verdad, la biblioteca se ha convertido en una trampa. No olvidemos que el texto indicaba que este es un laberinto terrenal y espiritual… Opción de alcances aún más graves, si se tiene en cuenta que no es fácil poner frenos a la curiosidad de la mente:
“Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno” (p. 173). “(…) fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven (…) tenía arrebatos de independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la curiosidad de su intelecto” (p. 129).

  Quinto círculo: las “justificaciones” de la censura. Citamos arriba: “Hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adonde ir, qué hacer y qué leer”. 



Maticémoslo un poco: al monje benedictino no le preocupa dónde ir, porque hace voto de estabilidad. Sabe que permanecerá hasta la muerte en el monasterio donde hace sus votos. Tampoco le afana el qué hacer, porque hizo voto de obediencia y su quehacer de cada día está señalado por el abad. Lo que sí sorprende es que a una comunidad que tiene como tarea el mundo de los libros (escribir, copiar, traducir, encuadernar, estudiar, decorar) se le impongan restricciones para leer.
La novela se encarga de mostrar cómo esta actitud censora radical llega incluso al absurdo. Una biblioteca cerrada llega a convertirse en una contradicción en sí misma:
“¿De qué sirve esconder los libros, si de los libros visibles podemos remontarnos a los ocultos? (…) ¿De modo que una biblioteca no es un instrumento para difundir la verdad, sino para retrasar su aparición?” (p. 127) “Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y, por tanto, es mudo. Quizás esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados. Por eso se ha convertido en pábulo de impiedad” (p. 375).
Una mínima objetividad intelectual lleva a cuestionar esta voluntad de veto:
Pero, si [la biblioteca] era algo vivo ¿por qué no se abría al riesgo del conocimiento?” (p. 174)
Las “razones” para prohibir la lectura de libros e impedir el acceso al lugar donde se guardan (desconocido por todos, menos por el bibliotecario), tienen mucho que ver con momentos cruciales y con importantes polémicas doctrinales de la historia eclesiástica medieval. El libro recoge extensamente (hasta con alardes de erudición) problemas y polémicas de la Iglesia europea en la Edad Media:
Los monasterios medievales definieron su trabajo intelectual, entre otras cosas, por un objetivo esencial: conservar y cuidar un saber tradicional, que debe considerarse cerrado y definitivo. Ante las novedades que surgen por doquier, ante las afanosas búsquedas racionales de dialécticos y teólogos de diversas escuelas, con la consiguiente desorientación de los oyentes, los monasterios se constituyen en bastiones de una verdad inmutable y definitiva. Si la revelación se cerró con el Nuevo Testamento y los Santos Padres, con los concilios y los papas, nos transmitieron esa verdad, ¿qué otro objetivo puede proponerse, con legitimidad, la razón de los humanos?
“Y nuestra orden (…) fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer” (p. 35).
“(…) si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. (…); nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los Padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia” (p. 35).
“(…) de nuestro trabajo, del trabajo de nuestra orden y en particular del trabajo de este monasterio, es parte, incluso esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa humana, es el haber sido fijado y completado en los siglos que se sucedieron entre la predicación de los profetas y la interpretación de los padres de la Iglesia” (p. 377).
“¿Cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el último libro de las Escrituras” (p. 378).
Se ve claramente reflejada la polémica medieval entre razón (dialécticos) y fe (místicos), que oscila entre una fe a ultranza y un racionalismo en cierne. Un ejemplo de esta confrontación la encontramos en la controversia entre san Bernardo y Pedro Abelardo. En el corazón y en la mente de una Europa que se formó y creció en los principios de la fe cristiana, la verdad es una sola, coincide con la esencia de su propia identidad y no tiene que afanarse por ulteriores desarrollos racionales. Más allá de escuelas intelectualistas o voluntaristas, la única garantía de seguridad se encuentra en la fe (sola fides). Los productos de la razón solo merecen desconfianza:
“(…) te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a la ilusión del saber (…)” (p. 59).
“Hasta el saber que las abadías habían acumulado se usaba ahora como mercancía para el intercambio, era motivo de orgullo, de jactancia y fuente de prestigio” (p. 173).
“Cuanto más viejo me vuelvo, más me abandono a la voluntad de Dios, y menos aprecio la inteligencia, que quiere saber, y la voluntad, que quiere hacer; y el único medio de salvación que reconozco es la fe, que sabe esperar con paciencia sin preguntar más de lo debido” (p. 372).
Por ello, la “superioridad” monástica, se va a reflejar en un sarcástico desprecio hacia ese mundo que crece “abajo” y “afuera”. Para que ese mundo no entre en el corazón de los monjes se construye la muralla y se diseña la trampa del laberinto. Ese mundo proscrito incluye todo lo que sucede, se piensa y se hace en la ciudad: maestros, escuelas, universidades, ciencias, sumas, comentarios… Aunque el monasterio sabe íntimamente que ya no está en la vanguardia, mira con desprecio y se burla de los saberes y métodos que promueven las nuevas instancias del saber:
Así como los caballeros ostentaban armaduras y pendones, nuestros abades ostentaban códices con miniaturas. Y aún más (…) desde que nuestros monasterios habían perdido la palma del saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las corporaciones urbanas y las universidades copiaban quizás más y mejor que nosotros y producían libros nuevos (…)” (p. 173).
“Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad ciudadana. En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza seguirían intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia cuodlibetal que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del sic et non” (p. 173).
“(…) lo que ha sucedido entre estos muros alude precisamente a las vicisitudes mismas del siglo que vivimos, que, tanto en la palabra como en las obras, en las ciudades como en los castillos, en las orgullosas universidades como en las iglesias catedrales, trata de esforzarse por descubrir nuevos codicilos a las palabras de la verdad, deformando el sentido de esta verdad ya enriquecida por todos los escolios, esa verdad que en vez de estúpidos añadidos lo que necesita es una intrépida defensa” (p. 379).
“(…) aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia” (p. 35).
No es extraño que se demerite y se banalice el trabajo y esfuerzo que otros desarrollan fuera de los muros del monasterio. Era otro de los “argumentos” de los místicos contra los dialécticos:
“(…) no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París” (p. 146)

Sexto círculo: la censura, fuera de contexto. La novela destaca cómo los sucesos del monasterio corresponden a unos “mundos” estrechos y encogidos, muy lejanos de la realidad. Con sorpresa ve el lector que la necesidad de conservar el secreto de la biblioteca se impone y superpone a temas gravísimos que tienen que ver con la historia futura de Europa y de la Iglesia católica. El monasterio va a ser escenario de unas conversaciones entre representantes del emperador de Alemania y el papa (que ya reside en Aviñón), para zanjar el tema espinoso de los fraticelli franciscanos. Se trata, ni más ni menos, del enfrentamiento de los dos Poderes que se disputan el dominio de Europa. Y de unos franciscanos extralimitados que cuestionan muchas de las estructuras eclesiásticas. Pero la abadía, en lugar de participar activa y positivamente, se limita a ser un simple escenario. Y, si mucho, un espectador curioso y perplejo. Lo que le importa es el secreto de su biblioteca.
Las conversaciones se verán frustradas por las muertes ocurridas en la abadía. Y la oportunidad del necesario diálogo se desaprovechó por la actitud de los perseguidores profesionales de herejías. Flota en el ambiente una nube que oscurece y confunde; una nube que distorsiona los valores y las prioridades. El inquisidor externo –temible y temido– se desentiende de los grandes problemas pendientes y se limita a condenar a dos infelices monjes de antecedentes oscuros. Pero también se desentiende del “secreto” de la biblioteca y de las amenazas que representa la “ciudad” y su estilo de vida para los monjes. Su misión corre –en lamentable contravía– por derroteros distintos: perseguir herejes (reales o supuestos). Son bien antiguos los ejemplos de falsos positivos…
Pero en el texto de la novela quedan establecidos dos criterios que, al contraponerse, arrojarán una luz definitiva. El censor obsesivo vocifera: “El mal no se exorciza, se destruye” (p. 450). Mientras el sabio lo interpela: “La mano de Dios crea, no esconde” (p. 451).


  

Séptimo círculo: libros vitandos. Cuando ya se han marchado las delegaciones imperial y pontificia, se desenmascara el meollo de toda esta trama de intentos por leer lo prohibido (con sus trágicas consecuencias) y de descubrir exactamente qué es lo prohibido y dónde se oculta. La biblioteca guarda celosamente muchos libros vitandos, que no pueden estar al alcance de los monjes. Pero entre todos ellos destaca una obra de Aristóteles (¡el autor proscrito en la Edad Media por las corrientes de pensamiento más tradicionalistas!):
“Porque era del Filósofo. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los Padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo y bastó con que Boecio comentase al Filósofo para que el misterio divino del Verbo, se transformara en la parodia humana de las categorías y del silogismo” (p. 446).
“Cada palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha trastocado la imagen del mundo” (Ibid.).
El monasterio conserva la copia de una de sus obras, prácticamente perdida y desconocida: una obra en la que se defiende la importancia de la ficción, de la comedia y de la risa. Mal puede defenderse esto –piensa el monje español Jorge de Burgos– cuando se está poniendo en juego la seriedad de la vida de Cristo y de su mensaje. Para mentalidades apocalípticas como la de este monje, la venida del Juez Último está muy cercana. Todos los signos parecen comprobarlo… ¿Cómo aceptar un elemento que permita la superficialidad y la ligereza?
Al final, cerrada ya la trama, cabe la pregunta: ¿justificaba el ocultamiento de esta obra la pérdida de tantas vidas y de tantas capacidades? ¿Valía más ese libro proscrito que los centenares que se perdieron en el incendio? Y una inquietud que queda cuando se han conocido algunos casos de la censura que la Iglesia aplicó a los libros: En ellos ¿se estaban poniendo en juego verdades esenciales para la fe cristiana? En muchos casos, (como plantea la novela) la persecución responde a interpretaciones y opiniones subjetivas y discutibles. Todo parece indicar que, a lo largo de la historia, ha sido un serio problema para los cristianos ubicar correctamente cuáles son los elementos verdaderamente esenciales de su fe.
Octavo círculo: la forma y el fondo. A pesar de murallas, de vetos y laberintos, el monasterio (supuestamente “superior” y libre de peligros) se muestra como un ente frágil, que pierde absurdamente a varios de sus miembros. Algunos de ellos, eficaces en sus oficios y cargos, dejan mucho que desear en su comportamiento… Hay, pues, una dualidad entre lo que se muestra y lo que realmente hay de fondo. Impresionantes estructuras albergan rivalidades, mezquindades, celos, abusos, taras y vicios. Apelando a una imagen tradicionalmente purificadora, el fuego se encarga de acabar con esta monumental construcción, donde la grandeza solo podía medirse en el tamaño y la forma de las piedras…
Es como si el mismo edificio del monasterio hubiera sido condenado a la pena del fuego, en aquel proceso donde el inquisidor sentenció a Salvatore y a Remigio de Varagine. ¿Por qué la pena del fuego para todos? ¿No estaba acaso reservada a los herejes? Al final de la tragedia, el escenario vuela en pedazos, como castillo pirotécnico de un festival cualquiera. El monasterio no merece seguir en las “alturas”, porque –a pesar de su fama– muy posiblemente no ha vivido con altura espiritual desde hace tiempo. Sin decirlo, la novela plantea que hay instancias de juicio que no tienen nada que ver con los procesos de la Inquisición.

  

Noveno círculo: la luz externa. En este mundo complejo y enredado, cruzado de oscuridades, solo hay una ráfaga de equilibrio y objetividad, representada en el franciscano inglés Guillermo de Baskerville. Es verdad que en muchos de los personajes que aparecen en la novela se reconocen virtudes y cualidades, pero todas ellas se estrellan ante el muro de lo que pasa y de lo que no pasa en el monasterio. El fraile inglés es el único que se mueve –indemne– por esos círculos concéntricos que condujeron al fin del monasterio. Respecto a él, rescatemos los siguientes indicios, sugeridos por el texto:
Fray Guillermo es una de las personas que “entra” al monasterio. Viene de fuera. Mientras otras personas (los delegados papales e imperiales, el inquisidor, etc.) están marcados por sus propios intereses y es como si pertenecieran al mundo turbio que oculta el monasterio. Fray Guillermo viene a prestar un servicio de asesoría y consejo. Ese “de fuera” no tiene un sentido primordialmente espacial; alude a un mundo diferente: donde priman actitudes y valores muy distintos al mundo que impera en el monasterio y en su biblioteca.
Guillermo de Baskerville se mostró ecuánime y libre en el mismo desarrollo de su vocación franciscana. A la muerte de san Francisco, surgió una polémica entre dos formas de entender el ser franciscano: la vida en pobreza absoluta (con exclusión de toda posesión y la renuncia al orgullo de los estudios) chocó con la necesidad de “organizar” un enjambre de frailes que se contaba por millares… y de atender eficazmente –con saber– al pastoreo de la nueva sociedad. Con el tiempo se llegó a extremos aberrantes: es el problema de los fraticelli que trata la novela...
Fray Guillermo es una persona capaz de replantear y revisar su propia vida. Una persona con un criterio para la autocrítica (perdón por la redundancia) y para la rectificación: fue inquisidor y dejó de serlo por convicción y decisión propia.
No es hombre de un solo horizonte. Ha viajado por el mundo y desempeñado diversas tareas. Puede decirse que es experimentado. Es un hombre –y un producto– de la ciudad. Guillermo de Baskerville conoció sus posibilidades y sus limitaciones: habla de escuelas, de maestros, de libros, de papas, de santos y de herejes.
Guillermo estudia en Oxford. El lugar donde se estudia es algo que puede considerarse como muy accesorio o como muy importante. Hay quien lo utiliza para presumir; pero hay quien sabe sacar todo el provecho posible. Y Oxford en la Edad Media era una oportunidad diferente. Allí, junto con los saberes que se enseñaban en el Continente, se dio especial importancia a las matemáticas, la astronomía y las ciencias de la naturaleza. Fue discípulo de Rogerio Bacon, “el maestro que más venero” (p. 62):
“Roger Bacon (…) nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa” (p. 17).
Y todo esto determinó en él actitudes muy distantes del fanatismo ciego que vimos en el monasterio. El saber tiene un sentido teórico innegable. Pero también una dimensión práctica. Y ambos aspectos tienen que orientarse no solo al dominio de la naturaleza y al mejoramiento del mundo, sino a la humanización del ser humano. Tarea y misión que aprendió de su maestro Bacon:
“(…) que hay una sola manera de prepararse para su llegada [del Anticristo]: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano” (p. 62).
Fray Guillermo conoce y usa máquinas y artefactos. Usa gafas (p. 73) y explica qué es y cómo funciona una brújula (p. 203). Conoce de hierbas que producen alucinaciones y de los espejos curvos, que deforman las imágenes (p. 163). Pudieran parecer cosas de magia a los ignorantes pero, para el fraile inglés, son “máquinas prodigiosas (…) mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza” (p. 87). Y para él no son saberes esotéricos, que deban mantenerse en secreto para los no iniciados. Son saberes para compartir:
“Me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán” (p. 17).
Fray Guillermo (inglés, alumno de Bacon, educado en Oxford) no quedó atrapado en los parámetros de las escuelas de su Orden. Pudo haber sido agustiniano, voluntarista acérrimo, seguidor de san Buenaventura o de Duns Scoto… Pero no perdió esa apertura mental y esa libertad que llevan a reconocer la verdad allí donde se encuentre, así sea en una escuela “adversaria” de la propia. Precisamente por eso, se pone por encima de las rivalidades ridículas entre franciscanos y dominicos, para reconocer el peso de santo Tomás de Aquino en muchas materias:
¿Quién soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además, su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías” (p. 29). 
No es válido, para Guillermo de Baskerville, el dilema entre fe y razón. Negar (o infravalorar) uno de los dos términos en conflicto es una evasión fácil. Tampoco se muestra partidario de la teoría de la “doble verdad”, que es una componenda. Prefiere ver el saber como una búsqueda permanente de mentes libres. Especialmente en aquellas materias sobre las cuales la fe no dice nada.
“Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la Escritura nos ha dejado en libertad de decidir” (p. 126).
Guillermo de Baskerville, desde sus principios y convicciones, es consciente de que en la biblioteca del monasterio se han distorsionado muchos valores, con lo que se ha llegado a la contradicción y al contrasentido. O mejor, a la perversión. Así como es absurdo un libro destinado a que nadie lo lea, no tiene justificación un saber para que otros no sepan:
“Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar” (p. 166).
Son más cristianos una forma distinta de entender a Dios, una nueva manera de ver el mundo y una forma de actuar, acorde con todo lo anterior, porque, muy a pesar de quienes se empeñan en censurar,
La mano de Dios crea, no esconde” (p. 451).

Jaime Restrepo Zapata. Abril de 2016

LITERATURA REVISTA
Las bibliotecas de Borges
Desde sus inicios como escritor, Borges quiso huir de la biblioteca paterna para sumergirse en la experiencia directa del mundo, propia de los hombres de acción que tanto admiraba. Su fracaso en ese afán forjó su prestigio como autor de ficciones y le permitió cumplir el destino literario al que su padre aspiraba.
Por Edwin Williamson
1 junio 2023


En su Autobiografía Jorge Luis Borges sostuvo que, “si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre”. 1  Fue en esa biblioteca donde recordaba haber leído el Quijote por primera vez y haber percibido que la novela de Cervantes contenía algún misterio, un secreto vital, que no tenía aún los recursos para comprender:
…Sé que hay algo
inmortal y esencial que he sepultado
en esa biblioteca del pasado
en que leí la historia del hidalgo.
Las lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña con vagas cosas que no sabe.

“Lectores”, en Jorge Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 892.
La biblioteca paterna fue el “acontecimiento principal” de su vida porque sería el primer paso en el camino para convertirse en escritor, y el hecho de que fue su padre quien lo puso en ese camino sería crucial para el tipo de escritor en que se convertiría:
Desde mi niñez […] se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado […] Se esperaba que yo fuera escritor.
Jorge Luis Borges, Autobiografía 1899-1970, traducción de Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni, Buenos Aires, El Ateneo, 1999, p. 29.
El padre de Borges, Jorge Guillermo Borges, era un abogado de profesión que a lo largo de su vida intentó destacar como escritor, pero solo logró publicar algunos poemas y una novela, que dio a la imprenta con sus recursos en 1921. Como la familia vivía en un barrio rudo y de clase obrera de Buenos Aires, el doctor Borges decidió que su hijo “Georgie” sería educado en casa hasta la edad aproximada de once años, y le dio también libre acceso a su colección de más de mil volúmenes, en su mayoría ingleses y franceses, dispuestos en libreros vidriados en una estancia propia. La biblioteca paterna se convirtió en el patio de juegos de Georgie, y todas las energías de un niño en crecimiento se canalizaron hacia un mundo imaginario que pronto fue para él más real que el circunscrito mundo doméstico que lo rodeaba. Pero la biblioteca era también un lugar de terror. Georgie era un niño en extremo ansioso: por ejemplo, odiaba mirar espejos porque los espejos multiplicaban las cosas –“…copiarás a otro / y luego a otro, a otro, a otro, a otro…”–.   Soñaba que pelaba su rostro y encontraba debajo el de otra persona, o que se quitaba una máscara solo para descubrir que traía puesta otra más. Y los libros que leía en la biblioteca paterna con frecuencia evocaban horrores similares. Le asustaba la novela de Alexandre Dumas El hombre de la máscara de hierro, que le recordaba un poema, Lalla Rookh de Thomas Moore, sobre el profeta de Khorassan, que mantenía velado su rostro para ocultar su repugnante lepra. 3  Era como si no hubiera límites claros entre su ser y el mundo, y no hubiera un centro fijo al interior de ese ser inconmensurable. Una de las actividades favoritas de Georgie era que lo llevaran a ver al tigre en el zoológico de Palermo. Observaba a la bestia sin descanso. Los tigres parecían poseer un poder misterioso, que “solo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante”. 
  Supo por su padre acerca de un hombre cuyo trabajo era matar jaguares, depredadores del ganado, sin otra arma que una daga. La figura del tigrero echó raíces en la imaginación del muchacho, ya que un hombre capaz de vencer a un tigre tenía que poseer un grado de seguridad personal radicalmente opuesto al sinnúmero de dudas que acosaban a Georgie. Al muchacho le gustaba imaginar el antiguo puñal español de su padre guardado en un cajón, soñando “interminablemente” con su tigre, “y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres” (“El puñal”, en El otro, el mismo, 1964). 
La biblioteca paterna tenía pues sus luces y sus sombras: “desde muy joven me avergonzó ser una persona destinada a los libros y no a la vida de acción”   La fascinación de Borges por el “hombre de acción” fomentó una idea que perduró mucho tiempo en su imaginación: el “hombre de acción” era capaz de atrapar en el combate un momento definitorio del ser verdadero. Por ejemplo, en un cuento sobre un gaucho renegado, un representante de la ley queda tan impactado por la valentía del protagonista que de pronto se voltea contra su propia gente y pelea junto con el forajido; esta sería “la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre”, puesto que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. 
Esta disyuntiva entre la visceral intensidad de la experiencia física activa y la espectral “irrealidad” de la biblioteca, que fomentaba dudas, miedos e incertidumbres, asumiría una importancia capital en el pensamiento de Borges sobre la creación literaria. Los libros proporcionaban una imagen de segunda mano de la realidad, de modo que la biblioteca se volvería un tropo básicamente negativo para Borges, un símbolo distópico del solipsismo. El gran objetivo era salirse de la biblioteca y sumergirse en una experiencia del mundo directa y auténtica. De modo que, si Georgie había de compensar el fracaso paterno de convertirse en escritor, si quería cumplir un destino literario, escribir tendría que volverse una forma de acción y la pluma un sustituto de la daga o la espada. Pero ¿de qué manera descubrir nuestra identidad única por medio de la escritura? ¿Cómo podía el escritor imitar a un hombre de acción? Como joven autor, Borges exploraría estas cuestiones y formularía una poética propia fuertemente idiosincrásica.
*
Entre la vanguardia emergente, la tendencia que Borges favoreció fue el expresionismo, o por lo menos su interpretación particular de él.   El objetivo mayor era la originalidad: un poeta debe “arrojar todo lo pretérito por la borda” –la estética clásica, el romanticismo, naturalismo, simbolismo, “toda esa vasta jaula absurda donde los ritualistas quieren aprisionar al pájaro maravilloso de la belleza”, a fin de alcanzar “una visión desnuda de las cosas”, una visión “limpia de estigmas ancestrales”; todo debe ser arrojado por la borda hasta “arquitecturar cada uno de nosotros su creación subjetiva”–.  En vez de ser un “espejo pasivo” de la realidad, un poema debiera refractar la experiencia a través del “prisma activo” de sensación e imaginación, posibilitando así al escritor levantarse por encima de circunstancias contingentes y traducir “la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden”. 10  Después de enamorarse de una chica llamada Norah Lange, una poeta en ciernes a la que adoptó como su protegida, desarrolló este expresionismo temprano como una poética en extremo confesional.   En “Profesión de fe literaria” (1926) asemejaba la transacción entre un autor y un lector a “una confidencia” basada en “la confianza del que escucha y la veracidad del que habla”. “Toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana.” “Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino”, puesto que “toda literatura es autobiográfica, finalmente”, si bien “a veces la sustancia autobiográfica, la personal, está desaparecida por los accidentes que la encarnan y es como corazón que late en la hondura”. 
Aún así, reconocía un problema intrínseco en esta poética romántico-expresionista: “¿Cómo alcanzar esa patética iluminación sobre nuestras vidas? ¿Cómo entrometer en pechos ajenos nuestra vergonzosa verdad?” El propio medio del poeta era un obstáculo a la sinceridad –verso, rima, metáfora, el lenguaje mismo tendían a oscurecer en vez de desnudar el sentimiento genuino–. Su solución era que “las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas”. Con esto quería decir que el lenguaje, aunque genérico e impersonal, debía ser imbuido por una experiencia particular del mundo, de modo que la obra llevara el sello de la personalidad de su creador:
Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que solo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final.

Jorge Luis Borges, “Profesión de fe literaria”, incluido en El tamaño de mi esperanza (1926); reedición: Buenos Aires, Seix Barral, 1993, pp. 132-133.
Esta es la primera formulación de una idea que permanecería con él hasta casi el final de su vida: la justificación o salvación por la escritura. Así como un hombre de acción podría descubrir su ser verdadero en un momento supremo del destino, así también un escritor podría descubrir su destino en un escrito que lo autodefiniera y lo rescatara de la “nadería de la personalidad”. 
Sin embargo, en noviembre de 1926 Norah Lange se enamoró de otro hombre, el poeta Oliverio Girondo, el odiado rival de Borges por el liderazgo de la vanguardia de Buenos Aires.  Mientras esperaba a que Norah escogiera entre sus dos pretendientes, Borges escribió:
“Para el amor no satisfecho / el mundo es un misterio, / un misterio que el amor satisfecho / parece comprender.” 
  Su futuro como escritor pendía de un hilo. Cuando finalmente Norah lo rechazó, su poética romántico-expresionista comenzó a desintegrarse. Ya en “Profesión de fe literaria” había reconocido que el lenguaje mismo podía ser una barrera para la comunicación directa con el lector, pero había afirmado que la intensidad de la experiencia y el sentimiento permitiría al poeta “conquistar” el carácter impersonal del lenguaje y hacer suyas las palabras. Ese optimismo ahora se había evaporado. En su ensayo “Indagación de la palabra” (1927) cuestionaba la creencia de que la poesía implicaba una completa confesión, basada en la veracidad del autor y la confianza del lector; había en el lenguaje mismo un “hemisferio de mentira y de sombra” que traicionaba la intención expresiva de cada quien; las palabras poseían significaciones inconstantes y contingentes, la sintaxis también suponía una “concatenación traicionera”, de modo que el lenguaje se alimentaba no de “intuiciones originales –hay pocas–, sino de variaciones y casualidades y travesuras”. 
  En esta inherente falta de fiabilidad del lenguaje consistía la “tragedia general de todo escribir”, pues si el lenguaje mismo impedía al autor comunicar sus sentimientos directamente al lector, si el poeta no podía “conquistar las palabras” para entretejerlas con su corazón, ¿qué sentido tendría el escribir? 
En las siguientes dos décadas, Borges escribiría muy poca poesía. Recurrió en cambio a la prosa y probó su mano en la ficción, para encontrar un medio de expresarse desde dentro de la prisión del lenguaje. En la década de 1930 sufrió por insomnio, pesadillas, depresión, incluso pensamientos suicidas. 
  En enero de 1938, después de que su padre contrajo una enfermedad terminal, obtuvo un trabajo pagado miserablemente como asistente en una biblioteca municipal de un barrio pobre. Lo sorprendió descubrir que “éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad”, dado que la colección de la biblioteca era tan reducida que casi no era necesario catalogarla. 
  Sus colegas pasaban su tiempo hablando de futbol y carreras de caballos, o contándose chistes verdes. Nadie mostraba ningún interés en los libros: un día un compañero se encontró una nota biográfica en una enciclopedia sobre un tal Jorge Luis Borges y le señaló a Borges la coincidencia de sus nombres, sin darse cuenta de que eran la misma persona. Se sintió humillado y consternado por haberse hundido a tales profundidades. Su situación empeoró aún más cuando su padre moribundo hizo una petición muy curiosa. El doctor Borges no podía resignarse al fracaso literario, de modo que le pidió a su hijo que reescribiera El caudillo, la única novela que había logrado publicar (si bien a coste propio), “de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos” y padre e hijo intentaron buscar formas de mejorar la obra. 
 La petición debió llevar a un punto crítico el tema de “cumplir un destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre”, pues ¿cómo podría el hijo salvar a su padre del fracaso literario cuando él mismo había estado atascado en el fracaso los últimos diez años?
En los meses que siguieron a la muerte de su padre, Borges elaboró una idea para una ficción sobre las implicaciones de reescribir la novela de otra persona. “Pierre Menard, autor del Quijote” es una reseña acerca de las obras del epónimo escritor francés recientemente fallecido, cuyo proyecto más ambicioso era reescribir la obra maestra de Cervantes. No se trataba de copiar la novela sino de repetirla, de “llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard” –esto es, de reescribirla desde cero sin consultar directamente la versión más temprana de Cervantes y no obstante haciendo que su nueva versión coincidiera “palabra por palabra y línea por línea” con el texto del español–. 
  Antes de su muerte, Menard solo había logrado “reconstruir” dos capítulos de la primera parte del Quijote (capítulos 9 y 38) y un fragmento del capítulo . Aún así, de haber sido exitosa su empresa de reescritura, habría disminuido la posición única de Cervantes como el autor del mayor clásico de la lengua española. Después de todo, reescribir la novela de otra persona anularía la personalidad creativa de cada uno de los escritores y destruiría con eficacia la idea de la autoría original. Es más, cuando Menard repitió el texto de Don Quijote en el siglo XX, sus palabras adoptaron un sentido muy diferente respecto de la versión de Cervantes. El tiempo había cambiado el sentido del texto anterior, lo cual sugiere que los lectores inventan sus propios significados conforme leen. Por añadidura, la reescritura de Menard de Don Quijote, en términos estrictos, habría sido un tipo de relectura de la novela, de modo que la empresa de Menard, de hecho, confundía los dos papeles, convirtiendo al autor en un tipo de lector y viceversa.
En “Pierre Menard” Borges nos presenta un concepto de escritura que parece anunciar algunas ideas que más tarde desarrollarían teóricos franceses, especialmente el rechazo de Roland Barthes en “La muerte del autor” a la creencia de que un texto comunica un mensaje de lo que él llama el “Autor-Dios”, quien pone límites a los significados posibles de un texto. 
Es el lector, argumentaba Barthes, quien otorga el sentido a un texto: cada lector, podríamos decir, es un Pierre Menard que repite las palabras del texto que está leyendo y cambia su sentido conforme las ajusta a su propia subjetividad. Barthes concluía su ensayo con su ahora famosa declaración: 
El nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.” 
En el caso de Borges, sin embargo, el “nacimiento del lector” no era motivo de celebración, ya que en “Pierre Menard” había intencionalmente destruido el ideal supremo de su juventud: la justificación por la escritura. Si un texto podía ser “reconstruido” por un autor subsecuente, y, peor aún, si el tiempo cambiaba el sentido de sus palabras, entonces la escritura no podría tener una conexión confiable con la experiencia o los sentimientos personales y sería entonces imposible para un autor “confesar” sus verdaderos sentimientos a un lector, no se diga descubrir con su pluma su destino único. Y si la escritura creativa era un ejercicio fútil, ¿qué sentido tendrían las bibliotecas? Ninguna biblioteca podría satisfacer el deseo de lograr una comprensión del misterio del mundo o de la relación de uno mismo con él.
Apenas tres meses después de que “Pierre Menard” apareciera en Sur, Borges publicó un ensayo en la misma revista literaria llamado “La biblioteca total”.   Su punto de partida era la idea de que, dado un tiempo ilimitado y un número limitado de signos lingüísticos, esos signos podrían recombinarse infinitamente para abarcar “todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas”. 24  Introduce después la noción de una biblioteca que contendría todos los libros alguna vez escritos o que podrían ser escritos. En semejante biblioteca habría “millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias”; en realidad, generaciones enteras de la humanidad podrían vivir y morir sin encontrarse una sola página inteligible. El ensayo termina en tonos de horror y repugnancia:
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo… Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

“La biblioteca total”, en Sur, agosto de 1939, p. 16.

En 1941 desarrolló la idea central de “La biblioteca total” en “La biblioteca de Babel”, donde describió el universo como una biblioteca infinita que contendría un número finito de libros con solamente veinticinco símbolos ortográficos cada uno. Una característica notable es la uniformidad geométrica de la estructura de la biblioteca, consistente en “un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”, todas arregladas de la misma manera: “cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro”. 25  Sin embargo, las cubiertas de los libros “no indican o prefiguran lo que dirán las páginas”; de hecho, casi todos los libros son de “naturaleza informe y caótica”, en vista de que por cada “línea razonable” hay “leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias”.
En su Autobiografía Borges observaba: “Mi cuento kafkiano ‘La biblioteca de Babel’ fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración de aquella biblioteca municipal” (donde seguía empleado en el momento de su escritura). En el texto anterior, “La biblioteca total”, Borges había remedado el estilo de un ensayo académico con un despliegue irónico de erudición fingida, pero “La biblioteca de Babel” tenía una forma más narrativa y un narrador en primera persona, los cuales permitían un cierto grado de pathos: dado su diseño exacto, la biblioteca solo podía ser “obra de un dios”, pero el hombre, en contraste, era un “imperfecto bibliotecario” que “puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos”. Mucho del interés de esa historia reside en su descripción de los esfuerzos de los bibliotecarios en busca de propósito, de significado, de algún tipo de salvación. Hay un indicio, además, de que el narrador es una versión del mismo Borges: como “todos los hombres de la biblioteca”, nos dice, “he viajado” en sus días juveniles “en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos”, pero su vista está fallando, se está preparando “a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací” y ha resultado imposible “percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano”. 26  Termina agarrándose a la hebra más frágil de todas, pretendiendo haber encontrado una “solución” al acertijo de la biblioteca sin sentido: dado que es infinita y la cantidad de libros es limitada, los mismos volúmenes se repetirán en el mismo orden, el cual, repetido, se convierte en un tipo de Orden. “Mi soledad”, dice, “se alegra con esa elegante esperanza”. En la combinación de precisión y desorientación que caracteriza a la biblioteca de Babel, Borges cayó sobre el tema del laberinto y, al dar a ese antiguo artefacto una significación metafísica, le infundió un pathos universal. La figura del laberinto reaparecería subsecuentemente de varias maneras en la ficción y la poesía de Borges y terminaría por considerarse el sello distintivo de su peculiar imaginación.
*
Algo más de una década después, en 1955, Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Argentina. Era un nombramiento político, una recompensa por su oposición al régimen autoritario de Juan Domingo Perón, pero, en realidad, su ascenso era una magra compensación por el fracaso de sus aspiraciones creativas en tanto escritor; a decir verdad, era un honor agridulce, pues aunque ahora sostenía: “yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca” (“Poema de los dones”), el hecho era que había perdido el impulso creativo incluso como escritor de ficciones (su último cuento, “El fin”, había sido publicado en 1953), estaba a punto de romper con una mujer mucho más joven (Estela Canto) y, para colmo, un accidente en 1954 había dañado sin remedio su vista, ya de por sí débil, y lo ha- bía dejado incapaz de leer o escribir. 27  Su suerte parecía haber sido echada: no había logrado encontrar el amor, no había logrado comprometerse plenamente con la vida, no había logrado definir su verdadero “yo” con su pluma –y ahí estaba: una vez más en una biblioteca.
Si en “La biblioteca de Babel” había imaginado el universo como una vasta metamorfosis laberíntica de la espantosa biblioteca municipal en la que trabajó por años, esta visión horrenda asumía ahora en la Biblioteca Nacional una forma novedosa y aun más destructora del alma. En el “Poema de los dones” ponderaba “la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”, entregando “esta ciudad de libros” a “unos ojos sin luz” que solo podían leer “insensatos párrafos”, “libros infinitos” “en las bibliotecas de los sueños”:

yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

“Poema de los dones”, en Obras completas 1923-1972, pp. 809-810.
Recuerda a un director previo de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac, quien también era ciego, y este precedente amenaza con minar su identidad personal:
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Con su sentido del yo disolviéndose, contempla “este querido / mundo que se deforma y que se apaga / en una pálida ceniza vaga / que se parece al sueño y al olvido”.

Y, sin embargo, aun ahora, por más cautivo ciego que fuera en esa “ciudad de libros”, el deseo de crear algo vital con su pluma no se había extinguido. En “El otro tigre” describe que, cuando “la penumbra exalta / la vasta Biblioteca laboriosa”, piensa en un tigre merodeando en la jungla: “en su mundo no hay nombres ni pasado / ni porvenir, solo un instante cierto”; y sin embargo, “el tigre vocativo de mi verso / es un tigre de símbolos y sombras, / una serie de tropos literarios / y de memorias de la enciclopedia / y no el tigre fatal, la aciaga joya” en Sumatra o Bengala; “el hecho de nombrarlo / y de conjeturar su circunstancia / lo hace ficción del arte y no criatura / viviente ”; “Bien lo sé, pero algo / me impone esta aventura indefinida, / insensata y antigua, y persevero / en buscar por el tiempo de la tarde / el otro tigre, el que no está en el verso.” 
Lo doloroso de este dilema está contenido en “Borges y yo”, donde separa su yo íntimo de un yo público muy festejado llamado “Borges”, quien tiene la costumbre “de falsear y magnificar” las cosas que tienen en común: “Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas (itálicas mías).” 
“Borges y yo” deriva su fuerza de la paranoia que subyace a este recuento de auto-enajenación. “Borges”, el hombre público, persigue a su fugitivo “yo” como una bestia voraz acorrala a su presa; no obstante, al igual que en el esfuerzo de capturar en su escritura al “otro tigre”, el autor debe perseverar en su afán de expresar su verdadero ser, su auténtico “yo”, en una obra que acaso finalmente atrape su destino. Pero ¿qué ocurriría si esas “otras cosas” también estuvieran condenadas a ser falsificadas por el charlatán “Borges”? Era tal el impasse que “no sé cuál de los dos escribe esta página”.

*
En 1964 Borges publicó “Lectores” (El otro, el mismo), el poema que cité al principio de este ensayo. La figura central es Alonso Quijano, el provinciano hidalgo de La Mancha entrado en años que decidió reinventarse como caballero andante a fin de restaurar con su espada el mundo de la antigua caballería. En este poema, Borges considera la “conjetura” de que Quijano, en realidad, “no salió nunca de su biblioteca” y las aventuras de don Quijote no fueron “más que una crónica de sueños”. “Tal es también mi suerte”, observa Borges, recordando su propio confinamiento en la biblioteca paterna y sus sueños de aventura en el mundo exterior. Esos sueños infantiles, sin embargo, le parecen ahora aspiraciones quijotescas.

“Lectores” marca el inicio de una reevaluación profunda de la poética que lo había conducido a un impasse creativo. Algunos años después, en el soneto “Sueña Alonso Quijano” (El oro de los tigres, 1972) regresó a la “conjetura” de que las aventuras de don Quijote no eran sino un “sueño” de Alonso Quijano. En esta instancia, sin embargo, es un sueño doble, porque no solo sueña Quijano con volverse don Quijote, sino que Quijano mismo es un sueño de Cervantes. Tenemos así tres personas con tres funciones distintas: primero, Cervantes, el soldado que peleó en la batalla de Lepanto; segundo, el viejo hidalgo Alonso Quijano, leyendo en su biblioteca y soñando con volverse un héroe; y tercero, don Quijote, el héroe ficcional soñado por Quijano. Dentro de esta tríada Quijano funciona como un catalizador que transforma las memorias del viejo soldado Cervantes en el caballero andante don Quijote:

El hidalgo fue un sueño de Cervantes
y don Quijote un sueño del hidalgo.
El doble sueño los confunde y algo
está pasando que pasó mucho antes.
Quijano duerme y sueña. Una batalla:
los mares de Lepanto y la metralla.

“Sueña Alonso Quijano”, en Obras completas 1923-1972, p. 1096.
Podemos apreciar mejor el desarrollo del pensamiento de Borges si comparamos a Quijano con Pierre Menard. Para el nihilista Menard era imposible transmitir el sentimiento y la verdad a un lector, porque el tiempo cambiaba el sentido de las palabras; escribir, por ende, era ultimadamente fútil. Sin embargo, gracias al sueño de Quijano la batalla de Lepanto no se perdió en el tiempo: “algo está pasando que pasó mucho antes”. Aunque Quijano no haya puesto pie fuera de la biblioteca, su sueño posee la virtud de ofrecer a Cervantes cierta posibilidad de vencer el tiempo, el olvido y la nada.
Cinco años después Borges publicó un tercer poema, “Ni siquiera soy polvo” (Historia de la noche, 1977), en el que su identificación con Alonso Quijano era tan completa que lo escribió en primera persona, como un texto veladamente autobiográfico en el que reflexionó en términos simbólicos sobre las varias etapas de su evolución como escritor. La primera sección es análoga a la fase juvenil de su carrera, cuando soñó abandonar la “irrealidad” libresca de la biblioteca para convertirse en un “hombre de acción” y forjar un destino único con su pluma. Comienza con la declaración de Quijano, “No quiero ser quien soy”: el viejo hidalgo detesta su existencia rutinaria en una aldea somnolienta de la Castilla del siglo XVII, y entonces se aficiona a leer libros de caballerías que cuentan historias de cristianos caballeros que vindican el honor o imponen justicia con sus espadas. Pide entonces a Dios que mande a alguien que pueda restaurar las nobles maneras de la caballería en este mundo degenerado. De pronto, declara: “Yo, Quijano, / seré ese paladín. Seré mi sueño.” Pero tan pronto resuelve ser “ese paladín”, descubre ser tan insustancial como el polvo, puesto que no es más que el sueño de otra persona:

…Mi cara (que no he visto)
no proyecta una cara en el espejo.
Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que militó en los mares de Lepanto…

“Ni siquiera soy polvo”, en Obra poética, 1923-1977, Buenos Aires, Alianza Editorial/Emecé, pp. 527-528.
En términos autobiográficos, esta sección del poema correspondería a la fase Pierre Menard en la carrera literaria de Borges, por decirlo así, en la que un autor no puede alcanzar ninguna autodefinición duradera por medio de su escritura y simplemente se funde en la imaginación del lector como una especie de sueño.

Alonso Quijano puede depender de Cervantes, pero resulta que se trata de una dependencia mutua, porque Cervantes, por su parte, necesita a Quijano también. Nótese la curiosa formulación: “mi hermano y padre, el capitán Cervantes”. El sueño de Cervantes puede haber “engendrado” a Quijano, pero Quijano, a su vez, posee la virtud de engendrar a un tercero –don Quijote– y este segundo sueño los hace a ambos “hermanos”, en la medida en que cada uno de ellos necesita al caballero de La Mancha para salvarse del olvido:
Para que yo pueda soñar al otro
cuya verde memoria será parte
de los días del hombre, te suplico:
mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.

En esta tercera sección del poema encontramos una evolución decisiva en el pensamiento de Borges sobre el papel del autor y de la literatura misma. En el poema “Sueña Alonso Quijano”, lo que sobrevivía el paso del tiempo era la memoria de la batalla de Lepanto, pero en “Ni siquiera soy polvo” es el ficcional don Quijote de la Mancha quien permanecerá “verde” en la memoria de la humanidad. En otras palabras, Borges otorga al sueño de Quijano el poder de crear un personaje literario con una identidad propia tan poderosa que, paradójicamente, esta mera invención de un sueño doble será capaz de mantener viva, y así justificar, la experiencia originaria de Cervantes en tanto “hombre de acción” en Lepanto.
Por mucho tiempo, la biblioteca había sido para Borges el lugar simbólico de una lucha interna por definir y afirmar su yo auténtico. Su confinamiento de niño en una biblioteca había engendrado un tipo de locura: la idea quijotesca de que debía escaparse de la biblioteca a fin de imitar a un hombre de acción con su pluma. Esta lucha había conducido al final a un punto muerto creativo, pero en “Ni siquiera soy polvo” los términos antiguos se invierten: Cervantes “sueña” a Quijano, un hombre libresco que enloquece en una biblioteca, pero que, a su vez, “sueña” a un “hombre de acción”, don Quijote, que vivirá para siempre jamás en la memoria de la humanidad. Y así, en vez de ser un obstáculo a la creación de “vida” por medio de la escritura, la biblioteca de Alonso Quijano se vuelve el símbolo de la imaginación creativa misma en vista de que el “sueño” que engendra es capaz de transformar la experiencia histórica en memoria inmortal.

El poema termina con una plegaria: “mi Dios, mi soñador, sigue soñándome”. En esta referencia a Dios observo una evolución ulterior en las reflexiones de Borges sobre la creación literaria. Borges escribe la palabra Dios con mayúscula, lo que sugeriría que tiene en mente alguna fuente original para el doble sueño de Cervantes y Quijano que produjo a don Quijote. Y es tal vez este origen trascendental lo que da al “sueño” de la literatura la habilidad de superar la nada y justificar así la vida del autor. Ya en este poema podemos vislumbrar la concepción casi mística de la escritura que Borges explorará en sus años finales: la creación literaria es esencial para la existencia humana porque apunta a la posibilidad de alcanzar a Alguien o Algo (las mayúsculas son de Borges) que podría salvarnos de la nada en la que el tiempo podría sumergirnos. 
Por otro lado, Borges a final de cuentas fue incapaz de superar su agnosticismo, de modo que estas últimas líneas del poema pueden leerse en otro sentido. El “Dios” al que apela Alonso Quijano es el “capitán Cervantes”, su hermano y padre. Esto significaría que Quijano necesitaba la experiencia histórica de Miguel de Cervantes, el soldado que combatió en Lepanto, como la materia prima a partir de la cual crear a don Quijote. La creación literaria, en otras palabras, no puede divorciarse enteramente de la realidad histórica; es la experiencia humana, en última instancia, lo que provee el material para el “sueño” de la poesía o la ficción. Y la metáfora del sueño que Borges repetidamente emplea en esta última fase de su vida tiene una cierta precisión: escribir, como soñar, está conectado con la vida del autor, pero de manera indirecta, gracias a un proceso que disfraza y transforma la experiencia vital de modos aún bastante misteriosos para nosotros. Las líneas finales de “Ni siquiera soy polvo”, además, implican el reconocimiento de una deuda con su padre. Del mismo modo que Alonso Quijano se refiere a Cervantes como su “Dios”, así también podríamos ver a Borges reconociendo a su padre como un tipo de creador-Dios, puesto que el sueño no realizado del doctor Borges de “cumplir un destino literario” determinó el tipo de escritor en que su hijo se convertiría.
“Ni siquiera soy polvo” fue incluido en Historia de la noche (1977), y en un “Epílogo” Borges observó que, de todos los libros que había publicado, este era el “más íntimo” por más que abundara en “referencias librescas”; pero entonces, “¿me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano”.  Por mucho que Borges haya aspirado a forjarse un destino literario huyendo de los confines de la biblioteca paterna, su fracaso en la empresa hubrística de escapar de la sombra del padre fue lo que le permitió, no solo consagrar su propio renombre de escritor, sino también satisfacer las expectativas familiares de cumplir “el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre”. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Libraries in literature, editado por Alice Crawford y Robert Crawford (Oxford University Press, 2022).