Felipe IV (Valladolid, 1605 - Madrid, 1665) Rey de España (1621-1665), hijo y sucesor de Felipe III. Durante el largo y crucial reinado de Felipe IV la monarquía hispánica, en la pendiente de la decadencia económica y política, vivió los últimos esplendores del Siglo de Oro y hubo de aceptar la pérdida de la hegemonía en Europa, después de guerras agotadoras y una grave crisis interna. Felipe IV, sensible e inteligente por naturaleza, escudaba su timidez, como su abuelo Felipe II, tras la compostura ceremonial. Fue muy buen deportista, gran jinete y apasionado por la caza. Su evolución física y anímica puede seguirse en los numerosos retratos de Diego Velázquez, su pintor de cámara, que lo inmortalizaría en diversas actitudes. Amante de los placeres y de voluntad un tanto débil, pero dotado de una notable cultura y aficionado a la música y al teatro, su profunda religiosidad estuvo siempre en conflicto con su temperamento sensual. Las derrotas y desgracias de la monarquía agudizaron su sentimiento de culpabilidad. Según se constata en su correspondencia con sor María Jesús de Ágreda, estaba convencido de que aquéllas eran, en buena parte, un castigo divino por sus pecados. Aunque en algunas etapas de su vida intervino directamente en las cuestiones de gobierno, por lo general (y al igual que su padre), Felipe IV cedió los asuntos de Estado a validos, entre los que destacó Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien realizó una enérgica política exterior que buscaba mantener la hegemonía española en Europa. La política de Olivares, a quien Felipe IV mantuvo en el poder hasta 1643, renovaba la tradición del imperialismo de Felipe II y reaccionaba contra el pacifismo, considerado claudicante y lesivo, de la etapa anterior. La idea de Olivares era fortalecer la monarquía católica mediante la unificación de los recursos humanos, económicos y militares de sus diferentes reinos, bajo el sistema de gobierno castellano, más absolutista. Para ello puso en marcha todos los recursos de Castilla y solicitó la contribución de los demás reinos de la monarquía (Unión de Armas, 1624), a pesar de vulnerar así sus privilegios. Finalizada la tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas (1621), se reanudó la guerra que, tras el sitio y rendición de Breda por Antonio de Spínola (1624-1625), se alargó sin éxitos contundentes de ningún bando. Paralelamente, los tercios españoles luchaban en Alemania en apoyo de los Habsburgo austríacos (guerra de los Treinta Años) y en Italia (guerra de Sucesión de Mantua, 1629-1631), donde se hizo evidente la rivalidad entre España y Francia. Por otro lado, la ascensión al trono inglés de Carlos I provocó la reanudación de hostilidades entre España e Inglaterra (ataque inglés a Cádiz, 1625). La victoria española frente a los suecos en Nördlingen (1634) pareció anunciar un triunfo definitivo de los Habsburgo en Alemania, lo que motivó la inmediata intervención de Francia, que declaró la guerra a España (1635). El cardenal-infante don Fernando, hermano de Felipe IV, estuvo a las puertas de París (1636), pero se retiró por escasez de recursos. Francia tomó entonces la iniciativa y, en 1638-1639, los ejércitos franceses ocuparon el Rosellón, mientras que la escuadra holandesa del almirante Tromp derrotaba a la española en las Dunas (1639). Olivares, en un agónico intento de ganar la guerra, obligó a Portugal y a los reinos de la Corona de Aragón a contribuir a los gastos de la contienda, sin respetar los privilegios de dichas provincias de la monarquía. Por este motivo, en 1640, el principado de Cataluña se rebeló contra Felipe IV, al igual que Portugal. En 1643, el fracaso de las tropas que debían sofocar las rebeliones motivó la caída de Olivares y su sustitución por Luis de Haro. Por el Tratado de Westfalia, España reconocía la independencia de las Provincias Unidas. No obstante, la guerra contra Francia continuó. En 1653 Francia, aliada a la república inglesa de Oliver Cromwell, retomó la iniciativa en la contienda (conquista inglesa de Jamaica en 1655, victorias sobre los españoles en Las Dunas y Dunkerque en 1658) y obligó a España a firmar la paz de los Pirineos (1659), por la que se cedía el Rosellón, parte de la Cerdaña y de los Países Bajos a Francia, lo que acabó con la hegemonía española en Europa. En los últimos años del reinado de Felipe IV se intentó en vano la recuperación de Portugal, cuya independencia se reconoció en 1668, muerto ya el monarca. En el orden interno, a pesar de seguir una política reformista, la monarquía española de Felipe IV se vio envuelta en una recesión económica que afectó toda Europa, y que en España se notó más por la necesidad de mantener una costosa política exterior. Esto llevó a la subida de los impuestos, al secuestro de remesas de metales preciosos procedentes de las Indias, a la venta de juros y cargos públicos, a la manipulación monetaria, etc.; todo con tal de generar nuevos recursos que pudiesen paliar la crisis económica. Discutible como gobernante, Felipe IV presenta un perfil más favorable como esteta y mecenas inteligente y refinado. Su mecenazgo sobre Diego Velázquez y otros pintores y escritores contribuyó al brillo del Siglo de Oro. Incrementó notablemente la pinacoteca real, de la que se nutriría el Museo del Prado (Madrid), adquiriendo unos ochocientos cuadros para el Palacio del Buen Retiro, un palacio de recreo en la afueras de Madrid cuya construcción impulsó Olivares para resaltar la grandeza del “rey planeta” como un ambicioso proyecto artístico. En cuanto al teatro, la representación de comedias con gran aparato escenográfico, tan del gusto barroco, fue habitual en la Corte en la década de 1630. Toda una gran generación de autores dramáticos, encabezada por Pedro Calderón de la Barca, fue coetánea de Felipe IV, quien fue también gran aficionado a la música y autor de algunas composiciones. |
Una biblioteca para un rey.
EL LIBRO Y EL CETRO: LA BIBLIOTECA DE FELIPE IV EN LA TORRE ALTA DEL ALCÁZAR DE MADRID
Fernando J. Bouza Álvarez
Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, Salamanca
En un epílogo que pensaba añadir a su traducción de la Historia de Italia de Guicciardini, Felipe IV (r. 1621-1665) presentaba una corta semblanza de su desarrollo intelectual1. Desde muchos puntos de vista, el texto es una pequeña joya. Lo es, en primer lugar, porque en ella Felipe IV se desnuda políticamente con una candidez que no era normal entre los monarcas hispanos. Pueden encontrarse pocos, muy pocos, testimonios de este tipo no sólo entre los monarcas, sino incluso entre otros líderes políticos de la época. Ya en El cortesano, Castiglione había sugerido a sus lectores –y tuvo muchos– que para brillar en la corte uno tenía que disimular toda clase de debilidades y carencias. Si esta era una de las recomendaciones a un simple cortesano, pensemos en qué no se le diría a un monarca. Incluso el jesuita Juan de Mariana, quien no tuvo problemas en defender el derecho de los ciudadanos a resistir e incluso asesinar a los malos gobernantes, creía que los monarcas tenían la obligación de presentarse en público «como una especie de divinidad, como un héroe bajado del cielo, superior a la naturaleza de los demás mortales».
Felipe IV ofrece una imagen de la realeza completamente distinta a la sugerida por Mariana. Después, por ejemplo, de certificar que cuando entró a reinar era un ignorante en materias políticas y de gobierno, Felipe IV presentaba esto no como excepcional, sino como algo «común a todos los hombres: humanidad de que hasta las mismas leyes nos excusan, presumiéndonos sabios de los más escondidos por sólo la dignidad y carácter real. No llegando a decir que sé, sino que voy sabiendo, desnudándome de la divinidad por afectar más la filosofía y moderación y sobre todo la rectitud y verdad» (p. 231). Felipe IV también reflexiona e informa sobre otros muchos temas. Algunos de ellos son estrictamente políticos: cuándo y por qué comenzó a asistir a las reuniones de los Consejos, cuándo se sintió con la confianza necesaria para intervenir en las discusiones, si leía a solas los informes de las distintas instituciones o qué pensaba sobre su obligación de dar audiencias a sus súbditos.
Pero lo que destaca del texto es la constante referencia a la lectura de libros. Después de declarar que su educación formal había sido muy pobre, aseguraba que lo que le había salvado de convertirse en un inútil ignorante era la lectura. Así cuenta su gusto por las historias, pero también por todos aquellos textos que le «despertasen el gusto por las buenas letras». Relata también sus opiniones sobre la necesidad de aprender lenguas a través de nuevo de los libros, algunas extranjeras para entender a los enemigos –el francés o el alemán–, pero sobre todo aquellas que hablaban sus vasallos, «pues nunca pudiera acabar conmigo el obligarles a aprender otra para dárseme a entender», y así, dice, aprendió la italiana, y las «lenguas de España, la mía, la aragonesa, catalana y portuguesa».
Fernando Bouza, el autor de estudios ya clásicos para entender la España moderna, nos ofrece ahora El libro y el cetro, quizás uno de sus más importantes estudios hasta la fecha, ciertamente el más trabajado y, a nuestro entender, uno de sus mejores. La mencionada «Autosemblanza» de Felipe IV es sin duda parte importante de este trabajo, pero todavía lo es más otro texto, el inventario preparado en 1637 por Francisco de Rioja de la biblioteca de Felipe IV en el Alcázar de Madrid. La centralidad de este segundo documento es obvia si se tiene en cuenta que la recomposición sistemática de la biblioteca real partiendo del inventario ocupa casi dos terceras partes del libro. La reproducción del inventario, la identificación de una gran mayoría de los libros que se citan en él, y la presentación de varios y muy útiles índices sin duda convertirán este libro en un perenne clásico.
Pero lo que hace de El libro y el cetro una obra fundamental para todos los que se interesen en la historia de la España moderna es la combinación de este estudio para especialistas con los capítulos introductorios que lo acompañan. Aquí nos encontramos con un excelente análisis (capítulo 1) de los contextos políticos, históricos y literarios que explican la creación y contenidos de esta biblioteca real, y también (capítulos 2 y 3) con un análisis pormenorizado de los contenidos de la biblioteca, de las materias o, por ponerlo en palabras de la época, los saberes en que estaba dividida, la significación e importancia de estos saberes para Felipe IV, pero en general también para sus contemporáneos.
Hay aquí información importante y en algunos casos sorprendente. Entre los textos de la biblioteca de Felipe IV domina la historia, pero es una historia amplia y diversa, dando así cuenta del carácter compuesto de la monarquía y sus intereses globales. Había muchos libros sobre España y Castilla (53 libros), pero también muchos otros sobre los demás reinos (44), sobre «Portugal y su India, China, Japón, Filipinas y Etiopía» (77), o sobre las Américas (31), aunque nada sobre Brasil, pero sí sobre «África y Turquía» (26). También muchas historias sobre las luchas civiles y religiosas en Francia e Inglaterra, los conflictos de la Monarquía Hispana con estas dos monarquías y su participación en las guerras de los Países Bajos. El protagonismo de la historia se complementa con la importancia de las obras sobre «gobierno y estado», una sección que claramente indica la gran riqueza y variedad de las ideas políticas que estaban en circulación en ese período. Así lo demostraría la presencia en la biblioteca de muchos autores extranjeros (entre ellos, Bodino, Castiglione, Lipsio, Guicciardini y Botero, aunque al parecer no Maquiavelo), pero también muchos nacidos en España, como Pedro de Ribaneyra, Juan de Santamaría, Alonso Ramírez de Prado, Castillo de Bovadilla y, curiosamente, las obras del famoso secretario de Felipe II, Antonio Pérez.
Había también obras sobre la conquista árabe de la Península, pero también sobre la guerra de Granada y la expulsión de los moriscos a comienzos del siglo xvii, en una clara indicación, como señala el autor, de que estos conflictos se veían, primero, como «una empresa hispánica» y no de cada uno de los reinos, y, segundo, en su continuidad como momentos específicos en la larga guerra entre el islam y la cristiandad. Había también libros de música, geografía, agricultura, historia eclesiástica, las obras de los grandes místicos y teólogos (Granada, León, Teresa de Jesús y otros), pero también novelas, muchas, de caballerías, picarescas (La Celestina, El Lazarillo o el Guzmán de Alfarache entre ellas); obras del dramaturgo más importante del período, Lope de Vega, algunas, aunque pocas, de ese escritor tan ligado a la historia del reinado de Felipe IV, Francisco de Quevedo, y tres de las obras de Cervantes, sus novelas ejemplares entre ellas, pero no curiosamente el Quijote.
La autosemblanza de Felipe IV también provee información sobre algunos de los temas que preocupan a los expertos en la historia del libro y de la lectura, sin duda uno de los campos historiográficos más ricos y dinámicos en los últimos años: por qué y cómo leía, qué leía –o parte de lo que leía–, y el sentido, los objetivos, de estas lecturas. Pocas veces se encuentran los expertos con documentos de este tipo, pero cuando lo hacen los resultados suelen ser de gran interés. Primero porque nos permiten analizar las acciones y prácticas de individuos, un paso importante para entender la complejidad de las sociedades pasadas. Pero, también, porque este tipo de textos nos permiten entender cómo los libros eran leídos en diferentes contextos y tiempos, y por individuos de distintos grupos sociales; es decir, no sólo lo que se leía, sino sobre todo qué era leer en cada período, cómo cambian estas formas de leer y cómo influye en la lectura el género literario y la materialidad de los textos.
Es en el capítulo 4 donde Fernando Bouza reconecta la autosemblanza de Felipe IV con la utilización de su biblioteca. Aquí el autor insiste precisamente en las prácticas de lectura del monarca, quien favorecía la lectura privada y en voz baja frente a la lectura pública y en voz alta. Pero también por qué leía. En este sentido, los análisis de Fernando Bouza son muy significativos.
Felipe IV leía ciertamente para deleitarse, o simplemente para aprender. Pero también leía en función de sus obligaciones como gobernante: es decir, leía por razones prácticas. O, como él mismo decía, dadas sus obligaciones, su biblioteca le daba la oportunidad de «aprender de aquellos sucesos de guerras y ligas» para ayudarle a decidir qué política debería seguir para resolver los muchos conflictos que caracterizaron su reinado. Todos los demás lectores, los de ahora, tienen aquí una oportunidad para introducirse en este dramático período de la historia de España a través de las obras producidas en los siglos xvi y xvii, las experiencias como lector de Felipe IV y los magistrales análisis de uno de nuestros mejores intérpretes del pasado.