Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán;
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La retórica de Segasta.
En este artículo presentamos una metodología de análisis retórico de la oratoria parlamentaria de Sagasta. Nuestro análisis no se detiene, como suele ocurrir muchas veces, en la simple enumeración de las "figuras retóricas" presentes en el texto; sino que intenta explicar por qué el discurso convence y persuade en un momento y ante un auditorio concreto. Desde una perspectiva retórica global, estudiamos los componentes "racionales", "emotivos", "éticos", "estéticos" y "escénicos" del discurso sobre la libertad de cultos de Sagasta. Nuestro siglo XIX, el siglo de la oratoria española, como lo llama Ma Cruz Seoane 1, comprendió muy bien el inmenso potencial que la palabra hecha discurso retórico tenía. Un destacado orador y político de la época, Joaquín Mª López, escribía: "Grande es, o, por mejor decir, inmenso, el poder de la elocuencia, porque se dirige a la razón para persuadirla, al corazón para moverlo y a la imaginación para exaltarla. Cuando los antiguos galos representaban un Hércules armado de cuyas manos pendían unas cadenas de oro que iban a parar a los oídos de los que le rodeaban, querían significar por medio de este ingenioso emblema el irresistible ascendiente del talento de la palabra. Pero aún iba más allá la alegoría: las cadenas estaban flojas; y esto daba a conocer desde luego que el poder del orador no descansa en la fuerza, sino en la magia de la expresión y del pensamiento que cautiva y arrastra las almas y los corazones"2.Y Práxedes Mateo Sagasta es, ciertamente, además de un personaje político decisivo3, un insigne representante de esta oratoria española del XIX. He aquí cómo caracteriza su oratoria un contemporáneo suyo, Francisco Cañamaque:
Pues bien, en este estudio de la oratoria parlamentaria de Sagasta pretendemos analizar cuáles son las estrategias retóricas concretas que el político riojano ponía en liza para lograr la eficacia persuasiva de sus discursos y para dejar a sus contemporáneos y a nosotros mismos que ahora los leemos -aunque no los escuchemos- la impresión de estar ante una oratoria de alta cualificación retórica. Debe quedar claro que, metodológicamente, nos situamos en la más pura tradición aristotélica, tan brillantemente recuperada en el siglo XX por Ch. Perelman 5 y, entre nosotros, por la llamada Retórica General Textual 6; una tradición que supera la idea peyorativa y restringida de "retórica" y establece que el acercamiento a un texto, literario o no, desde la perspectiva retórica no sólo debe atender a las figuras del lenguaje, sino también a las estrategias argumentativas lógicas, psicológicas y éticas, y a la tópica y al conjunto de ideologemas de los que se nutre dicho texto para lograr el objetivo final del docere, delectare et movere ("enseñar, agradar y persuadir") ante un receptor o auditorio determinado 7. Con otras palabras, en el discurso nos encontramos con un receptor que procesa, que descodifica un mensaje que para él tiene un origen en una persona revestida de credibilidad, bien sea por su posición social, bien sea por los conocimientos que se le suponen (éthos). Una persona que emplea, por un lado, enunciados que apelan a la capacidad de discernimiento racional de quien le escucha (lógos) y, por otro lado, palabras evocadoras de sentimientos (páthos) o de emociones estéticas (léxis) a las que el receptor del mensaje responde subjetivamente 8. El orador, además, añadirá el gesto, la voz y su apariencia externa, que son los elementos que constituyen la hypókrisis de la retórica griega o la actio de la latina (términos ambos sacados del teatro); elementos que en el proceso de convencimiento o persuasión son tan importantes o más que los puramente argumentativos 9. La Retórica, en suma, no tiene más finalidad que la de hacer eficaz un mensaje; es decir, prepararlo y emitirlo debidamente para hacerlo llegar en las requeridas condiciones y procurar que cause el deseado impacto en su receptor. Como éste queremos que sea el primero de una serie de estudios dedicados al análisis retórico de la oratoria política, en general, y de Sagasta, en particular, destinaremos algunas páginas a la exposición de nuestra línea metodológica y a la definición de los distintos términos retóricos implicados. A continuación, la aplicaremos al análisis de uno de los primeros discursos de la larga carrera política de Sagasta: el que pronunció en su primera etapa como parlamentario en descargo de los diputados liberales que votaron contra la libertad de cultos. Así pues, esa Retórica de raigambre clásica enseña que las estrategias que debe poner en práctica el orador si quiere conseguir que su discurso sea persuasivamente eficaz son de carácter "lógico", psicológico, ético, estilístico y "escénico". Veamos en qué consiste y cómo se articula cada uno de ellas. En Lógica basta una prueba, la mejor demostración, la más simple y breve; pero en el discurso retórico puede ser de utilidad cada argumentación añadida para aumentar el grado de adhesión; pues de las argumentaciones lógicas se predica la validez, de las retóricas, la eficacia. La Retórica no aspira a la certidumbre total y a lo universal como la Lógica, sino a la probabilidad y a lo contingente. El ser humano, que es más bien un ser sugestionable que un ser lógico10, no actúa de ordinario tomando por cierto tan sólo aquello que está probado. Actúa muchas veces por impresiones y su adhesión se caracteriza por conocer una gradación de intensidad variable bien distinta del binarismo racionalista del sí o del no 11. Por ello, la Retórica no argumenta con silogismos siempre ciertos y verdaderos, sino con lo que Aristóteles llamó entimemas y con ejemplos, a través de los cuales se intenta obtener no tanto la verdad inamovible cuanto una opinión razonable. El entimema es, en efecto, un "silogismo" cuyas premisas son verosímiles (y no necesariamente verdaderas), significando lo verosímil la adhesión a un sistema de expectativas compartido habitualmente por la audiencia. Aristóteles, ciertamente, nos enseña que "ante determinados auditorios, ni aunque poseyéramos la ciencia más exacta, resultaría fácil que los persuadiéramos con ella, pues el discurso científico es cosa de instrucción, y eso es imposible en un caso como el antedicho (sc. el orador hablando a las masas), sino que es necesario montar las pruebas y los argumentos sobre los principios comúnmente admitidos"12. Las premisas de los entimemas han de buscarse, en consecuencia, entre esas opiniones generalmente aceptadas que están como depositadas en la memoria colectiva. Para hallarlas se recurre a lo que Aristóteles llamó tópoi,o lugares, que constituyen, en palabras de Perelman, "un arsenal indispensable del que, quiera o no quiera, deberá pertrecharse quien desee persuadir a otros"13. A partir de estos lugares, que a menudo permanecen implícitos en las argumentaciones, justificamos la mayoría de nuestras decisiones. Enumerar todos los lugares posibles sería una empresa irrealizable, porque cada grupo social, cada época da preeminencia a unas u otras ideas y valores. No obstante, se puede reunir bajo títulos muy generales el conjunto de los lugares que "todos los auditorios, cualesquiera que fueren, tienden a tener en cuenta"14 y que son los agrupados bajo los nombres de lugares de la cantidad, de la cualidad, del orden, de lo existente, de la esencia y de la persona. Vamos a explicar, aunque sea someramente, cuál es la virtualidad argumentativa de cada uno de estos grupos. Los lugares de la cantidad afirman que una cosa vale más que otra por razones cuantitativas. Esta es la premisa sobreentendida en muchas argumentaciones distintas pertenecientes a los campos más dispares. Por ejemplo, en la idea de que ha de seguirse la opinión de la mayoría, en la apelación al "sentido común" o a la "normalidad" basada en el principio estadístico, en la preferencia de un mayor número de bienes a uno menor, de lo que beneficia a un mayor número de personas, de lo que es más duradero y estable, etc. En los lugares de la cualidad, que se oponen a los anteriores, se basan quienes combaten la opinión de la mayoría, al afirmar que la cantidad va en perjuicio de la calidad, exaltando lo único como incomparable. Lo que es único no tiene precio y su valor aumenta por el mero hecho de ser inapreciable. Hoy es aceptado, por ejemplo, que todo lo que está amenazado de desaparecer adquiere un valor que conmueve de inmediato. O piénsese en la fuerza argumentativa de un hecho calificado de irreparable porque no puede repetirse. Incluso la mayoría aprecia lo que sobresale, lo que es raro y difícil de realizar. Los lugares del orden afirman la superioridad de lo anterior sobre lo posterior, de los principios sobre las aplicaciones concretas, de las leyes sobre los hechos, de las causas sobre los efectos, etc.; pues lo que es causa es razón de ser de los efectos y, por consiguiente, es superior. Un ejemplo podría ser la idea de primacía: ser el primero en entender algo, en hacer un descubrimiento, en superar un límite; incluso la noción de precedencia como señal de respeto está fundada sobre los lugares del orden. Los lugares de lo existente confirman la preeminencia de lo que existe, de lo que es actual, de lo real sobre lo posible, lo eventual o lo virtual. Van de la popularidad del refrán "más vale pájaro en mano que ciento volando" a la razonable preferencia por un resultado observable antes que por un proyecto que no está en marcha. Por los lugares de la esencia se concede un valor superior al individuo o individuos que encarnan mejor las características atribuidas a una determinada "esencia" o "tipo". Se trata de una comparación entre sujetos concretos. Tersites como ejemplo de fealdad, Ulises como prototipo de la astucia; una estrella de cine como encarnación de la mujer fatal, o como sex-symbol, etc. El fenómeno de la moda se explica, como es sabido, por el deseo de acercarse a quienes "marcan la tónica". Los lugares de la persona se apoyan en los valores de la dignidad, el mérito y la autosuficiencia. Por ellos concedemos más valor a lo que se hace con esmero, a lo que requiere más esfuerzo y a quien "se ha hecho a sí mismo". No hay que olvidar que a cada lugar se le puede oponer un lugar contrario: a la superioridad de lo duradero, que es un lugar clásico, se le podría oponer la de lo efímero, que es un lugar romántico.
Mientras que el entimema es un razonamiento deductivo, la argumentación por el ejemplo16 procede de forma inductiva: recurre a un hecho concreto, real o ficticio (pero verosímil), que puede generalizarse. Así, cuando invocamos un precedente significa tratarlo como un ejemplo que funda una regla. En los tipos de discurso científico, en la oratoria religiosa y política, por ejemplo, y, en general, en todo tipo de propaganda, incluida la publicidad comercial, el paso de la fundamentación de una norma a su ilustración es, casi siempre, insensible y ambas funciones pueden estar subordinadas al propósito de proporcionar modelos de comportamiento 17. Las colecciones clásicas de hechos memorables en forma de relato de un episodio que puede citarse como confirmación constituyen un filón de ejemplos que han sido aprovechados por la oratoria de todas las épocas. El llamado argumento de autoridad también se inscribe dentro de este tipo de razonamiento que se apoya en los hechos o afirmaciones considerados como "ejemplares". Por medio de él se confiere valor probatorio a la opinión de un experto, de un maestro, de un personaje ilustre o, incluso, de la sabiduría popular. La cita es el instrumento del argumento de autoridad cuando el usuario la aduce como garante de la propia opinión. En la utilización retórica de este argumento, puede invocarse la autoridad de una persona sobre una materia para divulgar su opinión favorable sobre cualquier otra cosa. Lo mismo que sucedía con el entimema y los lugares, también al ejemplo se le puede oponer un contra-ejemplo. Así, a un refrán como "la prudencia es madre de la ciencia", se le contrapone otro como "el que no se arriesga no pasa la mar". Además, cuando se aduce un ejemplo se sobreentiende que uno mismo se esfuerza igualmente por acercarse a él. Esto permite salidas cómicas como la siguiente: a un padre que le dice a su hijo mal estudiante recurriendo a un ejemplo: "A tu edad, Napoleón era el primero de la clase", le replica el muchacho:"A la tuya, era emperador". Es, evidentemente, utilísimo desentrañar los componentes "lógicos" de cualquier discurso retórico. Pues entimemas y ejemplos nos dan una información preciosa del tipo de "verdades comúnmente admitidas" por el grupo de personas a quien, en nuestro caso concreto, se dirige Sagasta para lograr la persuasión mediante este procedimiento racional. Pero el ser humano, además de razón, también es corazón; es sensibilidad y entendimiento. Y cuando desea persuadir -más si cree que posee una verdad- no se detiene en ponderar el rigor formal del método, sino que pone, consciente o inconscientemente, al servicio de esa actuación todos los dispositivos que posee. Por ello, junto a las argumentaciones lógicas o razonables el orador procura poner en juego toda suerte de móviles psicológicos incitadores o intimidatorios que incidan en los sentimientos, emociones y creencias del público. Así, en el discurso persuasivo hay múltiples elementos que se dirigen al inconsciente, a la pura emoción. El orador debe conseguir regular o rellenar la brecha, que teóricamente se abre entre él y su auditorio, acudiendo a la exaltación de valores comunes, al halago, a la alusión a un enemigo real o imaginario, al temor que inspira ese mismo enemigo, o creando un sentimiento de culpa, lástima o conmoción en los que escuchan 18. Lo cierto es que en muy dispares circunstancias históricas un discurso político basado esencialmente en estos resortes psicológicos, sin más aditamentos, y puesto en los labios del hombre adecuado ("el conductor del pueblo" o demagogo) ha movilizado a grandes masas acríticas y faltas de cultura. Es un vivo ejemplo la apelación de algunos políticos al mito del "pueblo" 19, convocado en torno a un líder carismático, intérprete de sus deseos y garante de su cumplimiento 20. El orador "populista" se sirve de un conjunto de imágenes "cálidamente coloreadas" capaz de crear un estado de ánimo épico, e impulsar a la acción en contra del "antipueblo". De ningún modo toleraría dudas sobre su fuerza o su honradez y abusa permanentemente de sentimientos persecutorios. La imagen, por ejemplo, de un enemigo amenazante, de una conspiración contra el "pueblo", está siempre presente en su discurso y toma diferentes nombres según el sujeto de la apelación: "pobres y ricos", "explotados y explotadores", "descamisados y oligarcas", "nacionales y extranjeros", "nosotros y ellos"...También en el discurso de los movimientos nacionalistas puede observarse un elevado componente emocional 21. En ellos desempeña un importantísimo papel la "presunta recuperación del pasado nacional"; de ahí que el mensaje aparezca plagado de símbolos y valores tradicionales que provocan el "recuerdo" mitificado de antiguos reinos, imperios o formas políticas autóctonas que generan el anhelo de una perdida Edad de Oro 22. Queda patente, pues, lo peligroso, por lo efectivo, que puede llegar a ser este componente psicológico en el discurso político. Por ello Quintiliano dio especial relevancia en su formación del orador al componente ético. Porque, frente al carácter impersonal y abstracto de la demostración lógica, la justificación retórica está ligada a la personalidad del que argumenta. Este es el sentido de la definición que Quintiliano recoge del orador como vir bonus dicendi peritus. No se trata de que haya que ser "bueno" para ser buen orador, sino que la honradez, la probidad, conceden un crédito al que las posee, y por lo tanto su fuerza persuasiva es mayor. Por el contrario, un orador de poco prestigio moral, cuyas intenciones sean sospechosas, perderá toda confianza y fiabilidad ante el auditorio. Por esto el discurso retórico, para que sea eficaz, debe ser coherente con lo que se espera de la conducta de quien lo pronuncia. El concejal de urbanismo que diserta con el objetivo de potenciar el uso del transporte colectivo y luego se le ve en coche paseando por la ciudad ha fracasado totalmente en sus propósitos persuasivos. Más la eficacia persuasiva brota también de los recursos estilísticos que ayudan a hacer el mensaje atractivo y, especialmente, si resultan acordes con la sensibilidad, la imaginación, el gusto y la formación literaria de los oyentes. Sin la adecuada "elocución" todo lo demás—escribe Quintiliano—"es muy semejante a una espada encerrada en su vaina"23. Como resultado, sin embargo, de la tendencia de ciertas retóricas a limitarse a los problemas de estilo y expresión, los recursos expresivos o figuras fueron considerados cada vez más como simples ornatos, que sólo contribuían a crear un estilo artificial y florido. La exuberancia verbal, vacía de contenido, a la que las circunstancias sociales y políticas empujaron la Retórica, la terminó convirtiendo en sólo un catálogo de tropos y figuras, es decir, en un arte de adornar el estilo, en lugar de lo que había sido por varios siglos: la facultad de hallar y organizar temas y argumentos, y expresarlos luego de manera atractiva con el propósito de enseñar, agradar y persuadir. Pero esas llamadas figuras retóricas no se habían ideado para servir sólo de simple adorno, sino por su efecto persuasivo y por su valor argumentativo añadido 24. "El ornato del discurso - dice Quintiliano- no es de poca utilidad al asunto. Porque quien escucha a gusto, presta mayor atención y se siente más inclinado a dejarse convencer. A veces su gusto le tiene preso, a veces le arrastra su admiración"25. El modo de expresión, en general, y las figuras, en particular, deben ser útiles y convenientes a la intención del discurso, porque, -afirma el rétor calagurritano- "¿de qué sirve que haya palabras significativas, elegantes y trabajadas con figuras y según una buena armonía, si ninguna conexión tienen con aquellas cosas hacia las que queremos inclinar y persuadir al juez?"26. Pues no siempre las muchas y floridas palabras captan la atención más que las menos. Sentado lo anterior, citaremos, a modo de ejemplo, algunas de las figuras retóricas más efectivas en el discurso político 27. Para que exista una figura debe darse un uso que se aleje de la forma normal de expresarse y que, por ello, atraiga la atención. Porque, en palabras de Aristóteles, "lo que se aparta de los usos ordinarios consigue, desde luego, que parezca más solemne; pues, lo mismo que les acontece a los hombres con los extranjeros y con sus conciudadanos, eso mismo les ocurre también con la expresión. Y por ello conviene hacer algo extraño el lenguaje corriente, dado que se admira lo que viene de lejos, y todo lo que causa admiración, causa asimismo placer"28.Las recurrencias o repetición de sonidos y sentidos que se emplean en el eslogan publicitario ("Al pan, pamplonica"), en las aclamaciones entusiastas ("Juan Pablo II, te quiere todo el mundo") o incluso en la poesía mística ("Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero"), se pueden transformar en boca de un buen orador político en auténtico resorte argumentativo. Su fuerza está en la insistencia fónica en un mismo pensamiento para que tenga más penetrante eficacia y van desde la simple recurrencia de los sonidos con calculada variación ("Ni Flick ni Flock"), hasta la más ingeniosa combinación que echa mano de la técnica de los sinónimos, que acude a las mismas palabras con significados distintos o a la machacona reiteración de frases enteras en las que se cambia lo imprescindible para que el resultado sea sorprendente. Como esos utilísimos juegos de palabras del tipo "No tenemos miedo a negociar, pero no negociaremos por miedo". También son de gran efecto toda la serie de figuras que consisten en la sustitución de la palabra o de la idea propias por otra u otras cuya significación está con aquella en una relación real (sinonimia, perífrasis), de analogía (metáfora, alegoría), de causalidad (metonimia) o de contraste (ironía). Su poder eufemístico, explicativo o embellecedor hace que gocen de prestigio y popularidad entre los buenos oradores, más aún porque les es inherente cierta indeterminación que provoca la atención y exige la colaboración interpretativa del oyente. No decir las cosas expresamente tiene muchas ventajas: suaviza la reacción del oponente y hasta le puede colocar en un mal lugar, toda vez que el primer orador puede negar, con algún viso de realidad, lo que su rival ha creído entender. Si uno observa las palabras clave utilizadas en los discursos políticos de la llamada "transición española", por ejemplo, se da perfecta cuenta de cómo términos que pudieran suscitar reacciones al proceso de reforma están prácticamente proscritos: "consenso" aparece como la palabra talismán, el "comunismo" evita el estigma suavizándose con un prefijo de referencia a Europa y convirtiéndose en "eurocomunismo"; el "socialismo" se hace "socialdemocracia"; la derecha recibe apelativos como "civilizada" o "razonable" y se constitucionalizan términos como "nacionalidad" y "autogobierno" en lugar y como atenuante de los reivindicados "nación" y "autodeterminación"29.Pero quizá sea la ironía, y sus múltiples variantes y conexiones30, la que mejor se preste a la argumentación y a la contra-argumentación, por ser la figura, en palabras de Cicerón, "que de manera muy especial se infiltra en la inteligencia de los hombres" 31. Con una frase como "¡Yo soy el responsable de todo, sí señor, hasta de la caída de Roma!", el orador quiere dar a entender lo contrario de lo que está diciendo. La ironía atrae, entonces, la atención del oyente. Gracias al juego irónico, se siente más interesado, pues le acucia la curiosidad y el deseo de saber adónde quiere ir a parar el orador, que o sabe más de lo que dice, o lo que sabe se aparta de cuanto está expresando. Es pe-dagógica 32, porque, al oír a Demóstenes exclamar irónicamente: "¡Bonito favor ha recibido hoy en compensación el pueblo de Oreos por haberse puesto en manos de los amigos de Filipo! ¡Bonito también el de los de Eretria por haber rechazado a vuestros embajadores y haberse entregado a Clitarco! Son esclavos a golpe de látigo y a punta de cuchillo"33, al oír esto -decimos- los atenienses pueden elegir todavía, aunque los oreítas y los de Eretria ya no puedan hacer nada. La ironía, en fin, es necesaria, dice Laín Entralgo 34, y es necesaria en la política, y es necesaria en el Parlamento, y uno de los defectos de la vida española en tantas y tantas ocasiones es que los políticos no han actuado ni han hablado con humor, no han hablado con la ironía debida..."35.Reconocida la eficacia de esos recursos estilísticos, el propio orador, para evitar los excesos, debe, según Quintiliano 36, distinguir qué es lo útil y conveniente, qué elementos del lenguaje se adaptan al proyecto total del discurso, incluido el ámbito social, político e histórico que se trasluce en él. Pero el discurso, además de apoyarse en la fuerza de la lógica, de la pasión y de la coherencia ética y estética, recibe, por último, el apoyo retórico de los sentidos cuando se pronuncia, cuando se hace acto; pues un orador no sólo tiene oyentes, sino también espectadores. "Es tan grande" -escribe Joaquín Mª López, en sus Lecciones le Elocuencia 37- "la diferencia que resulta de oír un discurso bien pronunciado a leerlo después que puede decirse con verdad que la imprenta, aunque copie con fidelidad la palabra, no nos transmite más que su sombra. Conocer por tanto a un orador por sus discursos escritos es no conocerlo. La acción es un lenguaje que viene en auxilio de otro lenguaje; el tono, las modulaciones de la voz, el gesto y la expresión de la fisonomía, auxiliares todos tan poderosos, no se transmiten al papel, en que sólo puede trazarse una copia muerta al lado del cuadro vivo y animado [...]. La acción, con todos sus otros auxiliares, es la que da vida a una palabra. Ella hace de un sonido un dardo, de un acento una conmoción y de una voz una tempestad." El tono, la mirada, el gesto son, en efecto, la expresión más clara del sentimiento y operan de manera directa sobre el ánimo del auditorio; son el lenguaje de la naturaleza que todos entendemos, mientras que las palabras son signos convencionales que sólo reciben su significación completa por el modo de ser pronunciadas. Consciente o inconscientemente, estamos transmitiendo continuamente información con nuestro cuerpo. Y así, en el discurso, como en el género dramático, lo estrictamente literario es sólo una parte; cuenta tanto o más la "representación". Pero, como siempre, hay que evitar esos excesos a los que hace referencia un privilegiado observador de la oratoria española: "Muchos representantes del país" -critica Fernández Flórez 38- "no han traído al Congreso más que unos sanos pulmones, y procuran ganar con ellos la popularidad. Congestionados, aporreando las cabeceras de los bancos, en lucha con los otros pulmones, vociferan injurias, acusaciones triviales. Y es que el cerebro posee una voz y los riñones otra. Pero en la labor que ahora está encomendada a la Cámara son los cerebros los únicos que debieran hablar." Por eso Quintiliano, en su detalladísimo tratamiento del asunto en el libro XI, insiste en la adecuación que debe haber entre la actuación del orador con voz y gestos y cada uno de los componentes del discurso. "La moderación" -afirma- "es la que sobre todo debe llevarse la atención primera. Porque no es mi objeto formar un comediante, sino un orador". Además, se ha de tener en cuenta al destinatario y su contexto. Pues no en todos los lugares una determinada entonación o un gesto son igual de oportunos o tienen el mismo significado. La palabra y todos los elementos que conforman la acción retórica deben constituir siempre una unidad a la hora de expresar cualquier mensaje. Si el lenguaje del cuerpo y el hablado no concuerdan o, incluso, se contradicen, el público se mostrará inseguro e intranquilo, pues no acabará de captar el mensaje, inclinándose siempre por el lenguaje del cuerpo en caso de duda. El orador que saluda a sus oyentes con las palabras "Me alegro de poder estar esta noche con ustedes" y lo hace con un tono lánguido y mirando hacia el suelo no debe asombrarse si no se le cree la alegría de que habla. Es el conjunto de las palabras y del cuerpo lo que forma el mensaje que se quiere transmitir de la manera más verosímil posible. En resumen, para que un orador consiga la adhesión del auditorio y tenga la virtud de reorientar, en el género oratorio que nos va a ocupar, la situación socio-política preexistente por medio de un discurso retórico eficaz, debe valerse de la manera más ajustada y conveniente posible de ideas verdaderas o verosímiles dispuestas de tal forma que encuentre la aceptación del oyente por la fuerza lógica de la argumentación; de procedimientos psicológicos generadores de la benevolencia y la conmoción por incidir en sentimientos, emociones y creencias del público; y de recursos estilísticos que hagan atractivo el mensaje por resultar adecuados a la sensibilidad de los oyentes. La "representación" del orador, su actio, como decían los retóricos latinos, ha de revelar su propia fuerza convincente en la pronunciación del discurso. La total coherencia entre lo dicho y lo pensado, entre lo recomendado y lo practicado por el orador harán el resto. Establecida, así pues, las bases metodológicas y definidos los términos implicados, pasamos a estudiar los resortes de persuasión de uno de los más significativos discursos de Sagasta: el que pronunció sobre la conveniencia de la libertad de cultos el 28 de febrero de 1855 ante los diputados que formaban parte de las Cortes Constituyentes elegidas en 1854 39. Se discutía sobre la base segunda de la Constitución que versaba sobre la tan traída y llevada libertad religiosa. Muchos progresistas, en contra de lo que se esperaba 40, apoyan el mantenimiento explícito en la Constitución de la unidad religiosa del Estado y se dan por satisfechos con la mención a la tolerancia de cultos. El encargado de argumentar a favor de semejante muestra de contradicción programática fue el ministro de Gracia y Justicia, Joaquín Aguirre, y contra él sonaron en la tribuna las voces de los progresistas más radicales que reclamaban la total libertad de cultos. En este punto se produce la intervención de Sagasta. Su discurso comienza con un exordio que contiene lo que, según la Retórica clásica 41, interesa considerar al principio con el objetivo de preparar y predisponer positivamente al auditorio hacia la argumentación del orador; a saber: motivos que le inducen a tomar la palabra, el asunto y la autoridad del que habla. Y, en efecto, Sagasta inicia su discurso con la captatio benevolentiae propia del exordio, con términos clave como importante, grave, difícil para el asunto y, en contraposición, la "debilidad" y "poca autoridad" de un orador que debe presentarse con humildad. Opera aquí el tópos de la afectación de modestia, considerado eficaz psicológicamente en la oratoria, "ya que" -afirma Quintiliano 42- "hay una inclinación natural de la simpatía hacia el que se encuentra en dificultades". Dice Sagasta: "Señores, la materia de este debate es la más importante, es la más grave de cuantas se han presentado y pueden presentarse a la consideración de las Cortes Constituyentes; y desconfiando yo de mis débiles fuerzas para entrar en materia tan delicada, seguramente hubiera abandonado esta difícil tarea a labios más autorizados que los míos..." (Diario de Sesiones de las Cortes (DSC), sesión de 28/2/1855, n° 98, p. 2.501).Y también hace explícitos los motivos que le llevan a hablar: "Me creo en el deber de contestar a los cargos que se han dirigido aquí, ya implícita, ya explícitamente, a algunos Diputados que, siendo altamente liberales, han votado contra la libertad de cultos" (DSC, íd., p. 2.501).Para ello Sagasta se dispone a desarrollar en la parte central del discurso 43 dos líneas argumentales. Una primera pretende mostrar que los diputados que han votado en contra de la total libertad de cultos y a favor de la tolerancia religiosa han sido coherentes con sus creencias y con su ideología. Y, en la segunda, que dicho voto ha estado motivado por el sentido que esos diputados tienen de lo conveniente para la sociedad española del momento. Veamos cómo se fundamenta cada una de esas líneas argumentales. La primera, obviamente, se ha de basar en el éthos, en la caracterización de la persona, en el talante del autor del hecho en cuestión 44. La Retórica clásica enseña, en efecto, que el carácter, los modos de comportarse el orador, en el género de oratoria deliberativa que nos ocupa, tanto en su profesión como en la vida, confieren credibilidad y, por lo tanto, poder persuasivo 45. Y es que, para exculpar a los diputados que han votado a favor de la unidad religiosa, el propio Sagasta, en esta apelación al talante de la persona, se ofrece como ejemplo de coherencia ideológica, porque su talante liberal queda fuera de toda duda; y de coherencia política, en el sentido de que el diputado debe responder a las expectativas de sus electores. Dice Sagasta: "Yo ni debo ni puedo ser sospechoso a nadie en esta cuestión, porque a nadie cedo en amor a la libertad, a nadie cedo en patriotismo, a nadie cedo en buenas disposiciones a sacrificar, no mi vida, que mi vida vale poco, mi honra, por conservar ahora la libertad, por recuperarla, después si por desgracia llegáramos a perderla. Pero el Diputado, señores, tiene sagrados derechos que cumplir, tiene altas misiones que cumplir, tiene altas misiones que desempeñar, tiene, por último, que satisfacer los deseos, las necesidades, las exigencias de sus comitentes" (DSC, íd., p. 2.502).Sagasta ha sido elegido diputado por Zamora y, como político coherente que es y quiere seguir siendo, debe actuar de acuerdo con los deseos y exigencias de sus electores, que -dice- le habían encargado que no permitiera más religión que la religión católica, apostólica y romana. Son las premisas sobre las que se desarrolla el entimema fundamental con el que se justifica su actuación, y por analogía, la de aquellos políticos liberales a quienes Sagasta pretende defender. Su segunda línea argumental, introducida con exquisito estilo oratorio en preguntas retóricas, aparece fundamentada en el también clásico principio de lo conveniente. Dice Sagasta: "¿Es conveniente establecer la libertad de cultos en nuestro país? ¿Puede la Nación admitir como una mejora reforma tan radical? ¿Sería prudente, sería político en las circunstancias actuales que nos rodean, el establecimiento de semejante medida?"(DSC, íd., p. 2.502).Ciertamente, una vez establecida la credibilidad por la coherencia de quien habla, Sagasta y los diputados que han votado en contra de la libertad de cultos no han traicionado sus principios ideológicos, sino que, en parte, los han sacrificado en aras de la conveniencia pública. Aquí el argumento basa su fuerza persuasiva en la apelación al páthos sobre la base de provocar el sentimiento intimidatorio del miedo. Sagasta había repetido en las primeras líneas de su discurso hasta siete veces la palabra, emotivamente marcada, "temor", para dejar claro cuál no es el objeto de ese temor. Dice Sagasta: "No temo yo, Sres. Diputados, la realización de algunas de las ideas emitidas en el curso de este largo debate; no temo la intolerancia de cultos; no temo su libertad tan amplia como la desean algunos Sres. Diputados, tan absoluta como es posible que sea, porque otra cosa sería hacer una ofensa, sería dudar de la religión católica apostólica romana, que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española. Mal podría yo abrigar este temor. Sres. Diputados, teniendo tanta fe como yo tengo en mis creencias; yo no la temo, porque la comparación perfecciona el juicio, y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor [...]. Bajo este punto de vista, pues, no temo la libertad de cultos; yo no la puedo temer" (DSC, íd., p. 2.501-2.El temor que se inspira es, obviamente, a la involución, a la guerra civil: "¿No podría suceder, señores, que por querer avanzar demasiado sin tener en cuenta las circunstancias que nos rodean, viniésemos a parar en un retroceso?" (DSC,íd.,p. 2.502).Y, como se espera para la eficacia de este tipo de argumentos emotivos, la conclusión suele ir seguida de una admonición: "Reflexionen bien los Sres. Diputados que los enemigos de la libertad nos acechan por todas partes, que conspiran sin descanso, que tratan de explotar el descontento público, que tratarían de explotar esta medida como un arma terrible de que quizá se aprovechasen con éxito" (DSC, íd., p. 2.502).La coherencia como principio ético y lo conveniente como principio práctico son, pues, los fundamentos de la argumentación de Sagasta en la justificación "racional" de su postura. Y, como apoyatura emotiva para la mayor eficacia persuasiva, la apelación al temor al enfrentamiento civil y al retroceso social. El cuerpo central del discurso, termina, como también aconseja la Retórica clásica, con la refutación de las acusaciones de la parte contraria. Según la ordenación clásica, tras la probatio, que es positiva y sostiene la credibilidad del discurso, viene la refutatio, que es negativa por apuntar a la insostenibilidad de la opinión contraria. Contra los diputados que han afirmado que "el cristianismo es un obstáculo para la libertad", se esgrime un argumento basado en el lugar común del orden (vid. supra): "¡Que el cristianismo es el enemigo de la libertad! ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó el principio en que se funda el partido liberal? ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó las bases en que descansan las ideas democráticas? ¿Quién? El representante del cristianismo, Jesucristo" (DSC, íd., p. 2.502).Contra quienes han dicho que la intolerancia religiosa conduce al "indiferentismo" religioso y aducen como argumento probatorio los pocos edificios que se construyen hoy para el culto, frente a los grandes y suntuosos del pasado, Sagasta despliega un habilísimo argumento por analogía basado en el carácter "religioso" (con definición interesada, retórica, del término) de las obras civiles que ahora se edifican. Este punto de la refutación se inicia con una fórmula del tipo "y ahora recuerdo que" de probada eficacia oratoria porque -afirma Quintiliano- "generalmente son más placenteras las cosas que producen la impresión de que han sido improvisadas y de que no han sido preparadas en casa, sino que han nacido a medida que avanzaba el discurso; por eso son bien recibidas expresiones como 'he estado a punto de pasar por alto', 'se me había ocurrido' y 'justamente esto me recuerda'"46. La conclusión del argumento es la siguiente: "Comparad, pues, lo que hacemos ahora con lo que hacían los pueblos antiguos, y decidme en seguida si cumplimos con las obras de misericordia, tan recomendadas por nuestra santa religión, mejor y más fielmente que lo hacían nuestros antepasados dedicándose única y exclusivamente a la construcción de ermitas, capillas, iglesias, conventos, catedrales y basílicas" (DSC, íd., p. 2.503).Y, por último, la confutación directa del cargo dirigido a los Diputados que, altamente liberales, han votado contra la libertad de cultos y que ha estado motivada -alega Sagasta- porque se hace depender la libertad política de la religiosa, porque una cuestión política se convierte en una cuestión religiosa. El orador desarrolla aquí, a partir de la autoridad de la máxima "Mi reino no es de este mundo", un magnífico argumento basado en el ejemplo histórico con la apoyatura emotiva, de nuevo, de la apelación al miedo. El argumento finaliza con la siguiente admonición a contrario, repleta de ironía, exquisita muestra -en mi opinión- del saber retórico de Sagasta: "¿Queréis, pues, que volvamos a aquellos calamitosos tiempos? Pues haced depender la libertad política de la libertad religiosa, envolved a la Iglesia con el Estado, confundid la religión con la política; haced de la cuestión religiosa una cuestión política, y no lo dudéis, ese tiempo llegará; pero porque yo no quiero esos tiempos, porque yo los temo, no quiero hacer depender la libertad política de la libertad religiosa, no quiero confundir la religión con la política, no quiero hacer de la cuestión religiosa una cuestión política" (DSC, íd., p. 2.503).Tras una amplificación sobre las consecuencias de la "gran revolución del siglo XVI contra la Iglesia", con la que Sagasta exhibe sus conocimientos de historia, el discurso concluye de una manera brusca con un ruego seco, tan sólo suavizado por el adverbio "encarecidamente". Es, a nuestro juicio, lo menos conseguido del discurso; pues, contra lo recomendado por la teoría retórica, ni hay recapitulación (que permite recordar esquemáticamente los argumentos expuestos), ni hay movimiento de afectos final (última oportunidad del orador para influir emotivamente en el auditorio mediante la indignatio o la commiseratio) 47. Si el discurso funciona argumentativamente en el lógos,en el éthos y en el páthos,no lo hace menos en la léxis, en los recursos verbales puestos al servicio de la persuasión. En general, por el tipo de elocución que Sagasta realiza, cabe situarlo en aquella oratoria parlamentaria poco grandilocuente, "sencilla y natural" que Salustiano de Olózaga, su contemporáneo y uno de los grandes estudiosos de la oratoria española, tanto admiraba 48. Destaca, obviamente, la serie de figuras encuadradas en la amplia rúbrica de la "repetición", las figuras de más larga tradición retórica y poética. El efecto argumentativo más evidente de estas figuras consiste en la fijación, mediante la insistencia, de una idea ya formulada, acentuando, si es el caso, la solemnidad y la sugestión evocativa. Ya se ha citado el párrafo en el que Sagasta repite hasta siete veces el término, emotivamente marcado, "temor". Vale la pena recogerlo de nuevo aquí, porque constituye una espléndida muestra del estilo elocutivo de nuestro autor: "No temo yo, Sres. Diputados, la realización de algunas de las ideas emitidas en el curso de este largo debate; no temo la intolerancia de cultos; no temo su libertad tan amplia como la desean algunos Sres. Diputados, tan absoluta como es posible que sea, porque otra cosa sería hacer una ofensa, sería dudar de la religión católica apostólica romana, que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española. Mal podría yo abrigar este temor. Sres. Diputados, teniendo tanta fe como yo tengo en mis creencias; yo no la temo, porque la comparación perfecciona el juicio,y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor. No es la opresión, no es la intolerancia, no es, en fin, la Inquisición la que en los pueblos ha despertado la fe; el pueblo libre, por poco ilustrado que esté, con su instinto natural aceptará lo bueno y desechará lo malo, y puestas ante su vista las diferentes religiones, él las observaría, él las compararía, y por último, no lo dudéis, vendría admirado a inclinarse ante la cruz del Salvador.Se observa la preeminencia de la anáfora (repetición de la misma expresión al comienzo de diversos segmentos textuales) y de la anadiplosis (repetición del mismo término al final de un segmento textual y al principio del siguiente), ayudadas en su efecto intensificador por el paralelismo sintáctico bimembre o trimembre, el clímax ("que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española"; "es la digna, es la verdadera y la única'"),el poliptoton ("la comparación perfecciona el juicio,y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor"), la figura etimológica ("no temo...temor"),etc. Estas figuras de la repetición son, ciertamente, las causantes del efecto de fluidez, de deslizamiento, de fraseo lento y ligado en vez de sincopado. Un efecto tan apreciado por los oradores, como denostado por quienes se acercan a la oratoria desde la mentalidad de lectores. La oralidad demanda medios de persuasión elocutiva distintos de la "escrituralidad" 49. Es obvio que tanta repetición se hace pesada y, en ocasiones, irritante cuando ahora leemos el discurso transcrito en el Diario de Sesiones del Parlamento; pero estamos seguros de que no sucedería lo mismo si el discurso se escuchara. Hay que contar con algo primordial en Retórica; algo que muchas veces se olvida cuando se enjuicia el estilo de la oratoria, en general, y de esta oratoria decimonónica española, en particular. Se trata de eso que hemos dado en llamar el "componente escénico", la actio o pronuntiatio de la Retórica clásica, que es el correspondiente al momento culminante de la ejecución de un discurso; cuando a las palabras se suman la voz, el gesto y la postura 50. Es claro que cada repetición iría acompañada de una entonación, de una gesticulación y de un movimiento corporal distinto. Esas palabras repetidas no se pronunciaban con un solo tono y con una única modulación de voz. Es precisamente por medio de la observación de estas figuras como podemos llegar a apreciar ese componente escénico, tan importante para lograr el éxito del discurso. La variación tonal en la pronunciación, la presencia de vertiginosos y sorpresivos cambios de tono (aseverativo, interrogativo, admirativo) llaman la atención de los oyentes y captan su interés a lo largo de la pronunciación del discurso. Las figuras retóricas de la repetición que hemos señalado y otras como la hipófora (presentación de una objeción que a sí mismo se plantea el orador -aunque simulando que es la objeción formulada por un interlocutor innominado- para rebatirla de inmediato), la pregunta retórica (conversión de lo que podía ser un aserto en una interrogación) 51 o laparémbole (inserción de una breve frase parentética que, generalmente, subraya lo afirmado) 52 ofrecen al orador la posibilidad de alterar la entonación normal, confieren al discurso riqueza expresiva y un alto grado de agilidad dramática, aguzan, en fin, la receptividad del oyente, que de esta forma se dispone a escuchar con interés y acogimiento el contenido del discurso. Y Sagasta es sabedor de los efectos de estas figuras, de su utilidad no sólo para llamar la atención sobre el contenido, sino también para dar variedad tonal en la pronunciación del discurso. Obsérvese cuanto llevamos dicho en el siguiente párrafo: "El cristianismo, se ha dicho aquí por algunos señores Diputados, es un obstáculo para la libertad, es el enemigo de la libertad. Y yo, señores, liberal por carácter, liberal por convicción, liberal de corazón, francamente, no comprendo ese argumento. ¡Que el cristianismo es el enemigo de la libertad! ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó el principio en que se funda el partido liberal? ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó las bases en que descansan las ideas democráticas? ¿Quién? El representante del cristianismo, Jesucristo. Libertad, igualdad y fraternidad; he aquí la doctrina de Jesucristo. Jesucristo fue el primer demócrata del mundo, y vosotros, demócratas, todo lo que sois, todo lo que valéis, lo debéis al cristianismo. Buen cuidado tenéis de decirnos esto muy a menudo, y hacéis bien, porque por esto vuestras doctrinas son santas, si bien son inaplicables, y tanto más inaplicables cuanto más se acerquen a las doctrinas de Jesucristo. ¿Y sabéis por qué? Porque entre el que las proclamó y nosotros que hemos de practicarlas hay una distancia inconmensurable, hay un abismo; porque el que las proclamó era todo bondad, todo era mansedumbre, y nosotros que hemos de practicarlas somos todo soberbia, todo maldad y entiéndase, señores, que empleo la palabra maldad, relativamente hablando, puesto que estoy haciendo una comparación (si en esto cabe comparación) entre Jesucristo que proclamó esas ideas y nosotros hombres que hemos de practicarlas" (DSC, íd., p. 2.502-3).Constituye este párrafo un exquisito ejemplo del estilo elocutivo de Sagasta, de esa fuerza oratoria que Cañamaque tanto alababa en el político riojano 53:la hipófora del comienzo, los cambios de tono, de ritmo, que traslucen las abundantes figuras retóricas de la repetición (anáforas, anadiplosis, climax, sinonimias, etc.), el entremezclamiento de fórmulas de apóstrofe con preguntas y respuestas, la irrupción en el discurso de exclamaciones, de interrogaciones pasionales, de epémboles; recursos retóricos todos ellos que no sólo conceden valencia estética, literaria, sino que también están al servicio de la pronunciación misma del discurso, que de este modo gana en intensidad oratoria y en poder de persuasión. Se ha de observar, finalmente, que la concentración de figuras retóricas es mayor en el discurso de Sagasta cuanto más fuerte es el argumento que está esgrimiendo. Por eso nosotros hemos repetido casi los mismos párrafos para ilustrar su argumentación y su estilo elocutivo. Es, pues, este discurso de Sagasta un ejemplo de buena retórica, aquella en que el estilo -la elocutio- está al servicio de la idea. En definitiva, la Retórica de raigambre clásica, no la "retórica" restringida y desprestigiada de la manía clasificatoria, había estudiado y codificado, para su mejor aprendizaje y uso por todos los ciudadanos interesados, los recursos que favorecían el éxito del discurso. Mediante las recomendaciones y directrices de esta técnica para "hablar en público" (significado propio de téchne rhetoriké) el orador descubría los recursos de índole racional, psicológica y estética que, de acuerdo con las circunstancias, eran adecuados y convenientes para persuadir al oyente. Una vez hallados, ordenados y verbalizados adecuadamente, el orador se aplicaba -no debemos olvidarlo- a una exposición oral, donde se ponían en liza esos otros elementos "paraverbales" (voces, gestos, posturas) que apoyaban en gran medida la eficacia persuasiva del discurso. Pues bien, desde esa Retórica nosotros podemos proceder al análisis de los discursos para estudiar y descubrir sus resortes persuasivos. Un análisis que no debe detenerse en la simple enumeración de las "figuras retóricas" presentes en el texto, sino que debe explicar por qué ese discurso convence y persuade en un momento y a un auditorio concreto, atendiendo a sus componentes "racionales", "emotivos", "éticos", "estéticos" y "escénicos". Salen así a relucir aquellas "verdades comúnmente admitidas" (en palabras aristotélicas) que constituyen las premisas en las que se fundamentan los entimemas o razonamientos deductivos retóricos; los ejemplos o modelos que constituyen "autoridad" y en que se basan los argumentos inductivos; los sentimientos y aspiraciones que conmueven y motivan; los principios que dan coherencia ética y credibilidad al que habla; los gustos estilísticos, en fin, que provocan el placer estético y apoyan el valor probatorio de los argumentos del orador. Todo un arsenal de datos que, sin duda, pueden servir de gran ayuda al estudioso de la historia en general y, en el caso que nos ocupa, a la mejor comprensión de la brillante trayectoria política de Sagasta 54. |
De oro, un manzano verde, desarraigado, frutado de oro y con un lobo negro pasante al tronco, cebado de un cordero. |
Segasta, apellido vasco procedente del solar que tuvo en Angiozar, ayuntamiento de Elgeta (Gipuzkoa); pasó a Bergara y Arrasate (Gipuzkoa), a Elorrio y Durango (Bizkaia) y a La Rioja y a otros lugares
SAGASTA Y EL SIGLO XIX Biografía de don Práxedes Mateo-Sagasta por don José Luis Ollero Vallés Práxedes Mateo-Sagasta nació en la localidad de Torrecilla en Cameros, La Rioja, el 21 de julio de 1825. Su relación con la villa camerana fue más intensa de lo que reflejaron algunos biógrafos. Allí se casaron sus padres y a orillas del Iregua vivió toda su infancia hasta que la familia pudo establecerse en Logroño, donde continuó estudios en el Instituto Riojano. Al tener que desplazarse a Madrid para iniciar la carrera de ingeniería de caminos, se alejó físicamente de su tierra natal aunque siempre llevase a gala el haber nacido en aquel “trocito de Suiza con cielo español” que reflejase Azorín. Ingeniero de Caminos de profesión (salió de la Escuela de Caminos con el número uno de su promoción en 1849), fue destinado a la provincia de Zamora, donde llevó a cabo una intensa labor de revitalización de las Obras Públicas. Sin embargo, su auténtica vocación fue la actividad política, a la que dedicó el resto de su vida. Su trayectoria pública recorrió toda la segunda mitad del siglo XIX. Encuadrado en las filas del liberalismo progresista, destacó como habilidoso orador parlamentario desde 1854 y como incisivo periodista, dirigiendo durante algunos años el diario La Iberia. Tras vivir sus momentos más difíciles en el exilio, como fue común a los liberales del siglo XIX, las oportunidades de gobierno le llegaron con la Revolución triunfante de 1868. Ocupó diversas carteras ministeriales (significadamente las de Gobernación y Estado) y desempeñó en dos ocasiones la Presidencia del Consejo de Ministros. En estas responsabilidades de gobierno tuvo ocasión de comprobar las dificultades para llevar a la práctica la que fue divisa esencial de su ideario político: la conciliación de la libertad y el orden. Tras las frustraciones derivadas de las traumáticas experiencias del Sexenio Democrático (levantamiento y guerra colonial en Cuba, sublevaciones republicanas federales, insurrección carlista y guerra civil, cantonalismo), que acabaron derribando el edificio de la monarquía democrática de Amadeo de Saboya, su consolidación como gobernante y hombre de Estado se produjo con motivo de la Restauración borbónica de Alfonso XII. Fue capaz de aglutinar en torno a su liderazgo las dispersas huestes liberales (sería conocido como el “viejo pastor”) y colaboró activamente para que se asentara un sistema monárquico constitucional en el que liberales y conservadores se alternasen pacíficamente en el poder, sin los tradicionales y recurrentes pronunciamientos militares. Algunas de las leyes que fueron aprobadas entonces por parte de los gabinetes liberales, como la Ley de Prensa (1882), la Ley de Asociaciones (1887), o la Ley del Sufragio Universal Masculino (1890) representaron serios avances para la modernización del país, situándolo a la altura de las democracias europeas más avanzadas. Pero además de sus indiscutibles aportaciones políticas, también fue capaz de dejar una visible huella en el plano personal. Decía el conde de Romanones, uno de sus principales biógrafos, que “el poder irresistible de su seducción comenzaba en Sagasta, antes incluso que la palabra saliera de sus labios, merced a la expresión viva de sus ojos”. También dijo que “a Cánovas se le admiraba, pero a Sagasta se le quería”. Su sencillez, su humanidad y su disposición a la conciliación y a “tender puentes” entre las personas le procuraron el respeto de todos, incluso de sus adversarios políticos. Por todo ello, su fallecimiento en el domicilio madrileño de la Carrera de San Jerónimo, que tuvo lugar el 5 de enero de 1903, causó honda impresión en todo el país. Su entierro en Madrid congregó a una multitud interclasista, que acompañó a las más altas autoridades del Estado, con el rey Alfonso XIII a la cabeza, en una sincera manifestación de duelo y admiración por el político desaparecido. Desde entonces, descansa en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid. |
SAGASTA, EL GRAN PRESTIDIGITADOR Pedro López Arriba Sep 20, 2020 Don Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903) fue nada menos que siete veces presidente del Gobierno, aunque muchos sólo lo recuerden por el desastre de 1898, cuando España perdió Cuba y Filipinas. Hombre polifacético, Sagasta fue Ingeniero de Caminos, periodista, orador, estadista, masón, miembro de varias órdenes… Y también fue ministro de todo, excepto de Hacienda, a pesar de que era hombre de números, ingeniero brillante y compañero de aula de José Echegaray, el gran matemático y primer Premio Nobel de Literatura de España, tan pronto como en 1904 (los Premios Nobel se crearon en 1901). Su padre, Clemente Sagasta, era un vascongado liberal que se había trasladado a la localidad riojana de Torrecilla de Cameros, en 1824, tras la caída del Gobierno Constitucional, en 1823. No fue voluntariamente, pues fue desterrado de Vizcaya, donde vivía, por ser partidario de la Constitución de Cádiz. Su hijo Práxedes nació allí, el 21 de julio de 1825. Poco sabemos de sus primeros años, pero su padre participó como voluntario de la tropa reunida en Torrecilla para recuperar Logroño para la causa liberal, pues en los primeros compases de la contienda, en septiembre de 1833, había quedado en manos de los carlistas. Es sabido que Sagasta se enamoró al menos una vez. Y que fue un amor muy apasionado. Consta que, siendo ya Ingeniero de Caminos, cuando trabajaba en la Delegación de Obras Públicas de Zamora, raptó a una recién casada al salir de la iglesia, donde el padre, coronel retirado, la había matrimoniado con un capitán. La dama de Sagasta, Dª Angelita Vidal, tenía entonces 17 años. Y ambos vivieron en virtuoso pecado hasta que murió el marido de ella, en enero de 1885, 35 años después del rapto. Y entonces, en febrero de 1885, pudieron por fin contraer matrimonio. Sesenta años tenía el novio y 46 la novia. Tarde, ¡pero triunfó el amor! A la ceremonia también asistieron los hijos, ya mayores, de la pareja. También amó dos ciudades en su vida, Logroño y Madrid. En la capital de España estudió, vivió y se consagró y, en Madrid, dejó el Centro Riojano, fundado en 1901 y del que fue Primer Presidente de Honor. También en Logroño dejó rastros indelebles, como el monumental Puente de Hierro sobre el Río Ebro, para el paso del ferrocarril, y una larga saga de políticos riojanos, los sagastinos, que rigieron el Ayuntamiento de la ciudad y la Diputación Provincial durante el último cuarto del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX. Muchos de los sagastinos pasaron también a Madrid. Fue el caso de Tirso Rodrigáñez Sagasta, Miguel de Villanueva, o los Amós Salvador, padre e hijo. Todos ellos fueron Ministros de España en alguna ocasión (incluso de Hacienda), y también intervinieron en la vida madrileña. Amós Salvador (padre) fue Vicepresidente 1º del Ateneo en varias ocasiones y Tirso Rodrigáñez fue el Segundo Presidente del Centro Riojano de Madrid. De Sagasta dijo el maestro Azorín que nunca leyó o escribió un libro, lo que no dejó de ser una exageración del noventayochista alicantino. Y es que Sagasta, lector lo fue y mucho. Y si bien nunca llegó a escribir un libro, fue durante muchos años uno de los más destacados periodistas del diario La Iberia, desde 1856. Y llegó a ser director de La Iberia tres años (1863-1866). Como también fue, toda su vida, un devorador de la letra impresa con fecha de caducidad, la prensa. La pena es que no quisiera escribir ningún libro, porque no ha habido, ni seguramente habrá, ningún político español que haya conocido tantos Secretos de Estado, algunos no desvelados al día de hoy (incluido el asesinato de Prim), ni que haya tenido una trayectoria como la suya: diputado en Cortes en 34 legislaturas, presidente del Congreso e, incansablemente, siete veces Presidente del Consejo de Ministros con dos dinastías, las de Saboya y Borbón, y con una República entre ambas, amén de dos regencias, ¡casi nada! Si quizá se pueda decir que Sagasta escribió poco, lo que es seguro que puede decirse es que nunca paró de hablar, en sus 48 años de vida política: sólo en las Cortes, pronunció 2.542 discursos; de ellos, 1695 en el Congreso, del que también fue presidente, y 847 en el Senado. Ningún gobernante constitucional del siglo XIX habló tanto. Hasta un breve lapso de tiempo en el que estuvo sin responsabilidades gubernamentales, lo aprovechó para entrar en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Y, por si fuera poco, en este año que se cumple el centenario de la muerte de D. Benito Pérez Galdós, ateneísta al igual que Sagasta, no puede dejar de recordarse que Sagasta se consideró siempre amigo personal de él. Una amistad que demostró muchas veces, pues hizo a Galdós Diputado en Cortes por Puerto Rico, en 1886, por el Partido Liberal, entre otras cosas. Lo fue todo y tantas veces en la política española que, quizás, los historiadores han tenido siempre una cierta tentación de tomar cumplida venganza de sus más que acreditadas capacidades. Durante muchos años, la injusta mala fama de la Restauración se la llevó él y, sólo más recientemente, se ha empezado a atacar a Cánovas con análogos furores. Hace no mucho, Julio Cepeda Adán trató de equilibrar en la biografía de Sagasta los juicios negativos de siempre, los de Fernández Almagro, Pabón o García Escudero, recordando y resaltando los juicios positivos hacia su persona de Romanones y Natalio Rivas, aquel ameno cronista de presidentes de gobierno y toreros románticos. Pero la reivindicación de Sagasta, al día de hoy, no es una empresa del todo fácil. Uno de sus gestos más celebrado tuvo lugar cuando empezaba su carrera política, durante uno de los enfrentamientos del liberalismo radical o esparterista (representado por la Milicia Nacional) con el liberalismo moderado (representado por las tropas de O’Donell), en 1856. Don Práxedes, tras haberse batido en las calles al frente de sus milicianos nacionales, volvió a las Cortes, donde tenía su escaño de diputado por Zamora. Y quiso el destino que, estando el uso de la palabra, cayera a su lado un cascote de las bombas que O’Donnell lanzaba contra la Carrera de San Jerónimo. Sagasta, con calma y serenidad, cogió un pedazo de hierro de la metralla aún caliente y dijo a la presidencia: ‘Pido que conste en acta’. Y constó, claro. Estos rasgos de majeza ayudan a labrar famas muy perdurables, sin duda. Siempre en el Partido Progresista y nunca en otro, Sagasta pasó de ser un extremado liberal-progresista, comandante de la Milicia Nacional, ‘comecuras’ y ‘quemaconventos’, a ser un hombre de gran formalidad, gran componedor y astuto maniobrero, cuyo lema fue: ‘No hay orden sin libertad ni libertad sin orden’. Su enrevesada y aparentemente contradictoria trayectoria ideológica es fiel reflejo de la de casi toda la izquierda liberal española -y también de la derecha- en la segunda mitad del XIX. Sagasta no cambió más de lo que lo hizo su base social y tal vez por eso la representó tan cabalmente durante tantos años. Pero es que sus bases cambiaron realmente mucho. No fue fácil su pase desde la extrema izquierda liberal, incluida su posición preminente en la Milicia Nacional, brazo armado del partido, hasta la jefatura indiscutible del Partido Progresista, tras bautizarse como fusionista, en 1876. Tuvo a favor su condición masónica, donde alcanzó el grado 33, y supo maniobrar hasta colocarse como jefe de la facción moderada, dejando a la izquierda a Ruiz Zorrilla, primero su amigo y luego rival. Los azares del destino se conjugaron casi siempre a su favor, y teniendo en cuenta que los molinos del destino acostumbran a moler extraordinariamente fino, no cabe duda de que la diosa Fortuna estuvo de su parte en casi todas las crisis trascendentales. Con la Revolución de 1868 Sagasta llegó a ser Ministro. Formó parte, como Ministro de Gobernación, en el Gobierno Revolucionario de Prim, de ese año. Y no hay dudas. Fue el primer Gobierno de España del que en hay una fotografía, y ahí, en la foto, está Sagasta. No fue fácil para él sortear las alternativas revolucionarias del Sexenio. Y es que, mientras que tras el Sexenio Revolucionario (1868-1874) otros se mantuvieron en la línea miliciana y conspiratoria tradicional del progresismo de cuartelazos, Sagasta atravesó los primeros momentos de la Gloriosa Revolución (1868), con Prim, para volver a llegar al gobierno, pero con Amadeo de Saboya. Antes había impuesto el silencio sobre el asesinato de Prim, su jefe. Quizá porque Sagasta sabía demasiado o, quizás, porque previó que María de las Mercedes de Orleans, hija de uno de los asesinos (Montpensier), podría llegar a ser reina de España en el futuro, como efectivamente sucedió. Cuando organizó las primeras elecciones del reinado de Amadeo de Saboya, a requerimientos del monarca sobre la limpieza en el escrutinio electoral, Sagasta le dijo al Rey: «Serán todo lo limpias que en España puedan ser». Como todos sabemos, los seis gobiernos de Amadeo de Saboya, en los dos años de su reinado, no lograron asentar la nueva monarquía, ni acallar las armas, y la crisis política y social fue en aumento entre 1871 y 1872. Ante ese panorama, el cada vez más agobiado Amadeo I, presentó finalmente su renuncia a la Corona española, el 11 de febrero de 1873. Por un curioso azar de la política, tanto Cánovas como Sagasta quedaron fuera de las Cortes republicanas en 1873. Dos años después, en 1875, y gracias a Sagasta –aunque poco se insiste en ello- , Cánovas pudo construir el edificio de la Restauración, hecho de alternancia partidista, liberalismo compartido y limitada afición a la democracia. Menos sincero que Cánovas, Sagasta resultaba mucho más llevadero en el trato personal. Se cuenta la anécdota de que, al morir asesinado Cánovas, en 1897, al final de los funerales, Sagasta dijo a los personajes principales que allí estaban reunidos: ‘Ahora que ha muerto el gran hombre, ya podemos tutearnos’. Entre medias, presidió también el último gobierno de la efímera I República española, durante el año de 1874. La República de 1874 fue una singular iniciativa del general Serrano para establecer la República sobre bases más cabales que el cantonalismo. Un intento poco estudiado y que constituye, probablemente, una de las más interesantes experiencias políticas de España en el siglo XIX. Un intento que se vería finalmente malogrado por el retraso que sufrieron las operaciones militares para la pacificación definitiva del país, que hubiera deparado la victoria final sobre los carlistas en el mismo año de 1874. Pero el frío otoño de 1874, que determinó la suspensión de las operaciones militares a finales de octubre, facilitó que pudiese prosperar la conspiración del general Martínez Campos para elevar al trono a Alfonso XII. Pue bien, el Pronunciamiento de Sagunto, de Martínez Campos, el 29 de diciembre de 1874, se dio contra un gobierno presidido por Sagasta. No tuvo el verbo de Castelar, ni la clarividencia de Cánovas, pero supo convertirse en el Viejo Pastor para la desorientada grey progresista de 1875. Un viejo líder que supo aprovechar las grandes posibilidades de la Restauración, para convertir esas posibilidades en leyes renovadoras. Sagasta trajo la Ley del Sufragio Universal Masculino, el Código Civil, la Ley de Asociaciones, la Ley de Régimen Local, el Matrimonio Civil, la Ley de Prensa y otras de gran calado en los ámbitos militar, civil, económico y judicial. Que muchas de esas leyes las sacara tras haberlas combatido en las Cortes, no sólo muestra su indiferencia en materia ideológica, sino su permanente adecuación al medio. A cambio, en lo personal, fue hombre de honradez intachable, de afabilísimo trato y con una valentía que lo hizo muy simpático al pueblo. Su época de mayor gloria fueron los años 80 del siglo XIX, los cinco primeros en la oposición y los cinco segundos en el gobierno. Su decadencia llegó en la década siguiente, y su momento álgido, es decir, el más doloroso, fue el año de 1898. Y desde ahí, con el desastre a cuestas, hasta su total decadencia física y muerte en 1903, tras un soponcio que le sobrevino en las Cortes, justamente al final de un discurso en defensa del trono. Paradójicamente, lo que más se ha discutido sobre Sagasta ha sido la circunstancias y su comportamiento al frente del Gobierno, cuando España entró en la Guerra contra los Estados Unidos, en 1898, con el resultado conocido por todos y lamentado por muchos. Pero la fatalidad hizo que su sexta llegada al Gobierno, en 1897, fuese por expresa petición personal de la reina María Cristina, con la que Sagasta tenía magnifica relación. Sagasta siempre dominó el don de la simpatía, que poseía a raudales. Y la causa de esa angustiada petición de la Reina Regente era tan lógica como sombría: tras el asesinato de Cánovas por el anarquista Angiolillo, que pretendía vengar los fusilamientos de Montjuich, denunciados en la prensa europea como un renacer de la Inquisición, la reina creía que sólo un liderazgo fuerte, como el de Sagasta, podría ayudar a superar la difícil situación de España. Y Sagasta nunca rechazó el poder, pero entonces, además, tenía la obligación de ocuparlo. Entre sus jóvenes ministros hubo un tal Antonio Maura que, años antes, había preparado un plan de autonomía para las colonias, inteligente y audaz. Sagasta quiso ahora aplicarlo y eso fue lo que decidió a los Estados Unidos, y a los rebeldes cubanos, a desatar su ofensiva final en 1898, porque, si triunfaba la autonomía, perderían la guerra. Que así pensaban los norteamericanos y los cubanos es indudable. Y que los USA empujaron a una España militarmente muy inferior a una guerra suicida, como la del 98, nadie puede tampoco dudarlo. Que la explosión del Maine fue -como dice Carlos Alberto Montaner en su novela Trama– una excusa proporcionada por los cubanos a los norteamericanos para machacar la flota del almirante Cervera, está bastante acreditada y es, desde luego, perfectamente verosímil. Porque, realmente, si no hubiesen tenido esa excusa, los norteamericanos hubieran encontrado otra cualquiera, y también hubiesen contado siempre, en todo caso posible, con la complacencia de Francia y Gran Bretaña. Es falso que los altos mandos militares y civiles españoles no supieran que, en 1898, Estados Unidos tenía infinitamente más fuerza, en recursos, población, barcos y cercanía a Cuba. Pero es cierto que lo ignoraron. Nadie se atrevió a plantarle cara a la demagogia política y periodística, que caricaturizó hasta la náusea el conflicto y no permitió la entrega o la venta de Cuba, que fue el ultimátum de Estados Unidos. Antes que vender o regalar, prefirieron hacer una guerra para perderla. Y, para desgracia de España, Sagasta alcanzó en tan triste ocasión como el Desastre del 98, el castigo merecido por todos los demagogos: encontrarse enfrente a otros demagogos más desvergonzados todavía. Entonces fue cuando pudo desplegar realmente sus altas dotes, las que le habían labrado su fama de ser ‘el político de las horas difíciles’. Porque Sagasta no se sintió nada feliz del encargo recibido de la Corona para pilotar aquella crisis. Y si fueron tan difíciles también se debió en parte a que él tampoco contribuyó mucho a hacerlas más fáciles, por esa misma razón. Durante las discusiones en las Cortes, los partidos echaron sobre Sagasta el fardo de la derrota, cuando casi todos la habían propiciado y muy pocos combatido. Pero ése era sin duda el destino de un hombre que vivió para la política y murió por ella. Después de protagonizar tantos episodios, casi pasa a la historia sólo como el hombre que perdió Cuba. La política, en fin. No murió en la Presidencia del Gobierno por un mes. El último gobierno de Sagasta cayó el 6 de diciembre de 1902. El falleció el 5 de enero de 1903. Sus restos reposan en el Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, en Madrid. Acompañado de liberales de la primera época, como Mendizábal, Olózaga, Calatrava, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa y Argüelles, junto con otros liberales de la siguiente generación del XIX, como Ríos Rosas. Y con ellos yacen también para siempre los restos de los últimos liberales de ese siglo, como su gran rival, Cánovas, Eduardo Dato y Canalejas, los tres asesinados. Un conjunto de sepulcros de gran belleza y simbolismo, que vale la pena visitar. |
Este libro es uno de los grandes libros de historia, muestra ideal del hitler y nacismo
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