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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

viernes, 22 de febrero de 2013

136.-El Cantar de mío Cid.-a

El Cantar de mío Cid.

  


El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre del héroe: el Mio Cid. Compuesto a finales del siglo XII o en los primeros años del siglo XIII, estaba ya acabado en 1207, cuando cierto Per Abbat (o Pedro Abad) se ocupó de copiarlo en un manuscrito del que, a su vez, es copia el único que hoy se conserva (falto de la hoja inicial y de dos interiores), realizado en el siglo XIV y custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid. La datación del poema allí recogido viene apoyada por  una serie de indicios de cultura material, de organización institucional y de motivaciones ideológicas. Más dudas plantea su lugar de composición, que sería Burgos según unos críticos y la zona de Medinaceli (en la actual provincia de Soria), según otros. La cercanía del Cantar a las costumbres y aspiraciones de los habitantes de la zona fronteriza entre Castilla y Alandalús favorece la segunda posibilidad.

El Cantar de mio Cid, como ya hemos avanzado, se basa libremente en la parte final de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, desde que inicia el primer destierro en 1081 hasta su muerte en 1099. Aunque el trasfondo biográfico es bastante claro, la adaptación literaria de los sucesos es frecuente y de considerable envergadura, a fin de ofrecer una visión coherente de la trayectoria del personaje, que actúa desde el principio de un modo que el Campeador histórico sólo adoptaría a partir de 1087 y, sobre todo, del segundo destierro en 1088. Por otra parte, el Cantar desarrolla tras la conquista de Valencia toda una trama en torno a los desdichados matrimonios de las hijas del Cid con los infantes de Carrión que carece de fundamente histórico. Así pues, pese a la innegable cercanía del Cantar a la vida real de Rodrigo Díaz (mucho mayor que en otros poemas épicos, incluso sobre el mismo héroe), ha de tenerse en cuenta que se trata de una obra literaria y no de un documento histórico, y como tal ha de leerse. 
En cuanto a las posibles fuentes de información sobre su héroe, el autor del Cantar se basó seguramente en la historia oral y también parece bastante probable que conociese la ya citada Historia Roderici. No hay pruebas seguras sobre la posible existencia de cantares de gesta previos sobre el Cid que hubiesen podido inspirar al poeta, aunque parece claro que tuvo como modelos literarios, ya que no históricos, otros poemas épicos, tanto castellanos como extranjeros, recibiendo en particular el influjo del célebre Cantar de Roldán francés, muy difundido en la época. Por ello, la constitución interna del Cantar de mio Cid es la típica de los cantares de gesta.

Un rasgo esencial es su empleo de versos anisosilábicos o de medida variable, divididos en dos hemistiquios, cada uno de los cuales oscila entre cuatro y once sílabas. Los versos se unen en series o tiradas que comparten la misma rima asonante y suelen tener cierta unidad temática. No existen leyes rigurosas para el cambio de rima entre una y otra tirada, pero éste se usa a veces para señalar divisiones internas, por ejemplo al repetir con más detalle el contenido de la tirada anterior (técnica de series gemelas) o cuando se pasa de la narración a las palabras que pronuncia un personaje (estilo directo). Por último, las tiradas o series se agrupan en tres partes mayores, llamadas también «cantares», que comprenden los versos 1-1084, 1085-2277 y 2276-3730, respectivamente. 
El primer cantar narra las aventuras del héroe en el exilio por tierras de la Alcarria y de los valles del Jalón y del Jiloca, en los que consigue botín y tributos a costa de las poblaciones musulmanas. El segundo se centra en la conquista de Valencia y en la reconciliación del Cid y del rey Alfonso, y acaba con las bodas entre las hijas de aquél y dos nobles de la corte, los infantes de Carrión. El tercero refiere cómo la cobardía de los infantes los hace objeto de las burlas de los hombres del Cid, por lo que éstos se van de Valencia con sus mujeres, a las que maltratan y abandonan  en el robledo de Corpes. El Cid se querella ante el rey el rey Alfonso, quien convoca unas cortes en Toledo, donde el Campeador reta a los infantes. En el duelo, realizado en Carrión, los infantes y su hermano mayor quedan infamados; mientras tanto, los príncipes de Navarra y Aragón piden la mano de las hijas del Cid, que las ve así casadas conforme merecen.

Otro de los aspectos característicos de los cantares de gesta es su estilo formular, es decir, el empleo de determinados clichés o frases hechas, por ejemplo en la descripción de batallas o bien para referirse a un personaje. Así, el Cid es llamado a menudo «el bueno de Vivar», «el que en buena hora nació» o «el de la luenga barba», mientras que a Minaya Álvar Fáñez se lo presenta varias veces en el fragor del combate con la fórmula «por el codo abajo la sangre goteando». Este rasgo se liga a la difusión oral del Cantar (por boca de los juglares que lo recitaban o cantaban de memoria, acompañándose a menudo de un instrumento musical), pero también responde a un efecto estético (el gusto por ver tratados los mismos temas de una misma forma). Otros recursos estilísticos de los cantares de gesta son la gran alternancia y variedad de tiempos verbales; el uso de parejas de sinónimos, como «pequeñas son y de días chicas», y también de parejas inclusivas, como «moros y cristianos» (es decir, todo el mundo); o el empleo de las llamadas frases físicas, al estilo de «llorar de los ojos» o «hablar de la boca», que subrayan el aspecto gestual de la acción.

En cuanto al argumento, como se ha visto, abarca dos temas fundamentales: el del destierro y el de la afrenta de Corpes. El primero se centra en la honra pública o política del Campeador, al narrar las hazañas que le permiten recuperar su situación social y, a la vez, alcanzar el perdón real; el segundo, en cambio, tiene por objeto un asunto familiar o privado, pero que tiene que ver también con el honor del Cid y de los suyos, tan realzado al final como para que sus hijas puedan casar con los príncipes de Navarra y Aragón. De ahí que el Cantar hay podido ser caracterizado como un «poema de la honra».
 Esta honra, sea pública o privada, tiene dos dimensiones: por un lado, se relaciona con la buena fama de una persona, con la opinión que de ella tienen sus iguales dentro de la escala social; por otro, tiene que ver con el nivel de vida de una persona, en la medida en que las posesiones materiales traducen la posición que uno ocupa en la jerarquía de la sociedad.  Por eso el Cid se preocupa tanto de que el rey conozca sus hazañas como de enviarle ricos regalos que, por así decir, plasmen físicamente las victorias del Campeador.

La doble trama del destierro y de la afrenta describe una doble curva de descenso y ascenso: desde la expropiación de las tierras de Vivar y el exilio se llega al dominio del señorío de Valencia y a la recuperación del favor real; después, desde la  pérdida de la honra familiar provocada por los infantes se asciende al máximo grado de la misma, gracias a los enlaces principescos de las hijas del Cid. En ambos casos, la recuperación del honor cidiano se logra por medios casi inéditos en la poesía épica, lo que hace del Cantar no sólo uno de los mayores representantes de la misma, sino también uno de los más originales. 
En efecto, el héroe de Vivar, que es desterrado a causa de las calumnias vertidas contra él por sus enemigos en la corte, nunca se plantea adoptar alguna de las extremadas soluciones del repertorio épico, rebelándose contra el monarca y sus consejeros, sino que prefiere acatar la orden real y salir a territorio andalusí para ganarse allí el pan con el botín arrancado al enemigo, opción siempre considerada legítima en esa época. Por eso es característico del enfoque del cantar el énfasis puesto en el botín obtenido de los moros, a los que el desterrado no combate tanto por razones religiosas, como por ganarse la vida, y a los que se puede admitir en los territorios conquistados bajo un régimen de sumisión.
 Eso no significa que el Cid y sus hombres carezcan de sentimientos religiosos. De hecho, el Campeador se encarga de adaptar para uso cristiano la mezquita mayor de Valencia, que convierte en catedral para el obispo don Jerónimo. Es más, la relación del héroe con la divinidad es privilegiada, según se advierte en la aparición de San Gabriel para confortar al Cid cuando inicia la incierta aventura del destierro. Lo que no hay es un claro ideal de Cruzada, nada de «conversión o muerte». 
Los musulmanes de las plazas conquistadas, aunque no son vistos como iguales, tampoco se encuentran totalmente sometidos. Encuentran su lugar dentro de la sociedad ideal de la Valencia del Cid como mudéjares, es decir, como musulmanes que conservan su religión, su justicia y sus costumbres, pero bajo la autoridad superior de los gobernantes cristianos y con ciertas limitaciones en sus derechos. Sin caer en la tentación de ver en ello una convivencia idílica, está claro que no se aprecia en el ideario del Campeador ningún extremismo religioso.

Por lo que hace a la afrenta de Corpes, la tradición épica exigía que una deshonra de ese tipo se resolviese mediante una sangrienta venganza personal, pero en el Cantar de mio Cid se recurre a los procedimientos legales vigentes, una querella ante el rey encauzada por la vía del reto entre hidalgos.  Se oponen de este modo los usos del viejo derecho feudal, la venganza privada que practican los de Carrión, con las novedades del nuevo derecho que surge a finales del siglo XII y a cuyas prácticas responde el uso del reto como forma de reparar la afrenta. Con ello se establece una neta diferencia entre los dos jóvenes y consentidos infantes, que representan los valores sociales de la rancia nobleza del interior, y el Campeador y los suyos, que son miembros de la baja nobleza e incluso villanos parcialmente ennoblecidos por su actividad bélica en las zonas de frontera. Tal oposición no se da, como a veces se ha creído, entre leoneses y castellanos (García Ordóñez, el gran enemigo del Cid, es castellano), sino entre la alta nobleza, anquilosada en valores del pasado, y la baja, que se sitúa en la vanguardia de la renovación social.

La acción prudente y comedida del héroe de Vivar manifiesta el modelo de mesura encarnado por el Cid en el Cantar, pero éste no sólo depende de una opción ética personal, sino también de un trasfondo ideológico determinado. En este caso, responde al «espíritu de frontera», el que animaba a los colonos cristianos que poblaban las zonas de los reinos cristianos que limitaban con Alandalús. Dicho espíritu se plasmó especialmente en una serie de fueros llamados «de extremadura», a cuyos preceptos se ajusta el poema, tanto en la querella final como en el reparto del botín, a lo largo de las victorias cidianas. El norte de estos ideales de frontera lo constituye la capacidad de mejorar la situación social mediante los propios méritos, del mismo modo que el Cantar concluye con la apoteosis de la honra del Campeador, que, comenzando desde el enorme abatimiento inicial, logra ver al final compensados todos sus esfuerzos y desvelos.

Un héroe mesurado.

De los grandes héroes épicos se esperaba en la Edad Media que realizasen hazañas al filo de lo imposible y mantuviesen actitudes radicales, a menudo fuera de lo comúnmente aceptado. Salvo contadas excepciones, el Cid se separa de dicho modelo para ofrecer uno opuesto. Ya en la Crónica Najerense, el joven Rodrigo opone su mesura a las fanfarronadas del rey Sancho, actitud que pervivirá en el Cantar del rey don Sancho, ya en el siglo siguiente. También en las Mocedades de Rodrigo primitivas el personaje se conduce con mesura y prudencia, y sólo en la refundición del siglo XIV y en algunos romances inspirados en ella surgirá la figura (más acorde con los gustos de esa época turbulenta) de un Rodrigo arrogante y rebelde.

Donde le mesura del héroe resulta más patente es en el Cantar de mio Cid. Allí, en la primera tirada o estrofa, se nos dice ya:
 “Habló mio Cid bien y tan mesurado: / — ¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto! / ¡ Esto me han urdido mis enemigos malos!”.
 En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido. Más que una acusación, el último verso citado es la constatación de un hecho. A partir de entonces Rodrigo habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas. Cuando, al poco, el Cid observa un mal agüero en su viaje hacia el exilio, no se desalienta, sino que exclama “¡Albricias, Álvar Fáñez, pues nos echan de la tierra!” La buena noticia es la misma del destierro, pues abre una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado.

Donde se ve de manera más clara esa mesura característica del Cid es en la parte final de la trama. Después de una afrenta como la sufrida por doña Elvira y doña Sol en el robledo de Corpes, lo normal, según las exigencias del género, hubiera sido que su padre reuniese a sus caballeros y lanzase un feroz ataque contra las posesiones de los infantes de Carrión y de sus familiares, matando a cuantos encontrase a su paso y arrasando sus tierras y palacios. Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el reto o desafío. Tras das parte al rey Alfonso de la afrenta, se reúnen las cortes del reino y ante ellas el Campeador reta a los infantes.
 El rey acepta el reto y tres caballeros del Cid se oponen en el campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la afrenta sin ninguna muerte y sin derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho de la época. Siglos antes de que se pusiesen de moda las películas de juicios, el venerable Cantar de mio Cid advirtió ya las posibilidades dramáticas de un proceso judicial y las puso al servicio de la prudencia y de la mesura de su héroe.


  

Argumento y estructura.
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Codice



Estructura interna

El tema del Cantar de mio Cid es el complejo proceso de recuperación de la honra perdida por el héroe, cuya restauración supondrá al cabo una honra mayor a la de la situación de partida. Implícitamente, se contiene una dura crítica a la alta nobleza leonesa de sangre o cortesana y una alabanza a la baja nobleza que ha conseguido su estatus por méritos propios, no heredados, y guerrea para conseguir honra y honor.
El poema se inicia con el destierro del Cid, primer motivo de deshonra, a causa de la figura jurídica de la ira regia ("el rey me ha airado", vv. 90 y 114), injusta porque ha sido provocada por mentirosos intrigantes ("por malos mestureros de tierra sodes echado", v. 267) y la consiguiente confiscación de sus heredades en Vivar, el secuestro de sus bienes materiales y la privación de la patria potestad de su familia.
Tras la conquista de Alcocer, Castejón, la derrota del conde don Remont y la final conquista del reino de taifas y ciudad de Valencia, gracias al solo valor de su brazo, su astucia y prudencia, consigue el perdón real y con ello una nueva heredad, el Señorío de Valencia, que se une a su antiguo solar ya restituido. Para ratificar su nuevo estatus de señor de vasallos, se conciertan bodas con linajes del mayor prestigio cuales son los infantes de Carrión.

Pero con ello se produce la nueva caída de la honra del Cid, por el ultraje que le infieren los infantes de Carrión en la persona de sus dos hijas, que son vejadas, fustigadas, malheridas y abandonadas en el robledal de Corpes para que se las coman los lobos.
Este hecho supone según el derecho medieval el repudio de facto de estas por parte de los de Carrión. Por ello el Cid decide alegar la nulidad de estos matrimonios en un juicio presidido por el rey, donde además los infantes de Carrión quedan infamados públicamente y apartados de los privilegios que antes ostentaban como miembros del séquito real. Por el contrario, las hijas del Cid conciertan matrimonios con reyes de España, llegándose así al máximo ascenso social posible del héroe.
Así, la estructura interna está determinada por unas curvas de obtención–pérdida–restauración–pérdida–restauración de la honra del héroe. En un primer momento, que el texto no refleja, el Cid es un buen caballero vasallo de su rey, honrado y con heredades en Vivar. El destierro con que se inicia el poema es la pérdida, y la primera restauración, el perdón real y las bodas de las hijas del Cid con grandes nobles. La segunda curva se iniciaría con la pérdida de la honra de sus hijas y terminaría con la reparación mediante el juicio y las bodas con reyes de España. Pero la curva segunda supera en amplitud y alcanza mayor altura que la primera.

Estructura externa

Los editores del texto, desde la edición de Menéndez Pidal de 1913, lo han dividido en tres cantares. Podría reflejar las tres sesiones en que el autor considera conveniente que el juglar recite la gesta. Parece confirmarlo así el texto al separar una parte de otra con las palabras: «aquís conpieça la gesta de mio Çid el de Bivar» (v. 1085), y otra más adelante cuando dice:

 «Las coplas deste cantar aquís van acabando» (v. 2276).

Argumento

Primer cantar. Cantar del destierro (vv. 1–1084)

Tras ser acusado falsamente de haberse quedado con las parias que fue a recaudar a Sevilla, el Cid es desterrado de Castilla por el rey Alfonso VI. Algunos amigos suyos deciden acompañarlo: Álvar Fáñez, Pedro Ansúrez, Martín Antolínez, Pedro Bermúdez etc. Antolínez aporta víveres y consigue un préstamo de los judíos Raquel y Vidas para poder financiar el viaje, empleando en su favor el rumor de que Rodrigo se ha quedado con las parias; así les deja en depósito y garantía dos cofres, en realidad llenos de arena, sin siquiera decirles qué hay en su interior. El rey ordena que nadie los albergue mientras pasan hacia la frontera, por ejemplo en Burgos; por nobleza el Cid se niega a aposentarse por la fuerza en una posada y acampa a las afueras. Para evitarles peligros, deja a su esposa e hijas bajo el amparo del abad Sancho del monasterio de San Pedro de Cardeña, e inicia una campaña militar acompañado de sus fieles en tierras no cristianas. Primero conquista Castejón y luego Alcocer y, por último, derrota en la batalla de Tévar al conde don Remont, quien, lleno de soberbia por haber sido capturado por esos "malcalçados", se niega a comer hasta que la amabilidad del Cid le hace deponer su actitud. 
Con cada victoria envía una parte del botín (el llamado "quinto real") al rey, a pesar de que no está obligado por haber sido desterrado, pues pretende lograr el perdón real.

Segundo cantar. Cantar de las bodas de las hijas de Cid (vv. 1085–2277)

El Cid campeador se dirige a Valencia, en poder de los moros, y logra conquistar la ciudad. Envía a su amigo y mano derecha Álvar Fáñez a la corte de Castilla con nuevos regalos para el rey, pidiéndole que se le permita reunirse con su familia en Valencia. El rey accede a esta petición, y el Cid puede mostrar orgulloso la ciudad y su vega a su familia desde una alta torre; el rey incluso lo perdona y levanta el castigo que pesaba sobre el Campeador y sus hombres, y tanta fortuna del Cid hace que los infantes de Carrión pidan en matrimonio a doña Elvira y doña Sol (las hijas del Cid); el mismo rey pide al Campeador que acceda al matrimonio; para terminar de congraciarse con él, accede, aunque no confía en ellos. Las bodas se celebran solemnemente, la celebración dura 15 días.

Tercer cantar. Cantar de la afrenta de Corpes (vv. 2278–3730)

Los infantes de Carrión muestran su cobardía ante un león que escapó de su jaula, huyendo despavoridos. Algo similar ocurre en la lucha con el rey Búcar, que busca recuperar Valencia. Los capitanes de las mesnadas del Cid ocultan el deshonor de los Infantes al Cid y se burlan de ellos. Sintiéndose humillados, los infantes deciden vengarse. Para ello emprenden un viaje hacia Carrión de los Condes con sus esposas y, al llegar al robledo de Corpes, las azotan y las abandonan dejándolas desfallecidas, para que se las coman los lobos. El Cid ha sido deshonrado y pide justicia al Rey. Este convoca Cortes en Toledo y allí el juicio empieza con la devolución de la dote que el Cid dio a los infantes: sus espadas Tizona y Colada, y culmina con el «riepto» o duelo en el que los representantes de la causa del Cid (los mismos capitanes que habían ocultado la deshonra de los infantes), Pedro Bermúdez y Martín Antolínez, retan con elocuentes discursos y los vencen dejándolos medio muertos y deshonrados. 
Se anulan sus bodas y el poema termina con el proyecto de boda entre las hijas del Cid y los príncipes de Navarra y Aragón y, por tanto, con la honra del Cid en su punto más alto.

Características y temas

El Cantar de mio Cid se diferencia de la épica francesa en la ausencia de elementos sobrenaturales (salvo, quizá, la aparición en sueños del arcángel San Gabriel al protagonista, el episodio del león que se humilla ante el Campeador, el brillo de las espadas Colada y Tizona, y la extraordinaria calidad de Babieca),5​ la mesura con la que se conduce su héroe y la relativa verosimilitud de sus hazañas. El Cid que ofrece el Cantar constituye un modelo de prudencia y equilibrio. 
Así, cuando de un prototipo de héroe épico se esperaría una inmediata y sangrienta venganza, en esta obra el héroe se toma su tiempo para reflexionar al recibir la mala noticia del maltrato de sus hijas («cuando ge lo dizen a mio Cid el Campeador, / una grand ora pensó e comidió», vv. 2827-8) y busca su reparación en un solemne proceso judicial; rechaza, además, como buen estratega, actuar precipitadamente en las batallas cuando las circunstancias lo desaconsejan. 
Por otro lado, el Cid mantiene buenas y amistosas relaciones con muchos musulmanes, como su aliado y vasallo Abengalbón, que refleja el estatus de mudéjar (los «moros de paz» del Cantar) y la convivencia amistosa y tolerante con la comunidad hispanoárabe, de origen andalusí, habitual en los valles del Jalón y Jiloca por donde transcurre buena parte del texto.​

Además, está muy presente la condición de ascenso social mediante las armas que se producía en las tierras fronterizas con los dominios musulmanes, lo cual supone un argumento decisivo en favor de que no pudo componerse en 1140, pues en esa época no se daba ese «espíritu de frontera» y el consiguiente ascenso social de los caballeros infanzones de las tierras de Extremadura.

El propio Cid, siendo solo un infanzón (esto es, un hidalgo de la categoría social menos elevada, comparada con condes y ricos hombres, rango al que pertenecen los infantes de Carrión) logra sobreponerse a su humilde condición social dentro de la nobleza, alcanzando por su esfuerzo prestigio y riquezas (honra) y finalmente un señorío hereditario (Valencia) y no en tenencia como vasallo real. Por tanto se puede decir que el verdadero tema es el ascenso de la honra del héroe, que al final es señor de vasallos y crea su propia Casa o linaje con solar en Valencia, comparable a los condes y ricos hombres.

Más aún, el enlace de sus hijas con príncipes del reino de Navarra y del reino de Aragón, indica que su dignidad es casi real, pues el señorío de Valencia surge como una novedad en el panorama del siglo xiii y podría equipararse a los reinos cristianos, aunque, eso sí, el Cid del poema nunca deja de reconocerse él mismo como vasallo del monarca castellano, si bien latía el título de Emperador, tanto para los dos Alfonsos implicados como para lo que fue su origen en los reyes leoneses, investidos de la dignidad imperial.

De cualquier modo, el linaje de un señor feudal como es el Cid emparenta con el de los reyes cristianos y, como dice el poema: 
«Oy los reyes d'España sos parientes son, / a todos alcança ondra por el que en buen ora nació.» («Hoy los reyes de España sus parientes son, / a todos les alcanza honra por el que en buena hora nació».), vv. 3724–3725, de modo que no solo su casa emparenta con reyes, sino que estos se ven más honrados y gozan de mayor prestigio por ser descendientes del Cid.

Respecto de otros cantares de gesta, en particular franceses, el Cantar presenta al héroe con rasgos humanos. Así, el Cid es descabalgado o falla algunos golpes, sin que por ello pierda su talla heroica. De hecho, se trata de una estrategia narrativa, que al hacer más dudosa la victoria, realza más sus éxitos.
La verosimilitud se hace patente en la importancia que el poema da a la supervivencia de una mesnada desterrada. Como señala Álvar Fáñez en el verso 673 «si con moros no lidiamos, nadie nos dará el pan». Los combatientes del Cid luchan para ganarse la subsistencia, por lo que el Cantar detalla por extenso las descripciones del botín y el reparto del mismo, que se hace conforme a las leyes de extremadura (es decir de zonas fronterizas entre cristianos y musulmanes) de fines del siglo xii.

Karl Vossler en su Spanischer Brief, publicada en la revista Eranos, en 1924, que dirigió a Hugo von Hofmannsthal señala que «en el Cantar encontramos un espíritu soldático no clerical y un ambiente rudo, optimista y de victoria. Pero, no hay en él encono, espíritu de venganza ni ansias de gloria y, por eso mismo, nada trágico, y sí la afirmación personal, valiente y sensata, de un hombre de honor. No hay en el Cantar huella alguna de parentesco espiritual con la Chançon de Roland. La influencia francesa y todo su exterior romántico pierde sustancialidad cuando se llega a comprender su verdadera esencia». 

Añade:

«no puede imaginarse mayor libertad de composición artística dentro de una unidad más rigurosa de intención ética. Los acontecimientos, las escenas, los gestos, los discursos y los versos se suceden sin continuidad y de un modo casi cinematográfico, con fuerte entonación, pero con desigual número de sílabas. 
Un gran empuje y una sorprendente audacia de improvisación han hecho del poema una obra que nos produce una impresión de monumentalidad y anécdota, de algo primitivo o casual. Debió de reinar una gran unidad y armonía entre los espíritus de la época para dar una coherencia firme, natural y fácil a formas tan frágiles e ingenuas. El poeta se deleita en la figura del héroe, en sus hazañas y luchas y también en el aumento de su honra».

Métrica

Cada verso está dividido en dos hemistiquios por una cesura. Esta forma, también típica de la épica francesa, refleja un recurso útil a la recitación o canto del poema. Sin embargo, mientras en los poemas franceses cada verso tiene una métrica regular de diez sílabas divididas en dos hemistiquios por una fuerte cesura, en el Cantar de mio Cid tanto el número de sílabas en cada verso como el de sílabas en cada hemistiquio varía considerablemente. 
A este rasgo se le denomina anisosilabismo.
Aun cuando, salvo excepciones que se suelen atribuir a anomalías en la transmisión textual, se encuentran versos de entre nueve y veinte sílabas y hemistiquios de entre tres y once, la mayoría de los versos oscila entre 14 y 16 sílabas.

Se han propuesto diversas interpretaciones de la métrica del poema. Una de las más comunes defiende que el elemento más importante de la prosodia de la épica medieval española son los apoyos acentuales y no el cómputo silábico, generalmente postulando dos ictus tónicos por cada hemistiquio.

 Tal es la opinión de autores como Leonard (1931), Morley (1933),​ Navarro Tomás (1956), Maldonado (1965), López Estrada (1982),​ Pellen (1994), Goncharenko (1988),​ Marcos Marín (1997)​ Duffell (2002)​ y Segovia (2005), que a juicio también de Montaner Frutos es la opción más razonable, si bien este autor apunta que la mayoría de estas propuestas son excesivamente rígidas, puesto que el modelo rítmico del Cantar no responde a un patrón fijo, sino variable en función del servicio a una cadencia, de modo que, dependiendo de la longitud de los versos, pueda aumentar o disminuir el número de acentos por hemistiquio, en función del número de intervalos átonos que aparezcan en cada verso.
 Orduna, en 1987, postula la presencia de inflexiones de intensidad secundarias, y en esta línea se sitúan otras teorías que combinan varios parámetros. En todo caso, la importancia de los acentos no supone que haya que prescindir completamente de la cantidad de sílabas en relación con el estudio de la métrica de este poema.​
En principio, todos los versos riman en asonante, pero las asonancias no son tampoco totalmente regulares ni muy variadas (se usan once tipos de asonancia). Lo fundamental, en todo caso, es la asonancia de la última sílaba tónica y se debe tener en cuenta que a partir de esta última sílaba tónica no se considera a efectos de rima la vocal «e», fenómeno que está en relación con la «e» paragógica o añadida a las palabras terminadas en consonante de la poesía épica.
Los versos se agrupan en tiradas de extensión variable. En la edición de Menéndez Pidal la longitud varía entre 3 y 190 versos,​ cada una de las cuales tiene la misma rima y suele constituir una unidad de contenido, aunque el cambio de asonante no puede reducirse a reglas. El cambio de rima puede obedecer a una transición a otro lugar, al desarrollo más en detalle de algún episodio o a una variación en el estilo del discurso, la identificación del interlocutor en un diálogo, el cambio de la voz emisora (del narrador a un personaje, por ejemplo) o la introducción de digresiones.

Fuentes

El Cantar de mio Cid reaprovecha una buena cantidad de noticias históricas, a menudo transformadas por las necesidades literarias de adecuar la historia al género de los cantares de gesta y a lo que se esperaba de un héroe épico, e inventa otra serie de pasajes, el más destacado el de la afrenta de los infantes de Carrión, que es toda ficticia, pues ni siquiera se ha podido comprobar la existencia de estos condes.
Dejando al margen la posibilidad, no demostrada, de que pudiera haber cantares épicos sobre el Cid anteriores al que se ha conservado, y rechazada la existencia de unos presuntos «cantos noticieros», de los que no existe ningún testimonio,​ la principal fuente del Cantar sería la historia oral, y parcialmente pasajes que en última instancia remiten a la Historia Roderici,​ aunque queda la objeción de que el cantar de gesta omite completamente el servicio mercenario de Rodrigo Díaz a los reyes taifas de Zaragoza, que en la biografía latina está relatado con considerable extensión, pero esto mismo sucede con el himno panegírico Carmen Campidoctoris, que también silencia este periodo en la selección que hace de los episodios narrados en la Historia Roderici.
Para otros datos, como los nombres de los personajes históricos, pudo haber utilizado también la documentación legal de la época, en su condición de letrado, si bien por reminiscencias de documentos manejados por otros motivos, y no acudiendo expresamente a archivos de diplomas sobre Rodrigo Díaz para documentar la obra que estaba escribiendo, lo cual es un planteamiento anacrónico, además de que este tipo de documentación no ofrece el material que sería necesario para componer un poema épico.
 Fue este procedimiento de composición en el que se fundamentaron las tesis de Colin Smith, que defendió que el autor era Per Abbat, identificándolo con un clérigo y jurista burgalés.

Así pues, aunque secundariamente el autor del Cantar pudo recibir información procedente de documentos jurídicos y de la Historia Roderici, la información histórica del Cantar de mio Cid proviene, fundamentalmente, de la historia oral, cuya vitalidad era mucho mayor en el siglo xii de lo que hoy se podría pensar: todavía en 1270, los colaboradores de la Estoria de España de Alfonso X el Sabio manejaban información obtenida de noticias orales sobre la época del Cid.
Si existió una tradición de cantares de gesta hispánicos anteriores al de mio Cid (algo que niegan autores como Colin Smith), este heredaría su sistema métrico, que sería una romanización del hexámetro latino adaptado con acentos de intensidad, en lugar de cantidad. Pero la más clara influencia se da con respecto a la épica francesa del siglo xii, en especial la Chanson de Roland (quizá a partir de un Cantar de Roldán hispánico, de cuya existencia hay indicios), de la que adoptó, entre otros aspectos, el sistema formular. Su eco se percibe también en otros pasajes concretos, como el verso  «¡Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señor!», la aparición del arcángel San Gabriel, la estructura narrativa de los combates y el tipo de tácticas y armamentos guerreros, o la figura del obispo guerrero Jerónimo, paralela a la del Turpín de la chanson de geste francesa.

Estilo

Los rasgos más característicos del estilo del poema épico del Cid son su sobriedad retórica, su realismo y un uso consciente de una lengua arcaizante propia de los cantares de gesta y que constituyó de hecho una lengua artificial identificada con este subgénero narrativo hasta el siglo xiv, como muestra el tardío Cantar de las mocedades de Rodrigo. 

El hispanista alemán Karl Vossler señala en Algunos caracteres de la cultura española que el Cantar "tiene una fisonomía muy original, muy castellana y humana, alejada del modelo francés". Edmund de Chasca destaca como rasgos de su estilo «la precisión y el significado formal de cosas concretas empleadas como elementos de una construcción».
El realismo, y su asociada sobriedad en el empleo de la retórica, es importante: imprime ya un sello definitorio a toda la literatura española que vendrá después: La Celestina, la novela picaresca, el Quijote... Se refleja en la concordancia y descripción cuidadosa de todos los detalles; incluso se lleva en marcos de plata (la moneda del cantar) y en caballos la contabilidad de lo que gana el Cid como botín en cada una de sus victorias; se describen detalles tan prosaicos como qué se cocinó en las bodas de las hijas del Cid e incluso el color que da a la cara este acto fisiológico: "bermejo viene, ca era almorzado", así como todos los gestos que hacen los personajes.

La lengua arcaizante y convencional propia de los cantares de gesta ha provocado dificultades en cuanto a la datación del poema a partir solamente de sus rasgos lingüísticos. El lenguaje antiguo daba a este verso heroico un tinte venerable, de valor intrínseco por remitirse a una edad mítica, a un tiempo heroico. Constituiría un registro propio del estilo sublime o grave medieval. Pero además de los arcaísmos, en esta modalidad lingüística aparecen cultismos latinos (laudare, el ablativo absoluto las archas aduchas) e incluso arabismos (la partícula árabe vocativa ya).

En el plano fónico se aprecian aliteraciones, rimas internas y otros efectos eufónicos, muy relacionados con la naturaleza oral, recitada o semicantada que tenían estos poemas. Así, se ha propuesto como ejemplo de aliteración el verso 286 («Tañen las campanas en San Pero a clamor») con su recurrencia en las nasales, que evocan la peculiar acústica de las campanas. De rima interna, pueden destacarse los siguientes versos:

¡Merced, ya rey e señor, por amor de caridad!
La rencura mayor non se me puede olvidar
oídme toda la cort e pésevos de mio mal,
los ifantes de Carrión, que m' desondraron tan mal. 
Cantar de mio Cid, ed. de Montaner Frutos, vv. 3253-3256.

Pasando al ámbito léxico, destaca el uso de expresiones de la variedad lingüística clerical y jurídica, como «curiador» ('avalista'), «rencura» ('querella'), «entención» ('alegato') o «manfestar» ('confesar'). Destaca, asimismo, el empleo de dobletes de sinónimos, como «a rey e a señor», «grandes averes priso e mucho sobejanos», «a priessa vos guarnid e metedos en las armas» o «pensó e comidió»; un caso especial es el doblete antitético pero en realidad sinónimo: «venido es a moros, exido es de cristianos», «si a vos pluguiere, Minaya, e non vos caya en pesar»«antes perderé el cuerpo e dexaré el alma» o «passada es la noche, venida es la mañana». Paralelo es el uso de las parejas léxicas que incluyen la referencia a un todo mediante la conjunción de dos términos que se complementan, como es el caso de «grandes e chicos» (que equivale a 'todo el mundo'), «el oro e la plata» ('riquezas de todo tipo'), «de noche de día» ('en todo momento') o «a caballeros e a peones» ('a toda la hueste'). 
En general se aprecia un recurso recurrente a las estructuras sintácticas bimembres, que en ocasiones suponen un oxímoron («e faziendo yo a él mal e él a mí grand pro»).

En cuanto a la sintaxis, es notable el empleo de las llamadas «frases físicas», que realzan la gestualidad. Así sucede en las expresiones pleonásticas «llorar de los ojos» o «hablar de la boca». Abundan también los paralelismos sintácticos y semánticos, y es frecuente encontrar anáforas y enumeraciones:

salveste a Jonás cuando cayó en la mar
salvest a Daniel con los leones en la mala cárcel,
salvest dentro en Roma al señor san Sabastián,
salvest a Santa Susaña del falso criminal. 
vv. 339-343, ed. de Montaner Frutos.
Otro recurso notable es la gran cantidad de usos verbales perifrásticos, entre los que destacan los incoativos querer + infinitivo, tomarse a + infinitivo y compeçar de + infinitivo. El encabalgamiento es más raro (el cantar se caracteriza por su esticomitia), pero su uso es muy significativo en este tipo de género literario.

Entre las figuras retóricas, cabe mencionar el uso de la interrogación y la exclamación. Son, en cambio, muy escasas las figuras de pensamiento. Solo caben mencionar algunas metáforas sencillas, con valor simbólico y una base asentada en la tradición y la lengua oral. El símil seguramente más famoso es el que se usa para comparar la separación del Cid y su familia «commo la uña de la carne» (vv. 365 y 2642). Más extendida está la metonimia, sobre todo en su variedad de sinécdoque (expresar la parte para aludir al todo). 
En el verso 16 se dice que en la compañía del Cid se contaban «sessaenta pendones» (esto es, sesenta caballeros armados con lanza, que remataba en un estandarte o pendón). Caso notable es la expresión «fardida lança» donde la lanza es sinécdoque de caballero y el epíteto «fardida» (=ardida, 'fogosa', 'valiente') es en realidad una metáfora que personifica la virtud del que la enristra. De alcances líricos son los «ojos vellidos catan a todas partes», donde los ojos son metonimia sinecdótica de las mujeres del Cid, que acaban de subir al punto más alto de Valencia para contemplar la riqueza del paisaje que el héroe acaba de conquistar.

Frases formulares

La tradición épica posee un recurso expresivo característico consistente en utilizar determinadas expresiones convertidas en frases hechas que eran utilizadas por los juglares como recurso que ayuda a la recitación o la improvisación y que se convierten en un estilema propio de la lengua de los cantares de gesta. El sistema formular del Cantar de mio Cid está fuertemente influido por el de la chanson de geste del norte de Francia y occitania del siglo xii, aunque con fórmulas renovadas y adaptadas a su ámbito espacio-temporal hispánico de hacia 1200.
El recurso consiste en la repetición estereotipada de frases hechas y, a menudo, deslexicalizadas, que ocupan habitualmente un hemistiquio y, en su caso, aportan la palabra de la rima, por lo que, en origen, tendrían la función de solventar las lagunas de recitado improvisado del juglar. Con el tiempo se convirtió en un rasgo de estilo de la variedad lingüística particular (Kunstsprache) propia del género épico. Algunas de las más frecuentes en el Cantar son:

aguijó mio Cid 'espoleó [a su caballo] mio Cid', en ocasiones usado con otro personaje, como «el conde», v. 1077
metió mano al espada/al espada metió mano 'empuñó la espada'
por el cobdo/la loriga ayuso la sangre destellando
mio vassallo de pro

El epíteto épico.

Se trata de locuciones o perífrasis fijas usadas para adjetivar positivamente a un personaje protagonista que se define e individualiza con esta designación. Puede estar constituido por un adjetivo, oración adjetiva o una aposición al antropónimo con función especificativa y no únicamente explicativa. Es el Cid quien mayor número de epítetos épicos, que en última instancia forman parte del sistema de fórmulas y frases hechas. Los más utilizados para referirse al héroe son:

El Campeador
El de la barba vellida (barba poblada, vellosa)
El que en buen hora nasció
El que en buen hora cinxo espada (ciñó su espada, es decir, fue armado caballero)

Pero también los afectos y allegados del Cid reciben epítetos. Así, el rey es «el buen rey don Alfonso», «rey ondrado» ('honrado'), «mi señor natural», «el castellano», «el de León». Jimena, su esposa, es «mugier ondrada»; Martín Antolínez es el «burgalés de pro/complido/contado/leal/natural»; Álvar Fáñez (además de que el «Minaya» que lo suele anteceder como apelativo pudiera ser un epíteto), es «diestro braço». Incluso la legendaria montura del Cid, Babieca, es «el caballo que bien anda» y «el corredor»; o Valencia, que es «la clara» y «la mayor».

La voz enunciadora.

El discurso o relato está emitido desde la voz de un narrador omnisciente que usa de forma muy libre los tiempos verbales con función estilística. Habitualmente proporciona más información de la que tienen los personajes, creando un desfase entre las expectativas del público y la de los protagonistas que conduce a lo que se ha venido en llamar ironía dramática; ello puede crear comicidad o hacer surgir tensión conflictiva. Como ejemplo, se puede referir el momento en que los infantes de Carrión se llevan a las hijas del Cid.
 El auditorio sabe que tienen planeado maltratarlas pero no el héroe, que las deja marchar de su protección. Por otra parte, un caso de comicidad es el episodio del empréstito de las arcas a los judíos Rachel y Vidas; el público sabe, con el Cid, que están llenas en su mayor parte de arena, pero los avaros prestamistas las imaginan repleta de riquezas.

El narrador se posiciona siempre en favor del Cid (toma partido en su alborozo por la llegada, gracias al Campeador, del obispado a Valencia:   «¡Dios, qué alegre era todo cristianismo, / que en tierras de Valencia señor avié obispo!», vv. 1305–1306), y contra sus antagonistas, como el Conde de Barcelona, a quien tilda de petulante. Para buscar la complicidad con el auditorio, el narrador abandona en ocasiones la tercera persona para dirigirse a los oyentes con fórmulas apelativas en segunda persona o refiriéndose a él mismo en primera persona. Por ejemplo cuando se celebran las bodas de las hijas del Cid en Valencia, exclama ante su público:

 «sabor abriedes de ser e de comer en el palacio», v. 2208 ('Os encantaría estar y comer en el palacio').

El manuscrito.

Existe un ejemplar único acéfalo (manuscrito al que le falta el comienzo, en codicología) que actualmente se encuentra en la Biblioteca Nacional en Madrid y se puede consultar en la Biblioteca Digital Hispánica y en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Además del folio inicial, le faltan otros dos, de unos cincuenta versos cada uno, después de los versos 2337 y 3507. Las tres lagunas pueden reconstruirse por medio de las prosificaciones de las crónicas. La primera laguna se transcribe en dos: la Estoria de España y la Crónica de Castilla. En la Estoria de España mandada escribir por Alfonso X el Sabio se dice así:

Et él después que ovo leídas las cartas, como quier que ende oviese gran pesar, non quiso ý ál fazer, ca non avié plazo más de nueve días en que saliese. Enbió por sus parientes e por sus vasallos, e díxoles cómo el rey le mandava salir de su tierra e que non le dava de plazo más de nueve días, e que querié saber d’ellos cuáles querién ir con él o cuáles fincar. Minaya Álvar Fáñez le dixo: “Cid, todos iremos convusco e servos hemos leales vasallos”. Todos los otros dixieron otrosí que irién con él donde quier que él fuese, e que se non quitarién d’él nin le desamparién por ninguna guisa. El Cid gradeciógelo estonces mucho, e díxoles que si Dios le bien feziese, que gelo galardonarié muy bien. Otro día salió el Cid de Bivar con toda su compaña…
En la Crónica de Castilla se dice más o menos lo mismo, pero conservando algunas rimas asonantes por una mala prosificación:

Enbió el Cid por todos sus amigos e sus parientes e sus vasallos, e mostroles en cómo le mandava el rey sallir de la tierra fasta nueve días. E díxoles: “Amigos, quiero saber de vós cuáles queredes ir comigo. E los que comigo fuerdes, de Dios ayades buen grado, e los que acá fincáredes, quiérome ir vuestro pagado”. Estonce fabló Álvar Fáñez, su primo cormano: “Conbusco iremos todos, Cid, por yermos e por poblados, e nunca vos falleceremos en cuanto seamos bivos e sanos, conbusco despenderemos las mulas e los cavallos, e los averes e los paños; siempre vos serviremos como leales amigos e vasallos”. Estonce otorgaron todos lo que dixo Álvar Fáñez e mucho les gradeció mio Cid cuanto allí fue razonado. […] E desque el Cid tomó el aver, movió con sus amigos de Bivar.

Para la segunda y tercera lagunas solo se puede recurrir a la Estoria de España; la segunda dice así:

El Cid cuando lo oyó, sonriose un poco e dixo a los infantes: “esforzad infantes de Carrión e non temades nada. Estad en Valencia a vuestro sabor”. Ellos en esto estando, embió el rey Búcar decir al Cid que le dexase a Valencia e se fuese en paz, e si no, que le pecharié cuanto ý avié. El Cid dixo a aquese que traxo el mensaje: “Dezid a Búcar aquel fi de enemiga que ante d’estos tres días le daré yo lo qu’él demanda”. Otro día mandó el Cid armar todos los suyos e salió a los moros. Los infantes de Carrión pidiéronle entonces la delantera. E después que el Cid ovo paradas sus azes, don Ferrando, el uno de los infantes, adelantóse por ir ferir a un moro a que dezién Aladraf. El moro cuando lo vío, fue contra él otrosí, e el infante con el grant miedo que ovo d’él volvió la rienda e fuxo, que solamente non le osó esperar. Pero Bermúdez, que iva cerca d’él, cuando aquello vío, fue ferir en el moro e lidió con él e lo matólo. Desí tomó el cavallo del moro e fue empós del infante que iva fuyendo e díxole: “don Ferrando, tomad este cavallo e dezir a todos que vós matastes el moro cuyo era, e yo otorgarlo he convusco”. El infante le dixo: “don Pero Bermúdez, mucho vos gradesco lo que vós dezides​
La tercera laguna se suple con el texto siguiente:

Señor, ruégovos que estos cavalleros que yo aquí vos dexo que me los embiedes onradamente para Valencia. E pues que vós tenedes por bien que esta lid sea en Carrión, quiérome yo ir para Valencia”. Estonce mandó dar el Cid a los mandaderos de los infantes de Navarra e de Aragón bestias e todo lo ál que menester ovieron, e embiólos. El rey don Alfonso cavalgó estonces con todos los altos omnes de su corte para salir con el Cid que se iva fuera de la villa. E cuando llegaron a Çocodover, el Cid yendo en su cavallo que dezién Babieca, díxole el rey: “don Rodrigo, fe que devedes que arremetades a ese cavallo de que tanto bien oí dezir”. El Cid tornóse a sonreír e dixo: “señor, aquí en vuestra corte ha muchos altos omnes e guisados para fazer esto, e a esos mandat que trobejen con sus cavallos”. El rey le dixo: “Cid, págome yo de lo que vós dezides, mas quiero toda vía que corrades ese cavallo por mio amor”. El Cid arremetió estonces el cavallo, tan de rezio lo corrió que todos se maravillaron del correr que fizo. Entonces veno el Cid al rrey e díxole que tomase aquel cavallo

En el siglo xvi se guardaba el manuscrito en el Archivo del Concejo de Vivar. Después se sabe que estuvo en un convento de monjas del mismo pueblo. Ruiz de Ulibarri realizó una copia manuscrita en 1596. Eugenio de Llaguno y Amírola, secretario del Consejo de Estado de Carlos III, lo sacó de allí en 1779 para que lo publicase Tomás Antonio Sánchez. Cuando se terminó la edición, el señor Llaguno lo retuvo en su poder. Más tarde pasó a sus herederos. Pasó después al arabista Pascual de Gayangos y durante ese tiempo, hacia 1858, lo vio y consultó Damas-Hinard para realizar una edición. A continuación fue enviado a Boston para que lo viera el hispanista Ticknor, amigo de Gayangos. 

En 1863 ya lo poseía el primer marqués de Pidal (por compra) y estando en su poder lo estudió Florencio Janer. Con posterioridad lo heredó su hijo Alejandro Pidal, quien hizo construir un mueble en forma de castillo medieval para custodiar el cofre donde se guardaba el manuscrito. En su casa lo estudiaron Karl Vollmöller, Gottfried Baist, Huntington y Ramón Menéndez Pidal, este último pariente del propietario. 

Tasado en 1913 en 250.000 pesetas, la familia Pidal decidió trasladar el manuscrito a una caja en el Banco de España. Allí permaneció hasta la Guerra Civil, cuando fue enviado a Ginebra junto a otras obras de arte, entre ellas las del Museo del Prado. Con el final del conflicto regresó a España. La familia Pidal recibió desde finales del siglo xix numerosas peticiones de compra del extranjero, entre ellas del Museo Británico de Londres. Un caso famoso fue el intento del hispanista Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society de Nueva York, quien entregó un cheque en blanco a Alejandro Pidal para que escribiese la cifra que quisiera a cambio de obtener el manuscrito con el fin de depositarlo en la Biblioteca de Washington. 
Sin embargo, los Pidal se negaron durante décadas a vender el manuscrito. Finalmente fue adquirido por la Fundación Juan March a la familia Pidal el 20 de diciembre de 1960 por diez millones de pesetas de la época y el día 30 de ese mismo mes lo donó al Ministerio de Cultura, que lo adscribió a la Biblioteca Nacional.

Se trata de un tomo de 74 hojas de pergamino grueso, al que como ya se ha dicho le faltan tres: una al inicio y dos entre las hojas 47 y 48 la primera, y 69 y 70 la tercera. Otras 2 hojas le sirven de guardas. El manuscrito es un texto seguido sin separación en cantares, ni espacio entre los versos y las tiradas, los cuales se inician siempre con letra mayúscula según la costumbre. En muchas de sus hojas hay manchas de color pardo oscuro, debidas a los reactivos utilizados ya desde el siglo xvi para leer lo que, en principio, había empalidecido y, después, se hallaba oculto a causa del ennegrecimiento producido por los productos químicos previamente empleados. De todos modos, el número de pasajes absolutamente ilegibles no es demasiado alto y en tales casos, además de la edición paleográfica de Menéndez Pidal, existe como instrumento de control la copia de Ulibarri del siglo xvi y otras ediciones anteriores a la de Pidal.
La encuadernación del tomo es del siglo xv. Está hecha en tabla forrada de badana y con orlas estampadas. Quedan restos de dos manecillas de cierre. Las hojas están repartidas en 11 cuadernos; al primero le falta la primera hoja; al séptimo le falta otra, lo mismo que al décimo. El último encuadernador hizo algunas averías importantes en el tomo.
La letra del manuscrito es clara y cada verso empieza con mayúscula. De vez en cuando hay letra capital. Los últimos estudios aseguran que, tras analizar todos los aspectos pertinentes, el códice pertenece a la primera mitad del siglo xiv, más concretamente entre 1320 y 1330, y con preferencia en el último lustro de esta década,​ y fuera elaborado o encargado posiblemente por el monasterio de San Pedro de Cardeña a partir de un ejemplar preexistente del Cantar tomado en préstamo.

Datación del manuscrito.

El cantar solamente se conserva en una copia realizada en el siglo xiv (como se deduce por el estilo de la letra del manuscrito) a partir de otra que data de 1207 y que fue llevada a cabo por un copista llamado Per Abbat, que transcribe a su vez un texto original compuesto probablemente pocos años antes de esta fecha.
La fecha de la copia efectuada por Per Abbat en 1207 se deduce de la que refleja el éxplicit del manuscrito: 
«MCC XLV» (de la era hispánica, esto es, para la datación actual, hay que restarle 38 años).

Quien escrivió este libro de Dios paraíso, amen
Per Abbat le escrivió en el mes de mayo en era de mil e. CC XLV años.

Este colofón refleja los usos de los amanuenses medievales, que cuando finalizaban su labor de transcribir el texto (que era lo que significaba «escribir»), añadían su nombre y la fecha en que terminaban su trabajo.

El autor y la fecha de composición.

En virtud del análisis de numerosos aspectos del texto conservado, los críticos literarios lo atribuyen a un autor culto, con conocimientos precisos del derecho vigente a finales del siglo XII y principios del XIII, y que podría estar relacionado (por su conocimiento de la microtoponimia) con la zona aledaña a Burgos, Medinaceli (actual Soria), la zona fronteriza de Castilla con Aragón, la Alcarria o el valle del Jiloca.​ Los filólogos, sin embargo, como Diego Catalán, basado en la interpretación de la estructura social, o Francisco Marcos Marín, a partir de datos lingüísticos que apoyan la existencia de una versión previa, lingüísticamente más arcaica, con vestigios de la -d < -t de la tercera persona, por ejemplo, defienden la necesidad de una versión anterior, no conservada, escrita a mediados del siglo xii.
La lengua utilizada es la de un autor culto, un letrado que debió trabajar para alguna cancillería o al menos como notario de algún noble o monasterio, puesto que conoce el lenguaje jurídico y administrativo con precisión técnica, y que domina varios registros, entre ellos, claro está, el estilo propio de los cantares de gesta medievales, que necesitaban ciertos estilemas exclusivos, como el epíteto épico o el lenguaje formular.
La geografía aporta otro dato: el hecho de que Medinaceli aparezca como plaza definitivamente castellana, y no como ciudad fronteriza en litigio entre varios reinos fronterizos, solo puede remitir a la segunda mitad del siglo xii. Por ejemplo, en 1140 era aragonesa.
La sociedad reflejada en el Cantar testimonia la vigencia del «espíritu de frontera», que solo se dio en la extremadura aragonesa y castellana a fines del siglo xii, pues las necesidades guerreras en las fronteras permitió a los infanzones las condiciones de rápido ascenso social y relativa independencia que tenían los hidalgos de frontera que vemos en el Cantar y que se dieron históricamente a partir de la conquista de Teruel. Así también es histórico el estatus de «moros en paz» del Cid, es decir, los primeros mudéjares, necesarios en territorios con poca población cristiana, como la extremadura soriana y turolense.

El derecho muestra que la descripción técnica detallada de las cortes o vistas remiten al «riepto» o juicio con combate singular, institución influida por el derecho romano, y solo introducida en España a fines del siglo xii. Asimismo, la presencia de la legislación de la extremadura aragonesa y castellana (los fueros de Teruel y Cuenca datan de fines del XII y principios del XIII respectivamente) nos llevan como muy pronto a 1170.

La sigilografía nos dice que el sello real (la «carta... fuertemientre sellada» de los vv. 42–43) solo está documentado bajo el reinado de Alfonso VIII de Castilla a partir de 1175.

Desde el punto de vista de la heráldica, que llega a la península ibérica hacia 1150, aparece en el Cantar el uso simbólico (sobreseñal) con el ornato en la sobreveste de los caballeros, una túnica que se ponía la vestimenta. Esta utilización emblemática tiene su testimonio más temprano en un sello de Alfonso II de Aragón de 1186

Desde la sociología y la lexicografía diacrónica, el testimonio más antiguo del término «fijodalgo» (hidalgo) remite a 1177, y el de «ricohombre» a 1194.

En la Edad Media «escribir» significaba solo «ser el copista», para lo que hoy conocemos como autor habría de decir «compuso» o «fizo». Esto invalida la teoría de Colin Smith de que el autor fue Per Abbat, aunque, como es lógico, supone que la fecha de composición no pudo ser posterior a 1207, sin embargo es muy poco posterior a la redacción original.


Pidal daba como fecha del éxplicit 1307, aduciendo que habría una tercera 'C' borrada en el manuscrito, siguiendo la conjetura del primer editor del Cantar Tomás Antonio Sánchez (1779).37​ Pero según queda demostrado en investigaciones recientes, en especial el CD anexo a la edición de Alberto Montaner, nadie ha podido observar el más mínimo rastro de tinta de una «C» borrada. Montaner utiliza todos los medios técnicos a su alcance, incluida la visión infrarroja. Lo más probable es que el copista dudara y dejara un espacio algo mayor por si acaso (como hace en otros lugares del poema) o que intentara evitar unas imperfecciones del pergamino. 
También pudo ser que hiciera dos incisiones pequeñísimas con el cuchillito de raspar (cultellum) que servía para las correcciones, pues estas sí se han observado al microscopio, y son incisiones rectas (no una raspadura de borrado como defendía Menéndez Pidal, que dejaría la textura rugosa) que pudieron inducir al copista a evitar ese espacio para que no se corriera sobre la hendidura la tinta. El mismo Pidal llegará a admitir que no habría esa tercera «C» borrada, porque, en todo caso, el defecto de textura del manuscrito o «la arruga» según él sería anterior a la escritura.
 Para él, Per Abbat sería un copista de un texto del 1140, pero el argumento de la difusión popular de la genealogía cidiana actúa también en su contra, pues el Cid no emparentó con todas las dinastías españolas hasta el año 1201; también se apoyaba en que un poema latino menciona al Cid, el Poema de Almería, pero este es de datación insegura (pudiera ser de finales del XII) y, sobre todo, no alude al Cantar, sino al propio Cid, que ya era conocido por sus hazañas. En cuanto a los arcaísmos, queda claro, como dice Rusell y otros autores, que lo que pasa es que hay una Kunstsprache en la poesía heroica, como demuestra el hecho de que en las Mocedades de Rodrigo, del siglo xiv, se usen los mismos arcaísmos, con similares epítetos épicos y lenguaje formular. 
En cuanto al autor, Pidal primero habla de un poeta de Medinaceli con conocimiento de San Esteban de Gormaz; luego habla de dos poetas: primera versión corta y verista por un poeta de San Esteban, luego refundición de uno de Medinaceli. Pero Ubieto demostró que la geografía local del área de San Esteban de Gormaz era desconocida para el autor, debido a grandes imprecisiones y lagunas, por ejemplo, el no situar correctamente las márgenes del Duero, y, sin embargo, hay un conocimiento exhaustivo de los topónimos del valle del Jalón (Cella, Montalbán, Huesa del Común), la zona de la provincia de Teruel. Además localiza varias palabras exclusivas del aragonés, que no podía conocer un autor castellano. Por otro lado, el Cantar refleja la situación de los mudéjares (con personajes como Abengalbón, Fariz, Galve, incluso de gran lealtad al Cid), que fueron necesarios para repoblar la extremadura aragonesa, y por tanto, estaban muy presentes en la sociedad del sur de Aragón, cosa que no ocurría en Burgos.
 Por tanto, según Ubieto, el autor provendría de alguno de esos lugares. Hay que recordar que Medinaceli fue en ese tiempo un lugar en disputa que estuvo en ocasiones en manos aragonesas. Rafael Lapesa también defendió una datación antigua en Estudios de historia lingüística española, donde intentaba mostrar que la composición del cantar dataría de entre 1140 y 1147, pero sus argumentos a este respecto son muy endebles.

Colin Smith, como se dijo, consideró a Per Abbat el autor de la obra. También piensa que el texto de la Biblioteca Nacional sería copia del de Per Abbat. Para este autor 1207 sería la fecha real de composición, y relacionó Per Abbat con un notario de la época del mismo nombre, al que supuso un gran conocedor de la poesía épica francesa, y que sería quien compuso el Cantar inaugurando la épica española, sirviéndose de sus lecturas y de las chansons de geste, y mostrando su formación jurídica. 
Según Smith, tanto el sistema formulario del Cantar como su métrica son préstamos de la épica francesa. Sin embargo, aunque no cabe duda de que los ciclos épicos franceses influyen en la literatura española —como demuestra el que aparezcan en esta personajes como Roldán, Oliveros, Durandarte o Berta la de los grandes pies— las enormes diferencias en cuanto a elementos maravillosos, exageración de las hazañas del héroe y menor realismo, hacen que el Cantar pudiera ser redactado por cualquier escritor culto de la época, sin necesidad de tener un modelo francés cercano. 
De todas maneras, su profunda erudición puso en la pista de la datación actual de fines del XII o principios del XIII a los más acreditados investigadores sobre temas de fecha y autoría. Además, el propio Colin Smith modificó su tesis inicial en sus escritos posteriores reconociendo que Per Abbat pudo ser solo el copista y que el Cantar no fue el punto de partida de la épica medieval española; la fecha de composición la situaría también en los años anteriores a 1207; mantendría, no obstante, la autoría culta y letrada para el poema. Todas estas cuestiones han sido debatidas por extenso por Alan Deyermond, Antonio Ubieto Arteta, María Eugenia Lacarra, Colin Smith, Jules Horrent y Alberto Montaner Frutos, quien se ocupó de sintetizar todas las propuestas en su edición del Cantar.

Así pues, toda una serie de circunstancias históricas y sociales llevan a los investigadores actualmente a la conclusión de que hay un único autor, que compuso el Cantar de mio Cid entre fines del siglo xii y principios del siglo xiii, (de 1195 a 1207) que podría conocer la zona aledaña a Burgos, la Alcarria y la del valle del Jalón, culto, y con profundos conocimientos jurídicos, posiblemente notario o letrado.

Los personajes.

Los personajes principales de la obra son todos reales, como Rodrigo Díaz de Vivar, Alfonso VI, Diego y Fernando González (infantes de Carrión), García Ordóñez, Yúsuf ibn Tašufín o Minaya Álvar Fáñez (conquistador de Toledo e históricamente un héroe casi tan grande como el mismo Cid), así como muchos secundarios (Jimena Díaz, prima de Alfonso VI), el Conde don Remont (Berenguer Ramón II), el "moro de paz" Abengalbón, el obispo don Jerome (Jerónimo de Perigord), Muño Gustioz, Diego Téllez, Martín Muñoz, Álvar Salvadórez, Galín García, Asur González, Gonzalo Ansúrez, Álvar Díaz...); de otros no se sabe si son reales o ficticios (Pero Bermúdez, Martín Antolínez, Félez Muñoz, Raquel -que sería en realidad Raguel o Roguel- e Vidas...), otros son ficticios (los moros Tamín, Fáriz, Galve) y unos pocos aparecen con el nombre equivocado (las hijas del Cid, Elvira y Sol, son en realidad Cristina y María; Sancho, abad de Cardeña, se llamaba en realidad Sisebuto; Búcar, rey de Marruecos, es en realidad el general almorávide Sir ben Abu-Béker).​
El héroe, Rodrigo Díaz, el Cid, está más caracterizado por sus actitudes y personalidad que por su físico, del cual solo se destaca su gran barba ("¡Oh Dios, cómo es bien barbado!" v. 789; "el de la crecida barba", v. 1226; "el Cid de la barba grande", v. 2410, etc.) que se ata con un cordón y promete no cortarse hasta que vuelva a la Corte en señal de duelo, y su fortaleza. Es además un diestro guerrero, piadoso, buen padre, fiel al rey hasta la humillación: a su paso ("las yervas del campo a dientes las tomó", v. 2022), amigo incluso de paganos musulmanes, pues uno de sus mejores ("myo amigo natural", v. 1479; "amigo sin falla", v. 1528) es un mudéjar o sarraceno rico, Abengalbón, quien descubre el complot de los Infantes para matarlo y robarlo por medio de un "moro ladinado" o disfrazado de cristiano que escucha su conjura; sin embargo, los perdona en deferencia al Cid, mostrándoles así en qué radica la verdadera nobleza (episodio que inaugura una larga tradición de maurofilia en la literatura castellana).
Pero lo que realmente define al Cid, como determinó Ramón Menéndez Pidal, es la mesura, un rasgo propio del modo de ser castellano que apenas puede traducirse por "serenidad", "equilibrio" o "contención": el Cid nunca pierde la fe en sí mismo aun en las circunstancias más duras y se prevalece de un fundamental optimismo, rechazando incluso malos agüeros en una época en que la superstición era lo normal y mucho más común que hoy. Su venganza es más jurídica que violenta: exige Cortes al Rey, quien las convoca en Burgos, y reclama la devolución de la dote que les dio a los infantes a cambio del casamiento de sus hijas; asimismo, para no mancharse con la vileza de los Infantes, y pues que los verdaderos responsables de su deshonra son los capitanes de sus mesnadas, quienes le han ocultado la cobardía de los mismos, deja en sus manos la resolución del conflicto de honor mediante el riepto o duelo para lavar su propia honra en señal de respeto a la del Cid.
 El Cid no es un personaje invulnerable a los sentimientos, ni tampoco un engreído, como Roldán: se emociona y reza cuando es oportuno y, al soltarse un león, no lo mata para exhibir su fuerza como haría cualquier bárbaro caballero, sino que respeta la nobleza del león y lo devuelve a su lugar, la jaula, porque esto es lo correcto y lo que también él debe hacer: estar en su sitio, demostrando su mesura de gran caballero. El episodio, uno de los ficticios creados en el cantar (junto con otros como el del robledo de Corpes o las arcas de los judíos, este último proveniente de un apólogo incluido ya en la Disciplina clericalis de Pedro Alfonso), es parodiado en el Don Quijote de la Mancha, II, 17 de Miguel de Cervantes cuando el personaje principal hace abrir la jaula de un león y este le da la espalda sin hacerle caso. Por demás, el Cid es también un hombre honrado que posee mala conciencia: se siente incómodo cuando Antolínez engaña a los judíos Raquel e Vidas y se intenta calmar pensando que se ha visto forzado a ello; cuando en el futuro Álvar Fáñez se los vuelva a encontrar, la respuesta no será precisamente la devolución de los fondos: Álvar Fáñez les da largas, simplemente, algo que el Cid, el héroe propiamente dicho, sería incapaz de hacer.

Pese a todo, la caracterización de Álvar Fáñez es la de un digno lugarteniente que participa de todas las virtudes del Cid (aunque no precisamente la de pagar las deudas, como ya se ha visto), pero hay una que sobresale en él: es un gran diplomático, por lo cual el Cid lo escoge siempre para enviar sus embajadas ante el rey Alfonso VI con los regalos que son parte proporcional del botín. Martín Antolínez, "el burgalés complido", esto es, "perfecto", destaca como un personaje leal y generoso (provee de víveres a Rodrigo, empobrecido por el rey), pero también es el astuto que idea la trapacería de los cofres con que estafa a los judíos Raquel e Vidas, un episodio del cual algunos críticos han aducido rasgos de antisemitismo. Es igualmente un gran guerrero que se enfrenta a los Infantes en los duelos finales.

Pero Bermúdez, sobrino del mismo Cid y primo de sus hijas, es tartamudo y se le caracteriza como un hombre fogoso, impaciente y lleno de entusiasmo y empuje, hasta el punto de que, sorteado entre los capitanes el honor de cruzar el acero en primer lugar en la batalla, olvida que a él no le ha tocado esta distinción y es el primero en hacerlo. Los demás capitanes de las mesnadas del Cid bromean por su tartamudez llamándole "Pero Mudo", pero pierde, con un gran golpe de efecto, este freno lingual cuando debe retar a uno de los Infantes en un potente discurso en el tercer cantar, empezando su alocución con el primer refrán que se ha transmitido en la literatura española:
 "lengua sin manos, cuemo osas fablar".
La atención hasta los más pequeños detalles en la caracterización se percibe incluso en el cuidado que se da a personajes menores o episódicos como Félez Muñoz, el paje pariente lejano del Cid que no duda en estropear el pobre sombrero que se ha regalado con la miserable parte que le ha correspondido por el botín valenciano llenándolo de agua para socorrer a sus primas, vejadas y abandonadas en el Robledal de Corpes para que se las coman los lobos por los infames Infantes de Carrión. 
Este acto lo define como "noble"... aunque también subraya esta actitud la generosa sangre del Cid que corre por sus venas. Doña Jimena es bosquejada como una madre piadosa... y como una mujer orgullosa, que ha tenido que soportar una gran vergüenza en su obligada reclusión en el monasterio de San Pedro de Cardeña: 
"Sacado me habéis, oh Cid, de muchas vergüenzas malas: / aquí me tenéis, señor: vuestras hijas me acompañan, / para Dios y para vos son buenas y bien criadas".
Por otra parte, los Infantes de Carrión están descritos con un realismo y una penetración tales en los motivos de la vileza que se llega al escalofrío. No se para en barras el texto al referir que, cuando están azotando a sus esposas, competían por ver quién daba los mejores golpes, detalle de sadismo que refleja verdaderamente a un poeta creador que ha penetrado hondamente dentro de la misma psicopatía de la maldad, despojándola de toda posible justificación. 
Los "malos" del poema, a diferencia de los de la epopeya francesa, el Ganelón de la Chanson de Roland, por ejemplo, carecen absolutamente de nobleza y de grandeza, y aun incluso de humanidad. Pero otro de los personajes negativos, el catalán Conde don Remont, se muestra muy diferente: aparece como un fatuo y engreído cortesano que se avergüenza de haber sido vencido por esos "malcalçados" de los castellanos, negándose a comer hasta que, apiadado más por los pitorreos que ejercen sobre él sus mesnaderos que por el hambre que pueda sufrir el personaje, el Cid logra con su condescendencia que transija en alimentarse.

  

Díaz de Vivar, Rodrigo. El Cid Campeador. ¿Vivar? (Burgos), 1048-1050 – Valencia, 10.VII.1099. Guerrero, héroe celebrado en El Cantar de Mío Cid.

Sobre el hombre que fue Rodrigo Díaz de Vivar existen dos biografías: una, la más conocida y popularizada, la tejida con los datos de la creación literaria, esto es, con el Poema de Mío Cid y el romancero; y otra muy distinta, la única verdaderamente histórica, construida con el Carmen Campidoctoris, canto coetáneo en loa de Rodrigo; con la Historia Roderici, una extensa e informada biografía escrita tan sólo algún decenio tras la muerte del héroe y cuyo autor utilizó documentos del archivo familiar del biografiado; con las crónicas y noticias árabes, especialmente las obtenidas de las obras de Ibn ‘Alqama e Ibn Bassªm, y con los documentos y diplomas coetáneos que otorga o confirma Rodrigo Díaz de Vivar. Naturalmente aquí sólo nos ocuparemos de esta segunda, dejando la primera para el mundo de la literatura y de la leyenda.

Ninguna fuente histórica o diplomática consigna el lugar o la fecha de nacimiento de Rodrigo Díaz de Vivar; probablemente vio la luz del mundo en Vivar del Cid, pequeño lugar sito nueve kilómetros al norte de Burgos, ya que todas las fuentes épicas designan a Rodrigo como “el de Vivar”, y este dato parece pertenecer al núcleo mínimo de veracidad de esas fuentes. En la aldea de Vivar, sita entonces en el extremo límite de Castilla, sería su padre un noble fronterizo, que el año 1054, tras la muerte en Peñalen del rey Sancho de Pamplona recuperaría de manos de los navarros las fortalezas de Ubierna, Úrbel y La Piedra. En cuando a la fecha de su nacimiento Menéndez Pidal la situó entre los años 1041 y 1047, mientras Ubieto Arteta prefería retrasarla hasta 1054-1057; nosotros creímos en su día deber colocarla entre los años 1048-1050 basados en el dato del Carmen Campidoctoris que califica a Rodrigo de “aún adolescente” cuando en 1067 en “su primer combate singular venció al navarro” y en su tardío matrimonio en 1074, pues, si hubiera nacido el año 1043, una soltería prolongada hasta los 31 años de edad resultaría difícil de admitir.

La ascendencia del Cid, especialmente el linaje paterno nos viene dado en la Historia Roderici remontándose hasta la séptima generación representada por Laín Calvo, aunque no sea posible probar documentalmente la exactitud de esos datos genealógicos. El linaje arranca de Laín Calvo, que no es citado en la Historia Roderici como juez de Castilla; como la leyenda de los jueces es posterior a la Historia Roderici es bien posible que la leyenda haya tomado el nombre del juez del linaje del Campeador; en todo caso es evidente que la familia paterna del Campeador no se contaba entre la más alta nobleza de Castilla. En cambio sí que pertenecía a esa alta nobleza la familia materna: el abuelo materno del Cid, Rodrigo Álvarez, fue tenente nada menos que de cinco importantes alfoces, y su hermano Nuño Álvarez subscribe asiduamente los diplomas de Fernando I, desempeñando además las tenencias de Amaya y Carazo.

Dada la categoría social de la familia materna de Rodrigo Díaz, nada tiene de extraño que éste fuera a completar su formación humana y militar en la corte de Fernando I al lado de algunos de los vástagos regios, y así la Historia Roderici nos dirá que Rodrigo fue “criado diligentemente por Sancho, rey de toda Castilla y dominador de España, que le ciñó el cinto militar”. El término nutriuit o crió excluye una relación de compañerismo o igualdad y más bien supone una diferencia de edad y de posición; en la pequeña Corte del infante Sancho crecería Rodrigo y se formaría en las artes militares y también en las letras, dentro de los límites de la época, esto es, en la escritura, y asistiendo a las actuaciones de la Curia Regia en su aspecto consultivo o judicial.

Acompañando al infante don Sancho, enviado por su padre a Zaragoza en 1063 para cobrar las parias, fue Rodrigo, quizás como paje o ya armado caballero, cuando por las mismas fechas el rey aragonés Ramiro I estaba atacando Graus. El infante don Sancho con su hueste castellana acudió en ayuda de su tributario al-Muqtadir, resultando muerto en el encuentro el rey Ramiro. La Historia Roderici no atribuye ninguna participación especial al joven Rodrigo, sólo nos dice que acompañaba al infante castellano.

El 27 de diciembre de 1065 moría Fernando I, e inmediatamente asumía Sancho el gobierno de la parte del reino paterno que le había correspondido, Castilla. A su lado estaba el joven Rodrigo que “era querido por el rey Sancho con mucho cariño e inmenso amor y que le puso al frente de toda su mesnada; Rodrigo crecía y se hacía un guerrero fortísimo y un campeador en el palacio del rey Sancho” (Historia Roderici). Según el Carmen Campidoctoris el título de Campeador le fue atribuido a nuestro Rodrigo con ocasión de su victoria en combate singular sobre un guerrero navarro, combate que creemos poder datar el año 1067. Otra lid singular del Campeador aparece recogida en la misma Historia Roderici; se trata de un sarraceno de Medinaceli, que no sólo fue vencido, sino también muerto.

No sabemos si en estas acciones bélicas de 1067 actuaba ya Rodrigo como alférez o abanderado de la hueste castellana; tenemos como más probable la negativa, pues nada nos dice sobre ello la Historia Roderici, que en cambio nos informa cómo “en todas las guerras que el rey Sancho hizo contra el rey Alfonso en Llantada (1068) y en Golpejera (1072) venciéndolo, Rodrigo era el portador de la insignia real de Sancho, prevaleciendo y destacando entre todos los guerreros del ejército castellano”.

Las victorias del rey Sancho lo condujeron a su coronación en León el 12 de enero de 1072 como rey emperador de todo el reino leonés de Fernando I, Galicia incluida; únicamente en Zamora su hermana Urraca se negaba a obedecer sus órdenes, por lo que al fin del verano de ese año 1072 Sancho, llevando a Rodrigo en su ejército, puso sitio a la plaza. Durante el asedio Bellido Dolfos dio muerte a traición al rey Sancho; nada sabemos de la intervención del Campeador en este episodio, que atribuimos más bien a la invención juglaresca. Lo que sí haría, sería acompañar al cuerpo de su Rey hasta el monasterio de Oña (Burgos) elegido por el difunto para su sepultura.

En el rey Sancho había perdido Rodrigo al señor que le había criado y que tanto le había distinguido; pero según la Historia Roderici no parece que el Campeador entrara con mal pie con el nuevo Monarca, ya que el rey Alfonso lo recibió con todo honor como vasallo y lo conservó a su lado con todo amor y respeto. Ni una sola palabra sobre la jura de Santa Gadea, emotiva escena de invención juglaresca. Alfonso VI, al aceptar el vasallaje de Rodrigo Díaz, lo unía a sí con el vínculo personal del homenaje y fidelidad, al mismo tiempo que se obligaba a protegerlo y favorecerlo; Rodrigo no era un súbdito más del nuevo rey, sino que era recibido en el círculo mucho más íntimo y reducido de los fideles y vasallos personales de Alfonso VI.

Obligación especialísima del señor era procurar un buen matrimonio a sus vasallos y a fe que Alfonso cumplió espléndidamente este deber señorial en relación con Rodrigo Díaz al procurarle el enlace con una dama asturiana, Jimena Díaz, hija de Diego, el conde de Asturias y hermana de otros tres condes, y descendiente, exactamente biznieta, del rey leonés Alfonso V, abuelo del rey Alfonso VI, del que era por lo tanto sobrina en sentido medieval como hija de prima carnal del Rey. Jimena Díaz pertenecía a un linaje de la más alta nobleza del reino. La carta de arras, datada el 19 de julio de 1074, se conserva en la catedral de Burgos, y por ella Rodrigo otorga a fuero de León a doña Jimena la mitad de todos sus bienes; esta mitad comprendía cuatro villas íntegras y parte de otras 39 sitas entre Burgos y Torquemada.

Celebrado el enlace Rodrigo acompañará el año 1075 al rey Alfonso VI en un viaje por Asturias, la tierra de su esposa, donde por delegación del Rey actuará como juez en dos famosos pleitos, uno entre el obispo y el conde y otro entre un grupo de infanzones y el mismo obispo.

Tras tres años de residencia en Castilla, el año 1079 surgirá el primer incidente grave que pudo dañar la imagen de Rodrigo ante el Rey; ese año Alfonso VI enviaba dos embajadas a cobrar las parias anuales que los reyes taifas solían abonar al Rey leonés; una presidida por el Campeador se dirigió a Sevilla, otra dirigida por el conde García Ordóñez y otros importantes nobles navarros tuvo como destino Granada. Ambos reyes taifas, de Sevilla y de Granada estaban en pugna; el de Granada, aprovechando la presencia de la embajada de Alfonso VI y con el auxilio de esta, penetra en los dominios del taifa sevillano; este reclama el auxilio de Rodrigo, que se encontraba en Sevilla.

El Campeador envió cartas a los intrusos rogándoles que por respeto al rey Alfonso desistan de su ataque, pero ellos confiando en su superioridad numérica no sólo no acceden a estos ruegos, sino que se burlaron de ellos y continuaron su avance saqueando toda la tierra hasta alcanzar el castillo de Cabra. Informado de ello Rodrigo parte de Sevilla y se enfrenta con el ejército granadino al que deshace, apresando al conde García Ordóñez y a los nobles que le acompañaban, a los que tras mantenerlos tres días como prisioneros y despojarlos de las tiendas y demás pertrechos como legítimo botín de guerra les permitió marchar libres sin rescate, mientras él victorioso regresaba a Sevilla. De este episodio, sin necesidad de que Rodrigo aumentara la derrota con afrentas innecesarias, nacería una perdurable enemistad entre el Campeador y García Ordóñez, que no dejaría de acusarlo ante el Rey de haberse quedado con parte de los regalos del Rey de Sevilla.
 El año 1081 el rey Alfonso había salido en campaña por tierras toledanas. Rodrigo alegando enfermedad se había quedado en su casa, cuando los musulmanes atacaron por sorpresa Gormaz obteniendo un importante botín; ante la noticia de este percance, reacciona Rodrigo y reuniendo rápidamente una mesnada sale a perseguir a los atacantes, penetra en el reino toledano y regresa trayendo consigo hasta 7.000 cautivos entre hombres y mujeres. De nuevo este segundo episodio es presentado ante el Rey como una grave imprudencia o más aún como una traición destinada a provocar a los musulmanes toledanos para que estos reaccionaran violentamente, atacaran y dieran muerte al rey Alfonso, que se encontraba entre ellos.
 El Rey irritado por esta cabalgada del noble de Vivar decreta su destierro; es bien posible que no le faltaran razones al Monarca, y que la cabalgada hubiera ido más allá de lo oportuno y que hubiera violado alguno de los pactos que el Monarca mantenía con los moros toledanos.

La expulsión del Reino era la pena usual cuando un vasallo incurría en la “ira del rey”; no llevaba consigo la pérdida de los bienes ni afectaba a los familiares próximos del desterrado. El Campeador podía dejar a Jimena y a sus hijos en su casa o en cualquiera de sus propiedades esparcidas a través de casi 80 villas y aldeas; en cambio sus vasallos debían extrañarse con él hasta “ganarle el pan o señor que le hiciera bien”. Por la Historia Roderici sabemos que marchó en primer lugar a Barcelona a ofrecer sus servicios a los condes de aquella ciudad, los hermanos Ramón II y Berenguer II, sin duda atraído por las aspiraciones reconquistadoras de aquellos magnates catalanes; pero no habiendo llegado a un acuerdo con los mismos, a continuación se dirigió a Zaragoza, donde reinaba el taifa al-Muqtadir, de la familia de los Ibn Hñd, que acogió a Rodrigo con gran satisfacción, pensando que los servicios del desterrado podrían ahorrarle las parias que su reino venía pagando a los cristianos desde hacía más de veinte años, ya a Castilla, ya a Aragón, ya a Barcelona.

Pero apenas llegado a Zaragoza muere el rey al-Muqtadir, dividiendo el reino entres sus dos hijos: al hijo mayor, Yñsuf al-Mu’tamin, le deja Zaragoza, y a su hermano Alfagit el Reino de Denia con Tortosa y Lérida. La guerra que se enciende entre los dos hermanos va a revalorizar los servicios militares de Rodrigo, que sigue a las órdenes de al-Mu’tamin. A su vez Alfagit recabará y conseguirá la ayuda del rey de Aragón Sancho I Ramírez y del conde Berenguer Ramón II de Barcelona. El choque de Rodrigo con los cristianos aliados del Rey moro de Lérida se hace inevitable; primeramente con Sancho Ramírez al socorrer Rodrigo con éxito a Monzón (Huesca) y luego al reforzar el castillo de Almenar, 20 kilómetros al norte de Lérida donde el Campeador se enfrenta con el Rey de Lérida a cuyo lado se encuentran el conde de Barcelona Berenguer Ramón II, el conde de Cerdaña, el hermano del conde de Urgel y los gobernantes de los condados de Besalú, del Ampurdán, del Rosellón y aún de Carcasona. 
Enfrentadas las dos huestes la de Zaragoza y la de Lérida con sus respectivos auxiliares, Rodrigo convence a al-Mu’tamin a que curse propuestas de paz y acceda a pagar un censo por el castillo de Almenara, pero los aliados del Rey de Lérida con una superioridad numérica aplastante rechazan todas las propuestas. No queda otra salida que el combate en el que la hueste cidiana resulta vencedora poniendo en fuga a todo el ejército de Alfagit y sus auxiliares catalanes, que sufrieron importantes bajas dejando tras de sí un inmenso botín; entre los cautivos se contaba el conde de Barcelona y muchos de sus caballeros, que fueron entregados por Rodrigo a al-Mu’tamin, que a los cinco días los dejó volver libres a su tierra.

La gran victoria de Almenar, datable el año 1082, pondrá fin a la primera campaña de Rodrigo al servicio del Rey moro de Zaragoza; al volver triunfador a la ciudad fue acogido con grandes honores y muestras de agradecimiento y respeto por el Rey y la población musulmana. Algún historiador ha querido rebajar al Campeador a la simple categoría de un mercenario; ese mismo criterio habría que aplicar al rey de Aragón Sancho Ramírez y a todos los condes catalanes que prestaban sus servicios al Rey moro de Lérida, y a los condes castellanos que aparecen en la historia participando en las discordias musulmanas luchando al lado de una de las facciones contra la otra. 
Ese mismo año el alcaide del castillo de Rueda (Zaragoza) se substrajo a la obediencia de al-Mu’tamin y ofreció la entrega de la fortaleza a Alfonso VI; este acudió a tomar posesión de Rueda el 6 de enero de 1083, pero las fuerzas leonesas cayeron en una terrible celada en la que murieron muchos nobles y caballeros, llegando a peligrar la propia vida del Rey. Rodrigo, que se encontraba en la región de Tudela, al tener noticia del desastre acude rápidamente en auxilio de su Rey, que lo recibe con los brazos abiertos y lo invita a regresar con él a Castilla; el Campeador inicia el regreso con Alfonso, pero pasada la emoción del encuentro Rodrigo observa ciertas reticencias, que le decidieron a no continuar el camino hacia Castilla y regresar a Zaragoza.
 Creemos que a partir de este momento el Campeador ya no es un desterrado, sino un caballero que no quiere cambiar la envidiable situación de que gozaba en Zaragoza por un destino incierto en Castilla.

En este su segundo período al servicio de al-Mu‘tamin, el Campeador, siguiendo las órdenes de aquel, realizará desde Monzón (Huesca) una algara de cinco días por tierras de Sancho I Ramírez sin que este monarca llegara a enfrentarse con él; otra campaña de Rodrigo se dirigirá contra las tierras de Morella, sometidas al Rey de Denia-Lérida. Estas dos campañas contribuirán a estrechar todavía más los lazos entre el Rey de Aragón y el musulmán de Lérida, hasta el punto que unidos ambos se deciden a marchar a tierras de Morella para acabar con el Campeador. Éste no rehúsa la batalla campal que tuvo lugar el 14 de agosto de 1084 y dio el triunfo total a la hueste cidiana, que puso en fuga y persiguió largo trecho a ambos monarcas, haciendo numerosos prisioneros entre los que se encontraban el obispo de Roda Raimundo Dalmacio, el conde Sancho Sánchez de Pamplona, el conde Nuño de Portugal, y otros tres notables que la Historia Roderici enumera por su nombre. Tras la victoria, el recibimiento apoteósico en Zaragoza; al-Mu‘tamin, sus hijos y los habitantes de la ciudad salieron al encuentro del vencedor hasta Fuentes de Ebro, a unos 22 kilómetros de camino, que entró en Zaragoza entre las aclamaciones de la población. El año 1085 fallece el rey al-Mu‘tamin; le sucede su hijo al-Musta‘Ìn II, pero la posición de Rodrigo no sufre ningún cambio.

El 25 de mayo de 1085 Alfonso VI incorporaba a su territorio el reino musulmán de Toledo; los reyes de taifas se alarman ante el avance cristiano y reclaman el socorro de los almorávides africanos; que pasarán el Estrecho y el 23 de octubre de 1086 se enfrentarán con Alfonso VI en Zalaca o Sagrajas (Badajoz), infligiéndole una severa derrota y poniendo en peligro las nuevas conquistas del reino de Toledo. Noticioso el Campeador de la crítica situación de su rey, abandona el servicio del taifa de Zaragoza y se presenta en 1086 ó 1087 en Toledo para ponerse a las órdenes de su señor, que le otorga el gobierno de siete alfoces: Dueñas (Valladolid), Ordejón (Burgos), Ibia (Palencia), Campoo (Palencia), Iguña (Santander), Briviesca (Burgos) y Langa (Soria). 
 Será ahora, 1087, cuando Alfonso VI envíe al Campeador a Valencia con órdenes de asegurar en el trono de aquella ciudad a al-Qªdir, el antiguo rey de Toledo, al que el cristiano había ofrecido Valencia a cambio de Toledo. El Campeador pasa por Zaragoza donde refuerza su mesnada y se le añade el rey al-Musta‘in que también aspiraba a adueñarse de Valencia; la llegada de Rodrigo obliga a retirarse a Berenguer Ramón II que estaba sitiando la ciudad; al-Musta‘in quiere apoderarse de Valencia, pero el Campeador se lo impide alegando que sólo obedece órdenes de su rey Alfonso. Al-Qªdir honra a Rodrigo como a su salvador.

El año 1088 Alfonso VI ordenará a Rodrigo que una su mesnada valenciana al ejército real en marcha hacia Aledo (Murcia) para levantar el asedio que habían puesto los almorávides a la guarnición cristiana; la reunión entre ambos ejércitos no tuvo lugar por algún mal entendido acerca de las rutas a seguir. Este fallo fue aprovechado por los enemigos de Rodrigo para culparlo de traición y de haber abandonado al Rey en peligro; el Monarca dio oídos a estas acusaciones y declaró reo de este delito al Campeador, confiscando sus bienes y apresando a su mujer e hijos. De nada sirvieron las exculpaciones de Rodrigo y sus ofertas de probar su inocencia mediante un juramento solemne o un duelo como juicio de Dios. Lo único que consiguió fue la liberación de doña Jimena y de sus hijos. Declarado traidor por Alfonso, a partir de este momento el Campeador tendrá que sobrevivir en territorio musulmán mediante su espada; tampoco volverá a servir a ningún otro príncipe taifa, como había hecho antes durante cinco años, entre 1081 y 1086, cuando se puso al servicio del Rey de Zaragoza.

En enero de 1089 ataca por sorpresa el castillo de Polop (Alicante) apoderándose del tesoro del Rey moro de Denia depositado en esa fortaleza; este golpe de mano le permitirá invernar en la región y reforzar y sostener a su mesnada en su marcha hacia Valencia. En el verano de ese mismo año se instala en la huerta de Valencia donde es agasajado por al-Qªdir y recibido por el Rey de Lérida, que se adelanta hasta Sagunto para entrevistarse con él, sin que llegara a establecerse un acuerdo. Rápidamente el Campeador somete a todos los alcaides de las fortalezas de la zona al pago de una tributación o parias.

El gran poder adquirido por el Campeador en Levante alarmó al Rey de Lérida, que reclamó la ayuda del conde de Barcelona Berenguer Ramón II, que no podía olvidar la afrentosa derrota sufrida a manos del Cid cinco años atrás. Llegada la primavera de 1090 Berenguer se puso en camino con un inmenso ejército; el Campeador buscó el refugio de las montañas de Morella, hasta donde le seguirá el conde catalán, concretamente hasta el Pinar de Tévar Tras cruzarse unas cartas desafiantes, ambos contendientes inician el combate un día de junio de 1090; superados unos primeros momentos difíciles para Rodrigo, que fue derribado del caballo, la lucha acaba con la más estrepitosa derrota de Berenguer II que cayó prisionero de Rodrigo con otros 5.000 guerreros más. La libertad del conde y la de Giraldo Alamán fue convenida mediante el pago de un rescate de 80.000 monedas de oro; los demás cautivos tuvieron que pactar cada uno de ellos el precio de su libertad. Poco después los dos enemigos, Rodrigo y Berenguer Ramón, llegan a un acuerdo de paz por el que este pone en manos de aquel las tierras de su protectorado levantino.

El año 1091 la reina Constanza que deseaba reconciliar al Rey con el Cid, comunicó a éste cómo el Monarca proyectaba una operación militar contra Granada, sugiriéndole que se sumara a esa campaña para ganarse así el favor del Rey. Rodrigo, que no ansiaba ninguna otra cosa más que la vuelta a la gracia del Rey, partió con su mesnada hacia Granada acompañando a la hueste real, aunque con campamentos separados. La expedición no alcanzó sus objetivos y el resentimiento de Alfonso contra Rodrigo se desató de nuevo; ciertas decisiones del Campeador fueron interpretadas como fanfarronerías, provocando la ira del Rey que trató de apresar al Cid, pero este logró escabullirse, maldiciendo el haber seguido el consejo de la Reina y regresando rápidamente a Levante donde tenía asentado su protectorado. 
La irritación de Alfonso contra el Cid decidirá al Rey leonés a organizar una coalición para acabar de una vez para siempre con su molesto vasallo. A mediados del verano de 1092 Alfonso VI con todo su ejército se puso en marcha hacia Valencia para atacarla por tierra, al mismo tiempo que 400 naves de Pisa y Génova la aislarían y atacarían por mar. 
El ataque así planeado fracasó por falta de coordinación entre las fuerzas de tierra y de mar y porque el Cid había abandonado la ciudad en manos de al-Qªdir y de un visir de su confianza, mientras marchaba hacia la comarca de Borja. Desde aquí, tras enviar un mensaje al Rey proclamando su inocencia y fidelidad, manifestaba que no quería luchar contra su Rey, pero que se vengaría en los malos consejeros y enemigos suyos. Cumpliendo su amenaza desencadenó una terrible algara de represalia contra la Rioja, gobernada por su rival y enemigo el conde García Ordóñez, que no osó hacerle frente, asolando y saqueando todas las comarcas desde Alfaro hasta Haro y Nájera.

El fracaso ante Valencia y el saqueo de la Rioja habían puesto de manifiesto una vez más hasta qué punto Rodrigo sobresalía sobre todos los magnates del reino tanto por su valor y capacidad de reclutar una mesnada imbatida cómo por su habilidad política en crear y mantener un protectorado sobre Valencia y todo el Levante. Había llegado para Alfonso la hora de rendirse a la realidad y, como gran monarca y hombre de estado que era, no lo dudó un instante, y dejando a un lado, si no olvidando, los pasados conflictos, envió a Rodrigo su perdón y vuelta a la gracia real más amplia y generosa, devolviéndole todos sus bienes. El Cid se alegró sobremanera y a partir de este año 1092 ya nunca más se alteró la concordia entre Alfonso y Rodrigo.

Musulmanes de Valencia, que deseaban acabar con el gobierno de al-Qªdir y el protectorado cidiano, aprovecharon la ausencia de Rodrigo para llamar a los almorávides a los que abrieron las puertas de Valencia, asesinando a al-Qªdir el 28 de octubre de 1092. Esta injerencia de los almorávides en Valencia va dar origen al gran duelo de nuestro héroe con estos hasta entonces imbatidos africanos. Vuelto el Cid a Levante en noviembre, tras restaurar y reforzar su protectorado en toda la región comenzó a hostigar y a preparar el asedio de la ciudad de Valencia, ahora enemiga. Año y medio duraron estas operaciones hasta que finalmente el 16 de junio de 1094, tras un terrible cerco con todos los horrores y espantos del hambre, Valencia se rindió sin condiciones. 
Mientras el Cid asediaba la ciudad del Turia, el emir almorávide envió en enero de 1094 contra Rodrigo un enorme ejército que llegó hasta Almusafes a la vista de los asediados y que sorprendentemente retrocedió sin atreverse a atacar a la mesnada del Cid, atrapada entre las murallas de Valencia y el ejército almorávide. Este fracaso dolió enormemente al emir Yñsuf b. TªëufÌn, que pocos meses después enviaba otro segundo ejército contra el Cid, cuando éste era ya dueño de la ciudad; Rodrigo se preparó a resistir tras las murallas; las fuerzas almorávides llegaron hasta el arrabal de Cuarte e iniciaron el asedio entre bravatas y amenazas, pero la mañana del 21 de octubre de 1094, sorprendidas por una salida de los sitiados y por una emboscada tendida durante la noche, al ver perdido su campamento, presas del pánico se dieron a la fuga abandonando un inmenso botín.

Todavía volverían los almorávides sobre Valencia por tercera vez, sufriendo otro descalabro más: fue en la batalla de Bairén, cinco kilómetros al norte de Gandía, en enero de 1097. En esta ocasión al lado del Cid lucharía el infante aragonés, el futuro Pedro I, quedando aniquilado el ejército almorávide que sufrirá enormes pérdidas. Las alegrías del triunfo se verían amargadas pocos meses después el 15 de agosto cuando en la derrota cristiana muera el joven Diego Rodríguez, el único hijo varón del Cid, luchando al lado de Alfonso VI en los campos de Consuegra (Toledo). Dos años más tarde, cuando se hallaba en todo el esplendor de su poder, el 10 de julio de 1099, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, moriría de muerte natural el insigne guerrero que fue Rodrigo Díaz de Vivar, dejando el señorío de Valencia y su mesnada en manos de doña Jimena. Además del hijo muerto en Consuegra dejó el Cid dos hijas: la mayor, Cristina, casaría con el infante navarro Ramiro Sánchez, y un vástago de este matrimonio sería García Ramírez, el Restaurador, rey de Navarra, y a través de ella se pudo decir “Oy los reyes d’España sos parientes son”.
 La otra de nombre María enlazaría con el joven conde de Barcelona Ramón Berenguer III el Grande, y las dos hijas de este último matrimonio, María y Jimena, casarían con el conde de Foix y el conde de Besalú respectivamente.

Tras la muerte del Cid doña Jimena vivió dos años pacíficamente en Valencia, pero el año 1101 de nuevo los almorávides se presentaron ante la ciudad; iniciado el asedio, la mesnada cidiana resistió desde septiembre hasta marzo del año siguiente, en que doña Jimena solicitó el auxilio de Alfonso VI. Llegado este a Valencia fue acogido con la máxima alegría, pero tras analizar la situación juzgó indefendible la plaza y ordenó su evacuación, dejando tras de sí algunos incendios.
 Con el rey Alfonso abandonaron Valencia doña Jimena, el obispo don Jerónimo y la mesnada cidiana llevando consigo los restos mortales de Rodrigo, que fueron depositados en el monasterio de San Pedro de Cardeña, junto a Burgos.

 

 Bibl.: M. Risco, La Castilla y el mas famoso castellano [...], Madrid, Blas Román, 1792; R. Dozy, “Le Cid. Textes et resultats nouveaux”, en Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne pendant le Moyen Âge, Leiden, E. J. Brill, 1849, págs. 320-706; M. Malo de Molina, Rodrigo el Campeador [...], Madrid, Imprenta Nacional, 1857; R. Menéndez Pidal, La España del Cid, Madrid, Espasa Calpe, 1929 (4.ª ed. revisada y añadida, Madrid, Espasa Calpe, 1947); E. Lévi- Provençal, “Le Cid de l’histoire”, en Revue Historique, 180 (1937), págs. 58-74; A. Palau, El Cid Campeador, Barcelona, Amaltea y R. Sopena, 1945; J. Camón, “El Cid, personaje mozárabe”, en Revista de Estudios Políticos, 17 (1947), págs. 109- 141; A. Huici, “La lucha del Cid Campeador con los almorávides y el enigma de su hijo Diego”, en Hespérides-Tamuda, 6 (1965), págs. 79-114; A. Ubieto, “El Cantar de Mío Cid y algunos problemas históricos”, en Ligarzas, 4 (1972), págs. 5-192; M. E. Lacarra, El Poema de Mío Cid: realidad histórica e ideología, Madrid, Porrúa, 1980; R. Fletcher, El Cid, San Sebastián, Nerea, 1989; A. Montaner, Cantar de Mío Cid, Barcelona, Crítica, 1993; S. Bodelon, “Carmen Campidoctoris: un capítulo de la épica latina medieval”, en Actas del Congreso Nacional de Latín Medieval, León, Universidad, 1995, págs. 245-249; J. M. Fradejas, Crono-bibliografía cidiana, Burgos, Ayuntamiento, 1999; G. Martínez Díez, El Cid Histórico, Barcelona, Planeta, 1999; VV. AA., Historia de Rodrigo Díaz de Vivar, Burgos, Ayuntamiento, 1999; A. Montaner y A. Escobar, Carmen Campidoctoris. O poema latino del Campeador, Madrid, España Nuevo Milenio, 2001; G. Martínez Díez, “Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, en la Historia”, en Torre de los Lujanes (Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid), n.º 63 (diciembre de 2008), págs. 9-35.





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Tengo libro en colección. 


Itsukushima Shrine.


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