El Cantar de mío Cid.
El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre del héroe: el Mio Cid. Compuesto a finales del siglo XII o en los primeros años del siglo XIII, estaba ya acabado en 1207, cuando cierto Per Abbat (o Pedro Abad) se ocupó de copiarlo en un manuscrito del que, a su vez, es copia el único que hoy se conserva (falto de la hoja inicial y de dos interiores), realizado en el siglo XIV y custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid. La datación del poema allí recogido viene apoyada por una serie de indicios de cultura material, de organización institucional y de motivaciones ideológicas. Más dudas plantea su lugar de composición, que sería Burgos según unos críticos y la zona de Medinaceli (en la actual provincia de Soria), según otros. La cercanía del Cantar a las costumbres y aspiraciones de los habitantes de la zona fronteriza entre Castilla y Alandalús favorece la segunda posibilidad. El Cantar de mio Cid, como ya hemos avanzado, se basa libremente en la parte final de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, desde que inicia el primer destierro en 1081 hasta su muerte en 1099. Aunque el trasfondo biográfico es bastante claro, la adaptación literaria de los sucesos es frecuente y de considerable envergadura, a fin de ofrecer una visión coherente de la trayectoria del personaje, que actúa desde el principio de un modo que el Campeador histórico sólo adoptaría a partir de 1087 y, sobre todo, del segundo destierro en 1088. Por otra parte, el Cantar desarrolla tras la conquista de Valencia toda una trama en torno a los desdichados matrimonios de las hijas del Cid con los infantes de Carrión que carece de fundamente histórico. Así pues, pese a la innegable cercanía del Cantar a la vida real de Rodrigo Díaz (mucho mayor que en otros poemas épicos, incluso sobre el mismo héroe), ha de tenerse en cuenta que se trata de una obra literaria y no de un documento histórico, y como tal ha de leerse. En cuanto a las posibles fuentes de información sobre su héroe, el autor del Cantar se basó seguramente en la historia oral y también parece bastante probable que conociese la ya citada Historia Roderici. No hay pruebas seguras sobre la posible existencia de cantares de gesta previos sobre el Cid que hubiesen podido inspirar al poeta, aunque parece claro que tuvo como modelos literarios, ya que no históricos, otros poemas épicos, tanto castellanos como extranjeros, recibiendo en particular el influjo del célebre Cantar de Roldán francés, muy difundido en la época. Por ello, la constitución interna del Cantar de mio Cid es la típica de los cantares de gesta. Un rasgo esencial es su empleo de versos anisosilábicos o de medida variable, divididos en dos hemistiquios, cada uno de los cuales oscila entre cuatro y once sílabas. Los versos se unen en series o tiradas que comparten la misma rima asonante y suelen tener cierta unidad temática. No existen leyes rigurosas para el cambio de rima entre una y otra tirada, pero éste se usa a veces para señalar divisiones internas, por ejemplo al repetir con más detalle el contenido de la tirada anterior (técnica de series gemelas) o cuando se pasa de la narración a las palabras que pronuncia un personaje (estilo directo). Por último, las tiradas o series se agrupan en tres partes mayores, llamadas también «cantares», que comprenden los versos 1-1084, 1085-2277 y 2276-3730, respectivamente. El primer cantar narra las aventuras del héroe en el exilio por tierras de la Alcarria y de los valles del Jalón y del Jiloca, en los que consigue botín y tributos a costa de las poblaciones musulmanas. El segundo se centra en la conquista de Valencia y en la reconciliación del Cid y del rey Alfonso, y acaba con las bodas entre las hijas de aquél y dos nobles de la corte, los infantes de Carrión. El tercero refiere cómo la cobardía de los infantes los hace objeto de las burlas de los hombres del Cid, por lo que éstos se van de Valencia con sus mujeres, a las que maltratan y abandonan en el robledo de Corpes. El Cid se querella ante el rey el rey Alfonso, quien convoca unas cortes en Toledo, donde el Campeador reta a los infantes. En el duelo, realizado en Carrión, los infantes y su hermano mayor quedan infamados; mientras tanto, los príncipes de Navarra y Aragón piden la mano de las hijas del Cid, que las ve así casadas conforme merecen. Otro de los aspectos característicos de los cantares de gesta es su estilo formular, es decir, el empleo de determinados clichés o frases hechas, por ejemplo en la descripción de batallas o bien para referirse a un personaje. Así, el Cid es llamado a menudo «el bueno de Vivar», «el que en buena hora nació» o «el de la luenga barba», mientras que a Minaya Álvar Fáñez se lo presenta varias veces en el fragor del combate con la fórmula «por el codo abajo la sangre goteando». Este rasgo se liga a la difusión oral del Cantar (por boca de los juglares que lo recitaban o cantaban de memoria, acompañándose a menudo de un instrumento musical), pero también responde a un efecto estético (el gusto por ver tratados los mismos temas de una misma forma). Otros recursos estilísticos de los cantares de gesta son la gran alternancia y variedad de tiempos verbales; el uso de parejas de sinónimos, como «pequeñas son y de días chicas», y también de parejas inclusivas, como «moros y cristianos» (es decir, todo el mundo); o el empleo de las llamadas frases físicas, al estilo de «llorar de los ojos» o «hablar de la boca», que subrayan el aspecto gestual de la acción. En cuanto al argumento, como se ha visto, abarca dos temas fundamentales: el del destierro y el de la afrenta de Corpes. El primero se centra en la honra pública o política del Campeador, al narrar las hazañas que le permiten recuperar su situación social y, a la vez, alcanzar el perdón real; el segundo, en cambio, tiene por objeto un asunto familiar o privado, pero que tiene que ver también con el honor del Cid y de los suyos, tan realzado al final como para que sus hijas puedan casar con los príncipes de Navarra y Aragón. De ahí que el Cantar hay podido ser caracterizado como un «poema de la honra». Esta honra, sea pública o privada, tiene dos dimensiones: por un lado, se relaciona con la buena fama de una persona, con la opinión que de ella tienen sus iguales dentro de la escala social; por otro, tiene que ver con el nivel de vida de una persona, en la medida en que las posesiones materiales traducen la posición que uno ocupa en la jerarquía de la sociedad. Por eso el Cid se preocupa tanto de que el rey conozca sus hazañas como de enviarle ricos regalos que, por así decir, plasmen físicamente las victorias del Campeador. La doble trama del destierro y de la afrenta describe una doble curva de descenso y ascenso: desde la expropiación de las tierras de Vivar y el exilio se llega al dominio del señorío de Valencia y a la recuperación del favor real; después, desde la pérdida de la honra familiar provocada por los infantes se asciende al máximo grado de la misma, gracias a los enlaces principescos de las hijas del Cid. En ambos casos, la recuperación del honor cidiano se logra por medios casi inéditos en la poesía épica, lo que hace del Cantar no sólo uno de los mayores representantes de la misma, sino también uno de los más originales. En efecto, el héroe de Vivar, que es desterrado a causa de las calumnias vertidas contra él por sus enemigos en la corte, nunca se plantea adoptar alguna de las extremadas soluciones del repertorio épico, rebelándose contra el monarca y sus consejeros, sino que prefiere acatar la orden real y salir a territorio andalusí para ganarse allí el pan con el botín arrancado al enemigo, opción siempre considerada legítima en esa época. Por eso es característico del enfoque del cantar el énfasis puesto en el botín obtenido de los moros, a los que el desterrado no combate tanto por razones religiosas, como por ganarse la vida, y a los que se puede admitir en los territorios conquistados bajo un régimen de sumisión. Eso no significa que el Cid y sus hombres carezcan de sentimientos religiosos. De hecho, el Campeador se encarga de adaptar para uso cristiano la mezquita mayor de Valencia, que convierte en catedral para el obispo don Jerónimo. Es más, la relación del héroe con la divinidad es privilegiada, según se advierte en la aparición de San Gabriel para confortar al Cid cuando inicia la incierta aventura del destierro. Lo que no hay es un claro ideal de Cruzada, nada de «conversión o muerte». Los musulmanes de las plazas conquistadas, aunque no son vistos como iguales, tampoco se encuentran totalmente sometidos. Encuentran su lugar dentro de la sociedad ideal de la Valencia del Cid como mudéjares, es decir, como musulmanes que conservan su religión, su justicia y sus costumbres, pero bajo la autoridad superior de los gobernantes cristianos y con ciertas limitaciones en sus derechos. Sin caer en la tentación de ver en ello una convivencia idílica, está claro que no se aprecia en el ideario del Campeador ningún extremismo religioso. Por lo que hace a la afrenta de Corpes, la tradición épica exigía que una deshonra de ese tipo se resolviese mediante una sangrienta venganza personal, pero en el Cantar de mio Cid se recurre a los procedimientos legales vigentes, una querella ante el rey encauzada por la vía del reto entre hidalgos. Se oponen de este modo los usos del viejo derecho feudal, la venganza privada que practican los de Carrión, con las novedades del nuevo derecho que surge a finales del siglo XII y a cuyas prácticas responde el uso del reto como forma de reparar la afrenta. Con ello se establece una neta diferencia entre los dos jóvenes y consentidos infantes, que representan los valores sociales de la rancia nobleza del interior, y el Campeador y los suyos, que son miembros de la baja nobleza e incluso villanos parcialmente ennoblecidos por su actividad bélica en las zonas de frontera. Tal oposición no se da, como a veces se ha creído, entre leoneses y castellanos (García Ordóñez, el gran enemigo del Cid, es castellano), sino entre la alta nobleza, anquilosada en valores del pasado, y la baja, que se sitúa en la vanguardia de la renovación social. La acción prudente y comedida del héroe de Vivar manifiesta el modelo de mesura encarnado por el Cid en el Cantar, pero éste no sólo depende de una opción ética personal, sino también de un trasfondo ideológico determinado. En este caso, responde al «espíritu de frontera», el que animaba a los colonos cristianos que poblaban las zonas de los reinos cristianos que limitaban con Alandalús. Dicho espíritu se plasmó especialmente en una serie de fueros llamados «de extremadura», a cuyos preceptos se ajusta el poema, tanto en la querella final como en el reparto del botín, a lo largo de las victorias cidianas. El norte de estos ideales de frontera lo constituye la capacidad de mejorar la situación social mediante los propios méritos, del mismo modo que el Cantar concluye con la apoteosis de la honra del Campeador, que, comenzando desde el enorme abatimiento inicial, logra ver al final compensados todos sus esfuerzos y desvelos. Un héroe mesurado. De los grandes héroes épicos se esperaba en la Edad Media que realizasen hazañas al filo de lo imposible y mantuviesen actitudes radicales, a menudo fuera de lo comúnmente aceptado. Salvo contadas excepciones, el Cid se separa de dicho modelo para ofrecer uno opuesto. Ya en la Crónica Najerense, el joven Rodrigo opone su mesura a las fanfarronadas del rey Sancho, actitud que pervivirá en el Cantar del rey don Sancho, ya en el siglo siguiente. También en las Mocedades de Rodrigo primitivas el personaje se conduce con mesura y prudencia, y sólo en la refundición del siglo XIV y en algunos romances inspirados en ella surgirá la figura (más acorde con los gustos de esa época turbulenta) de un Rodrigo arrogante y rebelde. Donde le mesura del héroe resulta más patente es en el Cantar de mio Cid. Allí, en la primera tirada o estrofa, se nos dice ya: “Habló mio Cid bien y tan mesurado: / — ¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto! / ¡ Esto me han urdido mis enemigos malos!”. En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido. Más que una acusación, el último verso citado es la constatación de un hecho. A partir de entonces Rodrigo habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas. Cuando, al poco, el Cid observa un mal agüero en su viaje hacia el exilio, no se desalienta, sino que exclama “¡Albricias, Álvar Fáñez, pues nos echan de la tierra!” La buena noticia es la misma del destierro, pues abre una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado. Donde se ve de manera más clara esa mesura característica del Cid es en la parte final de la trama. Después de una afrenta como la sufrida por doña Elvira y doña Sol en el robledo de Corpes, lo normal, según las exigencias del género, hubiera sido que su padre reuniese a sus caballeros y lanzase un feroz ataque contra las posesiones de los infantes de Carrión y de sus familiares, matando a cuantos encontrase a su paso y arrasando sus tierras y palacios. Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el reto o desafío. Tras das parte al rey Alfonso de la afrenta, se reúnen las cortes del reino y ante ellas el Campeador reta a los infantes. El rey acepta el reto y tres caballeros del Cid se oponen en el campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la afrenta sin ninguna muerte y sin derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho de la época. Siglos antes de que se pusiesen de moda las películas de juicios, el venerable Cantar de mio Cid advirtió ya las posibilidades dramáticas de un proceso judicial y las puso al servicio de la prudencia y de la mesura de su héroe. |
Díaz de Vivar, Rodrigo. El Cid Campeador. ¿Vivar? (Burgos), 1048-1050 – Valencia, 10.VII.1099. Guerrero, héroe celebrado en El Cantar de Mío Cid. Sobre el hombre que fue Rodrigo Díaz de Vivar existen dos biografías: una, la más conocida y popularizada, la tejida con los datos de la creación literaria, esto es, con el Poema de Mío Cid y el romancero; y otra muy distinta, la única verdaderamente histórica, construida con el Carmen Campidoctoris, canto coetáneo en loa de Rodrigo; con la Historia Roderici, una extensa e informada biografía escrita tan sólo algún decenio tras la muerte del héroe y cuyo autor utilizó documentos del archivo familiar del biografiado; con las crónicas y noticias árabes, especialmente las obtenidas de las obras de Ibn ‘Alqama e Ibn Bassªm, y con los documentos y diplomas coetáneos que otorga o confirma Rodrigo Díaz de Vivar. Naturalmente aquí sólo nos ocuparemos de esta segunda, dejando la primera para el mundo de la literatura y de la leyenda. Ninguna fuente histórica o diplomática consigna el lugar o la fecha de nacimiento de Rodrigo Díaz de Vivar; probablemente vio la luz del mundo en Vivar del Cid, pequeño lugar sito nueve kilómetros al norte de Burgos, ya que todas las fuentes épicas designan a Rodrigo como “el de Vivar”, y este dato parece pertenecer al núcleo mínimo de veracidad de esas fuentes. En la aldea de Vivar, sita entonces en el extremo límite de Castilla, sería su padre un noble fronterizo, que el año 1054, tras la muerte en Peñalen del rey Sancho de Pamplona recuperaría de manos de los navarros las fortalezas de Ubierna, Úrbel y La Piedra. En cuando a la fecha de su nacimiento Menéndez Pidal la situó entre los años 1041 y 1047, mientras Ubieto Arteta prefería retrasarla hasta 1054-1057; nosotros creímos en su día deber colocarla entre los años 1048-1050 basados en el dato del Carmen Campidoctoris que califica a Rodrigo de “aún adolescente” cuando en 1067 en “su primer combate singular venció al navarro” y en su tardío matrimonio en 1074, pues, si hubiera nacido el año 1043, una soltería prolongada hasta los 31 años de edad resultaría difícil de admitir. La ascendencia del Cid, especialmente el linaje paterno nos viene dado en la Historia Roderici remontándose hasta la séptima generación representada por Laín Calvo, aunque no sea posible probar documentalmente la exactitud de esos datos genealógicos. El linaje arranca de Laín Calvo, que no es citado en la Historia Roderici como juez de Castilla; como la leyenda de los jueces es posterior a la Historia Roderici es bien posible que la leyenda haya tomado el nombre del juez del linaje del Campeador; en todo caso es evidente que la familia paterna del Campeador no se contaba entre la más alta nobleza de Castilla. En cambio sí que pertenecía a esa alta nobleza la familia materna: el abuelo materno del Cid, Rodrigo Álvarez, fue tenente nada menos que de cinco importantes alfoces, y su hermano Nuño Álvarez subscribe asiduamente los diplomas de Fernando I, desempeñando además las tenencias de Amaya y Carazo. Dada la categoría social de la familia materna de Rodrigo Díaz, nada tiene de extraño que éste fuera a completar su formación humana y militar en la corte de Fernando I al lado de algunos de los vástagos regios, y así la Historia Roderici nos dirá que Rodrigo fue “criado diligentemente por Sancho, rey de toda Castilla y dominador de España, que le ciñó el cinto militar”. El término nutriuit o crió excluye una relación de compañerismo o igualdad y más bien supone una diferencia de edad y de posición; en la pequeña Corte del infante Sancho crecería Rodrigo y se formaría en las artes militares y también en las letras, dentro de los límites de la época, esto es, en la escritura, y asistiendo a las actuaciones de la Curia Regia en su aspecto consultivo o judicial. Acompañando al infante don Sancho, enviado por su padre a Zaragoza en 1063 para cobrar las parias, fue Rodrigo, quizás como paje o ya armado caballero, cuando por las mismas fechas el rey aragonés Ramiro I estaba atacando Graus. El infante don Sancho con su hueste castellana acudió en ayuda de su tributario al-Muqtadir, resultando muerto en el encuentro el rey Ramiro. La Historia Roderici no atribuye ninguna participación especial al joven Rodrigo, sólo nos dice que acompañaba al infante castellano. El 27 de diciembre de 1065 moría Fernando I, e inmediatamente asumía Sancho el gobierno de la parte del reino paterno que le había correspondido, Castilla. A su lado estaba el joven Rodrigo que “era querido por el rey Sancho con mucho cariño e inmenso amor y que le puso al frente de toda su mesnada; Rodrigo crecía y se hacía un guerrero fortísimo y un campeador en el palacio del rey Sancho” (Historia Roderici). Según el Carmen Campidoctoris el título de Campeador le fue atribuido a nuestro Rodrigo con ocasión de su victoria en combate singular sobre un guerrero navarro, combate que creemos poder datar el año 1067. Otra lid singular del Campeador aparece recogida en la misma Historia Roderici; se trata de un sarraceno de Medinaceli, que no sólo fue vencido, sino también muerto. No sabemos si en estas acciones bélicas de 1067 actuaba ya Rodrigo como alférez o abanderado de la hueste castellana; tenemos como más probable la negativa, pues nada nos dice sobre ello la Historia Roderici, que en cambio nos informa cómo “en todas las guerras que el rey Sancho hizo contra el rey Alfonso en Llantada (1068) y en Golpejera (1072) venciéndolo, Rodrigo era el portador de la insignia real de Sancho, prevaleciendo y destacando entre todos los guerreros del ejército castellano”. Las victorias del rey Sancho lo condujeron a su coronación en León el 12 de enero de 1072 como rey emperador de todo el reino leonés de Fernando I, Galicia incluida; únicamente en Zamora su hermana Urraca se negaba a obedecer sus órdenes, por lo que al fin del verano de ese año 1072 Sancho, llevando a Rodrigo en su ejército, puso sitio a la plaza. Durante el asedio Bellido Dolfos dio muerte a traición al rey Sancho; nada sabemos de la intervención del Campeador en este episodio, que atribuimos más bien a la invención juglaresca. Lo que sí haría, sería acompañar al cuerpo de su Rey hasta el monasterio de Oña (Burgos) elegido por el difunto para su sepultura. En el rey Sancho había perdido Rodrigo al señor que le había criado y que tanto le había distinguido; pero según la Historia Roderici no parece que el Campeador entrara con mal pie con el nuevo Monarca, ya que el rey Alfonso lo recibió con todo honor como vasallo y lo conservó a su lado con todo amor y respeto. Ni una sola palabra sobre la jura de Santa Gadea, emotiva escena de invención juglaresca. Alfonso VI, al aceptar el vasallaje de Rodrigo Díaz, lo unía a sí con el vínculo personal del homenaje y fidelidad, al mismo tiempo que se obligaba a protegerlo y favorecerlo; Rodrigo no era un súbdito más del nuevo rey, sino que era recibido en el círculo mucho más íntimo y reducido de los fideles y vasallos personales de Alfonso VI. Obligación especialísima del señor era procurar un buen matrimonio a sus vasallos y a fe que Alfonso cumplió espléndidamente este deber señorial en relación con Rodrigo Díaz al procurarle el enlace con una dama asturiana, Jimena Díaz, hija de Diego, el conde de Asturias y hermana de otros tres condes, y descendiente, exactamente biznieta, del rey leonés Alfonso V, abuelo del rey Alfonso VI, del que era por lo tanto sobrina en sentido medieval como hija de prima carnal del Rey. Jimena Díaz pertenecía a un linaje de la más alta nobleza del reino. La carta de arras, datada el 19 de julio de 1074, se conserva en la catedral de Burgos, y por ella Rodrigo otorga a fuero de León a doña Jimena la mitad de todos sus bienes; esta mitad comprendía cuatro villas íntegras y parte de otras 39 sitas entre Burgos y Torquemada. Celebrado el enlace Rodrigo acompañará el año 1075 al rey Alfonso VI en un viaje por Asturias, la tierra de su esposa, donde por delegación del Rey actuará como juez en dos famosos pleitos, uno entre el obispo y el conde y otro entre un grupo de infanzones y el mismo obispo. Tras tres años de residencia en Castilla, el año 1079 surgirá el primer incidente grave que pudo dañar la imagen de Rodrigo ante el Rey; ese año Alfonso VI enviaba dos embajadas a cobrar las parias anuales que los reyes taifas solían abonar al Rey leonés; una presidida por el Campeador se dirigió a Sevilla, otra dirigida por el conde García Ordóñez y otros importantes nobles navarros tuvo como destino Granada. Ambos reyes taifas, de Sevilla y de Granada estaban en pugna; el de Granada, aprovechando la presencia de la embajada de Alfonso VI y con el auxilio de esta, penetra en los dominios del taifa sevillano; este reclama el auxilio de Rodrigo, que se encontraba en Sevilla. El Campeador envió cartas a los intrusos rogándoles que por respeto al rey Alfonso desistan de su ataque, pero ellos confiando en su superioridad numérica no sólo no acceden a estos ruegos, sino que se burlaron de ellos y continuaron su avance saqueando toda la tierra hasta alcanzar el castillo de Cabra. Informado de ello Rodrigo parte de Sevilla y se enfrenta con el ejército granadino al que deshace, apresando al conde García Ordóñez y a los nobles que le acompañaban, a los que tras mantenerlos tres días como prisioneros y despojarlos de las tiendas y demás pertrechos como legítimo botín de guerra les permitió marchar libres sin rescate, mientras él victorioso regresaba a Sevilla. De este episodio, sin necesidad de que Rodrigo aumentara la derrota con afrentas innecesarias, nacería una perdurable enemistad entre el Campeador y García Ordóñez, que no dejaría de acusarlo ante el Rey de haberse quedado con parte de los regalos del Rey de Sevilla. El año 1081 el rey Alfonso había salido en campaña por tierras toledanas. Rodrigo alegando enfermedad se había quedado en su casa, cuando los musulmanes atacaron por sorpresa Gormaz obteniendo un importante botín; ante la noticia de este percance, reacciona Rodrigo y reuniendo rápidamente una mesnada sale a perseguir a los atacantes, penetra en el reino toledano y regresa trayendo consigo hasta 7.000 cautivos entre hombres y mujeres. De nuevo este segundo episodio es presentado ante el Rey como una grave imprudencia o más aún como una traición destinada a provocar a los musulmanes toledanos para que estos reaccionaran violentamente, atacaran y dieran muerte al rey Alfonso, que se encontraba entre ellos. El Rey irritado por esta cabalgada del noble de Vivar decreta su destierro; es bien posible que no le faltaran razones al Monarca, y que la cabalgada hubiera ido más allá de lo oportuno y que hubiera violado alguno de los pactos que el Monarca mantenía con los moros toledanos. La expulsión del Reino era la pena usual cuando un vasallo incurría en la “ira del rey”; no llevaba consigo la pérdida de los bienes ni afectaba a los familiares próximos del desterrado. El Campeador podía dejar a Jimena y a sus hijos en su casa o en cualquiera de sus propiedades esparcidas a través de casi 80 villas y aldeas; en cambio sus vasallos debían extrañarse con él hasta “ganarle el pan o señor que le hiciera bien”. Por la Historia Roderici sabemos que marchó en primer lugar a Barcelona a ofrecer sus servicios a los condes de aquella ciudad, los hermanos Ramón II y Berenguer II, sin duda atraído por las aspiraciones reconquistadoras de aquellos magnates catalanes; pero no habiendo llegado a un acuerdo con los mismos, a continuación se dirigió a Zaragoza, donde reinaba el taifa al-Muqtadir, de la familia de los Ibn Hñd, que acogió a Rodrigo con gran satisfacción, pensando que los servicios del desterrado podrían ahorrarle las parias que su reino venía pagando a los cristianos desde hacía más de veinte años, ya a Castilla, ya a Aragón, ya a Barcelona. Pero apenas llegado a Zaragoza muere el rey al-Muqtadir, dividiendo el reino entres sus dos hijos: al hijo mayor, Yñsuf al-Mu’tamin, le deja Zaragoza, y a su hermano Alfagit el Reino de Denia con Tortosa y Lérida. La guerra que se enciende entre los dos hermanos va a revalorizar los servicios militares de Rodrigo, que sigue a las órdenes de al-Mu’tamin. A su vez Alfagit recabará y conseguirá la ayuda del rey de Aragón Sancho I Ramírez y del conde Berenguer Ramón II de Barcelona. El choque de Rodrigo con los cristianos aliados del Rey moro de Lérida se hace inevitable; primeramente con Sancho Ramírez al socorrer Rodrigo con éxito a Monzón (Huesca) y luego al reforzar el castillo de Almenar, 20 kilómetros al norte de Lérida donde el Campeador se enfrenta con el Rey de Lérida a cuyo lado se encuentran el conde de Barcelona Berenguer Ramón II, el conde de Cerdaña, el hermano del conde de Urgel y los gobernantes de los condados de Besalú, del Ampurdán, del Rosellón y aún de Carcasona. Enfrentadas las dos huestes la de Zaragoza y la de Lérida con sus respectivos auxiliares, Rodrigo convence a al-Mu’tamin a que curse propuestas de paz y acceda a pagar un censo por el castillo de Almenara, pero los aliados del Rey de Lérida con una superioridad numérica aplastante rechazan todas las propuestas. No queda otra salida que el combate en el que la hueste cidiana resulta vencedora poniendo en fuga a todo el ejército de Alfagit y sus auxiliares catalanes, que sufrieron importantes bajas dejando tras de sí un inmenso botín; entre los cautivos se contaba el conde de Barcelona y muchos de sus caballeros, que fueron entregados por Rodrigo a al-Mu’tamin, que a los cinco días los dejó volver libres a su tierra. La gran victoria de Almenar, datable el año 1082, pondrá fin a la primera campaña de Rodrigo al servicio del Rey moro de Zaragoza; al volver triunfador a la ciudad fue acogido con grandes honores y muestras de agradecimiento y respeto por el Rey y la población musulmana. Algún historiador ha querido rebajar al Campeador a la simple categoría de un mercenario; ese mismo criterio habría que aplicar al rey de Aragón Sancho Ramírez y a todos los condes catalanes que prestaban sus servicios al Rey moro de Lérida, y a los condes castellanos que aparecen en la historia participando en las discordias musulmanas luchando al lado de una de las facciones contra la otra. Ese mismo año el alcaide del castillo de Rueda (Zaragoza) se substrajo a la obediencia de al-Mu’tamin y ofreció la entrega de la fortaleza a Alfonso VI; este acudió a tomar posesión de Rueda el 6 de enero de 1083, pero las fuerzas leonesas cayeron en una terrible celada en la que murieron muchos nobles y caballeros, llegando a peligrar la propia vida del Rey. Rodrigo, que se encontraba en la región de Tudela, al tener noticia del desastre acude rápidamente en auxilio de su Rey, que lo recibe con los brazos abiertos y lo invita a regresar con él a Castilla; el Campeador inicia el regreso con Alfonso, pero pasada la emoción del encuentro Rodrigo observa ciertas reticencias, que le decidieron a no continuar el camino hacia Castilla y regresar a Zaragoza. Creemos que a partir de este momento el Campeador ya no es un desterrado, sino un caballero que no quiere cambiar la envidiable situación de que gozaba en Zaragoza por un destino incierto en Castilla. En este su segundo período al servicio de al-Mu‘tamin, el Campeador, siguiendo las órdenes de aquel, realizará desde Monzón (Huesca) una algara de cinco días por tierras de Sancho I Ramírez sin que este monarca llegara a enfrentarse con él; otra campaña de Rodrigo se dirigirá contra las tierras de Morella, sometidas al Rey de Denia-Lérida. Estas dos campañas contribuirán a estrechar todavía más los lazos entre el Rey de Aragón y el musulmán de Lérida, hasta el punto que unidos ambos se deciden a marchar a tierras de Morella para acabar con el Campeador. Éste no rehúsa la batalla campal que tuvo lugar el 14 de agosto de 1084 y dio el triunfo total a la hueste cidiana, que puso en fuga y persiguió largo trecho a ambos monarcas, haciendo numerosos prisioneros entre los que se encontraban el obispo de Roda Raimundo Dalmacio, el conde Sancho Sánchez de Pamplona, el conde Nuño de Portugal, y otros tres notables que la Historia Roderici enumera por su nombre. Tras la victoria, el recibimiento apoteósico en Zaragoza; al-Mu‘tamin, sus hijos y los habitantes de la ciudad salieron al encuentro del vencedor hasta Fuentes de Ebro, a unos 22 kilómetros de camino, que entró en Zaragoza entre las aclamaciones de la población. El año 1085 fallece el rey al-Mu‘tamin; le sucede su hijo al-Musta‘Ìn II, pero la posición de Rodrigo no sufre ningún cambio. El 25 de mayo de 1085 Alfonso VI incorporaba a su territorio el reino musulmán de Toledo; los reyes de taifas se alarman ante el avance cristiano y reclaman el socorro de los almorávides africanos; que pasarán el Estrecho y el 23 de octubre de 1086 se enfrentarán con Alfonso VI en Zalaca o Sagrajas (Badajoz), infligiéndole una severa derrota y poniendo en peligro las nuevas conquistas del reino de Toledo. Noticioso el Campeador de la crítica situación de su rey, abandona el servicio del taifa de Zaragoza y se presenta en 1086 ó 1087 en Toledo para ponerse a las órdenes de su señor, que le otorga el gobierno de siete alfoces: Dueñas (Valladolid), Ordejón (Burgos), Ibia (Palencia), Campoo (Palencia), Iguña (Santander), Briviesca (Burgos) y Langa (Soria). Será ahora, 1087, cuando Alfonso VI envíe al Campeador a Valencia con órdenes de asegurar en el trono de aquella ciudad a al-Qªdir, el antiguo rey de Toledo, al que el cristiano había ofrecido Valencia a cambio de Toledo. El Campeador pasa por Zaragoza donde refuerza su mesnada y se le añade el rey al-Musta‘in que también aspiraba a adueñarse de Valencia; la llegada de Rodrigo obliga a retirarse a Berenguer Ramón II que estaba sitiando la ciudad; al-Musta‘in quiere apoderarse de Valencia, pero el Campeador se lo impide alegando que sólo obedece órdenes de su rey Alfonso. Al-Qªdir honra a Rodrigo como a su salvador. El año 1088 Alfonso VI ordenará a Rodrigo que una su mesnada valenciana al ejército real en marcha hacia Aledo (Murcia) para levantar el asedio que habían puesto los almorávides a la guarnición cristiana; la reunión entre ambos ejércitos no tuvo lugar por algún mal entendido acerca de las rutas a seguir. Este fallo fue aprovechado por los enemigos de Rodrigo para culparlo de traición y de haber abandonado al Rey en peligro; el Monarca dio oídos a estas acusaciones y declaró reo de este delito al Campeador, confiscando sus bienes y apresando a su mujer e hijos. De nada sirvieron las exculpaciones de Rodrigo y sus ofertas de probar su inocencia mediante un juramento solemne o un duelo como juicio de Dios. Lo único que consiguió fue la liberación de doña Jimena y de sus hijos. Declarado traidor por Alfonso, a partir de este momento el Campeador tendrá que sobrevivir en territorio musulmán mediante su espada; tampoco volverá a servir a ningún otro príncipe taifa, como había hecho antes durante cinco años, entre 1081 y 1086, cuando se puso al servicio del Rey de Zaragoza. En enero de 1089 ataca por sorpresa el castillo de Polop (Alicante) apoderándose del tesoro del Rey moro de Denia depositado en esa fortaleza; este golpe de mano le permitirá invernar en la región y reforzar y sostener a su mesnada en su marcha hacia Valencia. En el verano de ese mismo año se instala en la huerta de Valencia donde es agasajado por al-Qªdir y recibido por el Rey de Lérida, que se adelanta hasta Sagunto para entrevistarse con él, sin que llegara a establecerse un acuerdo. Rápidamente el Campeador somete a todos los alcaides de las fortalezas de la zona al pago de una tributación o parias. El gran poder adquirido por el Campeador en Levante alarmó al Rey de Lérida, que reclamó la ayuda del conde de Barcelona Berenguer Ramón II, que no podía olvidar la afrentosa derrota sufrida a manos del Cid cinco años atrás. Llegada la primavera de 1090 Berenguer se puso en camino con un inmenso ejército; el Campeador buscó el refugio de las montañas de Morella, hasta donde le seguirá el conde catalán, concretamente hasta el Pinar de Tévar Tras cruzarse unas cartas desafiantes, ambos contendientes inician el combate un día de junio de 1090; superados unos primeros momentos difíciles para Rodrigo, que fue derribado del caballo, la lucha acaba con la más estrepitosa derrota de Berenguer II que cayó prisionero de Rodrigo con otros 5.000 guerreros más. La libertad del conde y la de Giraldo Alamán fue convenida mediante el pago de un rescate de 80.000 monedas de oro; los demás cautivos tuvieron que pactar cada uno de ellos el precio de su libertad. Poco después los dos enemigos, Rodrigo y Berenguer Ramón, llegan a un acuerdo de paz por el que este pone en manos de aquel las tierras de su protectorado levantino. El año 1091 la reina Constanza que deseaba reconciliar al Rey con el Cid, comunicó a éste cómo el Monarca proyectaba una operación militar contra Granada, sugiriéndole que se sumara a esa campaña para ganarse así el favor del Rey. Rodrigo, que no ansiaba ninguna otra cosa más que la vuelta a la gracia del Rey, partió con su mesnada hacia Granada acompañando a la hueste real, aunque con campamentos separados. La expedición no alcanzó sus objetivos y el resentimiento de Alfonso contra Rodrigo se desató de nuevo; ciertas decisiones del Campeador fueron interpretadas como fanfarronerías, provocando la ira del Rey que trató de apresar al Cid, pero este logró escabullirse, maldiciendo el haber seguido el consejo de la Reina y regresando rápidamente a Levante donde tenía asentado su protectorado. La irritación de Alfonso contra el Cid decidirá al Rey leonés a organizar una coalición para acabar de una vez para siempre con su molesto vasallo. A mediados del verano de 1092 Alfonso VI con todo su ejército se puso en marcha hacia Valencia para atacarla por tierra, al mismo tiempo que 400 naves de Pisa y Génova la aislarían y atacarían por mar. El ataque así planeado fracasó por falta de coordinación entre las fuerzas de tierra y de mar y porque el Cid había abandonado la ciudad en manos de al-Qªdir y de un visir de su confianza, mientras marchaba hacia la comarca de Borja. Desde aquí, tras enviar un mensaje al Rey proclamando su inocencia y fidelidad, manifestaba que no quería luchar contra su Rey, pero que se vengaría en los malos consejeros y enemigos suyos. Cumpliendo su amenaza desencadenó una terrible algara de represalia contra la Rioja, gobernada por su rival y enemigo el conde García Ordóñez, que no osó hacerle frente, asolando y saqueando todas las comarcas desde Alfaro hasta Haro y Nájera. El fracaso ante Valencia y el saqueo de la Rioja habían puesto de manifiesto una vez más hasta qué punto Rodrigo sobresalía sobre todos los magnates del reino tanto por su valor y capacidad de reclutar una mesnada imbatida cómo por su habilidad política en crear y mantener un protectorado sobre Valencia y todo el Levante. Había llegado para Alfonso la hora de rendirse a la realidad y, como gran monarca y hombre de estado que era, no lo dudó un instante, y dejando a un lado, si no olvidando, los pasados conflictos, envió a Rodrigo su perdón y vuelta a la gracia real más amplia y generosa, devolviéndole todos sus bienes. El Cid se alegró sobremanera y a partir de este año 1092 ya nunca más se alteró la concordia entre Alfonso y Rodrigo. Musulmanes de Valencia, que deseaban acabar con el gobierno de al-Qªdir y el protectorado cidiano, aprovecharon la ausencia de Rodrigo para llamar a los almorávides a los que abrieron las puertas de Valencia, asesinando a al-Qªdir el 28 de octubre de 1092. Esta injerencia de los almorávides en Valencia va dar origen al gran duelo de nuestro héroe con estos hasta entonces imbatidos africanos. Vuelto el Cid a Levante en noviembre, tras restaurar y reforzar su protectorado en toda la región comenzó a hostigar y a preparar el asedio de la ciudad de Valencia, ahora enemiga. Año y medio duraron estas operaciones hasta que finalmente el 16 de junio de 1094, tras un terrible cerco con todos los horrores y espantos del hambre, Valencia se rindió sin condiciones. Mientras el Cid asediaba la ciudad del Turia, el emir almorávide envió en enero de 1094 contra Rodrigo un enorme ejército que llegó hasta Almusafes a la vista de los asediados y que sorprendentemente retrocedió sin atreverse a atacar a la mesnada del Cid, atrapada entre las murallas de Valencia y el ejército almorávide. Este fracaso dolió enormemente al emir Yñsuf b. TªëufÌn, que pocos meses después enviaba otro segundo ejército contra el Cid, cuando éste era ya dueño de la ciudad; Rodrigo se preparó a resistir tras las murallas; las fuerzas almorávides llegaron hasta el arrabal de Cuarte e iniciaron el asedio entre bravatas y amenazas, pero la mañana del 21 de octubre de 1094, sorprendidas por una salida de los sitiados y por una emboscada tendida durante la noche, al ver perdido su campamento, presas del pánico se dieron a la fuga abandonando un inmenso botín. Todavía volverían los almorávides sobre Valencia por tercera vez, sufriendo otro descalabro más: fue en la batalla de Bairén, cinco kilómetros al norte de Gandía, en enero de 1097. En esta ocasión al lado del Cid lucharía el infante aragonés, el futuro Pedro I, quedando aniquilado el ejército almorávide que sufrirá enormes pérdidas. Las alegrías del triunfo se verían amargadas pocos meses después el 15 de agosto cuando en la derrota cristiana muera el joven Diego Rodríguez, el único hijo varón del Cid, luchando al lado de Alfonso VI en los campos de Consuegra (Toledo). Dos años más tarde, cuando se hallaba en todo el esplendor de su poder, el 10 de julio de 1099, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, moriría de muerte natural el insigne guerrero que fue Rodrigo Díaz de Vivar, dejando el señorío de Valencia y su mesnada en manos de doña Jimena. Además del hijo muerto en Consuegra dejó el Cid dos hijas: la mayor, Cristina, casaría con el infante navarro Ramiro Sánchez, y un vástago de este matrimonio sería García Ramírez, el Restaurador, rey de Navarra, y a través de ella se pudo decir “Oy los reyes d’España sos parientes son”. La otra de nombre María enlazaría con el joven conde de Barcelona Ramón Berenguer III el Grande, y las dos hijas de este último matrimonio, María y Jimena, casarían con el conde de Foix y el conde de Besalú respectivamente. Tras la muerte del Cid doña Jimena vivió dos años pacíficamente en Valencia, pero el año 1101 de nuevo los almorávides se presentaron ante la ciudad; iniciado el asedio, la mesnada cidiana resistió desde septiembre hasta marzo del año siguiente, en que doña Jimena solicitó el auxilio de Alfonso VI. Llegado este a Valencia fue acogido con la máxima alegría, pero tras analizar la situación juzgó indefendible la plaza y ordenó su evacuación, dejando tras de sí algunos incendios. Con el rey Alfonso abandonaron Valencia doña Jimena, el obispo don Jerónimo y la mesnada cidiana llevando consigo los restos mortales de Rodrigo, que fueron depositados en el monasterio de San Pedro de Cardeña, junto a Burgos. Bibl.: M. Risco, La Castilla y el mas famoso castellano [...], Madrid, Blas Román, 1792; R. Dozy, “Le Cid. Textes et resultats nouveaux”, en Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne pendant le Moyen Âge, Leiden, E. J. Brill, 1849, págs. 320-706; M. Malo de Molina, Rodrigo el Campeador [...], Madrid, Imprenta Nacional, 1857; R. Menéndez Pidal, La España del Cid, Madrid, Espasa Calpe, 1929 (4.ª ed. revisada y añadida, Madrid, Espasa Calpe, 1947); E. Lévi- Provençal, “Le Cid de l’histoire”, en Revue Historique, 180 (1937), págs. 58-74; A. Palau, El Cid Campeador, Barcelona, Amaltea y R. Sopena, 1945; J. Camón, “El Cid, personaje mozárabe”, en Revista de Estudios Políticos, 17 (1947), págs. 109- 141; A. Huici, “La lucha del Cid Campeador con los almorávides y el enigma de su hijo Diego”, en Hespérides-Tamuda, 6 (1965), págs. 79-114; A. Ubieto, “El Cantar de Mío Cid y algunos problemas históricos”, en Ligarzas, 4 (1972), págs. 5-192; M. E. Lacarra, El Poema de Mío Cid: realidad histórica e ideología, Madrid, Porrúa, 1980; R. Fletcher, El Cid, San Sebastián, Nerea, 1989; A. Montaner, Cantar de Mío Cid, Barcelona, Crítica, 1993; S. Bodelon, “Carmen Campidoctoris: un capítulo de la épica latina medieval”, en Actas del Congreso Nacional de Latín Medieval, León, Universidad, 1995, págs. 245-249; J. M. Fradejas, Crono-bibliografía cidiana, Burgos, Ayuntamiento, 1999; G. Martínez Díez, El Cid Histórico, Barcelona, Planeta, 1999; VV. AA., Historia de Rodrigo Díaz de Vivar, Burgos, Ayuntamiento, 1999; A. Montaner y A. Escobar, Carmen Campidoctoris. O poema latino del Campeador, Madrid, España Nuevo Milenio, 2001; G. Martínez Díez, “Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, en la Historia”, en Torre de los Lujanes (Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid), n.º 63 (diciembre de 2008), págs. 9-35. |
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