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Rubén Darío
Biografía. (Félix Rubén García Sarmiento; Metapa, 1867 - León, 1916) Poeta nicaragüense que fue el iniciador y el máximo representante del Modernismo hispanoamericano. En brillantez formal, estilística y musical, apenas hay autor en lengua española que iguale al Darío de la primera etapa, la etapa plenamente modernista de Azul (1888) y Prosas Profanas (1896). Cuando se aminora su esteticismo, y el ideal del arte por el arte deja lugar a nuevas inquietudes, surge su obra maestra, Cantos de vida y esperanza (1905), en la que el absoluto dominio de la forma ya no tiene la mera belleza como único objetivo, sino que sirve a la expresión de una intimidad angustiada o de preocupaciones socio históricas, como el devenir de la América hispana. Al valor poético intrínseco de esa segunda etapa, más perdurable que el de la primera, hay que sumar el papel de Rubén Darío como núcleo originario y aglutinador de todo un movimiento, el Modernismo, que marcó un hito en la historia de la literatura: tras seguir sumisamente durante tres siglos los rumbos de las letras europeas, nace en América una corriente literaria propia cuya influencia pasará incluso a la metrópoli. Conseguida a principios del XIX la independencia política, Latinoamérica lograba, a finales del mismo siglo, la independencia literaria. Biografía Casi por azar nació Rubén en una pequeña ciudad nicaragüense llamada Metapa, pues al mes de su alumbramiento pasó a residir a León, donde su madre, Rosa Sarmiento, y su padre, Manuel García, habían fundado un matrimonio teóricamente de conveniencias pero próspero sólo en disgustos. Para hacer más llevadera la mutua incomprensión, el incansable Manuel García se entregaba inmoderadamente a las farras y ahogaba sus penas en los lupanares, mientras la pobre Rosa Sarmiento huía de vez en cuando de su cónyuge para refugiarse en casa de alguno de sus parientes. No tardaría la madre en dar a luz una segunda hija (Cándida Rosa, que se malogró enseguida) ni en enamorarse de un tal Juan Benito Soriano, con el que se fue a vivir arrastrando a su primogénito a "una casa primitiva, pobre y sin ladrillos, en pleno campo", situada en la localidad hondureña de San Marcos de Colón. No obstante, el pequeño Rubén volvió pronto a León y pasó a residir con los tíos de su madre, Bernarda Sarmiento y su marido, el coronel Félix Ramírez, los cuales habían perdido recientemente una niña y lo acogieron como sus verdaderos padres. Muy de tarde en tarde vio Rubén a su madre, a quien desconocía, y poco más o menos a su padre, por quien siempre sintió desapego, hasta el punto de que el incipiente poeta firmaba sus primeros trabajos escolares como Félix Rubén Ramírez. El hogar del coronel Félix Ramírez era centro de célebres tertulias que congregaban a la intelectualidad del país; en este ambiente culto creció el pequeño Darío. Precoz versificador infantil, el mismo Rubén no recordaba cuándo empezó a componer poemas, pero sí que ya sabía leer a los tres, y que a los seis empezó a devorar los clásicos que halló en la casa; a los trece ya era conocido como poeta, y a los catorce concluyó su primera obra. En su ambiente y en su tiempo, las elegías a los difuntos, los epitalamios a los recién casados o las odas a los generales victoriosos formaban parte de los usos y costumbres colectivos, y cumplían con inveterada oportunidad una función social para la que jamás había dejado de existir demanda. Por entonces se recitaban versos como se erigían monumentos al dramaturgo ilustre, se brindaba a la salud del neonato o se ofrecían banquetes a los diplomáticos extranjeros. Durante su primeros años estudió con los jesuitas, a los que dedicó algún poema cargado de invectivas, aludiendo a sus "sotanas carcomidas" y motejándolos de "endriagos"; pero en esa etapa de juventud no sólo cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por Gustavo Adolfo Bécquer y por Victor Hugo fue su vocación de eterno enamorado. Según propia confesión en la Autobiografía, una maestra de las primeras letras le impuso un severo castigo cuando lo sorprendió "en compañía de una precoz chicuela, iniciando indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora, las bellaquerías detrás de la puerta". Antes de cumplir quince años, cuando los designios de su corazón se orientaron irresistiblemente hacia la esbelta muchacha de ojos verdes llamada Rosario Emelina Murillo, en el catálogo de sus pasiones había anotado a una "lejana prima, rubia, bastante bella", tal vez Isabel Swan, y a la trapecista Hortensia Buislay. Ninguna de ellas, sin embargo, le procuraría tantos quebraderos de cabeza como Rosario; y como manifestara enseguida a la musa de su mediocre novela sentimental Emelina sus deseos de contraer inmediato matrimonio, sus amigos y parientes conspiraron para que abandonara la ciudad y terminara de crecer sin incurrir en irreflexivas precipitaciones. En agosto de 1882 se encontraba en El Salvador, y allí fue recibido por el presidente Rafael Zaldívar, sobre el cual anota halagado en su Autobiografía: "El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué es lo que yo deseaba, contesté con estas exactas e inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón de poder: "Quiero tener una buena posición social". En este elocuente episodio, Rubén expresa sin tapujos sus ambiciones burguesas, que vería dolorosamente frustradas y por cuya causa habría de sufrir todavía más insidiosamente en su ulterior etapa chilena. En Chile conoció también al presidente José Manuel Balmaceda y trabó amistad con su hijo, Pedro Balmaceda Toro, así como con el aristocrático círculo de sus allegados; sin embargo, para poder vestir decentemente, se alimentaba en secreto de "arenques y cerveza", y a sus opulentos contertulios no se les ocultaba su mísera condición. De la etapa chilena es Abrojos (1887), libro de poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e incomprendido; ni siquiera un fugaz amor vivido con una tal Domitila consigue enjugar su dolor. Como su familia era llamada "los Darío" (por el apellido de un abuelo), el joven poeta, en busca de eufonía, había empezado a firmar como "Rubén Darío", pseudónimo que adoptó definitivamente como nombre literario de batalla. Para un concurso literario convocado por el millonario Federico Varela escribió Otoñales, que obtuvo un modestísimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales presentados, y Canto épico a las glorias de Chile, por el que se le otorgó el primer premio, compartido con Pedro Nolasco Préndez y que le reportó la módica suma de trescientos pesos. Pero fue en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se dio a conocer con la publicación de Azul, libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso novelista Juan Valera, cuya importancia como puente entre las culturas española e hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto. Las cartas de Juan Valera sirvieron de prólogo a la nueva reedición ampliada de 1890, pero para entonces ya se había convertido en obsesiva la voluntad del poeta de escapar de aquellos estrechos ambientes intelectuales (donde no hallaba ni el suficiente reconocimiento como artista ni la anhelada prosperidad económica) para conocer por fin su legendario París. El 21 de junio de 1890 Rubén Darío contrajo matrimonio con una mujer con la que compartía aficiones literarias, Rafaela Contreras, pero sólo al año siguiente, el 12 de enero, pudo completarse la ceremonia religiosa, interrumpida por una asonada militar; fruto de esta unión fue su hijo Rubén, nacido en Costa Rica el 11 de noviembre de 1891. Más tarde, con motivo de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, vio cumplidos sus deseos de conocer el Viejo Mundo al ser enviado como embajador a España. El poeta desembarcó en La Coruña el 1 de agosto de 1892, precedido de una celebridad que le permitiría establecer inmediatas relaciones con las principales figuras de la política y la literatura españolas, pero, desdichadamente, su felicidad se vio ensombrecida por la súbita muerte de su esposa, acaecida el 23 de enero de 1893, lo que no hizo sino avivar su tendencia, ya de siempre un tanto desaforada, a trasegar formidables dosis de alcohol. Precisamente en estado de embriaguez fue poco después obligado a casarse con aquella angélica muchacha que había sido objeto de su adoración adolescente, Rosario Emelina Murillo, quien le hizo víctima de uno de los más truculentos episodios de su vida. Al parecer, el hermano de Rosario, un hombre sin escrúpulos, pergeñó el avieso plan, sabedor de que la muchacha estaba embarazada. En complicidad con la joven, sorprendió a los amantes en honesto comercio amoroso, esgrimió una pistola, amenazó con matar a Rubén si no contraía inmediatamente matrimonio, saturó de whisky al cuitado, hizo llamar a un cura y fiscalizó la ceremonia religiosa el mismo día 8 de marzo de 1893. Naturalmente, el embaucado hubo de resignarse ante los hechos, pero no consintió en convivir con el engaño, y en adelante sería perseguido por su pérfida y abandonada esposa buena parte de su vida. Rubén conoció en Madrid a una mujer de baja condición, Francisca Sánchez, la criada analfabeta de la casa del poeta Francisco Villaespesa, en la que encontró refugio y dulzura. Con ella viajará a París al comenzar el siglo, tras haber ejercido de cónsul de Colombia en Buenos Aires y haber residido allí desde 1893 a 1898, así como tras haber adoptado Madrid como su segunda residencia desde que llegara, ese último año, a la capital española enviado por el periódico La Nación. Se inicia entonces para él una etapa de viajes entusiastas (Italia, Inglaterra, Bélgica, Barcelona...) y es acaso entonces cuando escribe sus libros más valiosos: Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), El poema de otoño (1910), El oro de Mallorca (1913). Residió una temporada en Mallorca para restaurar su deteriorada salud, que ni los solícitos cuidados de su buena Francisca lograban sacar a flote. Por otra parte, el muchacho que quería alcanzar una "buena posición social" no obtuvo nunca más que el dinero y la respetabilidad suficientes como para vivir con frugalidad y modestia, y de ello da fe un elocuente episodio de 1908, relacionado con el extravagante escritor español Alejandro Sawa, quien muchos años antes le había servido en París de guía para conocer al perpetuamente ebrio Verlaine. Sawa, un anciano literato bohemio, por entonces enfermo y ciego, que había consagrado su orgullosa vida a la literatura, le reclamó a Rubén la escasa suma de cuatrocientas pesetas para ver por fin publicada la que hoy es considerada su obra más valiosa, Iluminaciones en la sombra, pero éste, al parecer, no estaba en disposición de facilitarle este dinero y se hizo el desentendido, de modo que Sawa, en su correspondencia, acabó por pasar de los ruegos a la justa indignación, reclamándole el pago de servicios prestados. Según declaraba en sus cartas, Alejandro Sawa había sido el autor o negro, en argot editorial, de algunos artículos remitidos en 1905 a La Nación y firmados por Rubén Darío. En cualquier caso, fue finalmente el poeta nicaragüense quien, a petición de la viuda de Sawa, prologó enternecido el extraño libro póstumo de ese "gran bohemio" que "hablaba en libro" y "era gallardamente teatral", citando las propias palabras de Rubén. Y es que, al final de su vida, el autor de Azul no estaba en disposición de favorecer a sus amigos más que con su pluma, cuyos frutos en muchos casos no le alcanzaban ni para pagar sus deudas, pero ganó, eso sí, el reconocimiento de la mayoría de los escritores contemporáneos en lengua española y la obligada gratitud de todos cuantos, después de él, han intentado escribir un alejandrino en este idioma. En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal, Rubén Darío falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad intelectual hispanoparlante. |
La obra de Rubén Darío. Con una dichosa facilidad para el ritmo y la rima creció Rubén Darío en medio de turbulentas desavenencias familiares, tutelado por solícitos parientes y dibujando con palabras en su fuero interno sueños exóticos, memorables heroísmos y tempestades sublimes. Pero ya en su época toda esa parafernalia de prestigiosos tópicos se hallaba tan desgastada como el propio Romanticismo y se ofrecía a la imaginación de los poetas como las armas inútiles que se conservan en una panoplia de terciopelo ajado. Rubén Darío estaba llamado a revolucionar rítmicamente el verso castellano, pero también a poblar el mundo literario de nuevas fantasías, de ilusorios cisnes, de inevitables celajes, de canguros y tigres de bengala conviviendo en el mismo paisaje imposible. Trajo a un idioma que estaba en tiempos de decadencia el influjo revitalizador americano y los modelos parnasianos y simbolistas franceses, abriéndolo a un léxico rico y extraño, a una nueva flexibilidad y musicalidad en el verso y la prosa, e introdujo temas y motivos universales, exóticos y autóctonos, que excitaban la imaginación y la facultad de analogías. Y acabó siendo, en definitiva, uno de los grandes renovadores del lenguaje poético en las letras hispánicas. La poesía de Rubén Darío, tan bella como culta, musical y sonora, influyó en centenares de escritores de ambos lados del océano Atlántico. Los elementos básicos de su poética los podemos encontrar en los prólogos a Prosas profanas (1896), Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907). Entre ellos es fundamental la búsqueda de la belleza oculta en la realidad. Para Rubén Darío, el poeta tiene la misión de hacer accesible al resto de los hombres el lado inefable de la realidad; para descubrir este lado inefable, el poeta cuenta con la metáfora y el símbolo como herramientas principales. Directamente relacionado con ello se encuentra el rechazo de la estética realista y el escapismo a escenarios fantásticos, alejados espacial y temporalmente de su realidad. Enteramente inquieto e insatisfecho, codicioso de placer y de vida, angustiado ante el dolor y la idea de la muerte, Darío pasó frecuentemente del derroche a la estrechez, del optimismo frenético al pesimismo desesperado, entre drogas, mujeres y alcohol, como si buscara en la vida la misma sensación de originalidad que en la poesía o como si tratara de aturdirse en su gloria para no examinar el fondo admonitor de su conciencia. Este "pagano por amor a la vida y cristiano por temor de la muerte" fue un gran lírico ingenuo que adivinó su trascendencia y quiso romper con las rutinas e imposiciones de la tradición literaria de España y América. Era necesario romper la monótona solemnidad literaria de España con los ecos del ímpetu romántico de Victor Hugo, con las galas de los parnasianos, con el "esprit" de Verlaine; los artículos de Los raros (1896), de temas preponderantemente franceses, nos hablan con claridad de esta trayectoria. Pero también América hispánica se hallaba aprisionada en un círculo tradicional, con lo norteamericano por arriba y los cantos a Junín y a la agricultura de la Zona Tórrida por todas partes. Su réplica fue su primer poemario plenamente modernista, Prosas profanas (1896), con unas primeras palabras de programa, en las que figuran composiciones tan singulares y brillantes como el Responso a Verlaine, Era un aire suave... o la Sonatina. Prosas profanas es la obra clave de esta ruptura: la reacción contra la ampulosidad romántica y la estrechez realista se traduce en composiciones de insuperable belleza y brillo imaginativo. Las inquietudes de poetas precursores y coetáneos como Julián del Casal, Ricardo Jaimes Freyre, José Asunción Silva, José Martí, Salvador Díaz Mirón o Salvador Rueda, entre otros, fueron recogidas y organizadas por el gran lírico, que, influido por el parnasianismo y el simbolismo franceses, sentó las bases de la nueva escuela: el Modernismo, punto de partida de toda la renovación lírica española e hispanoamericana. Todo ello a pesar de que Rubén Darío rechazaba las normas y la mala costumbre de la imitación; afirmaba que no hay escuelas, sino poetas, y aconsejaba que no se imitase a nadie, ni siquiera a él mismo. Ritmo y plástica, música y fantasía son elementos esenciales de la nueva corriente, más superficial y vistosa que profunda en un principio, cuando aún no se había asentado el fermento revolucionario del poeta. Pero pronto llega el asentamiento. El lírico "español de América y americano de España", que había abierto a lo europeo y a lo universal los cotos cerrados de la Madre Patria y de Hispanoamérica, miró a su alma y su obra, y encontró la falta de solera hispánica: "yo siempre fui, por alma y por cabeza, / español de conciencia, obra y deseo"; y en la poesía primitiva y en la poesía clásica española encontró la solera hispánica que necesitaba para escribir los versos de la más lograda y trascendente de sus obras: Cantos de vida y esperanza (1905), en la que corrige explícitamente la superficialidad anterior ("yo soy aquel que ayer no más decía..."), y en la que se hallan composiciones como Lo fatal, Marcha triunfal, Salutación del optimista, A Roosevelt y Letanía de Nuestro Señor don Quijote. Otras composiciones trascendentes figuran en otros libros suyos: El canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910), con piezas como Margarita, está linda la mar... y Los motivos del lobo, y el libro que contiene su composición más extensa, el Canto a la Argentina, que con otros poemas se publicó en 1914. De entre sus obras en prosa (sin contar Los raros y las prosas contenidas en Azul), cabe destacar Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1902) y Tierras solares (1904), entre otros trabajos de menor interés concernientes a viajes, impresiones políticas o notas autobiográficas. Genio lírico hispanoamericano de resonancia universal, Rubén Darío manejó el idioma con elegancia y maestría, lo renovó con vocablos brillantes, desarrolló ensayos métricos audaces y primoroso y se atrevió a realizar combinaciones fonéticas dignas de Fray Luis de León (como aquella del verso "bajo el ala aleve de un leve abanico") hasta erigirse en el maestro por antonomasia de la musicalidad, del ritmo y la armonía. El gran lírico nicaragüense abrió las puertas literarias de España e Hispanoamérica hacia lo exterior, como lo harían en seguida, en plano más ideológico, los escritores españoles de la generación del 98. La Fayette había simbolizado la presencia de Francia en la lucha norteamericana por la independencia; las ideas de los enciclopedistas y de la Revolución Francesa habían estado presentes en la gesta de la independencia hispanoamericana; siguiendo esta estela, Rubén Darío extrajo del parnasianismo y del simbolismo franceses los elementos que necesitaba para su revolución, modernizando, renovando y flexibilizando la grandeza hispánica con el "esprit", con la gracia francesa, frente al sentido materialista y dominador del mundo anglosajón y, especialmente, norteamericano. |
Alejandro Sawa. (Sevilla, 1862 - Madrid, 1909) Escritor español, destacada figura de la bohemia literaria finisecular. Más que por su obra literaria (es autor de diversas novelas naturalistas y del dietario Iluminaciones en la sombra, publicado póstumamente) es recordado por el homenaje que le rindió Ramón del Valle-Inclán, quien se inspiró en su excéntrica personalidad para crear el personaje de Max Estrella, protagonista de Luces de Bohemia. Su madre era sevillana y su padre, un comerciante de vinos natural de Carmona (Sevilla), le legó un apellido que revela el origen griego de su abuelo. Alejandro fue el mayor de cinco hermanos, dos de los cuales (Miguel y Enrique) se dedicaron también a las letras y estuvieron igualmente inmersos en la bohemia madrileña. De su juventud se sabe tan sólo que estudió en el seminario de Málaga (lo que explicaría su sólida cultura clásica), a cuyo obispo dedicó un folleto juvenil titulado El pontificado y Pío IX: apuntes históricos (1878). De su paso por la universidad no se tienen más datos que una matrícula gratuita conseguida en la Facultad de Derecho de Granada durante el curso 1877-1878. Tampoco se conoce la fecha exacta de su llegada a Madrid, que algunos remontan al menos a 1881. Sin embargo, no es segura la presencia de Sawa en la capital hasta 1885, año de la publicación de su primera novela: La mujer de todo el mundo. Pese a su simplismo, su naturalismo ingenuo y sus evidentes resabios tardorrománticos (Byron, Musset y sobre todo Victor Hugo fueron sus primeros ídolos literarios), dicha obra gozó de una excelente acogida en los círculos anarquistas madrileños por su feroz ataque a la aristocracia. Ése fue el ambiente intelectual del que se rodeó Sawa en la capital de España, integrado en la redacción del periódico El Motín (1888) y arropado por toda una generación de jóvenes bohemios y disconformes con la sociedad de su tiempo: Joaquín Dicenta, Luis Bonafoux, Ernesto Bark, Camilo Bargiela y otros componentes del grupo regeneracionista Gente Nueva, al lado de agresivos “discípulos” de Émile Zola, como Eduardo López Bago, Remigio Vega Armentero o José Zahonero. Al igual que estos últimos, Alejandro Sawa comenzó practicando una literatura antiburguesa y de signo anticlerical, muy próxima a las doctrinas utópicas de finales del siglo XIX. Así lo demuestran sus siguientes novelas, Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887) y Noche (1888), en las que, adentrándose cada vez más en el naturalismo radical, se dedicó a mostrar lo más abyecto de la sociedad contemporánea. Les siguieron la anticlerical Criadero de curas (1888) y la truculenta La sima de Igúzquiza (1889), sobre las atrocidades de la tercera guerra carlista. No están claras las razones por las que decidió marcharse a París, donde ya se encontraba en el verano de 1890, aunque es muy posible que hubiera sido desterrado por un delito de imprenta. Sea como fuere, su vida en la capital francesa constituyó una prolongación de la bohemia madrileña hasta que, como otros muchos españoles, entró a trabajar en la redacción de voces para un diccionario enciclopédico que por entonces editaba la célebre casa Garnier. En París contactó Sawa con decadentes, parnasianos y simbolistas, empapándose de todo el espíritu del Barrio Latino; le fue dado conocer personalmente a su admirado Victor Hugo y trabó estrecha amistad con Verlaine, a cuya muerte pudo todavía asistir en enero de 1896. Entre esta fecha y diciembre del mismo año, cuando presenció en Madrid el estreno de El señor feudal de Joaquín Dicenta, debió de regresar a España en medio de una mítica aureola que subyugaría a muchos de sus contemporáneos; lo hizo acompañado de su mujer y su hija, de su íntimo amigo Henri Cornuty (una figura menor de la bohemia parisina) y de un montón de anécdotas, como aquella de no haberse lavado la frente desde que el gran Hugo se la besara. Así lo recordarían sus amigos Manuel Machado y Rubén Darío, histriónico, altivo y entregado a un irrenunciable culto a la belleza y al arte; o Azorín, quien sintió cierta simpatía por su persona. Pío Baroja, con mucho menos afecto, resaltó su actitud orgullosa y despótica, mientras que Ramón del Valle-Inclán lo retrataba esperpénticamente, andaluz y ciego, encarnándolo en el hiperbólico poeta Max Estrella, protagonista de Luces de bohemia (1920). Lo cierto es que, durante su segunda etapa madrileña, Alejandro Sawa terminó cayendo otra vez en la miseria, pese a haber reanudado la actividad literaria en forma de libro (una adaptación a la escena española de Los Reyes en el destierro, de Alphonse Daudet, en 1899) y haber iniciado una intensa colaboración con la prensa: El Globo (1902), Madrid Cómico, ABC, La Correspondencia de España (1903), Alma Española (1903) y España (1904). De ideas anarquistas, su originalísima figura (alta, elegante, con perfil helénico y melena y barba románticas) podía contemplarse aún en el Madrid de comienzos de siglo presidiendo tertulias y haciéndose escuchar por una corte de jóvenes ansiosos de “aire fresco” en el rancio panorama literario de entonces. Poco a poco, sin embargo, aquel que había sido llamado «El Magnífico» y «El Excelso» fue siendo abandonado por sus amigos mientras se sumergía en la más angustiosa pobreza. Los años más dolorosos y difíciles de Sawa llegaron con la muerte de su padre (1905) y, poco después, con la ceguera (hacia 1906) y la locura definitiva. Encerrado en su casa madrileña, acosado por las deudas y visitado tan sólo por unos pocos devotos (entre ellos, el joven escritor Rafael Cansinos Assens), terminó falleciendo en penosísimas circunstancias, obsesionado por que viera la luz su testamento literario: un dietario de sensaciones titulado Iluminaciones en la sombra, publicado póstumamente en 1910 con prólogo de Rubén Darío. Inspirado en modelos franceses como las Iluminaciones de Rimbaud o los Diarios íntimos de Baudelaire, esta biblia de la literatura bohemia se compone de impresiones, divagaciones, recuerdos y nostalgias del autor.
Alejandro Sawa Martínez Biografía Sawa Martínez, Alejandro. Sevilla, 15.III.1862 – Madrid, 3.III.1909. Escritor y periodista. Hijo de un comerciante griego afincado en España, Sawa estudió en el seminario de Málaga; en esta ciudad publicó el folleto apologético El Pontificado y Pío IX (1878) y colaboró en el periódico El Mediodía. Tras su paso por la Facultad de Derecho de Granada, llegó a Madrid hacia 1879. Colaboró en El Globo, La Política, El Progreso —donde aparecieron sus primeros cuentos conocidos— y El Resumen, entre otras publicaciones periódicas, y editó su primera novela La mujer de todo el mundo (1885), roman à clé destinado a denunciar la corrupción moral y política de la reciente Historia española a través de la escandalosa vida de la duquesa de la Torre, Antonia Domínguez, esposa del general Serrano. En esta obra se anticipan los rasgos primordiales que dominarán la novelística sawiana: la lucha constante entre el romanticismo social rezagado, con su fogosidad lírica y un abrumador peso de la voz autorial, y el naturalismo radical abanderado por López Bago. Es en Crimen legal (1886) donde Sawa, a través de un caso de medicina legal, explora los recursos de la escuela zolesca en el marco del debate entre la Ciencia y la Religión. Declaración de un vencido (1887), una novela de artista, desentraña el proceso de desarraigo social y de deshumanización a que se ve sometido el escritor en la nueva sociedad industrial. En 1888 apareció Criadero de curas. Micromegas, alegato contra el poder de la teocracia; Noche, mecanicista cuadro de la degeneración del individuo por la acción del determinismo, y La sima de Igúzquiza. Recuerdos de una guerra, relato tremendista de los crímenes de un jefe carlista. A pesar de su fanatismo científico, del fatalismo de los sombríos dramas sociales presentados, la prosa sawiana alcanza momentos memorables de intimismo y de lirismo colorista. En torno a 1890, Sawa se trasladó a París, donde conoció a la que fue su mujer, la francesa Jeanne Poirier (nacida en 1876), madre de su única hija, Hélène. En la capital gala trabajó como periodista y como redactor de la editorial Garnier. Durante seis años, frecuentó la bohemia parisina, donde llegó a ser personaje destacado y enlace vital para los artistas hispanoamericanos recién llegados. A su regreso a Madrid, como corresponsal de diarios galos, abjuró de su militancia naturalista y se convirtió en apóstol del simbolismo y de los nuevos aires poéticos franceses. Sawa colaboró con crónicas, ensayos y, en menor medida, cuentos y semblanzas literarias en conocidas publicaciones como El Imparcial, Don Quijote —dirigida por su hermano Miguel Sawa—, Madrid Cómico y Alma Española. En 1899 y en 1910 adaptó para la escena dos obras de Daudet, Los reyes en el destierro y Calvario —titulada Jack originariamente—. En sus últimos años, marcados por la miseria y la ceguera, publicó la romántica Historia de una reina (1907) y escribió el dietario Iluminaciones en la sombra, editado póstumamente en 1910. La errante y famosa andadura de Sawa en la bohemia finisecular fue homenajeada por Valle-Inclán en Luces de bohemia, en la figura del derrotado pero sublime Max Estrella. Obras de ~: El Pontificado y Pío IX (Apuntes históricos), Málaga, Imp. del Centro Consultivo, 1878; La mujer de todo el mundo, Madrid, Ricardo Fe, 1885; Crimen legal, Madrid, Muñoz Sánchez, 1886; Declaración de un vencido, Madrid, Minuesa de los Ríos, 1887; Noche, Madrid, Muñoz Sánchez, 1888; La sima de Igúzquiza, Madrid, El Motín, 1888; Criadero de curas, Madrid, El Motín, 1888; Los reyes en el destierro. Drama en tres actos y en prosa, Madrid, R. Velasco, 1899; Historia de una reina, Madrid, El Cuento Semanal, 1907 (col. El Cuento Semanal, vol. 18); Calvario, Madrid, El Cuento Semanal, 1910 (col. El Cuento Semanal, vol. 166); Iluminaciones en la sombra, Madrid, Biblioteca Renacimiento, 1910. Bibl.: E. López Bago, “Apéndice. Análisis de la novela”, en A. Sawa, Crimen legal, op. cit., 1886; L. París, Gente nueva. Crítica inductiva, Madrid, Imprenta Popular, 1888; G. Paolini, “Tipos psicopáticos en Declaración de un vencido de Alejandro Sawa”, en Crítica Hispánica, 1 (1979), págs. 87-92; “Noche, novela de Alejandro Sawa, en el ambiente científico de la década de 1880”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LX (1984), págs. 321-338; “Alejandro Sawa, Crimen Legal y la antropología criminal”, en Crítica Hispánica, t. VI, 1 (1884), págs. 47-59; A. W. Philips, Alejandro Sawa. Mito y realidad, Madrid, Turner, 1986; I. M. Zavala, “Introducción”, en A. Sawa, Iluminaciones en la sombra, Madrid, Alhambra, 1986, págs. 3-53 J. L. González Vera, “Sawa-Díaz de Escovar. Epistolario inédito”, en Puente de Plata, 2 (1992); A. Correa Alejandro Sawa y el naturalismo literario, Granada, Universidad, 1993; P. Fernández, “Dos relatos desconocidos de Alejandro Sawa: Consummatum est y Bodas fúnebres (Cuento macabro) (1885)”, en Angélica. Revista de Literatura (RL), 7 (1995-1996), págs. 101-122; “El Naturalismo radical”, en Historia de la Literatura Española. Siglo xix (II), t. IX, Madrid, Espasa Calpe, 1998, págs. 756-757; “El epistolario inédito de Alejandro Sawa a su mujer Jeanne Poirier (1892-1898). I y II”, en RL, 119 y 120 (1998), págs. 243-262 y 559-588, respect.; “La condición social del artista: la paradoja de Alejandro Sawa”, en F. Tomás (ed.), En el país del arte: 3º encuentro internacional: la novela del artista: celebrado en la Academia de España de Roma, 3-6 de julio de 2002, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003, págs. 234-257; “Nuevas iluminaciones en las sombras biográficas de Alejandro Sawa/Max Estrella (1892- 1896)”, en Olivar. Revista de Literatura y Cultura Españolas (Universidad Nacional de La Plata), 4 (2003), págs. 105-133 ; “La novela de clave en la Restauración o la literatura en pos de la verdad histórica”, en Studi Ispanici (Pisa-Roma), n.º 1 (2005), págs-103-126. |
Biblioteca personal de Rubén Darío. El poeta no habla de su biblioteca en sus cartas conocidas,pero no cabe duda de que tenía una abundante colección de libros. Por un lado estaban aquellos que él adquiría personalmente. Un buen ejemplo lo tenemos cuando en “Libros viejos a orillas del Sena”, detalla sus paseos por los puestos de libros usados y de viejo de la orilla del Sena, en París, y cuenta como rescata algunos libros de sus amigos latinoamericanos comprándolos a precios de saldo. Incluso, en un ejercicio de humildad, dice haber comprado un libro de Prosas Profanas por 30 céntimos, al que además habían borrado la dedicatoria. A estos, que son muchos, hay que sumarle los libros que recibía de sus amigos o de escritores noveles de América y de España, que buscaban la opinión del maestro y, en su caso, una reseña favorable. Son muchas las cartas escritas o recibidas por Darío, conservadas en el Archivo de la Universidad Complutense de Madrid, en las que se mencionan los libros, en primeras ediciones, que le envían escritores desde todos los países de habla española, a veces solicitados por él y en muchas otras ocasiones para pedir su parecer o invocar su padrinazgo. Por eso no cabe duda de que Darío debía poseer una abundante biblioteca que, en sus últimos años debió tener en París y más tarde en Barcelona, en la casa de la calle Tiziano número 16, desde donde partió en su último viaje hacia América. Me intrigaba esta cuestión y Madrid parecía un buen lugar para intentar averiguar algo sobre el destino de aquella biblioteca singular. Por ello, cuando buscaba primeras ediciones de sus libros en las librerías de viejos, siempre acababa haciendo la misma pregunta: “¿Sabe usted algo sobre la biblioteca personal de Darío?”. Curiosamente, una vez más de manera casual, encontré alguna respuesta en el lugar menos esperado. Sucedió en uno de los puestos de libros de la Cuesta de Moyano, en esa larga hilera de casetas situadas a un costado del Jardín Botánico, que avanza desde el Paseo del Prado hasta una de las entradas al Retiro. Le había pedido al librero que me buscara libros de Rubén Darío, en ediciones anteriores a 1920. Se quedó unos minutos pensativo. Rebuscando en la memoria. En ese momento no tenía nada, me dijo. Pero, como buen vendedor, no dejó escapar la oportunidad y sacó algunos libros para mostrármelos. “Creo que esto le interesará. Son ediciones anteriores a 1920.”. Me dijo. Claro que aquello me interesaba. Sobre todo cuando entre ellos descubrí el libro “Arias Tristes” de Juan Ramón Jiménez. Una edición príncipe de 1903. Estaba reencuadernado en media piel y, aunque le faltaba la cubierta original, se miraba un libro sólido y hermoso.
Me contestó. Pasé las hojas buscando alguna firma autógrafa, algo que personalizase el ejemplar. “Ese libro que tiene en las manos probablemente estuvo en la biblioteca personal de Darío”. Insistió el librero. Aquello me pareció interesante. Le pedí que se explicara. “Bueno, es sabido que Juan Ramón envió este libro a Rubén Darío a París en 1903. Su amistad era grande y estaban empezando a colaborar en la edición de Cantos de Vida y Esperanza. Darío tuvo en su biblioteca un ejemplar de este libro. Bien pudo ser este”. Me explicó.
“Muy poco. Probablemente quedó al cuidado de su compañera, de Francisca”. “Claro. Pero ella carecía de recursos para mantenerse y tuvo que trasladarse a Madrid a mediados de 1915. Se refugió en casa de un hermano. Y allí es donde recibe la noticia del fallecimiento de Darío. Qué hizo con la biblioteca, se la trajo consigo? La tenía en Madrid?”. El librero pareció pensarlo durante unos segundos.
Luego transcurrieron ochenta años hasta que una revisión, primero casual y luego minuciosa, de esos libros permitió en 1997 descubrir que uno de ellos, “Eglantinas” del poeta argentino Pedro J. Naon, quien se lo había enviado a Darío en 1901, contiene en las páginas en blanco dos poemas autógrafos de Darío, en primeras versiones: “Caracol” y “Marina”, que luego publicó en 1903 en la revista Caras y Caretas y más tarde incluyó en su libro Cantos de Vida y Esperanza en 1905. Al parecer el libro no le había gustado especialmente y utilizó sus páginas en blanco para escribir sus propios poemas. También, en los márgenes del libro, hay otras dos poesías que hasta entonces habían permanecido inéditas. Uno es un poema de seis líneas que empieza con las palabras “Tristeza, tristeza”, el otro es un poema más largo llamado “Epístolas” y dedicado a Amado Nervo. “Cómo es posible que pasaran ochenta años antes de que alguien se diera cuenta”. Le dije. Y era más un comentario, un reproche colectivo, que una pregunta. “Eso pasa porque sobre Darío hay mucho escrito, pero hay muy poco leído”. Me dijo. Y añadió: “Lo más curioso es que en ese lote no hay ningún libro de sus amigos españoles, Valle Inclán, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez. Apenas destaca en el lote un solo libro de Leopoldo Lugones. Falta lo mejor de la biblioteca personal del poeta nicaragüense”. Salí de aquella conversación con la esperanza, más bien ilusoria, de que había encontrado una pista y que tal vez si daba con las personas adecuadas podría descubrir algo más. Pero los días pasaron y al concluir mi estancia en Madrid seguía teniendo las mismas preguntas. ¿Dónde fue a parar el grueso de la biblioteca personal de Darío? ¿Se habrá dispersado en negocios de librerías de viejo? ¿Estará en alguna librería universitaria, esperando en las estanterías numeradas a que algún estudiante o investigador descubra algún inédito? Biblioteca En diciembre de 1997, David Whitesell, un catalogador de libros raros, descubrió por casualidad en un anaquel de la biblioteca Widener, de Harvard, un libro que contenía en sus páginas en blanco, las más próximas a la contraportada, algunos poemas manuscritos de Rubén Darío. El libro era “Eglantinas”, del poeta argentino Pedro J. Naón, quien se lo había enviado a Darío en 1901 Partiendo de la teoría de que este libro podía formar parte de la biblioteca privada de Darío, dirigió su investigación a las compras de libros realizadas por la Universidad a comienzos del siglo XX, descubriendo que este libro había sido adquirido a un librero de Madrid, Joaquín Medinilla, en abril de 1916, en una lista de 180 ejemplares. En un trabajo detectivesco logró localizar todos los libros de la lista, a pesar de estar dispersos en la Biblioteca, y pudo verificar que al menos 43 habían pertenecido a la biblioteca personal de Darío En la actualidad los libros se conservan en la Biblioteca Houghton, especializada en la conservación de libros raros, dentro de la Biblioteca de Harvard College, Harvard University. Una tarde mundana de bibliotecario en las estanterías de la Biblioteca Widener y una noche de insomnio posterior han puesto a Harvard en el centro de atención en todo el mundo literario de habla hispana.
El descubrimiento de dos poemas inéditos del modernista nicaragüense Rubén Darío de su puño y letra, así como de decenas de libros de su colección privada, han generado titulares en México, España, Nicaragua, Argentina y Miami. La poeta y crítica literaria mexicana Carmen Boullosa viajó a Cambridge para ver la exposición resultante “Rubén Darío en Harvard: Libros y manuscritos de la Biblioteca del Poeta” (en la Biblioteca Houghton hasta el 22 de enero), y se lo contó a sus lectores en el prestigioso periódico Reforma de México. City, “Los mismos árboles de Cambridge con su belleza exuberante pero melancólica parecían aplaudir el regreso de nuestro poeta a las noticias”. Roger Cerda, quien fue miembro del Centro Weatherhead para Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard en 1988-1989, envió un emotivo correo electrónico al Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos de Harvard. “Aquí en Nicaragua esta historia es todo un acontecimiento. El prestigio de Harvard se menciona una y otra vez, porque ahora se relaciona con nuestra principal gloria nacional. ¡Para nosotros Darío es una mezcla de Faulkner, Twain, etc., todos juntos!” José Antonio Mazzotti, entusiasta de Darío y profesor asistente de Lenguas y Literaturas Románicas, invitó al poeta nicaragüense Julio Valle Castillo, autor de un guión sobre Darío (protagonizado por Antonio Banderas), a dar una conferencia sobre Darío en diciembre con el apoyo de Gustavo Brillembourg. Fondo Conmemorativo. Todo este revuelo internacional comenzó en un día tranquilo hace dos años, cuando David Whitesell, catalogador de libros raros de la biblioteca Houghton, decidió visitar Widener para comprobar un problema menor de catalogación. Después de completar su tarea, Whitesell, un ex librero, comenzó a hojear y notó un atractivo libro antiguo con encuadernación roja. Descubrió que el libro de poesía Eglantinas, de un oscuro poeta argentino llamado Pedro J. Naón, tenía una dedicatoria manuscrita a Rubén Darío, generalmente considerado el padre de la poesía modernista española y uno de los más grandes poetas que jamás haya escrito en español. Cuando devolvió el volumen a su estante, la parte posterior del libro llamó su atención. El dispositivo del editor estampado en bloque en la contraportada se había convertido cuidadosamente en un dibujo de una concha y las palabras “El Caracol , Rubén Darío, 1901” estaban escritas en tinta negra. Abrió el libro y vio varias páginas escritas a mano, pensó “esto no es posible” y devolvió el libro a su estante. Whitesell confiesa que fue su noche más larga sin dormir. Regresó al día siguiente para comparar la escritura dentro del libro con ejemplos conocidos de la escritura de Darío. Coincidía. El libro contenía dos poemas desconocidos, uno un fragmento de seis líneas que comenzaba con las palabras “tristeza, tristeza”, el otro “Epístolas” dedicada a su compañero de cuarto en París, Amado Nervo, así como versiones anteriores de dos de los poemas más famosos de Darío de Cantos de vida y esperanza (1905). Al parecer, Darío había decidido utilizar el regalo del poeta argentino como su propio cuaderno de poesía, aprovechando que las páginas de la hermosa edición encuadernada estaban impresas en una sola cara. “Fue una experiencia muy emocionante para mí”, confesó Whitesell, quien había estudiado la poesía de Darío en la escuela secundaria. “Nunca imaginé que sería yo quien vería por primera vez estos poemas escritos de su puño y letra”. Whitesell razonó que podría haber más libros y quizás más manuscritos. Armado con la fecha de compra, 11 de septiembre de 1916, buscó en los archivos de Harvard hasta que encontró la factura, junto con una lista de 180 libros en español ofrecidos por un librero de Madrid a Harvard. Varios de los libros de la lista estaban claramente marcados, “dedicado a Rubén Darío” o “con notas de Rubén Darío”. JDM Ford, un profesor de Harvard encargado de la adquisición de libros en español y francés en ese momento, compró sólo aquellos libros de los que la biblioteca de la Universidad de Harvard no tenía una copia. Uno por uno, Whitesell localizó cada libro entre los 5 millones de volúmenes de Widener. Algunos llevaban dedicatorias a Darío; otros estaban encuadernados con la distintiva encuadernación de oveja medio roja y tablero de mármol con la que Darío vistió muchos de sus libros. De los 180 títulos de la lista del librero español Joaquín Medinilla, 45 pertenecían definitivamente a Darío y otros 21 casi con toda seguridad. La Biblioteca de la Universidad de Harvard evidentemente adquirió 43 de los 66 volúmenes de Darío, según Whitesell. Pagó por ellos el equivalente a 575 dólares de 1999. Cuarenta de los 43 volúmenes fueron extraídos de las estanterías de Widener y transferidos a libros raros en la Biblioteca Houghton. Un libro se volvió demasiado frágil para su uso y fue reemplazado por una fotocopia, conservando la inscripción de presentación, y faltan dos libros. Es posible que algunos de los otros libros adquiridos por Harvard de estas listas sean de Darío, pero todavía no hay pruebas suficientes. Muchos de los libros tenían notas de Darío en los márgenes. Otros contienen dedicatorias de amigos y colegas como Delmira Agustini, Alberto Ghiraldo, Ricardo Jaimes Freyre, Leopoldo Lugones, Rufino Blanco-Fombona y Ricardo Rojas. En 1914, un viejo amigo de Darío, el poeta argentino Ricardo Jaimes Freyre, le regaló una copia de su estudio clásico de la versificación española, Leyes de la versificación castellana (1912). Generaciones de estudiantes de Harvard han leído el libro de Widener, quizás sin darse cuenta de que el “Rubén Darío” de la dedicatoria era el famoso poeta. Sin embargo, el primer libro descubierto fue el mejor; no se encontraron más manuscritos de Darío. Whitesell, quien rastreó los libros en su tiempo libre, dice que el descubrimiento de libros que pertenecían a Darío en el momento de su muerte es en sí mismo una contribución importante a la erudición literaria. “Lo que está claro –y lo que hace que el hallazgo de Harvard sea tan importante– es que casi todos los 40 libros de Harvard fueron los que Darío decidió conservar, y los conservó a medida que avanzaba repetidamente”, observó Whitesell. “De ahí la necesidad de ver cada libro, en la medida de lo posible, a través de los ojos de Darío: ¿Por qué lo valoró lo suficiente como para conservarlo, cuando otros aparentemente fueron descartados?” June Carolyn Erlick es directora de publicaciones del Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos. Vivió en Nicaragua entre 1984 y 1988, y es fan confesa tanto de Rubén Darío como de Antonio Banderas. |
La olvidada casa donde vivió Rubén Darío en Barcelona. 150 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO.
Meritxell M. Pauné 19/01/2017 “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!”, dice el famoso poema del nicaragüense Ruben Darío (1867-1916). Este miércoles se han cumplido 150 años de su nacimiento. Y como los abriles, la profunda huella que dejaron en Barcelona sus estancias y visitas a principios de siglo XX también se ha ido para no volver. Apenas queda rastro de su influencia y vivencias en la capital catalana, en la que fue todo un fenómeno. El autor era un apasionado de la ciudad condal, donde trabó amistad con artistas e intelectuales de la Renaixença y del incipiente modernismo y a la que dedicó diversas crónicas para periódicos americanos. Tras media docena de visitas de poca duración, en 1914 pasó su estancia más larga en la ciudad. Tenía intención de establecerse en Barcelona y llegó a alquilar una casa cerca de la actual Ronda de Dalt. Se trataba de una torre de veraneo, que consideró la solución definitiva para su maltrecha salud física y emocional. Tenía entonces 47 años y su adicción al alcohol ya era muy grave, con crisis e incluso episodios de alucinaciones. Una placa blanca de piedra en una impoluta fachada de color naranja recuerda su paso por este inmueble, en el número 16 de la calle Ticià. “En esta casa vivió en 1914 el insigne poeta nicaragüense Rubén Darío. Barcelona rinde homenaje a su memoria en el centenario de su nacimiento. Enero de 1967”, reza la inscripción, que pervive en perfecto estado. Esta tranquilísima vía justo detrás de la clínica Quirón conserva media docena de casas centenarias que son aún viviendas particulares, aunque solo en una de las dos aceras. El barrio de Els Penitents –que hoy forma parte de la misma unidad administrativa que Vallcarca– había empezado a urbanizarse justo con el cambio de siglo alrededor de la calle Ticià, cuando todavía pertenecía al municipio independiente de Horta, que se anexaría a Barcelona en 1904. Tras décadas de ambiente popular, la burbuja inmobiliaria trajo a la zona modernos bloques de alto standing –como el que hay frente a la casita de Darío–, que hoy conviven con los antiguos en un paisaje residencial muy heterogéneo En una carta a un compañero del diario argentino La Nación, Rubén Darío describió telegráficamente su alegría por la vivienda que había encontrado: “Torre ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huertos a un lado; tranvía cerca; baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado, todo listo; piano… ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí, porque he aquí lo que yo necesitaba…”. En la postdata de su Autobiografía, escrita en 1914, decía: “Y ya en Barcelona, en la calle Tiziano número 16, en una torre que tiene jardín y huerto, donde ver flores crecer que alegran la vida y donde las gallinas y los cultivos me invitan a una vida de manso payés, he buscado refugio grato a mi espíritu”.
El aspecto exterior de la torre donde vivió Darío, no obstante, ha cambiado a lo largo del tiempo con la incorporación de una segunda planta y la pérdida del frontón, cornisas y balcón originales de la fachada. La calle Ticià, además, queda hoy partida por la mitad por la Ronda de Dalt. Intensa vida social. Según publicó en 1932 Andreu Avel·lí Artís –que aún no había adoptado su conocido pesudónimo de Sempronio– en el semanario El Mirador, Darío vivía en esta casa con “su última pareja, Francisca Sánchez, “una criada que había conocido en Madrid, y su hijo en común”. En la capital catalana acudía a cafés como el Colón o Els Quatre Gats, visitó La Pedrera, el Institut d’Estudis Catalans y el ahora Palau de la Generalitat, describió las Ramblas y el paseo de Gràcia en sus artículos y fue recibido con honores en el Ateneu Barcelonès y la Casa de América. Entabló amistad con prohombres como el artista Santiago Russiñol –a quién incluso visitó en el Cau Ferrat de Sitges–, el catedrático Antoni Rubió i Lluch y el ensayista Pompeu Gener. Bien se puede decir que conoció a la flor y nata de la intelectualidad barcelonesa del momento –Víctor Balagué, Àngel Guimerà, Apel·les Mestres, Jacint Verdaguer, Narcís Oller, Joan Maragall, Miquel dels Sants Oliver, Eugeni d’Ors, Carles Rahola, Josep Carner… –, pero también se entrevistó con líderes sindicales y escuchó mítines porque le interesaba en gran manera el auge del obrerismo en la ciudad. El pormenor de sus vínculos culturales puede leerse online en un documentado artículo de investigación de 1972, que Andrés Quintián publicó en Cuadernos Hispanoamericanos. En sus múltiples crónicas periodísticas –en su primera visita, en 1898, llegó vía Madrid enviado como corresponsal de La Nación– describe Barcelona como una urbe “bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada, y por lo tanto graciosa, llena de elegancia” y alaba la potencia de las artes gráficas, en especial de los carteles, anuncios y publicaciones impresas. Describe a los jóvenes locales como emprendedores y orgullosos de su pasado y también destaca el dinamismo y la apertura a corrientes e influencias europeas que aprecia en la ciudad, en contraste con el quietismo madrileño de principios de siglo.
Sin embargo, ni su fama internacional ni el intenso networking durante su estancia posibilitaron que lograra una colaboración fija en las publicaciones de la ciudad con la que mejorar los ingresos como corresponsal. En julio, además, se había iniciado la Primera Guerra Mundial en el corazón de Europa. Así las cosas, el 25 de octubre de 1914 emprendió, solo, el retorno al continente americano. Moriría menos de dos años después, el 6 de febrero de 1916, en su Nicaragua natal. De su huella en la ciudad condal solo queda una placa colocada hace 50 años |
Rubén Darío en Chile (1886-1889) El viaje de Rubén Darío a Chile ocurrió en un momento en que nuestro país cruzaba por un período de esplendor y verdadero florecimiento cultural. "¡Ve a Chile! Chile es la gloria...", le comentó el escritor salvadoreño Juan J. Cañas, motivando de inmediato su partida...
El viaje de Rubén Darío a Chile ocurrió en un momento en que nuestro país cruzaba por un período de esplendor y verdadero florecimiento cultural. "¡Ve a Chile! Chile es la gloria...", le comentó el escritor salvadoreño Juan J. Cañas, motivando de inmediato su partida. El joven poeta salió desde su tierra natal, Nicaragua, en mayo de 1886, arribando a Valparaíso el 24 de junio de ese mismo año. A su llegada, fue recibido por Eduardo Poirier, quien le dio la bienvenida oficial y lo presentó ante la intelectualidad chilena mediante un artículo publicado en El Mercurio. Mientras permaneció en la ciudad porteña, se dedicó a escribir Emelina, novela que fue expuesta en el certamen Varela. Esta obra fue su primera creación en Chile y aunque fue terminada en diez días, recién se publicó en 1887. En agosto partió a Santiago, con el fin de mostrarse ante la juventud letrada y trabajar como redactor del diario La Época. Sus primeras impresiones quedaron grabadas en su autobiografía:
La publicación de sus cuentos y poemas motivó el aplauso inmediato de sus coetáneos, quienes apreciaron la novedad de sus escritos y vislumbraron el asomo de una nueva corriente literaria en Chile: el modernismo. De este modo, Rubén Darío se ubicó en el centro de la discusión intelectual, siendo fundamental su participación en las tertulias de Pedro Balmaceda Toro. En ese tiempo publicó su segundo libro en Chile: Abrojos (1887). Santiago fue para Darío una ciudad fascinante que inspiró muchos de sus poemas, cuentos y artículos. Frecuentaba el Parque Cousiño, el Cerro Santa Lucía, la Alameda de las Delicias y la Biblioteca Nacional de Chile. Aquellos lugares inspiraron sus obras más notorias del período chileno: la más importante Azul. En marzo de 1887 partió a Valparaíso, donde obtuvo un puesto como Inspector de Aduanas, experiencia que le sirvió para escribir su cuento "El Fardo". En esta ciudad, además, escribió Canto Épico a las glorias de Chile, poema que narra el Combate Naval de Iquique, y Las rosas andinas: rimas y contra-rimas. En 1889 zarpó desde Valparaíso, a bordo del Cachapoal, hacia nuevos rumbos. Lejos de Chile se enteró de la muerte de su amigo Pedro Balmaceda y escribió un sentido libro, A. de Gilbert.
A pesar de la distancia, mantuvo correspondencia con escritores chilenos y argentinos -especialmente con Luis Orrego Luco, a quién manifestó siempre su anhelo de volver- y continuó colaborando con periódicos de Santiago y Buenos Aires. Sin embargo, "no regresó Darío a Chile. Y cuando una vez quiso hacerlo hacia 1912, la vida le desvió el camino. Estaba cerca de la muerte. Y atraído por ella, él que la temía y la sentía trágicamente, se dirigió a su tierra nativa para morir como un niño". |
Biblioteca Personal.
Tengo un libro en mi colección privada .-
Tengo un libro en mi colección privada .-
PARA LENIN Y SUS SEGUIDORES EL ASESINATO ERA UN INSTRUMENTO TÉCNICO. Lenin: la más alta expresión del tirano moderno JOSÉ JAVIER ESPARZA ENERO 21, 2024 Érase una vez un anciano matrimonio, Filemón y Baucis, que vivía retirado en una ermita lejos de la civilización. Filemón y Baucis nunca habían molestado a nadie, ni nadie se había molestado por su existencia: sólo eran dos viejos que veían agotarse sus días al margen de la sociedad y sus afanes. Pero entonces llegó un poder nuevo a aquel país: un hombre que se llamaba Fausto y que había construido todo un mundo sobre la base de su sola voluntad. Filemón y Baucis quisieron mantenerse al margen del nuevo poder. Al fin y al cabo, ellos no eran nadie: apenas unos nombres comunes, un pequeño e irrelevante punto en el mapa, sólo un número en el censo. Tampoco estorbaban en nada los planes formidables de Fausto. Pero Fausto no podía soportar que Filemón y Baucis estuvieran allí. Su mera existencia era un desafío para el gran dominador. Nada podía escapar a su voluntad de poder, tampoco aquellos dos ancianos irrelevantes. Tanto le exasperaba a Fausto la presencia de los ancianos que un día, entre sollozos de impotencia, desató su ira ante Mefistófeles. El fiel Mefistófeles entendió: esa misma noche se hizo acompañar por una cuadrilla de esbirros, acudió al lugar y quemó la cabaña de Filemón y Baucis con los ancianos dentro. Así se solucionó el «problema» de Filemón y Baucis. La violencia política moderna La historia de Filemón y Baucis es uno de los episodios más impactantes de la segunda parte del Fausto de Goethe. Es una prefiguración extremadamente gráfica de la violencia típicamente moderna y una premonición alucinante de lo que luego se llamaría totalitarismo. Ahora estamos recordando el centenario de la muerte de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, y al repasar su trayectoria es imposible no recordar ese episodio fáustico. Porque Lenin fue, en realidad, Fausto y Mefistófeles a la vez, y en su llameante trayectoria arrasó innumerables cabañas de innumerables Filemón y Baucis; porque, en efecto, tampoco Lenin podía soportar la mera existencia de cualquier cosa que viviera al margen de sus planes formidables. Prototipo absoluto del revolucionario moderno, más incluso que sus abuelos jacobinos, Lenin encarna todo lo que de criminal hay en el despliegue de las ideologías de nuestro tiempo. Por supuesto, todos los hombres de todos los tiempos han dado y recibido muerte, sufrimiento, violencia, tiranía. Pero la violencia política moderna tiene un rasgo único, singular: no mira a la víctima como a una existencia física —un enemigo al que odiar, un campo que saquear, unas personas a las que esclavizar—, sino que la considera como un problema esencialmente técnico, un número en la estadística, una incógnita en la ecuación, un punto mudo en el mapa. Con frecuencia se dice que Lenin es el inventor del totalitarismo. Ciertamente, nadie como él sistematizó el procedimiento, pero esa idea de que la víctima sólo es un número tiene un antecedente remoto: Jean-Baptiste Carrier, el ejecutor del «sistema de despoblación» con el que la Revolución Francesa exterminó a decenas de miles de campesinos y religiosos en La Vendée. Ellos, como Filemón y Baucis, sobraban en el «plan formidable» de la Revolución. Y por eso su exterminio era «legítimo». Lo que singulariza al tirano moderno es esa conciencia de la legitimidad racional del exterminio. Lenin no era un criminal sediento de sangre. Criminal lo fue, ciertamente, pero sin sed, o sea, con la perspectiva fría y neutra de quien considera el crimen como un procedimiento mecánico eficiente al servicio de una finalidad mayor. Esa finalidad es ideológica, evidentemente: la consecución de un plan que, además, se pretende redentor. La demencia objetiva del totalitario radica ahí: existe una idea que se considera superior, aún más, necesaria, y todo —«todo» quiere decir todo— está permitido para cubrir el objetivo. Todos los habituales tópicos leninianos (el de la «mentira como arma revolucionaria», por ejemplo) circulan en el mismo registro. En esto Lenin aporta un color muy particular a la tradición revolucionaria rusa de finales del XIX; esas gentes que Dostoievski retrató en «Los demonios», por ejemplo. El revolucionario nihilista comparte la fe alucinada en la idea como algo sagrado, pero afronta la violencia con un no sé qué de sacrificial, algo que todavía conserva un mínimo aliento humano. Lenin y los que después le seguirán, no: para él, para ellos, el asesinato es un instrumento técnico. Por eso todos los totalitarismos conocidos han desplegado mecánicas institucionalizadas de exterminio sin el menor rubor, sin el menor dolor. Poder, poder, poder ¿Qué mueve a alguien a convertirse en semejante tipo de monstruo? Sobre Lenin se ha escrito muchísimo. Stephane Courtois ha explicado cómo y por qué es el padre del totalitarismo. Ahora Santiago Armesilla publica un libro sobre el derecho de autodeterminación en Lenin, y el tema va mucho más allá de la autodeterminación de los pueblos o las naciones, es más: muy posiblemente, en la interiorización individual del derecho de autodeterminación descansa buena parte de lo más cruento del mundo moderno. Esa idea de que uno es causa de sí mismo, que uno puede literalmente determinarse en sí y por sí, que uno puede afirmarse al margen de la existencia de otro… En suma, la idea de autodeterminación implica que la realidad objetiva exterior no tiene un valor significativo; en todo caso, su valor se subordina a la afirmación de uno, y si se opone, ya se sabe: tanto peor para ella. Por eso el totalitarismo termina siendo un recurso inevitable: la única forma de que la realidad responda a los propios deseos es apoderándose de ella por entero, en todos los aspectos de la vida, y suprimiendo sin contemplaciones cuanto quede fuera del plan. Filemón y Baucis. Desde el marxismo clásico siempre se le ha reprochado a Lenin que desdeñara la realidad material objetiva en sus análisis y, sobre todo, en su práctica política. Es verdad que Lenin, en eso, siempre falló: ni los pequeños campesinos libres se unieron a la revolución (al revés, hubo que matarlos a mansalva) ni el proletariado mundial se alzó siguiendo el ejemplo soviético. Pero si Lenin falló como teórico, por el contrario demostró una extrema eficiencia como práctico: su capacidad para hacerse con el poder, seducir a las masas (sus masas) y construir un implacable aparato de dominación es en verdad asombrosa. Mediocre a la hora de ser Fausto, pero muy eficaz en el papel de Mefistófeles, Lenin es la más alta expresión del tirano moderno: fe ciega en las propias ideas (indistinguibles del propio interés), falta de prejuicio alguno a la hora de emplear cualesquiera métodos, dispuesto a invadirlo absolutamente todo con su sola voluntad de poder. Y al fondo, todavía humeando, millones de cabañas de Filemón y Baucis en un mundo uniforme y oscuro. El sueño de Fausto convertido en pesadilla y las víctimas del gran mal, hechas espectros, arremolinándose en torno a la momia de Validimir Ilich Ulianov en Moscú. Hace cien años que murió Lenin. Nadie le deseará que descanse en paz. |