Vega, Garcilaso de la. El Inca. Cuzco (Perú), 12.IV.1539 – Córdoba, 24.IV.1616. Historiador.
Su padre fue el capitán Garcilaso de la Vega, oriundo de Badajoz y por lo tanto extremeño al igual que el conquistador del Perú Francisco Pizarro. Él era parte de una familia de renombrada prosapia como el mismo Inca Garcilaso lo relata en su Genealogía o Relación de la descendencia de los Garcí Pérez de Vargas. Remontándose a una undécima generación logra entroncarse con Garcí Pérez de Vargas, hijo de Pedro de Vargas de Toledo, que acompañó al rey Fernando el Santo en la reconquista de Andalucía. Aparte de servidores de reyes, de héroes, de portadores de títulos nobiliarios entre los miembros de su familia paterna figuran literatos de la talla del poeta Garcilaso de la Vega, el marqués de Santillana, Jorge Manrique.
El nombre de su madre fue Isabel Chimpu Ocllo, que también provenía de una familia de alta alcurnia pero de origen andino. Ella era parte de la nobleza incaica pues como dice el mismo Inca Garcilaso de la Vega “fue hija de Huallpa Tupac, hijo legítimo de Tupac Inca Yupanqui y de la Coya Mama Ocllo, su legítima mujer, y hermana de Huayna Capac, último rey natural que fue en aquel Imperio llamado Perú” (Garcilaso de la Vega, Inca, 1960: t. I, 238). No se trataba pues de cualquier mujer sino de alguien que pertenecía a la más alta nobleza inca pues descendía del cuarto hijo legítimo del inca (Miró Quesada, 1994: 23) que ocupó la posición más alta de todos sus congéneres y era el producto del matrimonio más legítimo que se podía concebir: aquel del Inca con su hermana de padre y madre. A esta mujer se le decía coya. La madre de Isabel era también noble aunque no de la mayor jerarquía. Ella era una palla lo que según el escalafón que describe Guaman Poma seguía en rango a la coya y a la ñusta y antecedía a las aui. A las primeras las traduce como “reina”, a las segundas como princesas, a las pallas como “señoras particulares” y a las aui como “picheras”, un término que tenía la connotación de tributarias (Guaman Poma, 1968: 181 y 253).
Habiendo muerto el capitán Garcilaso de la Vega en 1559 y haber tenido, según una oración fúnebre recogida por su hijo, la edad de cincuenta y nueve años se supone que debió de nacer en 1500 aunque se desconoce el mes y el día. Entre 1530 y 1531 se especula su llegada al continente americano y al Perú en 1534 como parte de la expedición de Pedro de Alvarado. No llegó solo. Vino en compañía de su hermano Juan de Vargas y de sus primos Gómez de Luna y Gómez de Tordoya. Como casi todos los que acompañaron a Alvarado su destino final fue la ciudad del Cuzco.
Quizá por proceder sus familias de la misma región en España la relación de este capitán con los Pizarro fue muy amistosa tanto que, aunque vacilante, apoyó a Gonzalo Pizarro durante su revuelta. Es cierto que antes de iniciarse la batalla de Xaquixahuana, en la cual fue derrotado este rebelde al rey de España, Garcilaso de la Vega fue uno de los primeros en pasarse al bando del pacificador La Gasca y que en otra ocasión prefirió escaparse para evitar apoyarlo en su rebeldía, sin embargo varios cronistas hicieron constar que fueron amigos y que incluso, durante la batalla de Huarina, llegó a socorrerlo con su caballo en un trance difícil. Esta acción le resultaría muy perjudicial tanto a Garcilaso padre como a su hijo pues la Corona española la esgrimiría para privarlo de ciertos derechos que les correspondían.
Como fue el caso de muchos otros conquistadores, Garcilaso nunca llegó a legitimar su unión con la noble inca, sin embargo mantuvieron una convivencia por más de diez años que se interrumpiría con el matrimonio de este capitán con la española Luisa Martel de los Ríos en junio de 1549. De aquella convivencia nacería el célebre cronista quien recibiría el nombre de Gómez Suárez de Figueroa al igual que uno de sus antepasados. No sería sin embargo el único hijo del conquistador. En el testamento de este último se menciona a una Leonor de la Vega que habría permanecido en España pero de cuya madre no se tiene ninguna noticia. Otra hermana, también mestiza como él, fue Francisca de la Vega nacida de otra relación no legalizada que tuvo el capitán. Una vez más la pareja fue otra noble indígena y palla como Isabel Chimpu Ocllo. Su nombre fue María Pilcosisa.
Otras dos medias hermanas que murieron muy jóvenes fueron Blanca de Sotomayor y Francisca de Mendoza, hijas legítimas del capitán con Luisa Martel de los Ríos. Y de la unión legítima de su madre Isabel con Juan del Pedroche, luego de que su primer conviviente se casara con doña Luisa, otras dos medias hermanas fueron procreadas. Una fue Luisa de Herrera casada con Pedro Márquez Galeote, y la otra, Ana Ruiz, que contrajo matrimonio con Martín de Bustinza.
Durante los veintiún primeros años de su vida, es decir, desde que nació hasta que se marchó a España, la vida de Gómez Suárez de Figueroa transcurrió al lado de su padre. Se desconoce la casa donde nació, pero no debió de pasar mucho tiempo hasta ocupar la casa donde viviría hasta irse a España. Su ubicación es todavía notoria hoy en día pues en aquel mismo lugar existe un inmueble del Instituto Nacional de Cultura destinado a un museo y actos culturales que se le conoce como la casa del Inca Garcilaso de la Vega. Ella se encuentra al oeste de la ciudad del Cuzco en una esquina occidental de la plaza del Regosijo o “Cusipata”. Originalmente el terreno perteneció al soldado Pedro de Oñate, quien lo recibió en el reparto de solares que se hizo en 1534. Se trataba de un área periférica de la ciudad que tan sólo constaba de andenerías, sin embargo colindaba con un importante espacio del sector Chinchaysuyo que con la plaza de Haucaypata servía como escenario para los grandes rituales públicos de los Incas.
Su nacimiento coincidió con una etapa de convulsión. Por un lado la resistencia inca en Vilcabamba iniciada por Manco Inca en 1534 y, por otro, las guerras civiles entre pizarristas y almagristas, en un primer momento, y luego entre pizarristas y la corona española. No siendo su padre un personaje secundario y teniendo compromisos con los Pizarro, no pudo sustraerse a participar de buena o mala gana en los conflictos. Ello lo llevó a tener ausencias prolongadas de su casa dejando al pequeño principalmente al lado de su madre. Esto se tradujo en una mayor interacción por el lado materno y por lo que hizo del quechua su lengua inicial. Él mismo dice que dominaba esta lengua por haberla mamado en la leche materna. Sin embargo, muy pronto el español ingresaría en su repertorio idiomático. Un amigo muy cercano de la familia, que al parecer llegó hasta compartir el mismo techo antes que se mudaran a la casa ubicada en la plaza del Regocijo, muy pronto se hizo cargo de la educación del pequeño. Su nombre era Juan de Alcobaza. Garcilaso se refiere a él como su ayo y como padre de Diego de Alcobaza, al que considera su hermano por haber nacido ambos en la misma casa.
De las manos de este ayo luego pasaría a la de algunos preceptores en latinidad que como pago por sus enseñanzas recibían al mes de cada estudiante diez pesos equivalentes a doce ducados. Como él mismo refiere estos preceptores no duraban mucho siendo reemplazados por otros cuyas enseñanzas no guardaban correspondencia con las de sus predecesores. Según sus propias palabras esta situación los llevaba a andar “descarriados de un preceptor en otro sin aprovecharles ninguno hasta que el buen canónigo (Juan Cuéllar) los recogió debajo de su capa y les leyó latinidad casi dos años entre armas y caballos, entre sangre y fuego de las guerras que entonces hubo de los levantamientos de Sebastián de Castilla y de Francisco Hernández Girón” (Garcilaso de la Vega, 1960: t. II, 84).
Dado que estos levantamientos ocurrieron entre 1552 y 1553, contaba a la sazón con trece o catorce años. Como se puede apreciar por la cita previa, Garcilaso debió de simpatizar mucho con este canónigo lo que no le impide reconocer que “tampoco dejó sus discípulos perfeccionados en latinidad, porque no pudo llevar el trabajo que pasaba en leer cuatro lecciones cada día y acudir a las horas de su coro” (Garcilaso de la Vega, 1960: t. II, 84).
En 1549, cuando Garcilaso de la Vega debía de tener diez años, siguiendo los consejos de la Corona para que los vecinos solteros contrajesen matrimonio con damas de origen español, el padre se desposó con Luisa Martel de los Ríos hija del cordobés Gonzalo Martel de la Puente que hasta 1540 fue tesorero de Panamá (Miró Quesada, 1994: 71). Esta decisión debió de ser muy penosa para el hijo, pero al menos se le dio la oportunidad de seguir residiendo con su padre al cual serviría de escribiente de las cartas que redactaba.
Darle una tarea de esta naturaleza sugiere que, ya por aquel entonces, debía de manejar muy bien el español tanto oral como escrito. Sin embargo, su vocación de escritor la descubriría muchos años más tarde cuando ya estaba cerca de los cincuenta.
Quizá motivado por su padre que aspiraba a viajar a España cuando la muerte lo sorprendió en 1559, se embarcó para la Península por el mes de marzo de 1560. A la sazón contaba con veintiún años y con muchas ilusiones de poder ensanchar sus horizontes y lograr que se cumplieran en él ciertas reivindicaciones que anhelaba su padre. Además, sabía que podría contar con la protección de muchos familiares de su padre como efectivamente pudo constatar después.
Según el historiador Raúl Porras Barrenechea, su estadía en España puede ser dividida en dos etapas. Una primera marcada por la trayectoria de su padre donde se entrega a las armas sirviendo al rey de España en algunos conflictos bélicos, entre los que destaca la guerra contra los moros de las Alpujarras, y a la crianza de caballos. También se trata de una etapa donde lucha tenazmente en las Cortes para alcanzar alguna retribución por los servicios que había prestado su padre. Desafortunadamente sus pretensiones se estrellan frente a un buen número de enemigos que sacarán a relucir evidencias sobre cierta colaboración que le había brindado al rebelde Gonzalo Pizarro en alguna de las guerras que libró contra la Corona española. De haber tenido éxito en sus reclamos hubiese alcanzado, sin lugar a dudas, una posición bastante holgada pero, a pesar de llorar un poco de miserias, no se puede decir que en España pasara penurias.
La segunda etapa es una que se inicia estando en Montilla y que se caracteriza por su acercamiento a las letras. Debió de iniciarse en la década de 1580 cuando ya pasaba los cuarenta años. Se puede hacer esta deducción porque él mismo dice que acaba la traducción de los Dialoghi d’amore de León el Hebreo en 1586 cuando debía de tener unos cuarenta y siete años.
El primer territorio que pisa al llegar a la Península Ibérica en 1561 es Portugal. Luego la embarcación que lo lleva recala en Sevilla, ciudad que lo impresiona por la gran prosperidad que vive, siendo que es el principal punto de enlace con las Indias. De esta ciudad se dirige a Badajoz donde aspira a conocer a varios miembros de la familia de su padre y entre ellos a una hija natural llamada Leonor de la Vega, de quien se desconoce el nombre de su madre. Desafortunadamente aquella hermana mayor al parecer había fallecido.
Ignorándose que otras expectativas se le disiparon en su visita por Extremadura, al poco tiempo se dirige a Montilla, en las cercanías de Córdoba, para visitar a su tío Alonso de Vargas y Figueroa. Se supone que debió de ser en el mes de setiembre de 1561 cuando llega a la casa de este hermano mayor del capitán Garcilaso de la Vega.
Una razón para interesarse por visitar a este tío es que por disposición testamentaria su padre lo había hecho depositario, junto con otro hermano llamado Gómez Suárez de Figueroa, de 4.000 pesos que debían ser usados para alimentarlo y atenderlo hasta cumplir la edad de veinticinco años (Miró Quesada, 1994: 91, 92).
Para su tío Alonso y su esposa, Luisa Ponce de León hermana del padre del poeta Luis Góngora y Argote, posiblemente suplió la ausencia de los hijos que no tuvieron.
Tal fue el cariño que le prodigaron que lo convirtieron en su principal heredero aparte de cobijarlo hasta sus últimos días. Es así que en este pueblo cordobés permaneció por treinta años hasta que decidió mudarse a la ciudad de Córdoba, cuando su afición por las letras ya había alcanzado cierta envergadura.
No bien se asienta en Montilla a fines de 1561 que inicia su lucha legal para obtener las reivindicaciones a las que consideraba acreedor su padre. Como se ha mencionado, éstas naufragaron pero le sirvieron de acicate para seguir la huella del padre, sirviendo a la Corona en distintas batallas que le permitieron acceder al rango de capitán con que su padre fue honrado. Cada vez es más dominado por la sombra del progenitor al punto de abandonar su nombre original de Gómez Suárez de Figueroa y cambiárselo en 1563 primero por el de Gómez Suárez de la Vega y cinco días después por el de Garcilaso de la Vega (Miro Quesada, 1994: 109). Un poco más tarde incluso accederá al rango de capitán que ostentará su padre. Esto ocurre por 1570, cuando el rey Felipe II le da el encargo de comandar a trescientos infantes a propósito de su participación en la guerra de las Alpujarras, (Miró Quesada, 1994: 111).
Su permanencia en España encierra pues dos etapas. Una primera durante su juventud en la cual, dominado por la imagen del padre, se entrega a la guerra y a la crianza de caballos, y otra, ya entrado en años, en que sucumbe a la pasión por las letras y deja aquella obra, mezcla de literatura e historia, que lo ha elevado a la inmortalidad.
Es difícil decir cuándo se inicia esta última. José de la Riva Agüero dice que en su “primera mocedad fue afecto a los libros de caballerías; pero las amonestaciones que contra ellos trae Pedro Mejía en la Historia Imperial lo curaron completamente de tan frívola afición. Entre las lecturas de recreación y pasatiempo, hacía siempre gracia, en mérito de sus bellezas, a los grandes poetas y prosistas italianos, y muy en especial a Boyardo, el Ariosto y Bocaccio, cuyas obras repasaba con frecuencia; pero cada vez se inclinaba más a las disciplinas históricas y filosóficas. Perfeccionó su latinidad, deficientemente aprendida en el Cuzco, recibiendo ahora lecciones particulares del teólogo Pero Sánchez de Herrera, que era Maestro de Artes en Sevilla. Estudiaba los escritos de Nebrija y del Obispo de Mondoñedo, Fray Antonio de Guevara, de los historiadores clásicos de Roma y Toscana, sobre todo Plutarco, Julio César y Guicciardini; y también los del senés Piccolomini y del francés Bodin y las antiguas crónicas inéditas de los Reyes de Castilla que le franqueó un hermano del célebre Ambrosio de Morales” (Riva Agüero, 1962: 34).
Poco a poco la pasión por las letras le iría ganando hasta decidirse a producir lo que vendría a ser su primera publicación. No era un hombre joven cuando se le despertó esta afición, pues la traducción del indio de los tres Dialoghi d’amore de León el Hebreo que se publica en 1590 la terminó en 1586. Raúl Porras Barrenechea cree que prefirió iniciarse en estos menesteres de escritor con una traducción y no con una obra redactada por él mismo debido a su timidez. Podría ser también por cautela, entrenamiento en el campo de las letras y quizá por contar con cierto sosiego económico. Pero ¿por qué iniciar su trayectoria intelectual con una obra en italiano del judío converso Judáh o Jehudah Abarbanel o Abarbanel de Nápoles apodado León el Hebreo?
En realidad los diálogos son su primera publicación pero a través de la dedicatoria que dirige a Felipe II se ve que a la par de desarrollar este trabajo ya venía elaborando la Florida del Inca y tenía en ciernes su historia sobre el Perú. Pareciera como si en la década de 1580 su interés por la pluma se uniera a una renovada pasión por su pasado indígena y sus vivencias religiosas que marcarían el derrotero del resto de su vida. La etapa de la espada iba pues quedando atrás pero para entrar de lleno a la de la pluma quiso sumergirse en la traducción de una obra de corte neoplatónico que venía gozando de popularidad desde que fuera publicada en 1535 y que debió de resultarle muy estimulante para adentrarse en el campo de las letras a través de reflexiones filosóficas.
Como el mismo Inca declara “cuando yo hube estos diálogos y los comencé a leer, por parecerme cosa tal como ellos dirán de sí, y por deleitarme más en la suavidad y dulzura de su filosofía y lindezas de que tratan, con irme deteniendo en su lección, di en traducirlos poco a poco para mí solo, escribiéndolos yo mismo a pedazos; así por lo que he dicho, como por ocuparme de mi ociosidad, que por beneficio no pequeño de la fortuna me faltan haciendas de campo y negocios de poblado, de que no le doy pocas gracias” (Garcilaso de la Vega, 1960: t. I, “Dedicatoria a Maximiliano de Austria”).
Qué lo predispuso a entusiasmarse tanto con la obra de Abarbanel es difícil decir. Lo que sí se puede suponer es que para abordarla ya debía contar con una sólida preparación intelectual, un buen manejo del español y del italiano y una buena dosis de religiosidad. Las obras de algunos neoplatónicos como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, que Durand incluye entre sus lecturas (Durand, 1963: 18), ya debían de ser parte de su bagaje cultural así como la de otros autores. Sin embargo, anhelaba alcanzar una mayor maestría tanto en el manejo del lenguaje como en el de una filosofía que le ayudara a dar sentido a relatos que desarrollaría en el futuro. Ensimismado por el neoplatonismo y quizá por un renovado fervor religioso, no tardaría en descubrir que hacer una traducción de los diálogos de León el Hebreo podría darle el entrenamiento que buscaba. Qué mejor oportunidad para adentrarse en la grandes preocupaciones del cristianismo que reflexionar, junto con un pensador serio de gran talento literario, sobre el tema del amor y sobre la armonía del cosmos que, además, no eran tan distantes de aquella filosofía andina de sus ancestros indígenas tan amiga de la búsqueda de la unidad a partir de los opuestos complementarios.
Como él mismo señala, este trabajo lo inicia para beneficio personal, pero tan alta sería la calidad que muy pronto algunos amigos intelectuales y religiosos que frecuentaba debieron aconsejarle que ameritaba ser publicado y por todo lo alto. Posiblemente él mismo debió de quedar sorprendido de sus habilidades tratándose particularmente de un mestizo peruano que no había logrado reivindicar los derechos de su padre. Esta vez serían sus propios méritos los que podrían llegar a encumbrarlo y, a través de él, a sus subyugados paisanos indígenas que hasta tiempos recientes habían motivado una discusión sobre su naturaleza infrahumana. De ahí que en el título que le otorga señale que se trata de una “traducción del Indio” y que en la autoría reivindique el nombre de Garcilaso de la Vega y su condición de Inca nacido en la ciudad del Cuzco.
Reafirmado intelectualmente con este gran paso de proyección universal sus obras futuras se desenvolverán por el campo de la historia buscando un mayor acercamiento tanto al pasado de sus ancestros indígenas como al que estuvo estrechamente vinculado con su padre. Pareciera que a medida que envejecía su identificación con el Perú se iba acrecentando sintiéndose obligado a mostrar las bondades del legado incaico, la gesta heroica de la conquista y los beneficios recibidos por la evangelización. Paralelamente su religiosidad también crecía llegando a ordenarse como eclesiástico pero de un nivel menor que no lo autorizaba a decir misa. Se desconoce cuándo tuvo lugar su ordenación pero “una escritura fechada en Córdoba el 11 de agosto de 1597 aparece por primera vez como clérigo” (Miró Quesada, 1994: 162).
Cuando en 1587 dedica los diálogos de León el Hebreo a Maximiliano de Austria le anuncia que ya tiene escrita más de la cuarta parte de la que será su próxima obra. Ésta es La Florida del Inca que versa sobre las hazañas de Hernando de Soto y un grupo de españoles en su intento por doblegar el agreste medio de esta región sur de lo que es hoy Estados Unidos de Norteamérica. En aquel mismo contexto le anuncia que le queda ir “a las Posadas, una de las aldeas de Córdoba, a escribirla de relación de un caballero que está allí, que se halló personalmente en todos los sucesos de aquella jornada” (Garcilaso de la Vega, 1960: t. I, “Dedicatoria a Maximiliano de Austria”). Hoy se sabe que el mencionado caballero era Gonzalo Silvestre nacido en Herrera de Alcántara a quien había conocido estando todavía en el Perú. La relación entre ambos debió de ser muy estrecha tanto que nombra al escritor como albacea de su testamento.
En Las Posadas pudo pasar largas horas recogiendo con deleite el relato que le transmitía su amigo Silvestre. Sin lugar a dudas la presencia de este viejo conquistador en La Florida del Inca debió de ser dominante, aunque no deja de valerse de otros informantes para darle mayor veracidad a su narración. Dos de ellos mencionados en el proemio de su libro son Alonso de Carmona y Juan Coles.
En el proemio menciona que el tiempo que le llevó escribir este libro fue de seis años. Si como se ha dicho anteriormente lo concluyó en 1589, debió de empezarlo hacia 1583, mientras seguía con la traducción de los Dialoghi d’amore. El ritmo que le otorgó a su elaboración tuvo que ser pausado pues, en 1587, declara que había avanzado hasta la cuarta parte. Si lo terminó en 1589, fue a partir de ese momento cuando debió de apurar el paso porque ya la salud de Gonzalo Silvestre parecía quebrantarse por las bubas y temía que la rica información que poseía se fuese con su muerte. Felizmente tomó esta previsión pues en 1592 el viejo conquistador dejó de existir agobiado por el mal que lo aquejaba.
Con La Florida del Inca Garcilaso inicia su incursión por temas históricos aunque esgrimiendo un estilo narrativo que lo lleva a lindar con la literatura. Muchos estudiosos han visto en esta obra aquel tono épico que la hace comparable con La Araucana de Alonso de Ercilla. Una vez más pareciera que a lo largo de sus páginas el autor buscase entrenarse para abordar aquel acariciado sueño de escribir la historia de aquella gran sociedad a la que perteneció su madre y la que se inaugura en tierras peruanas con el ingreso de los europeos.
Nunca visitó la Florida de modo que todo lo que cuenta se deriva de sus informantes y de cierto conocimiento geográfico que le permite recrear los escenarios con bastante fundamento, aunque no exento de una buena dosis de imaginación. Así la tentación literaria la pone al servicio de realzar la osadía del adelantado Hernando de Soto y su hueste aventurera que, tratando de emular la gesta de Cortés o de Pizarro, intentan doblegar un medio que contra lo previsto se les presenta descomunalmente hostil. Tales son los retos que tienen que enfrentar que el mismo líder sucumbe en aquel intento que para Garcilaso buscaba fundamentalmente servir a la causa de la evangelización y grandeza de la monarquía española.
Después de darle una segunda redacción en 1592 y una tercera un poco más tarde y remover una genealogía encabezada por su antepasado Garci Pérez de Vargas, que quedaría inédita hasta tiempos recientes, a principios de 1605 vio la luz la saga de Hernando de Soto en la imprenta de Pedro Crasbeek en Lisboa. El título con que figura es La Florida del Ynca. Historia del Adelantado Hernando de Soto, Gouernador y capitan general del Reyno de la Florida, y de otros heroicos caualleros Españoles e Indios; escrita por el Ynca Garcilaso de la Vega capitan de Su Magestad, natural de la gran Ciudad del Cozco, cabeça de los Reynos y prouincias del Peru. En Lisbona [...] Impreso por Pedro Crasbeek...
Cuando se publica esta obra ya hacía quince años que se había mudado a Córdoba, ciudad donde terminaría de escribir el resto de las historias que venía planificando y pasaría los últimos años de su vida. En 1591 vendió su casa en Montilla y acto seguido se mudó al barrio de Santa María en Córdoba. No están claras las razones para este cambio, pero quizás estuvo motivado por la necesidad de estar menos aislado para facilitar la publicación de sus obras. Posiblemente antes de abandonar Montilla ya había nacido Diego de Vargas, el hijo natural que tendría con su criada Beatriz de Vega.
Publicar obras sobre América requería en España infinidad de autorizaciones que hacían el proceso largo y tedioso. De ahí que Garcilaso tardase tanto en publicar La Florida y optase finalmente por hacerlo en Portugal, donde los trámites no eran tan engorrosos. No estando dispuesto a que su siguiente obra, Comentarios Reales, esperase tanto, le hace seguir el mismo curso que su predecesora apareciendo tan sólo tres años después.
El año de 1609 fue, pues, el de la materialización de aquel viejo sueño del historiador mestizo de poder dar a conocer la cultura de sus ancestros maternos. Desde que lo anuncia por primera vez en la dedicatoria a Felipe II en los diálogos de León el Hebreo habían transcurrido veintitrés años. Sin embargo, desde años antes ya venía madurando la idea. Como lo nota Aurelio Miró Quesada ya aparece insinuada en las notas marginales que escribe en el ejemplar que poseía de la Historia General de las Indias de Gómara (Miró Quesada, 1994: 218).
Tanta acogida alcanzó que desde antes de ser publicada ya aparece citada en las obras de algunos estudiosos como los padres jesuitas Juan de Pineda, José de Acosta y Francisco de Castro. Como el mismo autor se jacta su ventaja frente a otros que escribieron sobre los Incas es que se trataba de un descendiente de esta etnia que conservaba el idioma que hablaban como su lengua materna. Sin lugar a dudas esto realzaba su autenticidad, que sumado a su magnífico estilo castizo y el sesgo utópico que confiere a su relato ha hecho que La Primera parte de los Comentarios Reales de los Incas alcance una gran difusión llegando a estimular rebeliones como la de Túpac Amaru y motivando aquellos calificativos de “socialista” dado al Imperio de los Incas en tiempos recientes.
Al igual que La Florida del Inca, esta obra del Inca Garcilaso es historia pero también literatura. Además es la ejemplificación de una utopía, pues la sociedad que emerge de sus páginas es un mundo feliz donde no había pobreza, donde todo se compartía y donde la religión de los Incas es representada como una antesala adecuada para el advenimiento del cristianismo.
Habiendo tratado sobre el pasado de su vertiente materna no podía dejar de lado aquel que completó su herencia cultural e hizo de él un mestizo representativo de aquello que él mismo veía como una fusión de sangre y de la más auténtica peruanidad. Es así que la Segunda parte de los Comentarios Reales o La Historia General del Perú trata sobre el Descubrimiento, la Conquista, las Guerras Civiles hasta la llegada del virrey Francisco de Toledo en 1569.
Esta obra no la llegó a ver publicada pues el Inca falleció el 23 o 24 de abril de 1616 y recién quedó terminada en 1617 en los talleres gráficos de la viuda de Andrés de Barrera con cuyo yerno, Francisco Romero, Garcilaso pactó la publicación que debía de tener una tirada de mil quinientos ejemplares. Una vez más la preparación de esta historia le llevó un buen tiempo, calculándose que ya la estaba trabajando por 1603 y 1604 y que la terminó en 1612. Después de recibir la última autorización necesaria en enero de 1614 concertó su impresión en octubre de aquel año (Miró Quesada, 1994: 300 y 301) y sólo tres años más tarde vería la luz.
A la muerte del Inca Garcilaso su cuerpo fue enterrado en una capilla de la Catedral de Córdoba que había adquirido cuatro años antes. Hoy sus restos siguen descansando en el mismo sitio habiendo quedado su tumba bajo el cuidado del gobierno peruano.
Obras de ~: L. Hebreo, Dialoghi d’amore, trad. de ~, Madrid, Pedro Madrigal, 1590; Genealogía de Garci Pérez de Vargas, 1596 (ms.); La Florida del Ynca: historia del adelantado Hernando de Soto, Gouernador y capitan general del Reyno de la Florida, y de otros heroicos caualleros españoles è indios, Lisboa, impresso por Pedro Crasbeeck, 1605; Primera parte de los Commentarios reales que tratan del origen de los Yncas, Reyes que fueron del Peru [...] y de todo lo que fue aquel Imperio y su Republica, antes que los Españoles passaran a él, Lisboa, Officina de Pedro Crasbeeck, 1609; Historia general del Perú: trata el descubrimiento del y como lo ganaron los españoles [...], Córdoba, viuda de Andres de Barrera, 1616; C. Sáenz de Santa María y P. Sarmiento de Gamboa (eds.), Obras completas del Inca Garcilaso, Madrid, Ediciones Atlas, Madrid, 1960 (col. Biblioteca de Autores Españoles, vols. 132-135).
Bibl.: J. de la Riva-Agüero, Del Inca Garcilaso a Eguren, en Obras Completas, t. II, Lima, PUCP, 1962; J. Durand, “Garcilaso entre el mundo incaico y las ideas renacentistas”, en Diógenes (París), n.º 43 (1963); F. Guaman Poma de Ayala, El Primer Nueva Coronica y Buen Gobierno, París, Institut d’Ethnologie, 1968; R. Porras Barrenechea, Los Cronistas del Perú, Lima, Biblioteca Peruana, 1986; A. Miró Quesada, El Inca Garcilaso, Lima, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1994.
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