Oradores políticos.
Oratoria política. -Su concepto. -Sus caracteres y condiciones. -Su influencia. -Clases en que puede dividirse. -Desarrollo histórico de este género.
Exponer y dilucidar las grandes cuestiones jurídicas, morales, sociales, religiosas, etc., que se suscitan al discutir en los centros políticos las reformas legislativas y al dirigir la gobernación del Estado; defender y propagar los principios de los diversos partidos que se disputan el poder; dirigir, en suma, por medio de la palabra, la marcha de los negocios públicos, tales son los grandes fines que se propone la Oratoria política.
Caracteres muy especiales ofrece este género oratorio, que le colocan a gran distancia de todos los demás. Con efecto, ni en él se hallan la severidad y el carácter didáctico de la Oratoria forense y académica, ni la poesía, unción y sentimiento de la religiosa. Siendo eco de violentas pasiones y exaltados intereses, tanto o más que de principios científicos; representando el interés del momento, más que el permanente; produciéndose casi siempre ante auditorios divididos y apasionados, o agitados y tumultuosos, difíciles de dominar, y que con frecuencia se imponen al orador; tendiendo a un efecto inmediato y a un resultado práctico, no siempre conseguido, aunque con vehemente afán solicitado, y que se trata de alcanzar a toda costa y por todos los medios; -la Oratoria política se distingue por el predominio de la pasión, por el arrebato y vehemencia de sus acentos, por su carácter batallador, y por la importancia que en ella tiene la polémica. Rara vez es didáctica, y caso de serlo, la exposición de los principios no es en ella otra cosa que la bandera que se despliega antes del combate; si apela a la belleza y al Arte, no es tanto por miras estéticas, como por utilizar un arma poderosa y excitar, a la vez que la pasión, la fantasía de los oyentes; difícilmente es templada, mesurada y serena, y mucho menos dulce ni apacible; la pasión en todas sus formas es lo que en ella domina y le da carácter.
La tribuna es un campo de batalla, y el orador político es al modo de caudillo militar, obligado a poner en juego todos los recursos de la estrategia y de la táctica para vencer en una empeñada lid, en que el arma que se emplea es la palabra, que en ocasiones puede ser la más eficaz y mortífera de todas.
De aquí la inmensa variedad de recursos y de elementos que puede emplear el orador político. De aquí también la dificultad de precisar los preceptos a que ha de someterse esta oratoria. Con efecto, el lenguaje severo de la razón, el ímpetu arrebatador de las pasiones, los vuelos atrevidos de la fantasía, las agudezas del entendimiento, las armas penetrantes de la sátira, todos los recursos, todas las maneras de ser de la elocuencia tienen cabida en este género, a cuyo carácter sintético todo está permitido menos el sofisma, la mentira y la falta de pudor. Para este género no existen, por tanto, otras reglas que las que resulten lógicamente del asunto que se ventila o del público a quien el orador se dirige. La primera regla de este género es la libertad.
Como es natural, las condiciones de la Oratoria política varían según los asuntos de que se trata, las circunstancias en que se produce, el carácter de cada país, etc. Así los discursos pronunciados en las Cámaras legislativas se diferencian por razón del asunto sobre que versan; no pudiendo compararse, por ejemplo, los discursos en que se exponen tranquilamente los principios de un partido, o en que se discuten leyes y reformas administrativas, económicas o jurídicas, que no tocan de cerca a la política, con los que versan sobre la conducta de los gobiernos, medidas eminentemente políticas, cuestiones personales, etc.; ni tampoco un discurso expositivo con una réplica o una rectificación. Así, una discusión sobre el Mensaje de la Corona, sobre leyes de imprenta, suspensión de garantías, votos de censura a un ministerio, etc., se distingue notablemente de un debate sobre una ley de aguas, un código mercantil, o ciertos capítulos del presupuesto. Por la misma razón hay gran diferencia entre los debates de las Cámaras constituyentes y de las ordinarias, por ser más vitales los asuntos que en aquéllas se discuten y más definitivas las soluciones que se buscan.
En todos estos casos, la Oratoria política puede recorrer una vasta escala, desde el tono severo y razonador de una exposición verdaderamente didáctica, hasta la violencia de un debate personal.
Mucho influyen también en este género las circunstancias en que se produce. No se habla lo mismo ante las muchedumbres reunidas en el club o en el meeting, que ante las Cámaras legislativas. Diferénciase el tono de un discurso según que se pronuncia ante un severo y reflexivo Senado, compuesto de personas de edad madura y tendencias conservadoras, o ante una vehemente, movible e impresionable Cámara popular. Y no es igual tampoco el lenguaje del orador político en una situación normal y tranquila, o en medio de las agitaciones de una época revolucionaria. A esto debe agregarse que el carácter de cada pueblo influye también en el de la Oratoria política, pues ésta no es igual en los pueblos del Mediodía, siempre apasionados y entusiastas, y en los fríos y razonadores pueblos del Norte. También influye en esto el sistema de gobierno, pues no cabe comparar la elocuencia mesurada de los pueblos sometidos a un régimen templado, con los arrebatos que son propios de las democracias, donde la intervención activa de las clases populares en la gobernación del Estado, imprime a la Oratoria un carácter especial, y hace que en ella preponderen los entusiasmos y violencia de la pasión y las desordenadas inspiraciones de la acalorada fantasía popular, sobre la razón serena y el espíritu mesurado y circunspecto de los hombres de Estado que no se dejan dominar por las impresiones del momento, que tanto influyen en la conducta política de las muchedumbres.
La influencia de la Oratoria política es extraordinaria y lleva ventaja a la de la elocuencia religiosa, con ser ésta tan grande y eficaz. La razón de esto es el predominio que en ella alcanzan las pasiones, la intervención activa que el público tiene en ella, y su carácter eminentemente práctico. El orador político se encamina siempre a una acción inmediata, y aunque no siempre la consigue (sobre todo en las Cámaras, donde la resolución está determinada de antemano y la disciplina de los partidos se sobrepone al efecto de la palabra del adversario), cuando menos logra agitar la opinión y preparar para plazo no lejano la realización de sus aspiraciones. De aquí la importancia que el orador político da a la pasión. Su principal objeto, no tanto es convencer como persuadir, interesar y conmover, y el objetivo a que tiende es la voluntad. Por eso emplea con frecuencia los recursos que obran sobre ésta, es decir, los que afectan al sentimiento, a la fantasía y al interés personal o de partido del auditorio; por eso no repara en medios para lograr sus fines, y su única preocupación es imponerse al público a toda costa, arrancándole la adhesión a lo que en su discurso defiende, y desacreditando y pulverizando con la fuerza de sus razonamientos y la energía y elocuencia de su palabra a los que sostienen lo contrario.
Si el orador consigue sus propósitos, el efecto de su discurso es tan inmenso que puede hasta cambiar la faz de un país; de lo cual no faltan señalados ejemplos en la historia parlamentaria. En la mayoría de los casos este resultado no es inmediato; pero ocasiones ha habido en que lo ha sido, en que la palabra de un hombre ha bastado para derribar o salvar un gobierno, para provocar una revolución, para dar al traste con instituciones que parecían muy sólidas. Verdad es que en casos tales el triunfo del orador se debe a estar trabajada la opinión de tal manera, que la palabra de aquél no ha sido más que la chispa que hace estallar un incendio, cuyos combustibles estaban preparados desde mucho tiempo atrás. Es, pues, la Oratoria política un arma temible y peligrosa, de portentoso y seguro efecto, y es, por tanto, gravísima la responsabilidad del orador cuando, manejándola con imprudencia o de mala fe y poniéndola al servicio del error o de la injusticia, la trueca en instrumento de la ruina de la patria.
El público tiene en este género una intervención más activa que en ningún otro. Siempre prevenido en pro o en contra del orador, más dispuesto a escuchar la voz de la pasión o del interés que el acento severo de la razón y de la justicia, libre de las trabas que coartan la acción del auditorio a quien se dirige el orador religioso, viendo en el orador un ídolo, un fiel servidor y a veces cortesano, o un implacable y aborrecido enemigo, -manifiesta ruidosamente su aprobación o su censura, trata de imponerse al orador, ora exigiéndole que se doble humilde a sus deseos y se haga eco de sus intereses y pasiones, ora tratando de amedrentarlo, cohibirlo y ahogar su voz a toda costa. Obsérvase esto sobre todo en las grandes reuniones populares y en los días de agitación revolucionaria, y es frecuente que entre el orador y su auditorio se trabe un verdadero combate, en que no pocas veces triunfa el primero, si a la elocuencia arrebatadora de la palabra sabe unir el valor personal y la inquebrantable firmeza de su varonil y enérgico carácter.
Por estas mismas razones los triunfos y las derrotas en la Oratoria son más ruidosas que en ningún otro género y la gloria, el prestigio, la popularidad, la autoridad y la influencia del orador son extraordinarias; tanto como pueden serlo su descrédito y oprobio, que a menudo suelen seguir a las primeras, pues el orador político popular fácilmente encuentra al lado del Capitolio la roca Tarpeya y pasa en pocos días de la apoteosis al Calvario.
La Oratoria política puede dividirse en parlamentaria, popular y militar217. Compréndense en la primera los discursos pronunciados en las Cámaras legislativas, Diputaciones provinciales y Ayuntamientos; en la segunda los que se pronuncian en los clubs, meetings y manifestaciones populares; y en la tercera las arengas, proclamas, órdenes del día, etc., dirigidas a los soldados por los caudillos militares. Fácilmente se deduce de cuanto dejamos dicho que la pasión domina más en la Oratoria popular que en la parlamentaria, que su acción es más eficaz o inmediata, y mayor la intervención del público en ella; que en la Oratoria parlamentaria, es donde pueden hallarse elementos didácticos y mayor serenidad y templanza; y que la militar, destinada a excitar el valor y el entusiasmo de los soldados, ha de ser enérgica, clara y concisa, y dirigirse principalmente al sentimiento del honor.
El origen de la Oratoria política debe buscarse en las deliberaciones de las tribus primitivas y en las arengas de los guerreros; pero salvo la Oratoria militar, que es compatible con todos los gobiernos, este género sólo se desarrolla en los pueblos regidos por instituciones democráticas o parlamentarias, porque sólo en ellos existen Asambleas legislativas y centros políticos populares. Por esta razón no encontramos modelos de elocuencia política en el Oriente ni en la Edad Media. Grecia, Roma y los modernos pueblos europeos, especialmente Francia, Inglaterra y España, han sido los pueblos más fecundos en grandes oradores.
En Grecia floreció la Oratoria política, merced a su gobierno democrático. Son oradores griegos de primer orden Temístocles (533-490 a. d. C.), Arístides (m. 469), Pericles (494-429) Licurgo de Atenas (408-326), Démades (m. 318), Foción (400-317), Esquines (393-314) y Demóstenes (385-322) rival de Esquines, enemigo encarnizado de Filipo de Macedonia, el más grande de los oradores griegos, y uno de los renombrados de todos los tiempos. Además merecen citarse, como oradores distinguidos Alcibiades (456-404, a. C.), Critias, Antifón (4,80-411), Andócides (m. 468 a. C.), Hypérides (m. 322), Dinarco (m. 360), Alcidamas y Hegesipo.
Aunque antes de Catón hubo oradores en Roma, puede decirse que la Oratoria latina (tanto la política como la forense), comienza con él y termina en Cicerón, con el cual no compite ninguno de sus sucesores, que la convierten en un ejercicio retórico.
A Catón (123-149 a. d. C.) llamado el Censor y también el Mayor, sucedieron Servio Sulpicio Galba, Lelio, Escipión Emiliano (186-130), Lépido Porcina, Carbón (m. 119), Tiberio Graco (162-133) y su hermano Cayo (152-121), Emilio Escauro, Rutilio, Cátulo, Metelo, Memmio, Craso (140-91), Marco Antonio (144-88), Lucio Marcio Filipo, Cota, Sulpicio Rufo, Hortensio (115-51), César (101-44), y Marco Tulio Cicerón (107-43), el más grande de todos.
En los tiempos modernos la Oratoria política ha llegado a grande altura, sobre todo en Inglaterra, donde apareció primeramente por ser allí más antigua la libertad, en Francia y en España.
La Oratoria inglesa es fría, razonadora, diserta y de un carácter eminentemente práctico; la francesa se distingue por la brillantez, la energía y la pasión; la española por el predominio que en ella tiene la fantasía, por su carácter pintoresco, su arrebatada elocuencia y la pompa y sonoridad de su lenguaje. Pudiera decirse que la oratoria inglesa habla a la razón; la francesa a las pasiones; y la española al sentimiento, y sobre todo a la fantasía.
En Francia apareció la elocuencia política con la Revolución de 1789. Brillaron entonces el gran Mirabeau (1749-1791), Vergniaud (1759-1793), Barnave (1761-1792), Danton (1759-1794), Robespierre (1759-1794), Isnard (1751-1830), Maury (1746-1817), Cazales (1752-1805), Guadet (1758-1704) y Gensonné (1758-1793). En el presente siglo se han distinguido Foy (1775-1825), De-Serre (1777-1822), Decazes (1780-1860), Manuel (1775-1827), De Villéle (1773-1854), Martignac (1776-1832), Casimiro Périer (1777-1832), Benjamin Constant (1767-1830), Royer-Collard (1763-1845), Villemain (1790-1870), Lamartine, Bérryer (1790-1868), Guizot, Thiers, Julio Favre y Gambetta.
En España brillaron en este siglo Muñoz Torrero, el conde de Toreno (1786-1843), Martínez de la Rosa, Argüelles (1776-1844), Calatrava, Alcalá Galiano (1789-1865), López, Donoso Cortés (1809-1853), González Brabo, Ríos Rosas (1812-1873), Aparisi y Guijarro, Olózaga y otros muchos muy importantes.
En Gran Bretaña se han distinguido el célebre Cromwell (1599-1658), Bolingbroke (1678-1750), Walpole (1676-1745), Lord Chatham (1708-1778), Pitt (1759-1806) Burke (1730-1797), Fox (1749-1806), Sheridan, Oconnell (1775-1847), Gladstone y otros no menos importantes.
Oradores mas famosos británicos:
ANEXO
La oratoria jurídica o forense.
-Oratoria forense. -Su concepto. -Sus caracteres y condiciones. -Su influencia. -Su desarrollo histórico
Dilucidar las cuestiones a que puede dar lugar la colisión de derechos de los ciudadanos y acusar o defender a los reos de delitos comunes y políticos, tal es el objeto de la Oratoria forense. En ella siempre se defiende o se acusa, siempre se discute una cuestión de derecho civil o penal que importa esclarecer para conseguir de los jueces el fallo anhelado por el orador.
Este género tiene un carácter más práctico que ningún otro, pues del debate forense siempre resulta una resolución (un fallo). Pero este resultado no es el producto de la pasión o del interés, sino de la razón puesta al servicio de la justicia, y por consiguiente el orador no puede influir directamente sobre el sentimiento, sino sobre la inteligencia de los jueces. Además, el público se reduce en realidad a éstos, que son los que han de dictar la sentencia y a los que debe dirigirse el orador, no siendo el auditorio que a los tribunales concurre otra cosa que un mero espectador, que ninguna intervención directa tiene en el asunto y está reducido a un papel pasivo.
Por otra parte, el discurso forense versa sobre un hecho o caso concreto, que da lugar a la aplicación de un principio legal. Lo que importa, por tanto, es esclarecer el primero y determinar precisamente el criterio con que ha de realizarse la segunda; todo lo cual ha de ser el resultado de un proceso puramente intelectual, de una argumentación vigorosa, en que del encadenamiento de los principios y las consecuencias, y de la agrupación de las pruebas, resulte claramente demostrada la tesis que sustenta el orador. Y como toda cuestión forense es de hecho, de nombre y de derecho, lo que importa es: primero, esclarecer aquél, probando o negando su realidad; segundo, precisar su calidad y circunstancias; tercero, determinar la aplicación que al hecho debe tener la ley, interpretando ésta en su relación con el caso particular de que se trata. Probar hechos, defender derechos, interpretar leyes; he aquí lo que ha de hacer siempre el orador forense: y como toda cuestión de hecho es delicada de suyo, toda cuestión de derecho requiere extraordinaria claridad, y toda interpretación de leyes exige notable precisión y sumo tacto, -fácilmente se infiere que la solidez, la precisión y la claridad, tanto en las pruebas y argumentos que constituyen el fondo del discurso forense, como en el lenguaje en que se desenvuelven, son las condiciones fundamentales de este género, en el cual predomina necesariamente el elemento didáctico.
Ha de ser, por tanto, la Oratoria forense templada, severa, razonadora, y las condiciones principales de su lenguaje han de ser la precisión, la claridad y la concisión. No ha de entenderse por esto que el elemento poético esté excluido de ella; lejos de eso, juega importante papel en muchas de sus composiciones.
En efecto, si la severidad, la rigidez metódica, la dignidad del estilo, la naturalidad y claridad del lenguaje son condiciones generales de esta oratoria, varían y se modifican tales condiciones según el asunto de que se trata en el discurso, el auditorio a que éste se dirige y la función que desempeña el orador.
Un pleito en que se discute acerca del mejor derecho que asiste a cada litigante, ora pertenezca la cuestión al derecho personal, ora al derecho real, no puede dar lugar ciertamente a discursos apasionados y sentimentales, sino a disertaciones razonadas y tranquilas en que se expongan detenidamente los hechos, se interprete la ley, y con arreglo a estos datos se esclarezca la cuestión y se determine el mejor o peor derecho que cada parte asiste. Los rasgos de sentimiento y las figuras poéticas rara vez son oportunos en este linaje de cuestiones, antes bien inconvenientes y ridículos.
Pero cuando se trata de una causa criminal; cuando a nombre de la sociedad se pide el castigo de un culpable, o por el contrario se intenta arrancarle al rigor de la justicia, o al menos aminorar su pena; cuando para conseguir tal objeto se invocan altísimas consideraciones y se manifiestan patéticos afectos; cuando siendo dudosa y oscura la culpabilidad del reo, acaso se lucha por salvar a un inocente; y sobre todo, cuando el delito es político y el tribunal se convierte en teatro de lucha política, caben al lado de la fría razón y del método riguroso, el afecto entrañable, el ímpetu vehemente, el acalorado lenguaje del sentimiento y de la fantasía, siendo tales recursos no sólo aceptables, sino altamente oportunos y necesarios.
Varía también en este caso el aspecto del discurso según el carácter del tribunal. No es lo mismo perorar ante jueces encanecidos en el ejercicio de su magisterio y poco dispuestos a prestar oídos a otra cosa que a la ley, o ante jurados populares cuyo criterio no es tanto el texto legal, como la voz de su sensibilidad y de su conciencia. Recursos inútiles ante los primeros pueden ser eficacísimos ante los segundos, y claramente lo prueba así la experiencia en los países donde se halla establecido el Jurado.
Igualmente se modifica el carácter del discurso según el cargo que desempeña el orador, porque la vehemencia disculpable en quien demanda el perdón, parecería impropia en quien exige el castigo; el acusador fiscal debe por esto ser menos apasionado y más severo que el abogado defensor. Pero en el uno y el otro deben condenarse ciertos recursos, como el sarcasmo, la ironía, el ridículo y las agresiones personales, que se avienen mal con la austeridad de la justicia y con el respeto debido al tribunal.
Síguese de lo expuesto que los discursos que versan sobre materia criminal, son los que mayores condiciones artísticas ofrecen, los que abren campo más ancho a la elocuencia, los que mejor pueden contribuir a la reputación del orador. La alteza y trascendencia del fin a que se encaminan; las graves dificultades que suelen entrañar; el esfuerzo de ingenio y la suma de penetración y perspicacia que a veces requieren; la elevada función de que al orador invisten, ora erigiéndole en austero representante de la sociedad y de la justicia, que demandan el castigo del acusado, ora en defensor de la inocencia o en solicitante de misericordia, son circunstancias que prestan a estos discursos un carácter simpático y bello que influye notablemente en su cualidad estética. Por eso estos discursos (que cuando se trata de delitos políticos con la Oratoria política se confunden), son los que causan más hondo efecto en el ánimo del auditorio y los que más justo y universal renombre dan a los oradores forenses.
Con ser la influencia de este género oratorio tan eficaz e inmediata que no pocas veces la palabra tiene en él poder suficiente para hacer que prevalezcan la sinrazón y la injusticia, fascinando el ánimo y cegando la inteligencia de los jueces, no es, sin embargo, tan grande como en los géneros anteriormente expuestos, pues no se extiende más allá del recinto de los tribunales y rara vez determina movimientos generales de la opinión. Débese esto al carácter concreto de las cuestiones sobre que versa, a la constitución especial del auditorio, y sobre todo, al hecho de que las resoluciones prácticas que trata de alcanzar el orador no son más que la aplicación de una ley permanente y no llevan consigo (como acontece en las que intenta conseguir el orador político) una modificación general del orden establecido, que afecte a los intereses de la colectividad. La palabra del orador forense no puede producir un cambio profundo en el orden social; lo que de ella resulte importa sólo a un número reducido de personas, si el asunto es civil; y aunque interese a la sociedad entera, si se trata de una causa criminal, nunca resultará de su discurso otra cosa, que la resolución de un caso concreto. De aquí que (salvo en los procesos políticos), ningún interés de escuela o de partido se halle comprometido en el asunto; de aquí, por consiguiente, que la influencia de este género oratorio no pueda compararse con la del religioso y el político, por más que a ninguno de ellos ceda en importancia.
La Oratoria forense se desarrolla donde quiera que existe una buena administración de justicia que garantice el derecho de los litigantes y de los acusados y la libertad de los oradores. Por eso donde más ha prosperado ha sido en Grecia y Roma y en los pueblos civilizados de la época moderna.
La Oratoria forense de la antigüedad clásica se aproximaba mucho a la política y tenía más influencia que la moderna, así como mayor vehemencia, animación y carácter estético. Contribuían a esto la organización especial de los tribunales, la falta de rigor y precisión de la ley escrita, que dejaba mucho campo a la equidad y a los principios generales de jurisprudencia, la publicidad de los debates y lo numeroso de los auditorios. No es lo mismo perorar desde la tribuna de las arengas, en medio del Foro, y ante el pueblo entero, que en el estrecho recinto de los tribunales modernos.
En nuestros tiempos, el carácter de la Oratoria forense depende también en alto grado de la organización de los tribunales. Por eso es más brillante, eficaz e influyente donde el Jurado existe, que donde sólo funcionan los tribunales ordinarios.
Creemos inútil citar todos los grandes oradores que se han distinguido en este género. Por regla general, casi todos han sido a la vez oradores políticos, y para enumerarlos sería necesario, por tanto, reproducir los nombres ilustres que mencionamos en la lección anterior. Baste decir que los oradores de este género que más fama han obtenido en la antigüedad son: en Grecia, Antifón, Lysias (459-379 a. d. C.) e Iseo; en Roma, Catón, Craso, Marco Antonio, Hortensio, Cicerón, Quintiliano (42-118 d. C.) y Plinio el joven (61-115). En los tiempos modernos pueden citarse Dupin (1783-1865), Bérryer y Lachaud, en Francia; Jovellanos (1744-1811) y Meléndez Valdés, en España; y otros muchos que sería prolijo enumerar, o que hemos mencionado ya al ocuparnos de los oradores políticos.
En esta impresión titulada "Juicios en los tribunales: dos abogados en acción", nos transportamos a la época victoriana tardía, específicamente a 1892. La imagen captura un momento crucial dentro de los sagrados salones de la justicia cuando dos distinguidos abogados se involucran en una feroz Batalla legal.
Vestidos impecablemente con su traje tradicional de la corte, completo con pelucas y túnicas, estos eruditos personifican la esencia del profesionalismo y la experiencia. Sus intensas expresiones revelan su inquebrantable dedicación a buscar la verdad y la justicia para sus clientes. La escena tiene como telón de fondo una ornamentada sala de audiencias, adornada con intrincados trabajos en madera y una grandeza acorde a su propósito.
Cada detalle irradia una sensación de seriedad que subraya el peso de estas pruebas. Esta fotografía no sólo nos ofrece un vistazo a los procedimientos legales históricos, sino que también sirve como testimonio de la naturaleza perdurable de la ley misma. Nos recuerda que a lo largo del tiempo, a los abogados se les ha confiado la tarea de defender la justicia y garantizar resultados justos para todos los involucrados.
Mientras observamos esta instantánea congelada en el tiempo, no podemos evitar maravillarnos de cuánto ha cambiado desde entonces, al tiempo que reconocemos que algunos elementos permanecen constantes. La búsqueda de la verdad, la integridad dentro de nuestros sistemas legales y los esfuerzos incansables realizados por quienes se dedican a ejercer el derecho continúan dando forma a nuestra sociedad hoy.