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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

martes, 26 de junio de 2018

503.-La Biblioteca del Congreso Nacional; Literatura y la ciudad, Santiago de Chile. a



Fotografía de 1890

El palacio del antiguo Congreso Nacional de Chile fue la sede que albergó las dos cámaras del Congreso Nacional desde 1876 hasta 1973. Biblioteca del Congreso Nacional de Chile (1883-presente.)
Plano del segundo piso  del edificio.




Entrada a biblioteca


La Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, que tiene sede en santiago y en Valparaiso,  fue fundada el 14 de noviembre de 1883, y función principal es  asesorías a los  congresistas en el campo de las ciencias sociales, el derecho, la legislación, la historia de la ley y el desarrollo social, económico, político y cultural de Chile.
La Biblioteca nació en 1883 gracias a la iniciativa del entonces diputado por localidad de Petorca, don Pedro Montt M., posteriormente Presidente de la República entre los años 1906 y 1910. Sin embargo, fue llamada Biblioteca del Congreso por primera vez en la Sesión 1ª Extraordinaria del Senado, en 14 de noviembre de 1883, según consta en las Actas.

Sede de Santiago


Escaleras

Salas de lecturas


Inicialmente, la Biblioteca se instaló en las salas del segundo piso del edificio del Congreso en Santiago, construido entre 1858 y 1876 y sede del Poder Legislativo de la República hasta 1973. 
El año 1885 fue un año importante para la recién creada Biblioteca del Congreso Nacional, porque además de contar con mayores recursos -que permitieron comprar libros incluso al editor y librero francés, M. Pedone Lauriel- el diputado Pedro Montt, junto con donar parte de su propia biblioteca a la que recién nacía e impulsar en la Cámara de Diputados un acuerdo de intercambio de publicaciones parlamentarias (Boletines de Sesiones) con los Congresos de Argentina, Bolivia, Brasil, España y el parlamento  británico, propuso que se agregara al presupuesto una remuneración de $1.000 para un bibliotecario. El 24 de julio de 1885, asumió esta labor don Manuel Lecaros R., quien se convertiría en el primer Director de la Biblioteca del Congreso Nacional.
Le sucedió en el cargo el, entonces, tesista de la carrera de Derecho, don Arturo Alessandri Palma, quien disputó y ganó el cargo en el concurso que se llamó para tal efecto. Don Arturo se desempeñó como Director entre los años 1890 y 1893. Cuatro años después, comenzaba su carrera política siendo elegido diputado por Curicó, culminando como Presidente de Chile en dos oportunidades (1920-1925 y 1932-1938).
Así, como hemos visto, en los diez primeros años de la Biblioteca del Congreso Nacional, un ex Presidente de la República dio el primer impulso para la creación de ésta, logró que se contratara al primer Director, se hizo cargo de la compra de los primeros libros y publicaciones extranjeras, y otro ex Presidente de Chile, la dirigió.
Reemplazó a don Arturo Alessandri, en la Dirección de la Biblioteca, su entonces ayudante y amigo, don Adolfo Labatut B., desde 1893 hasta 1931. Durante su gestión, don Adolfo fue testigo del voraz incendio que en 1895 consumió las instalaciones de la Biblioteca y enfrentó resueltamente la tarea de su reconstrucción física y patrimonial por los siguientes 15 años.
En 1910, el entonces Presidente de la República, don Pedro Montt M., ya muy enfermo, alcanzó a pronunciar el que sería su último Mensaje Presidencial a la Nación desde la testera del Salón de Honor del ya restaurado edificio del Congreso Nacional y en el que senadores y diputados habían retomado sus funciones, así como la Biblioteca que él mismo impulsara a crear, en 1883.
En 1931 sucedió en la Dirección a don Adolfo, el joven abogado don Jorge Ugarte V., iniciándose con él un fructífero y sostenido primer período de modernización de la Biblioteca del Congreso Nacional, en el cual cabe destacar la introducción del sistema internacional de Clasificación Decimal Universal para el material bibliográfico. También don Jorge fue gerente general y miembro del Consejo de la Editorial Jurídica de Chile o Editorial Andrés Bello, en cuya fundación y desarrollo participó en forma destacada.
En 1969, don Jorge Ugarte dejó su cargo y fue reemplazado por el arquitecto don Isidro Suárez F., quien emprendió una importante reestructuración en nuestra Biblioteca, convirtiéndola en un verdadero centro de información del Congreso, generador de asesorías en el campo de las ciencias sociales, del derecho, de la legislación positiva, de la historia de la ley y del desarrollo social, económico, político y cultural de la Nación.
En 1974, a continuación de don Isidro, asumió la Dirección de la Institución el abogado don Jorge Iván Hübner G., durante cuya gestión, en 1985, se diseñó y se puso en funcionamiento el Banco de Datos Jurídicos y Legislativos. Esto supuso la automatización de diversas funciones de la Biblioteca, lo que amplió y agilizó sus servicios de consulta, referencia e investigación.

Sede de Valparaiso 

En 1990, el Congreso Nacional reinauguró sus sesiones en el nuevo edificio institucional en Valparaíso. Aquel mismo 1990 asumió la Dirección de la Biblioteca del Congreso Nacional la bibliotecaria doña Ximena Feliú S., una de cuyas primeras medidas fue el reintegro de parte importante del personal de la Biblioteca que fuera exonerado en 1973 y 1974 por motivos políticos. 
Asimismo, constituyó prioridad el desarrollo informático de los sistemas y servicios de información de la Biblioteca a fin de interactuar, al interior del Congreso mismo, y hacia bases de datos externas, nacionales y extranjeras, elaborando así un producto de información integrada que respalda la acción y toma de decisiones del legislador.
 En 2004 la Dirección logró la aprobación por parte de la Comisión de Biblioteca de la nueva visión-misión de la institución, que permitió fortalecer la función parlamentaria; estrechar la relación Congreso-ciudadanía; agilizar la gestión y resguardar la memoria política legislativa durante el 2005. Ese año se dio inicio a un proyecto de modernización (BCN Innova) financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para innovar en los servicios, tecnología y capacitación.

Registro de leyes y normas jurídicas.


Durante el año 2006 se inició la fase de construcción de Legis II, la nueva versión de la base de datos de la legislación chilena actualizada, que permitirá tener un acceso fácil y rápido a toda la normativa legal chilena.

Fundador de la biblioteca 

Biblioteca personal de Pedro Montt.

Pedro Elías Pablo Montt Montt (Santiago, 29 de junio de 1849 – Bremen, 16 de agosto de 1910). Abogado y político del Partido Nacional o Monttvarista. Presidente de la República entre el 18 de septiembre de 1906 al 16 de agosto de 1910. Diputado durante ocho periodos, entre 1876 y 1900. Senador por dos periodos, entre 1900 y 1906. Presidente de la Cámara de Diputados en tres oportunidades e impulsor de la creación de la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.


Nació el 29 de junio de 1849, en Santiago. Hijo del ex Presidente de la República y senador Manuel Montt Torres y Rosario Montt Prado. Hermano de los diputados Luis Montt Montt y Julio Montt Montt. Casado con Sara del Campo Yávar.

Estudió en el Instituto Nacional y luego en la Universidad de Chile, titulándose de abogado en enero de 1870.

Fue administrador de la Casa de Orates, entre 1895 a 1906, cargo que dejó luego de ser electo Presidente de la República. Durante el ejercicio de sus funciones, modernizó y amplió la institución.

En 1883, siendo diputado por Petorca, y a partir de su interés por fortaler el acervo bibliográfico y conocimiento del Parlamento,  fundó y fue el primer Director de la Biblioteca del Congreso Nacional, que originalmente se denominaba Biblioteca de la Cámara de Diputados (1882), pasando a conocerse como Biblioteca del Congreso  en el Acta de la Sesión extraordinaria del Senado del 14 de noviembre de 1883.

Fue ministro de Industria y Obras Públicas, entre el 28 de junio de 1887 al 12 de abril de 1888, durante el gobierno de José Manuel Balmaceda. Durante la misma administración, fue nombrado ministro de Hacienda, entre el 23 de octubre de 1889 al 21 de enero de 1890. Sin embargo, por discrepancias con el presidente, dejó su cargo.

Luego de la Guerra Civil de 1891, fue llamado a integrarse al gabinete del presidente Jorge Montt como ministro del Interior, entre el 31 de diciembre de 1891 y el 14 de marzo de 1892; y entre el 22 de abril de 1893 al 26 de abril de 1894. Se presentó como candidato presidencial para las elecciones de 1901, pero no resultó electo, siendo derrotado por Germán Riesco Errázuriz.


Presidencia de la República


Fue candidato nuevamente para las elecciones presidenciales del 25 de junio de 1906, donde resultó electo, frente al candidato conservador Fernando Lazcano. Asumió como Presidente de la República el 18 de septiembre de 1906.

Su gobierno se inició en medio de una situación muy compleja para el país ya que recién había ocurrido el terremoto de Valparaíso, por lo que debió abocarse a tareas de reconstrucción y ayuda a las víctimas. Unido a lo anterior, tuvo que enfrentar una fuerte crisis económica y los conflictos surgidos tras el nombramiento de Valentín Letelier como rector de la Universidad de Chile.

Entre otras acciones emprendidas durante su gobierno, amplió la red ferroviaria dándole especial hincapié a la que unía Tacna con Puerto Montt; el tren entre Ancud y Castro y el tren que se proyectó para unir Chile con Argentina desde Los Andes.

Biblioteca personal de Pedro Montt.

Asimismo, creó la Escuela Normal de Preceptores de La Serena, la Escuela y Museo de Bellas Artes, el Instituto de Educación Física, el Instituto Comercial y la Escuela de Farmacia.

El frente más complejo lo constituyeron los trabajadores del salitre que experimentaron un fortalecimiento de su lucha sindical. En diciembre de 1907, se alcanzó un punto de gran tensión cuando los trabajadores se concentraron en la Escuela de Santa María en Iquique. El gobierno instruyó el traslado de regimientos desde Antofagasta, Rancagua y Tacna, ordenando a los huelguistas abandonar la Escuela. El 21 de diciembre la situación llegó a un punto de máxima tensión: la petición fue rechazada por los trabajadores quienes se negaron a obedecer, por lo que las tropas comenzaron a atacar con ametralladoras asesinando a los hombres, mujeres y niños que estaban en el interior del establecimiento. Estos sucesos marcaron un hito en la historia del movimiento obrero chileno.

Debido a razones médicas, se embarcó a Europa en julio de 1910. Murió en el puerto de Bremen, Alemania, el 16 de agosto del mismo año, antes de culminar su período.



Bibliófilo


En los años previos a que asumiese la presidencia de la República (1906-1910), Pedro Montt  que era un persona del cual se le reconocía su alta cultura y su pasión por acumular conocimientos acerca de las áreas públicas y privadas en las que se desempeñó. Tenía una especial cercanía con los libros, que lo llevó a poseer una importante biblioteca personal y ser fundador de biblioteca del Congreso Nacional. Sin embargo, sus viajes fueron los que marcaron una huella trascendental en su formación, pues lo llevaron a recorrer el mundo en compañía de su cónyuge, Sara del Campo.

Es posible determinar que su primer viaje lo llevó a Argentina en 1877, y que, tras casarse, el matrimonio recorrió, en otras oportunidades, Europa, Norteamérica y el norte de África. Dichas travesías difieren en los motivos y en las zonas visitadas, ya que entre 1883 y 1884 recorrieron Europa desde España hasta la actual Rusia, momento en el que se mezclaron el placer con el aprendizaje del funcionamiento de instituciones y con la firma de convenios entre el Congreso chileno y bibliotecas y librerías extranjeras. 

Por otra parte, en 1891 y 1892, durante y después de la Guerra Civil, pasaron una temporada en Estados Unidos y en el viejo continente, para luego trasladarse, tras la derrota de las elecciones de 1901, a Egipto, el mediterráneo, y nuevamente el sur europeo.

Estos viajes, aprovecho de comprar libros y revistas en los ámbitos políticos, administrativos, etc.



Biblioteca del Congreso Nacional lanzó nueva versión de su sistema "Ley Chile"
06/08/2020
 



En un acto conjunto con la Corte Suprema, organismo que vinculará a partir de hoy sus sentencias a las normas disponibles en la base de datos legal de la BCN.

Biblioteca del Congreso Nacional lanzó nueva versión de su sistema Ley Chile.

Con la participación del Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Guillermo Silva Gundelach, y del Director de la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile (BCN), Alfonso Pérez Guíñez, se realizó este jueves 6 de julio -de forma telemática-, el acto de lanzamiento conjunto de la nueva versión del sistema "Ley Chile" de la BCN y del "Servicio de Normativa Integrada con Jurisprudencia del Centro Documental" del máximo tribunal del país.
A partir de un convenio de cooperación originado en 2007 y la posterior firma de un acuerdo complementario en 2016, ambas instituciones impulsaron un proyecto para intercambiar y compartir información relevante contenida en sus respectivas bases de datos. Fue precisamente a partir de ese trabajo conjunto que se logró enlazar de forma bidireccional las sentencias en la base de jurisprudencia con la normativa proporcionada por la Biblioteca del Congreso a través de “Ley Chile”.

Al inaugurar el acto, el Director de la BCN sostuvo que la nueva versión de su base de datos jurídica está orientada a mantener un servicio de calidad, que responda a las nuevas necesidades y exigencias de los usuarios tanto del Poder Legislativo y de la ciudadanía en general. Y en relación a la vinculación con la Corte Suprema, comentó que “al día de hoy, cuando presentamos los resultados de esta iniciativa, ya se integraron más de 29 mil sentencias judiciales en 3.787 normas legales, número que esperamos se incremente día a día”.

A su turno, el Presidente del máximo tribunal destacó que "con entusiasmo damos a conocer a la comunidad una fecunda acción recíproca que permitirá al sitio web ‘Ley Chile’ asociar a la normativa con la jurisprudencia de la Corte Suprema”, añadiendo que “en tiempos en que la inteligencia artificial ya es una realidad que impone desafíos crecientes, no puedo dejar de celebrar el esfuerzo de la Biblioteca del Congreso Nacional con esta nueva versión, lo que no hace sino ratificar su espíritu y sello vanguardista".

Durante la ceremonia, se presentaron los saludos de la Presidenta del Senado, Adriana Muñoz D'Albora, y del titular de la Cámara de Diputadas y Diputados, Diego Paulsen Kehr, quienes mediante un video enviaron sus felicitaciones y deseos de éxito para el nuevo sistema “Ley Chile”.

Las novedades de "Ley Chile"

El sistema “Ley Chile” es desarrollado por el Departamento de Servicios Legislativos y Documentales de la Biblioteca del Congreso Nacional y es la base de datos legal más completa y consultada del país. De acuerdo con las estadísticas de uso, es la principal herramienta de respuesta a las demandas ciudadanas de acceso a la ley. A la fecha, dispone de más de 347 mil normas completas de diversa jerarquía y durante el año 2019 registró más de 21 millones de visitas.

En su nueva versión, incorpora importantes actualizaciones en materia de diseño, alta disponibilidad y seguridad de la información, además de mejoras en torno a la velocidad del sistema y los filtros de búsqueda, entregando así una mejor experiencia al usuario.

Entre sus principales novedades, el sistema contempla la posibilidad de acceder a la jurisprudencia judicial, esto es, al texto completo de las sentencias de la Corte Suprema asociadas a la ley consultada, permitiendo al usuario establecer filtros para una mejor recuperación. Por otra parte, cuenta con firma electrónica avanzada para los textos legales, con el objeto de entregar certeza jurídica respecto de su integridad y la identidad de quien lo firma.

La nueva versión del sistema "Ley Chile" de la Biblioteca del Congreso Nacional ya se encuentra disponible en el sitio www.bcn.cl/leychile.


Itsukushima Shrine.


Literatura y la ciudad, Santiago de Chile.


  



La ciudad, se ha dicho, es un factor determinante, construye individuos, personalidades, crea arquetipos, personajes, personas de las más variadas especies, dependiendo del sector o barrio de la ciudad  que tengas domicilio, pero de una u otra forma los pertenecientes a una misma suelen ser de una manera determinada, inconfundible.  Los bonaerenses, por ejemplo, tienen algo en común que los identifica como tales, responden a una especie de estereotipo.  

La literatura retrata a estos personajes y ambientes urbanos. Podríamos nombrar los más diversos autores y ciudades noveladas dentro del concierto mundial de la novela, pero por ahora sólo quiero remitirme a nuestros autores y a nuestra ciudad, Santiago de Chile, que ha sido escenario recurrente en sus obras. 
La primera imagen que me salta a la memoria en estos momentos, es la imagen de Santiago proyectada por Enrique Lafourcade en Palomita Blanca, donde nos pasea por los barrios aledaños a la Vega Central, Providencia, las Condes en una época concreta, Santiago a fines de los 70, demarcando las diferencias sociales existentes, arquitectónicas, sanitarias, etc.
 José Donoso en sus cuentos y novelas recrea también diversos espacios de Santiago, con una mirada distinta, cargada de nostalgia. El casco antiguo, por ejemplo, aparece retratado muy claramente en muchos de sus cuentos. Recuérdese China, Ana María, El Charleston, La señora, etc. En su novela La desesperanza, pasea a sus personajes por distintos barrios de la comuna de Providencia, rematando en la Chascona, casa de Neruda, en la falda del cerro San Cristóbal, donde surge el hoy llamado barrio Bellavista. En El obsceno pájaro de la noche, hay indudablemente un recorrido por el barrio de la Chimba y sus vericuetos que esconden los vestigios de un Santiago colonial, con sus casonas laberintos donde se extravían sus habitantes. 
Antonio Skármeta en El baile de la Victoria recrea el Parque Forestal, la Fuente Alemana, el centro mismo de la capital. Gonzalo Drago entrega un perfil muy acabado del Santiago de mediados de siglo XX en su novela La esperanza no se extingue. Joaquín Edwards Bello en La chica del Crillón enseña el centro de Santiago magistralmente. Lo mismo hace en su novela El roto, entregando un perfil acabado de los arrabales aledaños a la Estación Central. Oscar Castro, en La vida simplemente, también muestra muy detalladamente la ciudad y sus suburbios. 
Ejemplos hay muchos, sin duda. Santiago se ha transformado en un espacio ineludible para nuestros novelistas. Y en la medida que avanza el tiempo, la historiografía ofrece cada día más ejemplos.

Ahora bien. Cuando nos preguntábamos al principio por la influencia de la literatura en la ciudad, o de la ciudad en la literatura, queríamos dar a entender que se trata de una influencia recíproca. Porque al momento de retratar una ciudad se está ejerciendo cierto poder sobre ella, poblando el imaginario del lector con dicha visión. Como nos sucede con ciudades donde jamás hemos estado, ni estaremos nunca, pero que llegamos a conocer muy bien a través de la lectura. Literatura y ciudad en consecuencia son vasos comunicantes, porque sus esencias van de un lado a otro, al punto que podríamos concluir que no hay ciudad sin literatura y que tampoco hay literatura sin ciudad.
La literatura ha hecho algunos intentos de eliminar el espacio y el tiempo, pero con ello no ha conseguido más que reafirmarlo. Pensemos en el Ulises de James Joyce, obra capital que buscaba desprenderse de ambas coordenadas, confirmándose la tesis de que es imposible. Porque toda narración remite a un espacio y a un tiempo, bien sea este real o imaginario.

Revista Eure (Vol. XXX, N°89) pp. 109-116, Santiago de Chile, Mayo 2004


La muralla enterrada. Carlos Franz (2001).
Bogotá: Planeta.

Muchas veces olvidamos que la ciudad es, en buena medida, una construcción mental. La urbe ha sido y es, campo de estudio inagotable y origen de incontables obras de arte. En las próximas líneas me referiré al ensayo del chileno Carlos Franz, La muralla enterrada y específicamente a las relaciones que se establecen entre Santiago y su literatura. Digo su literatura porque son muchas las novelas en las que la capital es la protagonista. Las distintas percepciones y visiones que existen sobre Santiago en estas novelas, son fruto de la subjetividad del escritor; muchas veces, esta subjetividad expresa el sentir de una época o de una sociedad determinada.

A partir de la lectura de novelas chilenas de distintas épocas, es posible apreciar los cambios en las costumbres, en las ideas, en el paisaje (tanto natural como arquitectónico) y en la manera en que los ciudadanos se relacionan con su entorno. Resulta evidente que Santiago y sus ciudadanos no son los mismos en Juana Lucero de Augusto D"Halmar (1902), que en Muy temprano para Santiago de Agustín Palazuelos (1965); que la ciudad de La desesperanza (1986) de José Donoso es otra que la de Mala onda de Alberto Fuguet (1991) o El Nadador de Gonzalo Contreras (1995). 
Estas novelas sobrepasan el campo de lo literario, por ser herramientas claves para la comprensión de los procesos y cambios vividos en Santiago. La intención de Franz es, entonces, rescatar la percepción urbana de estas narraciones, determinar cuál es el Santiago imaginario que ellas construirían; leer entre líneas la historia de la novela santiaguina.
Se podría afirmar que La muralla enterrada es a la vez un libro y un mapa 1; a partir de las novelas leídas, la obra de Franz recopila numerosas versiones de la ciudad de Santiago y las presenta no de manera cronológica, sino espacial. El autor divide la capital en siete barrios, que serían los siete referentes geográficos de los cuales se sirve para organizar las novelas. La muralla enterrada no es un estudio diacrónico ni uno que analice tendencias literarias: Franz dibuja o define un mapa espacial-literario a partir de las distintas visiones y percepciones que han existido sobre la ciudad de Santiago en la literatura chilena del siglo XX.

Organizar setenta y tres novelas de esta manera puede parecer caótico, a primera vista. El referente espacial pareciera no ser suficiente; de ahí el uso por parte de Franz de un doble referente mítico: la muralla enterrada y el "imbunche" 2. Todas las novelas elegidas por Franz (algunas citadas directamente y otras sólo mencionadas), apuntan al mismo objetivo: desentrañar el sentido de la ciudad, develar su identidad.

 El autor utilizó como corpus de su ensayo todas aquellas novelas que, de una u otra manera, podían ayudarlo a leer nuestra identidad urbana, múltiple en esencia. Ahora bien, ¿por qué elegir el género literario para reflexionar acerca de la ciudad? Porque, como el mismo autor afirma en las primeras páginas del libro, "las novelas de Santiago propician esa posible identidad nacional inclusiva, asediando nuestra mentira oficial por uno de sus pocos flancos desguarnecidos: la imaginación" (20). Según Franz, las novelas exponen o dejan al descubierto aquellas verdades que los discursos oficiales niegan, esconden o no quieren ver.

Franz enmarca el libro en una experiencia personal: haber conocido cuando aún era adolescente, la muralla enterrada de Santiago 3. Producto de esta temprana revelación, Franz piensa en la ciudad de Santiago en términos de ocultamiento, de espacio cerrado, de entierro y de olvido. Surge entonces la idea y el tema del libro: desenterrar la muralla, encontrar en la literatura la identidad oculta de Santiago. La novela urbana santiaguina devela esta condición, quiénes somos al fin y al cabo; y si se opta por la denominación novela urbana es porque Franz le concede ese estatuto, a pesar de que él mismo afirma que estas novelas no serían reconocidas como tales, debido a la apreciación general de que son otras grandes ciudades las que sí tienen grandes libros que hablen sobre ellas. 
"Leer las novelas santiaguinas levanta la costra dura de ese prejuicio y muestra algo de lo que hay abajo (...) Una urbe ignorada, terrible en su mayor parte (...) Un imbunche, en suma. Pero una ciudad nuestra, narrada" (22).

En la segunda parte del libro, titulada "El espíritu de los barrios", el autor caracteriza, define y ubica cada uno de los lugares recreados a partir de la lectura de las novelas en un mapa o plano imaginario, literario. Franz identifica en su plano siete barrios: la Chimba, el Centro, el Barrio Estación, el Matadero, el Zoco, la Ciudad de los Césares y el Jardín. 
Vale la pena detenerse en algunos de estos espacios para entender de qué modo se configura el Santiago imaginario descrito por Franz. El barrio de la Chimba se relaciona directamente con la metáfora del imbunche. La unión de ambos, barrio y mito, se produce en la Casa de Ejercicios Espirituales de la encarnación de la Chimba 4. El barrio de la Chimba se opone a la racionalidad y planificación del Centro; tiene sus cimientos en la excentricidad y descontrol del manicomio, en el silencio de los cementerios y en la pobreza de los conventillos. En la lectura de Franz la Chimba, el barrio-imbunche, determina en cierta medida a la ciudad completa.
El barrio de la Estación y el Matadero se relacionan de una u otra forma con el Barrio de la Chimba. En el barrio de la Estación, el Barrio Chino, el cuerpo es el eje que articula las relaciones. La barrera entre lo privado y lo público se tensiona al máximo, ya que ambos espacios conviven en uno solo. En el Matadero, asimismo, el olor de la sangre de los animales es una constante que no permite alejarse de la idea de la muerte. Chimba, Barrio Chino y Matadero son espacios exuberantes, irracionales, oscuros. Desde luego, se encuentran al margen de la sociedad:
"el Matadero es metáfora de todas las formas que vendrán para habitar marginalmente la ciudad: la callampa, la toma, el campamento, las poblaciones sociales" (104).
 Estos barrios se oponen al Centro, a la Ciudad de los Césares y al Jardín. Aquí es la racionalidad la que impera: el orden, la claridad, la riqueza. 
La Ciudad de los Césares (compuesta por el Cerro Santa Lucía, la Alameda y el Parque O"Higgins) es, para Franz, el mito de la ciudad esplendorosa, magnífica; uno de los tantos mitos del Santiago imaginario. Desde el Centro se ejerce el poder, que está desde un principio ligado simbólicamente al dinero. Para Franz esta relación se haría patente en el palacio de gobierno, La Moneda:

 "Pocas capitales del mundo identifican de un modo más desvergonzado, en el principal de sus hitos urbanos, la identidad entre dinero y poder, como lo hace Santiago" (61).

El barrio del Zoco, el mercado, es un punto de conexión, de unión: por ser el espacio del negocio es metáfora del lugar del flujo, del intercambio de bienes.

A partir de las precisas descripciones hechas por Franz, abundantes en citas y referencias, el lector percibe que el Santiago imaginario no se presenta aquí como una ciudad, sino que como un conjunto de ciudadelas. Cada una de estas ciudadelas es prácticamente independiente de las otras, lo que produce una fragmentación que se vuelve cada vez mayor. Los habitantes tienen miedo a ser invadidos por otros: el Centro no quiere ser invadido por la Chimba, el Jardín teme ser invadido por las poblaciones callampas del Matadero.
"El miedo a invasión que se percibe en el Centro nace del Matadero. Y puede extenderse al resto de la ciudad, amenazando conventillizarla" (112). 

De este modo se producen barreras, límites:

 "En la medida en que los barrios se apartan, aumentando las distancias recíprocas, (la) barrera racial –otra faceta de la muralla enterrada- se hace más evidente" (169).

 Este sería otro mito del Santiago imaginario: el mito de la invasión 5.

La muralla enterrada y el imbunche, metáforas propuestas por Franz para entender esta compleja trama urbana que es Santiago, no se contraponen, sino que se encuentran en una relación dialéctica. Por un lado, Santiago es un imbunche: 
"esta negra visión del Santiago imaginario parece la única lo suficientemente poderosa como para reunir en un cuerpo a la ciudad desmembrada" (203).
Pero al mismo tiempo, este Santiago imaginario está conformado por ciudadelas separadas por muros que delinean los barrios de la ciudad. Estos muros cumplen aquí una doble función: 
"(…) limitan pero también defienden; separan, y a la vez ocultan a los personajes del Santiago novelesco. A su turno, esas funciones determinan posibles arquetipos para cada ciudadela: el ghetto, la fortaleza, la ciudad prohibida, la chimba" (188).

 Así, la muralla separa en ciudadelas lo que tiende a unir el imbunche, que por ser un conjunto "degradado e insoportable" (en palabras del autor) tiende a fragmentarse. En el "Epílogo Esperanzado", Franz espera que la muralla se transforme en atalaya, que Santiago deje de ser imbunche para transformarse en una ciudad abierta, que no se niegue ni esconda su pasado: una ciudad que no entierre sus murallas.

El libro de Franz es un intento válido porque enfrenta la cuestión urbana desde una óptica diferente. La muralla enterrada se aproxima a la ciudad de Santiago desde una perspectiva alternativa a la de los estudios urbanos tradicionales: Franz abre la discusión desde el espacio de lo imaginario. En el libro no hay datos demográficos, no hay estadísticas, no se cuenta la historia de la ciudad ni se construye una identidad nacional a partir de una determinada ideología. Con esto quiero decir que el libro de Franz se encuentra en el ámbito de lo posible, no de lo cierto; de lo probable, no de lo verdadero. Las novelas presentadas se nutren del entorno de su ciudad, lo que posibilita reflexionar acerca de temas relacionados con la urbe, partiendo en este caso de la ficción de las obras literarias. La lectura de La muralla enterrada permite al lector darse cuenta de que es posible conocer más sobre la historia de las ciudades a partir de su literatura original.

Franz dibuja un mapa: sus referencias, como se ha dicho anteriormente, se relacionan con ciertos espacios, y son estos lugares los que aparecen claramente delimitados y definidos en el Plano de la Ciudad Imaginaria de Santiago. Este plano es un gran aporte en el momento de la lectura, ya que permite visualizar con mayor precisión la ubicación de los lugares narrados y citados, así como los contrastes que se producen entre uno y otro barrio por su determinada posición. El mapa de los barrios es, desde otra perspectiva una cara posible –una identidad posible- de la ciudad de Santiago.

Ángeles Donoso M.

NOTAS

1 Franz no sólo construye su libro a partir de la lógica del mapa, sino que, en efecto, dibuja uno. Si se analiza la imagen del mapa a partir de lo planteado por Anderson (1993), es posible asumir que el hecho de dibujar o recrear un mapa con las distintas percepciones o visiones de la ciudad sería en sí mismo un proceso de construcción de identidad (un intento de definir o delimitar una nación). Es decir, Franz no sólo intenta descubrir o definir la identidad de la ciudad a partir de las novelas leídas sino que también construye un mapa que apoye esta lectura. Este aspecto será retomado más adelante.

2 Criatura fantástica de la mitología chilota (N. del E.).

3 Se alude aquí a los antiguos tajamares del río Mapocho, descubiertos a mediados de la década de 1970 gracias a las obras del Metro de Santiago (N. del E.).

4 En El obsceno pájaro de la noche, la novela de José Donoso (1970), siete ancianas hediondas y pobres cosen al Mudito, lo transforman en un imbunche para dominarlo, para poder someterlo a sus apetitos feroces. La novela de Donoso es, sin lugar a dudas, fundamental en la lectura realizada por Franz.

5 Los ciudadanos se apartan unos de otros en sus barrios y limitan la interacción de sus cuerpos, acción que sería cancelada o anulada en el Barrio Chino, único lugar donde el límite entre lo público y lo privado se vuelve difuso. En este sentido, las palabras de Sennett (1994) se aplican tanto a los barrios segregados como a los cuerpos que habitan esos barrios:
 "El miedo a tocar del que surgió el gueto de Venecia se ha visto reforzado en la sociedad moderna cuando los individuos crean algo similar a los guetos en su propia experiencia corporal al enfrentarse a la diversidad. Rapidez, evasión, pasividad: esta tríada es lo que el nuevo entorno urbano ha sacado de los descubrimientos de Harvey" (390).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas. México: Fondo de Cultura Económica.
Sennett, R. (1994). Carne y Piedra: El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza.


La muralla enterrada (La ciudad imaginaria de Santiago de Chile)
Ensayos sobre literatura urbana e identidad
Fragmento, primer capítulo
Carlos Franz

 

Carlos Franz Thorud (Ginebra, 3 de marzo de 1959) es un escritor chileno.

Hijo del diplomático Carlos Franz Núñez y la actriz de teatro Miriam Thorud Oliva, Carlos Franz nació en Ginebra, donde su padre se encontraba destinado. A los once años, luego de vivir en Argentina, llegó a residir en Chile. Franz estudió Derecho en la Universidad de Chile (1976-1981) y se recibió de abogado en 1983, carrera que abandonó cuatro años más tarde para dedicarse a la literatura.
Ha publicado las novelas Santiago Cero (1990; Premio latinoamericano de novela CICLA, en 1988); El lugar donde estuvo el Paraíso (1996) —llevada al cine en 2002 por el español Gerardo Herrero con la actuación del argentino Federico Luppi en el papel principal—;​ El desierto (2005; Premio Internacional de Novela del diario La Nación de Buenos Aires); y Almuerzo de vampiros (2007; Premio Consejo Nacional del Libro de Chile). En 2016 Si te vieras con mis ojos (2015) ganó el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa.
Esa última novela también ganó el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile en 2015 y fue escogida como Libro del Año por el Diario El Mercurio en 2016.
Algunas de las novelas anteriores han sido traducidas a diversos idiomas: inglés, alemán, francés, italiano, holandés, portugués, finés, polaco, rumano y chino. Asimismo, Si te vieras con mis ojos será publicada en japonés en 2019.

Además de la novela Franz ha cultivado el cuento y el ensayo. Su recopilación de relatos La prisionera (2008) obtuvo el premio del Consejo Nacional del Libro de Chile, en 2005 y el ensayo La muralla enterrada (2001) —que explora la identidad chilena a partir de la imagen literaria de la capital chilena en más de setenta novelas del siglo xx—, ganó el Municipal de Santiago en 2002.
Carlos Franz es autor de más de 600 crónicas, artículos y ensayos literarios, publicados en algunos de los diarios y revistas más prestigiosos en Hispanoamérica y España.
En 2000 Carlos Franz obtuvo la beca DAAD como artista en residencia en Berlín. Ha sido visiting fellow en la Universidad de Cambridge (2001); Honorary Research Fellow en el King's College de Londres (2002-2004); ha impartido las cátedras Julio Cortázar (Universidad de Guadalajara) y Alfonso Reyes (Monterrey); y ha sido resident fellow en el Bellagio Center de la Fundación Rockefeller (2012), entre otras distinciones.
Franz fue agregado cultural de Chile en España (2006-2010); tiene dedicada una Biblioteca de Autor en la Virtual Cervantes y en 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, donde ocupa el sillón n.º8.

Su obra ha sido elogiada por prestigiosos autores. Así, Mario Vargas Llosa escribió que “en El desierto, Carlos Franz cuenta una historia fascinante que es, al mismo tiempo, un buceo en las profundidades de la crueldad y la compasión humanas, y en la violencia histórica. Escrita y construida con mano maestra, es una de las novelas más originales que haya producido la literatura latinoamericana moderna”.​
Carlos Fuentes se refirió a él como a "una voz nueva, poderosa, creativa y comprometida con la palabra" y sobre Almuerzo de vampiros comentó que "da origen a formas de narrar absolutamente únicas, independientes y creativas".

Vargas Llosa celebró también en el diario El País la novela Si te vieras con mis ojos, afirmando:
"hay en sus páginas un contagioso entusiasmo por contar y vivir en los límites, por mostrar las sorprendentes y formidables derivas que puede tomar la existencia, y la audacia y la alegría con que la pareja de amantes —Carmen y Rugendas— se amoldan a estas situaciones cambiantes y son capaces de explorar los extremos más vertiginosos del amor".
Memoria Chilena lo define como un escritor que «posee un gran manejo estilístico, el que queda puesto al servicio de narraciones generalmente vinculadas al dolor, el destierro y el viaje, así como a una revisión del período de transición a la democracia despojada del tono testimonial que tiñe muchas obras con similar temática».



  Primera parte:

 Entre la muralla y el imbunche.

«...las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler».
José Donoso, El obsceno pájaro de la noche.                
«Los tajamares del Mapocho», óleo de Giovatto Molinelli (1855).


A mediados de la década de los setenta una gran muralla enterrada fue descubierta en mitad de Santiago. Un muro ciclópeo, hundido una decena de metros bajo las avenidas de la ciudad fue apareciendo día a día, durante meses, paralelo a la excavación de la primera línea del tren subterráneo. La maciza obra de ladrillos unidos con argamasa y fundada en piedra de cantera, se extendía por kilómetros siguiendo el curso sinuoso del río Mapocho.
Fue toda una noticia en los diarios sin noticias de aquella época, el verano de 1975. Recuerdo que yo tenía casi 16 años, y me sentía extraviado en esa edad, perdido en Chile, cuando decidí ir a verla. Bajé al profundo socavón un atardecer, poco después que las faenas hubieran terminado. A medida que descendía por el tajo los bocinazos de la ciudad iban alejándose, el perfil de los edificios desapareciendo. Los obreros abandonaban la faena con sus bolsos al hombro, de vuelta a casa. Pronto, en el fondo de la zanja, en la creciente oscuridad del ocaso, sólo quedó la inmensa muralla recortada contra el cielo veraniego que arde un instante sobre Santiago, antes de apagarse en la oscuridad.

Recuerdo mi conmoción, una admiración mezclada de angustia ante el colosal muro rojizo que se perdía de vista en la perspectiva horizontal de la grieta, revenido en varias partes, pero resistiendo todavía sobre sus estribos de granito. Me sentía insignificante ante el tamaño de aquel murallón ciego, amenazado por su rostro acribillado e inescrutable, que en cualquier momento podía terminar de desplomarse sobre mí. Y sin embargo, con toda su maciza amenaza, también me conmovía esa mole enterrada... Me conmovían sus almenas decapitadas, sus espolones cojos, hundidos en el barro de Santiago. Por alguna razón, oscura a mi edad, me daba pena el aspecto frustrado del gigante, su poder contrahecho. ¿Por qué algo tan grande y tan hermoso había sido abandonado y enterrado? ¿Quién había mutilado y escondido eso que pudo ser nuestra fuerza y nuestra belleza? No alcanzaba a entenderlo, y sin embargo...
El aire allí abajo, como suele ser en los pozos, era frío y húmedo. Pero había algo más, algo dulzón y a la vez amargo que me picaba en las narices y me irritaba los ojos, algo que parecía emanar de la pared misma, rascada por las jorobadas palas mecánicas que reposaban cabizbajas en la zanja. Me acerqué al pie del tajamar, atraído por una invencible intuición y lo olí. Hundí la nariz entre las junturas de los gruesos ladrillos carcomidos por el tiempo. Recuerdo haberme estremecido. En algún sitio había leído que en las obras de ciertos muros coloniales se había empleado como argamasa una mezcla que a veces incluía, junto a huevos y cal, sangre de vacunos. Arremolinado por el chiflón, el polvillo de la muralla enterrada subía hacia Santiago, devolviéndole un aroma antiguo que había permanecido allí, sepultado vivo durante siglos. Junto al polvo de arcilla y la cal, una tufarada de sangre seca se elevaba en volutas rojizas desde lo más hondo del pasado de la ciudad.

Las obras terminaron, el tren metropolitano pasó, los trozos de pared que sobrevivieron volvieron a ser tapados. El muro oculto en las bases de nuestra ciudad, había salido a la luz unos meses, había soltado su polen sangriento, y había vuelto a ser sepultado. Han transcurrido 25 años y nunca he podido olvidar ese primer encuentro con la muralla enterrada de Santiago, esa revelación que lentamente, en este cuarto de siglo, ha ido cargándose de sentidos para mí.
Muchos años después, cuando empezaba a interesarme en otros entierros nuestros, entre ellos el de la literatura chilena enterrada por nuestros olvidos, quise leer a José Victorino Lastarria, «padre fundador» de nuestra narrativa. Entre sus obras llamó mi atención la que podría ser la primera novela chilena que merezca ese nombre: El mendigo. La escena inicial ocurre en Santiago, precisamente en el paseo de los tajamares del Mapocho, a mediados del siglo XIX. El protagonista se pasea un día de primavera sobre la gran muralla -entonces erguida en toda su anchura- y describe la vista del río, la cordillera, la naturaleza que rodea la ciudad: «Oh, encantos del Mapocho», exclama románticamente (¡Qué diríamos hoy día...!). Pero cuando se vuelve hacia Santiago para describirnos la urbe que se defiende detrás de esos murallones, su tono cambia, su mirada se ensombrece, encuentra: 
«el aspecto duro i melancólico de una ciudad envejecida, cuyos edificios ruinosos están al desplomarse...».
Allí estaba de nuevo, la muralla enterrada de Santiago. Viva y asomando aun, en nuestras primeras ficciones. La pared orgullosa desde cuya altura podía observarse: de un lado la belleza que nos rodea, y del otro, la «ruina» que estas defensas ocultan y acaso presagian.
En efecto, yo la había visto más de un siglo después, enterrada. Sabía que la ruina llegaría también a ese alto muro mencionado en el libro, condenado por esta tendencia general de nuestras cosas a truncarse antes que durar.
Fue entonces que empecé a entender algo de lo que años atrás me había conmovido ante esa muralla enterrada. Torvo, tullido, desmembrado, todavía escurriendo la sangre seca de sus mutilaciones, el muro me pareció ahora la imagen mayúscula de uno de esos imbunches de nuestra mitología. Uno de esos hombres cuyos orificios han sido cosidos y sus miembros amarrados o cortados para -sin matarlo- reducirlo a la inexpresividad total, a una pura posibilidad de lo que nunca será.
Ni preservada, ni completamente destruida, la muralla había nacido sólo para ser enterrada, sólo para ser «las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler» (como diría a propósito de otros muros José Donoso, en una de las novelas comentadas en estos ensayos). Es decir, aquello que tanto en su proyecto, como en su ruina, estuvo condenado a quedar incompleto. Aquello que los chilenos declaramos duradero y soñamos grande, y que luego, fieles a nuestros atavismos, vamos mutilando y cortando, pero también zurciendo y parchando, hasta reducirlo a la forma nacional favorita, única que no nos agravia con su diferencia: el imbunche.

Así, hundida en su zanja y asomada en sus libros; primero elevada, luego enterrada, finalmente delatada en nuestras ficciones, la gran muralla de Santiago puede erguirse como espectro y semblante de nuestra ciudad, y por ahí, de tantas señas de nuestra identidad...

...Del olvido que niega las enormidades de nuestra historia, y que entierra juntos los aluviones violentos del pasado y las defensas construidas para atajarlos.
...De las barreras que no nos es posible salvar sino tapándolas, escondiéndolas.
...De los muros que debemos levantar contra lo natural -contra nuestra naturaleza-, por carencia o inseguridad de lo cultural.
...De nuestra fatal tendencia al imbunche. Esta inclinación a cortar las alas de lo que se eleva, derribar la grandeza, mutilar lo que sobresale, y enterrar lo que se asoma.

La muralla enterrada, síntoma y símbolo de nuestra identidad «imbunchada», negada por pura vergüenza de ese ícono de lo que podríamos llegar a ser; a no ser por nuestra inconstancia y cobardía.

Santiago; Chile: entre la muralla y el imbunche. Entre la inútil defensa de nuestras debilidades y la mutilación de nuestras posibilidades.
De esos signos leídos en los muros y los libros de Santiago, de esas «lecturas», nacen estos ensayos.

Lecturas que también son deseo, sueño de un desciframiento mayor: leer a Chile. Leerlo desde su capital y desde su imaginación. Leer nuestro país en el cruce de dos de sus señas de identidad más potentes: la primordial huella física de nuestra existencia, nuestra metrópolis; y la principal marca metafísica que hemos dejado en el mundo de los símbolos, nuestra imaginación literaria, nuestras ficciones.
Leer las ficciones de la ciudad imaginaria de Santiago de Chile, también, para ensayar una idea de identidad nacional más fluctuante y movediza. Una que no defina sino que delinee. Una identidad que incluya la alteridad: ecuación inestable entre lo que somos y lo que imaginamos; entre una tradición inventada y un futuro soñado; entre nosotros y ellos.
Las novelas de Santiago propician esa posible identidad nacional inclusiva, asediando nuestra mentira oficial por uno de sus pocos flancos desguarnecidos: la imaginación. La «verdad chilena» rara vez aparece en nuestros discursos, en nuestra historia o en nuestras crónicas; en ellos racionalizamos, «blanqueamos» el muro de contradicciones, ambiciones y miedos que nos protege e inmoviliza, a un tiempo. Una identidad chilena inclusiva de sus diferencias y negaciones, sólo puede traslucirse en los descuidos de nuestro poder, cuando la vigilancia racional se afloja. En el arte, en la embriaguez, en la violencia, en el mito; allí, a veces, decimos la verdad. La novela es todas estas cosas: arte de imaginar, embriaguez de la razón, violencia que le hacemos a la realidad... Mito.

El «desierto» de Santiago

Leer la novela de Santiago puede sacudir, además, el árbol seco de un viejo prejuicio: la proverbial resistencia de la realidad chilena a la imaginación narrativa. Chile se resiste a ser imaginado, inventado, narrado, se dice. Lo que este país admite, a veces, es que se cante su territorio, su paisaje, pero no que se narre su ciudad -que es como decir su sociedad.

El argumento tiene alguna fuerza. «Chile es un país de poetas», nos han enseñado desde el colegio. Y ya que estos grandes poetas habrían cantado, más que nada, sus territorios, exaltado sus lares, de Neruda a Zurita, por mencionar dos voces, el país literario estaría en su geografía, no en sus urbes. Basta recordar los feroces versos de Nicanor Parra:
 «da risa ver a los campesinos de Santiago de Chile/ [...] dando por descontada la existencia de la ciudad y de sus habitantes:/ aunque está demostrado que los habitantes aún no han nacido/ ni nacerán antes de sucumbir/ y Santiago de Chile es un desierto.// Creemos ser un país y la verdad es que somos apenas paisaje».
Paisaje de un desierto... La prueba definitiva sería que Santiago, la principal agrupación humana de Chile, no tendría una novela urbana que valga la pena. No sólo frente al habitual catálogo de comparaciones abusivas: ¿Dónde está el Londres de Dickens, el San Petersburgo de Dostoievsky, el Dublín de Joyce, en Santiago? Sino que también seríamos puro paisaje comparados con nuestro vecino paradigmático, el yunque argentino sobre el que acostumbramos remachar nuestro complejo de inferioridad. A diferencia del Buenos Aires de Marechal, Arlt, y Borges, la capital de Chile habría sido ese desierto de nuestra imaginación y nosotros su espejismo.

Hay que sospechar de estas negaciones nuestras, absolutas; huelen a esa mala memoria -tan parecida a una muralla enterrada-, que parece sernos congénita.
Leer las novelas santiaguinas levanta la costra dura de ese prejuicio y muestra algo de lo que hay abajo. Como aquella muralla enterrada se atisba una ciudad allí al fondo. Una urbe ignorada, terrible en su mayor parte. Un Santiago lleno de furia y dolor, sueños y mitos, corto de esperanzas, largo de decepciones. Un imbunche, en suma. Pero una ciudad nuestra, narrada.
Un Santiago cuya narrativa hemos olvidado, enterrado, por las mismas razones, probablemente, por las cuales destruimos día a día a la ciudad que las inspira. Porque no toleramos la imagen de nosotros mismos que la ciudad y sus ficciones nos devuelven.
Podría objetarse que es la literatura de Santiago la que no ha amado a su ciudad, enajenándose así el sentimiento de sus lectores. ¿Por qué la novela no ha querido mirar la «copia feliz del edén» de nuestro himno -preguntarán algunos-, y en cambio ha acumulado estas imágenes recurrentes de entierro y dolor, muralla e imbunche que habitan el Santiago literario?

Una respuesta fácil, y reduccionista, sería que las limitaciones físicas de la ciudad han determinado esta imaginería. Hay que descreer de estas reducciones: la literatura, aun la más realista, no le toma dictado a la realidad. Siempre es un precipitado síquico, filtrado por nuestras obsesiones profundas.
Sospechemos, más bien, que si Santiago es cifra de Chile, de lo que le hemos hecho a Chile, Santiago es cifra de nosotros mismos. Si los escritores no han amado a Santiago, es porque nosotros no nos amamos. Si a sus autores los ha espantado la muralla enterrada y el rostro de imbunche de la ciudad, es porque la muralla y el imbunche son los rostros que vemos cuando nos miramos en el espejo de nuestras pesadillas. Y por eso evitamos el espejo, cerramos los libros.
Reflejo enturbiado por nuestra propia mirada, rostro joven y viejo, que ya ha perdido la carita de inocencia y aún no alcanza la dignidad cultural de la máscara, el Santiago literario es como somos. Feo y tierno, apocado y arribista, duro con los débiles, blando con los poderosos, íntimo en sus escondites, exhibicionista en sus alardes. Aparentemente abierto, y secretamente amurallado, recosido en los pliegues de sus inseguridades atávicas.
La novela chilena, durante más de un siglo, ha presentado ese nudo de contradicciones que es Santiago. Y al hacerlo ha desenterrado algo de esa misteriosa muralla imbunchada de nuestra identidad. Probablemente nada, ni nadie, lo ha hecho de modo más intenso y por lo tanto más vivo, y en consecuencia con mayor poder revelador.
Paradoja, misterio de la urbe que nos hace suyos a pesar del resentimiento que nos inspira, es posible que los novelistas hayan relatado ese sufrimiento de Santiago, por amor. Porque su misterioso rostro de muralla e imbunche, tapiado y herido, de alguna forma ha de ser besado si queremos reconciliarnos con nosotros mismos.

Un siglo de novelas santiaguinas

Porque intentan leer nuestra narrativa urbana como reflejo de aquella identidad múltiple, estos ensayos prefieren también la multiplicidad de ficciones, a una selección restrictiva. En total, se mencionan o citan en este libro 73 novelas santiaguinas, aparecidas a lo largo de todo un siglo. Entre Juana Lucero, de Augusto D'Halmar, publicada en 1902, hasta La bella y las bestias de Darío Oses, publicada en 1998. O si se prefieren títulos más gráficos de los cambios en la ciudad y en nuestra sociedad: entre Casa grande de Luis Orrego Luco, publicada en 1908, y Una casa vacía de Carlos Cerda, aparecida en 1996.
Es cierto, sólo unas veinte de aquellas setentitantas novelas son las más decisivas en la pintura de este fresco urbano e identitario -y ellas se comentan más que las otras-. No obstante, incluir ese gran número de ficciones se justifica como un intento por diluir las aguas personales de cada autor en el pozo de una imaginación colectiva. Precisamente porque son tantas, es que estas fantasías dejan de ser el rostro de uno, y en ellas podría reflejarse la cara de nosotros.
Escoger el año 1900 como inicio del período también es menos arbitrario de lo que parece. La ciudad, después de las grandes reformas del Intendente Vicuña Mackenna, había alcanzado para esas fechas un perfil que -dentro de nuestra atávica inconstancia- iba a perdurar, por lo menos en algunas líneas básicas. Del mismo modo, la novelística chilena -nacida apenas 40 a 50 años antes- al acercarse al primer centenario había logrado un desarrollo y diversidad manifiestos.

Buscando esos reflejos de identidad entrecruzados en la diversidad que fluye, el comentario de las obras no sigue un criterio cronológico o diacrónico, sino geográfico. Las novelas han sido agrupadas en los barrios o zonas de la ciudad, que aparecen con más frecuencia en ellas. Al reunirlas de ese modo, deliberadamente se pasan por alto los criterios clasificatorios habituales: las escuelas y tendencias estéticas, las taras y glorias de las generaciones. Tampoco se examinan aquí las técnicas narrativas o modos de representación empleados por los autores. Y sólo tangencialmente se comenta la relación de estas obras con sus determinantes sociales o históricas.
La inclusión de estas novelas se propone no por su aceptación o ruptura de un patrón estético, ni como documentos de épocas, sino precisamente en aquello que pueda trascender a sus estéticas y épocas, expresando un espíritu de la ciudad y entonces, tal vez, de nuestra diversa identidad.

El espíritu de los barrios

Los ensayos de este libro hablan de un Santiago imaginario, dividido en siete áreas o barrios, más o menos correspondientes con zonas de la ciudad real. Esta correspondencia es más de carácter metafórico que geográfico. Más que retratar calles, esquinas, plazas pobladas de niños o avenidas fatigadas por el trabajo humano, lo que hacen estas novelas urbanas es domiciliar los sueños de sus habitantes, radicar las imágenes de sus dramas, y así insinuar un espíritu de estos barrios.
Al sugerir el alma de los barrios, estas novelas también pueden expresar zonas de nuestra identidad colectiva. Nos cuentan maneras que tenemos de convivir, comerciar, integrar o aislar al otro; delatan nuestras actitudes frente a la locura y la muerte; denuncian la violencia de nuestro poder; develan las estrategias de nuestros deseos; cantan nostalgias de un pasado mítico; evidencian la fuga sin destino hacia nuestras utopías.
Cada barrio de esta ciudad ficcional se presenta asociado a una imagen tomada de sus novelas que sugiera, simbólicamente, ese espíritu.

La Chimba, al norte del río, es nuestro «otro lado». Desde su origen como barrio de indios en la Colonia, allá hemos puesto lo que el Centro niega: la muerte y la locura, los cementerios y el hospital siquiátrico. Pero La Chimba también es el vientre de la ciudad, la Vega, su fiesta nocturna en Bellavista. En esta amalgama de pulsiones primarias -entre el inconsciente y el vientre-, reaparece uno de los símbolos más poderosos de Santiago: el imbunche. Al negar la muerte y la locura, cortamos las alas de nuestra creatividad -de nuestra ciudad-; cosemos el imbunche de Chile.

El Centro de la ciudad, sede de nuestro poder político y económico, se identifica simbólicamente con la ciudadela amurallada. El lugar de nuestra fundación representa, a un tiempo, nuestra razón cautelada y nuestro corazón defendido; ambos encastillados tras invisibles pero efectivas defensas, sugerentes de otras tantas inseguridades que nos asedian.

El barrio Estación Central es, desde sus novelas, el arquetipo de todas las zonas «rojas» de Santiago, las urbanas y las mentales. El área prohibida que acucia el deseo, escondiéndose tras el umbral de la ciudad. Su poder de excitación es directamente proporcional a la hipocresía de una legalidad que necesita, desea, la trasgresión que se le hace. Para sus personajes, el deseo de lo prohibido surge como rebelión instintiva contra la violencia de lo permitido. Y como alivio personal de un orden social intocable. Si el chileno es un pueblo manso y ordenado, como lo quieren nuestros mitos, el suyo es el orden de los burdeles, donde se negocia el desahogo.

El barrio Matadero, en la zona de la calle Franklin, sintetiza la pobreza de Santiago. Su unidad de espacio es el conventillo, que anticipa todas las demás formas de habitar marginalmente la ciudad -la sociedad-: la callampa, la población, el campamento. El antiguo rito del barrio, el sacrificio de animales, continúa simbólicamente dondequiera se practique el holocausto de las vidas humanas sacrificadas a la miseria. Frente a ese sacrificio, el temperamento de sus personajes se expresa en la «ternura del matadero». Violencia a menudo autodestructiva que es el único, y en el fondo entrañable, acto de apropiación del mundo reservado a estos personajes marginales.

El Zoco metaforiza, a partir del comercio minorista de la calle San Diego, a todos los mercados de Santiago. Representa la brutal preeminencia que tiene entre nosotros la necesidad sobre la civilidad -ya sea política o cultural-. La preponderancia, en un país introvertido, del interés por sobre la curiosidad, de la negociación por encima de la conversación. Pero también, paradójicamente, el Zoco simboliza la fluidez, el intercambio, el espacio en el que una sociedad segmentada física y sicológicamente se ve, sin embargo, obligada a encontrarse.

La Ciudad de los Césares, abarca antiguos espacios de la ciudad marcados por su condición mítica. La Alameda, el cerro Santa Lucía, el Parque O'Higgins -ejemplos de varios otros- inventan y desmienten en el curso del siglo, el mito de una urbe que «alguna vez» habría sido mejor. Como todo mito, este es la secreta expresión de un deseo. Su carácter de paseos públicos, de lugares de encuentro social, habla de la posibilidad siempre deseada, siempre perdida, de una convivencia integrada en una ciudad y sociedad más armónica.

El Jardín, por último, abarca a los barrios altos de la capital. Su concepto es la utopía de un jardín del Paraíso. Un Paraíso doble que es a un tiempo escondite seguro -contra la realidad opresiva de la ciudad convertida en metrópoli populosa- y sueño de una vida distante en lugares remotos. Utopía evidenciada en la distancia y el aislamiento de estos barrios, pero también en la mescolanza nostálgica de los estilos arquitectónicos. Sus habitantes huyen del pasado -antes de que se convierta en tradición-, inventándose un presente donde todo será siempre nuevo, sin vejez ni muerte. El precio de esa inocencia, como en la imagen bíblica, es privarse del conocimiento de la ciudad, de la realidad.

Los lugares de esta ciudad imaginaria de Santiago, al igual que sus novelas, no representan -no podrían representar- un inventario exhaustivo. La ciudad y su imaginación nos exceden, siempre son más amplios que nuestra mirada. No podría ser de otro modo, pues es probable que no haya una sola ciudad bajo nuestros pies, sino tantas como sus habitantes. «El catálogo de formas es inagotable. Hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades continuarán naciendo», dice Italo Calvino6. La potencia de la urbe como tema social y literario, estriba precisamente en lo inagotable y lo inabarcable del fenómeno. Porque no la abarcamos la imaginamos, al imaginarla la habitamos.

*  *  *
Hoy más que nunca, cuando la anónima aldea global parece un hecho, el relato de la ciudad a la que pertenecemos puede ofrecer la diferencia que nos dice quienes somos. Más que eso, explorar, profundizar, habitar imaginariamente nuestra ciudad, como lo hace la novela, puede ser uno de los pocos antídotos contra esa contracción irremediable del mundo miniaturizado por la velocidad, que denuncia, por ejemplo, Paul Virilio.
Esa aldea global de las distancias abolidas y el tiempo instantáneo, lo es porque unos cuantos signos se repiten en todos sitios, de modos parecidos en su escasez. Contra ese encierro virtual, la ciudad particular de cada uno puede ser, de nuevo, el único espacio donde experimentar el vértigo de lo inabarcable, lo sorpresivo, lo distinto. Donde menos lo esperábamos, a la vuelta de nuestra esquina, a la vuelta de una página. En la invariante y la similitud contemporáneas, nuestra ciudad soñada y vivida, real e imaginada, puede hacernos, si sabemos leerla, un regalo precioso. El hallazgo de la diferencia. La terrible belleza que aparece, de pronto, en una muralla enterrada.

SEGUNDA PARTE:

 Santiago de Chile: entre la muralla y el imbunche.


Restos de los tajamares en Providencia


Entre la inútil defensa de nuestras debilidades y la mutilación de nuestras posibilidades.
De esos signos leídos en los muros y los libros de Santiago, de esas «lecturas», nacen estos ensayos. Lecturas que también son deseo, sueño de un desciframiento mayor: leer a Chile. Leerlo desde su capital y desde su imaginación. Leer nuestro país en el cruce de dos de sus señas de identidad más potentes: la primordial huella física de nuestra existencia, nuestra metrópolis; y la principal marca metafísica que hemos dejado en el mundo de los símbolos, nuestra imaginación literaria, nuestras ficciones.
Leer las ficciones de la ciudad imaginaria de Santiago de Chile, también, para ensayar una idea de identidad nacional más fluctuante y movediza. Una que no defina sino que delinee. Una identidad que incluya la alteridad: ecuación inestable entre lo que somos y lo que imaginamos; entre una tradición inventada y un futuro soñado; entre nosotros y ellos.
Las novelas de Santiago propician esa posible identidad nacional inclusiva, asediando nuestra mentira oficial por uno de sus pocos flancos desguarnecidos: la imaginación.
La verdad chilena rara vez aparece en nuestros discursos, en nuestra historia o en nuestras crónicas; en ellos racionalizamos, blanqueamos el muro de contradicciones, ambiciones y miedos que nos protege e inmoviliza, a un tiempo.
Una identidad chilena inclusiva de sus diferencias y negaciones, sólo puede traslucirse en los descuidos de nuestro poder, cuando la vigilancia racional se afloja. En el arte, en la embriaguez, en la violencia, en el mito; allí, a veces, decimos la verdad. La novela es todas estas cosas: arte de imaginar, embriaguez de la razón, violencia que le hacemos a la realidad. Mito.


TERCERA PARTE: 

  El «desierto» de Santiago.


Leer la novela de Santiago puede sacudir, además, el árbol seco de un viejo prejuicio: la proverbial resistencia de la realidad chilena a la imaginación narrativa. Chile se resiste a ser imaginado, inventado, narrado, se dice. Lo que este país admite, a veces, es que se cante su territorio, su paisaje, pero no que se narre su ciudad - que es como decir su sociedad -.
El argumento tiene alguna fuerza. «Chile es un país de poetas», nos han enseñado desde el colegio. Y ya que estos grandes poetas habrían cantado, más que nada, sus territorios, exaltado sus lares, de Neruda a Zurita, por mencionar dos voces, el país literario estaría en su geografía, no en sus urbes. Basta recordar los feroces versos de Nicanor Parra:
da risa ver a los campesinos de Santiago de Chile... dando por descontada la existencia de la ciudad y de sus habitantes:
aunque está demostrado que los habitantes aún no han nacido,
ni nacerán antes de sucumbir...
Creemos ser un país y la verdad es que somos apenas paisaje.
Paisaje de un desierto... La prueba definitiva sería que Santiago, la principal agrupación humana de Chile, no tendría una novela urbana que valga la pena. No sólo frente al habitual catálogo de comparaciones abusivas: 
¿Dónde está el Londres de Dickens, el San Petersburgo de Dostoievsky, el Dublín de Joyce, en Santiago? 
Sino que también seríamos puro paisaje comparados con nuestro vecino paradigmático, el yunque argentino sobre el que acostumbramos remachar nuestro complejo de inferioridad. A diferencia del Buenos Aires de Marechal, Arlt y Borges, la capital de Chile habría sido ese desierto de nuestra imaginación y nosotros su espejismo.
Hay que sospechar de estas negaciones nuestras, absolutas; huelen a esa mala memoria - tan parecida a una muralla enterrada -, que parece sernos congénita.
Leer las novelas santiaguinas levanta la costra dura de ese prejuicio y muestra algo de lo que hay abajo. Como aquella muralla enterrada se atisba una ciudad allí al fondo. Una urbe ignorada, terrible en su mayor parte. Un Santiago lleno de furia y dolor, sueños y mitos, corto de esperanzas, largo de decepciones. Un imbunche, en suma. Pero una ciudad nuestra, narrada.

Un Santiago cuya narrativa hemos olvidado, enterrado, por las mismas razones, probablemente, por las cuales destruimos día a día a la ciudad que las inspira. Porque no toleramos la imagen de nosotros mismos, que la ciudad y sus ficciones nos devuelven.
Podría objetarse que es la literatura de Santiago la que no ha amado a su ciudad, enajenándose así el sentimiento de sus lectores.
¿Por qué la novela no ha querido mirar la «copia feliz del edén» de nuestro himno - preguntarán algunos - y en cambio ha acumulado estas imágenes recurrentes de entierro y dolor, muralla e imbunche que habitan el Santiago literario?

Una respuesta fácil, y reduccionista, sería que las limitaciones físicas de la ciudad han determinado esta imaginería. Hay que descreer de estas reducciones: la literatura, aun la más realista, no le toma dictado a la realidad. Siempre es un precipitado síquico, filtrado por nuestras obsesiones profundas.
Sospechemos, más bien, que si Santiago es cifra de Chile, de lo que le hemos hecho a Chile, Santiago es cifra de nosotros mismos. Si los escritores no han amado a Santiago, es porque nosotros no nos amamos. Si a sus autores los ha espantado la muralla enterrada y el rostro de imbunche de la ciudad, es porque la muralla y el imbunche son los rostros que vemos cuando nos miramos en el espejo de nuestras pesadillas. Y por eso evitamos el espejo, cerramos los libros.

Reflejo enturbiado por nuestra propia mirada, rostro joven y viejo, que ya ha perdido la carita de inocencia y aún no alcanza la dignidad cultural de la máscara, el Santiago literario es como somos. Feo y tierno, apocado y arribista, duro con los débiles, blando con los poderosos, íntimo en sus escondites, exhibicionista en sus alardes. Aparentemente abierto, y secretamente amurallado, recosido en los pliegues de sus inseguridades atávicas.
La novela chilena, durante más de un siglo, ha presentado ese nudo de contradicciones que es Santiago. Y al hacerlo ha desenterrado algo de esa misteriosa muralla imbunchada de nuestra identidad. Probablemente nada, ni nadie, lo ha hecho de modo más intenso y por lo tanto más vivo, y en consecuencia con mayor poder revelador.
Paradoja, misterio de la urbe que nos hace suyos a pesar del resentimiento que nos inspira, es posible que los novelistas hayan relatado ese sufrimiento de Santiago, por amor. Porque su misterioso rostro de muralla e imbunche, tapiado y herido, de alguna forma ha de ser besado si queremos reconciliarnos con nosotros mismos.

  CUARTA PARTE:

El espíritu de los barrios.

Los ensayos de este libro, La Muralla Enterrada,  hablan de un Santiago imaginario, dividido en siete áreas o barrios, más o menos correspondientes con zonas de la ciudad real. Esta correspondencia es más de carácter metafórico que geográfico. Más que retratar calles, esquinas, plazas pobladas de niños o avenidas fatigadas por el trabajo humano, lo que hacen estas novelas urbanas es domiciliar los sueños de sus habitantes, radicar las imágenes de sus dramas y así insinuar un espíritu de estos barrios.
Al sugerir el alma de los barrios, estas novelas también pueden expresar zonas de nuestra identidad colectiva. Nos cuentan maneras que tenemos de convivir, comerciar, integrar o aislar al otro; delatan nuestras actitudes frente a la locura y la muerte; denuncian la violencia de nuestro poder; develan las estrategias de nuestros deseos; cantan nostalgias de un pasado mítico; evidencian la fuga sin destino hacia nuestras utopías.
Cada barrio de esta ciudad ficcional se presenta asociado a una imagen tomada de sus novelas que sugiera, simbólicamente, ese espíritu.

LA CHIMBA, al norte del río, es nuestro «otro lado». Desde su origen como barrio de indios en la Colonia, allá hemos puesto lo que el Centro niega: la muerte y la locura, los cementerios y el hospital siquiátrico. Pero La Chimba también es el vientre de la ciudad, la Vega, su fiesta nocturna en Bellavista. En esta amalgama de pulsiones primarias - entre el inconsciente y el vientre -, reaparece uno de los símbolos más poderosos de Santiago: el Imbunche. Al negar la muerte y la locura, cortamos las alas de nuestra creatividad - de nuestra ciudad - cosemos el imbunche de Chile.

EL CENTRO de la ciudad, sede de nuestro poder político y económico, se identifica simbólicamente con la ciudadela amurallada. El lugar de nuestra fundación representa, a un tiempo, nuestra razón cautelada y nuestro corazón defendido; ambos encastillados tras invisibles pero efectivas defensas, sugerentes de otras tantas inseguridades que nos asedian.
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EL BARRIO ESTACION CENTRAL es, desde sus novelas, el arquetipo de todas las zonas "rojas" de Santiago, las urbanas y las mentales. El área prohibida que acucia el deseo, escondiéndose tras el umbral de la ciudad. Su poder de excitación es directamente proporcional a la hipocresía de una legalidad que necesita, desea, la trasgresión que se le hace. Para sus personajes, el deseo de lo prohibido surge como rebelión instintiva contra la violencia de lo permitido. Y como alivio personal de un orden social intocable. Si el chileno es un pueblo manso y ordenado, como lo quieren nuestros mitos, el suyo es el orden de los burdeles, donde se negocia el desahogo.

EL BARRIO MATADERO, en la zona de la calle Franklin, sintetiza la pobreza de Santiago. Su unidad de espacio es el conventillo, que anticipa todas las demás formas de habitar marginalmente la ciudad - la sociedad -: la callampa, la población, el campamento.
El antiguo rito del barrio, el sacrificio de animales, continúa simbólicamente dondequiera se practique el holocausto de las vidas humanas sacrificadas a la miseria. Frente a ese sacrificio, el temperamento de sus personajes se expresa en la ternura del matadero. Violencia a menudo autodestructiva que es el único, y en el fondo entrañable, acto de apropiación del mundo reservado a estos personajes marginales.

EL ZOCO metaforiza, a partir del comercio minorista de la calle San Diego, a todos los mercados de Santiago. Representa la brutal preeminencia que tiene entre nosotros la necesidad sobre la civilidad - ya sea política o cultural- . La preponderancia, en un país introvertido, del interés por sobre la curiosidad, de la negociación por encima de la conversación. 
Pero también, paradójicamente, el Zoco simboliza la fluidez, el intercambio, el espacio en el que una sociedad segmentada física y sicológicamente se ve, sin embargo, obligada a encontrarse.

LA CIUDAD DE LOS CÉSARES abarca antiguos espacios de la ciudad marcados por su condición mítica. La Alameda, el Cerro Santa Lucía, el Parque O'Higgins - ejemplos de varios otros - inventan y desmienten en el curso del siglo, el mito de una urbe que «alguna vez» habría sido mejor. Como todo mito, este es la secreta expresión de un deseo. Su carácter de paseos públicos, de lugares de encuentro social, habla de la posibilidad siempre deseada, siempre perdida, de una convivencia integrada en una ciudad y sociedad más armónica.

EL JARDIN, por último, abarca a los barrios altos de la capital. Su concepto es la utopía de un Jardín del Paraíso. Un Paraíso doble que es a un tiempo escondite seguro - contra la realidad opresiva de la ciudad convertida en metrópoli populosa - y sueño de una vida distante en lugares remotos. Utopía evidenciada en la distancia y el aislamiento de estos barrios, pero también en la mescolanza nostálgica de los estilos arquitectónicos. Sus habitantes huyen del pasado - antes de que se convierta en tradición - inventándose un presente donde todo será siempre nuevo, sin vejez ni muerte. El precio de esa inocencia, como en la imagen bíblica, es privarse del conocimiento de la ciudad, de la realidad.
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Los lugares de esta ciudad imaginaria de Santiago, al igual que sus novelas, no representan - no podrían representar- un inventario exhaustivo.
La ciudad y su imaginación nos exceden, siempre son más amplios que nuestra mirada.
No podría ser de otro modo, pues es probable que no haya una sola ciudad bajo nuestros pies, sino tantas como sus habitantes. «El catálogo de formas es inagotable. Hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades continuarán naciendo», dice Italo Calvino.  
La potencia de la urbe como tema social y literario, estriba precisamente en lo inagotable y lo inabarcable del fenómeno. Porque no la abarcamos la imaginamos, al imaginarla la habitamos.
El relato de la ciudad a la que pertenecemos puede ofrecer la diferencia que nos dice quienes somos. Más que eso, explorar, profundizar, habitar imaginariamente nuestra ciudad, como lo hace la novela, puede ser uno de los pocos antídotos contra esa contracción irremediable del mundo miniaturizado por la velocidad.
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La ciudad particular de cada uno puede ser, de nuevo, el único espacio donde experimentar el vértigo de lo inabarcable, lo sorpresivo, lo distinto. Donde menos lo esperábamos, a la vuelta de nuestra esquina, a la vuelta de una página. En la invariante y la similitud contemporáneas, nuestra ciudad soñada y vivida, real e imaginada, puede hacernos, si sabemos leerla, un regalo precioso. El hallazgo de la diferencia. La terrible belleza que aparece, de pronto, en una muralla enterrada.

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