Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas ; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo; Soledad García Nannig;Francia Marisol Candia Troncoso; Maria Francisca Palacio Hermosilla;
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Hace exactamente veinte años que navego con una biblioteca a bordo. Porque una biblioteca personal, como saben ustedes, no es un lugar donde se colocan libros, sino un territorio en el que uno vive rodeado de inmediatez y de posibilidades. Hay libros que están ahí, sin leerse todavía, aguardando pacientes su momento, y otros que ya leíste y a cuyas páginas conocidas retornas en busca de memoria, de utilidad, incluso de consuelo. A medida que envejeces, el número de esa segunda clase de libros, los viejos amigos y conocidos, aumenta respecto a los que aguardan turno; aunque siempre existe la melancólica certeza de que, por mucho que vivas, nunca acabarás de leerlos todos; que la vida tiene límites, que siempre habrá libros de los que te acompañan que apenas abrirás nunca, y que un día, tanto ellos como los ya leídos caerán en manos de otros lectores: amueblarán otras vidas. Parece algo triste, pero en realidad no lo es. Porque tales son las reglas. En cierto modo, más que una vida de lecturas, una biblioteca es un proyecto de vida que nunca llegará a culminarse del todo. Eso es lo triste, y lo fascinante. Un velero no siempre deja tiempo para la lectura. A menudo estás atento a la maniobra, al estado de la mar, a la recha en el horizonte, al tráfico de los malditos mercantes que te vienen encima. Pero siempre hay ratos de calma: días tranquilos con marejadilla y quince nudos de viento, con todo el trapo arriba, o fondeos apacibles en lugares sin algas, donde cuarenta metros de cadena permiten dormir algo más tranquilo. Ahí es donde los libros se vuelven compañía perfecta, al sol o a la sombra en verano, abajo en la camareta en invierno, a veces de noche, a la luz de una lámpara, mientras arriba, en la bañera, alguien te releva cuatro horas en la guardia y oyes el vago rumor del canal 16 en la radio. Durante mucho tiempo, a bordo sólo llevé libros sobre el mar. Es una vieja costumbre. Quizá porque he leído demasiados de ellos, hace un par de años empecé a admitir polizones terrícolas en la biblioteca marinera, donde antes estaban proscritos. Aun así, éstos siguen siendo pocos, y por lo general se relacionan con la novela que estoy escribiendo en cada momento. Lo seguro es que vuelvo una y otra vez a los de siempre, los marinos, releyéndolos a menudo. Hace poco dediqué una temporada a calzarme por enésima vez todas las novelas de Joseph Conrad que tienen el mar y a los marinos por protagonistas, empezando por la Línea de sombra y acabando por el ejemplar de El espejo de mar traducido por Javier Marías que siempre llevo a bordo. En realidad, la biblioteca del barco se reparte en tres zonas. Bajo la mesa de la camareta llevo los derroteros y los libros de señales, faros y mareas, y en las estanterías sobre la entrada al motor van los libros técnicos e históricos, incluidos los dos derroteros de Tofiño -es asombroso cómo aún son útiles para un velero, dos siglos y medio después- y también, lleno de subrayados y notas, el sobado e imprescindible Navegación con mal tiempo, de Adlard Coles. Con ellos, entre otros, el Diccionario marítimo de O'Scanlan, dos obras de Fernández de Navarrete en las que me sumerjo gozoso de vez en cuando (Historia de la Náutica y los cinco magníficos volúmenes de Viajes y descubrimientos de los españoles) y varios clásicos lomos amarillos de Editorial Juventud, entre ellos mis dos favoritos, que también lo fueron de mi padre: Corsarios alemanes en la Primera Guerra Mundial y Corsarios alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Los libros que más se renuevan a bordo son los de la tercera zona, correspondiente a novelas y otros libros de ficción que ocupan estantes y armarios en la camareta. Por ahí han pasado, y regresan de vez en cuando, los 20 volúmenes de la serie Capitán de mar y guerra, de Patrick O'Brian, así como los de Alexander Kent y C. S. Forester -los de la serie Ramage de Dudley Pope, sólo disfrutables por anglosajones cretinos aficionados al tópico, los arrojé hace años por la borda-. También, por supuesto, con amarre fijo en un estante, Moby Dick, de Melville, y la trilogía de Nordhoff y Hall sobre la Bounty. A eso hay que añadir la soberbia novela El cazador de barcos, de Justin Scott, La Cacería, del gran Alejandro Paternain, El enigma de las arenas, de R. E. Childers -una de las más hermosas novelas sobre mar y espionaje que leí nunca-, y la obra maestra sobre la batalla del Atlántico: Mar Cruel, de Nicholas Monsarrat. Cuya magnífica película, aunque sólo puede encontrarse en inglés, regalo a mis amigos cada vez que me la tropiezo. Libros y mar, en resumen. Memoria, aventura, navegación. Y la tierra, bien lejos. Les aseguro que no puedo imaginar combinación más feliz. Situación más perfecta. Un problema técnico Pues aquí estoy como cada día, ganándome el jornal. Dándole a la tecla desde las ocho y media de la mañana, más o menos, tenga o no tenga gana. Al fin y al cabo esto no es un arte sino un oficio: el de contar historias lo mejor que uno puede. Luego, hacia las dos y media, haré una pausa para comer y por la tarde corregiré lo escrito esta mañana, o leeré un rato, seguramente algo relacionado con lo que escribo. Tengo a mi personaje en situación incómoda y rumbo a una cita complicada. Me acosté anoche pensando en la escena a desarrollar hoy, como suelo hacer, y cuando me dormí creía tenerlo claro. Pero ahora compruebo que no, y las quince líneas que llevo escritas me parecen simple relleno. No veo al personaje, ni él a mí. Y además, como a él, me duele la cabeza. Tengo una ventaja. Llevo treinta años escribiendo novelas, y me he visto muchas veces en esta situación. Sé que es cuestión de darle oportunidad a mi estúpido cerebro para que encuentre la solución adecuada. Debo sacar al personaje del hotel Madison de París y llevarlo a Les Halles sobre las doce de una noche de mayo de 1937. Era una ciudad diferente, claro. No había tanto coche, ni tanto turista. Hasta la luz era distinta. Todo lo era. Pero hoy no consigo describir lo que quiero sin caer en clichés. Ésta no es una novela que admita descripciones largas, y sin embargo necesito que el lector sienta lo que el personaje, vea la ciudad con sus ojos. Necesito darle información, pero sólo la imprescindible. Los diálogos que vienen después los tengo claros, funcionarán casi con toda seguridad. Pero me falta llegar ahí. No sé cómo diablos resolver la transición en un párrafo breve, creíble, eficaz. Resumiendo, no soy capaz de escribir cinco o diez buenas líneas. Me levanto –al lugar donde trabajo lo llamo la bodega– y subo a la cocina, procurando no distraerme con la luz hermosa que ilumina el jardín. Allí me tomo un Actrón y un café descafeinado y regreso a la zona de la biblioteca y la mesa de trabajo. Me siento ante el ordenador y lo intento de nuevo, sin resultado. Lo que me sale lo he escrito ya innumerables veces. Son lugares comunes, recursos fáciles. Si aliquando dormitat Homerus, calculen la de veces que dormito yo. Así que blasfemo en arameo, en voz alta y clara, y vuelvo a levantarme. El analgésico empieza a hacer efecto, y al fin se me ocurre lo que debería habérseme ocurrido hace rato. Preguntar a los maestros. A los que saben. Así que subo a la biblioteca y llamo a su puerta. Toc, toc, toc. Maestro Fulano, maestro Mengano. Soy Arturo y tengo un problema. Échenme una mano, por favor. Y ahí están ellos. Serenos y lúcidos como siempre. Ahí está el viejo Conrad, ese maestro leal que envejece conmigo y en el que cada vez que abro uno de sus libros encuentro todavía algo que no había visto antes. También están los compañeros de viaje de esta novela concreta, pues cada una suele tener los suyos. Unos son fijos y otros son ocasionales. Entre los primeros, toqueteo libros de Somerset Maugham, Hemingway, Dos Passos, Ambler. De los segundos, hago incursiones por párrafos subrayados a lápiz en Harold Acton, John Glassco, Maurice Sachs, Julio Camba, Paul Morand. A todos interrogo con la humildad profesional de quien sabe muy bien lo que debe a uno mismo y lo mucho, o casi todo, que debe a otros. Y ellos, siempre generosos, con el afecto de quien se dirige a un alumno que los honra y respeta, sonríen y dicen: ven aquí, chaval. Fíjate en esto. En aquello. Yo tuve ese problema y a mi vez fui a preguntárselo a Dostoievski, y a Galdós, y a Cervantes, y a Virgilio. Prueba a resolverlo de este modo, anda. O de este otro. Y al fin lo veo, o creo verlo. Regreso al teclado del ordenador, extiendo el mapa de Les Guides Bleus de París de 1937, y le aplico una lupa de buen aumento. Después miro un libro de fotos de Robert Doisneau para averiguar si el suelo en esa zona era entonces de adoquines o de asfalto. Y así descubro de pronto lo que mis dedos apresurados aciertan a escribir tras eliminar todo lo escrito antes: «La humedad del río, entre cuyos muelles flotaba una ligera bruma, hacía relucir el asfalto y difuminaba la luz amarilla de las farolas cuando cruzaron el Sena por el Pont Neuf». Eso es todo, pero es suficiente. Esas dos sencillas líneas acaban de resolver el problema que me tuvo casi dos horas bloqueado. Y entonces, seguro, feliz, tras dirigir una mirada cómplice a los amigos que me sonríen desde los estantes de la biblioteca, respiro aliviado y sigo adelante con la novela. |
«Un barco no es una democracia», dice el patrón del velero, pendiente de cada detalle de la navegación
¿Será acaso Galdós el poeta de Madrid? Ese poeta que toda ciudad necesita para existir, para vivir, para verse también.María Zambrano (en 1988)
Galdós, vecino madrileño
Benito Pérez Galdós llegó a Madrid en el tren que le traía desde Alcázar de San Juan, después de un largo viaje desde su Canarias natal. Ocurrió a finales de septiembre de 1862 y el joven aspirante universitario tenía 19 años. Lo recibió «el Madrid isabelino, agradable, atractivo, simpático, de vida fácil, donde, aunque sea inexplicable, se podía vivir sin trabajar».
Recién llegado recaló por poco tiempo en el barrio de Lavapiés, en una pensión de la calle del Olivar; de allí se mudó a un segundo piso del número 3 de la calle de las Fuentes, a otra pensión más céntrica, cercana al Teatro de la Ópera de Madrid, donde se hospedaban sus paisanos Miguel Massieu y Fernando León y Castillo, compañero de colegio en Las Palmas de Gran Canaria, y que ya llevaba en la capital española dos años como estudiante de Derecho. Con el mayor de los León y Castillo acude el recién llegado a la capital española, a la tertulia de canarios que se reunía en el Café Universal de la Puerta del Sol, círculo en el que conoció a Luis Francisco Benítez de Lugo, atractivo personaje tinerfeño, octavo marqués de la Florida y seis años mayor que Galdós.
Otro "domicilio alternativo o lugar de peregrinación" del joven Galdós fue el paraíso del Teatro Real, a cinco minutos de la pensión, una novedad apasionante para el melómano provinciano.
Tras pasar el verano de 1863 visitando a su familia en Las Palmas de Gran Canaria, a su regreso a Madrid para matricularse —con retraso de un mes— en las asignaturas del primer curso de Derecho, Galdós cambió de hospedaje, mudándose a una pensión en la calle del Olivo, entre la Gran Vía y Arenal. El establecimiento, propiedad de Jerónimo Ibarburu y su esposa Melitona Muela, aparecerá más adelante en su novela El doctor Centeno (1883) presentado como "pensión de doña Virginia", donde a lo largo de su obra entrarán y saldrán personajes (como Alejandro Miquis, que morirá en ella).
Sin vocación por sus estudios de Derecho, el joven curioso callejeaba «día y noche los barrios de Madrid, principalmente los populares e históricos, con un deseo casi físico de adueñarse de ellos...»
En ellos se convirtió Galdós en cirujano de barrios, gentes, edificios de la historia cotidiana madrileña de la segunda mitad del siglo xix. Como un personaje apenas entrevisto se lo veía en el Café de Naranjeros, en la plaza de la Cebada, el Café de las columnas (en Sol esquina a Espoz y Mina), el café Imperial (luego Café de Montaña) y el gran hogar que fue para Galdós el viejo Ateneo madrileño, cuando se encontraba en la calle de la Montera núm. 22, como aquel que dice, «a dos minutos» de su nueva casa de huéspedes.
Refugiado con sus compañeros de pensión en la calle del Olivo, vivió Galdós, aún mozo y por tanto impresionable, la sublevación del Cuartel de San Gil la tarde del 16 de junio de 1866, que tras el efímero «gemido de la conciencia nacional, abrumada», dejó sobre las calles del centro de Madrid «los despojos de la hecatombe y el rastro sangriento de la revolución vencida».
El joven idealista de 23 años ("con impulso maquinal que brotaba de lo más hondo de mi ser") dejó a un lado sus veleidades de dramaturgo incipiente y tomando unas cuartillas se lanzó por el largo y estrecho callejón que, sin él saberlo, lo llevaría a la gloria universal; en el encabezado podía leerse: "La Fontana de Oro, novela histórica".
Dos años después de aquella tarde aciaga pero reveladora, se iba a producir otro gran cambio en la vida madrileña de Galdós. Junto con una variopinta representación de familiares más o menos allegados, se instalan todos —los ocho— en el, entonces, número 8 de la calle Serrano, en un amplio y luminoso piso tercero de una de las primeras casas construidas en el barrio de Salamanca, justo frente al solar donde se estaba construyendo la Biblioteca Nacional.17 Allí vivió el colectivo familiar durante seis años, hasta que en octubre de 1876 se trasladó a otro lujoso piso en el número 2 de la plaza de Colón, esquina a la ronda de Santa Bárbara (obra del arquitecto Lorenzo Álvarez Capra), compartido con sus dos hermanas.
Gracias a una colección de letras mercantiles firmadas por Galdós y conservadas por su nieto, Benito Verde Pérez-Galdós,19 se enumeran una serie de domicilios relacionados con Galdós, que no fueron su vivienda habitual familiar, pero en los que de algún modo vivió, trabajó o pasó parte de su tiempo, por motivos comerciales u otros desconocidos aún para los biógrafos —al inicio del siglo xxi—; esas direcciones son: Hortaleza 29 (1881), Fuencarral 53 (1893), Santa Engracia 46 (1894) y San Mateo (1885). También aparece la calle de Hortaleza, como domicilio editorial, en el piso bajo del número 132, oficina conocida como la canariera y considerada el «consulado cultural canario en Madrid».
Desde ella movió sus peones en la gran partida del ajedrez editorial, que Galdós, tan buen escritor como mal empresario, perdió en un jaque final frustrado y litigante, que a punto estuvo de llevarlo a la ruina.
El penúltimo domicilio familiar de Galdós, en un barrio más modesto como era el de Gaztambide, fue una casa en el número 46 de la que fuera paseo de Areneros y a partir de 1903 calle de Alberto Aguilera, casi haciendo esquina con la que luego sería trazada como calle Gaztambide. En el piso principal de esa casa con jardincito, en un barrio entonces apacible, vivió Galdós hasta 1914.
Desde ella se desplazó hasta el Congreso como diputado republicano por Madrid (1906-1914), y en ella fue operado de cataratas en mayo de 1911. Sin salir del barrio, sus años seniles, sin embargo, los pasó en un hotelito de ladrillo rojo del número 7 de la calle Hilarión Eslava, en compañía siempre vigilante de su sobrino o de Pepe, su criado. Queda noticia de que el incansable vecino de Madrid, ya ciego, dio su último paseo en coche por esta ciudad el 22 de agosto de 1919. No volvería a salir de casa. La uremia lo retuvo en cama a partir del 13 de octubre.
Los cafés madrileños, escenarios de sus tertulias.
Cafe Comercial, Glorieta de Bilbao, Madrid, Spain |
De los más de 60 cafés que había en Madrid en su época, Benito Pérez Galdós frecuentó tres: el café Universal, que se encontraba en el actual número 14 de la Puerta del Sol; el café de Fornos -en la esquina de la calle de Alcalá con Virgen de los Peligros; y el café de la Iberia, en la Carrera de San Jerónimo, frente al teatro Reina Victoria. Ya no existe ninguno de ellos, ni quedan trazas que dejen constancia de su existencia en sus respectivas ubicaciones.
Originalmente una fonda para viajeros, el café La Fontana de Oro inspiró la primera novela de Galdós en 1870. |
Los personajes galdosianos también acudían a cafés donde se celebraban tertulias, como el veterano café Comercial, en la glorieta de Bilbao, que aparece en los Episodios Nacionales. Además, estos lugares de encuentro le sirvieron de fuente de inspiración, como es el caso del café La Fontana de Oro, fundado en el siglo XVIII como fonda de viajeros, que inspiró la primera novela de Galdós, publicada en 1870, a la que dio título. Reconvertido en bar irlandés, pero con la decoración del siglo XIX, su visita nos adentra en el Madrid galdosiano.
Biografía de Benito Pérez Galdós.
(Las Palmas de Gran Canaria, 1843 - Madrid, 1920) Novelista, dramaturgo y articulista español, máximo representante (junto con Leopoldo Alas «Clarín») de las corrientes realista y naturalista en la narrativa española. Benito Pérez Galdós nació en el seno de una familia de la clase media de Las Palmas, hijo de un militar. Recibió una educación rígida y religiosa, que no le impidió entrar en contacto, ya desde muy joven, con el liberalismo, doctrina que guió los primeros pasos de su carrera política.
Cursó el bachillerato en su tierra natal, y en 1867 se trasladó a Madrid para estudiar derecho, carrera que abandonó para dedicarse a la labor literaria. En 1870 apareció su primera novela, La sombra, de factura romántica, a la que siguió ese mismo año La fontana de oro, que parece preludiar los Episodios Nacionales.
Dos años más tarde, poco después de la muerte de su padre y mientras trabajaba como articulista para La Nación, Benito Pérez Galdós emprendió la redacción de los Episodios Nacionales, probablemente inspirado en los relatos de guerra de su progenitor, que había participado en la guerra contra Napoleón. El éxito inmediato de la primera serie, que se inicia con la batalla de Trafalgar, lo empujó a continuar con la segunda, que acabó en 1879 con Un faccioso más y algunos frailes menos. En total, veinte novelas enlazadas por las aventuras folletinescas de su protagonista.
Durante este período también escribió novelas como Doña Perfecta (1876) o La familia de León Roch (1878), obra que cierra una etapa literaria señalada por el mismo autor, quien dividió su obra novelada entre «Novelas del primer período» y «Novelas contemporáneas». Este segundo grupo se inicia en 1881, con la publicación de La desheredada. Según confesión del propio escritor, con la lectura de La taberna, de Zola, descubrió el naturalismo, lo cual cambió la manière de sus novelas, que incorporarán a partir de entonces métodos propios del naturalismo, como es la observación científica de la realidad a través, sobre todo, del análisis psicológico, aunque matizado siempre por el sentido del humor.
Bajo esta nueva manière escribió alguna de sus obras más importantes, como Fortunata y Jacinta (1886-1887), Miau (1888) y Tristana (1892). Todas ellas forman un conjunto homogéneo en cuanto a identidad de personajes y recreación de un determinado ambiente: el Madrid de Isabel II y la Restauración, en el que Galdós era una personalidad importante, respetada tanto literaria como políticamente.
En 1886, a petición del presidente del partido liberal, Práxedes Mateo Sagasta, Benito Pérez Galdós fue nombrado diputado de Puerto Rico, cargo que desempeñó (a pesar de su poca predisposición para los actos públicos) hasta 1890, con el fin de la legislatura liberal y, al tiempo, de su colaboración con el partido. También fue éste el momento en que se rompió su relación secreta con Emilia Pardo Bazán e inició una vida en común con una joven de condición modesta, con la que tuvo una hija.
Un año después, coincidiendo con la publicación de una de sus obras más aplaudidas por la crítica, Ángel Guerra, ingresó (tras un primer intento fallido en 1883) en la Real Academia Española. Durante este período escribió algunas novelas más experimentales, en las que, en un intento extremo de realismo, utilizó íntegramente el diálogo, como Realidad (1892), La loca de la casa (1892) y El abuelo (1897), algunas de las cuales adaptó también para la escena. El éxito teatral más importante, sin embargo, lo obtuvo con la representación de Electra (1901), obra polémica que provocó numerosas manifestaciones y protestas por su contenido anticlerical.
Durante los últimos años de su vida se dedicó a la política; en la convocatoria electoral de 1907 fue elegido por la coalición republicano-socialista, cargo que le impidió, debido a la fuerte oposición de los sectores conservadores, obtener el Premio Nobel. Paralelamente a sus actividades políticas, problemas económicos le obligaron a partir de 1898 a continuar los Episodios Nacionales, de los que llegó a escribir tres series más.
uno de los académicos mas importante de ultimos 30 años, un gran escritor español y lengua castellana
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