Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Francia Marisol Candia Troncoso; Maria Francisca Palacio Hermosilla;
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ENTREVISTA A UMBERTO ECO.
- —¿Qué es lo que no sabemos todavía de El nombre de la rosa?
- —Todos piensan que la novela fue escrita en computadora, o que usé máquina de escribir. En realidad, la primera versión fue hecha con lapicera. Pero recuerdo que pasé un año entero sin escribir una sola línea. Leía, hacía dibujos, diagramas, en suma, inventaba un mundo. Dibujé cientos de laberintos y plantas de abadías, basándome en otros dibujos, y en lugares que visitaba.
- —¿Por qué esa exigencia visual?
- —Era una manera de tomarle confianza al ambiente que estaba imaginando. Por ejemplo, necesitaba saber cuánto tardaban dos personajes en ir de un lugar a otro. Y eso definía también la duración de los diálogos que, por otra parte, no estaba tan seguro de poder lograr.
- —Entiendo los lugares, pero ¿por qué dibujar también a los monjes de la abadía?
- —Necesitaba reconocer a mis personajes, mientras los hacía hablar o actuar, de lo contrario no habría sabido qué hacerles decir.
- —Dos años después de la publicación de la novela, usted agrega un apéndice con las - Apostillas al nombre de la rosa- , abandonando así su idea de que una novela camina por su cuenta y el autor debe desinteresarse.
- —Podría responder que en ese momento tenía en mente las explicaciones que Thomas Mann había tratado de dar del Doctor Faustus. Pero la verdad es que habían surgido muchos debates alrededor de la novela. Y en mi apostilla, si se lee con atención, se verá que mis consideraciones son externas al libro.
- —A veces da la sensación de que usted no soporta más la repercusión que tuvo la novela. ¿Se siente asediado?
- —Es fatal sentirse acorralado. Por otro lado, constatar que en torno de El nombre de la rosa se editaron miles de páginas de crítica, centenares de ensayos, libros y textos de monografías —la última me llegó la semana pasada— me hace sentir bastante obligado a pronunciarme sobre algunas cuestiones de poética. Es legítimo que un autor declare cómo trabaja, mientras que la crítica interviene respecto del modo en que se lee un libro.
- —¿El hecho, entonces, de que - El nombre de la rosa- sea una obra "abierta" depende más de los otros que de usted?
- —Depende de la novela y no de lo que digo después. Si bien hago alusión, como en las apostillas, a lo posmoderno, no hay nada que obligue a leer el libro de determinada manera.
- —Llamaba la atención, en esas páginas de explicación, el uso reductivo que usted hacía del término "posmoderno".
- —El hecho es que "posmoderno" es una especie de paraguas que termina por cubrir todo. Fue inventado en arquitectura y después lo usó la literatura. En los Estados Unidos tenía un significado diferente del que encontramos en Francia en los libros de Lyotard. Como ve, es un lío. Si queremos restringir el significado, y yo citaba a John Barth, es necesario ir a la Segunda Intempestiva, donde Nietzsche sostiene que estamos tan cargados de historia que podríamos morirnos a menos que la releamos irónicamente.
- —¿Podría decirse que con - El nombre de la rosa- usted realizó una operación moderna irónica sobre un gran fresco medieval?
- —Digamos, como sucede con otras obras, que mi novela puede tener dos o más niveles de lectura. Si la comienzo diciendo: "Era una noche oscura y tormentosa" el lector ingenuo, que no comprende la referencia a Snoopy, gozará en un nivel elemental, y la cosa puede terminar ahí. Después está el lector de segundo nivel que capta la referencia, la cita, el juego y por lo tanto sabe que se está haciendo, sobre todo, ironía. Llegado a ese punto, podría agregar un tercer nivel, dado que el mes pasado descubrí que la frase es el incipit de una novela de Bulwer-Lytton, el autor de los Ultimos días de Pompeya. Es obvio que también Snoopy estaba probablemente citando.
- —La sutil ironía literaria, hecha de citas, referencias, alusiones es un homenaje a la inteligencia pura. Pero, ¿no existe el riesgo de que la elaboración de la página termine teniendo poca narración y mucha cabeza?
- —No son asuntos míos. Yo puedo ocuparme legítimamente de apostillas, de esta charla, del hecho de que la novela fue escrita en una época en la que se hablaba mucho de dialogismo intertextual y de Bajtin. Si después usted señala que de esa manera muy pocos la leerán, yo le respondo: es cosa del lector, no mía.
- —Es una afirmación muy perentoria.
- —La verdad es que cuando salió El nombre de la rosa fui sometido a una auténtica ducha escocesa. ¿Por qué hizo un libro difícil que nadie entiende? Y yo respondo como el guerrero africano de Hugo Pratt: porque me gusta. ¿Y entonces por qué hizo un libro popular que todos quieren leer? Pongámonos de acuerdo, ¿es difícil o popular?
- —Paradójicamente es ambas cosas.
- —En ese sentido, propondría un planteo interesante: hoy es popular un libro difícil porque está naciendo una generación de lectores que quiere que la desafíen.
- —Es una explicación sociológica.
- —De acuerdo, aunque es mejor que jugar con la idea contradictoria del libro difícil pero popular.
- —A mí me parece una novela que gratifica a las personas. Las hace sentir más cultas de lo que son.
- —No estoy tan seguro. El lector ingenuo que confiesa qué frustración enorme es no haber comprendido las citas en latín, no se siente en absoluto gratificado. O deberíamos llegar a la conclusión de que es un tipo de lector que disfruta sintiéndose estúpido.
- —Digamos que advierte un problema y se lo plantea.
- —Y ese es un modo diferente de reformular mi hipótesis, o sea que hay una categoría de lectores que desea una aventura literaria más exigente. ¿Cómo sobrevivirían, si no, muchos escritores contemporáneos?
- —Tengo la impresión de que usted busca una respuesta a un problema insondable. ¿Qué decreta el éxito de un libro como - El nombre de la rosa- ? Reconocerá que en definitiva tiene algo de misterioso.
- —Es cierto, yo estoy buscando explicaciones. Pero sólo porque usted me lo pide. Si de mí dependiera, prescindiría de eso. Lo que sé y que comprendí es que si El nombre de la rosa hubiera salido diez años antes, tal vez nadie se habría enterado, y si salía diez años después, tal vez habría sido igualmente ignorado.
- —Hay un ejemplo que tenemos ante nuestros ojos hoy: - El Código da Vinci- de Dan Brown. ¿Considera que si hubiera salido en otro momento no habría tenido el mismo éxito?
- —Dudo que, de haber salido estando Paulo VI, El Código da Vinci hubiera interesado a la gente. La explicación del fenómeno que se generó en torno de una novela policial, en definitiva bastante modesta, es que remite quizás a la gran teatralización de los hechos religiosos ocurrida durante el pontificado de Juan Pablo II. En la novela de Dan Brown hubo una inversión teológica de parte de la gente. Digámoslo de esta manera: escribió un libro que salió en el momento justo.
- —Es precisamente la idea de "momento justo" la que tiene algo de insondable.
- —Creo en el Zeitgeist, en ese espíritu del tiempo que permite percibir las cosas y gracias al cual uno recibe incitaciones que se traducen en algo completo y definido. De lo contrario, no podría explicarme por qué precisamente en 1978, y no antes, se me ocurrió hacer El nombre de la rosa. Aunque debo reconocer que ya en tiempos del Gruppo 63 había pensado en escribir una novela.
- —¿Qué forma pensaba darle?
- —Imaginaba un colage de obras salgarianas: la tormenta en Mompracem, un diamante grande como una nuez, las pistolas con la culata llena de arabescos. En suma, una operación irónica sobre la literatura.
- —¿Por qué abandonó la idea?
- —Sentía que no era el momento apropiado y debía dejar reposar la idea.
- —En el fondo, hizo una operación análoga algunos años después con - El nombre de la rosa- . ¿Por qué eligió ese título?
- —Era el último de una lista que incluía entre otros La abadía del delito, Adso de Melk, etcétera. Todos los que leían la lista decían que El nombre de la rosa era el mejor.
- —Es también el cierre de la novela, la cita latina.
- —Que yo inserté para despistar al lector. Pero el lector lo que hizo fue seguir todos los valores simbólicos de la rosa, que son muchísimos.
- —¿Le molesta el exceso de interpretación?
- —No, soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente que su autor. El lector puede encontrar referencias que el autor no había pensado. No creo tener derecho a impedir que se saquen ciertas conclusiones. Pero tengo el derecho de obstaculizar que se saquen otras.
- —Explíquelo un poco mejor.
- —Los que, por ejemplo, en la "rosa" encontraron una referencia al verso de Shakespeare "a rose by any other name", se equivocan. Mi cita significa que las cosas dejan de existir y quedan solamente las palabras. Shakespeare dice exactamente lo opuesto: las palabras no cuentan para nada, la rosa sería una rosa con cualquier nombre.
- —La imagen de la rosa termina la novela. Pero el verdadero problema para un escritor, sobre todo si es debutante, es cómo iniciarla. ¿Con qué disposición mental, con qué dudas se puso frente a la primera página?
- —En un primer momento la idea era escribir una especie de policial. Después, me di cuenta de que mis novelas nunca empezaron a partir de un proyecto, sino de una imagen. Y en la imagen que se me aparecía me recordaba a mí mismo en la Abadía de Santa Escolástica, frente a un atril enorme donde leía las Acta Sanctorum y me divertía como loco. De ahí la idea de imaginar a un benedictino en un monasterio que mientras lee la colección encuadernada del manifesto muere fulminado.
- —Un homenaje irónico a la actualidad.
- —Demasiado actual, y entonces pensé que sería mejor retrotraer todo al medioevo. La idea de que un fraile muriera hojeando un libro envenenado me parecía eficaz.
- —¿Cómo se le ocurrió?
- —Pensaba que era una creación de mi fantasía. Después descubrí que existe ya en las Mil y una noches y que Dumas la había copiado en el ciclo de los Valois. O sea que es un viejo topos literario. Siendo un narrador de citas, me divirtió.
- —Usted al principio mencionaba el - Tratado sobre los venenos- del catalán Mateu Orfila. ¿Realmente pensaba que encontraría allí una respuesta a sus dilemas toxicológicos?
- —Fue un intento, pero el libro resultó inservible. Entonces le pedí ayuda a un amigo mío químico. Le escribí una carta muy detallada. Después le pedí que la tirara, no sea cosa que cualquier día alguien que conozco muera por accidente envenenado del mismo modo, encuentran la carta y me dan treinta años de cárcel.
- —En un primer momento usted no tenía intención de darle - El nombre de la rosa- a Bompiani.
- —Era la editorial en la que había trabajado y publicado todos mis libros. Es evidente que la habrían tomado sin abrirla. Pero en un primer momento pensé entregársela a Franco Maria Ricci. Pensaba en una tirada de mil ejemplares en una encuadernación fina.
- —¿Y en cambio?
- —Corrió el rumor de que Eco había escrito una novela. Primero me llamó por teléfono Giulio Einaudi, después, me parece, Paolini de Mondadori. La tomaban sin discutir. A esa altura ya daba lo mismo que la publicara con mi editor.
- —En Francia la novela salió en Grasset, después de haber sido rechazada por Seuil. ¿A qué se debió el rechazo?
- —Seuil había publicado Opera aperta. Francois Wahl, que era el director editorial, me pidió el manuscrito. Debió pensar que no soy precisamente un desconocido. El hecho es que recibí una carta en la que me escribía: "Estimado Umberto, la novela es interesante, pero la ballena es demasiado grande para hacerla caminar". Grasset tomó el libro y con Wahl seguimos siendo amigos.
- —Para ser una novela de nicho no está mal. - El nombre de la rosa- se publicó en 35 países. ¿Qué sensación le da saberse consagrado a nivel internacional?
- —Más que la fama, que de todas maneras no hace mal, mi gratifican las cartas de los lectores. Y desde ese punto de vista, Estados Unidos fue una verdadera sorpresa. Me escribían no solamente de San Francisco o Nueva York sino del Midwest. Uno escribió diciendo que el solo hecho de haber nombrado a Eckhart, el gran místico, le traía a la memoria un antepasado suyo europeo con el mismo nombre. Para muchos de ellos, era una manera de conocer sus propios orígenes.
- —Es gracioso. Sale con la idea de hacer una novela de mil ejemplares y llega a vender millones. Pero el éxito puso a la crítica en su contra.
- —Se llegó al punto cómico en que un crítico que había reseñado el libro enseguida y a favor, posteriormente tomó distancia.
- —Usted salía de la experiencia del vanguardista Gruppo 63. No creo que los integrantes recibieran muy bien su novela. Sanguineti dijo que su sonrisa franciscana le recordaba la sonrisa de la acción católica.
- —Si es por eso, también Manganelli expresó reservas similares sobre la novela. A propósito de la sonrisa, recuerdo que en esa época yo decía que antes de morir quería escribir un libro fundamental de estética de la risa que intentaría de todas las maneras posibles no publicar. Así después de mi muerte se harían muchas tesis de graduación sobre ese libro fantasma.
- —¿Lo que volveremos a encontrar en la novela es la idea del capítulo desaparecido de la - Poética- de Aristóteles?
- —De alguna manera.
- —Volvamos a la crítica. No lo veo afectado por el distanciamiento del Gruppo 63.
- —Mi opinión es que si no hubiera existido el Gruppo 63 yo no habría escrito El nombre de la rosa. Y si de todos modos hubiera escrito una novela, la habría escrito probablemente como Carlo Cassola. O, si me iba bien, como el primer Calvino. Al Gruppo 63 le debo la propensión a la aventura otra, al gusto por las citas y al colage. Con una diferencia: ellos eran minimalistas. Mientras que yo he tratado de impulsar la literatura a una dimensión maximalista. Nos unía, en todo caso, el mismo gusto.
- —Con "maximalismo" ¿se refiere a su propensión al gusto por la deformación paródica?
- —¿Qué es, por ejemplo, Diario mínimo si no un juego literario de pastiches y deformaciones? Forma parte de mi clave, no sabría hacer otras cosas. Nunca habría podido escribir El molino del Po. Me siento más cómodo con Palazzeschi que con Bacchelli. Siempre he sido un escritor paródico.
- —Tal vez por eso la crítica nunca lo quiso. ¿Qué fiabilidad tiene un crítico? Se lo pregunto porque en el fondo usted también, en cierto modo, es de la partida.
- —No soy un crítico. Analizo libros para poner a prueba teorías literarias, no para decir si son buenos o malos. No es que la crítica no me haya querido nunca, hay reseñas y ensayos que me han dado muchísimo placer. Pero es que sobre mí he leído de todo. Y mire que soy lo bastante equilibrado como para escandalizarme también por una reseña que es positiva por las razones equivocadas.
- —¿Cómo reacciona a una crítica negativa?
- —No me hago ningún drama. Cuando me doy cuenta de que se puede decir lo contrario de todo, entonces llego a la conclusión de que la crítica es una simple reacción de gusto.
- —¿Cómo hace, siendo un intelectual que ama las reglas y la claridad, para tener una gran curiosidad por lo deforme, lo monstruoso, lo irracional?
- —Me viene a la mente la comedia de Govi Colpi di timone. Haciendo girar el timón se zigzaguea. Zigzaguear es viajar contra el viento: un poco hacia un lado otro poco hacia el otro. Considero que la poética del zigzagueo forma parte de mi actividad intelectual. Puedo escribir un ensayo sobre Tomás de Aquino y acto seguido una parodia sobre el mismo tema. Justamente como girar el timón. Zigzagueo para no tomarme demasiado en serio lo que hago. Dicho esto, ¿le haría una pregunta así a Rabelais? Le preguntaría: "¿Por qué te gusta lo deforme?" El respondería: "Porque soy Rabelais". Mientras que al pobre Tasso nadie le haría semejante pregunta.
- —Se nace escritor teniendo dentro cierta idea del mundo. Usted escribió cinco novelas. - El nombre de la rosa- vendió en Italia 5 millones de ejemplares; - El péndulo de Foucault- , 2 millones, después un millón y medio las otras dos; por último, 500 mil ejemplares con - La misteriosa llama de la Reina Loana- . Que su mayor éxito haya sido la novela inicial, ¿qué le hace pensar?
- —Hay autores afortunados que alcanzan el pico de ventas al final de su vida y autores desgraciados que lo alcanzan al comienzo. Cuando se vende tanto al comienzo, después por más que escriba La Divina Comedia nunca más se alcanzan esas cifras.
- —¿Considera como una especie de condena el hecho de que, haga lo que haga, se volverá siempre indefectiblemente a - El nombre de la rosa- ?
- —Lo es sin ninguna duda. Pero también es una ley de la sociología del gusto, o mejor dicho, de la sociología de la fama. Si uno se hace famoso por haber matado a Billy de Kid, cualquier cosa que haga después —desde llegar a ser presidente de Estados Unidos, hasta descubrir la penicilina— a los ojos de la gente seguirá siendo siempre "el que mató a Billy de Kid".
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Umberto Eco: una sociedad sin memoria.
Entrevista inédita en español
El filósofo, ensayista, narrador y semiólogo Umberto Eco (Alessandria, 1932-2016) es uno de los escritores italianos más destacados después de la mitad del siglo XX, autor, entre otros títulos, de las novelas ‘El nombre de la rosa’ y ‘El péndulo de Foucault’, así como de los ensayos ‘Obra abierta’ y ‘Apocalípticos e integrados’.
La presente entrevista, hasta ahora inédita en español, ocurrió en 2015, dentro del marco de la Bienal de Arte de Venecia.
En ella, el célebre narrador aborda, desde diferentes ángulos y temas, la grave crisis de la memoria –tanto pública como privada– que afronta la sociedad actual.
– Me gustaría iniciar con una pregunta sobre la memoria. Unos meses antes de publicar su último ensayo, “El fin de la cultura”, Eric Hobsbawm me insistió que “protestara contra el olvido”. Añadió que en la era digital –en la que cada vez hay más información– la memoria es necesaria, porque la amnesia está en el corazón de este progreso. Usted habló de tres tipos de memoria: orgánica, mineral y vegetal. Quisiera pedirle que las explicara.
–Fue un juego para dar título a uno de mis libros. La memoria vegetal pertenece a los libros. La memoria orgánica es la de nuestro cerebro. Y luego está la memoria mineral, la del silicio: la memoria electrónica. En este caso, la mía era una polémica en defensa del libro cuando se comenzaba a hablar de la desaparición del papel impreso. Pero el problema de la memoria –que hoy parece especialmente preocupante– ya había sido anticipado en los años cincuenta por Isaac Asimov, el gran narrador de literatura fantástica, que imaginó una sociedad completamente dominada por las computadoras.
En un relato titulado “La sensación de poder” narra que, durante un suceso bélico, un blackout congela todas las computadoras, y unos agentes de espionaje consiguen localizar a la única persona en el mundo que todavía sabe de memoria las tablas de multiplicar.
Esta persona fue inmediatamente capturada por el Pentágono, porque era la única que podía permitir que la guerra continuara y los enemigos fueran derrotados. Se trata de un texto profético. La gente ya no puede realizar cálculos mentalmente, porque está acostumbrada a pulsar un botón, y esto acabará por atrofiar el órgano de la memoria entre los más jóvenes. Es algo que se puede constatar a cada momento.
Mis colegas me dicen que a estas alturas los estudiantes de la última generación, después de tomar media hora de clase, ya no pueden recordar lo que se comentó a menos que hayan tomado nota: ya no recuerdan nada. Hace algún tiempo, en una carta a un sobrino imaginario, entre los consejos que le daba para afrontar el futuro estaba el que también le daría a una persona mayor para evitar el Alzheimer: aprenderse un poema de memoria todos los días para mantener en buena forma este órgano fundamental.
Memoria semántica, memoria episódica.
–También está la memoria afectiva, que me lleva a uno de sus libros que más prefiero, La misteriosa llama de la reina Loana, que igualmente aborda el tema de la memoria y su pérdida. ¿Podría hablarme de cómo nació este libro?
–Siempre me había fascinado el título de una historieta que leí de niño, La misteriosa llama de la reina Loana. Por cierto, es una historieta estadunidense de Lyman Young, pero no se llama de ese mismo modo en la edición original; fue la editorial italiana la que inventó ese título. De ahí nació la idea de hacer un libro que me permitiría repasar todos los recuerdos de mi niñez: los ejemplares de historietas, los discos, los libros… Todos los objetos que tenía en casa, porque más tarde pasé a la edad adulta tratando de rescatar las cosas de la infancia que había perdido.
Recuperé todos los libros del colegio que habían acabado quién sabe dónde. En ese momento comencé a plantearme el problema de la memoria, porque el protagonista del libro es víctima de la amnesia. Después de investigar un poco, me di cuenta de que hay dos tipos de memoria: una es la memoria semántica, que se refiere a las nociones que tenemos sobre el universo, y la otra es la memoria episódica, que concierne a nuestra vida personal. Ahora bien, se han documentado casos de personas que conservaron su memoria semántica y perdieron la episódica. Sabían quién era Napoleón pero no quién era su madre. Sobre esta base mínima emprendí los primeros capítulos con el personaje que pierde la memoria, y se los envié a una amiga que trabaja este tipo de padecimientos en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], preguntándole:
“¿Estoy equivocado?”
Y ella respondió:
“No, yo misma he tenido pacientes más o menos en esta situación.”
De hecho, el libro fue citado en alguna ocasión por Oliver Sacks, a quien a su vez yo cité. Parece que reconstruí bastante bien esta oscilación entre la memoria pública y la memoria privada. Por qué perdemos más fácilmente la memoria personal que la pública, no puedo decirlo, depende de alguna estructura de nuestro cerebro. De ahí nació la idea del libro acerca de que es posible reconstruir la memoria privada a través de porciones de la memoria pública. En cierto modo, La misteriosa llama de la reina Loana es una novela antiProust, ya que reconstruye la memoria a partir de objetos externos y no de recuerdos internos. Pero la memoria también funciona de este modo.
–Hábleme del uso de ilustraciones en su novela.
–Durante mi adolescencia el mundo entero leía novelas ilustradas. En Italia, todos los libros de aventuras –los de Salgari pero también los de Dumas– eran libros ilustrados. Y esto desde el siglo XIX: Alicia en el país de las maravillas y Las aventuras de Pinocho nacieron ilustrados. En algún momento, ignoro cuándo, esto decreció. En el siglo XX –no sé si por razones económicas o porque entretanto llegaron el cine y la fotografía– la novela dejó de ilustrarse. Así que me dije:
“¿Por qué no?”
Hice una novela ilustrada y no me quedé ahí, porque la siguiente novela, El cementerio de Praga, también está ilustrada, aunque de otra manera. A La misteriosa llama de la reina Loana la ilustré porque tenía que traer a la memoria –no sólo del protagonista sino también del lector– imágenes que pertenecían al pasado de quién sabe cuántos lectores.
En El cementerio de Praga, en cambio, encontrar imágenes de la época de una novela decimonónica tenía un sentido estético: fue muy divertido, porque tuve que ir a buscar imágenes en libros del siglo XIX que pudieran referirse a lo que yo había escrito independientemente de ellos. Creo que conseguí encontrarlas. En el segundo caso fue una rareza; en el primero, una necesidad narrativa. Es un libro multimedia.
La memoriosa identidad.
–Etel Adnan, artista y poetisa libanesa que vive en París y ronda los noventa años [murió en 2021], acaba de publicar un largo poema sobre la niebla. A usted también parece interesarle mucho la niebla. ¿Tiene que ver con la memoria?
–Siempre me ha gustado la niebla porque nací en una ciudad dominada por la neblina, Alejandría, la que, comparada con Londres, sería como Hawai. Pero para mí la niebla no significa el extravío de la memoria; la niebla es la pérdida de la visión, es una gran llamada a la interioridad. Caminar entre la neblina es como vivir con uno mismo, eliminar a los demás. Así que, para mí, no tiene nada que ver con la amnesia, aunque en ciertos textos se menciona la niebla como fumifugium, algo que llega a oscurecer incluso a la memoria. Desde mi perspectiva, la niebla es un gran detonante intelectual.
Para [la editorial] Einaudi he editado, junto con Remo Ceserani, una antología de textos literarios sobre la niebla, que esperamos sea lo más completa posible. Hoy, en Europa, resulta muy urgente abordar el tema de la memoria relacionada con la identidad. Mi amigo Édouard Glissant, el filósofo visionario que desarrolló el concepto de criollización, insistía en la necesidad de la tolerancia y argumentaba que, en muchas ocasiones, la memoria puede concebirse como algo estático, nunca dinámico, y, en este sentido, se convierte en algo que impide la tolerancia. Memoria e identidad…
Nosotros, en la medida en que podemos decir “yo”, somos nuestra memoria. Es decir, la memoria es el alma. Si uno pierde totalmente la memoria, se convierte en un vegetal y deja de poseer un alma. Incluso desde el punto de vista de un creyente, no creo que el infierno tenga algún sentido si uno va allí sin memoria. El sufrimiento debe recordarnos constantemente el mal que hemos infringido a otros. El Paraíso –ya nos lo explicó Dante– es la memoria de todo, incluso el total de lo que hemos leído y sabemos. Somos nuestra memoria. Esto hace que nuestra vida sea fascinante, porque a medida que avanzamos, a medida que nos hacemos mayores, recuperamos viejos recuerdos.
Ahora rememoro cosas de mi infancia que antes no recordaba: de ese modo, con los años, crece el acervo de nuestra memoria, es decir, cuanto más viejos nos hacemos, más alma tenemos, y, de hecho, tenemos más alma que un niño de seis meses. Por lo tanto, la memoria es identidad, pero del mismo modo que la memoria colectiva también es una identidad colectiva. No podemos hablar de Europa y sentirnos europeos si no somos capaces de reconstituir continuamente lo que ha sido la identidad europea.
Cuando vemos a vulgares negacionistas de Europa, como el señor [Matteo] Salvini, se trata simplemente de una deficiencia cultural: ignora lo que fue Europa y, en consecuencia, no puede hablar de ella. Pobre hombre. Lo que compete a la memoria individual es, por ejemplo, la memoria vegetal de la biblioteca. El total de las bibliotecas representa el conjunto de la memoria de la humanidad. De ahí que el problema de la memoria colectiva esté ligado al problema de la lectura del libro, de la preservación de la identidad a través –desde los tiempos alejandrinos– del museo, de la biblioteca de Alejandría. Aquí radica la continuidad de la memoria. Volviendo al problema actual: también hay una pérdida de memoria colectiva.
Yo cito continuamente un programa de televisión que se emite desde hace algunos meses. Se trata de una emisión muy divertida acerca de concursos y adivinanzas, al que, evidentemente, permiten participar a personas que antes fueron seleccionadas por su brillantez.
Hubo un concurso en el que se preguntó en qué año se conocieron Hitler y Mussolini. Había cuatro respuestas: 1943, 1967, 1980 y 2005. Como es obvio que Hitler y Mussolini murieron en 1945, la única fecha era 1943. Ninguno de los concursantes mencionó la fecha correcta, incluso hicieron que los dictadores se conocieran en los años ochenta. Así que estas personas –la mayoría entre veinte y treinta años, que supuestamente fueron seleccionadas porque eran medianamente inteligentes– habían perdido toda memoria histórica. Y eran cuatro o cinco, aunque ninguno acertó, excepto el último, porque sólo restaba ese año y no tuvo más opción.
Memoria estática, memoria dinámica.
–Ahora mismo, en Europa, dentro de ambientes reaccionarios, está muy de moda apropiarse del concepto de la memoria. Y es una memoria muy estática. El neurocientífico Israel Rosenfield mencionó que, en la neurociencia, la memoria es dinámica, nunca estática, porque no hay un lugar en el cerebro donde se localice la memoria: es un procedimiento del cerebro que se retrabaja todos los días. ¿Usted qué opina?
–Me interesan estos temas, pero no me atrevo a hablar de ellos porque no soy científico. Le diré que su pregunta me generó otra reflexión, aunque tal vez no sea la respuesta que usted esperaba. Hay una perpetuación del pasado típica de los grupos reaccionarios, porque buscan preservar la evocación de una época antigua, mientras que, en primera instancia, los grupos revolucionarios tienden a borrar la historia:
“Olvidemos todo lo que había antes, empecemos de nuevo desde el principio.”
Pensemos, por ejemplo, en los futuristas:
“Matemos a la luz de la luna, reiniciemos todo y empecemos de cero.”
Después se producen transformaciones, de modo que también los grupos revolucionarios se apropian –tarde o temprano– del pasado. Esto le ocurre a todo ser humano. Y, además, la memoria es selectiva. Eliminamos u olvidamos cosas que nos incomodan y recordamos otras que nos complacen, aunque las recordamos de forma extremadamente distorsionada.
La neurociencia ya ha demostrado que la memoria nunca es el recuerdo de un hecho objetivo del pasado sino la evocación de un suceso que ya procesamos. Un grupo reaccionario recupera eventos que les resultan convenientes y un grupo revolucionario rescata hechos que solamente le sirven para reconstruirlos a su antojo.
No sé si esto tiene algo que ver con el problema de la memoria estática o dinámica, excepto en el sentido que dije anteriormente acerca de que no existe una memoria objetiva, sino que se trata de una memoria que todo el tiempo reelaboramos. La memoria siempre está en movimiento. No es algo que nos permita ir al almacén y tomar algo tal como estaba allí –das Ding an sich, como una cosa en sí– sin que nadie lo haya modificado. Se trata de algo que hemos elaborado a lo largo de los años.
–En otro aspecto de la memoria, Walter Benjamin habló de que existe una amnesia extendida sobre el just past, el pasado reciente. Dan Graham dijo lo mismo. Muchos de los libros que usted escribió tratan acerca de la rememoración de siglos o décadas anteriores. En cambio, Número zero trata sobre la historia reciente de Italia.
–En realidad, estamos hablando de treinta años atrás… Desde hace mucho tiempo tenía una idea que se refería a redactar un diario y comencé por ahí. Entonces encontré un viejo texto en el sótano –en seguida lo descarté, aunque me gustaba–, que pertenecía al inicio de El péndulo de Foucault:
“Esta mañana no goteó agua del grifo.”
¿Qué pasa si me despierto una mañana y no sale agua del grifo?
Este era otro probable comienzo. Luego todo siguió solo. Una novela es como una pelota que pones en movimiento en una tabla inclinada: nosotros damos el primer golpe, pero después la pelota –dependiendo de la rugosidad de la tabla– va hacia donde quiere.
–El libro comienza con la frase “Only connect”, que pertenece a Regreso a Howards End, de E.M. Forster. ¿Es un homenaje?
–No es un homenaje a nada, porque Forster lo dijo en otro sentido, aunque me interesaba recoger esta frase.
–¿La cita está relacionada con la memoria?
–Se trata de una tergiversación ligada a la memoria. De ese libro sólo conservé esa frase que era muy importante para mí, pero que quizá no significa nada en la estructura del libro. “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, todos estamos listos para citarlo, pero Proust también pudo comenzar de otra manera. Alguien dijo que podría parafrasearse como:
“Mis padres siempre me prohibieron acostarme después de las once.”
–La idea de la cita nos lleva a otra famosa frase sobre la memoria y cómo se transmite nuestra herencia: “Somos como enanos en hombros de gigantes.”
–Se trata de un frase muy venerada que muchos creen que le pertenece a Newton, quien, efectivamente, la utilizó. En realidad, es varios siglos más antigua. Su origen se remonta a la Edad Media y algunos la atribuyen a Bernardo de Chartres. Resulta emblemático que haya surgido durante la Edad Media. Aparentemente era una época que no aceptaba el cambio, fiel a la revelación original; en cambio, a lo largo de los siglos realizó inmensas innovaciones, pero tuvo que fingir que no las producía.
Ejemplo de ello resulta esta hermosa frase, deliciosamente hipócrita: “Somos como enanos en hombros de gigantes.” Los gigantes son mucho más importantes que nosotros, han visto muchas cosas, pero nosotros, al estar sobre sus hombros, vemos un poco más allá. Es una forma de decir que veneramos toda la acumulación de la memoria histórica y, sin embargo, nosotros le añadimos algo.
Protestar contra el olvido, protestar contra la muerte
–Ya sin padres ni madres, no existe la memoria. ¿En qué momento se suicidan los padres?
–Posiblemente, cuando ya nos transmitieron todo. Los padres, en el sentido de nuestros progenitores, mueren cuando terminan de contarnos todo lo que sabían y comienza n a pedirnos que les narremos algo. Recuerdo que mi padre se pasaba noches enteras leyendo mi tesis, que era sobre la filosofía de Tomás de Aquino y estaba llena de citas en latín; él no sabía latín, tampoco sabía nada de filosofía tomista, pero lo leía todo.
Ese fue el preciso momento en el que había terminado de narrarme su experiencia y buscaba que yo le contara algo. Sin embargo, murió poco después.
–Otra hipótesis sobre este tema pertenece a Panofsky, quien dijo que “el futuro se inventa con fragmentos del pasado”. ¿Qué opina al respecto?
–Son los tres éxtasis de la temporalidad de los que hablaba Heidegger: pasado, presente y futuro, pero de los que, reconozcámoslo, ya hablaba San Agustín. Somos seres temporales, vivimos en el tiempo y nunca sabremos exactamente qué es el tiempo. Pero, dentro de esta existencia en el tiempo, somos como el atleta que, para saltar hacia adelante, siempre debe dar un paso hacia atrás; si no da un paso hacia atrás, le resulta imposible saltar hacia delante. Por lo tanto, sin memoria no se proyecta el futuro.
–Algo de lo que todavía no hemos hablado es de las listas relacionadas con la memoria. En el Louvre pude ver su hermoso proyecto sobre los catálogos. Protestar contra el olvido es también protestar contra la muerte. ¿Podría hablarme un poco de la idea de la lista en su obra y de cómo está vinculada a la memoria?
—Una lista es una forma de recopilar todo lo que sabemos sobre algo sin vernos obligados a organizarlo. Luego vamos a explorar en el almacén de lo ya conocido y colocamos todo junto para ver si surge una nueva figura. La lista siempre me ha fascinado: incluso en mis escritos prerrománticos, sin darme cuenta, siempre había un gusto por la enumeración. ¿Qué función tiene la lista? Tiene la función opuesta o sustitutiva de la definición. Si sé a lo que corresponde alguna cosa, le doy una definición: un perro es, sin más, un cuadrúpedo. Si, en cambio, no puedo definirlo, elaboro una lista de sus propiedades.
La primera de mis listas surgió con el catálogo de barcos que realizó Homero en la Ilíada. Como no consiguió expresar el tamaño, la fuerza y la inmensidad del ejército marítimo aqueo, compuso una lista de las naves. Y, desde entonces, al repasar todas mis novelas, no sólo pude verificar cuántas listas he elaborado sino que también logré percibir lo mucho que he disfrutado recopilando los catálogos de otros autores, dándome cuenta de que el recurso de la clasificación es muy frecuente en la historia de la literatura.
Va de Homero a Rabelais, hasta los contemporáneos. Con motivo de la exposición en el Louvre, publiqué un libro titulado El vértigo de las listas, que es una antología de los distintos tipos de listas.
– Hans-Ulrich Obrist
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