Italo Calvino. |
(Santiago de las Vegas, Cuba, 1923 - Siena, Italia, 1985) Escritor italiano. Hijo de un ingeniero agrónomo, se trasladó desde San Remo (donde transcurrió la mayor parte de su infancia) a Turín para seguir los mismos estudios que su padre, pero los abandonó tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual luchó como partisano contra el fascismo. En 1944 se afilió al Partido Comunista Italiano. Tres años más tarde publicaba, gracias a la ayuda de Cesare Pavese, su primera novela, Los senderos de los nidos de araña, en la que relataba su experiencia en la resistencia. A la conclusión de la guerra siguió estudios literarios en la Universidad de Turín, por la que se licenció con una tesis sobre Joseph Conrad, y empezó a trabajar para la editorial Einaudi, con la que colaboraría toda su vida. Tras publicar algunas antologías de relatos de tipo fabulístico, con las cuales se alejaba de la escritura realista de sus inicios, escribió la trilogía Nuestros antepasados, integrada por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, narración fantástica y poética, plagada de elementos maravillosos, en la que planteaba el papel del escritor comprometido políticamente. Por esa época, su relación con el PCI estaba ya muy degradada, hasta que en 1957 acabó por desvincularse de él por completo. Esta trilogía marcó un importante giro en su evolución literaria, ya que, dejando a un lado sus iniciales inclinaciones neorrealistas, consiguió reinventar magistralmente el conte philosophique del siglo XVII. Con un refinado juego de acontecimientos emblemáticos, que acercan el estilo del libro a la fábula, en El vizconde demediado (1952) se propuso analizar y denunciar la realidad contemporánea, así como la soledad y el miedo implícitos en la condición humana. Esta misma problemática continúa en El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959), obras en las que puso de manifiesto su conciencia de vivir en un mundo en el que se niega la más sencilla individualidad de las personas, reducidas a una serie de comportamientos preestablecidos. Notable fue también su interés por los problemas de la sociedad industrial contemporánea y la alienación urbana, que quedó plasmado en otra especie de trilogía compuesta por La especulación inmobiliaria (1957), La nube de smog (1958) y La jornada de un interventor electoral (1963). Gracias a su labor de crítico literario en la revista Il Menabo, que codirigía junto a Elio Vittorini, entró en contacto con la obra de Raymond Queneau y del grupo experimental francés Oulipo, a cuyos planteamientos literarios, basados en el juego formal y la combinatoria de formas y estructuras posibles, se acercó de modo progresivo. Tras publicar Marcovaldo (1963), libro en el que convergen las dos vertientes de su narrativa, la realista y la fantástica, su poética se abrió a un nuevo clima cultural, moral y estilístico, determinado por el interés hacia argumentos científicos o matemáticos y hacia la experimentación literaria, pero en el que pervive claramente su característica actitud irónica y deformadora con respecto a la realidad. En Cosmicómicas (1965) y Ti con zero (1967) el dato científico, los modelos inventivos paradójicos, la elaboración de increíbles teoremas o la construcción de situaciones irreales tienen como objetivo verificar un pensamiento científico, pero también huir de las costumbres de la imaginación para poder comunicar la verdad de una manera muy personal y con gran virtuosismo estilístico. Retomó, al menos estructuralmente, su gusto por la fabulación fantástica en El castillo de los destinos cruzados (1969), una meditación mágica sobre el destino del hombre, y en Las ciudades invisibles (1972), descripción de una serie de ciudades imaginarias puesta en boca de Marco Polo. Se advierte en estas obras un deseo de indagar en los mecanismos de la escritura, en sus impedimentos y en los significados que se esconden detrás de las palabras y de las cosas. Estas reflexiones se concretaron en sus últimos libros, Si una noche de invierno un viajero (1979), novela escrita en gran parte en segunda persona cuyos protagonistas son el Lector y la Lectora, y Palomar (1983), obra en buena parte autobiográfica, pero también tienen un papel importante en Punto y aparte (1980) y Colección de arena (1984), conjunto de ensayos y meditaciones sobre literatura y sociedad publicados en distintos periódicos y revistas. |
Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets (Marginales, 122), 1993 Empecemos proponiendo algunas definiciones. |
Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro. El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído. Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo ensayo. Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición: II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:
Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo. Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir:
La definición 4 puede considerarse corolario de ésta: VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como: VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días. La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que: VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima. El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente: IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad. Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela. Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente: X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé. Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:
Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:
Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?». Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:
Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación. Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson. Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales. Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos. Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque («sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos. Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Emil Cioran (escritor y filósofo rumano, 1911-1995, que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. "Para saberla antes de morir"». |
Mario Vargas Llosa. Los clásicos -entiende el Nobel de Literatura- nos ayudan a comprender de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nos hacen más creativos y ayudan a prepararnos para los desafíos de la vida". |
Itsukushima Shrine. |
El conde Giacomo Leopardi. |
(Recanati, 29 de junio de 1798 - Nápoles, 14 de junio de 1837) fue un poeta, filósofo, filólogo y erudito italiano del Romanticismo. Biografía. Nació en el palacio familiar de la costa adriática en Recanati, una aldea situada a seis kilómetros de Loreto. Fue hijo de unos padres casi completamente opuestos: su madre, Adelaide, descendiente de los marqueses Antici, de luengo linaje, era conocida por su fanático catolicismo y su patológica cicatería (se alegró por la muerte de un hijo recién nacido en vista del ahorro que suponía). Por el contrario, su padre, el conde Monaldo, cuya ejecutoria de nobleza se remontaba al año 1200 y era una de las más vetustas de Italia, de ideología reaccionaria, era un erudito local que dilapidó la fortuna familiar y llegó a acumular una formidable biblioteca. Durante los años del apogeo napoleónico, el joven Giacomo crece junto a sus hermanos Carlo y Paolina en un ambiente rígido y reaccionario, cada vez más austero debido al debilitamiento del patrimonio familiar por las malogradas especulaciones financieras del padre, y posteriormente sometido al control riguroso y severo de la madre, la cual consiguió recuperar parte del decaído esplendor de la familia a costa de numerosos y humillantes sacrificios impuestos a sus hijos y a su marido. La formación cultural de Giacomo, Carlo y Paolina (pues de los otros siete hijos nacidos del matrimonio Leopardi, sólo sobreviviría el último, Pierfrancesco) es desempeñada por algunos preceptores religiosos de gran erudición, el jesuita José Torres y Francisco Serrano y los abates Sanchini y Borne, quienes forman a los jóvenes hermanos en el estudio de las letras y de las ciencias. Desde su nacimiento, Giacomo fue minado por la enfermedad: padeció la enfermedad de Pott que le combó la espalda y además padeció un severo raquitismo; consumió su infancia estudiando desesperadamente y leyendo con una curiosidad inagotable hasta altas horas de la noche. A los once años lee a Homero, a los trece escribe su primera tragedia; a los catorce la segunda: Pompeyo en Egipto; a los quince un ensayo sobre Porfirio. A esa edad conocía ya siete lenguas y había estudiado casi de todo: lenguas clásicas, hebreo, lenguas modernas, historia, filosofía, filología, ciencias naturales y astronomía. Los maestros que habrían debido prepararlo para el sacerdocio debieron admitir que no tenían mucho que enseñarle. Tanto estudio repercutió en su salud: Leopardi fue durante toda su vida un hombre enfermizo. En 1810 recibió la tonsura de manos del obispo Bellini. Pero la lectura de los enciclopedistas franceses destruye definitivamente su fe religiosa. Leopardi evocará esos días de infancia y juventud en su famoso poema «Le ricordanze» («Los recuerdos»). Con motivo de sus trabajos de traducción, entabla correspondencia con el ya anciano humanista Pietro Giordani, que será su amigo y editor. Su primer amor es la prima del padre Gertrude Cassi-Lazzari, de 27 años, que ve llegar a su casa como una aparición; a ella está dedicado su poema «El primer amor». Escribió un tratado de historia de la astronomía y dos poemas en griego antiguo que lograron engañar a ciertos helenistas de la época. El culto de la gloria de los héroes antiguos llevaba a Leopardi a probarse en distintos géneros: a los diecisiete compuso un ensayo Sobre los errores populares de los antiguos; a los diecinueve inicia su cuaderno de apuntes, Zibaldone dei pensieri, de contenido cultural y filológico en el que se muestra seguidor de Juan Andrés, obra que le acompañará hasta 1832; a los veinte compone los que serán sus primeros poemas y «Sobre el monumento a Dante». Al año siguiente, enfermo de la vista, que iba perdiendo progresivamente, y del espíritu, poseído por un pesimismo cósmico, intenta en vano fugarse de Recanati y lo consigue humillado al descubrir que su padre intercepta su correspondencia con el patriota liberal italiano Montani. Desde ese momento, su vida se convierte en un círculo vicioso de huidas y regresos a su ciudad natal: Roma (1822 y 1823), Bolonia (1825), Milán (1825), Florencia (1830), donde conoce a su inseparable amigo y primer biógrafo, Antonio Ranieri, de nuevo Roma en 1831 y Florencia en 1832, son los hitos de este viaje doloroso, en el que va dejando atrás proyectos de trabajo irrealizados (en 1828 le ofrecen una cátedra en la Universidad de Bonn, que rechaza) y amores imposibles: Teresa Carniani-Malvezi, o Fanny Targioni-Tozzetti (la mujer que fue cantada por Leopardi en sus poemas bajo el nombre de Aspasia, la cortesana amada por Pericles). Subsiste dando clases particulares y emprendiendo trabajos editoriales. En su Dialogo di Tristano e di un amico llega a escribir uno de sus pasajes más desolados: Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría (Diálogo entre Tristán y un amigo) Este diálogo forma parte de sus ensayos filosóficos, publicados con el título de Opúsculos morales (1827), muchos de ellos en forma de diálogo. En 1830 deja Recanati por última vez, en 1831 aparece la primera edición de sus Canti (la segunda lo hará en 1835). En 1833 marcha a Nápoles, donde muere en 1837; su gran amigo Antonio Ranieri lo libra de la fosa común y costea su tumba y lápida, publicando años después el primer estudio biográfico sobre el poeta. Condiciones de salud En 1815-1816 Leopardi fue afectado por algunos problemas físicos de tipo reumático y psicológicos que fueron atribuidos al menos en parte —como la supuesta escoliosis— al estudio excesivo, al aislamiento, a la inmovilidad y a las posiciones incómodas de los largos días pasados en la biblioteca de Monaldo. La enfermedad se presentó con fiebre y enfermedad pulmonar y, a continuación, con la deformación de la columna vertebral (causa de la doble joroba) con dolor y problemas cardíacos, circulatorios y respiratorios, interrupción del crecimiento, problemas neurológicos en piernas, brazos y ojos, y todo tipo de disturbios y cansancio persistente; en 1816 Leopardi estaba convencido de que estaba a punto de morirse. Él mismo se inspiró en estos graves problemas de salud, de los que también habló con Pietro Giordani, para la larga cantiga «La aproximación de la muerte» y, más tarde, para «Los recuerdos», en el que define su enfermedad como «ciego mal», es decir, un mal de orígenes pocos claros. Pensamiento y estilo Los escritos de Leopardi se caracterizan por un pesimismo profundo y sin lenitivos: es una voz que grita el desamparo del ser humano y la crueldad de una natura naturans implacable, que le azuza desde su propio nacimiento hasta más allá de la muerte. En este valle de lágrimas, Leopardi se aferra, a pesar de todo, a tres consuelos: el culto de los héroes y de un pasado glorioso, pronto sustituido por el de una edad de oro, que le emparenta con Hölderlin; el recuerdo del juvenil engaño antes de la brutal irrupción de «la verdad» y la evocación de una naturaleza naturata, de un paisaje brumoso y lunar donde al anochecer se escucha siempre perderse o acercarse por un camino la canción melancólica de un carretero. Como un infante, con asiduo anhelo / fabrica de cartones y de hojas / ya un templo, ya una torre, ya un palacio, / y apenas lo ha acabado, lo derriba, / porque las mismas hojas y cartones / para nueva labor son necesarias; / así Natura con las obras suyas, / aunque de alto artificio y admirables, / aún no las ve perfectas, las deshace / y los diversos trozos aprovecha. / Y en vano a preservarse de tal juego, / cuya eterna razón le está velada, / corre el mortal y mil ingenios crea / con docta mano; que a despecho suyo, / la natura cruel, muchacho invicto, / su capricho realiza, y sin descanso / destruyendo y formando se divierte. / De aquí varia, infinita, una familia / de males incurables y de penas / al mísero mortal persigue y rinde; / una fuerza implacable, destructora, / desque nació lo oprime dentro y fuera / y lo cansa y fatiga infatigada, / hasta que cae en la contienda ruda / por la impía madre opreso y enlazado... (Palinodia al marqués Gino Capponi). Leopardi siente un profundo desprecio por los falsos consuelos del pensamiento progresista y por el contrario siente una piedad infinita por el deseo de felicidad que los mueve y la huérfana estirpe humana, que le lleva a la compasión y a la solidaridad. El género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada. Ningún filósofo que enseñase una de estas tres cosas habría fortuna ni haría secta, especialmente entre el pueblo, porque, fuera de que todas estas tres cosas son poco a propósito para quien quiera vivir, las dos primeras ofenden la soberbia de los hombres, la tercera, aunque después de las otras, requiere coraje y fortaleza de ánimo para ser creída.
Manuscrito original de L’infinito. Asume con dignidad la angustia y la protesta del hombre ante un infinito sordo y amenazador, como aparece en su poema metafísico más famoso, «El infinito», o en otro de sus poemas memorables, «A sí mismo». Al final de sus días, sin embargo, atenuó ese pesimismo de forma parecida a como Ludwig van Beethoven lo hizo en su Testamento de Heiligenstadt, y así aparece en su poema «Palinodia» dirigido al marqués Gino Capponi, pero cerrado sin embargo por una cabal ironía. Sus poemas, recogidos en I Canti (Cantos, 1831) poseen una notable perfección formal, una forma neoclásica y un contenido romántico; en sus comienzos atrajo la atención del público a través de su oda patriótica Agli italiani (1818), pero hoy en día es reconocido, en cambio, por ser el mayor poeta lírico de la Italia del siglo xix. Los Cantos tienen tres tramos muy diferenciados. Uno primero más neoclásico, muy influido por los clásicos grecolatinos y Dante y Petrarca; un segundo donde está el Leopardi más puro, más intenso, con los poemas más bellos, y un tercero marcado por el pensamiento y la poesía reflexiva. Esta tercera parte es la que más le interesó a Unamuno, quien tradujo «La retama», la flor del desierto, uno de los poemas más conocidos del poeta italiano. Es así que en su obra Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno incluye aquella denominación que hace Leopardi de la naturaleza:
Ediciones y trascendencia Tras las ediciones de los Canti de 1831 (Florencia, Piatti), en la que algunos poemas ya se habían publicado separadamente, y de 1835 (Nápoles, Starita), aumentada y autorizada por el autor, pero prohibida por el gobierno borbónico, vino la póstuma de Antonio Ranieri en 1845, que añadió «La ginestra o Il fiore del deserto». Los Canti han gozado de la excelente edición crítica de Emilio Peruzzi con la reproducción de los autógrafos (Milán, Rizoli, 1981). La última edición y más fiable de las Operette morali es la tercera y definitiva de Nápoles, Starita, 1835, también prohibida por el gobierno. A lo largo del siglo xix fueron numerosas las traducciones parciales de su prosa y poesía. Una biografía en dos gruesos volúmenes, en la que intercaló traducciones de casi toda la obra poética del autor, es la de Carmen de Burgos, «Colombine», en 1911. En 1928 se publicó la de Miguel Romero Martínez (Poesías de G. Leopardi, Madrid: CIAP), en 1929 la del poeta colombiano Antonio Gómez Restrepo (Cantos, Roma, 1929). Antonio Colinas ha traducido y estudiado numerosas obras de Leopardi, y también son interesantes las traducciones de Diego Navarro, Luis Martínez de Merlo y Eloy Sánchez Rosillo. El primero en divulgarlo en España fue Juan Valera (Sobre los cantos de Leopardi, 1855); siguió José Alcalá Galiano (Poetas líricos del XIX: Leopardi. Sección VII, 1870); Carmen de Burgos prologó una importante traducción en dos volúmenes (1911). Prestaron a su obra atención escritores como Miguel de Unamuno, Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Luis Estelrich y Enrique Díez Canedo, entre otros muchos. Hay huella suya en la obra de poetas como Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Carlos Barral, Carlos Clementson, Antonio Colinas y Andrés Trapiello. |
Biblioteca. |
LUIS ANTONIO DE VILLENA 14/09/20 Giacomo Taldegardo Leopardi (1798-1837) es uno de los grandes poetas del Romanticismo europeo y personalmente un ser sabio, hondo y tremendamente desdichado, con unos padres raros y aristócratas, el conde Monaldo Leopardi y Adelaide Antici, de antigua familia marquesal. Pese a sus escapadas a Roma, Florencia o Milán, Leopardi vive gran parte de su vida en el pueblo natal, Recanati, en Las Marcas, junto al Adriático, no lejos de San Marino. Un ambiente anticuado y cerrado, pero con una notable biblioteca que convertirá al precoz Giacomo, desde su triste adolescencia, en un hombre enormemente culto. Hasta tal punto que a Leopardi no se le puede entender sólo como espléndido poeta (El Infinito) sino como un muy notable pensador en su famoso -cerca de 4000 páginas- Zibaldone dei pensieri o sea (con un arcaísmo) Mezcolanza de pensamientos, una obra capital que supongo pocos han leído sino en antología... Afectado por múltiples dolencias casi desde la infancia (raquitismo, deformación de la columna vertebral, intermitentes males oculares), la vida de Leopardi, hasta sus años finales en Nápoles, donde fallece con 38 años, y sólo un amigo lo salva de la fosa común, fue una desdicha permanente que generó (o ayudó) a un pensamiento pesimista pero lleno de indagaciones y sensibilidades extremadas y refinadas. Como sabemos desde Luis Cernuda a Antonio Colinas, en la España moderna, Leopardi ha sido leído y aceptado de una nueva manera. Pero hoy lo traigo por el excelente ensayo de Pietro Citati, Leopardi, publicado por Acantilado. Citati es un magnífico biógrafo y exégeta, pero es este uno de sus libros donde va más lejos, pues no es sólo una biografía sino en mucha mayor medida, un análisis muy rico, matizado y pormenorizado del abundante y contradictorio ideario de Leopardi (más allá de Rosseau) sacado de sus poemas y de la selva abundosa del Zibaldone: naturaleza, razón, felicidad, amor, sol, luna, libertad, antiguos, primitivismo... Todo entra en la mente excepcional de Leopardi y en su poesía a la par muy clásica y muy nueva.Dice Citati: "una hipersintaxis basada en violentísimas distorsiones o en la alteración radical del orden oracional". De ahí sale El Infinito o El Himno a los Patriarcas pero también ideas de plenitud y desolación: "Los hombres grandes luchan contra lo necesario y odian despiadada y salvajemente a los dioses, al destino, a sí mismos y a la vida". Porque en medio de tantas plenitudes de sombra y llama, Leopardi quiso siempre morir y descansar, como en el famoso verso final de El Infinito:
Tiene razón Citati (y lo sabe bien porque lo ha hecho y nos lo cuenta), adentrarse en el Leopardi total, incluso buscando el sentido de los poemas, es una fascinante y profunda aventura, entre los sufrimientos de un hombre demasiado inteligente. Leyendo a griegos y latinos en su lengua original y cuanto caía en sus manos, nuevo o viejo, Leopardi constata el raro y absurdo privilegio de estar vivo, destinados al final. Sabe que el futuro es el último rayo de nuestro presente. Pero tampoco quiere este pálido reflejo. Todo debe quedar en niebla, nada, silencio, tiniebla, fin. Un gran libro. |
LIBROS. La tragedia interior de un genio desdichado. Por Luis Fernando Moreno Claros 21 junio 2014 “Leopardi da miedo; es la misma sensación que, después de tanto tiempo, se apodera de los que lo leen, lo releen, tratan de escribir sobre él y, al mismo tiempo, se dan cuenta de que se trata de una empresa imposible.” Esto escribe Pietro Citati (Florencia, 1930) sobre el pensador y poeta de Recanati (Italia, Las Marcas) en este libro densísimo y único cuando todavía quedan algo más de cuatrocientas páginas para que el lector alcance el final. Hasta este punto, Citati nos ha mantenido cautivos con la historia de la infancia de Giacomo Leopardi (1798-1837), y con la descripción de los caracteres y las extravagancias de sus progenitores: el austero, perezoso y vanidoso conde Monaldo Leopardi y la beata, fría y despiadada condesa Adelaida Antici, “tenebrosa encarnación de la maternidad”. El matrimonio tuvo doce hijos de los que solo cinco vivieron un periodo de tiempo normal. Giacomo era el mayor; se llevó muy bien con Carlo, el segundo, y con Paulina, su única hermana; ambos lo sobrevivieron, pues el gran Giacomo, que en verdad fue pequeño de estatura y cheposo, enfermo crónico de múltiples padecimientos, murió a los 39 años. Llegados a este punto, Citati parece ofrecernos una biografía convencional; mas pronto advertimos que no es así, pues sin previo aviso rompe el hilo de la narración estrictamente biográfica para centrarse en la historia interior, en los avatares del espíritu de Leopardi. En realidad, resumir la vida física del poeta es relativamente sencillo dado su estatismo; lo otro, indagar en la tragedia interior del genio desdichado, es lo que abisma y suscita ese “miedo” al que alude Citati, pues se trata de empatizar con el riquísimo mundo psicológico y existencial de un hombre poco común, algo que logra bien Citati, autor asimismo de reconocidos ensayos sobre Goethe, Tosltói y Kafka, entre otros. Durante su infancia y hasta los veinticinco años, Giacomo Leopardi vivió prácticamente enclaustrado en una biblioteca. Su padre, en su afán de llegar a ser un gran erudito, compró cantidades ingentes de libros hasta formar la impresionante biblioteca del palacio Leopardi en Recanati, con veinte mil volúmenes de múltiples disciplinas y variedad de lenguas. En aquella “jaula de oro” y “biblioteca de Babel” estudiaban los hijos de Monaldo. Ninguna gracia le hacia al padre que abandonaran el palacio y mucho menos la ciudad. Giacomo pasó allí enclaustrado más de la mitad de su vida; fue a partir de 1825 –contaba con veintisiete años– cuando por fin logró vivir temporadas fuera de Recanati, lejos de aquel “Tártaro particular” en el que creía consumirse vivo, y residir en Florencia, Bolonia, Pisa y Nápoles; murió en esta última ciudad lejos de su opresora familia, atendido por buenos amigos que como él gustaban de la libertad. A la desgracia del encierro y la sobreprotección paterna vino a añadírsele su mala salud. Aunque de niño fue jovial y de constitución normal, una enfermedad ósea lo convirtió en un adolescente raquítico; en pecho y espalda le crecieron dos pequeñas jorobas. Inteligente, de mente lucidísima, el muchacho aprendió a vivir con sus deficiencias y toda su ilusión la volcó en el saber: desde muy joven, los libros y la literatura constituyeron su vida; aunque, según el propio Leopardi, también le robaron energía vital. Pasaba los días doblado sobre ellos: aprendía latín, hebreo, francés, sabía español y adoraba la poesía italiana; él mismo llegó a ser el mayor poeta romántico de su siglo. Siempre soñando con mundos imaginarios. A pesar del encierro en la casa paterna, Leopardi tuvo grandes amigos a los que escribía cartas apasionadas, como Pietro Giordano; o el fiel Antonio Ranieri, con quien convivió al final de su vida. La amistad fue para él amor, aunque sin Eros. En cuanto a las mujeres, se enamoró de alguna, si bien de manera platónica, distante y dolorosa. “El amor es una enfermedad”, decía, añadiendo que es “hermano de la muerte”. Leopardi en verdad no moría de amor; este sentimiento que él se esforzó por experimentar gracias a los impulsos de su imaginación lo teñía de infinita nostalgia, e inspiraba sus poemas, pero ¿era realmente amor o solo quimeras fantásticas? De Leopardi puede decirse lo mismo que de Kafka, que todo él “era literatura”. Y es en su faceta de literato y pensador en la que insiste Citati mediante el análisis exhaustivo de algunas de sus obras más señeras –dicho análisis constituye la verdadera intención de su libro–: por una parte, los poemas. Los Canti, que Leopardi publicó en vida con gran éxito. Versos como “A Silvia” o “L’infinito” eran ya inmortales al nacer. Pero, además de poeta, Leopardi fue un filósofo que pensó la condición humana, sus honduras y vaivenes; no reflexionó acerca de Dios, a quien poco caso hizo. Desde la adolescencia y hasta poco antes de su muerte, Leopardi escribió su Zibaldone –una especia de diario sin serlo–, más de cuatro mil páginas plagadas de pensamientos y anotaciones variadas; obra monumental solo publicada en su integridad en Italia (en castellano contamos con dos tímidas antologías en Tusquets y Gadir), allí nacieron los pensamientos de su ideario y más obras. Publicó asimismo los Pensieri y sus Operette morali, entre las que se encuentra su célebre “Diálogo de la moda y la muerte”. Como literato, Leopardi admiraba sobremanera a los griegos de la Antigüedad clásica, lo heroico y lo trágico de su carácter le confería valor para seguir viviendo; en tanto que pensador, hacía gala de un hondo pesimismo. El vacío y la soledad del hombre frente a la infinita desolación de la nada constituyeron para él la gran tragedia. En este aspecto comulgó con el negro pesimismo del barroco Gracián y con Schopenhauer. Este filósofo consideró a Leopardi su “caro fratello”. La oscura visión que el italiano tuvo de la existencia, la consciencia de la caducidad de todas las cosas, casaba bien con la tesis principal de Schopenhauer: “Toda vida es sufrimiento.” Leopardi adoraba el vacío a la par que la infinitud, tal y como expresa su verso más famoso: “E il naufragar m’é dolce in questo mare”; temía a la nada y lo fascinaba; lo obsesionaba la muerte de la Tierra y la muerte del ser humano, precisamente porque amaba la vida sobre todas las cosas. Paradójico, contradictorio, sumamente lúcido, plenamente moderno, así fue Leopardi. Y tal es la idea que el lector extrae de este libro, en modo alguno una típica “biografía”. Tusquets publicó en 1998 otra de corte más “formal” en cuanto a estructura y la exposición cronológica de los hitos vitales de Leopardi: Hacia el infinito naufragio, de Antonio Colinas; un buen complemento a este Leopardi sin parangón de Citati. |
Giacomo Leopardi (Recanati, Italia, 1798 - Nápoles, id., 1837) Escritor italiano. Educado en el ambiente austero de una familia aristocrática provinciana y conservadora, manifestó precozmente una gran aptitud para las letras. Estudió en profundidad a los clásicos griegos y latinos, a los moralistas franceses del siglo XVII y a los filósofos de la Ilustración. A pesar de su formación autodidacta, impresionó muy pronto a los hombres de letras y los filólogos de su tiempo con su erudición y sus impecables traducciones del griego, especialmente de la Ilíada de Homero y la Eneida de Virgilio. Su frágil salud se resintió gravemente a causa de esa dedicación exclusiva al estudio. La lectura de los clásicos despertó su pasión por la poesía y formó su gusto. En Discurso de un italiano sobre la poesía romántica (Discorso di un Italiano intorno alla poesia romantica) tomó partido por los clásicos en la disputa que planteaba el romanticismo, argumentando que la poesía clásica establece una intimidad profunda entre el hombre y la naturaleza con una simplicidad y una nobleza de espíritu inalcanzables para la poesía romántica, prisionera de la vulgaridad y del intelectualismo modernos. El tema del declive político y moral de la civilización occidental y, en particular, de Italia, es central en sus primeros poemas, que pasaron a formar parte de los Cantos (Canti, 1831), obra que pone de relieve el divorcio del hombre moderno y la naturaleza, considerada como única fuente posible de amor. A partir de 1817 mantuvo una asidua relación epistolar con Pietro Giordani, que fue a la vez su mentor y amigo. También en ese período inició la redacción de su ensayo Zibaldone, en el que trabajó durante años, precisó progresivamente lo que él llamaría su «sistema filosófico» y elaboró el material literario que le serviría para sus obras mayores. Ese trabajo de introspección favoreció el desarrollo de su faceta lírica e intimista, que se expresa en versos de gran musicalidad: entre 1819 y 1821 compuso los Idilios (Idilli). Leopardi elaboró un lenguaje poético moderno que, asumiendo la imposibilidad de evocar los mitos antiguos, describe las afecciones del alma y el paisaje familiar, transfigurado en paisaje ideal. A partir de 1825 residió en Milán, Bolonia, Florencia y Pisa y se acercó a los medios políticos liberales. Por esos años entabló amistad con Niccolò Tommaseo, Giovanni Battista Niccolini, Alessandro Manzoni y otros literatos contemporáneos. Tras la revolución de 1831 fue elegido diputado de las Marcas en la Asamblea Constituyente de Bolonia, pero, tras perder su confianza en el movimiento liberal, renunció a su escaño; su crítica a los liberales la expresó en la obra Paralipómenos de la Batracomiomaquia (Paralipomeni della Batracomiomachia, 1834). Entre 1833 y 1837 residió en Nápoles, en casa de su amigo Antonio Rainieri. Los Zibaldone de pensamientos (Zibaldone dei pensieri), en los que trabajó desde el verano de 1817 hasta 1832, se publicaron póstumamente en 1898; se trata de un conjunto de notas personales en las cuales anota sus ideas acerca de la literatura, el lenguaje y casi cualquier tema de política, religión o filosofía, y en las que refleja su original recepción de los debates de su tiempo. Como poeta, su estilo melancólico y trágico recuerda inevitablemente a los románticos, pero su fondo de escepticismo, su expresión precisa y luminosa y el pudor con que contiene la efusión de sentimientos le acercan más a los clásicos, tal como él mismo deseaba. |
Obra del conde Giacomo Leopardi. Canzoni (1824), edición «Annesio», Nápoles. Es el primer gran libro de poesía de Leopardi donde se presenta como poeta ético y civil. La obra consta de diez composiciones escritas entre 1818 y 1823 y se encuentran en orden cronológico:
Versi (1826), edición «Stamperia Le Muse», a cuidado de Pietro Brighenti, Bolonia. Publicado a sus propias expensas; es la segunda y relevante selección poética del autor. Comprende todos los textos aprobados sin incluir ninguna canción de 1824:
Vulgarización de la sátira de Semónides sobre las mujeres. Canti (1831), edición «Piatti», Florencia. Estructura tripartita con Canciones, Idilios y Cantos pisano-recanateses. Se compone de 23 obras:
Opúsculos morales (1827), son, en su mayor parte, cortos diálogos en que aparecen expuestas las ideas de Leopardi acerca de la desesperación. |
Zibaldone di pensieri.
Zibaldone di pensieri, normalmente abreviado Zibaldone, es una obra del escritor italiano Giacomo Leopardi. Recoge gran cantidad de apuntes escritos entre 1817 y 1832 en forma de diario personal. Fue publicado entre 1898 y 1900 por una comisión de académicos presidida por Giousuè Carducci y Antonio Ranieri. Iniciado cuando Leopardi tenía 19 años, y abandonado cinco años antes de su muerte, los apuntes y reflexiones filosóficas que contiene son el resultado de la lucha interior del escritor por conseguir una imagen propia del mundo. La edición en español estuvo al cuidado del escritor Rafael Argullol. Título El título deriva del nombre dado en italiano a un género surgido durante el final de la Edad Media, dadas sus características literarias, una mezcla de pensamientos, aforismos y apuntes. Zibaldone es una comida típica de la región de Emilia-Romaña que se compone de una mezcla de muchos ingredientes diferentes, en español, pisto. A veces la palabra se sirvió para describir a una multitud confusa de gente. A partir de la obra de Leopardi se extendió el término para describir anotaciones diversas en cuadernos o diarios, algo que también puede tomar un sentido peyorativo (como pisto en español). Contenido y estilo Se trata de anotaciones de diferente extensión, inspiradas por temática diferente, a menudo escritos directamente y sin preparación real, dando a estos pensamientos un estilo sencillo por su provisionalidad, con el aspecto de haber sido hechos con prisas. Algunos son más largos que otros, y encontramos algunos que ocupan una línea, y otros más de dos páginas. Su importancia viene dada por el hecho de ser un resumen de su pensamiento filosófico y por sintetizar muchos de los temas que se encuentran en los Cantos, las Obras Morales o en los Pensamientos. Datación La primera página se cree que fue escrita hacia julio o agosto de 1817, mientras que la última fue escrita el 4 de diciembre de 1832 en Florencia. Ocupa 4525 páginas, de las cuales la mayor parte fueron escritas entre 1817 y 1823, con un total de más de 4000 aforismos con cierta elaboración. |
Manuscritos
No hay comentarios:
Publicar un comentario