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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

jueves, 13 de junio de 2013

147.-Leyendas de Bécquer.-a




Leyendas de Bécquer.

  





Rimas y Leyendas Gustavo Adolfo Bécquer



Las Leyendas son un conjunto de narraciones de carácter postromántico escritas por Gustavo Adolfo Bécquer y publicadas entre 1858 y 1864. Estas narraciones tienen un carácter íntimo que evocan al pasado histórico y se caracterizan por una acción verosímil con una introducción de elementos fantásticos o insólitos. Fueron publicadas en periódicos madrileños de la época como El Contemporáneo o La América.

 

 

Influencias

El Romanticismo es un movimiento artístico que surgió en el siglo XVIII en Alemania e Inglaterra. Más tarde, en el siglo XIX, se expandió por toda Europa como consecuencia de la Revolución francesa y las Guerras napoleónicas y en contra de las transformaciones económicas y sociales surgidas a partir de la Revolución Industrial. Este movimiento aparece como un cambio necesario en la sensibilidad y el gusto europeo, llegando a oponerse al Clasicismo y Racionalismo, basados en los patrones estéticos y filosóficos de la antigüedad clásica y en la importancia de la razón. Se rompe con el Neoclasicismo, con lo que se produce un enfrentamiento entre la razón neoclásica y la intuición y los sentimientos románticos. 
Este movimiento se caracteriza por el amor a la libertad y la naturaleza, la defensa de los sentimientos y la exaltación del individuo y lo subjetivo. Imagen y sensibilidad sustituyen a la razón, por lo que se crea un nuevo gusto hacia lo pintoresco y se busca lo sublime, incluso acercándose a lo grotesco. El artista se encuentra enamorado de la soledad y del ensueño, con lo que se produce una afirmación de su individualidad, se ve como un genio y aparece ‘’el triunfo del yo’’. No obstante, el individuo romántico se encuentra frustrado, ya que está atraído por un ideal que no puede llegar a alcanzar; esto provocará que intenten calmar la insatisfacción que sienten buscando otra realidad y evadiéndose al pasado de la Edad Media y al exotismo de Oriente.
 Algunos artistas, incapaces de llevar a cabo esta evasión del mundo, llegaron a la locura, y posteriormente, al suicidio (Mariano José de Larra). El espíritu romántico se caracteriza por el desprecio que es profesado al materialismo de la burguesía y la vida bohemia.

Romanticismo en España.

En España, aunque tardío y breve, el Romanticismo dejó un gran legado. Se estableció en la segunda mitad del siglo XIX, junto con el Realismo. Podemos observar las primeras manifestaciones en Andalucía y Cataluña. Surgen dos tipos de Romanticismo, uno tradicional, que defiende los valores tradicionales de la Iglesia y el estado; está representado por Walter Scott (Inglaterra), Chateaubriand (Francia) y José Zorrilla y el Duque de Rivas (España); y otro revolucionario o liberal, caracterizado por la búsqueda y justificación del conocimiento irracional, la dialéctica hegeliana y el historicismo; se representa con Lord Byron (Inglaterra), Victor Hugo(Francia) y José de Espronceda (España). 
Del Romanticismo tradicional deriva el Costumbrismo, el cual solo aparece en España y se basa en el seguimiento de los hábitos contemporáneos, pero desde la perspectiva de las clases populares, es decir, lenguaje purista y castizo. Surgió a partir de un signo de melancolía por los valores y costumbres pasadas. Fue el antecedente de la decadencia del Romanticismo en España.
Aparece en un marco histórico de tensiones políticas entre la clase conservadora y las clases liberales y progresistas. España se encuentra en un estado de laicismo y de protestas anarquistas, huelgas y atentados por parte de la clase obrera. Este movimiento se caracteriza por un gran rechazo al neoclasicismo, con lo que se produce una ruptura de la regla aristotélica de las tres unidades y una mezcla entre prosa y verso. Subjetivismo, ya que el autor vierte su alma exaltada e insatisfecha ante un mundo que frena y limita su vuelo. Atracción por lo nocturno y misterioso, que situará los sentimientos dolientes y defraudados del en lugares sobrenaturales, pero de conocimiento por parte del artista.

Posromanticismo y Bécquer.

El Romanticismo tardío o Posromanticismo, es el período en el que se data la obra de Bécquer. Se sitúa en la segunda mitad del siglo XIX, en la transición entre Romanticismo y Realismo. Se caracteriza por ser más sentimental e intimista que el Romanticismo, dejando así, en segundo plano a lo histórico y legendario. La influencia de la poesía alemana de Heinrich Heine está muy presente, con lo que nos encontramos una poesía personal. Se crean nuevas rimas y formas métricas.

Gustavo Adolfo Bécquer es un autor de lirismo intimista, sencillo y refinado en la forma para que transluzca mejor el sentir profundo de su obra. Está muy influenciado por el Romanticismo alemán de Heine. Su obra más importante fue Rimas y leyendas. Las leyendas fueron publicadas en su mayor totalidad entre 1857 y 1871 en El Contemporáneo y El Museo Uni. Bécquer, al estar muy influenciado por el Romanticismo alemán sitúa sus leyendas en un marco caracterizado por el pasado histórico y lugares misteriosos y nocturnos conocidos por él.

La temática de las leyendas se puede dividir en tres: crimen y castigo, peligros del ideal y el poder de lo sobrenatural, todos caracterizados por la violación de un tabú para satisfacer el deseo propio, que provoca el desencadenamiento de la tragedia. En el comienzo de cada obra se observa como el narrador es un personaje que en ocasiones le explica a otro la historia de la que trata el relato. Con lo que se produce un cambio de narrador, siendo en la introducción de la historia un narrador testigo y más tarde, en el desarrollo de la leyenda, un narrador omnisciente; así se da cuenta de que en el Romanticismo, el narrador, con frecuencia en primera persona, hace una referencia al autor, que es conocedor de todos los lugares y sensaciones del protagonista de sus obras.. Los personajes están definidos en pocas palabras, aunque en la mayor parte de las ocasiones se trata de hombres valientes y enamorados y mujeres hermosas y perversas. Ambos se caracterizan por el amor a la soledad y dar más importancia a lo espiritual que a lo material, principios del espíritu romántico. El lugar y el tiempo es creado mediante la descripción detallada de lugares, el uso de adjetivos, recursos literarios e introduciendo influencias del folclore Europeo como, estatuas que cobran vida, espíritus que regresan del más allá y seres fantásticos con apariencias de mujeres bellas, con lo que la influencia del sentimiento nacionalista está muy presente en las obras románticas.

La estructura argumental es común y se divide, en una introducción donde se describen exhaustivamente las situaciones anteriores a la tragedia, el cuerpo central, donde se cuenta la historia, que sucede dentro de los personajes, y es narrada por un narrador omnisciente y un epílogo, que se sitúa posterior en tiempo, en el cual la atmósfera de misterio y terror se resuelve.

Las influencias del Romanticismo, el Costumbrismo y el Posromanticismo consiguen que estas leyendas tomen un tinte más oscuro, provocando así en el lector miedos escondidos que Bécquer intenta despertar. El fondo de estas historias, es claramente característico del Romanticismo: un hombre que vaga por un mundo casi desconocido que lucha por lograr un ideal inalcanzable y cuando está en el punto más cercano a él, desaparece.

Leyendas.

Maese Pérez, el organista: Maese Pérez era un conocido organista, tocaba cada día durante la misa, pero el día de Nochebuena durante la misa de Gallo el maese no aparecía, tanto tardó que un enemigo suyo quiso ocupar su puesto; fue en ese momento cuando apareció el maese enfermo en un sillón alegando que puesto que sentía que no le quedaba mucho le gustaría tocar el órgano. La misa transcurrió normalmente y el órgano sonó como siempre, pero poco a poco se fue apagando hasta que se quedó en silencio, cuando se acercaron había muerto sobre el órgano. Al año siguiente fue tocado por un buen organista, no hubo ningún incidente pero al terminar la misa juró no volver a tocarlo. Llamaron a la hija del maese para que tocara el órgano, ella con miedo no quería pues había visto sombras, pero no fue hasta el momento de la consagración cuando la hija pegó un grito diciendo que estaba su padre tocando el órgano cuando la comenzaron a creer, pues el órgano estaba sonando solo.

Los ojos verdes: esta leyenda publicada el 15 de diciembre de 1861, en El Contemporáneo, gira en torno a las historias sobre los espíritus femeninos demoníacos que habitaban en el Moncayo. Cuenta la historia de Fernando, un noble que, yendo de cacería, acierta a un ciervo que justo se cuela en una parte del bosque que se comentaba que estaba maldita, la Fuente de los Álamos. Él termina entrando a por el animal y en el reflejo del agua alcanzó a ver unos ojos verdes que le hicieron perder la razón. Desde ese momento, salía todos los días de caza esperando encontrase con la dueña de esos ojos. Su sirviente Iñigo, intrigado por su comportamiento, le pidió que le explique qué pasaba. Cuando se lo hubo contado, Iñigo le advirtió que se trataba del demonio que guardaba ese lugar. Ignorándole, Fernando volvió a la fuente y se encontró con la mujer de los ojos verdes. Allí le confesó su amor y esta le respondió que podrían estar juntos, mientras se iba adentrando más en la fuente. Este intento seguirla, cayéndose dentro y hundiéndose en el agua.

La ajorca de oro: cuenta cómo Pedro un joven enamorado termina robando al ajorca de oro que se encontraba en manos de la Virgen en la Catedral, pues su novia había estado muy disgustada porque no podía tenerla. A pesar de haberse negado en un principio, Pedro accedió, y aunque cerró los ojos para no ver lo que hacía, cuando por fin los abrió las diferentes figuras a su alrededor se acercaban hacia él; tal fue el impacto que se desmayó. Cuando lo encontraron tirado con la ajorca entre las manos el solo supo decir que la ajorca era de la virgen. Se había vuelto loco tras cometer un delito por amor.

El Cristo de la calavera: esta leyenda nos transporta a la época de la Reconquista. El rey de Castilla manda celebrar un gran festín en honor a los caballeros que se van a luchar contra los moros. A esa fiesta asiste Doña Inés de Tordesillas, una dama guapísima, y dos de sus enamorados, Alonso de Carrillo y Lope Sandoval. Estos aprovechan que se le cae un guante para acercarse a ella, y cada uno termina cogiéndolo por un extremo. Ahí empieza su enfrentamiento, que se resuelve gracias al rey, que al ver la situación decide ser él el que le entregue el guante. Esa noche los dos caballeros quedan para batirse en duelo. Encontraron un cobertizo que les podía servir, en el que se veía un Cristo y una calavera iluminados por una luz. Cuando empezaron a pelear, la luz se apagó, y como eso siguió pasando varias veces, decidieron que su pelea iba contra la voluntad del Señor. Cuando volvían a palacio, vieron como un hombre salía de las habitaciones de Inés, y se rieron a carcajadas. Al día siguiente, Inés les despidió a los tres desde el palco del palacio.

La Rosa de pasión: cuenta la historia de amor entre Sara, una judía hermosa y un joven cristiano. Habla de cómo el padre de Sara, Daniel Leví se entera de que su hija está enamorada de un cristiano, lo que hace que la comunidad judía comience a conspirar, pues los cristianos son los enemigos. El padre, que es rencoroso y vengativo, reúne al día siguiente a todos los judíos en una iglesia abandonada, donde preparan una cruz. Sara se entera y acude allí, donde enfadada al ver lo que pretende su padre le dice que tiene un nuevo padre, porque ahora es cristiana. Esto provoca que el padre más cabreado que nunca la agarre a la cruz y se la deje al resto de los judíos para que hagan con ella lo que quieran, pues ya no es su hija, se ha convertido en el enemigo. Se cuenta que un día un arzobispo se hizo con una flor hermosa jamás vista, esta flor había sido recogida de los muros de la iglesia, decidieron cavar y encontraron los huesos de una mujer muerta. Esta flor fue conservada y hoy es bastante común, es conocida como la Rosa de la Pasión.

El monte de las ánimas: en Soria ha llegado el día de Todos los Santos y se cuenta una leyenda que tiene lugar en el llamado Monte de las Animas. Entre los Templarios, guerreros religiosos y los árabes sucedió un conflicto de intereses, pues los primeros tenían acotado el monte donde reservaban caza, y los otros realizaron una batida en el coto. Por lo tanto surgió una batalla entre ambos en aquel monte, que pronto se cubrió de cadáveres. Desde entonces se dice que la noche de los difuntos la campana de la capilla suena sola y los espíritus de aquellos muertos despiertan y luchan en una pelea fantástica. Beatriz y Alonso mantenían una conversación hasta que la joven echó en falta una banda azul que su primo Alonso le había regalado. 
Esta cayó en la cuenta de que la había olvidado en el Monte de las Animas y su primo, en un intento de mostrar su valentía, a pesar del profundo miedo que le daba acudir a aquel monte en una fecha tan especial, se puso en marcha a la búsqueda de la banda. Aquella noche, mientras Alonso partía hacía allí, Beatriz rezaba por su primo y hasta que no amaneció pasó una noche llena de terrores y pensamientos horribles. Despertó y la banda azul se encontraba en su lecho, ensangrentada. Alonso había sido devorado por los lobos y esta murió asustada al ver la banda. Un cazador que pasó una noche en el monte asegura que vio a los espíritus de los Templarios y nobles sorianos rondando por allí persiguiendo a una joven que daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

El beso: esta leyenda toledana se publicó el 27 de agosto de 1863, en La América. En ella, Bécquer nos relata la llegada de los soldados franceses durante la Guerra de la Independencia. Al no encontrar alojamiento, un grupo de soldados debe pasar la noche en un convento desvencijado. Al día siguiente, el capitán de este grupo se reúne con sus amigos y declara no haber dormido casi nada por haber estado con una mujer. Al contarle a estos que esa mujer es de mármol, sus compañeros empiezan a burlarse de él, a lo que responde invitándoles esa noche a ir al convento a beber y a verla. Cuando ya estaban allí festejando con champán, el capitán habló de las inscripciones en las estatuas, afirmando que se trataban de un marido y su mujer. Tras esto, escupió a la figura masculina diciéndole que le daba de beber, e intentó besar a la mujer. Pero, antes de que llegara a tocarla, cayó ensangrentado y muerto al suelo, supuestamente herido por el guante de mármol de la estatua del hombre.

El Miserere: cuenta cómo un músico quiere enmendar sus errores del pasado y para ello decide crear el himno del dolor del Rey Profeta, por lo que va buscando distintos misereres y escuchándolos. Cuando cree que ha escuchado todo, llega a una abadía donde le cuentan la historia de un monasterio en el que ocurrió un saqueo donde murieron todos los monjes mientras cantaban el Miserere. Y todos los años la misma noche en la que ocurrió, las ruinas del monasterio se iluminan y se escucha un canto lúgubre, el canto de los monjes muertos. El músico decide ir a comprobarlo, y la noche en la que supuestamente ocurriría, acude a las ruinas; allí se encuentra con que el monasterio se ha iluminado y los monjes han comenzado a aparecer para cantar el Miserere, hasta que al final se les unen los arcángeles. Justo al finalizar el canto, el músico se desmayó. Al día siguiente vuelve a la abadía con la noticia de que ha encontrado lo que buscaba y les pide alojamiento durante el tiempo que tarde en transcribirlo. Fue capaz de escribir casi todo el Miserere, pero cuando llegó al final se trabó, era incapaz de continuar, lo que hizo que se volviera loco y muriese. A día de hoy los frailes todavía conservan ese miserere inacabado.

El caudillo de las manos rojas: cuenta la historia de Pulo, un caudillo enamorado de la mujer de su hermano Tippot-Dheli (rey de Orisa). Una noche Pulo y Siannah son descubiertos por su esposo y Pulo mata a su hermano, convirtiéndose en rey y a la vez cayendo sobre él la maldición de los amantes. Por más que intenta hacer Pulo para librarse de la maldición no lo consigue, por lo que pide ayuda a un sacerdote que le dice que será libre cuando suba por las orillas del Ganges y llegue al Tíbet, donde se lavará las manos manchadas de sangre en un manantial; durante todo el rato llevará consigo a Siannah y no podrán conocerse. Casi al final del camino, Siannah desaparece misteriosamente y Pulo tiene que luchar contra la muerte (Schimen), y es salvado gracias a Vichenú (antagonista de Schimen), quien le encomienda otra tarea, la cual una vez cumplida será liberado y Siannah volverá. La impaciencia de Pulo hace que no sea posible cumplir la tarea encomendada por Vichenú, y decide suicidarse, es en ese momento cuando vuelve Siannah, quien será la primera viuda india que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.

La cruz del diablo: Publicada en el semanario La Crónica de Ambos Mundos, el 21 y 28 de octubre y el 11 de noviembre de 1860. Trata de un grupo de excursionistas que llegan al pueblo de Bellver, donde observan una extraña cruz compuesta de hierro y piedra; uno de ellos le pregunta sobre su procedencia al guía y este, una noche le cuenta la historia; Cuenta la leyenda que en la antigüedad existía un señor feudal que sembró el pánico en el pueblo. Tras luchar en las cruzadas, volvió y siguió haciendo el mal hasta que murió. Años más tarde, ocuparon su castillo un grupo de bandidos, los cuales tomaron la armadura de este señor feudal, el Señor del Segre, e hicieron un pacto con el diablo por el cual, tendrían más poder. Tras morir los bandidos, el diablo ocupó la armadura y sembró el horror entre los ciudadanos de Bellver hasta que, con la ayuda del eremita, despojaron al diablo de la armadura, y junto con algunos sillares del castillo el Señor del Segre construyeron esa cruz, la cruz del diablo.

Creed en Dios: cuenta la leyenda que en el señorío de Fortcastell habitó un barón, Teobaldo de Montagut. Nacido a raíz de un sueño que su madre, la condesa de Montagut tuvo, acerca de que en su interior estaba engendrando una serpiente monstruosa. Al nacer, la condesa murió; y su padre pereció años más tardes en la guerra. Teobaldo fue un noble vil y sin piedad que arrasó todas las tierras de su señorío, hasta que un día, tal era su obsesión por cazar una res que exhausto y muerto su corcel, un paje le ofreció otro que le llevó a lugares fantásticos, incluso a pasajes en los que habitaban ángeles e infelices. Sintió despertar de este sueño, y preso del agotamiento regresó a su castillo, encontrándolo en ruinas. Preguntó a los aldeanos, y todos le respondieron que Teobaldo de Montagut había muerto y raptado a manos del diablo.

El rayo de luna: narra la historia de Manrique, un noble caballero de Soria, amante de la soledad y la poesía. Los caballeros de su corte pensaban que estaba loco, pues pasaba la mayor parte del tiempo observando embelesado la naturaleza y hablando solo. Una noche en la que se encontraba en el bosque, observó un espectro, que más tarde dedujo que era una bella dama. Pasó dos meses recorriendo todas las calles de Soria en busca de su amada, pero jamás la encontró; hasta que, una noche, en el mismo lugar en el que la encontró, volvió a verla, pero se quedó atónito cuando se dio cuenta de que su amada no era más que un rayo de luna.

El gnomo: publicada el 12 de enero de 1863 en La América, cuenta la historia de unas muchachas que vienen de coger agua de la fuente cuando se encuentran con el tío Gregorio, el más anciano del lugar. Estas le piden que les cuente un cuento, y él les habla de un hombre que desapareció al introducirse en alguna de las guaridas de los gnomos. Dice que estos viven en cuevas cercanas a los ríos y que allí tienen acumulado un gran tesoro, ya que se dedican a robar todo lo que pueden. Ninguna de las chicas se cree las historias, excepto dos hermanas huérfanas, Marta y Magdalena, que ven ese tesoro como una manera de resolver sus problemas. Ambas son muy diferentes, pero acuerdan ir esa noche en busca del tesoro. Allí se separan, y mientras lo buscan, las fuerzas de la naturaleza empiezan a cobrar vida. Marta habla con el río, que le cuenta que ha visto el tesoro dentro de las montañas, prometiéndole riquezas. Magdalena habla con el viento, que no sabe nada del tesoro, pidiéndole que se marche de ese lugar, que él cuidará de ella. Magdalena termina llegando al pueblo, pero de Marta no se volvió a saber.

La cueva de la mora: en esta leyenda, Bécquer nos transporta a la época de la Reconquista, contándonos la historia de un caballero cristiano que es apresado en una batalla y retenido en las mazmorras de un castillo en las peores condiciones. Mientras está preso, se enamora de la hija del alcaide del castillo. Cuando es rescatado, decide volver al castillo a por ella, y vuelve a entrar en batalla. Los moros terminan tirándolo de un muro, y yacía moribundo cuando la mora fue a salvarle. Consiguió arrastrarlo hasta el patio de armas, y después lo escondió en una cueva. Fue a buscar agua para él al río, pero los moros la confundieron con uno de los cristianos y le dispararon. Desde entonces, se decía que sus almas vagaban por esa cueva.

La promesa: Margarita lloraba pues Pedro, su amante, se marchaba a luchar a Sevilla a favor del conde de Gómara. Le preocupaba que su amante jamás regresara de la batalla. El conde de Gómara mientras se encontraba en su tienda hablaba con su escudero sobre un hecho sobrenatural que le sucedió hace tiempo. En una pelea estuvo a punto de morir pero apareció una mano misteriosa de la nada y le salvó la vida y así este no cayó al vacío. Desde entonces su mayor obsesión es aquella mano que según él le acompaña en todos los actos. Apareció un juglar recitando cantigas por una de las tiendas de campaña y el conde se detuvo a escucharla, pues el tema le interesaba. Tras escucharlo se dio cuenta que Margarita había sido asesinada por su propio hermano, y que en su entierro la mano de la joven sobresalía de la tumba y en ella se encontraba el anillo que el conde había colocado. El conde llegó hasta Gómara para casarse con el cadáver de Margarita y así su mano por fin se hundió.

La corza blanca: publicada el 27 de junio de 1863, en el diario La Ámerica, cuenta la historia de Dionis, un caballero retirado que va de caza con su hija Constanza y sus monteros cuando tropieza con un joven pastar que le cuenta la historia de unas corzas que se burlaron de él. Garcés, uno de los monteros de Dionis y enamorado de su hija, decide que va a cazar para ella a la corza más bonita, una de pelaje blanco. Ella se ríe de sus intenciones, pero a pesar de eso, Garcés pasa la noche en el bosque, y ve como un grupo de corzas se convierten en mujeres, una de ellas, Constanza. Cuando sale a su encuentro, todas vuelven a convertirse en corzas, y convencido de que ha sido un sueño, va a la caza de la blanca. Cuando consigue atraparla, le parece escuchar la voz de Constanza preguntándole qué hace. Esta consigue huir y Garcés termina hiriéndola mortalmente. Ahí es cuando la cierva se transforma en Constanza.

La creación: el dios Brahma se sentía solo y cansado de verse siempre a sí mismo, por lo que fecundó a Maya, la creadora que lo envolvía. De ella brotaron miles de puntos de luz, los gandharvas, pequeños chiquillos. Brahma practicaba la alquimia en su laboratorio y los pequeños acudían a observar en secreto a su padre. Estos, asombrados por lo que el padre creaba, volvieron en una ocasión en la que Brahma no se encontraba allí, y aprovechando que el laboratorio estaba abierto entraron. Allí mezclaron y confundieron todos los elementos hasta que crearon un mundo deforme, oscuro, con polos, montañas, etc., es decir, el planeta Tierra. El dios les descubrió y se preparó para destruir aquella creación, comenzando con el Diluvio Universal, pero finalmente cedió y les otorgó su creación horrorosa puesto que sabía que en manos de unos niños no duraría mucho.
¡Es raro!: Andrés, huérfano al nacer, era un joven que ansiosamente buscaba algún elemento en el que verter todo su amor. Con el paso del tiempo, fue trabajando y enriqueciéndose. Un día se encontró un cachorro, al cual acogió y crió como si de un hijo se tratase. Pero seguía sintiéndose vacío. Tiempo después se decidió a ir a una corrida de toros. Al llegar a la plaza se decidió a visitar a los caballos de los picadores, una vez allí, no pudo evitar comprarse uno. El perro y el caballo se hicieron íntimos compañeros, Andrés se sentía el hombre más feliz del mundo, pero, aún se sentía vacío, necesitaba el amor de una mujer. Pasó el tiempo y comenzó a hacerse rico. Un día en el bosque, observó a una muchacha, habló con ella, y meses después pactó la boda con su madre. Ahora sí, con la mujer, el caballo y el perro, se sentía totalmente completo; pero esta felicidad no le duraría demasiado. Un día, comenzó a escuchar ruidos extraños en su casa, pensó que eran ladrones y se acercó a la aldea en busca de ayuda. Volvió a casa, y se encontró al perro muerto y a su mujer y el caballo desaparecidos. Tras horas y horas corriendo en busca de ellos, le dijeron que se había fugado el ladrón y la mujer, dejando atrás al caballo exhausto. Todo esto hizo que Andrés muriera de pena.

El aderezo de las esmeraldas: Bécquer nos narra una historia que le contó un amigo suyo. Una noche que se encontraba caminando sin rumbo, paró delante de una tienda de joyas, pensando a quién de sus amigas le regalaría qué. De repente exclamó una voz: «¡Qué hermosas esmeraldas!». El hombre se decidió a comprarle esas esmeraldas, pero primero tenía que conseguir el dinero; para conseguirlo, escribió un libro, del cual no sacó más que 3000 reales, con lo que aún le faltaba dinero. Decidió usar lo conseguido con la venta del libro para apostar y así conseguir lo que le restaba. Una vez conseguido el dinero, y comprado el aderezo, pactó con una de las doncellas de la dama para que colocase la joya sin que esta se diera cuenta. De repente, una noche, en uno de los más importantes bailes de la ciudad observó a la dama con su joya, tal fue su alegría, que esa noche soñó con la mujer. Días después se encontraba en un círculo de jóvenes en el cual estaban hablando de lo extraño del caso del aderezo y la dama, cuando uno de ellos comenzó a injuriar acerca de la mujer. Esto provocó una pelea entre ambos, que provocó que el protagonista quedase en cama enfermo y con fiebre. Fue en ese momento cuando se abrieron las cortinas, y apareció la dama. En el momento final de la historia, el amigo le comenta a Bécquer que no es más que una farsa que se acaba de inventar.


La venta de los gatos: en esta leyenda es Bécquer el mismo narrador. Cuenta que un día paseando por el barrio de San Jerónimo de Sevilla se encontró con una venta en la cual había gran multitud y alegría. Se decidió a parar en dicho lugar y mientras se tomaba algo, observó a una chica, que era la cantante en un coro femenino y la retrató. Al terminar, se disponía a abandonar la venta, cuando un joven, el responsable del coro masculino se le acercó y rogándole que le regalase el retrato de su amada, le mostró todos sus sentimientos. Después de esto, el autor abandonó Sevilla, a la cual volvió 10 años después.Al volver allí, y una vez habiendo paseado por toda la ciudad, retornó al barrio de San Jerónimo, en busca de tan alegre venta. Una vez allí, se dispuso a tomar algo en el mismo lugar en que 10 años atrás había estado, pero todo había cambiado. El ventero comenzó a contarle todo lo sucedido allí: La chica a la que había retratado, Amparo, se prometió con el chico de la guitarra. Estaban a punto de casarse, cuando un día, se acercaron a tal lugar unas personas pidiendo información sobre Amparo. Esta había sido arrancada de los brazos de su padre, un poderoso hombre, y este quería recuperarla. Consiguieron lo que querían, se llevaron a Amparo. Esta tras mucho tiempo, murió de pena, y al pasar la comitiva por delante de la venta, el chico con el que se había prometido salió, les acompañó hasta el cementerio y se volvió loco.

Otras leyendas:

El rey Alberto.
La vuelta del combate.
Las hojas secas.
Memorias de un pavo.
La mujer de piedra (inacabada).
Amores prohibidos.
La Cueva de la mora.
La arquitectura árabe de Toledo.

Rimas y Leyendas

Bécquer publicó la mayoría sus leyendas de forma irregular, en formato folletín o novela por entregas, en un margen de 54 años, de 1858 a 1864, en varios periódicos madrileños de la época, como son el gran periódico centrista español El Contemporáneo, en el que ejerció como redactor, o La Crónica de Ambos Mundos y La América. Ese tipo de difusión condicionó en gran manera la temática y el momento de publicación de cada una. El Monte de las Ánimas se publicó poco antes del día de Todos los Santos, Maese Pérez, el organista, en Navidad, y El miserere, en Semana Santa. Además, la publicación de algunos de ellos en varias entregas, como Rayo de Luna, hizo que su estructura variara un poco para mantener la intriga durante todo el relato. Tras su muerte en 1870, sus amigos las publicaron en una edición que incluía las Rimas, que en un principio iban a ser costeadas por uno de los ministros del momento, Luis González Bravo, de Unión Liberal. Con un prólogo de Rodríguez Correa, la obra se editó en dos volúmenes con el título de Rimas y Leyendas, en 1871, para ayudar a la viuda y sus hijos económicamente. En sucesivas ediciones se iría ampliando la selección, que a partir de la quinta la obra ya constará de tres volúmenes. Actualmente, se pueden encontrar diferentes versiones de Rimas y Leyendas, dependiendo de la editorial y la edición, en las que varían las obras escogidas.

Repercusiones en el arte.

El poeta Gustavo Adolfo Bécquer perteneció a la corriente literaria del Romanticismo, una corriente cultural y artística originada en Francia y Reino Unido a principios del siglo XIX. Surge como una transformación de un estilo anterior, el Neoclasicismo. Los términos romanticismo y romántico se usan a menudo para expresar una determinada actitud sentimental, generosa e idealista, y se aplica a la descripción de hechos y situaciones de todas las épocas. El Romanticismo no surge tan solo como un estilo artístico, sino también como una actitud vital que afecta tanto al arte, la literatura y la música como la propia manera de vivir. Las raíces ideológicas del movimiento romántico se hunden en los grandes pensadores del siglo XVIII, especialmente en Rousseau y en la filosofía alemana vinculada al nacimiento del nacionalismo.
El Romanticismo en la pintura se basó en varias ocasiones en la literatura. Encontramos diversos ejemplos de la influencia de la literatura romántica en la pintura. Uno de ellos es el verso de Goethe “En todas las cumbres está la paz” que sirve de inspiración para la pintura de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de niebla. Otra muestra de ello es La muerte de Sardanápalo, una traducción pictórica de un poema de Lord Byron.
Otros pintores románticos transportaron obras literarias al lienzo. Dante y Virgilio, con sus escritos sobre el Infierno, inspiraron a William Blake para su cuadro Las puertas del infierno.

La obra de Bécquer y sus repercusiones posteriores.

La literatura romántica sirvió de inspiración para muchos pintores. Para comenzar debemos señalar el retrato a Gustavo Adolfo Bécquer, realizado por su hermano Valeriano Domínguez Bécquer. Se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Algunas de las leyendas de Bécquer han sido transportadas a la pintura. Una de las más retratada es El Monte de las Animas. Incluso el propio autor también pintó esta leyenda.


  

Gustavo Adolfo Bécquer 


Nace en Sevilla el 17 de febrero de 1836 y muere en Madrid el 22 de diciembre de 1870. Es conocido por su poesía y sus narraciones, siendo un representante del Romanticismo, con influencias del romanticismo alemán. Como muchos otros artistas Bécquer fue conocido en vida, pero no fue hasta después de muerto cuando alcanzó la fama.
Su obra más conocida es Rimas y Leyendas, obra que junta las Rimas, escritas durante toda su vida, pero que no fueron publicadas hasta después de su muerte, cuando un incendio casi acaba con ellas, y sus amigos deciden publicarlas; las Leyendas, al contrario que las Rimas, fueron publicándose a lo largo de su vida. En esta obra se recogen todas sus Rimas, donde relata su vida, y algunas de las Leyendas más conocidas





Gustavo Adolfo Domínguez Bastida.
Biografía RAH

casa natal de Gustavo Adolfo Bécquer en la calle del Conde de Barajas de Sevilla. En 1887 se colocó la lápida conmemorativa de la fachada.


Domínguez Bastida, Gustavo Adolfo. Gustavo Adolfo Bécquer. Sevilla, 17.II.1836 – Madrid, 22.XII.1870. Poeta y prosista.

Nacido en Sevilla, en el barrio de San Lorenzo, en el seno de una antigua familia de origen flamenco, Gustavo Adolfo Bécquer, nombre que adoptó para sus actividades artísticas, se llamaba en realidad Gustavo Adolfo Domínguez Bastida. Sus antepasados habían llegado a Sevilla procedentes de Flandes a finales del siglo XVI o comienzos del XVII, atraídos por el gran desarrollo mercantil y las posibilidades dinerarias de una ciudad en expansión que controlaba el comercio con el Nuevo Mundo. Eran financieros y comerciantes, y gozaron de gran poder económico. Dos de ellos, los hermanos Miguel y Adán Bécquer, llegaron a tener enterramiento y capilla propios en la catedral hispalense, en la que hoy lleva el nombre de Santas Justa y Rufina. El paso del tiempo fue, sin embargo, mermando su patrimonio, y en los años en que nació el poeta no quedaba ya el menor rastro de aquella antigua opulencia, aunque los Bécquer aún seguían disfrutando de cierta respetabilidad pública derivada de su brillante pasado. La familia había perdido el viejo apellido flamenco pero seguía usándolo por razones de prestigio social. Sus miembros carecían de la habilidad comercial de aquellos antepasados que llegaron de Centroeuropa, pero en contraste varios de ellos mostraban grandes capacidades artísticas. 
El padre del poeta, el “maestro José Bécquer” era lo que entonces se llamaba un “pintor de género” que, entre otros oficios, se ganaba la vida ilustrando publicaciones, entre ellas la famosa España Artística y Monumental, y vendiendo a los escasos turistas de entonces cuadros de costumbres con escenas de la vida sevillana. Su tío, Joaquín Domínguez Bécquer, pintor costumbrista de más alcance y de cierta influencia en los ambientes culturales de la ciudad, llegó a ser miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, y su hermano Valeriano, buen dibujante, disfrutó con su pintura de un reconocimiento y una proyección pública muy notable como retratista, ilustrador de revistas y autor de una valiosa serie de “tipos españoles” que reflejaba una pasión por los ambientes populares anticipadora del folclorismo científico de finales del siglo XIX. Pasión compartida también por su hermano menor, el futuro autor de las Rimas. Bastante menos es lo que se sabe de la madre de ambos, Joaquina Bastida y Vargas, oriunda de Lucena (Córdoba), que dio ocho hijos varones al matrimonio.

Gustavo Adolfo, huérfano muy pronto de padre (1841) y de madre (1847), se mostró desde niño hábil en la práctica de la pintura y de la música, aunque a la postre se inclinó por la actividad literaria, dominio en el que alcanzó cotas de excelencia comparativamente muy superiores a los demás artistas de su familia dedicados a la pintura. Y aunque por nacimiento y ambiente parecía claramente destinado al oficio de pintor, su prematura orfandad y sus amistades escolares despertaron su pasión por la poesía y cambiaron el rumbo de su vida. Pero en todo caso, el haber nacido y crecido en un ámbito familiar de tantas inquietudes estéticas fue, sin duda, un elemento determinante en su futura vocación de escritor. Tras la muerte de José Bécquer, su joven viuda logró que su hijo Gustavo Adolfo ingresara, en 1846, en el Colegio de San Telmo, cuyo nombre oficial era el de Colegio Seminario de la Universidad de Mareantes, centro en el que se había refundido la famosa Universidad de Mareantes de Triana. 
En él estudiaban la carrera de Náutica los varones huérfanos de buenas familias venidas a menos. Y allí escribió sus primeras obras (una composición Al viento, a imitación de Zorrilla, y otra en verso suelto) animado por Narciso Campillo y otros compañeros de estudios. Y en el mar hubiese estado probablemente el destino profesional de Bécquer (“piloto de altura, cosmógrafo, navegante...”, como cuenta el propio Campillo) de no mediar una Real Orden de julio de 1847 por la que se suprimía expeditivamente el colegio, en cuya sede se instaló la pequeña corte de la infanta Luisa Fernanda y el duque de Montpensier. 
Más tarde, el todavía niño Gustavo Adolfo cursó estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza, donde cultivó sus gustos literarios de la mano del catedrático Francisco Rodríguez Zapata y, quizá, del propio Alberto Lista, patriarca de la poesía española de su tiempo, ya retirado en Sevilla, al que pudo oír en algunos actos públicos y a cuya muerte, en 1848, Bécquer dedicó su primer poema importante (Oda a la muerte de don Alberto Lista); texto que, al igual que todos los de su prehistoria lírica, carece todavía de auténtico acento personal y revela un fuerte apego a los patrones neoclásicos de la llamada Segunda Escuela Poética Sevillana (Arjona, Lista, Reinoso, Mármol, Blanco White...), desde los que pronto evolucionó, ya instalado en Madrid, hacia la asombrosa modernidad de sus Rimas en un proceso de depuración lírica sorprendentemente precoz.

Al quedar huérfano de madre, vivió bajo la protección de su familia materna y muy especialmente de su madrina, Manuela Monnehay, hija de un perfumista y quincallero francés afincado en Sevilla, en cuya biblioteca leyó apasionadamente a los clásicos grecolatinos y a los románticos franceses y españoles. Se sintió fuertemente atraído por el mundo de los sueños, que él convirtió en una fuente de conocimiento y en un verdadero estado poético. Esas tempranas lecturas de su niñez (Horacio, Espronceda, Zorrilla, Rousseau, Lamartine, Chateaubrinad, Hoffman...) fueron modelando su sensibilidad lírica y proyectándola por los cauces del intimismo, la fantasía y la introversión, reflejo de una rica y agitada vida interior que contrastaba con su proverbial timidez y su carácter retraído.
Arrastrado por esa fuerte vocación literaria y tras algunos fallidos intentos de seguir la carrera de pintor al lado de su influyente tío Joaquín, se marchó a Madrid en el otoño de 1854, cuando aún no había cumplido los dieciocho años, con el propósito de hacer fortuna en la carrera de las letras. Como para tantos otros jóvenes escritores de su tiempo, la Corte ofrecía posibilidades de promoción entonces impensables en la vida de provincias. Dejaba atrás, además de las fuertes vivencias de su Sevilla infantil, el cariño de la joven Julia Cabrera, uno de sus primeros amores, que al parecer le guardó fidelidad hasta el fin de sus días. Tras las primeras decepciones y las primeras estrecheces económicas, magnificadas en no pocos casos por la infundada leyenda de un Bécquer mísero y marginal que hubo de dormir más de una noche en los bancos del paseo del Prado, el poeta fue acomodándose a la vida literaria madrileña, sobre todo en el mundo del periodismo, con el apoyo de sus amigos Julio Nombela, Luis García Luna, Narciso Campillo, Ramón Rodríguez Correa, etc. Alguien le buscó un modesto empleo de escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales, del que fue cesado al poco de ingresar. 

Escribió libretos de zarzuelas, fue editor de libros y de revistas ilustradas e impulsor de la moderna técnica de la fotografía, que aplicó brillantemente en su Historia de los templos de España, ambicioso proyecto que no llegó a realizarse en su totalidad y cuya primera entrega, apoyada económicamente por la reina Isabel II, apareció en agosto de 1857. Más tarde, se dedicó también a escribir artículos críticos y de costumbres. Por ello, más que como poeta, Bécquer fue reconocido en vida como periodista, pues apenas publicó versos, y muchos de ellos anónimos y en pequeñas revistas de escasa proyección, aunque siempre sostuvo en su fuero interno que la poesía era la actividad que verdaderamente colmaba sus expectativas de escritor. Participó también en las tertulias de los cafés de entonces: el de San Antonio, el de los Ángeles, el de la Esmeralda, el del Príncipe, el Suizo..., en los que Bécquer y sus amigos se iniciaron en una suerte de bohemia literaria anticipadora de la del “Fin de siglo”.
Su situación económica y su estabilidad emocional mejoraron notablemente cuando su hermano Valeriano, convertido ya en un pintor de prestigio, decidió también marcharse a la capital de España. Tras algunos amores ocasionales —entre ellos, el de la cantante Julia Espín, que al parecer no pasó de ser una pasión fugaz no correspondida—, se casó en 1861 con Casta Esteban, hija de un médico especialista en enfermedades venéreas que había atendido al poeta en algunas ocasiones. El matrimonio, del que nacieron varios hijos, fue un fracaso, y estuvo lleno de turbulencias y episodios rocambolescos que llevaron a la separación definitiva de los esposos poco antes de la Revolución de 1868. 
El ingreso en el equipo fundador del periódico El Contemporáneo en diciembre de 1860 había contribuido a mejorar su suerte. Pero una crisis de salud que ya arrastraba de años anteriores y las amarguras de su desgraciado matrimonio le impulsaron a pasar una larga temporada (1863-1864) en la soledad del monasterio de Santa María de Veruela (Zaragoza), reflejada en sus Cartas desde mi celda. Junto a Valeriano, que había recibido una pensión del Ministerio de Fomento para pintar tipos y costumbres populares, recorrió distintas regiones de España, de ahí la atención literaria que el poeta prestó, entre otros lugares, a Soria, Aragón y Toledo, además del interés que siempre mostró por Andalucía y Madrid. En ese sentido, los dos hermanos Bécquer fueron otros tantos abanderados de una preocupación por la cultura popular que terminaría dando sus mejores frutos en los años finales del siglo XIX y comienzos del XX con el folclorismo científico de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, y otros autores.

Las afinidades ideológicas y las buenas relaciones personales de Gustavo Adolfo con el ministro conservador Luis González Bravo le granjearon un cómodo puesto en la Administración pública: el de censor de novelas, que disfrutó entre enero de 1865 y octubre de 1868, a la vez que dirigía El Museo Universal, la mejor revista ilustrada de la época. La política, sin embargo, terminó muy pronto pasándole factura, y el triunfo de la Gloriosa (1868) con el destronamiento de Isabel II y la consiguiente caída en desgracia de González Bravo obligaron a los dos hermanos a retirarse discretamente a Toledo, alejados de las turbulencias de la nueva situación en Madrid. Aquella estancia toledana fue una especie de obligado refugio sólo aliviado por la belleza de la ciudad y la presencia de sus hijos y los del propio Valeriano. El poeta pasó entonces por malos momentos, frustradas sus expectativas en la vida cultural de la Corte y exacerbada su frustración por el triunfo de una idea de “progreso” que le parecía atentatoria contra el rico patrimonio histórico de España. Vuelto a Madrid, Bécquer acarició la idea de participar en la apasionante aventura de La Ilustración de Madrid, otra excelente revista ilustrada planeada por Eduardo Gasset.
 El tiempo, sin embargo, no permitió a ninguno de los dos hermanos disfrutar del proyecto, cuyo primer número vio la luz en enero de 1870. Ambos murieron pocos meses antes: Valeriano el 23 de septiembre, y Gustavo Adolfo el 22 de diciembre. No hay muchos datos fehacientes sobre la verdadera causa de la muerte del poeta, que unos autores achacan a los efectos de una vieja tuberculosis pulmonar exacerbada por un enfriamiento en un día de lluvia en el tranvía de mulas que lo llevaba desde el centro de Madrid hasta su domicilio del barrio de Salamanca, y otros, ateniéndose a la literalidad del certificado de defunción, aceptan que murió “a consecuencia de un grande infarto de hígado”.
Muerto en plena juventud —no había cumplido aún los treinta y cinco años—, la vida de Bécquer supone en muchos aspectos la antítesis de la de otros grandes poetas de su tiempo que gozaron de gran estimación pública. Aunque implicado en la vida literaria de Madrid y sin ocultar sus simpatías políticas, fue, sin embargo, una persona introvertida, silente y poco dada a las exhibiciones. Durante años cultivó casi en secreto, desconocida para la mayoría de sus contemporáneos, la más fuerte de sus pasiones: la poesía, y a la postre fue esa creación lírica en verso y en prosa y no sus actividades periodísticas y editoriales la que hizo de él una de las más grandes figuras de la modernidad literaria española.

Su obra en verso ofrece dos conjuntos de poemas escritos en otras tantas etapas de su vida: los pertenecientes a sus años sevillanos, entre 1848 y 1854, y las Rimas, que son ya producto de su larga estancia en Madrid. El primero de esos dos corpus está formado por unos quince textos, varios de ellos en estado fragmentario, que siguen los moldes de los ilustrados sevillanos de la época, en cuyos gustos el jovencísimo poeta se inició miméticamente en la práctica de la poesía. Casi todos se conservaron manuscritos en un libro de apuntes del padre de Bécquer en el que el pintor iba anotando obligaciones profesionales y encargos de clientes. Muerto éste, el cuaderno pasó a manos de Valeriano y Gustavo Adolfo, quienes entre finales de la década de 1840 y primeros de la de 1850 lo fueron llenando de dibujos y apuntes literarios, algunos por cierto fuertemente obscenos que quizá tengan algo que ver, a juicio de algunos estudiosos, con el libro Los Borbones en pelota, una colección de acuarelas de sátira político-pornográfica alusivas a los finales del reinado de Isabel II que varios autores atribuyen a los dos hermanos. 
Ese libro de apuntes del maestro José Bécquer, que se conserva en la Biblioteca Nacional, ha sido publicado en 1993 por Leonardo Romero Tobar, que ha puesto a nuestro alcance ese precioso corpus poético juvenil del menor de los Bécquer. Títulos como “Oda a la muerte de Don Alberto Lista”, “Al céfiro”, “La plegaria y la corona”, “A Elvira”, “Oda a la señorita Lenona en su partida”, “Las dos”, [“Danza de la ninfa”]..., y sobre todo el titulado “A Quintana”, éste ya publicado en 1855, recién llegado a Madrid, revelan muy claramente sus deudas de escuela con los ya citados poetas de la Sevilla de la segunda mitad del siglo XIX. Elegía, amor y naturaleza son las tres nociones que dan unidad a este ramillete de textos juveniles. 
Es común a todos ellos la nota doliente, sentimental y triste, lograda con un utillaje de tono clasicista (verso largo, decoro lingüístico, gusto por las formas de amplio respiro clásico y afectada elevación retórica...) que poco a poco, una vez instalado Bécquer en Madrid, irá derivando hacia lo musical, lo evanescente y lo misterioso, en un proceso de estilización que le llevará muy pronto a la escritura de las Rimas. Aquellos rígidos ingredientes de filiación ilustrada se fueron cargando poco a poco de sentida emotividad y aire sincero, notas que el joven poeta pudo tomar también de los románticos leídos en su niñez en la biblioteca de su madrina y de sus contactos madrileños con las traducciones de los poetas alemanes del siglo XIX.

Las Rimas, su obra de más altura lírica y más trascendencia literaria, constituyen inicialmente un conjunto de setenta y nueve poemas cortos, de los cuales el autor sólo llegó a publicar en vida, en periódicos y revistas, un total de dieciséis, a partir de 1856, en que apareció la primera. A finales de la década de 1860, Bécquer pensó en editarlas en un libro, para lo cual preparó un manuscrito que entregó a González Bravo, quien se había ofrecido a prologárselo. Pero la casa del ministro fue saqueada por los revolucionarios del 68 y el manuscrito se perdió definitivamente.
Bécquer pudo entonces reconstruir sus textos, no se sabe con exactitud en qué medida, en un cuaderno que tituló El libro de los gorriones y que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional lleno de enmiendas, tachaduras y dibujos del autor. Consta de setenta y nueve poemas que más tarde la crítica ha completado con algunas otras de dudosa atribución. A poco de morir el poeta, algunos de sus amigos (Casado del Alisal, Augusto Ferrán, Narciso Campillo, Ramón Rodríguez Correa y otros), aportando los fondos necesarios, editaron las Rimas (1871) según un criterio numérico y temático que no coincidía con el del Libro de los gorriones, pero que se viene manteniendo en la mayor parte de las ediciones posteriores. Prescindiendo de las fechas de su creación, ordenaron los textos como partes de un poema mayor en el que, a la manera del Intermezzo lírico de Heine, se encerraría “la vida de un poeta”, desde sus ilusiones primeras, el amor y el sentimiento del arte hasta el dolor y la desolación finales. La poesía, el amor, la naturaleza, el sueño, el misterio, el desengaño y la angustia son los temas que hilvanan la disposición del libro. Su gran novedad radica en la expresión de un lirismo intimista y refinado, desconocido entonces en España, que sólo admitía comparación con los espíritus más sensibles de la poesía europea del siglo XIX (Keats, Shelley, Leopardi, Heine...) y que se proyecta a través de una técnica compositiva y un lenguaje muy alejados del peculiar retoricismo romántico: verso corto, gusto por la asonancia, el encabalgamiento y los pies quebrados, un léxico muy escogido y a la vez sorprendentemente natural, y un especial cuidado por el ritmo interior de los versos que otorga a los poemas una musicalidad suave muy distintiva, nada estridente, y crea una atmósfera cargada de sugerencias. 

Todo aparece envuelto en la evanescencia y en la indeterminación, cuando no enmascarado por brumas y nieblas que diluyen los contornos de los objetos y adelgazan su corporeidad, ampliando así el campo significativo del discurso lírico hacia horizontes hasta entonces insospechados. De ahí que la crítica lo considere un claro precedente de la estética simbolista en la literatura española y lo defina como nuestro primer poeta moderno. Supo integrar los modelos métricos clásicos (combinaciones de endecasílabos y heptasílabos) con las formas de inspiración popular (romances, soleares, seguidillas...) que sin duda él conocía bien por sus orígenes andaluces y sus contactos juveniles con Lista, Mármol y otros poetas de su Sevilla infantil que habían usado con maestría tales metros, reelaborándolos en un nuevo registro culto todavía algo sobrado de retoricismo clasicista. Bécquer da un paso más: tiñe esos moldes de un exquisito sentimentalismo personal y una agilidad expresiva desenvuelta y fresca, y se convierte en el primer neopopularista de la España moderna, claro antecesor de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y los autores del 27. Esta inclinación por el arte del pueblo y los versos cortos procede también de sus lecturas de los poetas alemanes del siglo XIX (Göethe, Schiller, Heine...), cultivadores de lieder que él conoció sobre todo a través de las exquisitas traducciones de este último publicadas por Eulogio Florentino Sanz en El museo universal (1857). Su admiración por esa poesía de aire popular la hizo constar muy expresivamente en la reseña que en 1861 hizo al libro La soledad de su amigo Augusto Ferrán. Las Rimas, aun dentro de su aparente levedad, están consideradas sin discusión como la aportación lírica más innovadora y trascendental de todo el siglo XIX español.
Pero Bécquer se reveló también como el gran artífice de la mejor “prosa de arte” de su tiempo a través de sus leyendas, en un conjunto de relatos (El caudillo de las manos rojas, La cruz del diablo, La corza blanca, El monte de las ánimas, Los ojos verdes, Maese Pérez el organista, El rayo de luna, El Miserere, La Venta de los Gatos...) que el poeta fue publicando en periódicos y revistas madrileños entre 1858 y 1863. Para la confección de este género (la leyenda lírica) tuvo en cuenta módulos y materiales procedentes de la primera mitad del siglo XIX (Espronceda, el duque de Rivas, Zorrilla...), que habían cultivado sobre todo la leyenda en verso. Al escribirla en prosa, el autor va dejando atrás la obsesión narrativa e historicista de estos primeros románticos y la transforma en un verdadero género lírico, en un cauce de expresión de su propia personalidad y de su visión ética y sentimental del mundo. Para ello se sirvió indistintamente de fondos históricos, a veces sólo levemente sugeridos, y de episodios contemporáneos, pero no estuvo obsesionado ni por el historicismo ni por el costumbrismo.
Buscó sobre todo la emoción lírica y la expresión de una subjetividad personal casi siempre envuelta en la fantasía y el misterio. Son continuas sus recurrencias al mundo medieval, a la literatura oriental, a los relatos folclóricos, a la atmósfera de los cuentos infantiles y también a los cuentos fantásticos a la manera de los de Hoffman... Sus protagonistas, liberados de toda preocupación realista o psicologista, serán más símbolos que personajes. Más que la historia en sí misma, Bécquer apunta a la creación de una atmósfera lírica que subyuga y atrapa al lector y lo proyecta a una dimensión espiritual y muchas veces esotérica. Atmósfera que consigue gracias al empleo de un nuevo tipo de prosa poética cargada de sensaciones que, sin embargo, no perderá nunca su eficacia narrativa. También en este dominio de la prosa artística, que cultivó asimismo en sus apólogos y otros relatos líricos (La creación, Tres fechas...), fue un verdadero innovador en la literatura española contemporánea. De gran altura poética son también las nueve cartas Desde mi celda, publicadas anónimas en El Contemporáneo entre el 3 de mayo y el 6 de octubre de 1864, durante su estancia en el Monasterio de Veruela. Importantes para conocer no pocas claves de su visión de la poesía y de su interés por el tradicionalismo, responden a una inequívoca voluntad artística que con frecuencia gusta del arcaísmo léxico y sintáctico. También hay que mencionar las cuatro Cartas literarias a una mujer, aparecidas sin firma en El Contemporáneo entre 1860 y 1861 e igualmente decisivas para el conocimiento de la teoría poética becqueriana.

De su labor como periodista, que fue intensa y sostenida, ha quedado también una serie de artículos en los que Bécquer se ocupa de costumbres españolas.
En general se atienen a los patrones genéricos de la “escena” y el “cuadro” heredados de los costumbristas románticos, aunque con una carga de emoción superior propia de su marcado personalismo y su acentuado temperamento lírico. Entre ellos se encuentran los dedicados a tipos y costumbres de Aragón (Los dos compadres, La misa del alba, El tiro de barra, La corrida de toros en Aragón, Las segadoras...), Soria (Aldeanos de Fuentetoba, Pastor y pastora de Villaciervos, Panadera de Almazán, Campesino del Burgo de Osma...), el País Vasco (Aldeanos del valle de Loyola, El mercado de Bilbao, La sardinera...), Toledo (El pordiosero, La Semana Santa en Toledo...), Ávila (La romería de San Soles, Labradores del valle de Ambles...), León (Procesión del Viernes Santo en León), Palencia (Una cofradía de penitentes), Sevilla (La Feria de Sevilla, Los “seises” de la Iglesia Catedral...); sus escenas madrileñas (La noche de difuntos, La calle de la Montera, Las gallinejas, El Retiro, El calor, Bailes y bailes...); sus críticas literarias y teatrales (La Nena, El barbero de Sevilla, Semíramis...).
En general, estos artículos reflejan muy bien su curiosidad reporteril y su pasión por el patrimonio artístico y folclórico español, su fuerte veta tradicionalista y conservadora en lo cultural y sus reticencias con una idea de progreso vigente en esos momentos que en su opinión amenazaba con hacer desaparecer no pocos tesoros de nuestro país. En ocasiones, y muy especialmente en sus gacetillas de crítica social y en sus crónicas sobre modas, se revela un fino sentido del humor y una desenfadada ironía de buen conocedor de los ambientes más modernos y sofisticados del Madrid de su tiempo. No en vano estaba muy al tanto, desde el importante observatorio de las recién nacidas revistas ilustradas, de la vida frívola de la capital.
Su actividad teatral, de mucho menos empeño, se redujo a la adaptación de algunas operetas italianas y francesas en colaboración con sus amigos Rodríguez Correa y García Luna. Fue un mero modus vivendi ocasional del poeta, cuya mano se dejó sentir sobre todo en los diálogos en verso, teñidos en algunos pasajes de un lirismo cercano al de las Rimas.


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Gustavo Adolfo Bécquer

Información personal
Nombre de nacimientoGustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida
Nacimiento17 de febrero de 1836
Sevilla, España
Fallecimiento22 de diciembre de 1870
(34 años)
Madrid, España
Causa de muerteTuberculosis
SepulturaSacramental de San Lorenzo (1870-1913)
Panteón de Sevillanos Ilustres (actualidad)
NacionalidadEspañol
Familia
PadreJosé Domínguez Bécquer
CónyugeCasta Esteban Navarro
Información profesional
OcupaciónPoeta, escritor y novelista
MovimientosRomanticismo, Simbolismo
GéneroLírica y narración.



  

Casta Esteban Navarro.

Casta Nicolasa Esteban y Navarro nació en Torrubia, hoy Torrubia de Soria el 10 de Septiembre 1841, hija legítima de don Francisco Esteban que era natural de Pozalmuro y de doña Antonia Navarro, descendiente de una respetable y distinguida familia de Noviercas; don Francisco era cirujano, profesión que ejerció en San Felices (donde nació la hermana mayor de Casta que se llamó Florentina como su abuela materna), Torrubia, Yanguas, Soria, Madrid  y finalmente  se retiro a Noviercas, donde falleció el 19 de Marzo de 1876.

Sumamente controvertida ha sido siempre la figura de la esposa de Bécquer. La destinataria de los versos más desapasionados del poeta sevillano ("Tu aliento es el aliento de las flores / tu voz es de los cisnes la armonía") ha sido, con frecuencia, maltratada por críticos excesivamente cercanos a la obra del genial poeta como para poderse poner en el lugar de la mujer que lo acompañó. Natural de Torrubia de Soria (Soria) e hija de un médico al que Bécquer acudió por motivos de salud no del todo aclarados. 
El poeta conoció allí a Casta, con quien contrajo matrimonio en 1861. El matrimonio, apresurado y desigual en caracteres e intereses, no fue precisamente un éxito. El carácter soñador del poeta, que, por otra parte, trabajó hasta la extenuación para sacar a su familia adelante, no parece haber cuadrado demasiado bien con un temperamento práctico y acostumbrado a la vida cómoda de hija de un médico con un más que mediano pasar. Nuestra visión de la tormentosa relación entre ambos se ve agravada por habernos llegado a través de recuerdos de amigos y parientes de él o de ella inevitablemente, y a veces malignamente, subjetivos.

 Tuvo el matrimonio tres hijos, Gregorio, Jorge y Emilio, aunque hay quien duda de que el tercero fuese hijo del poeta. La convivencia de la pareja se rompió tras siete u ocho años de casados, aunque se reconciliaron poco antes de la muerte del poeta. Sobre su conocimiento y reconciliación, así como sobre algunas escenas de celos, corren historias dispares y confusas, enraizadas a veces en la tradición oral (así la descripción de Casta fabricando mantequilla al paso del poeta por la casa del doctor Esteban, padre de la joven, y el arrobo de ambos al contemplarse) y otras en el más puro estilo folletinesco, como la que describe a Casta entrando de la calle envuelta en un mantón negro para reconciliarse con el ya moribundo Gustavo Adolfo.  No obstante, poco sabemos de cierto sobre ello.
 Al año y medio de la muerte del poeta, Casta se volvió a casar con el que había sido su primer novio, en Noviercas, pero éste fue asesinado durante una fiesta de carnaval sólo un año después.
 A partir de este momento, Casta, sola y cuidadosamente evitada por los amigos de Gustavo Adolfo, comienza a perder el juicio y a dar en la idea de que también ella podía ser escritora. Con tal idea, se traslada de nuevo a Madrid, donde dilapida sus ahorros, viéndose obligada a recurrir a la Beneficencia. 
En 1884, acuciada por la necesidad, publicó un libro titulado Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos. Murió al año siguiente en el Hospital General de la Corte.



Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 


Itsukushima Shrine.

CENTENARIO DE MUERTE DE LENIN.

Orden de Lenin.


  

Un siglo sin el guía de la Revolución rusa: ¡Pobre Lenin!
OPINIÓN

Denis Mota Álvarez 
 24 enero, 2024
  
Hace cien años, el mundo se despedía de uno de los líderes más influyentes de la historia: Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin. El fundador de la Unión Soviética y de la primera revolución socialista del mundo, murió el 21 de enero de 1924, en Moscú, a los 53 años. Su funeral fue un acontecimiento multitudinario, que reunió a millones de personas en las calles de la capital rusa. Su cadáver fue preservado mediante un proceso de embalsamamiento, y expuesto en un mausoleo en la plaza Roja.
Pero un siglo después, el pasado 21 de enero, el mausoleo de Lenin recibió solo unas quinientas visitas de viejos comunistas que quisieron rendirle homenaje al hombre que cambió el curso de la historia. Según las crónicas del día, el único personaje relevante que se presentó fue el líder del Partido Comunista de la Federación de Rusia, Guennadi Ziugánov, quien colocó un ramo de flores en la tumba del ideólogo del marxismo-leninismo.
Su homónimo, Vladímir Putin, no tiene ningún interés en honrar la memoria del hombre que, tras décadas de lucha y sacrificio, encabezó la revolución bolchevique de Rusia en octubre de 1917, que marcó el inicio de la era del socialismo en el mundo, más allá de las diversas valoraciones ideológicas e históricas que se le puedan hacer, y que creó las condiciones para que Rusia se convirtiera en una superpotencia.
Este 21 de enero ha dejado en evidencia que, cien años después de su muerte, el legado histórico y revolucionario de Lenin ha sido olvidado por la mayoría. La política de Putin, tanto dentro de Rusia como en relación con sus antiguos aliados de la Unión Soviética, está mucho más cerca de Stalin y a años luz del hombre que derrocó al viejo imperio zarista para construir, desde la revolución socialista, un nuevo orden político que dividió al mundo entre capitalistas y comunistas.
Otros grandes líderes que inspiraron el movimiento revolucionario internacionalista como, por ejemplo, Rosa Luxemburgo: mujer, marxista, pacifista, antimilitarista y defensora de la democracia en el seno de la revolución, está considerada como la dirigente marxista más importante de la historia. El 15 de enero, de 2019 se cumplió un siglo de su asesinato en Berlín, y solo unos miles de personas en esa ciudad le rindieron homenaje, pero para los demás socialistas y comunistas del mundo, tanto Rosa como Lenin, pasaron en sus aniversarios desapercibidos.
Mientras el régimen comunista chino, de economía capitalista, mantiene una relación contradictoria con su fundador, pues por una parte lo honra por haber encabezado la revolución que logró la fundación de la República Popular en 1949 pero, por otra, admite que el Gran Timonel Mao Tse -Tung «cometió un 70% de aciertos y un 30% de errores». Parecería que hoy los líderes comunistas apestan.

  

Julián Andrade
enero 23, 2024 

Lenin se desvanece.

Queda poco del legado de Lenin quizá porque quien realmente ejerció el poder fue José Stalin. En México la izquierda tuvo una posición ambivalente y algo romántica sobre Rusia, pero la historia marchó por otro lado.

Hace 100 años murió Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, un 21 de enero. Fue un ícono para la izquierda, porque tenía las medallas de la fundación de la Unión Soviética.
Su momia, en la Plaza Roja de Moscú, ha sido testigo del auge y caída de lo que él mismo propició. Los restos son, siguiendo a François Furet, el pasado de una ilusión.
Como todo hombre de estado, el legado de Lenin es de contrastes, ya que estableció condiciones de igualdad y desarrollo que no habían existido en Rusia, pero también desató un régimen de terror.
En México su influencia resultó más romántica que práctica, ya que quien sí ejerció un liderazgo oscuro en algunas corrientes del Partido Comunista fue José Stalin, aunque el marxismo-leninismo marcó a generaciones enteras.
Quizá el momento más bochornoso de aquellos días fue la expulsión de Valentín Campa porque se opuso a la participación en los planes y operativos para terminar con la vida de León Trotsky, aunque esto ocurrió en 1940.
Lenin en realidad, debido a sus enfermedades, derivadas de un mal tratamiento de la sífilis, había dejado de gobernar años antes de su fallecimiento.
Estaba aislado, y esto lo aprovechó Stalin, aunque no eran tan distintos y estaban convencidos de la necesidad de un régimen de dureza, en el que cualquier disidencia terminara en un castigo ejemplar. El 20 de diciembre de 1917, por órdenes de Lenin se creó la Comisión Extraordinaria para la Lucha contra la Contrarrevolución y Sabotaje de Toda Rusia, “La Cheka”.
Los grupos de la izquierda mexicana eran marginales en 1924 y más bien interactuaban dentro del propio proceso revolucionario y en los sectores obreros y campesinos.
En enero de ese año, habían fusilado en Yucatán a Felipe Carrillo Puerto y estaba por terminar su mandato Álvaro Obregón. Es decir, los problemas resultaban de tal calibre, que lo que ocurría en Rusia podía ser visto como una suerte contraste entre revoluciones sociales, pero que irían por caminos muy distintos.
A pesar de ello, el leninismo tuvo cierta influencia en momentos en que la izquierda mexicana creía que la toma del poder tenía que ser violenta y que había que establecer la dictadura del proletariado. Esta suerte de acto de fe tuvo diversas consecuencias ideológicas, aunque nunca significó un planteamiento que en realidad pudiera convertirse en una estrategia de avance político, sino por el contrario.
El PCM se distanció de Moscú y eso ayudó a que su apuesta fuera la de la construcción de la democracia y por ello se enfocó en la unidad de las fuerzas progresistas, transitando, no sin dificultades, al Partido Socialista Unificado de México y posteriormente al Partido Mexicano Socialista que se disolvería para propiciar el nacimiento del PRD.
Quizá las desangeladas conmemoraciones sobre Lenin sean una suerte de epitafio sobre un régimen que prometió la felicidad y terminó por implantar el desasosiego y la zozobra.
Un experimento extraño, pero que cautivó a algunas de las mentes más poderosas del siglo pasado. Había un cartel del propio PCM en los años ochenta, probablemente diseñado para alguna efeméride, que era la silueta de Lenin en alto contraste en blanco y negro, con la frase:
 “la humanidad marcha de modo inevitable al socialismo.”
La historia, ya lo sabemos, suele ser cruel con semejantes arrogancias.

  CENTENARIO


Lenin: ¿para qué?

Hay un Lenin que “no sabe”, o por mejor decir, que “sabe no saber”, que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el más necesario

Constantino Bértolo
 23/01/2024

Retrato de Lenin, en el mural El hombre en el cruce de caminos (1934), de Diego Rivera.


Creo que hay que entender a Lenin como un revolucionario especialmente caracterizado por el uso que hace de la dialéctica como arma para el conocimiento y la acción. Si cabe entender el leninismo como una respuesta al qué hacer, parece necesario destacar en el conjunto de su obra la fuerte relación entre la praxis y la teoría que la caracteriza. Su praxis. Su relación dialéctica con la realidad. Con una realidad que la asunción de la dialéctica le permitía ver como algo a la vez concreto y en movimiento: esa revolución en marcha, aconteciendo. Leer a Lenin hoy, leerlo como un interlocutor válido, también hoy, para enfrentarse con los obstáculos y tentaciones estratégicas que encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación, tiene sentido en la medida en que su obra –sus textos– es resultado de la atenta y muy reflexiva relación que mantuvo, desde su praxis de dirigente, con el concreto acontecer con que la marcha revolucionaria fue saliendo a su encuentro. Consideremos las teorías leninistas como respuesta, como responsabilidad, como diálogo con una realidad cambiante, como fruto de esa experiencia única que la revolución supone. 
Frente a la imagen tan generalizada de un Lenin como teórico rígido, inflexible y dogmático, parece necesario ofrecer hoy, a cien años de su muerte, el perfil más obviado del Lenin dialéctico e inquisitivo, en permanente estado de aprendizaje. Un Lenin como lector atento de la realidad que, si bien en su lectura recurre a las categorías y conceptos que el marxismo le ofrece, no deja de ser consciente, al mismo tiempo, de que el marxismo no es un libro de recetas y que “sería una gran equivocación limitarse a aprender el comunismo simplemente de lo que dicen los libros”, dado que “no existe la verdad abstracta. La verdad es siempre concreta”. Lenin como lector de una realidad que es siempre concreta y a la vez está en perpetuo movimiento. Una realidad cambiante, siempre entre el pasado y el futuro, pero que también es fruto de un presente en el que conviven los restos de lo que fue con las tensiones propias de que lo está empezando a ser. Lenin para aprender a leer.
Leer a Lenin hoy quizá sea una impertinencia, por cuanto, para la sensibilidad postmoderna, él mismo y aquella revolución de la que fue uno de los principales protagonistas pertenecen a un pasado inexistente, que es la forma que se confiere al pasado cuando se desea darlo por muerto. Pero la celebración del centenario de su muerte –y ya es paradójico hablar de la celebración de una muerte– hace oportuno –más allá del mero oportunismo– volver a retomar el comentario sobre su obra y figura, como si el calendario fuera el único motor de la memoria colectiva. Habrá que confiar en que, al menos, esta oportunidad que el centenario ofrece sirva para que su obra vuelva a ocupar un lugar importante en el marco de reflexiones que la situación social y política, aquí y ahora, está exigiendo. 
Un aquí y un ahora que en nada parece anunciar tiempos de revolución, por lo que quizá merezca recordar que el mismo Lenin, en una conferencia pronunciada en enero de 1917 en la Casa del Pueblo de Zúrich, ante una asamblea de jóvenes obreros suizos, afirmó: “Nosotros, los viejos, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura”. Unos momentos antes, sin embargo, había señalado que “no debemos dejarnos engañar por el silencio sepulcral que ahora reina en Europa: Europa lleva en sus entrañas la revolución”. Silencio sepulcral de aquella Europa que hoy se ve sacudida por el ruido de unos conflictos bélicos que la agitan en medio de un clima de gran inseguridad.

Lenin es una figura fuertemente cuestionada, objeto de severos juicios y todavía más severos prejuicios

Más allá de las coyunturales celebraciones, Lenin es una figura fuertemente cuestionada, objeto de severos juicios y todavía más severos prejuicios. Conforme a la mayor parte de esos juicios, Lenin no pasa de ser un mero oportunista táctico, protagonista relevante e implacable de una toma del poder que las circunstancias de la Primera Guerra Mundial pusieron al alcance del partido bolchevique. Se dibuja así un Lenin como gestor y responsable de un modelo de partido político autoritario, sectario y jerarquizado al máximo, tozudo líder de una revolución de signo marxista que la ortodoxia marxista había juzgado como imposible, defensor de la dictadura del partido único sobre un proletariado sojuzgado en nombre de su libertad.
 En cuanto a los prejuicios –en los que, como conviene no olvidar, descansa fundamentalmente la construcción de los imaginarios colectivos–, Lenin sería una reliquia histórica, cadáver mental momificado que no pasa de ser reclamo y objeto de veneración para turistas ideológicos y nostálgicos, autor de doctrinas anacrónicas ya superadas y refutadas por el propio devenir histórico de la desaparecida Unión Soviética, precursor o eslabón necesario de las monstruosidades y aberraciones que se achacan de manera monolítica a los años en los que Stalin ostentó el poder en el país de los soviets.

A pesar de todo, acercarse a Lenin y a su forma de pensar, a sus formas de reflexionar sobre los acontecimientos, puede resultar útil para quien se plantee con seriedad tanto lo que el partido bolchevique hizo durante el proceso revolucionario, en cada una de sus etapas concretas, como aquello que no hizo o dejó de hacer. Sin duda una de las características más sobresalientes de Lenin como dirigente es su capacidad de sacar lecciones tanto de lo hecho como de lo no hecho. Para él, lo que no es forma parte de lo que es, lo que está dejando de ser forma parte de la construcción de lo que está siendo y conforme a la cual, como escribió Engels, “nada se mantiene siendo lo que era, allí donde estaba, ni como era, sino que todo se mueve, cambia, deviene y perece”. 
La realidad como un “estar siendo”, un “estar aconteciendo”. Una lectura de la realidad en la que, en paradoja sólo aparente, también ocupa un lugar sobresaliente el derecho a soñar: 
Si el hombre quedase privado por completo de la capacidad de soñar así, si no pudiese adelantarse alguna que otra vez y contemplar con su imaginación el cuadro enteramente acabado de la obra que empieza a perfilarse por su mano, no podría figurarme de ningún modo qué móviles lo obligarían a emprender y llevar a cabo vastas y penosas empresas en el terreno de las artes, de las ciencias y de la vida práctica… La disparidad entre los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que el soñador crea seriamente en un sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos en el aire y, en general, trabaje a conciencia por que se cumplan sus fantasías.
 Cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, todo va bien”.
 
Lenin, pues, suma al análisis concreto de lo concreto el derecho a soñar.

Claro está que la figura de Lenin, su filosofía, no se limita a la reflexión teórica o a la elaboración de una estrategia para la toma del poder. Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución, que puede sorprender a quienes ingenuamente creen que una revolución acaba el día de la toma del poder. Pero no, la revolución, como decía Martín López Navia, empieza realmente en el momento después de la toma del poder. En ese “día después” en que se hace necesario responder a las nuevas preguntas que el cambio de sistema plantea. 
¿Cómo hacer que el pan, las frutas, verduras, carnes y pescados lleguen al día siguiente a los mercados? 
¿Cómo saber cuánto va a valer el dinero de siempre cuando el nuevo día amanezca?
 ¿Cómo garantizar que los trenes y tranvías sigan funcionando? 
¿Cómo conseguir que los ricos no escapen a toda velocidad con sus riquezas? 
¿Cómo evitar que nadie asalte las tiendas y que los bares y escuelas sigan funcionando? 
¿Quiénes y cómo van a imponer orden? 
Porque toda revolución es precisamente eso: la promesa de un nuevo orden, de un orden mejor por más justo, pero orden en todo caso, por más que su llegada desordene el orden viejo, injusto y opresor.
 Es el “día después” cuando la revolución –¿qué hacer?– deviene en respuesta, en responsabilidad.  Ya Maquiavelo había anotado que “no hay nada más difícil de llevar a cabo, más dudoso de éxito, nada más peligroso de manejar, que el inicio de un nuevo orden”. Y Hannah Arendt subrayó correctamente que la revolución “nos enfrenta directa e inevitablemente con el problema del comienzo”. Al día siguiente de la revolución nace la revolución. Y, no lo olvidemos, la contrarrevolución. Se toma el poder y se descubre su potencia, pero –pura dialéctica– también hace acto de presencia la impotencia. Porque lo que se puede conlleva dentro lo que no se puede.

Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución

Con Lenin leemos la Revolución soviética como potencia, como poder del poder. La tarde siguiente a la toma del Palacio de Invierno se proclama que “todo el poder en las localidades pasa a los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos”, y bajo su autoridad se forma como Gobierno el Consejo de Comisarios del Pueblo que Lenin, por elección, va a presidir. Aparte del decreto de constitución del Gobierno, se aprueban dos decretos: el primero –que más que un acto de poder es una declaración de deseos–, en nombre del Gobierno Obrero y Campesino, propone a todos los pueblos y gobiernos en conflicto el comienzo de negociaciones para una paz justa, democrática, sin anexiones ni indemnizaciones. El segundo decreto es sobre la tierra, y participa ya claramente de la marcha dialéctica que la realidad en movimiento supone. 
Por un lado, es un acto de poder: la propiedad de los terratenientes se expropia sin compensaciones, se abole la propiedad privada de la tierra y se concede el derecho a usarla a todos los ciudadanos (sin distinción de sexo) que quieran trabajarla; pero es también un acto que encierra en sí mismo la impotencia del partido bolchevique para imponer la nacionalización que recogía en su programa. Poder e impotencia en un mismo acto y ocasión para aprender de la mano de Lenin, como lectores de su obra, a saber situar ese suceso, ese acontecer que, como todo hecho, es movimiento. 

“Se dice aquí que el decreto y el mandato han sido redactados por los socialistas revolucionarios. Sea así –dirá Lenin poco más tarde, durante el II Congreso de los Soviets–. No importa quién los haya redactado: como gobierno democrático no podemos dar de lado la decisión de las masas populares, aun en el caso de que no estemos de acuerdo con ella. En el crisol de la vida, en su aplicación práctica, al hacerla realidad en cada lugar, los propios campesinos verán dónde está la verdad”.

Creo sinceramente que esta reflexión de Lenin sirve mejor que ninguna otra para entender la clarividencia con que abarca y entiende el ser de la dialéctica. Frente a aquellos que, de manera simplificadora, entienden la lucha de clases y por tanto la revolución como un enfrentamiento entre contrarios, Lenin –que ya en los Cuadernos filosóficos hace ver que “las relaciones de cada cosa (fenómeno, etc.) no sólo son múltiples, sino además universales, y que cada cosa (fenómeno, proceso, etc.) está vinculada con todas las demás”– entiende que “cuando lo nuevo acaba de nacer, lo antiguo se mantiene un cierto tiempo más fuerte que él. Siempre es así, también en la naturaleza y en la vida social”. Esta forma suya de atender al movimiento de las cosas le permite a Lenin ver las contradicciones no sólo entre el pasado y el porvenir, sino también aquellas que tienen lugar en el interior de la revolución, con los enfrentamientos internos entre revolucionarios y el desgarro que todo avance supone.

Está el Lenin que supo construir un partido sólido, disciplinado y eficiente, que fue capaz de analizar y determinar el momento en el que la toma del poder era posible: de ese Lenin cabe extraer lecciones para quien comparta la necesidad de construir una sociedad más justa y razonable. Pero hay también un Lenin que “no sabe”, o por mejor decir, que “sabe no saber”, y que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el Lenin más necesario. El Lenin que es capaz, a la hora por ejemplo de dar un inesperado giro en el campo económico, de reconocer lo que no sabe:
 “El capitalismo de Estado es el capitalismo que debemos colocar dentro de un determinado marco y que aún hoy no sabemos cómo hacerlo. He ahí el quid de toda la cuestión”.
 El Lenin que aprende y avanza según la revolución avanza o retrocede.
Los clásicos del marxismo, como escribió Manuel Sacristán, son clásicos de una concepción del mundo, no de una teoría científico-positiva especial y,  por más que sea también evidente que el propio desarrollo histórico ha puesto sobre el tapete ‘problemas post-leninianos’ relacionados con nuevas formas de explotación o resistencia –la ecología, el movimiento feminista, las tecnologías de la información y comunicación (TIC) o los problemas del desarrollo sostenible en el ecohorizonte de unos recursos energéticos no renovables–, el pensamiento de Lenin sigue aportando una visión  absolutamente conveniente y necesaria para todo aquel que no se conforme con que la condición humana que el trabajo representa para unos muchos, dependa de la conveniencia de unos pocos.

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Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946), editor, crítico, ensayista y agitador cultural, es autor, entre otros libros, de Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado (Madrid, Catarata, 2012), antología de ensayos y folletos de Lenin precedida de un extenso ensayo introductorio. 

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