Leyendas de Bécquer. |
Gustavo Adolfo Bécquer Nace en Sevilla el 17 de febrero de 1836 y muere en Madrid el 22 de diciembre de 1870. Es conocido por su poesía y sus narraciones, siendo un representante del Romanticismo, con influencias del romanticismo alemán. Como muchos otros artistas Bécquer fue conocido en vida, pero no fue hasta después de muerto cuando alcanzó la fama. Su obra más conocida es Rimas y Leyendas, obra que junta las Rimas, escritas durante toda su vida, pero que no fueron publicadas hasta después de su muerte, cuando un incendio casi acaba con ellas, y sus amigos deciden publicarlas; las Leyendas, al contrario que las Rimas, fueron publicándose a lo largo de su vida. En esta obra se recogen todas sus Rimas, donde relata su vida, y algunas de las Leyendas más conocidas |
Gustavo Adolfo Domínguez Bastida. Biografía RAH
Domínguez Bastida, Gustavo Adolfo. Gustavo Adolfo Bécquer. Sevilla, 17.II.1836 – Madrid, 22.XII.1870. Poeta y prosista. Nacido en Sevilla, en el barrio de San Lorenzo, en el seno de una antigua familia de origen flamenco, Gustavo Adolfo Bécquer, nombre que adoptó para sus actividades artísticas, se llamaba en realidad Gustavo Adolfo Domínguez Bastida. Sus antepasados habían llegado a Sevilla procedentes de Flandes a finales del siglo XVI o comienzos del XVII, atraídos por el gran desarrollo mercantil y las posibilidades dinerarias de una ciudad en expansión que controlaba el comercio con el Nuevo Mundo. Eran financieros y comerciantes, y gozaron de gran poder económico. Dos de ellos, los hermanos Miguel y Adán Bécquer, llegaron a tener enterramiento y capilla propios en la catedral hispalense, en la que hoy lleva el nombre de Santas Justa y Rufina. El paso del tiempo fue, sin embargo, mermando su patrimonio, y en los años en que nació el poeta no quedaba ya el menor rastro de aquella antigua opulencia, aunque los Bécquer aún seguían disfrutando de cierta respetabilidad pública derivada de su brillante pasado. La familia había perdido el viejo apellido flamenco pero seguía usándolo por razones de prestigio social. Sus miembros carecían de la habilidad comercial de aquellos antepasados que llegaron de Centroeuropa, pero en contraste varios de ellos mostraban grandes capacidades artísticas. El padre del poeta, el “maestro José Bécquer” era lo que entonces se llamaba un “pintor de género” que, entre otros oficios, se ganaba la vida ilustrando publicaciones, entre ellas la famosa España Artística y Monumental, y vendiendo a los escasos turistas de entonces cuadros de costumbres con escenas de la vida sevillana. Su tío, Joaquín Domínguez Bécquer, pintor costumbrista de más alcance y de cierta influencia en los ambientes culturales de la ciudad, llegó a ser miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, y su hermano Valeriano, buen dibujante, disfrutó con su pintura de un reconocimiento y una proyección pública muy notable como retratista, ilustrador de revistas y autor de una valiosa serie de “tipos españoles” que reflejaba una pasión por los ambientes populares anticipadora del folclorismo científico de finales del siglo XIX. Pasión compartida también por su hermano menor, el futuro autor de las Rimas. Bastante menos es lo que se sabe de la madre de ambos, Joaquina Bastida y Vargas, oriunda de Lucena (Córdoba), que dio ocho hijos varones al matrimonio. Gustavo Adolfo, huérfano muy pronto de padre (1841) y de madre (1847), se mostró desde niño hábil en la práctica de la pintura y de la música, aunque a la postre se inclinó por la actividad literaria, dominio en el que alcanzó cotas de excelencia comparativamente muy superiores a los demás artistas de su familia dedicados a la pintura. Y aunque por nacimiento y ambiente parecía claramente destinado al oficio de pintor, su prematura orfandad y sus amistades escolares despertaron su pasión por la poesía y cambiaron el rumbo de su vida. Pero en todo caso, el haber nacido y crecido en un ámbito familiar de tantas inquietudes estéticas fue, sin duda, un elemento determinante en su futura vocación de escritor. Tras la muerte de José Bécquer, su joven viuda logró que su hijo Gustavo Adolfo ingresara, en 1846, en el Colegio de San Telmo, cuyo nombre oficial era el de Colegio Seminario de la Universidad de Mareantes, centro en el que se había refundido la famosa Universidad de Mareantes de Triana. En él estudiaban la carrera de Náutica los varones huérfanos de buenas familias venidas a menos. Y allí escribió sus primeras obras (una composición Al viento, a imitación de Zorrilla, y otra en verso suelto) animado por Narciso Campillo y otros compañeros de estudios. Y en el mar hubiese estado probablemente el destino profesional de Bécquer (“piloto de altura, cosmógrafo, navegante...”, como cuenta el propio Campillo) de no mediar una Real Orden de julio de 1847 por la que se suprimía expeditivamente el colegio, en cuya sede se instaló la pequeña corte de la infanta Luisa Fernanda y el duque de Montpensier. Más tarde, el todavía niño Gustavo Adolfo cursó estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza, donde cultivó sus gustos literarios de la mano del catedrático Francisco Rodríguez Zapata y, quizá, del propio Alberto Lista, patriarca de la poesía española de su tiempo, ya retirado en Sevilla, al que pudo oír en algunos actos públicos y a cuya muerte, en 1848, Bécquer dedicó su primer poema importante (Oda a la muerte de don Alberto Lista); texto que, al igual que todos los de su prehistoria lírica, carece todavía de auténtico acento personal y revela un fuerte apego a los patrones neoclásicos de la llamada Segunda Escuela Poética Sevillana (Arjona, Lista, Reinoso, Mármol, Blanco White...), desde los que pronto evolucionó, ya instalado en Madrid, hacia la asombrosa modernidad de sus Rimas en un proceso de depuración lírica sorprendentemente precoz. Al quedar huérfano de madre, vivió bajo la protección de su familia materna y muy especialmente de su madrina, Manuela Monnehay, hija de un perfumista y quincallero francés afincado en Sevilla, en cuya biblioteca leyó apasionadamente a los clásicos grecolatinos y a los románticos franceses y españoles. Se sintió fuertemente atraído por el mundo de los sueños, que él convirtió en una fuente de conocimiento y en un verdadero estado poético. Esas tempranas lecturas de su niñez (Horacio, Espronceda, Zorrilla, Rousseau, Lamartine, Chateaubrinad, Hoffman...) fueron modelando su sensibilidad lírica y proyectándola por los cauces del intimismo, la fantasía y la introversión, reflejo de una rica y agitada vida interior que contrastaba con su proverbial timidez y su carácter retraído. Arrastrado por esa fuerte vocación literaria y tras algunos fallidos intentos de seguir la carrera de pintor al lado de su influyente tío Joaquín, se marchó a Madrid en el otoño de 1854, cuando aún no había cumplido los dieciocho años, con el propósito de hacer fortuna en la carrera de las letras. Como para tantos otros jóvenes escritores de su tiempo, la Corte ofrecía posibilidades de promoción entonces impensables en la vida de provincias. Dejaba atrás, además de las fuertes vivencias de su Sevilla infantil, el cariño de la joven Julia Cabrera, uno de sus primeros amores, que al parecer le guardó fidelidad hasta el fin de sus días. Tras las primeras decepciones y las primeras estrecheces económicas, magnificadas en no pocos casos por la infundada leyenda de un Bécquer mísero y marginal que hubo de dormir más de una noche en los bancos del paseo del Prado, el poeta fue acomodándose a la vida literaria madrileña, sobre todo en el mundo del periodismo, con el apoyo de sus amigos Julio Nombela, Luis García Luna, Narciso Campillo, Ramón Rodríguez Correa, etc. Alguien le buscó un modesto empleo de escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales, del que fue cesado al poco de ingresar. Escribió libretos de zarzuelas, fue editor de libros y de revistas ilustradas e impulsor de la moderna técnica de la fotografía, que aplicó brillantemente en su Historia de los templos de España, ambicioso proyecto que no llegó a realizarse en su totalidad y cuya primera entrega, apoyada económicamente por la reina Isabel II, apareció en agosto de 1857. Más tarde, se dedicó también a escribir artículos críticos y de costumbres. Por ello, más que como poeta, Bécquer fue reconocido en vida como periodista, pues apenas publicó versos, y muchos de ellos anónimos y en pequeñas revistas de escasa proyección, aunque siempre sostuvo en su fuero interno que la poesía era la actividad que verdaderamente colmaba sus expectativas de escritor. Participó también en las tertulias de los cafés de entonces: el de San Antonio, el de los Ángeles, el de la Esmeralda, el del Príncipe, el Suizo..., en los que Bécquer y sus amigos se iniciaron en una suerte de bohemia literaria anticipadora de la del “Fin de siglo”. Su situación económica y su estabilidad emocional mejoraron notablemente cuando su hermano Valeriano, convertido ya en un pintor de prestigio, decidió también marcharse a la capital de España. Tras algunos amores ocasionales —entre ellos, el de la cantante Julia Espín, que al parecer no pasó de ser una pasión fugaz no correspondida—, se casó en 1861 con Casta Esteban, hija de un médico especialista en enfermedades venéreas que había atendido al poeta en algunas ocasiones. El matrimonio, del que nacieron varios hijos, fue un fracaso, y estuvo lleno de turbulencias y episodios rocambolescos que llevaron a la separación definitiva de los esposos poco antes de la Revolución de 1868. El ingreso en el equipo fundador del periódico El Contemporáneo en diciembre de 1860 había contribuido a mejorar su suerte. Pero una crisis de salud que ya arrastraba de años anteriores y las amarguras de su desgraciado matrimonio le impulsaron a pasar una larga temporada (1863-1864) en la soledad del monasterio de Santa María de Veruela (Zaragoza), reflejada en sus Cartas desde mi celda. Junto a Valeriano, que había recibido una pensión del Ministerio de Fomento para pintar tipos y costumbres populares, recorrió distintas regiones de España, de ahí la atención literaria que el poeta prestó, entre otros lugares, a Soria, Aragón y Toledo, además del interés que siempre mostró por Andalucía y Madrid. En ese sentido, los dos hermanos Bécquer fueron otros tantos abanderados de una preocupación por la cultura popular que terminaría dando sus mejores frutos en los años finales del siglo XIX y comienzos del XX con el folclorismo científico de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, y otros autores. Las afinidades ideológicas y las buenas relaciones personales de Gustavo Adolfo con el ministro conservador Luis González Bravo le granjearon un cómodo puesto en la Administración pública: el de censor de novelas, que disfrutó entre enero de 1865 y octubre de 1868, a la vez que dirigía El Museo Universal, la mejor revista ilustrada de la época. La política, sin embargo, terminó muy pronto pasándole factura, y el triunfo de la Gloriosa (1868) con el destronamiento de Isabel II y la consiguiente caída en desgracia de González Bravo obligaron a los dos hermanos a retirarse discretamente a Toledo, alejados de las turbulencias de la nueva situación en Madrid. Aquella estancia toledana fue una especie de obligado refugio sólo aliviado por la belleza de la ciudad y la presencia de sus hijos y los del propio Valeriano. El poeta pasó entonces por malos momentos, frustradas sus expectativas en la vida cultural de la Corte y exacerbada su frustración por el triunfo de una idea de “progreso” que le parecía atentatoria contra el rico patrimonio histórico de España. Vuelto a Madrid, Bécquer acarició la idea de participar en la apasionante aventura de La Ilustración de Madrid, otra excelente revista ilustrada planeada por Eduardo Gasset. El tiempo, sin embargo, no permitió a ninguno de los dos hermanos disfrutar del proyecto, cuyo primer número vio la luz en enero de 1870. Ambos murieron pocos meses antes: Valeriano el 23 de septiembre, y Gustavo Adolfo el 22 de diciembre. No hay muchos datos fehacientes sobre la verdadera causa de la muerte del poeta, que unos autores achacan a los efectos de una vieja tuberculosis pulmonar exacerbada por un enfriamiento en un día de lluvia en el tranvía de mulas que lo llevaba desde el centro de Madrid hasta su domicilio del barrio de Salamanca, y otros, ateniéndose a la literalidad del certificado de defunción, aceptan que murió “a consecuencia de un grande infarto de hígado”. Muerto en plena juventud —no había cumplido aún los treinta y cinco años—, la vida de Bécquer supone en muchos aspectos la antítesis de la de otros grandes poetas de su tiempo que gozaron de gran estimación pública. Aunque implicado en la vida literaria de Madrid y sin ocultar sus simpatías políticas, fue, sin embargo, una persona introvertida, silente y poco dada a las exhibiciones. Durante años cultivó casi en secreto, desconocida para la mayoría de sus contemporáneos, la más fuerte de sus pasiones: la poesía, y a la postre fue esa creación lírica en verso y en prosa y no sus actividades periodísticas y editoriales la que hizo de él una de las más grandes figuras de la modernidad literaria española. Su obra en verso ofrece dos conjuntos de poemas escritos en otras tantas etapas de su vida: los pertenecientes a sus años sevillanos, entre 1848 y 1854, y las Rimas, que son ya producto de su larga estancia en Madrid. El primero de esos dos corpus está formado por unos quince textos, varios de ellos en estado fragmentario, que siguen los moldes de los ilustrados sevillanos de la época, en cuyos gustos el jovencísimo poeta se inició miméticamente en la práctica de la poesía. Casi todos se conservaron manuscritos en un libro de apuntes del padre de Bécquer en el que el pintor iba anotando obligaciones profesionales y encargos de clientes. Muerto éste, el cuaderno pasó a manos de Valeriano y Gustavo Adolfo, quienes entre finales de la década de 1840 y primeros de la de 1850 lo fueron llenando de dibujos y apuntes literarios, algunos por cierto fuertemente obscenos que quizá tengan algo que ver, a juicio de algunos estudiosos, con el libro Los Borbones en pelota, una colección de acuarelas de sátira político-pornográfica alusivas a los finales del reinado de Isabel II que varios autores atribuyen a los dos hermanos. Ese libro de apuntes del maestro José Bécquer, que se conserva en la Biblioteca Nacional, ha sido publicado en 1993 por Leonardo Romero Tobar, que ha puesto a nuestro alcance ese precioso corpus poético juvenil del menor de los Bécquer. Títulos como “Oda a la muerte de Don Alberto Lista”, “Al céfiro”, “La plegaria y la corona”, “A Elvira”, “Oda a la señorita Lenona en su partida”, “Las dos”, [“Danza de la ninfa”]..., y sobre todo el titulado “A Quintana”, éste ya publicado en 1855, recién llegado a Madrid, revelan muy claramente sus deudas de escuela con los ya citados poetas de la Sevilla de la segunda mitad del siglo XIX. Elegía, amor y naturaleza son las tres nociones que dan unidad a este ramillete de textos juveniles. Es común a todos ellos la nota doliente, sentimental y triste, lograda con un utillaje de tono clasicista (verso largo, decoro lingüístico, gusto por las formas de amplio respiro clásico y afectada elevación retórica...) que poco a poco, una vez instalado Bécquer en Madrid, irá derivando hacia lo musical, lo evanescente y lo misterioso, en un proceso de estilización que le llevará muy pronto a la escritura de las Rimas. Aquellos rígidos ingredientes de filiación ilustrada se fueron cargando poco a poco de sentida emotividad y aire sincero, notas que el joven poeta pudo tomar también de los románticos leídos en su niñez en la biblioteca de su madrina y de sus contactos madrileños con las traducciones de los poetas alemanes del siglo XIX. Las Rimas, su obra de más altura lírica y más trascendencia literaria, constituyen inicialmente un conjunto de setenta y nueve poemas cortos, de los cuales el autor sólo llegó a publicar en vida, en periódicos y revistas, un total de dieciséis, a partir de 1856, en que apareció la primera. A finales de la década de 1860, Bécquer pensó en editarlas en un libro, para lo cual preparó un manuscrito que entregó a González Bravo, quien se había ofrecido a prologárselo. Pero la casa del ministro fue saqueada por los revolucionarios del 68 y el manuscrito se perdió definitivamente. Bécquer pudo entonces reconstruir sus textos, no se sabe con exactitud en qué medida, en un cuaderno que tituló El libro de los gorriones y que hoy se conserva en la Biblioteca Nacional lleno de enmiendas, tachaduras y dibujos del autor. Consta de setenta y nueve poemas que más tarde la crítica ha completado con algunas otras de dudosa atribución. A poco de morir el poeta, algunos de sus amigos (Casado del Alisal, Augusto Ferrán, Narciso Campillo, Ramón Rodríguez Correa y otros), aportando los fondos necesarios, editaron las Rimas (1871) según un criterio numérico y temático que no coincidía con el del Libro de los gorriones, pero que se viene manteniendo en la mayor parte de las ediciones posteriores. Prescindiendo de las fechas de su creación, ordenaron los textos como partes de un poema mayor en el que, a la manera del Intermezzo lírico de Heine, se encerraría “la vida de un poeta”, desde sus ilusiones primeras, el amor y el sentimiento del arte hasta el dolor y la desolación finales. La poesía, el amor, la naturaleza, el sueño, el misterio, el desengaño y la angustia son los temas que hilvanan la disposición del libro. Su gran novedad radica en la expresión de un lirismo intimista y refinado, desconocido entonces en España, que sólo admitía comparación con los espíritus más sensibles de la poesía europea del siglo XIX (Keats, Shelley, Leopardi, Heine...) y que se proyecta a través de una técnica compositiva y un lenguaje muy alejados del peculiar retoricismo romántico: verso corto, gusto por la asonancia, el encabalgamiento y los pies quebrados, un léxico muy escogido y a la vez sorprendentemente natural, y un especial cuidado por el ritmo interior de los versos que otorga a los poemas una musicalidad suave muy distintiva, nada estridente, y crea una atmósfera cargada de sugerencias. Todo aparece envuelto en la evanescencia y en la indeterminación, cuando no enmascarado por brumas y nieblas que diluyen los contornos de los objetos y adelgazan su corporeidad, ampliando así el campo significativo del discurso lírico hacia horizontes hasta entonces insospechados. De ahí que la crítica lo considere un claro precedente de la estética simbolista en la literatura española y lo defina como nuestro primer poeta moderno. Supo integrar los modelos métricos clásicos (combinaciones de endecasílabos y heptasílabos) con las formas de inspiración popular (romances, soleares, seguidillas...) que sin duda él conocía bien por sus orígenes andaluces y sus contactos juveniles con Lista, Mármol y otros poetas de su Sevilla infantil que habían usado con maestría tales metros, reelaborándolos en un nuevo registro culto todavía algo sobrado de retoricismo clasicista. Bécquer da un paso más: tiñe esos moldes de un exquisito sentimentalismo personal y una agilidad expresiva desenvuelta y fresca, y se convierte en el primer neopopularista de la España moderna, claro antecesor de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y los autores del 27. Esta inclinación por el arte del pueblo y los versos cortos procede también de sus lecturas de los poetas alemanes del siglo XIX (Göethe, Schiller, Heine...), cultivadores de lieder que él conoció sobre todo a través de las exquisitas traducciones de este último publicadas por Eulogio Florentino Sanz en El museo universal (1857). Su admiración por esa poesía de aire popular la hizo constar muy expresivamente en la reseña que en 1861 hizo al libro La soledad de su amigo Augusto Ferrán. Las Rimas, aun dentro de su aparente levedad, están consideradas sin discusión como la aportación lírica más innovadora y trascendental de todo el siglo XIX español. Pero Bécquer se reveló también como el gran artífice de la mejor “prosa de arte” de su tiempo a través de sus leyendas, en un conjunto de relatos (El caudillo de las manos rojas, La cruz del diablo, La corza blanca, El monte de las ánimas, Los ojos verdes, Maese Pérez el organista, El rayo de luna, El Miserere, La Venta de los Gatos...) que el poeta fue publicando en periódicos y revistas madrileños entre 1858 y 1863. Para la confección de este género (la leyenda lírica) tuvo en cuenta módulos y materiales procedentes de la primera mitad del siglo XIX (Espronceda, el duque de Rivas, Zorrilla...), que habían cultivado sobre todo la leyenda en verso. Al escribirla en prosa, el autor va dejando atrás la obsesión narrativa e historicista de estos primeros románticos y la transforma en un verdadero género lírico, en un cauce de expresión de su propia personalidad y de su visión ética y sentimental del mundo. Para ello se sirvió indistintamente de fondos históricos, a veces sólo levemente sugeridos, y de episodios contemporáneos, pero no estuvo obsesionado ni por el historicismo ni por el costumbrismo. Buscó sobre todo la emoción lírica y la expresión de una subjetividad personal casi siempre envuelta en la fantasía y el misterio. Son continuas sus recurrencias al mundo medieval, a la literatura oriental, a los relatos folclóricos, a la atmósfera de los cuentos infantiles y también a los cuentos fantásticos a la manera de los de Hoffman... Sus protagonistas, liberados de toda preocupación realista o psicologista, serán más símbolos que personajes. Más que la historia en sí misma, Bécquer apunta a la creación de una atmósfera lírica que subyuga y atrapa al lector y lo proyecta a una dimensión espiritual y muchas veces esotérica. Atmósfera que consigue gracias al empleo de un nuevo tipo de prosa poética cargada de sensaciones que, sin embargo, no perderá nunca su eficacia narrativa. También en este dominio de la prosa artística, que cultivó asimismo en sus apólogos y otros relatos líricos (La creación, Tres fechas...), fue un verdadero innovador en la literatura española contemporánea. De gran altura poética son también las nueve cartas Desde mi celda, publicadas anónimas en El Contemporáneo entre el 3 de mayo y el 6 de octubre de 1864, durante su estancia en el Monasterio de Veruela. Importantes para conocer no pocas claves de su visión de la poesía y de su interés por el tradicionalismo, responden a una inequívoca voluntad artística que con frecuencia gusta del arcaísmo léxico y sintáctico. También hay que mencionar las cuatro Cartas literarias a una mujer, aparecidas sin firma en El Contemporáneo entre 1860 y 1861 e igualmente decisivas para el conocimiento de la teoría poética becqueriana. De su labor como periodista, que fue intensa y sostenida, ha quedado también una serie de artículos en los que Bécquer se ocupa de costumbres españolas. En general se atienen a los patrones genéricos de la “escena” y el “cuadro” heredados de los costumbristas románticos, aunque con una carga de emoción superior propia de su marcado personalismo y su acentuado temperamento lírico. Entre ellos se encuentran los dedicados a tipos y costumbres de Aragón (Los dos compadres, La misa del alba, El tiro de barra, La corrida de toros en Aragón, Las segadoras...), Soria (Aldeanos de Fuentetoba, Pastor y pastora de Villaciervos, Panadera de Almazán, Campesino del Burgo de Osma...), el País Vasco (Aldeanos del valle de Loyola, El mercado de Bilbao, La sardinera...), Toledo (El pordiosero, La Semana Santa en Toledo...), Ávila (La romería de San Soles, Labradores del valle de Ambles...), León (Procesión del Viernes Santo en León), Palencia (Una cofradía de penitentes), Sevilla (La Feria de Sevilla, Los “seises” de la Iglesia Catedral...); sus escenas madrileñas (La noche de difuntos, La calle de la Montera, Las gallinejas, El Retiro, El calor, Bailes y bailes...); sus críticas literarias y teatrales (La Nena, El barbero de Sevilla, Semíramis...). En general, estos artículos reflejan muy bien su curiosidad reporteril y su pasión por el patrimonio artístico y folclórico español, su fuerte veta tradicionalista y conservadora en lo cultural y sus reticencias con una idea de progreso vigente en esos momentos que en su opinión amenazaba con hacer desaparecer no pocos tesoros de nuestro país. En ocasiones, y muy especialmente en sus gacetillas de crítica social y en sus crónicas sobre modas, se revela un fino sentido del humor y una desenfadada ironía de buen conocedor de los ambientes más modernos y sofisticados del Madrid de su tiempo. No en vano estaba muy al tanto, desde el importante observatorio de las recién nacidas revistas ilustradas, de la vida frívola de la capital. Su actividad teatral, de mucho menos empeño, se redujo a la adaptación de algunas operetas italianas y francesas en colaboración con sus amigos Rodríguez Correa y García Luna. Fue un mero modus vivendi ocasional del poeta, cuya mano se dejó sentir sobre todo en los diálogos en verso, teñidos en algunos pasajes de un lirismo cercano al de las Rimas. Obras de ~: Obras, Madrid, Fortanet, 1871, 2 vols.; “Desde mi celda”, en Obras, Madrid, Fortanet, 1871, t. 2.º (Desde mi celda, ed. de D. Villanueva, Madrid, Castalia, 1985); Obras, Madrid, Fernando Fe, 1877 (1.ª ed.); Teatro, ed. de J. A. Tamayo, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1949; Rimas, ed. de J. Pedro Díaz, Madrid, Espasa Calpe, 1963 (ed. de J. M. Díez Taboada, Madrid, Alcalá, 1965; ed. de R. Pageard, Madrid, CSIC y Centre de Recherches et d’Editions Hispaniques de l’Université de Paris, 1972; ed. de J. C. de Torres, Madrid, Castalia, 1976; ed. de R. P. Sebold, Madrid, Espasa Calpe, 1989); Libro de los gorriones, ed. facs. de G. Guastavino Gallent, R. de Balbín y A. Roldán, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1971 (ed. de M.ª P. Palomo, Madrid, Cupsa, 1977); “Cartas literarias a una mujer”, en F. López Estrada, Poética para un poeta. Las “Cartas literarias a una mujer” de Bécquer, Madrid, Gredos, 1972; Obras completas, ed. y notas de D. Gamallos Fierro, Madrid, Aguilar, 1973; Leyendas, apólogos y otros relatos, ed. de R. Benítez, Barcelona, Labor, 1974 (Leyendas, ed. de P. Izquierdo, Madrid, Cátedra, 1986; ed. de J. Estruch, Barcelona, Crítica, 1993); Historia de los Templos de España..., ed. facs., Madrid, Ediciones El Museo Universal, 1985; con V. Bécquer, Los Borbones en pelota (atrib.), ed. de R. Pageard, M. D. Cabra y L. Fontanella, Madrid, Ediciones El Museo Universal, 1991; Autógrafos juveniles (ms. 22511 de la Biblioteca Nacional), est. y ed. de L. Romero Tobar, Barcelona, Puvill, 1993. Bibl.: F. Schneider, Gustavo Adolfo Bécquers. Leben und Schafften unter besondererBetonung des Chronologischen Elementes, Borna-Leipzig, Druz von Robert Noske, 1914; L. 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Villanueva, “Ut pictura poesís: La creación artística de los Bécquer”, en J. Rubio Jiménez (ed.), Actas del Congreso “Los Bécquer y el Moncayo” celebrado en Tarazona y Veruela. Septiembre 1990, Zaragoza, Diputación, Centro de Estudios Turiasonenses e Institución Fernando el Católico, 1992, págs. 91-113; R. Reyes Cano, “La prehistoria lírica de Bécquer (los poemas anteriores a las Rimas)”, en C. Cuevas y E. Baena, Bécquer. Origen y estética de la modernidad, Málaga, Congreso de Literatura Española Contemporánea, 1995, págs. 101-134 (reimp. en De Blanco White a la Generación del 27. Estudios de Literatura Española Contemporánea, Huelva, Universidades de Huelva y Sevilla, 2001, págs. 59-85). |
Gustavo Adolfo Bécquer | ||
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Información personal | ||
Nombre de nacimiento | Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida | |
Nacimiento | 17 de febrero de 1836 Sevilla, España | |
Fallecimiento | 22 de diciembre de 1870 (34 años) Madrid, España | |
Causa de muerte | Tuberculosis | |
Sepultura | Sacramental de San Lorenzo (1870-1913) Panteón de Sevillanos Ilustres (actualidad) | |
Nacionalidad | Español | |
Familia | ||
Padre | José Domínguez Bécquer | |
Cónyuge | Casta Esteban Navarro | |
Información profesional | ||
Ocupación | Poeta, escritor y novelista | |
Movimientos | Romanticismo, Simbolismo | |
Género | Lírica y narración. | |
Casta Esteban Navarro. Casta Nicolasa Esteban y Navarro nació en Torrubia, hoy Torrubia de Soria el 10 de Septiembre 1841, hija legítima de don Francisco Esteban que era natural de Pozalmuro y de doña Antonia Navarro, descendiente de una respetable y distinguida familia de Noviercas; don Francisco era cirujano, profesión que ejerció en San Felices (donde nació la hermana mayor de Casta que se llamó Florentina como su abuela materna), Torrubia, Yanguas, Soria, Madrid y finalmente se retiro a Noviercas, donde falleció el 19 de Marzo de 1876. Sumamente controvertida ha sido siempre la figura de la esposa de Bécquer. La destinataria de los versos más desapasionados del poeta sevillano ("Tu aliento es el aliento de las flores / tu voz es de los cisnes la armonía") ha sido, con frecuencia, maltratada por críticos excesivamente cercanos a la obra del genial poeta como para poderse poner en el lugar de la mujer que lo acompañó. Natural de Torrubia de Soria (Soria) e hija de un médico al que Bécquer acudió por motivos de salud no del todo aclarados. El poeta conoció allí a Casta, con quien contrajo matrimonio en 1861. El matrimonio, apresurado y desigual en caracteres e intereses, no fue precisamente un éxito. El carácter soñador del poeta, que, por otra parte, trabajó hasta la extenuación para sacar a su familia adelante, no parece haber cuadrado demasiado bien con un temperamento práctico y acostumbrado a la vida cómoda de hija de un médico con un más que mediano pasar. Nuestra visión de la tormentosa relación entre ambos se ve agravada por habernos llegado a través de recuerdos de amigos y parientes de él o de ella inevitablemente, y a veces malignamente, subjetivos. Tuvo el matrimonio tres hijos, Gregorio, Jorge y Emilio, aunque hay quien duda de que el tercero fuese hijo del poeta. La convivencia de la pareja se rompió tras siete u ocho años de casados, aunque se reconciliaron poco antes de la muerte del poeta. Sobre su conocimiento y reconciliación, así como sobre algunas escenas de celos, corren historias dispares y confusas, enraizadas a veces en la tradición oral (así la descripción de Casta fabricando mantequilla al paso del poeta por la casa del doctor Esteban, padre de la joven, y el arrobo de ambos al contemplarse) y otras en el más puro estilo folletinesco, como la que describe a Casta entrando de la calle envuelta en un mantón negro para reconciliarse con el ya moribundo Gustavo Adolfo. No obstante, poco sabemos de cierto sobre ello. Al año y medio de la muerte del poeta, Casta se volvió a casar con el que había sido su primer novio, en Noviercas, pero éste fue asesinado durante una fiesta de carnaval sólo un año después. A partir de este momento, Casta, sola y cuidadosamente evitada por los amigos de Gustavo Adolfo, comienza a perder el juicio y a dar en la idea de que también ella podía ser escritora. Con tal idea, se traslada de nuevo a Madrid, donde dilapida sus ahorros, viéndose obligada a recurrir a la Beneficencia. En 1884, acuciada por la necesidad, publicó un libro titulado Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos. Murió al año siguiente en el Hospital General de la Corte. |
Biblioteca Personal.
Tengo un libro en mi colección privada .-
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Un siglo sin el guía de la Revolución rusa: ¡Pobre Lenin! OPINIÓN Denis Mota Álvarez 24 enero, 2024 Hace cien años, el mundo se despedía de uno de los líderes más influyentes de la historia: Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin. El fundador de la Unión Soviética y de la primera revolución socialista del mundo, murió el 21 de enero de 1924, en Moscú, a los 53 años. Su funeral fue un acontecimiento multitudinario, que reunió a millones de personas en las calles de la capital rusa. Su cadáver fue preservado mediante un proceso de embalsamamiento, y expuesto en un mausoleo en la plaza Roja. Pero un siglo después, el pasado 21 de enero, el mausoleo de Lenin recibió solo unas quinientas visitas de viejos comunistas que quisieron rendirle homenaje al hombre que cambió el curso de la historia. Según las crónicas del día, el único personaje relevante que se presentó fue el líder del Partido Comunista de la Federación de Rusia, Guennadi Ziugánov, quien colocó un ramo de flores en la tumba del ideólogo del marxismo-leninismo. Su homónimo, Vladímir Putin, no tiene ningún interés en honrar la memoria del hombre que, tras décadas de lucha y sacrificio, encabezó la revolución bolchevique de Rusia en octubre de 1917, que marcó el inicio de la era del socialismo en el mundo, más allá de las diversas valoraciones ideológicas e históricas que se le puedan hacer, y que creó las condiciones para que Rusia se convirtiera en una superpotencia. Este 21 de enero ha dejado en evidencia que, cien años después de su muerte, el legado histórico y revolucionario de Lenin ha sido olvidado por la mayoría. La política de Putin, tanto dentro de Rusia como en relación con sus antiguos aliados de la Unión Soviética, está mucho más cerca de Stalin y a años luz del hombre que derrocó al viejo imperio zarista para construir, desde la revolución socialista, un nuevo orden político que dividió al mundo entre capitalistas y comunistas. Otros grandes líderes que inspiraron el movimiento revolucionario internacionalista como, por ejemplo, Rosa Luxemburgo: mujer, marxista, pacifista, antimilitarista y defensora de la democracia en el seno de la revolución, está considerada como la dirigente marxista más importante de la historia. El 15 de enero, de 2019 se cumplió un siglo de su asesinato en Berlín, y solo unos miles de personas en esa ciudad le rindieron homenaje, pero para los demás socialistas y comunistas del mundo, tanto Rosa como Lenin, pasaron en sus aniversarios desapercibidos. Mientras el régimen comunista chino, de economía capitalista, mantiene una relación contradictoria con su fundador, pues por una parte lo honra por haber encabezado la revolución que logró la fundación de la República Popular en 1949 pero, por otra, admite que el Gran Timonel Mao Tse -Tung «cometió un 70% de aciertos y un 30% de errores». Parecería que hoy los líderes comunistas apestan. |
Julián Andrade enero 23, 2024 Lenin se desvanece. Queda poco del legado de Lenin quizá porque quien realmente ejerció el poder fue José Stalin. En México la izquierda tuvo una posición ambivalente y algo romántica sobre Rusia, pero la historia marchó por otro lado. Hace 100 años murió Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, un 21 de enero. Fue un ícono para la izquierda, porque tenía las medallas de la fundación de la Unión Soviética. Su momia, en la Plaza Roja de Moscú, ha sido testigo del auge y caída de lo que él mismo propició. Los restos son, siguiendo a François Furet, el pasado de una ilusión. Como todo hombre de estado, el legado de Lenin es de contrastes, ya que estableció condiciones de igualdad y desarrollo que no habían existido en Rusia, pero también desató un régimen de terror. En México su influencia resultó más romántica que práctica, ya que quien sí ejerció un liderazgo oscuro en algunas corrientes del Partido Comunista fue José Stalin, aunque el marxismo-leninismo marcó a generaciones enteras. Quizá el momento más bochornoso de aquellos días fue la expulsión de Valentín Campa porque se opuso a la participación en los planes y operativos para terminar con la vida de León Trotsky, aunque esto ocurrió en 1940. Lenin en realidad, debido a sus enfermedades, derivadas de un mal tratamiento de la sífilis, había dejado de gobernar años antes de su fallecimiento. Estaba aislado, y esto lo aprovechó Stalin, aunque no eran tan distintos y estaban convencidos de la necesidad de un régimen de dureza, en el que cualquier disidencia terminara en un castigo ejemplar. El 20 de diciembre de 1917, por órdenes de Lenin se creó la Comisión Extraordinaria para la Lucha contra la Contrarrevolución y Sabotaje de Toda Rusia, “La Cheka”. Los grupos de la izquierda mexicana eran marginales en 1924 y más bien interactuaban dentro del propio proceso revolucionario y en los sectores obreros y campesinos. En enero de ese año, habían fusilado en Yucatán a Felipe Carrillo Puerto y estaba por terminar su mandato Álvaro Obregón. Es decir, los problemas resultaban de tal calibre, que lo que ocurría en Rusia podía ser visto como una suerte contraste entre revoluciones sociales, pero que irían por caminos muy distintos. A pesar de ello, el leninismo tuvo cierta influencia en momentos en que la izquierda mexicana creía que la toma del poder tenía que ser violenta y que había que establecer la dictadura del proletariado. Esta suerte de acto de fe tuvo diversas consecuencias ideológicas, aunque nunca significó un planteamiento que en realidad pudiera convertirse en una estrategia de avance político, sino por el contrario. El PCM se distanció de Moscú y eso ayudó a que su apuesta fuera la de la construcción de la democracia y por ello se enfocó en la unidad de las fuerzas progresistas, transitando, no sin dificultades, al Partido Socialista Unificado de México y posteriormente al Partido Mexicano Socialista que se disolvería para propiciar el nacimiento del PRD. Quizá las desangeladas conmemoraciones sobre Lenin sean una suerte de epitafio sobre un régimen que prometió la felicidad y terminó por implantar el desasosiego y la zozobra. Un experimento extraño, pero que cautivó a algunas de las mentes más poderosas del siglo pasado. Había un cartel del propio PCM en los años ochenta, probablemente diseñado para alguna efeméride, que era la silueta de Lenin en alto contraste en blanco y negro, con la frase: “la humanidad marcha de modo inevitable al socialismo.” La historia, ya lo sabemos, suele ser cruel con semejantes arrogancias. |
CENTENARIO Lenin: ¿para qué? Hay un Lenin que “no sabe”, o por mejor decir, que “sabe no saber”, que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el más necesario Constantino Bértolo 23/01/2024
Creo que hay que entender a Lenin como un revolucionario especialmente caracterizado por el uso que hace de la dialéctica como arma para el conocimiento y la acción. Si cabe entender el leninismo como una respuesta al qué hacer, parece necesario destacar en el conjunto de su obra la fuerte relación entre la praxis y la teoría que la caracteriza. Su praxis. Su relación dialéctica con la realidad. Con una realidad que la asunción de la dialéctica le permitía ver como algo a la vez concreto y en movimiento: esa revolución en marcha, aconteciendo. Leer a Lenin hoy, leerlo como un interlocutor válido, también hoy, para enfrentarse con los obstáculos y tentaciones estratégicas que encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación, tiene sentido en la medida en que su obra –sus textos– es resultado de la atenta y muy reflexiva relación que mantuvo, desde su praxis de dirigente, con el concreto acontecer con que la marcha revolucionaria fue saliendo a su encuentro. Consideremos las teorías leninistas como respuesta, como responsabilidad, como diálogo con una realidad cambiante, como fruto de esa experiencia única que la revolución supone. Frente a la imagen tan generalizada de un Lenin como teórico rígido, inflexible y dogmático, parece necesario ofrecer hoy, a cien años de su muerte, el perfil más obviado del Lenin dialéctico e inquisitivo, en permanente estado de aprendizaje. Un Lenin como lector atento de la realidad que, si bien en su lectura recurre a las categorías y conceptos que el marxismo le ofrece, no deja de ser consciente, al mismo tiempo, de que el marxismo no es un libro de recetas y que “sería una gran equivocación limitarse a aprender el comunismo simplemente de lo que dicen los libros”, dado que “no existe la verdad abstracta. La verdad es siempre concreta”. Lenin como lector de una realidad que es siempre concreta y a la vez está en perpetuo movimiento. Una realidad cambiante, siempre entre el pasado y el futuro, pero que también es fruto de un presente en el que conviven los restos de lo que fue con las tensiones propias de que lo está empezando a ser. Lenin para aprender a leer. Leer a Lenin hoy quizá sea una impertinencia, por cuanto, para la sensibilidad postmoderna, él mismo y aquella revolución de la que fue uno de los principales protagonistas pertenecen a un pasado inexistente, que es la forma que se confiere al pasado cuando se desea darlo por muerto. Pero la celebración del centenario de su muerte –y ya es paradójico hablar de la celebración de una muerte– hace oportuno –más allá del mero oportunismo– volver a retomar el comentario sobre su obra y figura, como si el calendario fuera el único motor de la memoria colectiva. Habrá que confiar en que, al menos, esta oportunidad que el centenario ofrece sirva para que su obra vuelva a ocupar un lugar importante en el marco de reflexiones que la situación social y política, aquí y ahora, está exigiendo. Un aquí y un ahora que en nada parece anunciar tiempos de revolución, por lo que quizá merezca recordar que el mismo Lenin, en una conferencia pronunciada en enero de 1917 en la Casa del Pueblo de Zúrich, ante una asamblea de jóvenes obreros suizos, afirmó: “Nosotros, los viejos, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura”. Unos momentos antes, sin embargo, había señalado que “no debemos dejarnos engañar por el silencio sepulcral que ahora reina en Europa: Europa lleva en sus entrañas la revolución”. Silencio sepulcral de aquella Europa que hoy se ve sacudida por el ruido de unos conflictos bélicos que la agitan en medio de un clima de gran inseguridad.
Más allá de las coyunturales celebraciones, Lenin es una figura fuertemente cuestionada, objeto de severos juicios y todavía más severos prejuicios. Conforme a la mayor parte de esos juicios, Lenin no pasa de ser un mero oportunista táctico, protagonista relevante e implacable de una toma del poder que las circunstancias de la Primera Guerra Mundial pusieron al alcance del partido bolchevique. Se dibuja así un Lenin como gestor y responsable de un modelo de partido político autoritario, sectario y jerarquizado al máximo, tozudo líder de una revolución de signo marxista que la ortodoxia marxista había juzgado como imposible, defensor de la dictadura del partido único sobre un proletariado sojuzgado en nombre de su libertad. En cuanto a los prejuicios –en los que, como conviene no olvidar, descansa fundamentalmente la construcción de los imaginarios colectivos–, Lenin sería una reliquia histórica, cadáver mental momificado que no pasa de ser reclamo y objeto de veneración para turistas ideológicos y nostálgicos, autor de doctrinas anacrónicas ya superadas y refutadas por el propio devenir histórico de la desaparecida Unión Soviética, precursor o eslabón necesario de las monstruosidades y aberraciones que se achacan de manera monolítica a los años en los que Stalin ostentó el poder en el país de los soviets. A pesar de todo, acercarse a Lenin y a su forma de pensar, a sus formas de reflexionar sobre los acontecimientos, puede resultar útil para quien se plantee con seriedad tanto lo que el partido bolchevique hizo durante el proceso revolucionario, en cada una de sus etapas concretas, como aquello que no hizo o dejó de hacer. Sin duda una de las características más sobresalientes de Lenin como dirigente es su capacidad de sacar lecciones tanto de lo hecho como de lo no hecho. Para él, lo que no es forma parte de lo que es, lo que está dejando de ser forma parte de la construcción de lo que está siendo y conforme a la cual, como escribió Engels, “nada se mantiene siendo lo que era, allí donde estaba, ni como era, sino que todo se mueve, cambia, deviene y perece”. La realidad como un “estar siendo”, un “estar aconteciendo”. Una lectura de la realidad en la que, en paradoja sólo aparente, también ocupa un lugar sobresaliente el derecho a soñar:
Lenin, pues, suma al análisis concreto de lo concreto el derecho a soñar. Claro está que la figura de Lenin, su filosofía, no se limita a la reflexión teórica o a la elaboración de una estrategia para la toma del poder. Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución, que puede sorprender a quienes ingenuamente creen que una revolución acaba el día de la toma del poder. Pero no, la revolución, como decía Martín López Navia, empieza realmente en el momento después de la toma del poder. En ese “día después” en que se hace necesario responder a las nuevas preguntas que el cambio de sistema plantea. ¿Cómo hacer que el pan, las frutas, verduras, carnes y pescados lleguen al día siguiente a los mercados? ¿Cómo saber cuánto va a valer el dinero de siempre cuando el nuevo día amanezca? ¿Cómo garantizar que los trenes y tranvías sigan funcionando? ¿Cómo conseguir que los ricos no escapen a toda velocidad con sus riquezas? ¿Cómo evitar que nadie asalte las tiendas y que los bares y escuelas sigan funcionando? ¿Quiénes y cómo van a imponer orden? Porque toda revolución es precisamente eso: la promesa de un nuevo orden, de un orden mejor por más justo, pero orden en todo caso, por más que su llegada desordene el orden viejo, injusto y opresor. Es el “día después” cuando la revolución –¿qué hacer?– deviene en respuesta, en responsabilidad. Ya Maquiavelo había anotado que “no hay nada más difícil de llevar a cabo, más dudoso de éxito, nada más peligroso de manejar, que el inicio de un nuevo orden”. Y Hannah Arendt subrayó correctamente que la revolución “nos enfrenta directa e inevitablemente con el problema del comienzo”. Al día siguiente de la revolución nace la revolución. Y, no lo olvidemos, la contrarrevolución. Se toma el poder y se descubre su potencia, pero –pura dialéctica– también hace acto de presencia la impotencia. Porque lo que se puede conlleva dentro lo que no se puede. Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución Con Lenin leemos la Revolución soviética como potencia, como poder del poder. La tarde siguiente a la toma del Palacio de Invierno se proclama que “todo el poder en las localidades pasa a los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos”, y bajo su autoridad se forma como Gobierno el Consejo de Comisarios del Pueblo que Lenin, por elección, va a presidir. Aparte del decreto de constitución del Gobierno, se aprueban dos decretos: el primero –que más que un acto de poder es una declaración de deseos–, en nombre del Gobierno Obrero y Campesino, propone a todos los pueblos y gobiernos en conflicto el comienzo de negociaciones para una paz justa, democrática, sin anexiones ni indemnizaciones. El segundo decreto es sobre la tierra, y participa ya claramente de la marcha dialéctica que la realidad en movimiento supone. Por un lado, es un acto de poder: la propiedad de los terratenientes se expropia sin compensaciones, se abole la propiedad privada de la tierra y se concede el derecho a usarla a todos los ciudadanos (sin distinción de sexo) que quieran trabajarla; pero es también un acto que encierra en sí mismo la impotencia del partido bolchevique para imponer la nacionalización que recogía en su programa. Poder e impotencia en un mismo acto y ocasión para aprender de la mano de Lenin, como lectores de su obra, a saber situar ese suceso, ese acontecer que, como todo hecho, es movimiento. “Se dice aquí que el decreto y el mandato han sido redactados por los socialistas revolucionarios. Sea así –dirá Lenin poco más tarde, durante el II Congreso de los Soviets–. No importa quién los haya redactado: como gobierno democrático no podemos dar de lado la decisión de las masas populares, aun en el caso de que no estemos de acuerdo con ella. En el crisol de la vida, en su aplicación práctica, al hacerla realidad en cada lugar, los propios campesinos verán dónde está la verdad”. Creo sinceramente que esta reflexión de Lenin sirve mejor que ninguna otra para entender la clarividencia con que abarca y entiende el ser de la dialéctica. Frente a aquellos que, de manera simplificadora, entienden la lucha de clases y por tanto la revolución como un enfrentamiento entre contrarios, Lenin –que ya en los Cuadernos filosóficos hace ver que “las relaciones de cada cosa (fenómeno, etc.) no sólo son múltiples, sino además universales, y que cada cosa (fenómeno, proceso, etc.) está vinculada con todas las demás”– entiende que “cuando lo nuevo acaba de nacer, lo antiguo se mantiene un cierto tiempo más fuerte que él. Siempre es así, también en la naturaleza y en la vida social”. Esta forma suya de atender al movimiento de las cosas le permite a Lenin ver las contradicciones no sólo entre el pasado y el porvenir, sino también aquellas que tienen lugar en el interior de la revolución, con los enfrentamientos internos entre revolucionarios y el desgarro que todo avance supone. Está el Lenin que supo construir un partido sólido, disciplinado y eficiente, que fue capaz de analizar y determinar el momento en el que la toma del poder era posible: de ese Lenin cabe extraer lecciones para quien comparta la necesidad de construir una sociedad más justa y razonable. Pero hay también un Lenin que “no sabe”, o por mejor decir, que “sabe no saber”, y que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el Lenin más necesario. El Lenin que es capaz, a la hora por ejemplo de dar un inesperado giro en el campo económico, de reconocer lo que no sabe: “El capitalismo de Estado es el capitalismo que debemos colocar dentro de un determinado marco y que aún hoy no sabemos cómo hacerlo. He ahí el quid de toda la cuestión”. El Lenin que aprende y avanza según la revolución avanza o retrocede. Los clásicos del marxismo, como escribió Manuel Sacristán, son clásicos de una concepción del mundo, no de una teoría científico-positiva especial y, por más que sea también evidente que el propio desarrollo histórico ha puesto sobre el tapete ‘problemas post-leninianos’ relacionados con nuevas formas de explotación o resistencia –la ecología, el movimiento feminista, las tecnologías de la información y comunicación (TIC) o los problemas del desarrollo sostenible en el ecohorizonte de unos recursos energéticos no renovables–, el pensamiento de Lenin sigue aportando una visión absolutamente conveniente y necesaria para todo aquel que no se conforme con que la condición humana que el trabajo representa para unos muchos, dependa de la conveniencia de unos pocos. ---------------- Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946), editor, crítico, ensayista y agitador cultural, es autor, entre otros libros, de Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado (Madrid, Catarata, 2012), antología de ensayos y folletos de Lenin precedida de un extenso ensayo introductorio. |
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