Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán;
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Necesario vigilar las lecturas de los lideres?
Introducción.
Habitualmente se les exige no confesarlas. Esto es en cierto sentido perjudicial, pues el conocimiento primero de que leen y en segundo lugar qué es lo que leen facilitaría a menudo explicarnos lo que dicen y hacen. A veces un capricho sorprendente, un guiño en un discurso, un dejo retórico conocido, un acento ideológico nos hace sospechar que, sin prevenir, está retomando la palabra de otro. Al ser transpuesta, transmutada, la lectura se convierte en un eco quebrado, en un enigma indescifrable. El enigma de la fórmulas sólo puede despejarse si conocemos la materia de la piedra filosofal. Tenemos varios prejuicios a la hora de imaginarnos a los dictadores en pantuflas tomando un libro de la biblioteca y gozando de lectura profunda.
El primero es que como mecanismo de reducción de la disonancia que se produce en nuestras mentes, es mejor engañarnos y sostener que los dictadores más déspotas, totalitarios y sangrientos son incultos o ágrafos. Nos da la tranquilidad bien pensante que las dictaduras son abortos antinaturales de la sociedad, desviaciones históricas o dérapages aberrantes.
En segundo lugar para nuestra ideología humanista occidental es impensable que un dictador (o cualquier asesino político de masas) sea una persona culta y erudita: como en el caso de los nazis tendemos a creer que la alta cultura es un antídoto absoluto contra la barbarie. Los monstruos no leen.
En realidad una hipótesis no reconocida del iluminismo tardío. La barbarie repudia la cultura y viceversa. Pero nada es más falso.
La biblioteca de Adolfo Hitler.
No podemos creer que Hitler era un gran lector, que devoraba de niño las novelas de aventuras del viejo oeste de escritor alemán Karl May “a la luz de una vela”, que a los quince años escribía obras de teatro, que era considerado por sus vecinos una rata de biblioteca o que su único equipaje al llegar a Viena eran cuatro cajas llenas de libros. Un amigo íntimo de Hitler de aquella época romántica, August Kubizek, no podía imaginar a su amigo sin libros: “Los libros eran su mundo”. Hitler había sido socio de tres bibliotecas en su Linz natal (pagando una suscripción bastante alta para la época) y era usuario habitual en la impresionante Hofbibliothek de Viena. (Biblioteca nacional de Austria.) En su habitación de dirección Stumpergasse 29, segundo piso, puerta 17 (La residencia de Hitler en Viena durante su juventud.) los libros se acumulaban por el piso en filas verticales. Era un asiduo lector de Schopenhauer y, por supuesto, Nietzsche. La hermana de Hitler, Paula, recordaba que siempre le recomendaba libros y que incluso le había enviado un ejemplar del Quijote de la Mancha. En “Mein Kampf” confesaba “he procurado leer de la forma correcta desde mi primera juventud y me he visto felizmente apoyado en esta conducta por mi memoria e inteligencia”. El número de libros que Hitler acumuló durante su vida varió de acuerdo con los momentos políticos en los que estuvo envuelto. En 1935, en un perfil a cargo de la periodista Jane Flanner para la revista norteamericana The New Yorker, se informó que su biblioteca poseía alrededor de 6.000 ejemplares. Unos años después, el corresponsal de la UPI Frederick Oechsner hablaba de 16.300, cálculo validado recientemente por los investigadores Philipp Gassert y Daniel Mattern. De acuerdo con el libro sobre biblioteca de Hitler de Ryback, en la actualidad sobreviven unos 12.000 libros, todos almacenados en la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. A diferencia del esplendor que compartieron junto con los paneles de madera, las lámparas de bronce y las sillas majestuosas de las casas privadas de Hitler en Munich, Berlín y Berchtesgaden, hoy las obras de la biblioteca privada del Führer ocupan varios gabinetes oscuros en la sección de Libros raros de esa institución. Su biblioteca representaba para Hitler una fuente de saber e inspiración. Que en ella haya ahogado sus ambiciones fanáticas y sus complejos intelectuales no es culpa de ellos. O al menos no de todos ellos. Hitler consideraba a Don Quijote de la Mancha uno de los grandes libros de todos los tiempos. Igual suerte le tocó al Robinson Crusoe, a La cabaña del tío Tom y a Los viajes de Gulliver. Veía en Robinson Crusoe “la evolución de la historia de la humanidad” y a su juicio Don Quijote reflejaba con ingenio el final de una época. Poseía las Obras completas de Shakespeare en una edición alemana publicada en 1925. Hitler consideraba a Shakespeare superior a Goethe y a Schiller, ya que el inglés (el que habla ahora es Ryback) “se había alimentado de las fuerzas proteicas del incipiente imperio británico, mientras que los dos dramaturgos teutónicos habían malbaratado su talento en historias que trataban de crisis personales y rivalidades entre hermanos”. Sus libros de su biblioteca que reforzaron las opiniones racistas que ya habían germinado en él y estaban fuera de toda duda. Tenía una traducción alemana del tratado antisemita de Henry Ford, El judío internacional, y los Ensayos alemanes de Paul Lagarde, libro éste prudentemente anotado, en el que Lagarde reclama trasplantar a los judíos alemanes y austríacos, a los que tilda de “pestilencia”, a Palestina. “Estas aguas pestilentes deben ser erradicadas de nuestros ríos y lagos”, escribe Lagarde, y al margen Hitler escribe con lápiz: “El sistema político en que esto existe debe ser eliminado.” Desafortunadamente, Hitler nunca inventarió sus libros, y las únicas cifras detalladas provienen del ex corresponsal de United Press Frederick Oechsner, quien visitó a Hitler repetidamente y accedió a las colecciones del Führer. "Descubrí que su biblioteca personal, la cual está dividida entre su residencia en la Cancillería en Berlín y su casa de campo en el Obersalzberg en Berchtesgaden, contiene unos 16.300 libros", escribió Oechsner en su súper ventas This is the enemy (Este es el enemigo), publicado en 1942. De acuerdo a Oechsner, la parte individual más grande de la biblioteca de Hitler, unos 7.000 libros, estaba dedicada a asuntos militares, en particular a "las campañas de Napoleón, los reyes prusianos; la vida de todas las figuras alemanas y prusianas que jugaron algún papel militar; y libros sobre cada una de las conocidas campañas militares de la Historia". Otros 1.500 volúmenes versaban sobre arquitectura, teatro, pintura y escultura. "Un libro sobre el teatro español tiene dibujos y fotografías pornográficos, pero no hay sección sobre pornografía como tal en su biblioteca", escribió Oechsner. El promedio de los libros abordaba los más variados temas, desde nutrición y salud hasta religión y geografía, con unos "800 a mil libros" de "simple ficción popular, la mayoría simple basura". Según admitía él mismo, el Führer no era un aficionado a las novelas, aunque apreciaba los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, La cabaña del tío Tom y Don Quijote. El único novelista del que se sabe que era amado y leído por Hitler era escritor Karl May, un escritor alemán de westerns baratos. De acuerdo al relato de Albert Speer, en sus Diarios de Spandau, preocupado por la falta de imaginación de sus generales, Hitler en más de una ocasión les recomendó leer a May. A Hitler le gustaba decir que siempre había estado profundamente impresionado por la fineza táctica y circunspección que Karl May le otorgaba a su personaje Winnetou. Y agregaba que durante sus lecturas nocturnas, cuando enfrentaba problemas que aparentemente no tenían solución, siempre abrazaba esas viejas historias y que éstas le daban valor. Biblioteca. En actualidad unos 1.200 libros de Hitler en la Biblioteca del Congreso probablemente representen menos del 10% de la colección original. Aun así, cuando visité por primera vez la Biblioteca Hitler, en abril de 2001, me sorprendí al descubrir que, a pesar de no estar completa, podía discernir con facilidad al coleccionista que estaba preservado en sus libros. En más de 200 memorias sobre la I Guerra Mundial, incluyendo "Fuego y Sangre" de Ernst Jünger, con una inscripción personal -para "el Führer"-, hallé al "cabo austriaco", con su sombrío comportamiento y su servicio en batalla, durante el cual fue herido dos veces y por el cual fue condecorado en dos ocasiones -en una con la Cruz de Hierro de primera clase-. En docenas de libros, con saludos como los del Príncipe August Wilhelm de Prusia y de Alemania -hijo del último Kaiser alemán- y los herederos de la dinastía pianística de los Bechstein, vi al Hitler que era protegido por la elite financiera, social y cultural de Alemania. Un libro sobre el Führertum -"liderazgo"- le fue regalado por el industrial Fritz Thyssen, quien lo introdujo entre los principales hombres de negocios de Alemania en un decisivo encuentro en Düsseldorf, en enero de 1932. Varios libros están dedicados por la hija menor de Richard Wagner, Eva, quien estaba casada con Houston Stewart Chamberlain. Este último era un inglés antisemita conocido por su libro "Las bases del siglo XIX", en el cual lanzaba la tesis de que Jesús era de sangre aria y no semita. Hitler había leído a Chamberlain durante su estada en Viena, y tuvo una breve audiencia con el viejo antisemita en la propiedad de los Wagner, poco antes de ser enviado a la prisión de Landsberg. "Usted conoce la diferenciación que hace Goethe entre fuerza y fuerza", le escribió Chamberlain a Hitler, en octubre de 1923. "Hay una fuerza que viene del caos y lleva al caos, pero también hay una que está destinada a crear un nuevo mundo". Chamberlain le asignaba esta última a Hitler. Espiritualidad. Pero también encontré un Hitler que no había anticipado: un hombre con un sostenido interés en la espiritualidad. Entre los montones de literatura nazi, hay más de 130 libros sobre materias espirituales y religiosas, las que van del ocultismo occidental al misticismo oriental, pasando por las enseñanzas de Jesús -libros con títulos como "Meditaciones dominicales", "Sobre la oración", "Grandes verdades sobre la humanidad" o "El mundo y Dios". Un tomo de cuero -con las palabras "Worte Christi" (Las palabras de Cristo), grabadas en oro en la tapa- estaba especialmente ajetreado. En su interior había una dedicatoria: "A nuestro amado Führer, con gratitud y profundo respeto, Clara von Behl, nacida von Jansen von den Osten, Navidad, 1935". Del libro "Worte Christi" revisé el índice de contenidos y hojeé la introducción, luego busqué en el libro marginalia que pudiera sugerir un estudio acucioso del texto. Un marcador de seda blanca estaba entre las páginas 22 y 23, cruzado sobre una descripción de la Última Cena, según el relato de San Juan. En la página 241, aparece el pasaje: "Debes amar a tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma, todo tu espíritu: éste es el más grande de los mandamientos. Otro igualmente importante: ama a tu prójimo como a ti mismo". Debajo de este pasaje hay una breve línea a lápiz, la única marca en todo el libro. Dado el conocido desdén de Hitler hacia la religión, en general, y hacia la cristiandad, en particular, no esperaba encontrar que él le hubiese dedicado tanto tiempo a las enseñanzas de Cristo, y menos que hubiese remarcado la quintaesencia de la virtud cristiana. Si Hitler estaba tan profundamente comprometido con los temas espirituales, como lo sugieren sus libros y su marginalia, entonces, ¿cuál era el propósito de esta búsqueda? En la primavera de 1943, cuando el resultado de la II Guerra Mundial aún pendía de una balanza, la Oficina de Servicios Estratégicos -la antecesora de la CIA- le encargó a Walter Langer, un sicoanalista de Boston, el desarrollo de un "perfil psicológico" de Adolf Hitler. Durante ocho meses, asistido por tres investigadores de campo y asesorado por otros expertos en sicología, Langer compiló más de 1.000 páginas sobre su paciente: textos de discursos, citas de Mein Kampf, entrevistas con ex asociados de Hitler, y todas las fuentes escritas que estaban en ese momento disponibles. Langer escribió: "Una revisión de toda la evidencia nos fuerza a concluir que Hitler se cree destinado a convertirse en un Hitler inmortal, elegido por Dios para ser el Nuevo Redentor de Alemania y el Fundador de un nuevo orden social en el mundo. Él cree firmemente en ello y está seguro de que, a pesar de todas las pruebas y tribulaciones que deberá atravesar, finalmente llegará a su meta. La única condición es que siga los dictados de la voz interna que lo ha guiado y protegido en el pasado". En su sumario, Langer delineaba ocho escenarios posibles para el curso de acción que adoptaría Hitler enfrentado a la derrota. El más probable, sugería de manera premonitoria, era que su fe en la protección divina lo llevaría a pelear hasta llegar a un amargo fin -"arrastrando al mundo con nosotros... un mundo en llamas"- y que finalmente se quitaría la vida. Después de la guerra, el mariscal de campo Albert Kesselring, uno de los principales asesores militares del Führer, confirmaba la tesis de Langer: "Mirando hacia atrás, me inclino a pensar que él estaba literalmente obsesionado con la idea de una salvación milagrosa, a la cual se aferraba como un hombre que se ahoga y que se sujeta a una paja". Entre los numerosos volúmenes sobre lo espiritual, lo místico y lo oculto, encontré un manuscrito que bien podría haber servido como la copia exacta de la teología de Hitler. La ley del mundo. El texto es un tratado de 230 páginas, titulado La ley del mundo: la religión venidera y fue escrito por un tal Maximilian Riedel. Durante la primera semana de agosto de 1939, el manuscrito fue entregado a Anni Winter, la antigua ama de llaves de Hitler en Munich, con la petición de que se lo pasara a Hitler personalmente. La carta que acompañaba al texto decía: "¡Mein Führer! Basado en un nuevo descubrimiento, he sido capaz de probar, con evidencia científica incuestionable, el concepto de la trinidad de Dios como una ley natural. Uno de los resultados de este descubrimiento es, entre otras cosas, la firme relación entre los términos Verdad-Ley-Deber-Honor. En esencia, los orígenes de toda ciencia, filosofía y religión. El significado de este descubrimiento me llevó a pedirle a Frau Winter que le entregue personalmente el manuscrito adjunto. ¡Heil mein Führer! Max Riedel, Grünwald, Oberhachingerweg,". Riedel hizo un inteligente movimiento táctico al entregar el manuscrito en la residencia de Munich. Mientras que en el Berghof, Hitler recibía cientos de libros y en la Cancillería toda correspondencia pasaba por la manos de los secretarios, en Munich el único filtro era el ama de llaves. Basado en la marginalia, parece ser que Hitler no sólo recibió el manuscrito de Riedel, sino que también lo leyó cuidadosamente con un lápiz en la mano. Frases sueltas y párrafos enteros están subrayados, en ocasiones dos e incluso tres veces. En este tratado de estilo denso, Riedel establecía las bases para su "nueva religión", reemplazando la Trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, por una unidad tripartita, "Körper, Geist und Seele" -"cuerpo, mente y alma"-. Riedel argüía que la humanidad tradicionalmente ha reconocido cinco sentidos, los cuales sólo se relacionan con aspectos físicos de nuestra existencia, y que esto impide nuestra habilidad de percibir la verdadera naturaleza de nuestra relación con Dios y el universo. Por ello, ofrecía siete "sentidos" adicionales, presentes en todo ser humano, los cuales se relacionan con la percepción subjetiva del mundo. Entre ellos, Riedel incluía nuestro sentido inherente acerca del bien y el mal, nuestro sentido emocional sobre las otras personas y nuestro sentido de la autopreservación. En una ilustración de dos páginas graficaba su teoría con un diagrama circular, en el que varios conceptos -alma, espacio, realidad, presente, pasado, posibilidad, transformación, cultura, vida después de la vida, humanidad, infinito- están conectados por una telaraña de líneas. "El cuerpo, la mente y el alma no pertenecen al individuo, pertenecen al universo", explicaba el autor. Al parecer, la Trinidad de Riedel atrajo la atención de Hitler. Una gruesa línea remarcaba el siguiente pasaje. "El problema de ser objetivo es que usamos criterios objetivos como la base del entendimiento humano, lo cual significa que los criterios objetivos, esto es, los criterios racionales, terminan siendo la base para todo entendimiento, percepción y toma de decisiones". Al usar los tradicionales cinco sentidos, declaraba Riedel, los seres humanos excluyen la posibilidad de percibir -a través de los siete sentidos adicionales que él identificaba- las fuerzas más profundas del mundo, y por lo tanto son incapaces de alcanzar la unidad de cuerpo, mente y alma. "La mente humana nunca decide las cosas por sí misma, es el resultado de un discurso entre el cuerpo y el alma", afirmaba. La frase no sólo cautivó la atención de Hitler -debajo de ella hay una línea gruesa y al lado, en el margen, hay tres líneas paralelas-, sino que dos años más tarde resonaba en uno de sus monólogos. En diciembre de 1941 les decía a algunos huéspedes, "la mente y el alma finalmente retornan al ser colectivo del mundo. Si existe un Dios, no sólo nos da vida; también, conciencia y conocimiento. Si vivo mi vida de acuerdo a las visiones internas que me dio Dios, entonces puedo equivocarme, y si lo hago, sé que he actuado de buena fe". En 1943, Walter Langer concluyó -correctamente, en mi opinión- que para entender a Hitler se debe comprender su profunda fe en las fuerzas divinas. Pero Hitler creía que lo mortal y lo divino eran una misma cosa: que el Dios que él buscaba, de hecho, era él mismo. Karl May. Karl May (Ernstthal, 25 de febrero de 1842 - Dresde, 30 de marzo de 1912) es uno de los autores más leídos en Alemania. Nació en Hohenstein-Ernstthal (Alemania). Era el quinto de catorce hijos de una familia de tejedores. Quedó ciego al poco de nacer y no recuperó la visión hasta los cinco años, después de ser operado. Durante estos años de ceguera se formó en el niño un profundo e impresionante mundo interior alimentado por los relatos de su padrino y de su abuelo. En 1861 consiguió el título de maestro, pero ejerció la profesión durante poco tiempo. Acusado de haber robado un reloj, fue a parar a la cárcel y se le retiró la licencia para enseñar. Durante algunos años se sucedieron los delitos contra la propiedad y los castigos en prisión donde descubrió las posibilidades redentoras de la escritura. En 1875 May comenzó a colaborar en algunos diarios. Cuatro años más tarde, en 1879, pasó a trabajar como colaborador fijo en una revista dedicada a la familia, donde escribió una serie de artículos sobre el Oriente. Desde este momento tuvo asegurada una forma de ganarse la vida que, poco a poco, lo fue convirtiendo en un burgués respetable. Sus novelas consiguieron un enorme éxito entre el público alemán y se convirtió en un autor muy popular. Muchas de las portadas originales de sus obras fueron realizadas por el pintor e ilustrador Sascha Schneider. Características generales de su obra- Sus novelas de aventuras, destinadas a un público juvenil, vienen siendo reeditadas de forma continuada desde que fueron publicadas por primera vez en vida de su autor. Podríamos decir que May representa para los alemanes lo que Verne para los franceses o Salgari para los italianos. Por lo que se refiere a las temáticas, los libros de Karl May, escritos todos en primera persona, se sitúan primordialmente en dos escenarios geográficos: el Oeste americano y el próximo Oriente. Las novelas de la serie americana tienen como protagonista a Old Shatterhand y su amigo el indio apache Winnetou. Las que se sitúan en Oriente están protagonizadas por Kara ben Nemsi y su amigo Halef Omar. Entre 1882 y 1887 aparecieron cinco novelas por entregas. Posteriormente escribió siete libros juveniles para la revista El buen camarada, que obtuvieron un gran éxito.. La mayoría de las obras de May fueron compiladas a partir de escritos anteriores publicados en diarios y revistas. Una prueba de su éxito es la fundación en 1969 de la sociedad "Karl May" con sede en Hamburgo, y la existencia en Radebeul, cerca de Dresde, de un museo en la que fue su última casa. Se llama "Villa Shatterhand", es decir, "Finca Shatterhand". Un segundo museo se encuentra en su lugar de nacimiento en Hohenstein-Ernstthal. |
Los westmen alemanes de Karl May De todos los géneros literarios populares quizá el más olvidado en la actualidad sea el western, que parece haber existido solo en la gran pantalla. Sin embargo, hubo épocas en que la novela del Oeste fue muy célebre, incluso en nuestro país, como demuestra el boom del bolsilibro de los años 50 a 70: muchos lectores veteranos todavía veneran a Marcial Lafuente Estefanía por las incontables horas de entretenimiento que les deparó. Es más, la lectura atenta de los créditos de la mayor parte de los clásicos del western de Hollywood revela que están basados en cuentos y novelas de autores que fueron muy populares en la era dorada del pulp (el sello Frontera de la editorial Valdemar, bajo la dirección del especialista Alfredo Lara —dueño de la estupenda librería madrileña Opar, especializada precisamente en toda clase de literatura de género— está rescatando a los mejores: Dorothy M. Johnson, James Warner Bellah o Jack Schaefer). Pues bien, para mí, y sospecho que para muchos, el western literario descansa ante todo en un nombre… el de un escritor alemán que apenas pisó Estados Unidos, y que cuando lo hizo ya acreditaba incontables novelas del Oeste. Se trata de Karl May, un hombre olvidado por la edición española en los últimos años pero que fue muy editado en las décadas centrales del siglo XX: yo leí en mi infancia varias de sus obras sobre las aventuras compartidas por el blanco Old Shatterhand y el jefe apache Winnetou, y confieso sin rubor que buena parte del «profundo» conocimiento que tengo de la vida en el Far West se lo debo a él. Karl Friedrich May (1842-1912), nacido en Hohenstein-Ersthal, Sajonia, quinto de los 14 hijos que tuvieron sus padres, fue —como otros autores que conforman la edad dorada de la novela de género, de Jack London a Joseph Conrad— un joven de vida agitada, casi novelesca, hasta encontrar el equilibrio y la prosperidad en la práctica de la literatura. Nacido en la miseria, ciego en los primeros años de su vida, ejerció la profesión de maestro en sus años de juventud, pero combinó la vida en las aulas con la vida entre rejas. Por diferentes delitos de latrocinio, pasó diversas temporadas en la cárcel, hasta que a la edad de 32 años encontró su camino en el mundo de la escritura, primero como periodista y después como autor de literatura barata. Sería en el ámbito de las revistas dedicadas a la educación de la juventud donde encontraría su camino: la aventura exótica. Dos fueron los escenarios donde May pondría en práctica su habilidad para la caracterización de elementos exóticos. El primero, hoy mucho más olvidado que el segundo, es Oriente Medio, donde situó a su héroe Kara Ben Nemsi. El otro, por el cual todavía se le recuerda (quien lo hace) es el Far West norteamericano, donde situó a diversos personajes a los que agrupó bajo el nombre de westmen (hombres del Oeste), así en inglés —el alemán May incluye frecuentes sustantivos o interjecciones en el idioma anglosajón, algo absurdo desde el punto de vista de la lógica interior de los personajes, pero que considera que dan el adecuado sabor a sus escritos. May creó un buen puñado de héroes nobles, fuertes, de infalible puntería, capaces con tan solo examinar unas huellas de efectuar la más certera radiografía del comportamiento y características físicas de sus dueños: en palabras de Fernando Savater, héroes pluscuamperfectos. A los principales de ellos May les otorga un sobrenombre que comienza por el adjetivo Old (viejo): Old Shatterhand, Old Firehand, Old Surehand, Old Death 1… Así, por ejemplo, el primero de ellos, su personaje emblemático, vendría a traducirse algo así como «el Viejo Mano de Hierro» (por la tremenda fuerza de su puño, capaz incluso de matar de un solo golpe), denotando este término, más que familiaridad o cariño, el profundo magisterio que ostentan esos individuos sobre todos los habitantes del oeste (blancos e indios) por su experiencia, valor y habilidad. El westman de May es reverenciado allí donde va; su nombre inspira respeto y veneración entre los hombres de bien, y miedo y estupor entre los tipos traicioneros. Su palabra es ley en un mundo, el de la frontera, al que como bien sabemos todavía no han llegado las leyes y las instituciones de la justicia. Son hombres que, por supuesto, predican con el ejemplo: son ascéticos, valientes hasta el arrojo, también envarados y carentes de sentido del humor, por no hablar que profundamente asexuados: no hay novela que haya leído en que vivan alguna historia de amor. Es cierto: la fuerza moral que desprenden los sitúa tan por encima de los seres humanos corrientes que, la verdad sea dicha, llega a hacerlos un punto antipáticos. Lo más curioso de todos ellos es que… son de origen alemán (incluido el anteriormente citado Ben Nemsi), bien nacidos en tierras germánicas, como Old Shatterhand, o con ancestros de esa tierra, lo cual, sin duda, explica sus capacidades y ayuda a crear entre todos ellos una especial afinidad que va más allá de la mera admiración: así, una de sus novelas más populares, El tesoro del lago de la plata2 viene a constituir una especie de reunión de buena parte de sus westmen de raíces germanas, casi como si fuesen un selecto grupo de superhéroes al estilo de Los Vengadores. Bien puede señalarse, por tanto, que Karl May actúa en sus libros como portavoz natural de la germanidad. No hay que olvidar que el autor escribía, ante todo, para un público alemán en ese momento en las décadas del cambio de siglo en que el joven país (unificado en 1871) se incorpora de modo orgullosamente acelerado a las grandes potencias del mundo, no tardando en disputarle el primer puesto en desarrollo industrial a la poderosa Gran Bretaña, pero que ha llegado tarde a la carrera imperial. Leyendo las novelas de Karl May, esa enojosa circunstancia —que, como bien se sabe, fue una de las razones del estallido de la Primera Guerra Mundial— parecía importar menos: ¿acaso no podían sentir los lectores alemanes que, por mediación de esos westmen, estaban participando en la construcción de una gran potencia mundial? Old Shatterhand es el más arquetípico de ellos, hasta el punto de ser considerado el alter ego sublimado de su autor (parece ser que May, al darle su propio nombre, jugó, un poco en la línea salgarinesca, con la ambigüedad de narrar aventuras vividas previamente en primera persona). Como muchos protagonistas de la literatura de género, es el clásico personaje hueco que no posee ninguna relevancia psicológica especial, pues su función, ante todo, es permitir la identificación del lector con su persona para hacer entrar a aquél en la acción. En la primera aventura de su saga, bautizada en España como La montaña de oro, se interna por vez primera en las llanuras del Oeste trabajando como topógrafo para el ferrocarril pero en pocas páginas se revela como un westman de primera que se gana su apelativo (Mano de Hierro) por su capacidad para derribar de un solo puñetazo a un hombretón (del mismo modo que mata a un búfalo desbocado o a un furioso grizzly). A lo largo de los relatos que de él conozco, Shatterhand no evolucionaría en lo más mínimo; en todo caso, May lo rodearía de una serie de atributos personales muy propios de un héroe de leyenda: su caballo Hatatitla, regalo de Winnetou, o sus dos célebres fusiles, el mataosos y la carabina de repetición Henry, ambos fabricados por el mismo maestro armero de San Luis, por supuesto alemán. Eso sí, el personaje más conseguido del autor, y seguramente el más recordado por el público, es Winnetou, el noble jefe de los apaches y hermano de sangre de Old Shatterhand. En él, May sintetizó toda la tradición europea en torno al mito del «buen salvaje». Emblema de todas las virtudes del hombre natural al que la sofisticación, y por lo tanto, la vileza del blanco todavía no ha alcanzado, Winnetou es el símbolo de la nobleza en grado mayúsculo y de las cualidades del westman, no en vano es el único al que su hermano Scharlih puede llamar maestro en el aprendizaje de las leyes de la llanura. May acertó al concederle además la suprema virtud de la modestia. Por el contrario, resulta muy antipático que, para hacer resplandecer mejor las virtudes de Old Shatterhand, el escritor tome por costumbre menoscabar las de los otros cow-boys en cuyo camino se cruza (con frecuencia, él mismo finge ser un novato sin capacidades… solo para mejor ridiculizar después a los que se dan de avezados westmen, los cuales cometen toda clase de errores de principiante: con ello May, solo consigue incomodar al lector crítico ante el exceso de humillaciones que reserva a quienes luego solo podrán o bien rendir veneración por su héroe… o guardarle, y con razón, un odio cervil). Winnetou, no. Sin duda inspirado en sus admirados mohicanos de Fenimore Cooper, May supo guardar para su apache un admirable sentido de la dignidad que no necesita jamás de los alardes tan caros a los héroes blancos, y si estos acaban difuminándose en la memoria, no sucede así con el honorable piel roja. Es más, tan recordables como el noble apache son los indios que también figuran como villanos en estos relatos, y que se distinguen de sus homónimos blancos porque también ellos intentan salvaguardar a toda costa su dignidad, lo cual los convierte en sabrosos maestros de la doblez. Es justo además encomiar la noble defensa que May hace de los indios, denunciando sin ambages el expolio al que han sido sometidos por los hombres blancos y el triste destino de desaparición física o aculturación a que están condenados —en este sentido, Winnetou cuenta con varios parlamentos inolvidables. Lo cual no quita que también, y como buen hijo de la época, en su mirada sobre el indio se entrevere un indisimulable etnocentrismo, expresado ante todo en ese elemento de la civilización blanca que la hace superior a todas: el cristianismo. May abusa de una cargante apología de los valores cristianos que, por comprensible que sea en la época, resulta extemporánea en el contexto del Far West, porque acaba impulsando a sus héroes (una vez más, con Shatterhand a la cabeza) a inverosímiles intentos de practicar la caridad con todo hijo de vecino, aun cuando sean asesinos que se han merecido mil veces su castigo, y cuya mera defensa, a ojos de los indios (mucho más coherentes en este asunto y, por ello, más convincentes), supone una ofensa por parte de su rubio amigo. Es más, si Winnetou es un indio tan admirable es porque, en el fondo, es un cristiano ante litteram: su maestro fue un venerable hombre blanco (alemán, por supuesto) que pasó años conviviendo entre los apaches, que lo llamaron Kleki-Petra (Padre Blanco), inculcándole sus valores. De hecho, en el momento de su muerte, el buen indio acabará convirtiéndose a la religión verdadera, siendo enterrado por su amigo bajo una cruz: ignoro si Manitú se revolvería de ira allá en las praderas eternas donde han de morar los pieles rojas caídos en valiente combate. La bibliografía de Karl May es inmensa y difícil de desentrañar ante la escasez de información en español. La saga de Old Shatterhand y Winnetou se dispersa en múltiples historias, pero su núcleo central —que narra desde su encuentro hasta la muerte del caudillo indio—, publicado primero por entregas en revistas, fue agrupado en su Alemania natal en tres volúmenes (cada uno compuesto por cuatro partes, que bien puede corresponderse con las entregas originales) que acabaron titulándose con sencillez Winnetou 1, 2 y 3, añadiéndose en los últimos años del autor un cuarto tomo. En España (los datos los he extraído de la excelente información que proporciona Jordi Viader en esta página), fueron publicados en los años 20 por la editorial Gustavo Gili primero respetando las entregas originales y después los cuatro tomos, en este caso bajo el título global de Entre pieles rojas. En los años 30, la entrañable Editorial Molino realizó las ediciones que circularían en España, en distintas colecciones, durante las décadas siguientes, con traducción de «E. M.» y estupendas portadas de Bocquet. Los tres Winnetou recibirían entonces el título de La montaña de oro, La venganza de Winnetou (al principio, La venganza del caudillo) y En la boca del lobo. Como he señalado, los dos personajes seguirían apareciendo en muchos otros títulos: el más popular de ellos (y, que yo sepa, el último en recibir una edición de cierta repercusión en España, en la colección Tus Libros de Anaya, en 1991) es el ya mencionado El tesoro del lago de la plata. Personalmente, debo el conocimiento (a veces, bastante infiel) de muchas otras aventuras de estos personajes a la entrañable colección de tebeos Joyas Literarias Juveniles, de Editorial Bruguera, que entre los años 70 y 80 del pasado siglo publicó decenas de novelas del alemán. Lo que he leído de Karl May, en mi opinión, lo aparta de los autores clásicos (buena parte de los cuales fueron estrictos coetáneos suyos), esto es, los Julio Verne, R. L. Stevenson, Henry Rider Haggard o Arthur Conan Doyle, porque su mirada posee ya una referencialidad que no existe en aquéllos. Es decir, May es un escritor consciente de integrarse en una tradición —no tanto la novela del Oeste como la novela de aventuras en general—, lo cual otorga a su mirada cierto carácter meta-literario. No en vano, Old Shatterhand cuenta en primera persona todas sus aventuras no por convención narrativa sino por vocación de escritor, lo que ya había anunciado al primero de los westmen con que traba amistad, Sam Hawkens (quien le pondrá su famoso apodo), haciendo alarde de que el conocimiento que ya posee sobre el Oeste lo ha extraído de los libros. No menciona sus fuentes, pero podemos pensar que son las mismas de Karl May, o sea, escritores como el citado Fenimore Cooper y su inmortal El último mohicano o el olvidado Thomas Mayne Reid). Este carácter ingenuamente meta-literario, por tanto, no es el de un clásico, sino el de un autor que tiene bien claro quienes son los clásicos y los toma por modelos. Si yo tuviera que definir a May, diría —como hice hace tiempo en un artículo sobre Emilio Salgari, el autor al que más parecido le encuentro— que es un escritor proto-pulp. Como las novelas de Salgari, las de May carecen de una estructura compositiva meditada y bien organizada (como sucede, por ejemplo, con el muy cartesiano Julio Verne), sino que diríase que su autor libera el torrente descontrolado de la narración para detenerlo, desviarlo o intentar contenerlo (a duras penas) cuando considera que ya hay bastante de lo que está contando. Ese indudable aire pulp se observa, así, en los bruscos aceleramientos de la acción o en digresiones introducidas más que nada porque, en pleno curso de su argumento, el escritor se tropieza con un personaje o un escenario que de pronto reclama toda su atención. Es propio también del puro pulp la rígida división de los personajes entre personajes nobles, radicalmente buenos, y villanos irredimibles que encima son tan cobardes como abyectos (ni siquiera dignos, a ojos de los indios, de morir torturados en el poste de los tormentos, honor reservado solo a los enemigos de talla y valor), la repetición constante de los mismos episodios o el gusto por crear personajes secundarios pintorescos, por lo común mediante algún detalle singular (el cráneo escalpado de Sam Hawkens, que se cubre con un sombrero que ya lleva adosada la peluca; la vestimenta y la aparente condición femenina del sin embargo muy masculino aventurero conocido como Tía Droll; la costumbre de Gunstick-Uncle de hablar siempre en verso). Del mismo modo, la capacidad tanto para conceder toda la atención a un personaje episódico como para luego olvidarse de él: en el colmo, es capaz de deshacerse en off del malvado principal, hurtando así al lector del «placer» de presenciar su castigo, como sucede con el asesino Cornel en El tesoro del lago de la plata, a quien los indios torturan y ejecutan fuera de escena. Supongo que el método de publicación por entregas es en buena medida responsable de estos «vicios» del autor, de la sensación de que nada lo molesta más que tener que sujetarse férreamente un plan argumental preconcebido. May siente especial predilección por narrar el curso de un episodio violento o, en especial, esas confrontaciones entre indios y blancos que permiten contraponer sus muy diferentes concepciones del honor, de la astucia o de la violencia. Al estilo de otros autores pulp (como Sax Rohmer y su Fu-Manchú), los héroes de May se pasan el tiempo cayendo en manos de los indios y liberándose, gracias a su valor y astucia, de su prisión. Al escritor se le daban especialmente bien estos episodios en que sus westmen, y ante todo Old Shatterhand, deben superar una serie de pruebas muy similares al combate singular de los libros de caballerías para ganarse su libertad y, por supuesto, el respeto total de los pieles rojas: hay dos ejemplos memorables en La montaña de oro (es de ese modo que sella su amistad eterna con Winnetou) y El tesoro del lago de la plata. El jefe indio Pehriska-Ruhpa, por Karl BodmerKarl May, es evidente, no es un gran narrador: sus relatos son repetitivos y suelen atravesar baches de interés, si bien, por fortuna, suelen recuperarse mediante episodios que, de pronto, revelan un notable vigor. Ahora bien, su literatura brilla en un detalle fundamental, que precisamente lo emparenta con algunos de los autores pulp de la siguiente generación (Robert E. Howard, por ejemplo, aunque éste es un narrador mucho más «duro»): su capacidad para crear atmósferas de notable vigor viril, gracias a su acierto a la hora de describir psicologías sencillas enfrentadas a peligros fenomenales, con tanta convicción que consigue que el hecho de que sus personajes jamás sepan lo que es el miedo acabe proyectando una sobrenatural aureola épica que acaba emparentándolos con los héroes de los poemas griegos, eso sí, antes con el sencillo e indomeñable Aquiles que con el astuto y complejo Ulises. Es una pena que, en último extremo, la literatura de Karl May carezca de ese hálito poético que (a veces sin pretenderlo) vuelve perdurables a los mejores escritores del género, aunque en algunos momentos está a punto de conseguirlo. Pienso, en especial, en las páginas donde narra la muerte de Winnetou. Aun cargando las tintas una vez más en el elemento cristiano, el autor consigue crear una notable atmósfera de melancólico pesar: desde el momento en que escucha a unos pioneros (no quiero ser cansino, pero, claro, alemanes una vez más) entonar un himno al Ave María nada casualmente escrito por el propio Old Shatterhand, el caudillo apache siente próxima la llamada de la muerte, la cual afronta con el valor que de él se espera, pero sabiendo bien que no podrá eludirlo. Es inolvidable la última conversación con su hermano de sangre —en el miedo a la pérdida que siente el blanco late una corriente de homoerotismo nada desdeñable—, aun cuando haya de ser el lector quien advierta que, en el fondo, la amistad hasta la muerte con su amado Scharlih no haya traído sino desgracia a la vida del apache: todos sus seres queridos han ido pereciendo al acercarse a él, de su maestro Kleki-Petra a su padre y su hermana, y por último él mismo. Esta bella sinfonía de fatalismo es inherente a buena parte de los clásicos de la aventura, de Stevenson a Conrad, y es bonito que May, aun sin pretenderlo, consiguiera al menos en esta ocasión pulsar con emoción la misma cuerda. Ignoro si el Oeste descrito por May está sacado de fuentes rigurosas o debe su sabor a la imaginación desbordante del escritor, pero gracias a sus novelas siempre he podido exhibir, delante de los no iniciados en el género, ciertos valiosos conocimientos: que quien fuma con un indio el calumet (la famosa pipa de la paz) está a partir de ese momento bajo su protección; que los pieles rojas conceden la tortura en el poste al enemigo con honor, al que aguantará todo dolor sin proferir una sola queja, lo cual engrandece tanto al vencedor como al caído; que la mayor desgracia que puede sufrir un indio es perder esa bolsita que llevan bajo el cuello con su tótem personal y que los blancos dimos en llamar medicina; y ello por no hablar de las continuas lecciones acerca del mejor modo de acechar a un enemigo, seguir un rastro o borrar el propio. Me da igual que todas las reseñas sobre Karl May no puedan resistirse a citar (¡ni siquiera yo!) que fue uno de los autores favoritos de Adolf Hitler —que no sé cómo digeriría su completo antirracismo, que incluía también a los negros—, porque los narradores de raza no eligen a sus lectores. Es más, a veces pienso que ni estos, en cuyo caso yo me incluyo, lo hacemos: que sus novelas cayeran en mis manos no puedo sino considerarlo un evidente signo del cielo (el de Manitú, claro). 1 Bajo este nombre se resguarda el que posiblemente sea el mejor personaje de westman de toda la galería del autor, el único además que, al contrario que su prototipo habitual, se distingue por un físico particular (enteco, escurrido) del que la vida parece estar pugnando por escapar y que justifica su apelativo. Y en efecto, es un aventurero que diríase un avatar de la muerte, delatando un agitado pasado como jugador y opiómano, vicio este último que chupó sus carnes hasta darle su aspecto actual. Es una pena que este personaje solo aparezca en unos cuantos capítulos de La venganza de Winnetou, y que la moralidad calvinista de May (o una meditada decisión tomada al advertir que le estaba robando limpiamente la novela a su impoluto Shatterhand) lleve al autor a deshacerse de él de modo abrupto y anticlimático (lo cual, eso sí, como indico en el artículo, es marca del escritor) justo después de confesar al muchacho las penas que roían su alma. 2 De esa popularidad da fe el hecho de que, en los años 60, fuera la novela elegida para dar inicio a uno de los ciclos más famosos del cine de género de su país: sí, aunque hoy está casi por completo olvidado, no solo hubo western mediterráneo (o eurowestern, o spaghetti western), sino también alemán, cuyas figuras centrales fueron Old Shatterhand y Winnetou, interpretados irónicamente por un americano, Lex Barker, y un francés, Pierre Brice. |
El tesoro del lago de la Plata. El tesoro del lago de la Plata es una novela de aventuras que ha dado fama mundial a su autor, el alemán Karl May. En ella se narran las múltiples peripecias de los protagonistas en busca de un doble tesoro: el que desde tiempos antiguos yace sepultado en el fondo del lago, protegido por un curioso dispositivo de ingeniería, y el riquísimo yacimiento de plata que hay en un valle próximo al lago. Los personajes de la novela, caracterizados por su bondad o su perversidad sin fisuras, junto a la ininterrumpida sucesión de episodios, dan movilidad y dinamismo a una narración de la que, una vez iniciada, resulta difícil desprenderse. Abordo del Gogfish, uno de los vapores más grandes de Arkansas, se dan cita los más variados y famosos hombres del Oeste, y pasajeros entre los que destacan dos indios de los Tonkawa y el ingeniero Patterson y su hija. La exhibición de una pantera negra provoca un incidente con la fuga de la fiera, que pone en movimiento un sinfín de peripecias de lo más divertidas y entretenidas, llenas de aventura y acción. |
La Biblioteca de Stalin.
Distorsionando un famoso aforismo filosófico se podría afirmar que “Soy lo que leo”. Si de alguna manera el estilo es el hombre, también lo es por sus lecturas. Para conocer a un personaje bastaría hipotéticamente con espiar de reojo los libros que le rodean, pero ¿valdría este método para los dictadores? ¿Habría que vigilar las lecturas, no sólo de los filósofos, sino de los hombres con poder absoluto? ¿Tendría alguna utilidad político-arqueológica? En la Unión Soviética existió un tiempo donde el nombre de Stalin se había situado no sólo junto al de Lenin, sino al de Engels y Marx. Stalin era una de las fuentes seminales y autorizadas del ya maduro pensamiento comunista. Además era un intérprete autorizado del sentido histórico y universal de la doctrina bolchevique. Se editaron sus obras completas en dieciséis volúmenes bajo el prestigio y la cobertura filológica del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú. Se imprimieron trece hasta el día de su muerte. Se tradujeron en casi todos los idiomas importantes. Sin embargo ha sido habitual entre los enemigos faccionales y detractores de Stalin (una contra hagiografía inaugurada por Trotski: “no es un filósofo, ni un escritor, ni un orador”) hablar con desprecio de su talento como teórico, subestimar su talento literario. Como un mecanismo psicológico de reducción de disonancia es más fácil creer que un hombre gris, un profesional de la política, provinciano llano (“ignorante semianalfabeto”, le llama Souvarine), semiculto asiático, un mero vulgarizador de Lenin, una “mancha gris” fue el que torció la maravillosa alborada del socialismo nacida en octubre de 1917. Pero no sólo la literatura política subestima la dimensión intelectual de Stalin, sino incluso historiadores modernos (como Laqueur que afirma que como pensador fue mediocre y sus ideas carecieron de carisma, un “líder inverosímil”). Coincidimos con historiador moderno Robert Service: “Era un asesino de Estado mucho antes de instigar el Gran Terror. El hecho de que no se prestara atención a sus inclinaciones parece inexplicable a menos que se tenga en cuenta la complejidad del hombre y del político oculto detrás de «la borrosa figura gris» que ofrecía a una multitud de observadores. Josef Stalin fue un asesino. Fue también un intelectual, un administrador, un estadista y un líder político; fue escritor, editor y estadista. En privado fue, a su modo, un marido y padre tan atento como malhumorado. Pero estaba enfermo de cuerpo y de mente. Tenía muchas cualidades y utilizó su inteligencia para desempeñar el papel que pensó que se ajustaba a sus intereses en un momento dado. Desconcertaba, aterrorizaba, enfurecía, atraía y cautivaba a sus contemporáneos. La mayoría de los hombres y mujeres de su época subestimaron a Stalin. Es tarea del historiador examinar sus complejidades y sugerir el modo de entender mejor su vida y su época. En relación con Stalin, “el hombre que se expresaba con gruñidos” (Trotsky) nos resulta dificultoso ahondar en su faceta como lector, estudioso e intelectual, no existe un archivo comparable al de Lenin o Mussolini, ni tampoco será posible reconstruirlo en el futuro, ya que una parte importante de sus papeles fueron destruidos deliberadamente por sus herederos, incluidos sus objetos personales. Como Josef Stalin se legitimaba políticamente considerándose a sí mismo como fiel continuador del leninismo, todos aquellos documentos o actividades autónomas del propio Stalin fueron ocultados, silenciados o eliminados físicamente. La idea de que era un cero a la izquierda, la ideología doméstica de ser una mancha gris era vital para que su régimen fuera considerado a los ojos de las masas un apéndice natural de las enseñanzas eternas de Lenin.. Que consideremos a Stalin un vulgarizador, un campesino georgiano semiculto es otra de las grandes victorias de Stalin sobre la posteridad. Ocultar que Stalin era un erudito, con ideas independientes y originales de Lenin, fue una razón de estado. Stalin sabía jugar ese juego, cuando el mediocre biógrafo Emil Ludwig le preguntó si se consideraba un heredero del zar Pedro El Grande, Stalin simplemente le contestó: “soy simplemente un discípulo de Lenin” Cuando los archivos secretos del Partido Comunista de la URSS y del estado soviético comenzaron a hacerse accesibles en 1989 (proceso que se aceleró después del colapso y que se detuvo con la ascensión de Putin) los historiadores descubrieron una verdadera cueva de Alí Ba Bá. Se presentó una oportunidad única para arrojar luz sobre todos los aspectos de la experiencia soviética, sobre sus líderes y sus víctimas, explicaciones sobre sucesos que aun forman parte de nuestra memoria viva. Con los archivos y manuscritos de Stalin a NKVD (luego MVD) realizó un trabajo prolijo de destrucción y dispersión. De esta labor no se salvó su enorme biblioteca personal. Hasta el año 1918 Stalin no tuvo domicilio fijo, luego vivó en el Kremlin en un piso muy estrecho y luego a la llegada de su hijo Yakov se mudó a otro más espacioso. Es en este apartamento donde puede vérsele leyendo ( Debajo de un enorme retrato de Marx) y fue allí donde empezó a reunir una gran cantidad de libros y su propia hemeroteca. La mayoría de sus visitantes se quedaban sorprendidos de la amplitud y tamaño de su biblioteca. Su piso era, según una bibliotecaria del Instituto Marx-Engels-Lenin llamada Zolotujina “una suite de habitaciones abovedadas con una escalera de caracol que conducía al estudio de Stalin…la Biblioteca se amuebló con gran cantidad de estantes pasados de moda que se llenaban con libros de todo tipo. Todos los escritores consideraban muy importante enviar sus libros al dirigente y normalmente incluían una dedicatoria personal”. A partir de 1932 hasta su muerte en 1953 vivió y trabajó mucho tiempo en su residencia campestre en la afueras de Moscú, en la dacha blizhnaya (cercana, en ruso) de Kuntsevo. Especialmente diseñada para Stalin, la dacha tenía alrededor de veinte habitaciones, un invernadero y un solárium, además incorporaba un importante alojamiento auxiliar para la guardia pretoriana de la NKVD (300 soldados) y el servicio doméstico. Tenía un despacho, pero si hacía falta trabajaba en otras habitaciones. Su hija, Svetlana, recuerda que “mi padre habitaba en una sola habitación que le servía para todo. Dormía sobre un diván. Una gran mesa de comedor estaba atestada de papeles, periódicos y libros. En el extremo de esa misma mesa se le servía la comida, cuando comía solo. Una gran alfombra mullida y una chimenea eran los únicos objetos de lujo y de confort de que disfrutaba mi padre…”. La dacha tiene toda una historia simbólica en la historia rusa. Sus orígenes son aristocráticos: “dacha” en ruso significa “algo que ha sido otorgado” y al costumbre se inició en el siglo XVIII cuando Pedro El Grande otorgaba lotes de tierra a sus nobles más fieles en el camino a San Petersburgo (donde se había construido su residencia de verano en balneario de Peterhof) con la obligación de construir hermosos chales de campo que debían poseer jardín y construcción de material durable. Pero este fenómeno burgués del período tardío del imperio zarista se impuso como moda en la pequeña burguesía rusa de las ciudades, estilo de vida que se mantuvo entre los cuadros bolcheviques sin interrupciones. La Nomenklatura adoraba las dachas. En la época soviética, dada la vida peligrosa, miserable y sucia en las ciudades, se hizo atractivo para los apartamentos del partido irse a los extrarradios en dachas expropiadas. Lentamente se transformaron en una gratificación para los burócratas más fieles y las élites culturales (el film “Utomlyonnye solntsem” de 1994, dirigido por Nikita Mikhalkov nos presenta la vida de un cuadro militar en una típica dacha en la década de los años ’30). Biblioteca. Stalin emplazó allí una gran parte de su biblioteca personal, la que ubicó en un edificio aparte. Únicamente trabajaba en su oficina del Kremlin por las tardes; tras estudiar los documentos oficiales, ocupaba las horas restantes recibiendo a la gente que había citado, celebrando reuniones y discutiendo asuntos del partido. En la dacha Stalin se sentía más íntimo, mantenía conversaciones confidenciales, leía el correo y, lo que nos interesa, leía profusamente, escribía y redactaba cartas. Había copiado el método epistolar de Lenin: escribir un gran número de cartas y notas a mano en las que se dan órdenes y directrices, sin copia y entregadas al destinatario a través de un mensajero especial asignado por la policía política, la Cheka. No sólo: era además poeta, autor y editor de libros, censor riguroso y crítico de obras de teatro, películas, música y arte en general. Tan insomne como el sonámbulo Hitler, Stalin solía tener varios libros en su mesita de noche y los leía u hojeaba hasta altas horas de la madrugada. Con un lápiz negro en mano realizaba subrayados, abundantes anotaciones y addenda en los márgenes. Escribía muchas reseñas de libros, revistas y de artículos periodísticos, todos sus textos eran gramaticalmente correctos y limpios. Stalin era sin dudas en secreto un hombre culto. Le irritaba profundamente encontrarse con errores tipográficos, ortográficos y gramaticales, que corregía minuciosamente con un lápiz rojo. En cuanto a su propia producción intelectual no utilizaba ni secretario ni copista, como le confesó al director del “Pravda” Shepilov “yo no utilizo taquígrafo nunca. No puedo trabajar con alguien merodeando por ahí”. Stalin escribía a mano, con claridad y siempre cuando estaba solo. Poseía cierto talento creativo, en el sentido de que creaba sus artículos de la nada, trabajándolo en un ritmo bastante lento y con frecuencia realizaba ajustes y correcciones en el producto final. Era fiel a una frase que gustaba de repetir: “El papel acepta todo lo que se escribe en él”. Sus manuscritos originales los guardaba en su famosa caja fuerte personal, de la que nadie tenía copia de su llave. Pocos de estos manuscritos se han encontrado: han desaparecido con todo lo demás. Stalin era muy ordenado, minucioso y obsesivo cuando preparaba las reuniones a las que asistía, allí también empleaba su oficio de lector y escritor: preparaba metódicamente en cuadernos de notas comentarios para las reuniones del Buró del Comité Central, con bosquejos de los asuntos a tratar, citas de libros y diarios, e incluso pequeñas biografías de sus eventuales oponentes. Según testigos, Stalin tenía una capacidad de lectura impresionante: leía u ojeaba un promedio de doscientos documentos diarios. Hasta la fecha no se sabe nada del destino de sus manuscritos y las anotaciones excepto que a su muerte quedaron en la dacha. Beria, entonces jefe de la NKVD, empaquetó todas las pertenencias, incluidos libros, muebles y la loza, en camiones hacia un depósito secreto de la policía política. Aunque se conservó un parte de la biblioteca personal, todos los manuscritos, cartas y otros documentos desaparecieron. En octubre de 1953 se nombró una comisión especial en el Instituto Marx-Engels-Lenin- Stalin (se añadió el nombre de Stalin justo después de su funeral) con el objeto de establecer sus obras completas y transformar la dacha en un museo. Por supuesto la parcial desestalinización detuvo en seco todos estos proyectos. Debido a la ideología del régimen Stalin puso un enorme interés en cómo se reflejaba su labor en la historia de la Unión Soviética y en especial en los años previos a la revolución (historia del partido bolchevique y la lucha faccional) y en su relación con Lenin. Permitió a los historiadores utilizar material de su archivo y -Biblioteca, aunque únicamente a través de un permiso especial; incluso los ayudaba enviándole una gran cantidad de documentos, material supersensible que se guardaba en ficheros especiales lacrados, la mayoría originales (como el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939). Stalin siempre fue un gran aficionado a la lectura y a los libros. Ya en su infancia poco conocida sabemos que Stalin, entonces llamado “Soso” por su madre, era un alumno de gran memoria para lo concreto. Y que antes de ser conocido como revolucionario fue un poeta romántico (en el mejor estilo del joven Marx) que incluso llegó a intentar publicar su poemario. Algunos poemas fueron publicados con el seudónimo de “Soselo” cuando tenía diecisiete años. En su paso por la educación primaria devora la biblioteca de la escuela e insatisfecho completa sus lecturas con obras no autorizadas de bibliotecas de la ciudad de Gori. A menudo se lo ve con un libro entre las manos, incluso en pleno verano. Ya en el seminario secundario de Tiflis es un curioso intelectual: un guardia le confisca un formulario de abono a la biblioteca municipal. El libro que había tomado prestado, “Les travailleurs de la mer” de Victor Hugo, le cuesta un castigo en una celda. Antes había sido sorprendido leyendo “Quatrevingt-Treize”, también de Hugo. En estos textos se exalta la Convención revolucionaria y se realiza un retrato épico del ficticio revolucionario jacobino Gauvain. Al poco tiempo lo vuelven a castigar por leer la “Evolución literaria de las distintas naciones” de Letourneau. Es la misma época que descubre la novela georgiana nacionalista de Alexandr Kazbegui, “El Parricida”, cuyo héroe es su próximo apodo, Koba. Devora a Goethe y Shakespeare en traducción georgiana. Además por testimonios de compañeros de estudios sabemos que Stalin leía publicaciones prohibidas a grupos de estudiantes. Un día que un tal padre Dimitri entró en el cuarto de Stalin lo encontró leyendo “¿No ves quien está delante de ti?, preguntó el monje… No veo más que una mancha negra delante de mis ojos”. Soso fue finalmente expulsado del seminario. Los escritores al estilo Trotsky que nos presentan a Stalin como un semianalfabeto campesino, ignoran que el seminario representaba una de las mejores instituciones educativas para las clases más bajas y que su currículum pedagógico incluía latín, griego, eslavo así como historia y literaturas universales. Ya en año 1905, revolucionario convencido, Stalin comienza a escribir profusamente con su estilo definitivo, haciendo exégesis y utilizando fórmulas cuasireligiosas: “sólo el proletariado puede llevarnos a la Tierra prometida”, “el Gobierno ha pisoteado y ha escarnecido nuestra dignidad humana, lo más sagrado de lo sagrado”. Usa el método del catecismo: preguntas y respuestas: “¿Podéis impedir que salga el Sol? ¡Esta es la cuestión!”. Y utiliza expresiones que no abandonará: “como es sabido”, “como cada uno sabe”, es evidente. En conceptos claves usará para siempre las cursivas. Sus lecturas y puntos de vista lo hacen un bolchevique no leninista en un principio. En su derrotero de exilio y cárcel siempre se afilia a bibliotecas municipales y se suscribe a periódicos y revistas. Stalin, contra la historiografía filotrotskista, tiene autonomía teórica suficiente para enfrentarse al semidiós Lenin en tres momentos claves. Primero en el Congreso de Estocolmo de 1906 discrepó en la cuestión agraria (Lenin era partidario de la “nacionalización” de la tierra; Plejanov y los mencheviques por la “municipalización”; la tercera posición era la de los bolcheviques no leninistas rechazaban ambas posiciones y se definían por el “reparto de las tierras”), cuestión en la que ganó Stalin y que luego fue confirmada por los hechos en octubre de 1917; fue en el mismo congreso donde recitó entero un poema del radical Nikolay Alexeyevich Nekrasov. Segundo al esquemático Lenín filósofo y su libro “Materialismo y Empiriocriticismo” (1909), un ataque teórico-político a la facción bolchevique de Alexander Aleksandrovich Bogdanov y Maxim Gorki; Stalin califica la intervención como dogmática, bizantina “una tempestad en un vaso de agua”, que su concepción del materialismo es pre-marxista y que detrás de supuestas discrepancias filosóficas sólo hay una pelea de egos. última oposición es a la caracterización de Lenin de la revolución de febrero de 1917 y las famosas “Tesis de Abril” en 1917., Stalin como director del “Pravda” en esa época, rechazo y censuró muchos artículos de Lenin enviados desde su exilio en Suiza. Recordemos que en su mejor trabajo teórico, “El marxismo y la cuestión nacional” (1913), Stalin construye un texto convincente, muy bien escrito, con fuentes en idioma alemán y bien informado de los problemas de las nacionalidades en la Europa Central. |
Biblioteca de Mussolini.
Benito Amilcare Andrea Mussolini. (Dovia di Predappio, Italia, 1883 - Giulino de Mezzegra, id., 1945) Líder político italiano que instauró el régimen fascista en Italia (1922-1943). Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la crisis de las democracias liberales, agravada por el crac económico de 1929, favoreció un fenómeno que caracterizaría a la Europa de entreguerras: el auge de los totalitarismos. Su primera manifestación fue el fascismo, denominación que procede de los fasci di combattimento creados en 1919 por Benito Mussolini, quien se hizo con el poder en 1922 e impuso una dictadura de partido único. El régimen fascista italiano se convertiría en el principal aliado de Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y corrió su misma suerte tras la derrota. Biografía Hijo de una familia humilde (su padre era herrero y su madre maestra de escuela), Benito Mussolini cursó estudios de magisterio, a cuyo término fue profesor durante períodos nunca demasiado largos, pues combinaba la actividad docente con continuos viajes. Pronto tuvo problemas con las autoridades: fue expulsado de Suiza y Austria, donde había iniciado contactos con sectores próximos al movimiento irredentista. En su primera afiliación política, sin embargo, Mussolini se acercó al Partido Socialista Italiano, atraído por su ala más radical. Del socialismo, más que sus postulados reformadores, le sedujo la vertiente revolucionaria. En 1910 fue nombrado secretario de la federación provincial de Forlì y poco después se convirtió en editor del semanario La Lotta di Classe (La lucha de clases). La victoria del ala radical sobre la reformista en el congreso socialista de Reggio nell'Emilia, celebrado en 1912, le proporcionó mayor protagonismo en el seno de la formación política, que aprovechó para hacerse cargo del periódico milanés Avanti, órgano oficial del partido. Aun así, sus opiniones acerca de los enfrentamientos armados de la «semana roja» de 1914 motivaron cierta inquietud entre sus compañeros de filas, atemorizados por su radicalismo. La división entre Mussolini y los socialistas se acrecentó con la proclama de neutralidad que lanzó el partido contra la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914. Mussolini, que había sido uno de los opositores más radicales a la guerra de Libia y a la participación de Italia en la Gran Guerra, cambió súbitamente de opinión y defendió abiertamente una postura belicista, lo que le valió la expulsión del Partido Socialista. En noviembre del mismo año fundó el periódico Il Popolo d'Italia, de tendencia ultranacionalista. Sobre la vacilaciones del parlamento italiano respecto a la entrada en la guerra, llegó a escribir que "hubiera sido necesario fusilar a una media docena de diputados" para dar un ejemplo "saludable" a los demás. En septiembre de 1915 se enroló voluntariamente, y sirvió en el ejército hasta que fue herido en combate en febrero de 1917. Finalizada la contienda, y pese a formar parte de la alianza vencedora, Italia se vio relegada a la irrelevancia en las negociaciones de los tratados de paz, que no otorgaron al país los territorios reclamados al Imperio austrohúngaro. Benito Mussolini quiso capitalizar el sentimiento de insatisfacción que se apoderó de la sociedad italiana haciendo un llamamiento a la lucha contra los partidos de izquierdas, a los que señaló como culpables de tal descalabro. En 1919 creó los fasci di combattimento, escuadras o grupos armados de agitación que actuaban casi con total impunidad contra militantes de izquierda y que fueron el germen del futuro Partido Nacional Fascista, fundado por el mismo Mussolini en noviembre de 1921. En un contexto marcado por la frustración colectiva tras los inútiles sacrificios de la Gran Guerra, por el descrédito general del régimen parlamentario, por la crisis económica y la elevada conflictividad social (el creciente desarrollo del movimiento obrero y campesino, con ocupaciones de fábricas y tierras, inquietaba a las clases acomodadas, temerosas de la revolución social), los fascistas alzaron la voz contra la democracia y la lucha de clases, que a su juicio debilitaban y dividían a la nación. Opuestos frontalmente al liberalismo y al marxismo, propugnaron la solidaridad nacional y la acción colectiva en torno a la figura de un líder carismático, y se presentaron como defensores de los valores de la patria, la ley y el orden, enfrentándose violentamente a la izquierda italiana. Mussolini consiguió ganarse el favor de los grandes propietarios y salir elegido diputado en las elecciones de mayo de 1921, si bien su partido obtuvo tan sólo treinta y cinco de los quinientos escaños que conformaban la cámara. La impotencia del gobierno para reconducir la situación en que se encontraba el país y la disolución del Parlamento allanaron el camino para la denominada Marcha sobre Roma, iniciada el 22 de octubre de 1922. El 28 de octubre de 1922, en una acción coordinada, cuarenta mil fascistas confluyeron sobre la capital desde diferentes puntos de Italia. El primer ministro, Luigi Facta, declaró el estadio de sitio para hacer frente a la amenaza que se cernía sobre la capital, y ante la negativa del rey Víctor Manuel III a firmar el decreto, presentó la dimisión. El 29 de octubre, presionado por los acontecimientos, el rey hubo de firmar el nombramiento de Benito Mussolini como primer ministro. El líder fascista, que desde hacía algún tiempo había renunciado a su feroz republicanismo, reconociendo el papel de la monarquía, formó un gobierno de coalición el 30 de octubre, el mismo día en que los camisas negras, como eran llamados los fascistas por el color de su uniforme, hacían su entrada triunfal en Roma. Amparándose en una calculada imagen de moderación, Mussolini consiguió el apoyo parlamentario de una débil cámara que el 25 de noviembre le otorgó, de forma provisional, poderes de emergencia con el objeto de restaurar el orden, obteniendo a cambio el fingido compromiso de Mussolini de respetar el sistema parlamentario. El fascismo había llegado al poder con el apoyo de los ambientes conservadores, principalmente del latifundismo agrícola, y se reforzó gracias a su capacidad de presentarse como el núcleo central de un bloque de orden conservador, capaz de defender a la burguesía nacional de los peligros democráticos representados, sobre todo, por los socialistas, con su facción comunista. Con la reunión, por primera vez en diciembre de 1922, del Gran Consejo Fascista, se inició el fortalecimiento del partido, que pronto dejaría atrás su extremo anticlericalismo con gestos de acercamiento hacia el catolicismo y la Santa Sede, al mismo tiempo que aumentaba la represión política. El nuevo gobierno encontró en los "escuadristas" (las Milicias Voluntarias para la Seguridad Nacional) una fuerza que impuso por la violencia y el terrorismo sus posiciones en la campaña para las elecciones de abril de 1924, en las que el Partido Nacional Fascista obtuvo el 69 por ciento de los votos emitidos. A partir de ese momento, la violencia política fue en aumento, y gradualmente (aunque con mayor ímpetu tras el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti en 1924) Benito Mussolini se erigió como único poder, aniquiló cualquier forma de oposición y acabó por transformar su gobierno en un régimen dictatorial; tras ser ilegalizadas en 1925 todas las fuerzas políticas a excepción del Partido Nacional Fascista, el proceso de fascistización del Estado culminó con las leyes de Defensa de noviembre de 1926. A falta de una ideología coherente, el fascismo desarrolló una retórica que insistía en una serie de motivos: el nacionalismo y el culto al poder, a la jerarquía y a la personalidad del Duce ('Líder' o 'Jefe', título adoptado por Mussolini en 1924); el militarismo y el expansionismo colonialista (con más de un siglo de retraso); la xenofobia y la exaltación de un pasado glorioso remontado al Imperio romano y a la romanidad como idea civilizadora. Suprimidos el derecho de huelga y los sindicatos y patronales, patronos y obreros hubieron de incorporarse a las organizaciones corporativas creadas por el gobierno. El régimen impuso una estructura social de corporaciones que anulaba los derechos individuales y que otorgaba al Estado todo el control; trabajo, vida económica y ocio estaban regulados por el gobierno, a lo que se unía la paramilitarización de la sociedad, los actos propagandísticos de masas, el control de los medios de comunicación y la educación de los niños bajo un credo fascista. Pero tampoco en el tejido productivo se dieron cambios de fondo; el poder económico se mantuvo en manos de quienes ya lo poseían antes de la Primera Guerra Mundial, y el corporativismo quedó reducido a una ideología de fachada. Apoyado por un amplio sector de la población y con la baza a su favor de aquel eficaz aparato propagandístico, el régimen fascista realizó fuertes inversiones en infraestructuras. Pero en líneas generales el fascismo, matizado en lo económico por un fuerte intervencionismo estatal y una tendencia a la autarquía que se acentuó tras el crac del 29, fue incapaz de proporcionar a lo largo de las décadas de 1920 y 1930 el pretendido y proclamado progreso material, en aras del cual demandaba a los italianos el sacrifico de la libertad individual. Sí supo, en cambio, sustituirlo por una generalizada euforia psicológica, en la que el pueblo italiano se vio imbuido por la convicción de que su país experimentaba un nuevo resurgir nacional. En apoyo de tal sentimiento, y tratando de aportar triunfos sensacionales en política exterior con los que magnetizar a los italianos, Benito Mussolini recuperó viejos proyectos expansionistas, como la conquista de Abisinia (1935-1936) y la anexión de Albania (1939). Abisinia (la actual Etiopía) era considerada por el Duce como una zona natural de expansión y nexo lógico entre las colonias italianas de Eritrea y Somalia; la pasividad de Francia e Inglaterra ante la invasión creó un mal precedente. Tras la llegada al poder de Adolf Hitler en Alemania, Mussolini fue acercándose al nazismo; de hecho, el dirigente nazi se había inspirado en sus ideas, y ambos líderes se admiraban mutuamente. Tras un primer tratado de amistad en 1936, la alianza entre Roma y Berlín quedó firmemente establecida en el Pacto de Acero (1939). Hitler y Mussolini brindaron abiertamente apoyo militar al general Francisco Franco en la Guerra Civil Española (1936-1939), preludio de la conflagración mundial. La agresiva política expansionista de Hitler provocó finalmente la reacción de franceses y británicos, que declararon la guerra a Alemania tras la ocupación de Polonia. Estallaba así la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y tras las primeras victorias alemanas, que juzgó definitivas, Mussolini validó su pacto con Hitler y declaró la guerra a los aliados (junio de 1940). Sin embargo, el fracaso del poco preparado ejército italiano en Grecia, Libia y África oriental, así como el posterior avance de las tropas aliadas (que el 10 de julio de 1943 habían iniciado un imparable desembarco en la isla de Sicilia, con el propósito de invadir Italia), llevaron al Gran Consejo Fascista a destituir a Mussolini (25 de julio de 1943). Al día siguiente Víctor Manuel III ordenó su detención y encarcelamiento. Dos meses después el nuevo primer ministro, Pietro Badoglio, firmaba un armisticio con los aliados. Liberado por paracaidistas alemanes (12 de septiembre de 1943), todavía creó Mussolini una república fascista en los territorios controlados por Alemania en el norte de Italia (la República de Salò, así llamada por la ciudad en que el gobierno tenía su sede). En los juicios de Verona, Mussolini hizo condenar y ejecutar a aquellos miembros del Gran Consejo Fascista que habían promovido su destitución, entre ellos su propio yerno, Galeazzo Ciano. El avance final de los aliados le obligó a emprender la huida hacia Suiza; intentó cruzar la frontera disfrazado de oficial alemán, pero fue descubierto en Dongo por miembros de la Resistencia (27 de abril de 1945), y al día siguiente fue fusilado con su compañera Clara Petacci; sus cadáveres fueron expuestos para escarnio público en la plaza Loreto de Milán. Biblioteca personal. Benito Mussolini, debajo de su disfraz de tosco italiano arquetípico, latía un lector voraz y un intelectual erudito. “Il Duce” había sido un intelectual. Era socialista (admirado por Gramsci), ex director del principal diario del Partido Socialista Italiano “Avanti!”, gran lector de Marx (“el más grande de los teóricos socialistas”), de Lasalle y Labriola, de los socialistas franceses neojacobinos como Jaurés y Guesde, la nueva sociología de Michels y Pareto, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson, anarquistas como Faure y Sorel, además del nuevo marxismo crítico de Rosa Luxemburg. Avanti! ("¡Adelante!") es un diario italiano, nacido como la voz oficial del Partido Socialista Italiano, publicado desde el 25 de diciembre de 1896, asta noviembre de 1993. Tomó su nombre de su homólogo alemán Vorwärts , el periódico del partido de la socialdemocracia Alemán. Ferdinand Lassalle (Breslau, Prusia, 11 de abril de 1825 - Carouge, Suiza, 31 de agosto de 1864) fue un abogado, filósofo, jurista y político socialista alemán de origen judío, recordado como el iniciador del movimiento socialdemócrata en Alemania. "Lassalle fue el primer hombre en Alemania, el primero en Europa, que logró organizar un partido de acción socialista", o, como dijo Rosa Luxemburgo: "Lassalle logró luchar con la historia en dos años de agitación ardiente que necesitó muchas décadas para suceder". Como agitador acuñó los términos Estado vigilante nocturno y Ley de hierro (o bronce) de los salarios. Antonio Labriola (Cassino, 2 de julio de 1843-Roma, 12 de febrero de 1904) fue un filósofo italiano, masón y teórico del marxismo. Aunque nunca fue miembro de ningún partido político, permaneciendo como filósofo académico, su pensamiento influyó a muchos teóricos políticos italianos de principios del siglo xx, entre los cuales destacan Benedetto Croce, fundador del Partido Liberal Italiano, y Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista Italiano. Jean Jaurès, cuyo nombre completo era Auguste Marie Joseph Jean Léon Jaurès (Castres, 3 de septiembre de 1859-París, 31 de julio de 1914), fue un político socialista francés. Cofundador de L'Humanité en 1904. Defensor de posiciones pacifistas y antinacionalistas fue asesinado tres días después del estallido de la Primera Guerra Mundial. Jaurès fue un marxista heterodoxo: rechazó la dictadura del proletariado e intentó conciliar el idealismo y el materialismo, el individualismo y el colectivismo, la democracia y la lucha de clases, el patriotismo y el internacionalismo. Mathieu Jules Bazile, Jules Guesde (París, 11 de noviembre de 1845–Saint-Mandé, 28 de julio de 1922) fue un político socialista francés. Él y Paul Lafargue fueron la inspiración de la famosa frase de Marx: "ce qu'il y a de certain c'est que moi, je ne suis pas Marxiste" (Lo que es cierto es que yo, yo no soy marxista). Robert Michels (n. 9 de enero de 1876, en Colonia; m. 2 de mayo de 1936, en Roma) fue un sociólogo y politólogo alemán, especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales. Es sobre todo conocido por su libro Los partidos políticos, que contiene una descripción de su "ley de hierro de la oligarquía". Fue alumno de Max Weber. Vilfredo Federico Pareto, (París, 15 de julio de 1848 - Céligny, 19 de agosto de 1923), fue un ingeniero, sociólogo, economista y filósofo italiano. Karl Heinrich Marx (Tréveris, 5 de mayo de 1818-Londres, 14 de marzo de 1883), que del alemán se traduce al castellano como Carlos Enrique Marx, fue un filósofo, economista, sociólogo, periodista, intelectual y político comunista alemán de origen judío. En su vasta e influyente obra abarca diferentes campos del pensamiento en la filosofía, la historia, la ciencia política, la sociología y la economía; aunque no limitó su trabajo solamente a la investigación, pues además incursionó en la práctica del periodismo y la política, proponiendo siempre en su pensamiento una unión entre teoría y práctica. Junto a Friedrich Engels, es el padre del socialismo científico, comunismo moderno, marxismo y materialismo histórico. Sus obras más conocidas son el Manifiesto del Partido Comunista (en coautoría con Engels) y El capital (publicados los tomos II y III póstumamente). Arthur Schopenhauer, (Gdansk, 22 de febrero de 1788-Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860) fue un filósofo alemán, considerado uno de los más brillantes del siglo xix y de más importancia en la filosofía occidental, el máximo representante del pesimismo filosófico y de los primeros en manifestarse abiertamente como ateo. Friedrich Wilhelm Nietzsche ( Röcken, 15 de octubre de 1844-Weimar, 25 de agosto de 1900) fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, cuya obra ha ejercido una profunda influencia en el pensamiento mundial contemporáneo y en la cultura occidental. Henri-Louis Bergson o Henri Bergson (París, 18 de octubre de 1859-ibidem, 4 de enero de 1941) fue un filósofo y escritor francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927. Auguste Louis Sébastien Faure, más conocido como Sébastien Faure (Saint-Étienne, 6 de enero de 1858-Royan, 14 de julio de 1942), fue un escritor y filósofo anarquista francés. Georges Eugène Sorel (Cherburgo, 2 de noviembre de 1847-Boulogne-sur-Seine, 29 de agosto de 1922) fue un filósofo francés y teórico del sindicalismo revolucionario, que desarrolló sus nociones del mito y la violencia en el proceso histórico. Rosa Luxemburgo ( Zamość, Zarato de Polonia, 5 de marzo de 1871 - Berlín, Alemania, 15 de enero de 1919) fue una teórica marxista alemana de origen judío, posteriormente ciudadana alemana activa en Polonia y en Alemania. |
se conoce a las personas por lo que leen
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