Obras completa de Gustavo Adolfo Bécquer.
El gato inmortal de Gustavo Adolfo Bécquer. Soria homenaje al poeta con un conjunto escultórico de inspiración de su leyenda 'El rayo de luna' Vemos como el poeta Bécquer descansa sobre un tronco con la mirada perdida y un gato lo observa sin quitarle ojo; acaso el poeta lo tenga embelesado mientras recita un verso. La escultura se ubica en un jardín situado entre el antiguo Fielato y el acceso a los arcos de San Juan de Duero, que sirvieron a Gustavo Adolfo Bécquer (1836 - 1870) de inspiración de su leyenda El rayo de luna. Se trata de una obra de arte público realizada en bronce por el artista Ricardo González a los pies del Monte de las Ánimas, donde el poeta romántico comparte espacio con el gato. Para realizar esta escultura se emplearon cerca de 350 kilogramos de bronce, divididos en 25 piezas que hubo que soldar y que acabaron dando vida a la figura de Bécquer. Desde el año 2021 Soria cuenta con dos elementos de homenaje a Bécquer. Por un lado, esta estatua del poeta, y, por el otro, la recreación de un cementerio templario inspirado en su inmortal leyenda El monte de las Ánimas. El conjunto escultórico muestra a Bécquer de cuerpo entero, basado en el dibujo que realizó sobre él su hermano Valeriano Bécquer, con la vestimenta propia del siglo XIX, de proporciones correspondientes a una altura erguida aproximada de 1,84 metros (altura real del poeta), sentado sobre un tronco, con un sombrero de época, dejando un espacio vacío junto a la imagen que permita interactuar con el espectador. Y con el gato. El rayo de luna. El rayo de luna es el título de una leyenda escrita por Gustavo Adolfo Bécquer, publicada por primera vez el 13 de febrero de 1862. Análisis Relación con otras leyendas, obras de Bécquer u otras: La tercera estrofa de la Rima XI tiene una clara relación con la leyenda, pero también el poema “Lejos y entre los árboles”, donde, con un rasgo mucho más naturalista, se recurre no a la luz de un rayo de luna, sino de un candil. Por último, el final de la leyenda se acerca mucho al contenido de los poemas del desengaño de Bécquer. Manrique dice: “Cantigas…., mujeres…., glorias…., felicidad…., mentira todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. Y en la Rima LXIX, La gloria y el amor tras que corremos, sombras de un sueño son que perseguimos, ¡Despertar es morir! Tema En esta leyenda podemos distinguir diversos temas, exactamente cuatro:
Estructura La obra tiene siete capítulos. Prólogo: El texto empieza por una nota aclaratoria del autor: Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato. Planteamiento. En una noche de luna llena, Manrique llega al claustro, persiguiendo a una mujer, bellísima, y llama donde ha pensado que estaba la mujer de sus sueños, pero allí no está.
Tiempo y espacio Época de publicación: s.XIX Época en que transcurre la leyenda: Edad Media Espacio de localización de la leyenda: Soria Psicología del personaje Manrique ama la soledad. Es un poeta, que se retira a escribir o leer a un lugar apartado, donde su imaginación le hace ver hadas. Es así como descubre a su "amada". Va enloqueciendo a medida que avanza la obra, hasta que finalmente "se desengaña". Argumento El rayo de Luna nos explica la vida de Manrique, un hombre muy encerrado en sí mismo. Le encantaba la poesía y por ello su carácter solitario le permitía pensar y poder remover su mente. Una noche cálida de verano vio cómo una mujer se dirigía al monasterio de los Templarios, él la siguió e intentó alcanzarla y hablar con ella, pero a pesar de todos sus intentos no consiguió alcanzarla hasta que llegó a la que él supuso que era su casa. Pero cuando tocó la puerta y preguntó quién vivía allí, la persona que le abrió le dijo que era la casa de Alonso de Valdecuellos, el montero mayor del rey que vivía solo y que fue herido en la guerra contra moros. Pasado un tiempo volvió a verla desde su balcón y la volvió a seguir pero mucho más de cerca y así pudo darse cuenta de que lo que veía era un rayo de luna por el medio del bosque, al que le daba voz el viento que chocaba contra los árboles. El romanticismo en la leyenda Manrique es el héroe romántico de esta leyenda, donde se evidencian diferentes características del Romanticismo entre ellas se encuentran el subjetivismo y la evasión de la realidad. El subjetivismo en el Romanticismo se evidencia a través de la expresión del sentimiento o lirismo, es decir, la manifestación del sentimiento de incomprensión que sufre el poeta, su afán por estar en soledad y en armonía consigo mismo. La búsqueda de la verdad, de su propia verdad, puesto que no es sencillo para él vivir en su realidad. En la leyenda encontramos este rasgo en los siguientes fragmentos:
Este fragmento nos ilustra los rasgos de Manrique como un hombre solitario alejado de la vida de castillo. Sin embargo, nuestro protagonista se ve atraído por la religión, ya que se hace referencia al claustro en el que pretende conectar con su espiritualidad y con Dios. Lo atrae el misterio de la muerte, es por ello que visita un cementerio. En el puente, disfruta de la naturaleza y entabla una comunión propia con la naturaleza que el Romanticismo denomina “paralelismo psicocósmico”. Por otro lado la evasión de la realidad se denota en la constante valoración de lo onírico, las visiones, los fantasmas, lo exótico y lo desconocido. En cuanto a lo temporal, las imprecisiones en los relatos y la valoración del pasado son elementos muy presentes en el Romanticismo. Concretamente, en “El rayo de luna” lo observamos en: “En la época a que nos referimos los caballeros de la Orden (...) , en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.” En este fragmento se evoca el pasado, en tiempos de caballeros Templarios, con sus fortalezas, sus torreones y sus muros.Se hace referencia al pasado con añoranza, se describe con detalle los elementos especiales que dotan al relato de misticismo a través del “tono romántico”. Un elemento que está presente en este fragmento es la naturaleza. A través de la alusión a las hiedras, a las campanillas blancas y a las hierbas conocemos el refugio del héroe romántico que es solitario y propicio para acompañar el sentimiento de Titanismo de Manrique. |
El rayo de luna - Leyenda de Soria de Gustavo Adolfo Bécquer Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato. Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última carta de un trovador. Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra. -¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre. -No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes. Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos! Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como un junco. Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor? Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios. La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines. -¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique-; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta. Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía. -¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!... Por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-. Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacía el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave, que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente. -No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica-; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?... No hay más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante. -¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: -En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. -Pero, ¿y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? -No tiene ninguna mujer consigo. -¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz? -¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece. Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras. -Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué? Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules deben de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros. ¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas. ... Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. -Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla-. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz? -¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven. -¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos-. Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se encuentra la gloria. -¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna. -¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal? -¡No! ¡No! -exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio. |
Biblioteca Personal.
Tengo un libro en mi colección privada .-
Tres razones por las que deberías leer ‘El maestro y Margarita’ de Bulgákov.
El autor de ‘El maestro y Margarita’, Mijaíl Bulgákov, se lamentaba a menudo de haber nacido en la época equivocada. ‘¿Por qué me persigues, destino? ¿Por qué no nací hace cien años, o mejor dentro de cien años, o incluso mejor si no hubiera nacido?’, se quejaba. Paradójicamente, Bulgákov ha resistido el paso del tiempo mejor que nadie, consolidándose como uno de los escritores rusos más significativos del siglo XX. Tarde o temprano, la vida de todo escritor se convierte en un libro abierto, en el que acaban por salir a la luz los secretos mejor guardados y los pequeños temores. Todo suele quedar blanco sobre negro en los libros de un escritor. Convirtió las desgracias de su vida en obras virtuosas. Mijaíl Bulgákov (1891-1940) tuvo que abrirse paso a través de una serie de turbulencias y traumas internos. Nació en Kiev (entonces parte del Imperio ruso) en el seno de una familia numerosa y cariñosa. El padre de Mijaíl era profesor de teología y su madre, profesora en un gimnasio femenino. El ambiente increíblemente entrañable que vivió Bulgákov en su infancia se refleja mejor en sus obras maestras autobiográficas: su legendaria obra de teatro Los días de los Turbín y la novela épica La guardia blanca. Los dos hermanos de su madre eran médicos y Bulgákov decidió seguir sus pasos. En 1916 se graduó con distinción en la facultad de medicina de la Universidad de Kiev. Sus 18 meses de trabajo como médico en un hospital rural de la región de Smolensk se recogen en la colección de relatos Diario de un joven médico. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Bulgákov trabajó como médico en el frente. Arriesgando su vida en el desempeño de sus funciones, fue herido varias veces. En 1918 Bulgákov regresó a su Kiev natal y estableció una consulta médica privada. Aunque la escuela de vida que moldeó la visión del mundo de Bulgákov fue aún más dura, porque la época de su madurez coincidió con la guerra y la Revolución rusa. Durante la guerra civil rusa, Bulgákov presenció personalmente diez golpes de Estado de un total de dieciocho. El gobierno soviético resultó ser la razón principal de la tragedia del destino de Bulgákov. Fue un “choque de titanes”: un intelectual ruso de mentalidad chejoviana educado en un espíritu liberal-democrático frente a la omnipresente censura soviética y el realismo socialista de Stalin. Cuanto más intentaba Bulgákov encajar en el nuevo modo de vida soviético (donde la grosería chocaba con la ignorancia), más se daba cuenta de que la cooperación con el gobierno soviético iba en contra de sus convicciones y creencias. El régimen soviético no tenía nada que ver con sus valores. Sin embargo, Bulgákov buscaba un compromiso entre ambos, con la esperanza de iluminar y educar de algún modo al gobierno. Intentó encontrar un lenguaje común con las autoridades soviéticas a través de una conversación con Iósif Stalin (¡que vio la emblemática obra de Bulgákov Los días de los Turbín en el Teatro de Arte de Moscú al menos 15 veces!). Al igual que Alexánder Pushkin buscó un lenguaje común a través de una conversación con el zar Nicolás I en 1826, Bulgákov también trató de dejar un espacio para un compromiso. Sin embargo, tanto los intentos de reconciliación de Pushkin como los de Bulgákov acabaron en fracaso. Bulgákov describió los desacuerdos ideológicos entre los bolcheviques y la intelectualidad rusa en su kafkiano tour de force, Corazón de perro. Escrito en 1925, el manuscrito de Bulgákov fue confiscado por la censura al año siguiente y sólo se publicó durante la perestroika de Gorbachov. Hizo que la historia cobrara vida mejor que cualquier libro de texto. En 1919, Bulgákov, médico de profesión, se dio cuenta por fin de que su verdadera vocación era la escritura. Quedó claro que lo que realmente necesitaba era una pluma y un papel, no un frío estetoscopio y una bata blanca. “Toda escritura es una enfermedad. No se puede detener”, dijo una vez el escritor estadounidense William Carlos Williams. Bulgákov demostró que tenía razón. Las obras maestras de Bulgákov, como El maestro y Margarita y Los huevos fatales, son como la Biblia de la horrenda vida soviética. Bulgákov hizo que la historia cobrara vida en sus obras mejor que cualquier libro de texto. En la brutal realidad soviética, los éxitos iniciales de Bulgákov fueron efímeros. Fue víctima de una campaña de odio en los medios de comunicación soviéticos. En su carta al gobierno, Bulgákov citó estadísticas sombrías. Reunió todos los recortes de periódicos con críticas de sus obras. De las 301 reseñas, 298 eran totalmente hostiles y negativas, y es fácil ver por qué. Bulgákov despreciaba abiertamente la disfunción cultural inherente en el poder soviético. “...Una vez que se produce una revolución social no es necesario avivar la caldera. Pero yo pregunto: ¿por qué, cuando toda esta historia comenzó, todo el mundo debía empezar de repente a subir y bajar la escalera de mármol con galochas sucias y botas de fieltro? ¿Por qué tenemos que guardar nuestros chanclos bajo llave? ¿Y poner un soldado de guardia para evitar que nos los roben? ¿Por qué se quitó la alfombra de la escalera principal? ¿Prohíbe Karl Marx que la gente tenga las escaleras alfombradas?”, escribió Bulgákov en Corazón de perro. Apenas la mitad de sus obras llegaron a publicarse durante su vida. “Me siento impulsado, no a chillar como un ratón agradecido y arrepentido, sino a rugir como un león por el orgullo de mi profesión”, dijo una vez John Steinbeck. Mijaíl Bulgákov utilizó sus obras de teatro y sus novelas para rugir contra el régimen soviético como mil leones y pagó un alto precio por ello. Su novela más emblemática, El maestro y Margarita, no vio la luz hasta 1966, veintiséis años después de la muerte de Bulgákov. El mismo destino tuvo su obra maestra inacabada, Novela teatral, que salió a la luz en 1967. Corazón de perro fue escrita en 1925 y no se publicó hasta 1987, mientras que La vida de Monsieur de Molière vio la luz en 1962. “Luchar contra la censura, sea cual sea su naturaleza y el poder bajo el que exista, es mi deber como escritor, al igual que los llamamientos a la libertad de prensa. Soy un ardiente partidario de esa libertad y creo que si algún escritor demostrara que no necesita esa libertad, sería como un pez que afirmara en público que no necesita agua”, escribió Bulgákov en su carta al gobierno soviético en 1930. Escribió una de las novelas rusas más traducidas de la historia. El maestro y Margarita es una de las novelas rusas más traducidas de todos los tiempos. También tuvo un gran impacto en numerosos escritores, músicos y artistas de todo el mundo. Salman Rushdie reconoció que El maestro y Margarita fue una inspiración para su novela de 1988 Los versos satánicos. El maestro y Margarita inspiró al líder de los Rolling Stones, Mick Jagger, para escribir una de sus mejores canciones, Sympathy for the Devil, mientras que la letra de la canción Pilate de Pearl Jam también se inspiró en la exitosa novela de Bulgákov. La creadora de The Fleabag y Killing Eve, Phoebe Waller-Bridge, también dijo que es una gran fan de El maestro y Margarita. La obra magna de Bulgákov sobre el diablo que visita Moscú en los años 30 está llena de humor y brillantez estilística. A Bulgákov le gustaba que su venganza se sirviera fría, así que escribió una novela sobre el poder sobrenatural, sobre Satanás en el Moscú bolchevique, sobre el diablo y Jesús y sobre un genial escritor sin nombre que escribió una novela sobre Poncio Pilato, el quinto gobernador de la provincia romana de Judea, que ordenó la crucifixión de Jesús. En la obra metafísica de Bulgákov, Satán es una figura ambivalente y forma “parte de ese poder que eternamente quiere el mal y eternamente obra el bien”. De manera audaz y grotesca, el Woland (el Diablo) de Bulgákov se opone a una nueva corriente del mal, la que es mordazmente soviética. Sin embargo, tratar de contar la trama de El maestro y Margarita es casi tan tonto como intentar explicar El señor de los anillos o Alicia en el país de las maravillas. Es un libro que da mucho juego. En 1930, Bulgákov quemó la primera versión de El maestro y Margarita. Su novela tenía entonces un título diferente. Bulgákov quería llamarla El mago negro o Un malabarista con pezuñas, con el personaje de Woland como protagonista. El escritor no planeó inicialmente quemar la novela, sino que lo hizo en caliente, cuando la censura soviética prohibió su obra La cábala de los hipócritas. Bulgákov hizo adiciones y correcciones al texto hasta los últimos días de su vida. Su última obra maestra está repleta de máximas y aforismos intemporales. “Pero tened la bondad de reflexionar sobre esta pregunta: ¿Qué haría tu bien si no existiera el mal y qué aspecto tendría la tierra si desaparecieran todas las sombras? Al fin y al cabo, las sombras las proyectan las cosas y las personas. Aquí está la sombra de mi espada. Pero las sombras también provienen de los árboles y de los seres vivos. ¿Quieres despojar a la tierra de todos los árboles y seres vivos sólo por tu fantasía de disfrutar de la luz desnuda? Eres un estúpido. El maestro y Margarita: el Terror desnudado por la Burla 5 de marzo de 2017 Jose Miguel García de Fórmica-Corsi Seguro que más de un habitante de Moscú, en la segunda mitad de los años 30, y aunque lo callara, pensaba que la ciudad albergaba la presencia del mismo diablo. Un diablo de enormes mostachos y presencia nada elegante (el «montañés del Kremlin», lo llamó el poeta represaliado Ossip Mandelstam: acabaría pagándolo con su muerte), con dominio sobre la vida y la muerte no ya de todos los moscovitas sino de todos los habitantes de ese gigantesco país llamado la Unión Soviética. A la altura de 1937 —elijo el año por el magnífico libro editado en 2014 por Acantilado, Terror y utopía. Moscú en 1937, del historiador alemán Karl Schlögel, que nos asoma a una devastadora crónica del universo soviético centrada en esa fecha—, el Terror estalinista arrojaba su arbitraria tenaza sobre cualquiera que se moviera, sin necesitar casi una razón para justificarlo: primero el culpable, luego las pruebas. Por entonces, un escritor de prestigio, silenciado desde mucho tiempo atrás, Mijaíl Bulgákov, retocaba una y otra vez la novela que había comenzado a finales de la década anterior y que, desde luego, no se le ocurría presentar a ninguna instancia estatal para su posible publicación. Sumiéndose en la tradición del mito de Fausto (con Goethe y Gounod como principales referencias), su trama tiene como motor argumental la visita del diablo a la Moscú del homo sovieticus, que hace emerger con facilidad toda la putrefacción moral de una sociedad minada por el miedo y la mezquindad. El autor moriría poco después, en 1940, sin llegar a ver su libro en letra impresa. Hoy no solo constituye una de las obras maestras de la literatura rusa y del siglo XX en general, sino uno de los más geniales documentos de cómo ni el terror más irracional es capaz de hacer mella en el alma del artista independiente de verdad. Y es que El maestro y Margarita tiene la inmediata virtud de saber situarnos en el corazón mental y moral del Moscú soviético con la fuerza y la inmediatez que, claro, nunca podrá tener la obra histórica más documentada y analítica (la de Schlögel, por ejemplo). Ningún historiador moderno cuenta con la «ventaja» que tuvo Bulgákov: la de estar allí, la de haber podido asistir al crecimiento, al principio esperanzador, de ese árbol que se esperaba fuera el de una vida mejor y acabó convirtiéndose en el árbol de la muerte, cada una de cuyas ramas era un patíbulo y cuya médula, corrompida hasta el tuétano, se empeñaba en devorar desde dentro a todos quienes tuvieron la suerte de sobrevivir (en el sentido físico) a aquellos años terribles. La trama, como he señalado, es sencilla: un buen día, el diablo decide darse una vuelta por Moscú. Según sus propias palabras, viene a «observar a los moscovitas», pero como es natural, vuelve del revés las vidas de todos aquellos con quienes se cruza. Se hace llamar Woland y se presenta, de inicio, como un mago que pretende dar unas funciones en el Teatro de Variedades. Con él llega una cohorte de demonios a cuál más irresistible: Koróviev (también llamado Fagot), su mano derecha; Azazello, con su ojo muerto y su colmillo deforme; el descacharrante gato Behemot (capaz, como es natural, de adoptar una forma humana que, eso sí, siempre resulta felina); y la silenciosa y aterradora Hella, sirviente pelirroja que acostumbra a pasearse desnuda. El paso de Woland y su séquito da pie a toda una serie de situaciones cuyo resultado termina de modo infortunado para quien se cruza en su camino, en ocasiones mortal, siempre grotesco: el burócrata que dirige la asociación de escritores se encuentra con la horrible muerte (decapitado por un tranvía) que el mago le había predicho; los asistentes a la función de magia negra que da Woland creen salir a la calle con ropas lujosas y dinero contante y sonante que el mago les ha proporcionada y que, ya en la calle, los deja desnudos y con meros papeles en los bolsillos; el venal administrador de una comunidad de vecinos que cree haber recibido un jugoso soborno en rublos descubre que le han endosado unas divisas que provocan su detención por la policía… En realidad, lo que hacen el diablo y sus acólitos es gastar una buena serie de gamberradas cuyo objeto es ridiculizar todo lo posible a unos moscovitas ya de por sí ridículos. Al mostrar a unas gentes capaz de soportar las mayores abyecciones sin más temor que justo ese (el quedar en evidencia o, peor aún, «distinguirse» ante un poder político de cuya arbitrariedad bien saben), Bulgákov deja claro, con todo su desprecio, que ese pueblo merece en verdad sufrir los mayúsculos, y esta vez muy verdaderos, abusos de ese demonio de grandes bigotes que aterroriza el país desde hace años: que no está de visita, sino que parece dispuesto a quedarse toda la vida. La novela es un catálogo burlesco de elementos muy propios del imaginario soviético: el temor al encuentro con algún extranjero (el mero contacto con uno de ellos podía garantizar una futura acusación de espionaje); la presencia de «saboteadores» por todas partes; la verdaderamente angustiosa carestía de la vivienda, que convierte en privilegiado a quien tiene más de una habitación; el riesgo continuo de ser acusado de «desviacionismo burgués»… En especial, la falta de libertad artística, la obligada sumisión del artista a la causa del pueblo (es decir, del Partido), centrando en especial su mirada sobre el papel castrador de las asociaciones de escritores, que de modo servil desencadenaban periódicas campañas de difamación contra los autores molestos para el Poder, siempre por indicación de éste, claro. La tesis central de la obra es evidente: el totalitarismo envilece al ser humano. La sumisa aceptación de las miserias nunca extrae al héroe sublime que todos quisiéramos creer que hay dentro de nosotros: sencillamente, no existe. Los grandes de la intelligentsia también se arrastraron ante el tirano en algún momento, tratando de obtener algún alivio a su sombría situación: Mandelstam, Ajmátova, Pasternak, el mismo Bulgákov. No puede haber grandeza cuando se obliga a bajar perpetuamente la cabeza, porque llega un momento en que uno olvida que es capaz de mirar hacia arriba. Y sobre todo, porque acaba estimulando lo más bajo que hay en todos nosotros. Es triste que ese régimen que nació bajo la pretensión de crear un hombre nuevo, lo que hiciera fue estimular la emergencia de lo más viejo e indigno del ser humano: la delación, la humillación, el abuso de poder… La Moscú por la que se pasean los personajes, espacialmente muy concreto (hay apasionados por la novela que la utilizan a modo de «plano» para hundirse en sus entrañas), tiene una ubicación cronológica incierta. La prolongada redacción de la novela hace que convivan en ella elementos de los años 20 y de los 30. En general, el marco de la acción se corresponde con el de la NEP, la Nueva Política Económica que Lenin impuso en los años 20, reintroduciendo elementos capitalistas en la economía para evitar el derrumbe total del sistema, y que dio origen a una nueva clase de ostentación burguesa, la provocada por los nepmany (hombres de la NEP: hoy los llamaríamos, con sorna, «emprendedores»). La NEP permitió la emergencia de una renovada casta acomodada y alimentada en los aledaños del Poder, que alentó la ostentación y la corrupción desde dentro del mismo partido: buen ejemplo son esos ambiente de lujo (grande o pequeño, dependiendo de quien los disfrute o quien los envidie), por ejemplo, en determinadas casas que disfrutan personajes bien situados (el marido de Margarita o el burócrata de las artes que muere decapitado en el primer capítulo y cuya casa se convierte en el cuartel general del diablo), o en las sedes de instituciones también generadas por el Partido (la sede de la Casa de los Escritores). Sin embargo, el aire de profunda incertidumbre en que viven todos los moscovitas (el miedo al sonido de pasos resonantes en la noche y a la seca llamada en la puerta) es más propio de los 30, no en vano Bulgákov trabajó en la obra casi hasta su muerte, a finales de esa década. Si la persecución de toda disidencia ya es obra de Lenin, fue Stalin quien le añadió ese componente de aparente arbitrariedad que podía convertir a cualquier en víctima, pues todo el mundo es sospechoso mientras el Poder no diga lo contrario. Entre 1936 y 1938, Stalin desencadena el Gran Terror, cuyo símbolo principal son esos Procesos de Moscú con los cuales el mundo vivió el asombro de ver a los antiguos bolcheviques que hicieron la Revolución en 1917 culparse públicamente de llevar años conspirando con las potencias fascistas (o con Trotski, ubicuo en todas estas confesiones) para destruir los logros del paraíso de los obreros. Con negrísimo humor, Bulgákov utiliza como símbolo ese apartamento central de la acción que, mucho antes de que aparezca el diablo, se ha distinguido por la extraña «epidemia de desapariciones» que afecta a cuantos se instalan en él. De hecho, en la novela, todos cuantos estorban a Woland, o se empeñan en hacer indagaciones sobre los sujetos de los que este ya se ha deshecho, van desapareciendo sin dejar rastro, algo nada inhabitual en la URSS del momento, o acaban recluidos en el manicomio. Por otro lado, fuera del primer y deslumbrante capítulo que transcurre en el parque moscovita conocido como los Estanques del Patriarca, el autor apenas da voz a Woland, que parece contentarse con un segundo plano (buen recurso, pues así mantiene intacta su inquietante presencia), en beneficio de sus dicharacheros acólitos, los cuales ejecutan sus órdenes e incluso extralimitan sus competencias. Bulgákov crea con ellos unos tipos absolutamente inolvidables: cada una de sus apariciones supone la promesa de un gozo (y la implacable ridiculización de un miserable). Ahora bien, de haberse reducido la historia a las asechanzas del diablo contra los moscovitas, el libro sin duda habría perdurado como un brillante (y divertidísimo) ejercicio de resistencia contra el poder más tenebroso, pero su alcance habría sido más limitado. Sin embargo, El maestro y Margarita no se contenta con esto, sino que también da su voz a la dignidad humana: después de páginas y páginas donde no parece haber pie para la esperanza, de pronto, en la segunda parte de la novela, hace que penetre en ella el hálito de la ternura, que incluso en los momento de mayor tinieblas es capaz de sostener al ser humano y darle un motivo para seguir viviendo. Es en esta segunda mitad cuando por fin otorga el protagonismo los personajes que dan título al libro y que recuerdan su filiación con la leyenda de Fausto. El maestro es una proyección del mismo Bulgákov, el intelectual perseguido por el poder y y sometido al más completo ostracismo, al que las autoridades no dejan publicar la novela a que ha consagrado su vida, lo cual lo pondrá al borde de perder la cordura: cuando lo introduce la trama, es huésped de ese manicomio en donde han acabado buena parte de quienes se tropiezan con Woland. Margarita es su amante, la esposa de un «especialista» bien situado en la esfera soviética, la cual, completamente desesperada ante la súbita desaparición del maestro, también vegeta en Moscú, viviendo por pura inercia. El diablo se fija en ellos: en realidad, podríamos decir que su paseo por la capital rusa no tiene otro objeto que ayudar a esta pareja a reencontrarse, lo cual lo convertiría definitivamente en el héroe del libro. Y en cierta y ambigua medida lo es. Ambigua, porque los pesares y crímenes que provoca son muy reales, y porque su favor no lo concede porque sí, sino después de haber sometido a Margarita a una ardua prueba: convertirla primero en bruja y luego en anfitriona de la fiesta infernal que celebra en el apartamento moscovita que ocupa (por supuesto, alterando por completo el concepto de espacio), todo ello en el marco de unos capítulos que resultan literalmente embriagadores y que ofrecen un imaginativo contraste con respecto al curso anterior de la historia. El amor de Margarita por el maestro es capaz del mayor sacrificio, del mismo modo que es un amor total, que incluye la devoción por su arte. No hay más bella imagen que el hecho de que, en lo largos meses desde su desaparición, ella no ha cesado de rumiar en su interior, obsesivamente, la última línea de los restos que pudo salvar del manuscrito que el maestro arrojó a las llamas en su frustración. Pues bien, entonces se revela que esa novela es la misma historia que, en la primera parte de El maestro y Margarita, Bulgákov había intercalando entre las andanzas del diablo, como si fuera un relato de este (y con ello se remarca nuestra impresión de que, desde el primer momento, Woland tenía como objeto de su venida la recuperación del maestro). Se trata de unos capítulos que versan sobre la muerte de Jesucristo desde el punto de vista de Poncio Pilato. Arrebatadores hasta el punto de que uno llega a desear que Bulgákov nos hubiera legado la novela «completa», singulares en su recreación de la Pasión de Cristo desde un prisma de considerable originalidad y con una densidad estremecedora, no suponen una mera y brillante digresión del autor, sino que cumplen una evidente función simbólica. Bulgákov utiliza a Jesús (Yeshua Ha-Nozri en la recreación) como símbolo universal de las víctimas de un Poder capaz de cualquier arbitrariedad para asegurar su pervivencia. En el juego de espejos entre Bulgákov y la creación dentro de su creación, Jesús sería también una proyección del maestro (no en vano ambos reciben el mismo tratamiento). Pilato, entonces (y aun cuando resulta un personaje admirable, como creación literaria y como individuo cuya inteligencia no está reñida con una evidente lucidez moral), sería la manifestación de esa pieza imprescindible en todo totalitarismo: el funcionario que cumple órdenes sin cuestionar su materialización aun cuando sí cuestione profundamente su validez moral. Pilato, pues, es el símbolo universal de la cobardía, del envilecimiento del hombre que no ha perdido toda su integridad pero es incapaz de luchar por ella. Aparte del maestro y de Margarita, el libro solo recoge otro personaje que no sea un miserable en un sentido u otro. Se trata de Ivan Bezdomni («sin hogar», seudónimo simbólico), el poetastro que es testigo de la primera actuación de Woland (la conversación con el individuo al que luego decapitará, de quien en principio él es un servil discípulo). A través de él, Bulgákov deja un pequeño resquicio (otro) a la esperanza de redención de ese pueblo embrutecido por la sumisión. Presentado al principio como otro aspirante a artista-lacayo, él será el único que no sienta miedo del diablo y sus siervos, que entiende que es un deber dar la alerta sobre su presencia. Pero nadie lo creerá, porque la verdad es a la fuerza increíble en un escenario totalitario, y acabará dando con sus huesos en el manicomio, después de un notable proceso de humillación que, en su caso, supone un rito de paso hacia su regeneración moral. Significativamente, cuando esto comienza a suceder, el escritor pasa a referirse a él por el cariño diminutivo de Ivanushka, y lo hace vecino de habitación del maestro, en quien terminará por descubrir no ya la insobornabilidad moral sino el aliento de la verdadera literatura (el vínculo entre ambos será, precisamente, la historia de Poncio Pilato), con el consiguiente reconocimiento de su propia mediocridad y la renuncia a sus pretensiones artísticas. En resumen, si el tópico señala que la literatura rusa, por densa (elevado número de páginas incluido de sus más conocidas obras), es pesada, El maestro y Margarita desborda una ligereza sin igual, que se sigue con una fluidez asombrosa y mantiene un ritmo inigualable, todo ello sin perder un átomo de densidad y dentro de un «paginaje» que se va más allá de las 500 páginas. Mijaíl Bulgákov, nacido en Kiev en 1891, pertenecía a una familia con fuertes lazos con la Iglesia ortodoxa: como hemos visto, su obra maestra denota bien la fascinación, nada conformista, que el autor siempre sintió por la religión. Graduado en Medicina, ejerció poco su profesión pues enseguida se vio atrapado por la vorágine de la guerra civil, en la cual la mayor parte de su familia (y él mismo, al principio) combatió en el bando blanco. Instalado en Moscú desde 1921, Bulgákov en realidad, y como él mismo anotó en sus diarios, pronto tuvo claro que él solo podía ser escritor. Sus primeras obras le otorgaron prestigio: aunque en términos artísticos no pueda ser el dato más relevante de su carrera, parece ser que su obra teatral Los días de los Turpín llegó a ser contemplada una docena de veces por Stalin, y quién sabe si esto le salvaría la vida en los años en que los intelectuales «sospechosos» fueron cayendo como moscas (Isaak Babel, Marina Tsvietaieva, Mandelstam, Meyerhold…) o despidiéndose de la vida prematuramente, por suicidio (el poeta Maiakovski) o agotamiento físico y espiritual (el cineasta Eisenstein). Sin embargo, a partir de 1927 Bulgákov comenzó a sufrir el ostracismo, impidiéndosele publicar o estrenar obras, en buena medida debido a las persecuciones orquestadas por las siempre obedientes asociaciones de escritores del país (en su novela, el escritor se toma buena revancha de tales lacayos, convirtiéndolos en las principales víctimas de las trastadas de Woland y sus demonios, y haciendo que su sede, la Casa de los Escritores, sea destruida por el fuego como firma final de los visitantes). En 1926, la OGPU (la siniestra policía secreta que creó Lenin bajo el nombre de Cheka y que, tras muchos cambios de siglas, acabó convirtiéndose en la KGB) registró el apartamento del escritor y se llevó sus manuscritos, entre ellos sus diarios, sumamente valiosos para él porque en ellos volcaba su necesidad de sacar al exterior su profunda insatisfacción ante el mundo que le rodeaba. Después de muchas peticiones de devolución, en 1929, y sin explicación alguna, le fueron entregados: el escritor quemó personalmente su diario, seguramente por considerar que la intimidad de pensamiento que contenía había sido mancillada por el contacto con los burócratas de la muerte. Del mismo modo, en 1930, también destruyó la primera versión de El maestro y Margarita. Bulgákov solicitó personalmente al gobierno que lo dejara marchar al exilio, pues su situación actual lo condenaba a la miseria y la muerte en vida. El propio Stalin (experto en técnicas de intimidación) lo llamó por teléfono para interesarse por su suerte y, al menos, le permitió volver a trabajar en el Teatro, si bien nunca recuperó su libertad de publicación anterior. Y todos esos años, el autor siguió trabajando en su manuscrito, al que fue incorporando nuevos elementos, el principal la identificación del personaje de Margarita con su tercera y última esposa, Elena Sergeievna. Bulgákov murió en 1940, de una notable insuficiencia vital (aunque, en medicina, se le llamó «insuficiencia renal»), sin llegar a cumplir los cincuenta años. A su fiel Elena le confió como última voluntad que velara por esa obra que él sabía maestra y que dejaba sin publicar: ella, como la Margarita que ilumina sus páginas, fue fiel a su memoria (personal y literaria) sin vacilar. Después de circular entre los amigos bajo el formato de samizdat (es decir, en edición doméstica y clandestina), por último la novela consiguió ver la luz en 1967. Por supuesto, con amputaciones notables. Esa edición, sin embargo, es la que se publicó en occidente y otorgó la inmortalidad a su autor: en España, parte de ella la versión más accesible durante varias décadas, traducida para Alianza por Amaya Lacasa. Recientemente, la editorial Nevski (especializada en literatura rusa) ha publicado, por fin, la edición íntegra realizada a partir de la reconstrucción definitiva ejecutada por la especialista rusa Marietta Chudakova, y que Marta Rebón ha vertido al español de modo espléndido. En un momento de la novela, cuando el maestro, al preguntarle el diablo por el destino de su obra sobre Pilato, y decirle aquel que la quemó, Woland responde de modo memorable: «Los manuscritos no arden», y acto seguido la devuelve a su legítimo dueño (y así Margarita, esa noche sin falta, podrá concluir la historia con la que tanto ha soñado). En estremecedora, y puntual, confirmación del viejo adagio de que la vida imita al arte, aquellos diarios que el autor entregó a las llamas no desaparecieron, porque la cauta OGPU se había asegurado, antes de devolvérselos, de hacer una copia. Del mismo modo, la primera versión de la novela ardió pero solo en la realidad literal, porque en la auténtica, la que existe en el interior de todos nosotros, perduró en la imaginación del escritor y acabó resucitando y tomando nueva forma. Los manuscritos no arden; la esperanza sí parece quemarse entre nuestras manos impotentes. Pero incluso aquellos que menos motivos tienen para mantener la más ligera llama son capaces de hacer que esta nos inunde con luz cegadora. Mijaíl Bulgákov fue uno de estos hombres que dignifican la humanidad, y El maestro y Margarita la más noble leña con que supo alimentar el fuego prometeico. O fáustico. |
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