Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Katherine Alejandra Del Carmen Lafoy Guzmán; |
La apasionante biografía de Fidel Castro, por Ignacio Ramonet. Ramonet, el director de Le Monde Diplomatique, desvela con su habitual rigor intelectual las claves de la revolución cubana, su deriva actual y su incierto porvenir. Indagando «a dos voces» en la vida del controvertido líder político, el resultado son más de 100 horas de entrevistas que arrojan inéditas revelaciones extraídas de la memoria oral del comandante. Posiblemente, esta Biografía a dos voces es el libro definitivo sobre Fidel Castro. Un libro esencial para comprender el pensamiento de uno de los políticos más importantes del siglo xx. Análisis del libro. Fidel ha muerto, pero es inmortal. Pocos hombres conocieron la gloria de entrar vivos en la leyenda y en la historia. Fidel es uno de ellos. Perteneció a esa generación de insurgentes míticos –Nelson Mandela, Patrice Lumumba, Amilcar Cabral, Che Guevara, Camilo Torres, Turcios Lima, Ahmed Ben Barka – que, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron, en los años 50, a la acción política con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de desigualdades y de discriminaciones, marcado por el comienzo de la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos. En aquella época, en mas de la mitad del planeta, en Vietnam, en Argelia, en Guinea-Bissau, los pueblos oprimidos se sublevaban. La humanidad aún estaba entonces, en gran parte, sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África y buena porción de Asia se encontraban todavía dominadas, avasalladas por los viejos imperios occidentales. Mientras las naciones de América latina, independientes en teoría desde hacía siglo y medio, seguían explotadas por privilegiadas minorias, sometidas a la discriminación social y étnica, y a menudo marcadas por dictaduras cruentas, amparadas por Washington. Fidel soportó la embestida de nada menos que diez presidentes estadounidenses (Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo). Tuvo relaciones con los principales líderes que marcaron el mundo después de la Segunda Guerra Mundial (Nehru, Nasser, Tito, Jrushov, Olaf Palme, Ben Bella, Boumedienne, Arafat, Indira Gandhi, Salvador Allende, Brezhnev, Gorbachov, François Mitterrand, Juan Pablo II, el rey Juan Carlos, etc.). Y conoció a algunos de los principales intelectuales y artistas de su tiempo (Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Rafael Alberti, Guayasamin, Cartier-Bresson, José Saramago, Gabriel Garcia Marquez, Eduardo Galeano, Noam Chomsky, etc.). Bajo su dirección, su pequeño país (100 000 km2, 11 millones de habitantes) pudo conducir una política de gran potencia a escala mundial, echando hasta un pulso con Estados Unidos cuyos dirigentes no consiguieron derribarlo, ni eliminarlo, ni siquiera modificar el rumbo de la Revolución cubana. Y finalmente, en diciembre de 2014, tuvieron que admitir el fracaso de sus políticas anticubanas, su derrota diplomática e iniciar un proceso de normalización que implicaba el respeto del sistema político cubano. En octubre de 1962, la Tercera Guerra Mundial estuvo a punto de estallar a causa de la actitud del gobierno de Estados Unidos que protestaba contra la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba. Cuya función era, sobre todo, impedir otro desembarco militar como el de Playa Girón (bahía de Cochinos) u otro directamente realizado por las fuerzas armadas estadounidenses para derrocar a la revolución cubana. Desde hace mas de 50 años, Washington (a pesar del restablecimiento de relaciones diplomáticas) le impone a Cuba un devastador embargo comercial -reforzado en los años 1990 por las leyes Helms-Burton y Torricelli- que obstaculiza su desarrollo económico normal. Con consecuencias trágicas para sus habitantes. Washington sigue conduciendo además una guerra ideológica y mediática permanente contra La Habana a través de las potentes Radio “Marti” y TV “Marti”, instaladas en La Florida para inundar a Cuba de propaganda como en los peores tiempos de la Guerra Fría. Por otra parte, varias organizaciones terroristas –Alpha 66 y Omega 7– hostiles al régimen cubano, tienen su sede en La Florida donde poseen campos de entrenamiento, y desde donde enviaron regularmente, con la complicidad pasiva de las autoridades estadounidenses, comandos armados para cometer atentados. Cuba es uno de los países que mas victimas ha tenido (unos 3.500 muertos) y que más ha sufrido del terrorismo en los últimos 60 años. Ante tanto y tan permanente ataque, las autoridades cubanas han preconizado, en el ámbito interior, la unión a ultranza. Y han aplicado a su manera el viejo lema de San Ignacio de Loyola : “En una fortaleza asediada, toda disidencia es traición.” Pero nunca hubo, hasta la muerte de Fidel, ningún culto de la personalidad. Ni retrato oficial, ni estatua, ni sello, ni moneda, ni calle, ni edificio, ni monumento con el nombre o la figura de Fidel, ni de ninguno de los lideres vivos de la Revolución. Cuba, pequeño país apegado a su soberanía, obtuvo bajo la dirección de Fidel Castro, a pesar del hostigamiento exterior permanente, resultados excepcionales en materia de desarrollo humano: abolición del racismo, emancipación de la mujer, erradicación del analfabetismo, reducción drástica de la mortalidad infantil, elevación del nivel cultural general… En cuestión de educación, de salud, de investigación médica y de deporte, Cuba ha obtenido niveles que la sitúan en el grupo de naciones mas eficientes. Su diplomacia sigue siendo una de las mas activas del mundo. La Habana, en los años 1960 y 1970, apoyó el combate de las guerrillas en muchos países de América Central (El Salvador, Guatemala, Nicaragua) y del Sur (Colombia, Venezuela, Bolivia, Argentina). Las fuerzas armadas cubanas han participado en campañas militares de gran envergadura, en particular en las guerras de Etiopía y de Angola. Su intervención en este ultimo país se tradujo por la derrota de las divisiones de élite de la República de África del Sur, lo cual acelero de manera indiscutible la caída del régimen racista del apartheid. La Revolución cubana, de la cual Fidel Castro era el inspirador, el teórico y el líder, sigue siendo hoy, gracias a sus éxitos y a pesar de sus carencias, una referencia importante para millones de desheredados del planeta. Aquí o allá, en América latina y en otras partes del mundo, mujeres y hombres protestan, luchan y a veces mueren para intentar establecer regímenes inspirados por el modelo cubano. La caída del muro de Berlín en 1989, la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y el fracaso histórico del socialismo de Estado no modificaron el sueño de Fidel Castro de instaurar en Cuba una sociedad de nuevo tipo, mas justa, mas sana, mejor educada, sin privatizaciones ni discriminaciones de ningún tipo, y con una cultura global total. Hasta la víspera de su fallecimiento a los 90 años, seguía movilizado en defensa de la ecología y del medio ambiente, y contra la globalización neoliberal, seguía en la trinchera, en primera línea, conduciendo la batalla por las ideas en las que creía y a las cuales nada ni nadie le hizo renunciar. En el panteón mundial consagrado a aquellos que con más empeño lucharon por la justicia social y que más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra, Fidel Castro - le guste o no a sus detractores - tiene un lugar reservado. Lo conocí en 1975 y conversé con él en múltiples ocasiones, pero, durante mucho tiempo, en circunstancias siempre muy profesionales y muy precisas, con ocasión de reportajes en la isla o la participación en algún congreso o algún evento. Cuando decidimos hacer el libro “Fidel Castro. Biografía a dos voces” (o “Cien horas con Fidel”), me invitó a acompañarlo durante días en diversos recorridos. Tanto por Cuba (Santiago, Holguin, La Habana) como por el extranjero (Ecuador). En coche, en avión, caminando, almorzando o cenando, conversamos largo. Sin grabadora. De todos los temas posibles, de las noticias del día, de sus experiencias pasadas y de sus preocupaciones presentes. Que yo reconstruía luego, de memoria, en mis cuadernos. Luego, durante tres años, nos vimos muy frecuentemente, al menos varios días, una vez por trimestre. Descubrí así un Fidel intimo. Casi tímido. Muy educado. Escuchando con atención a cada interlocutor. Siempre atento a los demás, y en particular a sus colaboradores. Nunca le oí una palabra mas alta que la otra. Nunca una orden. Con modales y gestos de una cortesía de antaño. Todo un caballero. Con un alto sentido del pundonor. Que vive, por lo que pude apreciar, de manera espartana. Mobiliario austero, comida sana y frugal. Modo de vida de monje-soldado. Jornada de trabajo. Su jornada de trabajo se solía terminar a las seis o las siete de la madrugada, cuando despuntaba el día. Más de una vez interrumpió nuestra conversación a las dos o las tres de la madrugada porque aún debía participar en unas “reuniones importantes”… Dormía sólo cuatro horas, más, de vez en cuando, una o dos horas en cualquier momento del día. Pero era también un gran madrugador. E incansable. Viajes, desplazamientos, reuniones se encadenaban sin tregua. A un ritmo insólito. Sus asistentes –todos jóvenes y brillantes de unos 30 años– estaban, al final del día, exhaustos. Se dormían de pie. Agotados. Incapaces de seguir el ritmo de ese infatigable gigante. Fidel reclamaba notas, informes, cables, noticias, estadísticas, resúmenes de emisiones de televisión o de radio, llamadas telefónicas... No paraba de pensar, de cavilar. Siempre alerta, siempre en acción, siempre a la cabeza de un pequeño Estado mayor – el que constituían sus asistentes y ayudantes – librando una batalla nueva. Siempre con ideas. Pensando lo impensable. Imaginando lo inimaginable. Con un atrevimiento mental espectacular. Una vez definido un proyecto. Ningún obstáculo lo detenía. Su realización iba de si. “La intendencia seguirá” decía Napoleón. Fidel igual. Su entusiasmo arrastraba la adhesión. Levantaba las voluntades. Como un fenómeno casi de magia, se veían las ideas materializarse, hacerse hechos palpables, cosas, acontecimientos. Su capacidad retorica, tantas veces descrita, era prodigiosa. Fenomenal. No hablo de sus discursos públicos, bien conocidos. Sino de una simple conversación de sobremesa. Fidel era un torrente de palabras. Una avalancha. Que acompañaba la prodigiosa gestualidad de sus finas manos. Le gustaba la precisión, la exactitud, la puntualidad. Con él, nada de aproximaciones. Una memoria portentosa, de una precisión insólita. Apabullante. Tan rica que hasta parecía a veces impedirle pensar de manera sintética. Su pensamiento era arborescente. Todo se encadenaba. Todo tenía que ver con todo. Digresiones constantes. Paréntesis permanentes. El desarrollo de un tema le conducía, por asociación, por recuerdo de tal detalle, de tal situación o de tal personaje, a evocar un tema paralelo, y otro, y otro, y otro. Alejándose así del tema central. A tal punto que el interlocutor temía, un instante, que hubiese perdido el hilo. Pero desandaba luego lo andado, y volvía a retomar, con sorprendente soltura, la idea principal. En ningún momento, a lo largo de mas de cien horas de conversaciones, Fidel puso un limite cualquiera a las cuestiones a abordar. Como intelectual que era, y de un calibre considerable, no le temía al debate. Al contrario, lo requería, lo estimulaba. Siempre dispuesto a litigar con quien sea. Con mucho respeto hacia el otro. Con mucho cuidado. Y era un discutidor y un polemista temible. Con argumentos a espuertas. A quien solo repugnaban la mala fe y el odio. |
Itsukushima Shrine. |
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE GUADALAJARA ¿En qué momento se rompieron las revoluciones? Joaquín Estefanía y Pato Fernández cuentan las ilusiones y los fracasos del 68 y de Cuba. Juan Cruz Dos periodistas, el español Joaquín Estefanía, adjunto a la directora de EL PAÍS, y el chileno Patricio Fernández, que fue quien puso en marcha la ya poderosa revista chilena The Clinic, nacida para hacer crónica política y satírica de la estancia del dictador preso en un hospital de Londres, se han atrevido con algunas de las ilusiones rotas del siglo XX. Y han contado en la Feria Internacional del Libro (FIL) sus conclusiones. Sus presentadores, Consuelo Sáizar y Carlos Puig, profesora y comunicador mexicanos, en el caso de Estefanía, y David Rieff, ensayista y periodista norteamericano, en el de Fernández, ahondaron en el carácter melancólico con el que ahora se ve en el mundo el devenir truncado de ambas aventuras. En México, además, aquel 68 que parecía de rosas y playas debajo de los adoquines, está teñido por la sangre terrible de Tlatelolco, donde policías del presidente Ordaz tiraron a matar sobre estudiantes que entonces celebraban aquella primavera que tuvo brotes en París, en Praga, en Washington y en todo el mundo. En España estaba aun la dictadura, que hasta entonces parecía el invierno perpetuo. Revoluciones, de Estefanía, alude a una generación que se levanta contra el sistema, pero para poner encima de la democracia liberal de entonces, otra vez, los ideales de libertad, fraternidad e igualdad de la Revolución Francesa. De aquella revuelta salió De Gaulle, y después vino una revolución inversa; Francia cayó en manos de una derecha aún más rancia, y en el caso de Praga, que fue otro símbolo de la época las cosas empeoraron: ya no pudo haber ni flores sobre los tanques rusos. “Pero el 68”, dice Estefanía, que en esa fecha ingresó en la Universidad (nació en 1951), “cambió la vida, no fue un espejismo”. A esa revolución siguieron otras, “contra el proceso neoliberal”, que incluyó a indignados contra el sistema. Pero en el siglo XX (y en el XXI) esas revoluciones que se hicieron en la primavera hallaron su final en los veranos respectivos. Fueron estallidos de protesta (incluido el español de 2014) que, como se cuenta en la película italiana La mejor juventud, pretenden de nuevo cambiar el orden sin cambiar de sistema. “Las revoluciones son hermosas y terribles”, dijo Estefanía, y en el caso de las europeas que hemos vivido acaban en la estación en que los jóvenes y los mayores tienen cerca las vacaciones. En el 68 se levantó la primera generación de europeos que no había vivido una guerra. Fueron los abuelos de los indignados. “¿Qué aprendieron estos de sus abuelos? Que la Revolución se acaba en verano?” ¿Y qué pasó con la Revolución permanente de nuestras vidas, la que lleva en Cuba usando ese nombre desde hace más de sesenta años? Que se acabó, que ya no existe, dice Pato Fernández. Este periodista, nacido un año después de la Revolución de Mayo, ha hecho un minucioso recorrido periodístico sobre las épocas más recientes de lo que para él es la desilusión de la Revolución, y lo ha plasmado en un libro, Cuba. Viaje al fin de la Revolución, que Debate publica primero en América y que pronto aparecerá en España. Es verdaderamente un viaje, que incluye, al final, la metáfora mayor de la frontera en la que acaba simbólicamente ese proceso que desató unanimidades durante los años sesenta del siglo XX: la muerte (y, sobre todo, el entierro) de Fidel Castro. Esa metáfora está narrada con un ojo radicalmente periodístico, con hechos que también muestran el carácter crecientemente escéptico de los cubanos ante sus propias ilusiones perdidas. Las cenizas de Fidel (y de la Revolución) hacen un penoso viaje por toda Cuba para encontrarse con los restos Che Guevara. Uno de los interlocutores que Pato Fernández tiene en este trayecto que se parece a lo que sucede en Guantanamera, famosa película de Gutiérrez Alea, le dice al periodista que probablemente lo que hay en el encuentro entre esas dos almas revolucionarias cubanas es el silencio. Esa historia cubana no está sola en este libro “escrito por un periodistas de los que hacen falta”, dijo David Rieff; “está también la historia del utopismo comunista de los últimos setenta años, que son más o menos los de la Revolución”. Es el régimen comunista, cree el ensayista norteamericano, el que sustituye a la Revolución. “Fue un sistema que se basó en el entusiasmo, en la creencia. Y pocos creen en Cuba que aquello sea ya una Revolución. Con ella soñaban en Chile los contemporáneos de Pato Fernández. “Allí se dio un golpe para evitar que fuéramos Cuba; Cuba era lo otro, lo que no tenía que ser. Y yo fui desde 1992 a ver qué era aquello”. Cuba era no solo un lugar, sino una idea, y a ambos se enfrentó como periodista. “Ese sueño de pronto había desaparecido”, constató, y el último capítulo de ese proceso fue, para él, el encuentro Obama-Castro, “que llegó cuando, en esa religión revolucionaria, los últimos obispos y el papa estaban a punto de morir”. Observó que allí no había la crueldad que practicaba Pinochet en Chile, pero que en Chile se podía hablar más libremente que en Cuba; comprobó que con las aperturas “cambió el rostro de la gente; hasta que llega Trump y el proceso se detiene”. En este instante, luego del largo entierro de las cenizas de Fidel, ya puede decirse, dice el autor de Cuba. Viaje al fin de la Revolución, “ya nadie cree” en la paloma que se posó sobre el hombro de Castro cuando este bajó de sierra Maestra. “¿Qué será lo que viene?”, se preguntó Fernández. Terminó aquella Revolución que para muchos ya no es ni una palabra. Y el rastro revolucionario del 68 sigue hibernado en los veranos de los padres. |
COLUMNAS El difícil decoupling. A siete años de la muerte de Fidel Castro. Disociarse de la figura paternal de Fidel Castro sigue siendo un desafío, cuya superación les tomará años a las izquierdas latinoamericanas. Ivan Witker 27 noviembre, 2023 El 25 de noviembre de 2016 se abrió una de las mayores incógnitas de los últimos años en América Latina. Tras fallecer el histórico líder cubano, nadie estaba en condiciones de asegurar qué ocurriría en la isla ni qué pasaría con las corrientes políticas tan admiradoras de su trayectoria a lo largo y ancho de la región. Su deceso, si bien esperable dado el serio debilitamiento de salud, fue un acontecimiento que desató incertidumbres varias. Nadie era capaz de adivinar cómo sería el decoupling con un profeta revolucionario. Durante estos siete años, aquellas dificultades se han ido confirmando. Han sido procesos largos y sinuosos. Con explicaciones muy diversas. En el plano interno, debido a esa grotesca acumulación de cargos que ostentaba en el partido, gobierno y en las FF.AA. de Cuba. En cada uno de esos segmentos, las líneas a desconectar han sido interminables. Y en una perspectiva más amplia, debido al indesmentible protagonismo de Fidel Castro en cuanto asunto político ocurría en América Latina. Desde la ya lejana creación de focos insurreccionales, cuando junto al Che Guevara soñaba con convertir a los Andes en una Sierra Maestra continental, hasta su incesante interés en desestabilizar democracias burguesas. Finalmente, hay una cosa simbólica. Cómo sus herederos y admiradores han ido adaptándose a una vida política desprovista de ese manto protector metafísico que posee toda figura sagrada. Incluso en sus años finales, y ya con un muy deteriorado estado de salud, Fidel Castro siguió siendo factor viviente de cuanta narrativa política se escuchase en la región. Volcánico para sus compañeros de correrías revolucionarias. Homo festivus para sus embelesados admiradores. Cautivador para las personas situadas en sus antípodas. Seductor con cuanto periodista se acercaba. A este respecto, vale la pena recordar su primer gran golpe, mediante el cual se convirtió en mito internacional. Castro utilizó al entonces reportero estrella del New York Times, Herbert Matthews, para lanzar la primera fake news de proporciones referida a la revolución cubana. Fue una famosa entrevista, allá por 1957, donde le aseguró que tenía a miles de hombres en armas en contra de Batista. Matthews no sólo le creyó. Cayó hechizado. Castro lo transformó en su gran biógrafo. Su existencia, convertida en leyenda, imbricó directamente con la muerte. Por eso, al recibir la llamada final, surgieron dudas excepcionalmente concretas. ¿Qué pasaría con los innumerables debates sobre la “cuestión social?”. Este asunto ha producido una literatura inagotable. ¿Qué pasaría con los partidos y movimientos que, pese a sus diferencias internas, lo tenían como figura central y galvanizadora? Su muerte sembró congoja y desató angustias. La verdad es que, desde su conversión al marxismo apenas iniciada la revolución, Castro promovió un maniqueísmo intelectual y espiritual que marcó profundamente a toda la región. La Habana se convirtió en la capital imaginaria de una buena cantidad de latinoamericanos, frenéticos con la idea de un apóstol revolucionario. Situados hoy, a siete años de su muerte, son varios los asuntos que finalmente tomaron un curso histórico muy distinto al que él pensó. La isla, por ejemplo, se ha convertido en un inocultable montón de escombros. Su soberbia le impidió atisbar lo que hoy se ve con creciente frecuencia. Que cada vez más y más cubanos escarban en su pasado batistiano (y en el período anterior a ello), buscando una épica inspiradora para salir del ahogo post-Castro. El líder tampoco logró visualizar que su hermano Raúl sería incapaz de instalar una transición robusta y de largo plazo. Este dio vida a un proceso breve y apenas sostenido por los militares y unos pocos civiles. Incluso, éste se retiró, aunque vuelve esporádicamente a La Habana. Por ejemplo, cuando el régimen parece tambalearse. Así ha ocurrido con las manifestaciones de protesta que convulsionan con intensidad a las catorce provincias desde mediados del año pasado. Aunque el raulismo no es más que improvisación y apresuramiento, consigue reprimirlas con energía. Ya ha llevado a la cárcel a más de mil personas. Es la sombra de Fidel Castro advirtiendo que sus sucesores no son unos ancianos inofensivos. Cualquier protesta pública seguirá estando estrictamente prohibida. Desde el más allá, Fidel Castro ha visto, seguramente con tristeza, cómo muchas de las cosas que pensó para el futuro de la isla se evaporaron. Sus favoritos, Carlos Lage y Roberto Robaina fueron cayendo en desgracia a medida que su enfermedad lo hacía más vulnerable. El raulismo los fue defenestrando sin piedad. Incluso su hijo, Fidel Castro Díaz-Balart cayó en depresión terminal y el 1 de febrero de 2018 se quitó la vida. En el plano regional ya es claro que el vibrante jolgorio revolucionario de los 70 y 80 es tema del pasado. También ha comenzado a derrumbarse esa extraña nostalgia melancólica, cultivada en los últimos momentos de su existencia, y que aún insufla algo de oxígeno al régimen. Fue una nostalgia bizarra. Una melancolía densa y profunda construida sobre dos pilares. Por un lado, unas ditirámbicas columnas escritas en el diario oficial Granma, opinando sobre materias vagas e intrascendentes, pero en lenguaje coloquial. Destinado básicamente a fanáticos y del tipo fanzine. Por otro lado, mediante la promoción de un extraño turismo de añoranzas en torno a su persona. Cualquier dirigente que iba a La Habana solicitaba ser invitado al lecho del enfermo. Saludarlo en condiciones tan desmejoradas, se convirtió en una experiencia de tipo inmersivo. Una especie de rito sacrificial. Allí, ataviado con un buzo deportivo, de una popular marca alemana, recibía a presidentes, estadistas amigos e incondicionales. Parecían groupies adolescentes, corriendo a estrechar su mano y abrazarlo. Por esta vía, Fidel Castro transmitía un gozo inusual. Una rara sensación de obsequiar una pieza arqueológica viviente. A siete años de su muerte, la región tampoco es la misma. Ni siquiera medianamente parecida a lo que pudo imaginar. En Brasil ya no quedan herederos de Marighella, Lamarca ni ninguno de los guerrilleros que tanto apoyó. Nada halagüeño debe pensar sobre el destino de Lula y su Partido de los Trabajadores. Le debe parecer sencillamente inescrutable cómo la mitad de los brasileños prefiere a Bolsonaro. En tanto, la contundente victoria de Javier Milei en Argentina debe haberla recibido como una profunda estocada. Nada queda de las huestes de Jorge Ricardo Massetti ni de los guerrilleros del ERP y Montoneros, con quienes compartió intensamente durante su vida terrenal, departiendo experiencias guerrilleras que conmocionaron a la región entera (como aquel suculento rescate de los hermanos Born). Pese a todo, disociarse de la figura paternal de Fidel Castro sigue siendo un desafío, cuya superación les tomará años a las izquierdas latinoamericanas. Como muy bien apunta Zanatta, Castro es un mito, un santo. Y estos no mueren. O bien reviven apenas se les evoca. Quizás intuyendo aquello, su camino hacia la muerte fue diseñada con trazos de épica. Sus sencillas columnas con reflexiones sobre lo humano y lo divino, las visitas en su lecho de enfermo, el sillón vacío en las oficinas de gobierno. Toda una escenografía ajena a las terrenales contradicciones humanas. Sin embargo, los cubanos han ido comprendiendo que ese coqueteo de Fidel Castro con la eternidad y la gloria tiene límites. El principal es uno muy subjetivo, la opacidad de sus herederos. Es un aura gris, que va a contrapelo del tremendo gusto cubano por dirigentes con carisma. Las protestas indican que parecen haber aprendido que el poder lo detentan ahora personas que no son ni eternos ni salvíficos. |
LOS CUBANOS ESTADOUNIDENSES, HERENCIA DE LA REVOLUCIÓN CUBANA.
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