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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

miércoles, 23 de marzo de 2016

298.-PEDRO ROSALES: Observationes quaedam in nonaginta quinque Hymnos…(1578); Jean Racine.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán


PEDRO ROSALES: Observationes quaedam in nonaginta quinque Hymnos…(1578)






Observationes quaedam in nonaginta quinque Hymnos qui in Breuiario Romano continentur, eoque ordine, quo in illo digesti sunt, Magistri Petri Rosarij bonarum literatum in Schola Burgensi Professoris.- Burgis.— [Apud] Philippum Iuntam. Anno M.D.LXXVIII. Cum priuilegio Regio.—80 p., in 4º ; reclamos y apostillas marginales. Grabado xilográfico del escudo del cardenal D. Francisco de Pacheco de Toledo (1521-1579).

Encuadernación holandesa. Dos tejuelos: superior con autor y título, inferior con lugar y fecha de impresión.  Guardas marmoleadas y cantos coloreados en rojo.

Paginación impresa con números arábigos y no romanos, hecho bastante frecuente a finales del siglo XVI (Martín Abad, Julían. Los libros impresos antiguos. Valladolid: Universidad de Valladolid, 2004, p. 96)


Portada con escudo del Cardenal
de D. Pedro Pacheco de Toledo


Curiosidades históricas: Noticiario burgalés del último cuarto del siglo XVI

Pedro Rosales maestro de latinidad en Burgos presenta en 1578 al Cabildo de Burgos, estos  comentarios y explicaciones sobre los himnos del breviario romano para solicitar su impresión. Impresión que el Cabildo en agradecimiento solicita sea aprobada por el Cardenal y Arzobispo de Burgos, tal y como aparece en el Noticiario burgalés del último cuarto del siglo XVI.




Entre los preliminares aparece el privilegio concedido por la autoridad civil.


Privilegio concedido por el Rey Felipe II

Felipe II por la Pragmática del 7 de septiembre 1558 estableció que para que un libro se pudiera imprimir, el rey debía dar licencia para ello. Ningún libro podía imprimirse sin remitirlo al Consejo para su examen y concesión de licencia.
También se ordena que los libros deben incluir al principio del libro, la licencia, la tasa, el privilegio, título, autor e impresor bajo pena de pérdida de bienes y destierro perpetuo.
Los objetivos de dicha Pragmática fueron por una parte la lucha contra la herejía y por otra parte contener los abusos que se estaban produciendo en materia de impresión y difusión de libros.




El impresor

Philippum Iuntan o Felipe Junta (El Viejo), hijo de Juan de Junta e Isabel de Basilea, hija del famoso impresor burgalés Fadrique de Basilea (1484-1517),  es uno de los últimos miembros de la famosa familia florentina de impresores y comerciantes que se dedicó al negocio de los libros. Unos tuvieron taller propio y otros se dedicaron este negocio solicitando servicios de otros impresores.
La familia Iunta, Giunta o Junta en castellano, expandieron el negocio de la impresión y el comercio libros a lo largo del siglo XVI y XVII por las principales ciudades europeas incluidas Madrid, Salamanca y Burgos.
Según Marco Santoro, en su origen eran comerciantes de lana (siglo XIV) pero viendo las posibilidades que ofrecía el negocio de los libros se convirtieron en libreros, editores e impresores.

La dinastía comienza con Felipe Junta (1450-1517) y su hermano Lucas Antonio Junta (1457-1538). De Felipe Junta derivó la rama florentina mientras que de Lucas Antonio la veneciana.
Del matrimonio de Felipe Junta y Lucrecia de Benedetto nacieron siete[1] hijos, de los cuales, Juan de Junta y Bernardo Junta (?-1551) se dedicaron al negocio de la impresión, siendo Bernardo el que heredó el taller de Florencia a la muerte de su padre Felipe.
Felipe Junta introdujo en Florencia el formato pequeño y la letra cursiva a imitación y copia de Aldo Manuzio El Viejo (1449-1515), además de ser rival del mismo.
Juan de Junta (¿-1558) tras trabajar en Florencia en el taller de su padre, se trasladó a Venecia con su tío Lucas Antonio, quien le envió a España para expandir el negocio familiar.
Se casó en 1526 con Isabel de Basilea, viuda de Alonso Melgar, dirigiendo el taller propiedad de su mujer en Burgos . Más adelante también tendría su propio taller en Salamanca, dejando el taller de Burgos en manos de Martín de Eguía durante 30 años hasta que a la muerte de Juan de la Junta se hizo cargo su hijo Felipe Junta, impresor de este libro.
Por otra parte,  Matías Gast casado con su hija Lucrecia se hizo  cargo del taller de Salamanca tras la muerte de su suegro.
En Madrid fue Julio Junta, descendiente de una rama colateral de los Junta florentinos, quien fuera impresor de la Casa real hasta su muerte en 1619. Tomas Junta heredó el cargo de impresor real hasta 1624, año de su fallecimiento. Se hizo cargo de la imprenta su viuda Teresa Junta hasta su fallecimiento en 1656, tras lo  cual se hizo cargo  del taller su hijo Bernardo Junta hasta 1658. Último miembro de la familia Junta en Madrid.

[1] Siete hijos según el Instituto Trecani. Número que difiere en otras fuentes como en el libro Mercaderes e impresores de libros en la Salamanca del siglo XVI, en el que se indica que fueron ocho hijos.

-> Observationes quaedam in nonaginta quinque Hymnos qui in Breuiario Romano continentur, eoque ordine, quo in illo digesti sunt, Magistri Petri Rosarij…(libro digitalidado)

Fuentes consultadas:

Práctica del Consejo Real en el despacho de los negocios consultivos…Madrid: en la imprenta de de la viuda é hijo de Marín, 1796.
Historia de la educación en España y América: La educación en la España Contemporánea (1789-1975), vol. 3. Madrid: Ediciones SM ; Ediciones Morata, 1994.
Febvre Lucia, Martin, Henri-Jean. La aparición del libro. México:  Conalcuta-Fonca, 2004
Instituto Treccani [página web]. Visitado el 1 de noviembre de 2017.
Santoro, Marco. I Giunta a Madrid. Vicendi e documenti. (Reseña).
Cuesta Gutierrez, Luisa. La imprenta en Salamanca: avance al estudio de la tipografía salmantina (1480-1944). Universidad de Salamanca.


Nota histórica

En la liturgia cristiana, un himno es una composición musical destinada a cantar en alabanza a Dios y a los Santos. Generalmente el himno está en verso, pero los himnos también se consideran textos en prosa, como el Gloria in excelsis Deo y el Trisagio angelical.

El canto de himnos ya está presente en los tiempos apostólicos, como lo atestiguan Colosenses 3: 16 y Efesios 5: 19. En la Iglesia griega, Hieroteo la Tesmoteta (siglo I) es tradicionalmente considerado el primer compositor de himnos. En la Iglesia latina el PRIMERO en componer himnos litúrgicos fue Hilario de Poitiers. En Alejandría Clemente compuso un himno destinado a ser cantado en la Iglesia. En Milán Ambrogio se distinguió como un innógrafo: gran parte de los himnos en el Breviario se deben a Ambrogio y al poeta Prudencio, tanto es así que en su regla, Benito de Norcia llama al himno simplemente Ambrosiano. Tal vez como reacción a la introducción de algunos himnos arrianos, en 563 el Concilio de Braga prohibió el canto de himnos y cualquier otra composición en la oficina, permitiendo solo Salmos y canciones tomadas de la Sagrada Escritura. Sin embargo, era una disciplina limitada en tiempo y espacio, porque ya al mismo tiempo el Concilio de Tours de 567 y el Concilio de Toledo de 633 consideran los himnos parte integrante del Oficio Divino. En Roma los himnos deben haber sido introducidos mucho más tarde, porque no hay mención de ellos a lo largo del siglo XI y se cree que entraron en uso en el siglo XII. En el rito Galo los himnos encuentran un lugar muy limitado: en el rito lyoniano están presentes solo en la completa y en la Semana Santa, en el Breviario parisino de 1492 en cambio ni siquiera aparece un himno. Bajo el Papa Urbano VIII los himnos fueron revisados y corregidos para darles la pureza del lenguaje y la métrica.

En el Breviario Romano se cantan himnos a todas horas, excepto en el período desde el Triduo Pascual hasta toda la octava de Pascua. No se cantan himnos ni siquiera en la Oficina del difunto. Según el Caeremoniale Episcoporum, cuando el himno comienza con la invocación de Dios o del Señor, el celebrante levanta las manos y luego se une a ellas y se inclina ante el altar. Además de los himnos breviarios se utilizan en la misa (Gloria in excelsis Deo, Trisagio angelical), en la adoración eucarística (Pange lingua). Las secuencias son también un tipo especial de himnos. Con la reforma litúrgica del Papa Pablo VI los himnos se conservaron en la Liturgia de las horas, aunque las traducciones no igualan la belleza de las composiciones antiguas.


Enciclopedia Católica.
Himno

Es una derivativa del latín hymnus, el cual viene del griego Hymnos, con significado de cantar. En la literatura antigua pagana, los himnos designaban canciones a los dioses o heroes, los que se acompañaban con la cythara (hymnoi men es tous theous poiountai, epainoi d'es anthropous, Arrian., IV, xi). Al principio las escrituras fueron en formas épicas tal y como es el caso del viejo himno al Apolo Délfico. Más tarde se desarrollaron formas refinadas en medidas líricas como Alcaeus, Anacreón, y Pindar. En la literatura cristiana, la palabra himno aparece solamente dos veces en el Nuevo Testamento, específicamente en Efesios, v, 19, Colosences, iii, 16, y en los sinónimos sobre los salmos y de odas.

Formas derivadas de verbos sobre himnos se encuentran en Mateo, xxvi, 30; Marcos, xiv, 26; Hechos, xvi, 25; y Hebreos, ii, 12. No obstante los muchos esfuerzos realizados por los estudiosos, es difícil decidir hasta que punto, si es que alguno, se tiene una distinción entre las tres clases diferentes de alabanzas Divinas, en términos de salmos, himnos y cánticos espirituales. Los salmos se aplican solamente a aquellas canciones compuestas por David, pero en cuanto a contenido espiritual de estas canciones, se puede considerar que las mismas son cánticos espirituales, en los que su adaptabilidad para cantar los puede transformar en himnos.

Por tanto, en el lenguaje de la Vulgata, los Salmos de David son identificados como himnos; “Hymnos David Canentes” (II Par., vii, 6); y los himnos cantados por Cristo el Señor y sus discípulos en la Ultima Cena, tal y como los describe el Evangelio según San Mateo (xxvi, 30), como hymnountes, o hymnesantes. Ellos tienen una fuerte connotación dentro de la tradición judía establecida por las fiestas pascuales. De esto puede inferirse que los himnos fueron originalmente utilizados en la aceptación general de ser “cantos de alabanza a Dios”.

Al mismo tiempo puede ser supuesto que la expresión salmos fue más corriente o comúnmente utilizada entre los judio-cristianos, mientras que los gentil-cristianos utilizaron más la expresión himno u oda, ésta última requiriendo de complementos para ser distinguida de las odas profanas.

La palabra latina himno es desconocida en la literatura pre-cristiana. Para ello, la palabra carmen es utilizada por los autores clásicos, de tal manera que himno es específicamente una derivativa cristiana del griego, como ocurre con muchas otras expresiones de la liturgia. Los himnos de los escritores antiguos generalmente se parafrasearon como “laus Dei cum cantu” (Rufinus, “in Ps. lxxii”) o como “hymnus speciliter Deo dictus” (Ambrosio, “De Off”, I, xlv).

La más famosa definición es la de San Agustín. Comentando sobre el salmo cxlviii, dice: “¿Conoces lo que es un himno? Es un canto de alabanza a Dios (cantus est cum laude Dei). Si tú alabas a Dios y no cantas, tú no expresas un himno, si tu cantas y no alabas a Dios sino otras cosas, tu no expresas un himno. Un himno por tanto contiene estos tres elementos, canto (cantus) y alabanza (cum laude) y alabanza a Dios (Dei).

La expresión “alabanza de Dios” no debe sin embargo ser considerada tan literalmente que excluya la alabanza de los santos. San Agustín dice que la explicación está en el mismo salmo, en el verso 14: “hymnus omnibus sanctis eius”; ¿Qué significa esto de un himno para todos los santos? Hagamos que a los santos se les dedique un himno”. Dios es realmente quien es alabado en sus santos y en todos sus Trabajos, y por tanto, una “alabanza a los santos”, es una “alabanza a Dios”.

No obstante, debe ser considerado en la definición de San Agustín, y en lo que se ha dicho hasta aquí, que el himno requiere de una limitación y extensión. Una limitación, un canto de alabanza a Dios puede ser compuesto en prosa o en un lenguaje no métrico, como por ejemplo en “Gloria in excelsis” y en el “Te Deum”. Estos todavía son llamados “himno angelical” e “himno ambrosiano”, debido a su movimiento de alta lírica. Pero hemos entendido durante mucho tiempo que un himno es una canción cuya secuencia de palabras se encuentra ordenada conforme un métrica o rima, con o sin ritmo, o al menos con un arreglo métrico de estrofas.

Para los autores antiguos cristianos y sus contemporáneos paganos, es muy probable que tal limitación fuese desconocida, los himnos serían una categoría general que incluía salmos, cánticos bíblicos, doxologías, y todos los cantos de alabanza a Dios, ya fuera en prosa o en un lenguaje rítmico. Es por tanto, una actividad perdida el buscar los orígenes de la poesía de los himnos, sino en Plinio el Joven (Epp., X, xcvii), Tertuliano (Apol., ch. ii), Eusebio (Hist. eccl., III), Sozomen (IV, iii), Sócrates (V, xxii), y otros. Por otra parte, la expresión canto en la definición de San Agustín puede ser extendida.

Aunque el himno fue originalmente concebido sólo para cantar, el desarrollo del a forma pronto se dirigió a himnos para ser recitados en voz alta, o para ser utilizados con oraciones silenciosas. Ciertamente los primeros poemas religiosos fueron concebidos y escritos sólo para la devoción privada sin haber sido cantados, aunque ellos fueron genuinamente producciones líricas y emotivas, y son tenidas en cuenta en la himnología.

Consecuentemente, el término canto no está limitado a las canciones, las que se cantan y contienen melodías, sino que se aplica también a todo poema lírico religioso que puede ser cantado y acompañado de música. Con esta interpretación, la definición de San Agustín es más completamente aceptable, y la misma puede ser reducida a una fórmula más breve: un himno en el más amplio sentido es la palabra para una “canción espiritual” o “poema lírico religioso”, a consecuencia de ello, la himnología es “lírica religiosa” en distinción de la poesía épica y didáctica y en contradicción con la poesía lírica profana. Himno es un más estrecho sentido interpretativo de la palabra, como será demostrado, es un himno del Breviario.

RAMAS Y SUBDIVISIONES

La canción religosa o himno en un amplio sentido, comprende un gran número de poemas, clasificación de los cuales no es mencionada por San Agustín y la cual fue inicialmente introducida de manera completa en la “Analecta hymnica mediiaevi” editada por Blume y Dreves. Esta clasificación no se aplica a la himnología de Oriente (Siria, Armenia, y Grecia) sino a la himnología latina u occidental.

Primero, existen dos grandes grupos de acuerdo al propósito del himno de que se trate. Ya sea que la intención está dirigida al público, lo común y oficios de adoración (la liturgia) o solamente para la devoción privada (aún cuando algunos himnos del último grupo pueden también ser usados durante el servicio religioso). De conformidad con esto, la himnología latina en su conjunto, es ya sea litúrgica o no litúrgica. La himnología litúrgica está a su vez dividida en dos grupos. El himno puede pertenecer a la liturgia del sacrificio de la misa, y como tal tiene su lugar en los libros oficiales de la Liturgia de Misa (el Misal o el Gradual) o el himno pertenece a la liturgia de las oraciones canónicas y por tanto tiene su lugar en el Breviario o el Antifonario.

De similar manera, la himnología no litúrgica tiene dos clases, ya sea que el himno está destinado a ser una canción o solamente para la devoción privada, meditación y rezo. Ambos grupos tienen diferentes subdivisiones. De conformidad con lo anterior, se presentan las siguientes tablas sistemáticas:

I. HIMNOLOGIA LITURGICA

A. Himnología del Breviario o de Antifonario

(1) Himnos en el sentido estricto del término (hymni). Se trata de canciones espirituales las que se insertan en la hora canónica, recitada por el sacerdote y son nombradas en función de las diferentes horas: Hymni "ad Nocturnas" (más tarde "ad Matutinam"), "ad Matutinas Laudes" (más tarde "ad Laudes"), "ad Primam ", "ad Tertiam", "ad Sextam", "ad Nonam", "ad Vesperas", "ad Completorium".

(2) Tropes del Breviario (tropi antiphonales, verbetoe, proselloe). Se trata de interpolaciones poéticas, ya sea preliminares o complementarias, o de ornamentación intercalada en el texto litúrgico del Breviario, particularmente en respuesta a la lecciones tercera, sexta y novena.

(3) Oficios Rítmicos (historioe rhythmicoe o rhythmatoe). Se trata de oficios en los cuales no sólo los himnos, sino todo lo que es cantado, con excepción de los salmos y las lecciones, están compuestos en un lenguaje medido (rítmico, métrico, y ultimamente también versos con rima).

B. Himnología del Misal o el Gradual

(l) Secuencias (sequentioe, prosoe). Son canciones artísticamente construídas que consisten en estrofa y contraestrofa, insertas en la Misa, entre la Epístola y el Evangelio.

(2) Tropes de la Misa (tropi graduales). Durante la Edad Media, aquellas partes de la misa que no eran cantadas por el sacerdote, sino por el coro, e.g. el Kyrie, Gloria, Sanctus, Agnus Dei (tropi ad ordinarium missoe) tamibién el Introito, Gradual, Ofertorio, Comunión (tropi ad proprium missarum), estaban provistas con riqueza de interpolaciones, más aún que el Breviario. Estos tropes fueron conocidos como “Tropus ad Kyrie”, "Tropus ad Gloria", etc. o "Troped Kyrie", "Troped Gloria", y así sucesivamente.

(3) Misas Rítmicas o de Métrica (missoe rythmatoe). Se incluyen en este grupo, misas en las cuales las partes antes mencionadas (B,2) son ya sea parcial o totalmente compuestas siguiendo formas métricas. Esta forma de poesía encuentra pocos devotos.

(4) Himnos Procesionales (hymni ad processionem). Se trata de himnos que son utilizados durante la procesion, antes y después de la misa, y por tanto tienen un lugar en el Misal o el Gradual. Casi todos ellos tienen un estribillo o coro.

II. HIMNOLOGÍA NO LITURGICA

A. Himnología para Cántico

(1) Cánticos (cantiones). Son canciones espirituales que no pertenecen a la liturgia, pero son empleadas durante y después de la liturgia, sin haber sido incorporadas, como los tropes. Esto puede dar lugar a canciones más populares de los cuales los cánticos se diferencian en cuanto haber sido escritos en latín eclesiástico y haber sido cantados por cantantes oficiales, pero no por el pueblo o congregación.

(2) Motets (muteti, motelli). Son encabezados o inicios artísticos de los cánticos y de los tropes de la misa, se desarrollaroon a partir de los responsoriales del Gradual de la Misa tal y como se presenta con más detalle en el artículo HIMNOLOGIA. En general se pueden definir como canciones polifónicas de la iglesia los que se cantan a capela (sin acompañamiento musical).

B. Himnología para Devoción Privada Silenciosa

El nombre general para estos poemas es el latín de rhythmi o pia dictamina. Se diseñaron para orar y no para canto, pueden ser llamados oraciones rítmicas (en alemán reimgebete). Entre los diferentes tipos de estos poemas se encuentran los siguientes:

(1) Ritmos de Salmos (psalteria rhythmica), poemas de 150 estrofas, correspondiendo cada una de ellas a 150 salmos; la mayor parte tratan de Cristo y de su Bendita Madre. Originalmente cada estrofa trataba numeradamente a los salmos.

(2) Ritmos de Rosario (rosaria rhythmica), son similares a los poemas, pero tienen solamente cincuenta estrofas correspondientes cada una de ellas a las cincuenta “Avemarías” del Rosario.

(3) Cantos de las Horas (officia parva); son oraciones rítmicas las que suplementan con una estrofa o grupo de estrofas (para meditación privada) cada una de las horas canónicas.

(4) Canciones de Glosa, las que parafrasean, extienden y explican cada palabra separada de una oración popular o antifonía de iglesia por medio de una estrofa separada o al menos por un verso separado (Ej.: “Padrenuestro”, la “Salve”, “Alma Redemptoris”, y asi sucesivamente).

Estos poemas espirituales, cerca de 30,000 son preservados en una gran colección conocida como “Analecta hymnica medii aevi”, se ubican dentro de la aceptación general de la palabra himno.

Varios de los más importantes tipos de himnos son tratados también en artículos separados, véase OFICIOS RITMICOS, SECUENCIAS Y TROPES. Su desarrollo y significado es tratado más completamente en HIMNOLOGIA.

CLEMENS BLUME Transcripción de Douglas J. Potter Traducción al castellano de Giovanni E. Reyes Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo


 


Francisco Pacheco de Toledo



  

medalla

Francisco Pacheco de Toledo (Ciudad Rodrigo, Salamanca, 1521 - Burgos, 13 de agosto de 1579), fue un cardenal y arzobispo español.

Fue hijo de Juan Pacheco y Ana de Toledo, sobrina del duque de Alba,​ también padres de Rodrigo, primer marqués de Cerralbo, que por varonía eran Osorios y por herencia Pachecos.


Desde joven tomó el estado eclesiástico. Estudio en la Universidad de Salamanca.​ Ostentó el arcedianato de Camaces en la catedral de Ciudad Rodrigo, y luego fue canónigo de Toledo. Su tío el cardenal D. Pedro Pacheco le llevó a Italia (1545), donde manifestó su conducta, y sirvió para negocios del Rey y la Iglesia. El duque de Alba, virrey de Nápoles, le envió a España sobre tratados de paz, y volvió de España a Roma, donde el papa Pío IV le nombró cardenal con título de Santa Susana,​ y luego a Nápoles. Y en el año de 1567 fue trasladado a la silla episcopal de Burgos. En sus días se hizo metropolitana esta Santa Iglesia, y lo manifiesta un cartel que se halla junto al cuadro obispal en la catedral de Burgos, el cual dice así:

El Pontífice Gregorio XIII expidió su Bula en 22 de octubre de 1574, por la cual hizo Metropolitana esta Santa Iglesia, y fue en tiempo del cardenal D. Francisco Pacheco de Toledo. Gobernó con título de Obispo 9 años esta iglesia y con título de Arzobispo hasta el 1579 que murió en 13 de Agosto, de edad de 58 años.
Su cuerpo, según dice fray Enrique Flórez,​ fue conducido a Ciudad Rodrigo, y descansa en la suntuosa Capilla de Cerralbo, que él había mandado hacer. Su tumba se halla al lado del evangelio en una urna de madera, cubierta de terciopelo negro con galones de plata, bajo un dosel, pero sin inscripción ni documento del tiempo, mes, día y año en que murió.


  

Pacheco de Toledo, Francisco. Ciudad Rodrigo (Salamanca), c. 1508 – Burgos, 23.VIII.1579. Eclesiástico, canónigo, arzobispo, cardenal y diplomático.

Francisco Pacheco fue el segundo hijo de Juan Pacheco y Ana de Toledo, sobrina del duque de Alba. Su hermano mayor, Rodrigo, fue el I marqués de Cerralbo, título concedido por el emperador Carlos V en 1553. Tras estudiar en Salamanca, Francisco fue ordenado sacerdote por su tío el cardenal Pedro Pacheco y Villena el Tridentino, quien alcanzaría las cotas más altas en la carrera eclesiástica y política, que ocupó las sedes de Mondoñedo, Ciudad Rodrigo, Pamplona y Jaén, y pasó a ser cardenal de Santa Balbina, inquisidor y el teólogo protagonista de la política imperial en Trento —de ahí el sobrenombre—, terminando como virrey y gobernador de Nápoles, no sin antes estar a punto de ser elegido Papa en el cónclave de 1559, meses antes de morir.

Francisco, beneficiado por el favor de su todopoderoso tío, completó una brillante carrera eclesiástica y diplomática. Tras su paso por Salamanca, donde trabó amistad con Gaspar Zúñiga y Avellaneda, arzobispo de Santiago, y con Francisco de Vitoria, su maestro de Teología, bajo cuya dirección se licenció el 4 de agosto de 1547, pasó algún tiempo en Florencia invitado por Cosme de Médicis tras su beneficio en Roma. Antes de ser canónigo de Toledo (1555), su tío Pedro le nombró canónigo de Ciudad Rodrigo en 1553, cuando se hallaba en Florencia, pero no llegó a tomar posesión del puesto hasta 1561, tras la muerte del cardenal Pedro Pacheco.

Su primera misión como diplomático tuvo lugar en Bruselas, adonde fue enviado como embajador ante su amigo Cosme, duque de Florencia, quien tras temerse un inminente ataque de los franceses contra Siena, aparece como salvador de tan crítica situación. Posteriormente, en 1556, se pudo ver a Francisco Pacheco interviniendo como secretario del duque de Alba en las negociaciones de paz entre Felipe II y el papa Pablo IV; el 20 de septiembre del mismo año fue el encargado de exponer ante la comisión de cardenales las condiciones previas que imponía el virrey de Nápoles, las cuales fueron consideradas duras por el Papa. El 27 de noviembre de 1556, el duque de Alba y el cardenal Carlos Caraffa, legado del Papa, acordaron prolongar la tregua cuarenta días más, tras su acuerdo en Ostia, donde además se decidió enviar a dos embajadores ante Felipe II, uno de las cuales sería Francisco Pacheco.

Su éxito a la hora de conducir las negociaciones, se vio premiado al quedar aprobadas por Felipe II las condiciones pactadas anteriormente entre el duque de Alba y el cardenal Caraffa, llegando a una paz definitiva, no sin antes sufrir la ira del papa Pablo IV que no aceptaba la concordia ofrecida por el rey de España. A pesar de todo y en contra de lo esperado, el 26 de febrero de 1561, el mismo Pablo IV nombró cardenal a Francisco Pacheco a petición de Cosme de Médicis y su esposa Leonor de Toledo, de quien era pariente lejano. Tras su nombramiento pasó unos meses en Ciudad Rodrigo, donde fue obsequiado con una corrida de toros y la confirmación de la canonjía que ya poseía desde 1553. Curiosamente fue él mismo quien prohibió después a los clérigos la asistencia a los festejos taurinos.

Hasta 1564 no recibió Pacheco las insignias cardenalicias con el título de la iglesia de Santa Susana (14 de julio de 1564), pasando a la de Santa Prudencia el 7 de febrero de 1565, para finalizar en la de Santa Cruz in Jerusalem de Roma (17 de noviembre de 1565). Su preparación jurídica y su tacto a la hora de tratar los asuntos políticos le sirvieron para ser uno de los seis cardenales elegidos para juzgar a Inocencio del Monte, que había sido encarcelado por escándalo público. Además, fue nombrado protector de los Reinos de Castilla por Real Cédula de 18 de abril de 1564. Cuando el Concilio de Trento pasaba por su etapa final, y tras haber sido renovada su convocatoria por Pío IV —quien confirmó los decretos del concilio el 26 de enero de 1564, decretos que fijarían los modelos de fe y las prácticas de la Iglesia hasta mediados del siglo XX—, Pacheco tuvo que hacer frente en la curia a cuestiones como el proceso de Carranza, la Guerra de Malta, el matrimonio de los sacerdotes alemanes, la canonización de fray Diego de Alcalá o la división de Cartagena y Orihuela. Por entonces el cardenal fue testigo de las quejas del papa Pío IV, quien poco antes de morir declaraba no haber sido tratado como merecía por Felipe II y sus ministros.

El cónclave para la elección del nuevo papa, tras la muerte de Pío IV en 1565, se celebró entre el 20 de diciembre de 1565 y el 7 de enero de 1566, del que salió elegido Pío V, quien reorganizó enseguida el Tribunal de la Inquisición Romana poniendo al frente de él a cuatro cardenales, siendo Pacheco uno de ellos. Durante su etapa como inquisidor formó parte del Tribunal que juzgó a Carranza. El embajador español en Roma, Requesens, quizá esperando un trato de favor, no entabló buenas relaciones con Pacheco, que se mostraba firme en sus decisiones políticas y no atendía a favoritismos.

En 1567, el cambio en la política española repercutió negativamente en la vida política del cardenal. Cuando el duque de Alba partió para Flandes, Rui Gómez y Espinosa se convirtieron en los árbitros del gobierno, con lo que Pacheco perdió influencia en la curia; además, Felipe II le nombró obispo de Burgos y Juan de Zúñiga sustituyó a Requesens como embajador. Zúñiga trató de desacreditar a Pacheco siempre que pudo, pues la amistad de éste con el duque de Florencia creaba recelos entre los políticos españoles en Roma. A pesar de todo, Pacheco siguió en la Ciudad Eterna hasta 1574.

El duque de Florencia, Cosme de Médicis, intentó formar parte de la liga que Felipe II estaba creando en Roma, para lo que alegaba ser gran duque de Toscana —título concedido por Pío V sin contar con las cortes española y alemana—, además de contar con la influencia de Pacheco, pues éste, que en un principio había sido excluido de la comisión para la liga gracias a los negativos informes que Zúñiga mandó a Felipe II, después fue nombrado plenipotenciario junto con Zúñiga y Granvela. El resultado fue la victoria española en Lepanto derrotando a los turcos (1571). A la muerte de Pío V (1572) fue elegido Papa el boloñés Gregorio XIII, no sin la ayuda de Cosme de Médicis y el cardenal Granvela.

En 1572 Francisco Pacheco fue nombrado arcediano de Ciudad Rodrigo, de donde ya era canónigo, dando más tarde ambos cargos a su sobrino Diego Pacheco, hijo de Rodrigo, I marqués de Cerralbo. El 28 de agosto de 1574, el Papa concedió a Luis Manrique el beneficio y préstamo de Santiago de Écija por renuncia de Francisco Pacheco, quien, a pesar de haber sido nombrado obispo de Burgos el 1 de mayo de 1567, siendo consagrado el 28 de octubre como titular de Santa Cruz, no ocuparía la prelatura hasta pasados unos años. Desde esa fecha hasta 1575 nombró gobernador de la diócesis a Lorenzo Hernández, deán de Zamora, y obispo auxiliar a Gonzalo de Herrera, teólogo titular de Laodicea, sin que desde Roma dejara de preocuparse por su diócesis.

El 22 de octubre de 1574 el papa Gregorio XIII elevó a la diócesis de Burgos al rango de metrópoli, meses antes de que Pacheco hiciera la entrada solemne en ella (3 de marzo de 1575). El hecho más relevante en su nuevo destino fue la celebración de un sínodo diocesano con el fin de aplicar los decretos disciplinares de Trento, conservando algunas normas anteriores, que tuvieron vigor hasta 1905. Además, trató de elevar el nivel cultural del clero entregando a los jesuitas el Colegio de San Nicolás. También intentó transformar dicho Colegio en Universidad, pero topó con la oposición del rey Felipe II.

Francisco Pacheco falleció en el Palacio Arzobispal de Burgos el 23 de agosto de 1579 y fue sepultado en la capilla que había mandado construir en Ciudad Rodrigo y que hoy lleva el nombre de Cerralbo, linaje al que pertenecía el cardenal.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Catálogo V, Patronato Real (834-1851), I, Valladolid, 1946, n.os 911, 1568, 1585-1588, 1591-1592, 1594, 1602, 1616, 1618, 1659 y 2559.

G. Moroni, Dizionario di erudizione storico-ecclesiastica, L, Venecia, 1851, págs. 98-99; M. Hernández Vegas, Ciudad Rodrigo, la catedral y la ciudad, vol. II, Salamanca, 1935, págs. 93-102; D. Mansilla, “El Seminario conciliar de San Jerónimo de Burgos”, en Hispania Sacra, 7 (1954), págs. 22- 25 y 48-51; “La reorganización eclesiástica española del siglo XVI”, en Anthologica Annua, 5 (1957), págs. 87-104; J. Pérez Carmona, “El Cardenal Pacheco en las sesiones VI-VIII del Concilio de Trento”, en Burgense, 2 (1961), págs. 319-381; N. López Martínez, “Notas documentales sobre el cardenal D. Francisco Pacheco de Toledo, primer arzobispo de Burgos”, en Burguense, 9 (1968), págs. 339-362; A. Martín González, El Cardenal Don Pedro Pacheco, obispo de Jaén, en el concilio de Trento. Un prelado que personificó la política imperial de Carlos V, Jaén, Instituto de Estudios Giennenses, 1974; J. Goñi, “Pacheco de Toledo, Francisco”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, suplemento I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1987, págs. 567-571; V. de Cadenas y Vicent, El concilio de Trento en la época del emperador Carlos V, Madrid, Hidalguía, 1990; M. Fernández Álvarez, La España del Emperador Carlos V, Introducción de R. Menéndez Pidal, Madrid, Espasa Calpe, 1990; A. Franco Silva, El señorío Toledano de Montalbán. De Don Álvaro de Luna a los Pacheco, Cádiz, Universidad, Servicio de Publicaciones, 1992; J. I. Tellechea Idígoras, “El cónclave de Paulo IV. Cartas del cardenal Pedro Pacheco”, en Cuadernos de Investigación de Historia. Seminario Cisneros, 18 (2001), págs. 379-405; A. M. Rouco Varela, Estado e Iglesia en la España del siglo XVI, tesis leída en la Universidad de Murcia, Madrid, Editorial Católica, Facultad de Teología San Dámaso, 2001; J. García Oro, Cisneros: un cardenal reformista en el trono de España (1436-1517), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005.



Itsukushima Shrine.

  

Jean Racine.


(La Ferté-Milon, Francia, 1639 - París, 1699) Dramaturgo francés. Huérfano desde muy joven, fue educado por sus abuelos en la tradición jansenista. Estudió en las escuelas de Port-Royal de 1655 a 1658, año en que inició sus estudios de filosofía en el colegio D'Harcourt de París. A medida que se alejó de la influencia de sus antiguos maestros se introdujo en círculos de literatos y vividores y compuso, entre 1659 y 1660, una oda y dos tragedias que se han perdido. Permaneció hasta 1663 en Uzès, donde inició la carrera eclesiástica, tal como deseaba su familia, pero acabó por abandonar los estudios y marchó a París con la intención de dedicarse a la literatura.
Sus primeras obras, La Tebaida y Alejandro, fueron representadas por la compañía de Molière, y, aunque no cosecharon un éxito espectacular, sí le valieron cierto renombre. Descontento con el montaje de la segunda, Racine la encargó luego a la compañía del Hôtel de Borgoña, rivales de Molière, lo cual fue el origen del conflicto entre ambos. El año 1666 marcó el principio de otra larga polémica, esta vez entre el dramaturgo y Port-Royal.
En 1667, el Hôtel de Borgoña, que sería desde entonces la compañía habitual de Racine, presentó Andrómaca, la primera de sus grandes obras, con la que se convirtió en un serio rival para el famoso y consagrado Pierre Corneille. Desde este momento surgió en torno a ambos una controversia sobre sus talentos y méritos respectivos que dividió profundamente a la opinión pública. Partidarios de uno y de otro intercambiaron numerosos epigramas que movieron a Racine a contestar a sus detractores con Los litigantes, su única comedia. Británico, en 1669, fue considerado como un ataque directo a Corneille, pues trataba un tema familiar en la obra de éste; a pesar de su escaso éxito inicial, el apoyo del rey y de la corte suavizó las críticas y la obra acabó por triunfar.
En 1670, tras el fracaso del Tito y Berenice de Corneille, Racine impuso su Berenice, sobre el mismo tema, cuyo éxito lo consagró como trágico real. Siempre respaldado por la aristocracia, alcanzó la cumbre de su gloria literaria entre 1672 y 1675 (Bayaceto, Mitrídates, Ifigenia). Su carrera culminó con su admisión, en 1672, en la Academia Francesa. En 1676 publicó una recopilación de sus obras completas que incluía ciertas modificaciones de los textos.
Al año siguiente, Fedra marcó su reconciliación con los maestros de Port-Royal, después de una profunda crisis interior. En la obra se advertían rasgos de la moral jansenista, y fue ocasión para un desafío literario, tal como era habitual en la época: los enemigos de Racine encargaron a Nicolas Pradon, un joven autor, una pieza sobre el mismo tema; gracias al apoyo del duque de Nevers, la obra de Pradon obtuvo cierto éxito, lo cual disgustó al afamado dramaturgo. Posteriormente le fue atribuida erróneamente la publicación de un soneto satírico en contra del duque de Nevers, lo que le acarreó graves problemas.
Se casó en 1677 y, nombrado historiógrafo de Luis XIV, abandonó el teatro por doce años para dedicarse a su familia y a la educación de sus hijos. Durante este período se dedicó a escribir poesía religiosa y una Historia de Port-Royal (que no se publicó hasta 1767); su labor como historiógrafo ha desaparecido por completo. Sólo escribió para el teatro dos piezas más: Ester y Atalía, ambas sobre temas bíblicos y por encargo de Madame de Maintenon, en beneficio de las alumnas del internado de Saint-Cyr.
Ya cerca del final de su vida, Jean Racine perdió el favor del rey, que le reprochaba sus amistades jansenistas. Murió a causa de un absceso en el hígado y fue inhumado, conforme a su voluntad, en el cementerio de Port-Royal. En 1711, sus restos mortales fueron trasladados junto con los de Blaise Pascal a Saint-Étienne-du-Mont.

Percepción actual sobre Racine.

El siglo XX vio un renovado esfuerzo por rescatar a Racine y sus obras desde la perspectiva principalmente histórica a la que había sido confinado. Los críticos llamaron la atención sobre el hecho de que obras como Fedra podían interpretarse como un drama realista, que contenía personajes universales y que podían aparecer en cualquier época. Otros críticos arrojan nueva luz sobre los temas subyacentes de violencia y escándalo que parecen impregnar las obras, creando un nuevo ángulo desde el cual podrían ser examinadas. En general, la gente estuvo de acuerdo en que Racine sólo se comprendería plenamente si se sacara del contexto del siglo XVIII. Marcel Proust desarrolló un cariño por Racine a una edad temprana, "a quien consideraba un hermano y alguien muy parecido a él..." – Marcel Proust: A Life, de Jean-Yves Tadié, 1996.
Respecto a la tragedia según Racine, emblemática de la tragedia de la edad clásica francesa, Michel Foucault escribió: 
«En el teatro de Racine cada día está amenazado por una noche: la noche de Troya y de las masacres, la noche de los deseos de Nerón, la noche romana de Tito, la noche de Atalia. Son estos grandes rostros de la noche, estos barrios sombríos que frecuentan el día sin dejarse destruir, y que no desaparecerán sino en la nueva noche de la muerte. Y, a su vez, estas noches fantásticas están obsesionadas por una luz que se forma como el reflejo infernal del día: fuego de Troya, antorchas de los pretorianos, pálida luz del sueño. En la tragedia clásica francesa, el día y la noche se disponen como un espejo, se reflejan infinitamente y dan a esta simple pareja una repentina profundidad que con un solo movimiento envuelve toda la vida y la muerte del hombre".

En su ensayo El teatro y su doble sobre el concepto del teatro de la crueldad, Antonin Artaud afirmaba que "las fechorías del teatro psicológico descendiente de Racine nos han desacostumbrado a esa acción inmediata y violenta que el teatro debería poseer" (p. 84).
En el siglo XXI, Racine todavía es considerado un genio literario de proporciones revolucionarias. Su obra todavía es ampliamente leída y representada con frecuencia. La influencia de Racine se puede ver por ejemplo en la tetralogía de A.S. Byatt (La Virgen en el jardín, 1978; Naturaleza muerta, 1985; La torre de Babel, 1997 y Una mujer que silba, 2002). Byatt cuenta la historia de Frederica Potter, una joven inglesa de principios de la década de 1950 (cuando la presentan por primera vez), que aprecia mucho a Racine, y específicamente a Fedra.


  

Obras principales

Racine escribió una comedia, Les Plaideurs (Los Litigantes), 1668 y once tragedias que pueden clasificarse así:

Tragedias de asunto griego

La Tebaida (1664)
Alejandro Magno (1665)
Andrómaca (1667)
Ifigenia (1674)
Fedra (1677)

Tragedias inspiradas en la historia romana

Británico (1669)
Berenice (1670)
Mitrídates (1673)

Una pieza en que la acción se desarrolla en la Turquía del siglo XVII
Bayaceto (1672)

Tragedias de asunto bíblico
Esther (1689)
Atalía (1691)

Racine se encontraba más cómodo en las de tema griego, y solo cultivaba los temas romanos para competir con Corneille, que tenía en esos asuntos su fuente de inspiración principal. La más corneliana de sus tragedias es precisamente una de las de tema romano, Mitrídates.



  

Biografía dRacine, Jean (1639-1699).

Poeta y dramaturgo francés, nacido en La Ferté-Milon (en la región de Valois) a finales de 1639, y fallecido en París el 21 de abril de 1699. Autor de una espléndida producción teatral que, dentro del género de la tragedia, ahonda con asombrosa lucidez en las pasiones del ser humano (principalmente, la amorosa), supo combinar con singular acierto el lirismo y la escritura dramática, y contribuyó decisivamente a la implantación, en el teatro francés del siglo XVII, de las doctrinas de la Antigüedad clásica grecolatina, especialmente de la regla aristotélica de las tres unidades. Algunas obras suyas como Andrómaca (1667), Los litigantes (1668), Británico (1669) y Fedra (1677) le han situado en la cúspide de la literatura dramática universal.

Vida

Nacido en el seno de una familia de confesión jansenista, se ignora aún la fecha exacta en la que llegó al mundo, aunque se sabe que recibió las aguas bautismales el 22 de diciembre de 1639. Se conjetura que pudo nacer incluso en ese mismo día, ya que por aquel entonces era costumbre cristianar inmediatamente a los neonatos, dado que muchos de ellos fallecían a las pocas horas de existencia. Su padre, llamado también Jean Racine, era un funcionario de la administración francesa encargado de la inspección fiscal acerca de impuestos y tributos; su madre, Jeanne Sconin, no tenía otra ocupación que la de cuidar del hogar familiar y criar a sus hijos. Apenas pudo, empero, ocuparse del pequeño Jean, ya que perdió la vida cuando éste aún no había cumplido los dos años de edad (1641), a raíz de las complicaciones derivadas del parto de Marie, la hermana pequeña del futuro escritor. La orfandad de Jean Racine se hizo aún más cruda al cabo de dos años, cuando falleció también su progenitor, quien en 1642 se había casado en segundas nupcias con Madeleine Vol.
Recogido, entonces, por su abuelo paterno -que llevaba también el nombre de Jean Racine-, se crio a su lado hasta el año de 1649, fecha en la que de nuevo la muerte aniquiló a quien estaba al cargo de su tutela. Quedó, así, bajo la protección de Marie Desmoulins, viuda del citado abuelo, que tras la muerte de su esposo se había retirado a la abadía de Port-Royal des Champs, en la que profesaban dos hermanas suyas y su hija Agnès Racine, tía del futuro escritor. Fue así como el joven Jean Racine, a los diez años de edad, tuvo ocasión de acceder a la excelente instrucción humanística impartida en las Pequeñas Escuelas de Port-Royal, en las que fue alumno de algunos maestros tan reputados como el literato parisino Robert Arnauld de Andilly (1588-1674), el teólogo y pedagogo Pierre Nicole (1625-1695) y, entre otros sabios de la época, el gramático Claude Lancelot (1615-1695). Tras un breve período en el Colegio de Beauvois (1653-1655), regresó a las aulas de Port-Royal y comenzó a brillar por su singular aprovechamiento en los estudios centrados en la Antigüedad clásica grecolatina: compuso, con poco más de quince años, algunos poemas piadosos en latín y sobresalió por su excelente dominio de la lengua griega (materia en la que ponían especial énfasis sus maestros jansenistas, en oposición a la educación latinizante impartida por sus "rivales" los jesuitas).

A la postre, esta fascinación que el humanismo pagano despertaba en él acabó por alejarlo de la abadía de Port-Royal, aunque nunca llegó a librarse de dos profundas enseñanzas adquiridas durante este prolongado período de aprendizaje: la firmeza de sus creencias jansenistas y la concepción pesimista de la naturaleza humana (sólo redimida de la tiranía de las pasiones merced a la intervención divina de la gracia).

En 1658, ya próximo a cumplir los veinte años de edad, el joven Jean Racine se afincó en París para iniciar, en el prestigioso Colegio de Harcourt, sus estudios superiores de Filosofía. Fue por aquel tiempo cuando comenzó a interesarse vivamente por el Arte de Talía, merced a las buenas relaciones que entabló con algunas figuras cimeras de las Letras francesas del Barroco, como el fabulista Jean de La Fontaine (1621-1695). Empezó también a frecuentar los bulliciosos teatros parisinos y a cultivar con notable inspiración la escritura poética, a pesar del enojo que esta inclinación literaria provocaba en su familia, que deseaba verlo convertido en un severo y respetado teólogo. Pero él, ajeno a estos proyectos de quienes habían sostenido su educación, a los veintiún años de edad concluyó su primera pieza teatral, una tragedia titulada Amasía, obra que fue rechazada por todas las compañías a las que se les había ofrecido (y que, tal vez por ello, en la actualidad se considera desaparecida). Lejos de desanimarse por este primer fracaso literario, en el transcurso de aquel mismo año de 1660, con motivo de las bodas reales entre Luis XIV (1638-1715) y la infanta María Teresa de España, compuso la bella oda titulada "La ninfa del Sena", dedicada a la nueva reina, impresa de inmediato y difundida por toda la corte.

Al año siguiente, tras iniciar la redacción de Teágenes y Cariclea -una tragedia que no llegó a concluir, y de la que tampoco se conserva fragmento alguno-, compuso otro de sus ya celebrados poemas galantes, "Los baños de Venus", de tema mitológico y también perdido. Poco después, con la llegada del otoño, fue enviado por sus familiares a Uzès (en la región del Languedoc), donde residía su tío el canónigo Antoine Sconin. El propósito de sus parientes era que completara allí sus estudios de teología y consiguiera un beneficio eclesiástico con el que asegurarse la vida, pero el joven Racine no estaba dispuesto a dejar de componer versos profanos, actividad a la que se entregó con ahínco durante los dos años que permaneció en Uzés. Aquel período de retiro le vino muy bien para ampliar sus lecturas -sobre todo, de las obras de Homero- y reflexionar acerca de su vocación literaria, a la que decidió atender definitivamente en 1663, cuando comprendió que nunca iba a ser capaz de lograr ese beneficio eclesiástico que deseaban para él sus familiares.

Regresó, pues, a París y volvió a integrarse en los foros y cenáculos literarios frecuentados por sus amigos escritores -con los que había mantenido una viva relación epistolar durante su estancia en el Languedoc, sobre todo con La Fontaine-; y compuso al momento nuevas odas que, destinadas a agradar al monarca y a quienes le rodeaban, acrecentaron su prestigio poético en la corte, como las tituladas "Sobre la convalecencia del rey" y "La fama de las musas". Merced a estas composiciones de carácter laudatorio, Racine fue introducido en la corte de Luis XIV, donde tuvo la oportunidad de empezar a codearse con otras figuras señeras de las Letras francesas del siglo XVII, como Molière (1622-1673) y Boileau (1636-1711), con los que, a partir de entonces, habría de compartir una intensa y fecunda amistad.
Poco después del fallecimiento de su abuela Marie Desmoulins (acaecido en Port-Royal a finales del 1663), Jean Racine concluyó su tragedia Thébaïde ou les frères ennemis (Tebaida o los hermanos enemigos, 1664), que fue llevada a las tablas por el propio Molière y su acreditada compañía teatral. A pesar de este apoyo expreso de quien ya se había consagrado como el gran monstruo teatral de su tiempo, el debut de Racine en los escenarios parisinos pasó prácticamente inadvertido, lo que no fue óbice para que el Rey Sol otorgara al joven dramaturgo de La Ferté-Milon una modesta pensión de seiscientas libras, pues albergaba fundadas esperanzas en su talento literario. Y no se equivocaba el soberano, como quedó bien patente a finales del siguiente año, cuando de nuevo la compañía de Molière puso en escena otra tragedia de Racine, Alexandre le Grand (Alejandro el Grande, 1665), obra que cosechó un rotundo éxito y situó definitivamente al joven escritor entre la pléyade de los dramaturgos de la época. Este triunfo, empero, quedó empañado por su ruptura de relaciones con Molière, quien se ofendió mucho por una acción ciertamente poco caballerosa de Racine: la entrega de su obra a la compañía de representantes del Hôtel de Bourgogne, agrupación que sostenía una dura rivalidad con el colectivo que había lanzado al estrellato al autor de La Ferté-Milon.
Molière fue sólo el primero de una amplia lista de enemigos que Jean Racine fue engrosando a lo largo de toda su vida, algunos de ellos surgidos sólo de la envidia suscitada por los triunfos del dramaturgo, pero otros muchos -como el célebre autor del Tartufo- agraviados sin demasiado tacto por el propio Racine. Entre estos últimos se contaban también sus antiguos maestros y compañeros de Port-Royal, a los que atacó virulentamente en una misiva conocida como "Carta al autor de Las herejías imaginarias", en la que respondía con muy malos modos a una desaprobación previa de los jansenistas (según sus biógrafos más autorizados, Racine se arrepintió siempre de haber escrito esta agresiva epístola); para empeorar aún más sus relaciones con ese mundo del arte y la cultura en el que se acababa de integrar, en el transcurso de aquel mismo año de 1666 se enamoró de la actriz Thérèse de Gorle, más conocida por su nombre artístico de "la Marquise du Parc", famosa por sus exitosas interpretaciones en el seno de la compañía de Molière, y propició su incorporación al grupo de actores del Hôtel de Bourgogne, con el consiguiente aumento de la indignación del gran maestro de la comedia. 

Fue precisamente esta afamada actriz quien desempeñó el papel protagonista de Andromaque (Andrómaca, 1667), la tercera tragedia estrenada por Jean Racine, que cosechó un éxito clamoroso entre la crítica y el público. Puede afirmarse que, a partir del estreno de esta pieza, el dramaturgo de La Ferté-Milon quedaba plenamente incorporado a la selecta nómina de los grandes maestros universales del Arte de Talía.
Este triunfo le supuso una relativa tranquilidad económica, en un momento en que, tras la reciente muerte de su abuelo materno Pierre Sconin -que había fallecido en abril de 1667, siete meses antes del estreno de Andrómaca-, había quedado prácticamente desprovisto de cualquier ayuda por parte de sus parientes. Pero, por fortuna para la historia del teatro, ya gozaba por aquel entonces de buenos contactos en la corte (como la amistad y protección de Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey), a los que se sumaba la admiración del monarca, que tras el éxito de Andrómaca elevó la cuantía de su pensión a ochocientas libras.
Entretanto, su procelosa peripecia sentimental corría pareja a su agitada vida social. El 22 de mayo de 1668, cuando aún coleaba la polémica literaria suscitada tras la publicación de Andrómaca (que había pasado por los tórculos en enero de dicho año), vino al mundo la niña Jeanne-Thérèse Olivier, hija de "la Marquise du Parc" -viuda del actor René Berthelot, apodado "du Parc", de donde procedía el sobrenombre artístico de la cómica- y, según los rumores que circularon por todo París, del dramaturgo de La Ferté-Milon, como parecían indicar bien a las claras los dos nombres con que había sido bautizada la pequeña ("Jeanne" por su supuesto padre, Jean Racine, y "Thérèse" por ser éste el auténtico nombre de pila de "la Marquise du Parc"). 

El dramaturgo, lejos de preocuparse por acallar estos rumores, aceptó apadrinar a la criatura y vino a confirmar con este gesto todas las habladurías acerca de su paternidad, sólidamente fundamentadas -por lo demás- en su notoria relación con la actriz, quien falleció repentinamente en diciembre de aquel mismo año. La naturaleza desconocida del mal que había llevado a la tumba de forma tan inesperada como misteriosa a la célebre comedianta levantó un nuevo tropel de rumores acerca de una posible intervención directa de Racine en la muerte de su amante, y hubo incluso quienes le acusaron de haber envenenado a la infortunada "Marquise du Parc". Al cabo de más de diez años, el escritor hubo de enfrentarse a una acusación formal que le imputaba la muerte de la actriz y el robo de sus alhajas, acusación que fue retirada de inmediato, pues no se hallaron pruebas fehacientes que inculpasen a Racine.
Un mes antes de la muerte de su amante, Jean Racine había estrenado su primera -y, a la postre, única- comedia, Les plaideurs (Los litigantes, 1668), obra que empezó a despertar la preocupación de los partidarios de Corneille (1606-1684), hasta entonces considerado como la estrella más brillante en el firmamento del teatro francés del siglo XVII, y de repente amenazado por el fulgor emergente de un nuevo astro (cuya pensión regia ascendía ya a mil doscientas libras). Esta naciente rivalidad con Corneille quedó bien manifiesta al año siguiente, cuando Racine estrenó una nueva tragedia, Britannicus (Británico, 1669), escrita expresamente con la intención de desbancar al celebérrimo autor de Le Cid. 

A pesar de la frialdad con que en un principio fue recibida esta última obra de Racine, Británico acabó convirtiéndose en un nuevo éxito del escritor de La Ferté-Milon, merced al entusiasmo que la obra despertara en Luis XIV, quien ya por aquel entonces era uno de los más acérrimos partidarios del teatro de Racine. Tanto era así, que en 1670, tras el estreno de una nueva tragedia suya, Bérénice (Berenice, 1670), el monarca decretó un nuevo aumento en la pensión dispensada al autor teatral, que ascendía así a la ya considerable cantidad de mil quinientas libras.
Berenice, interpretada por la Champmeslé -otra célebre actriz que acabaría otorgando sus favores a Racine, junto a un nutrido ramillete de amantes paralelos-, supuso ya un enfrentamiento directo entre el todavía joven autor de Andrómaca y el ya maduro Pierre Corneille, quien, sólo una semana después del clamoroso éxito cosechado por su rival, estrenó una pieza basada en la misma substancia histórica, y presentada bajo el título de Tite et Bérénice (Tito y Berenice, 1670). Ambos dramaturgos habían, pues, asumido la arriesgada "apuesta" literaria de trabajar en un mismo tema y presentarlo a la vez ante el público, a la espera de un temible juicio popular que, a la postre, se decantó claramente a favor de Racine, con la consiguiente desazón de los numerosos partidarios con que aún seguía contando Corneille. Dos años después, tras el estreno de Bayaceto (1672), una nueva tragedia de Racine, los seguidores de su rival recrudecieron sus ataques contra el dramaturgo de La Ferté-Milon, quien poco después fue objeto de dos reconocimientos tan elevados como su elección como miembro de la Academia Francesa y su nombramiento como poeta oficial de la corte; finalmente, tras el sonoro triunfo de Racine a raíz del estreno de su tragedia Mithridate (Mitrídates, 1673), los seguidores de Corneille no tuvieron más remedio que reconocer públicamente que el nuevo astro de la escena francesa había desbancado al otrora aclamado autor de Le Cid.
En agosto del año siguiente se estrenó, en los jardines de Versalles, la tragedia Iphigénie (Ifigenia, 1674), obra que significó un nuevo paso adelante en la fama y el prestigio de Racine, a pesar de que cada vez eran más los dramaturgos y estudiosos del hecho teatral que, desde un plano teórico, criticaban su radical apego a la regla aristotélica de las tres unidades. Pero el favor real seguía bendiciendo la ascendente progresión en la corte de Racine, quien antes de que concluyera dicho año se vio favorecido con un cargo de tesorero general, otorgado por el propio soberano y acompañado por unos emolumentos que superaban las veinte mil libras anuales. Tan renombrado era ya el dramaturgo en la corte, que su fama empezó a rebasar las fronteras de Francia y llegó hasta la vecina Inglaterra, donde en 1675 se publicó una traducción al inglés de la tragedia Andrómaca. Aquel mismo año, vieron la luz en su país natal dos volúmenes que recopilaban la producción teatral que había escrito hasta entonces.
Se hallaba, pues, Racine en la cúspide de su carrera literaria cuando, al poco tiempo de la muerte de la pequeña Jeanne-Thérèse Olivier (sobrevenida a finales de 1676), estrenó la que estaba llamada a convertirse en su última obra maestra. Se trata de Phèdre (Fedra, 1677), una espléndida tragedia en la que toda su maestría dramatúrgica aparecía sintetizada en un escueto argumento depurado hasta su máximo grado de sencillez, con la consiguiente desesperación de los recalcitrantes seguidores de Corneille. Éstos, ante la negativa del viejo dramaturgo de Ruán a volver a enfrentarse sobre los escenarios con su vigoroso rival (Racine contaba, a la sazón, treinta y siete años de edad, mientras que Corneille era ya septuagenario), convencieron a Jacques Pradon (1632-1698), un mediocre escritor nacido también en Ruán, para que compusiera y estrenara una versión del mito de Fedra que compitiera con la de Racine. 

La obra de Pradon, jaleada exageradamente por los enconados detractores del dramaturgo de La Ferté-Milon, conoció un éxito efímero, seguido de una virulenta polémica entre ambos autores, con intercambio de sonetos satíricos que llegaron al terreno del insulto y la ofensa personal. Transcurridos unos días tras el estreno de Phèdre et Hippolyte (Fedra e Hipólito, 1677), de Pradon, los seguidores de Corneille se cansaron de acudir reiteradamente al teatro para simular, con su presencia interesada, un triunfo ficticio, con lo que Racine siguió empuñando con justicia el cetro de la escena francesa de la segunda mitad del siglo XVII.
Sin embargo, una honda crisis espiritual que le venía inquietando desde el estreno de Ifigenia le apartó súbitamente de ese mundo dominado por la soberbia altiva, la vanidad literaria y las ambiciones mundanas. Ya en el prefacio de Fedra había afirmado que, en aquel momento, su única intención al reflejar en su teatro las turbias pasiones del alma no era la de recrearse en los efectos y accidentes derivados de ellas, sino la de mostrar sobre la escena los males y desórdenes que provocaban; poco después, decidido a poner fin a esos descarríos pasionales en su propia peripecia vital, se apartó de sus queridas fijas y amantes ocasionales y contrajo matrimonio con Catherine de Romanet, una ciudadana parisina perteneciente a la burguesía adinerada, con la que habría de tener siete hijos. A este matrimonio -celebrado en París el día 1 de junio de 1677, con la presencia de algunas figuras tan destacadas del arte, la cultura, la política y la vida social como el estadista Colbert (1619-1683), el príncipe de Condé (1621-1686) y el duque de Luynes (1620-1690)- siguió, tres meses después, el nombramiento de Racine como "Historiador Oficial del Rey", título con el que le honraba -junto a su buen amigo Boileau- el propio Luis XIV. A cambio de este honor, el célebre dramaturgo se comprometió a abandonar el cultivo de la escritura teatral, para consagrarse únicamente a sus nuevas labores de historiógrafo, en las que se exhibió la compostura y la adulación propias del perfecto cortesano.
En 1678 vino al mundo Jean-Baptiste, su primer hijo oficialmente reconocido, al que siguió, dos años después, Marie-Catherine, la mayor de sus hijas. Entre ambos nacimientos, Racine había faltado a su propósito de mantenerse alejado del teatro al colaborar con Boileau en la redacción de La caída de Faetón (1679), un libreto operístico que bien puede considerarse como una obra menor. Aquel mismo año, salió indemne de las graves acusaciones de quienes habían hurgado en su pasado para achacarle la muerte de "la Marquise du Parc" y el robo de sus joyas, imputación sin duda originada en la envidia que la privilegiada posición social y económica alcanzada por Racine en la corte provocaba entre sus detractores. Fruto de esta envidiable solvencia -refrendada en 1680 por Luis XIV, al elevar su pensión real hasta las dos mil libras anuales- fue la adquisición, por parte del dramaturgo retirado, de una lujosa mansión en París, tasada en dieciocho mil cuatrocientas libras.
Esa repentina pero madurada búsqueda de la tranquilidad cotidiana y el sosiego interior le condujo también a la reconciliación con sus antiguos maestros y amigos de Port-Royal, así como a la vuelta a la fe jansenista. Cómodamente instalado entre la alta burguesía cortesana -llegó, incluso, en 1690 a ser elevado al rango de gentilhombre ordinario del rey, cargo otorgado en contadas ocasiones a un escritor-, durante los últimos veinte años de su vida asistió al nacimiento y la crianza del resto de su copiosa prole, integrada por cuatro féminas más -Anne (1682), Elisabeth (1684), Françoise (1686) y Madeleine (1688)- y un postrer varón -Louis (1692)- que, muchos años después, habría de escribir la biografía de su célebre progenitor.

Entretanto, Racine siguió escribiendo algunas obras menores que ponían de manifiesto su incapacidad para mantenerse totalmente apartado de la creación dramática. Así, en 1683 recibió diez mil libras de parte del rey, que hubo de repartir con su amigo y colaborador Boileau -con el que ingresó en la Academia de Inscripciones aquel mismo año-, por haber escrito entre ambos una ópera que regocijó a la corte durante la celebración de los carnavales; y dos años después, compuso un Idilio sobre la Paz que, acompañado por la partitura musical del famoso compositor de origen italiano Jean Baptiste Lully (1632-1687), se estrenó en Sceaux en el transcurso de unos festejos que homenajeaban a Luis XIV. Finalmente, tras la publicación de la segunda edición -también en dos volúmenes- de sus Obras completas (1687), quiso complacer los ruegos de Madame de Maintenon (1635-?) -con la que el rey se había casado en secreto a mediados de la década de los años ochenta- y reanudó su actividad como autor dramático, aunque ahora inclinado sólo hacia esos asuntos piadosos a los que era tan afecta dicha dama, célebre por su santurronería.
Seguía, entretanto, desempeñando sus labores de historiógrafo, por las que en 1688 fue gratificado por el monarca con diez mil libras; y, simultáneamente, escribía algunos de los textos teatrales que Madame de Maintenon le había encargado para contribuir con ellos a la educación espiritual de las alumnas del Convento de Saint-Cyr, fundado por la antigua favorita y actual esposa del soberano. Bajo la condición de que en estas obras piadosas "el amor estuviera totalmente desterrado", Racine aceptó volver al cultivo de la tragedia cambiando bruscamente de registros temáticos, sin que por ello menguara un ápice su inspiración y su maestría en el empleo de los recursos poéticos y dramáticos. Vieron la luz así, sobre el improvisado escenario del Convento de Saint-Cyr, Esther (1689) y Athalie (Atalía, 1691), dos espléndidas obras -sobre todo, la segunda- que testimoniaban ese novedoso, inesperado y radical giro temático en la producción teatral de un Racine que se había desentendido definitivamente de su antigua indagación en las pasiones del alma humana.
Alternaba esta reanudación de su actividad creativa con sus obligaciones como historiador y cronista del rey Luis XIV, que le llevaron a desplazarse con el ejército francés en las campañas de Mons (1691) y Namur (1692), y a redactar lo que en ellas había acontecido (singular valor historiográfico reviste su Relación de lo que sucedió en el asedio de Namur, fechada en aquel mismo año de 1692). Poco después, tras haber vuelto a la poesía lírica para redactar sus Cánticos espirituales (1694), recibió una nueva muestra de la admiración que le seguía profesando la familia real al ser invitado en 1695 por el propio Luis XIV a alojarse en el palacio de Versalles, donde, al año siguiente, ya ejercía como consejero-secretario del soberano. En 1697, después de haber conocido la tercera edición de sus Obras Completas, emprendió la redacción de su famosa Historia de Port-Royal, en la que trabajó hasta el año siguiente, en el que una grave enfermedad le aconsejó dictar testamento y apresurarse a asegurar el futuro de sus hijas. Así, tras abonar a las ursulinas de Melun un pago de tres mil libras en concepto de dote de su hija Anne, asistió, en enero de 1699, a la boda de Marie-Catherine. No pasó de la primavera siguiente, en la que recibió cristiana sepultura -en cumplimiento de una de sus últimas voluntades- en la abadía de Port-Royal des Champs.

Obra

  

La arraigada educación jansenista de Racine determina, en buena medida, los aspectos temáticos, conceptuales e ideológicos de su producción literaria, marcada por un profundo pesimismo que se origina en una total desconfianza en la naturaleza humana. En efecto, para los jansenistas el hombre nace marcado por su incapacidad para superar sus limitaciones y miserias, y sólo la infinita gracia del Ser Supremo puede ayudarle a abandonar esta insignificancia. Llevada al teatro -y, en concreto, a los viejos dominios genéricos de la tragedia-, esta concepción negativa del ser humano y de todo cuanto le rodea se plasma en su penosa dependencia de la tiranía de las pasiones, y, de forma muy señalada, del sentimiento amoroso; y así, para Racine el amor es esa fuerza trágica por excelencia que salta por encima de la razón, el orden y la voluntad para imponer el caos en la psique y en el espíritu de los personajes, cuyas almas se ven siempre atormentadas por un conflicto único y fatal. Los celos, el odio hacia el ser amado que no muestra un amor recíproco o el deseo de vengar una traición amorosa dan pie, en la pluma de Racine, a una acción lineal cuya intensidad dramática va in crescendo hasta desembocar en un horrible desenlace, con el que el dramaturgo francés se pliega, una vez más, a la teoría teatral aristotélica (en este punto, para alcanzar la perseguida catarsis).
Dicha unidad de acción, que dota a las piezas teatrales de Racine de una extraordinaria sencillez en lo que a su intriga argumental se refiere (pues no hay en ellas más situaciones que las relacionadas con ese apasionado conflicto interior de los protagonistas), encarna a la perfección su escrupuloso cumplimiento de la famosa "regla de las tres unidades", según la cual en una pieza dramática hay que mantener una unidad de lugar (es decir, que los hechos reflejados sobre la escena estén ubicados en un solo lugar), una unidad de tiempo (generalmente, reducida al término de un día, y en ocasiones limitada incluso entre el amanecer y el anochecer) y una unidad de acción (o, lo que es lo mismo, una única línea argumental, acompañada del menor número posible de historias secundarias).
Cabe destacar, por último, la dimensión lírica de la obra teatral de Jean Racine, quien está considerado como uno de los más grandes poetas de la dramaturgia francesa e, incluso, ha sido visto por una parte considerable de la crítica como un visionario precursor de la "poesía pura". Los versos alejandrinos que configuran sus tragedias poseen, en efecto, una marcada y exquisita musicalidad, así como una depurada hondura conceptual que, en la línea de esa sobriedad argumental que preside todas sus obras, persigue unos modelos de sencillez y precisión pocas veces alcanzados en la historia universal del teatro.

Andrómaca (1667)
Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, cuya acción transcurre "en Butroto, ciudad de Epiro, en una sala del palacio de Pirro". Éste, hijo de Aquiles, está enamorado de la viuda de Héctor, Andrómaca, que permanece fiel a la memoria de su difunto esposo (la acción comienza tras la guerra de Troya, cuando Andrómaca y su hijo Astianacte son prisioneros de Pirro). Cuando una embajada de griegos encabezada por Orestes quiere matar a Astianacte, Pirro promete a Andrómaca que, a cambio de su amor, protegerá al muchacho. La viuda de Héctor toma, entonces, una trágica decisión: casarse con Pirro para obligar a éste a cumplir su promesa y salvar, así, la vida de su hijo, y suicidarse poco después de la ceremonia, para no traicionar la memoria del difunto Héctor. Entretanto, Hermíone, a quien Pirro había prometido matrimonio antes de caer rendidamente enamorado de Andrómaca, se compromete con Orestes -quien, a su vez, se ha enamorado de ella- con la condición de que éste vengue la afrenta que le ha hecho Pirro dándole muerte antes de que llegue a casarse con su prisionera. Orestes cumple el mandato y, al comunicárselo a Hermíone, provoca que ésta, enloquecida por una rara combinación de amor y celos, se apresure a quitarse la vida sobre el cadáver de Pirro, lo que a su vez da pie a que Orestes pierda la razón, mientras Andrómaca -a salvo de las asechanzas de unos y otros- subleva al pueblo de Epiro contra los griegos.

Británico (1669)
Tragedia en cinco actos y en verso alejandrino, que Racine escribió con la intención de desbancar a Corneille. Agripina, madre de Nerón, y Burro, preceptor del joven, discrepan acerca de las consecuencias que puede traer una violenta acción del futuro emperador: el rapto -por orden suya- de Junia, prometida de su hermanastro Británico. Aunque Agripina duda sobre el auténtico motivo que ha llevado a su hijo a cometer esta injusticia -pues igual puede haberle movido el amor a Junia que el odio hacia Británico-, tiene la certeza de que, sea cuál fuere la causa, este acto de su hijo ha de traer funestas consecuencias; pero Burro, que cree todavía en la bondad de su pupilo, no opina lo mismo. Entretanto, Británico ha conseguido llegar hasta Junia y se ha visto rechazada por ésta, pero no porque ya no le ame, sino debido a las terribles amenazas con que la ha presionado Nerón. Pero la maldad de éste no se ve saciada con esta actuación, por lo que busca la complicidad de Narciso, preceptor de Británico, y consigue envenenar a su hermanastro. La muerte de Británico no surte los efectos planeados por Nerón, pues Junia, en vez de caer en sus brazos, se refugia entre las vírgenes Vestales, mientras comienza un largo período de terror que acaba dando la razón a los funestos presagios de Agripina, y demostrando a Burro el error en que estaba.

Berenice (1670)
Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, con la que Racine volvió a desafiar el talento de Corneille. Tito ha prometido a Berenice, reina de Judea, que habrá de casarse con ella, a pesar de que en su fuero interno alberga muchas dudas acerca de la conveniencia de un matrimonio que, como bien sabe, no cuenta con la aprobación del Senado. Ante la necesidad de partir (y a pesar de que ya ha confesado su amor a Berenice), Tito toma la determinación de no cumplir su promesa de matrimonio, y encarga a Antíoco -rey de Carlomagne, que está secretamente enamorado de la reina de Judea- que comunique su decisión a la mujer y la devuelva a sus tierras de Oriente. Antes de emprender este retorno, Berenice logra entrevistarse con Tito y le reprocha el incumplimiento de su palabra, pero el futuro emperador responde que, contra su voluntad, debe plegarse a la voluntad del pueblo romano. Entretanto, Tito es proclamado emperador, en efecto, por el Senado, lo que da pie a la firme decisión de Berenice de quitarse la vida, pues sabe que ya es del todo imposible la unión entre ambos; Tito, por su parte, se apresura a cumplir con sus elevados deberes cívicos, mas no sin anunciar que, si Berenice en verdad se suicida, él hará lo mismo. Por su parte, Antíoco se presenta ante Tito y le comunica que él también ha de matarse si muere Berenice. La reina de Judea, impresionada por la intensidad del amor que manifiestan hacia ella ambos hombres, saca fuerzas de flaqueza para resignarse a seguir viviendo sin haber alcanzado la felicidad. El destino trágico de los tres personajes les ha condenado a idéntica y fatal resignación.

Fedra (1677)
Tragedia en versos alejandrinos, compuesta de cinco actos, que está considerada una de las cotas más elevadas del teatro francés de todos los tiempos. Fedra, esposa de Teseo -quien se ha casado con ella en segunda nupcias- confiesa a su nodriza Enone que está enamorada de Hipólito, hijo habido por Teseo en su primer matrimonio. Con la llegada de unas nuevas que anuncian la muerte de Teseo -quien, al comienzo de la obra, lleva ya seis meses desaparecido-, Fedra se atreve a confesar su pasión a su hijastro, ante el convencimiento de que, en su nueva condición de viuda, el amor que siente por él no puede ser tachado de culpable. No lo estima así el joven, quien se indigna con los sentimientos afectivos su madrastra; pero la repentina aparición de Teseo pone en apuros su integridad, ya que Enone, con objeto de preservar a Fedra de cualquier enojo de su esposo, acusa a Hipólito de albergar un deseo incestuoso hacia Fedra, lo que provoca la ira de Teseo, quien expulsa a su hijo de su casa. A partir de entonces, el amor y los celos librarán una feroz batalla en el alma de Fedra: por un lado, el afecto que sigue profesando a Hipólito y el remordimiento que siente por haber sido la causa de su desgracia le aconsejan confesar a su marido toda la verdad; pero, por otra parte, la noticia de que Hipólito ama con locura a la joven Aricia y es correspondido por ella basta para que los celos la devoren. Mientras este agrio debate tiene lugar en la conciencia de Fedra, Teseo es informado de que Hipólito ha muerto, víctima de esa maldición que él mismo lanzara cuando, engañado, le expulsó de su casa. La nodriza Enone, sabiéndose culpable de tanta desgracia, se arroja al mar y pone fin a su vida, en tanto que Fedra comparece ante su esposo para proclamar en voz alta la inocencia de Hipólito y anunciar, casi simultáneamente, su propia muerte, que se produce de forma inminente ante los ojos de un horrorizado Teseo, pues la heroína ha ingerido un lento pero eficaz veneno poco antes de presentarse ante él.

Atalía (1691)
Compuesta de cinco actos, última de las tragedias que escribió Racine, que fue urdida -como ya se ha anotado más arriba- bajo la condición de excluir cualquier aspecto amoroso de su línea argumental. Cuenta la historia de Joás, el último descendiente de David, que, bajo el nombre de Eliacín, ha sido educado en secreto por Joad, el sumo sacerdote del templo de Jerusalén, y por su esposa Josabet. La reina Atalía, deseosa de acabar con toda la estirpe de David, había ordenado exterminar a todos los hijos de Ocozías; pero Josabet salvó a Joás de la masacre y lo ocultó en el templo, donde, a pesar de que la reina Atalía ha instaurado el culto sacrílego a Baal, sigue respetándose al sumo sacerdote. Sin embargo, la ambición va a provocar el fin de Atalía, pues, ante el rumor que circula sobre la posibilidad de que el tesoro de David se halle oculto en el templo, decide asediar el edificio sagrado (respaldada, además, por otras señales que la inducen a hacerlo, como el haber visto a ese tal Eliacín que es en todo semejante a un joven que se le aparece en un sueño turbador, o el atender a los consejos de Mathan, sacerdote de Baal y partidario de la destrucción del templo). En pleno asedio, Joás es coronado rey y, con la ayuda de Joad, consigue que Atalía entre en el templo, donde, tras ser rodeada de inmediato por los guerreros de la tribu de Leví, asume su derrota y se deja aniquilar sin oponer resistencia.



  Citas


Abrazo a mi rival, mas es para ahogarlo».

«Con los lobos se aprende a aullar».

«Cuando se odia a un hermano, se odia con exceso».

«El dolor silencioso es el más funesto».

«¿Es una fe sincera la fe que no actúa?».
[La foi qui n'agit point, est-ce une foi sincère?].

«¡Insensato quien fía al porvenir!».

«La felicidad de los malvados, como un torrente pasa».

«La fe que no actúa, ¿es una fe sincera?»

«La inocencia no tiene nada que temer».

«¡Lo que temo es vuestro silencio, que no vuestras injurias!».

«Los más desgraciados son los que menos lloran [se quejan]».
[Les plus malhaureux osent pleurer le moins].

«Mi boca es siempre intérprete de mi corazón».
[Mais toujours de mon coeur ma bouche est l'interprète].

«Mi inocencia al fin empieza a pesarme».

«No hace falta que haya sangre y muertos en una tragedia. Basta con que todo en ella se resienta de esa tristeza majestuosa que impregna el placer de la tragedia».

«Por mucha discreción que se pretenda, el amor siempre desvela su secreto por algún signo».

«Sin dinero el honor no es más que una enfermedad».

«Si usted habla todo el tiempo, yo no tengo más remedio que callar».

«Suele ser fatal vivir demasiado tiempo».
[Il est souvent fatal de vivre trop longtemps.]

«Una justicia extrema es a menudo una injuria».

  

​Invocación a Cristo​ de Jean Racine.

El sol disipa la tiniebla oscura,
Y penetrando el ámbito profundo,
El velo rasga que cubrió á Natura,
Y vuelve los colores y hermosura
Al universo mundo.

¡Oh, de las almas, Cristo, única lumbre!
¡A ti solo el honor y adoraciones!
Nuestra humilde oración llegue á tu cumbre;
Ríndanse á tu dichosa servidumbre
Todos los corazones.

Si hay almas que vacilen, fuerza dáles;
Y haz que uniendo las manos inocentes,
Dignamente tus glorias inmortales
Cantemos, y los bienes que á raudales
Dispensas á las gentes.

Nota: Traducción de Miguel Antonio Caro incluída en el libro Traducciones poéticas (1889).

'Phèdre' de Jean Racine,




El dramaturgo francés Jean Racine (1639-1699) se destacó por la creación de obras basadas en la historia antigua. Los temas de sus piezas de teatro se inspiran en tragedias griegas, romanas u orientales, e incluso de tragedias bíblicas. Once tragedias y una comedia componen la obra del autor.
A diferencia de las obras de su época, Racine pone en escena conflictos despiadados, violentos enfrentamientos, muertes y crímenes increíbles.
Entre las piezas de Racine figura la comedia Les Palideurs, y tragedias como Andromaque, Britannicus, Bérénice, cuyos temas giran en torno a los desafíos de la pasión o la destrucción provocada por la locura. Esther y Athalie se inspiran en tragedias  bíblicas.
Considerada como la mejor tragedia del s.XVII, Phèdre (1677) es una obra de teatro de una excepcional fuerza trágica.

Thésée, rey de Atenas, ha desaparecido sin dar noticias. Phèdre, su segunda esposa, ama en secreto a su hijastro Hippolyte. Aprovechando la ausencia de su marido, ella le expresa sus sentimientos. Pero, cuando reaparece Thésée, ella acusa de acoso a Hippolyte para disculparse. El rey condena a su hijo, y Phèdre, arrepentida, confiesa la verdad y se suicida.

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