Juana I. La Loca. Toledo, 6.XI.1479 – Tordesillas (Valladolid), 12.IV.1555. Reina de España. Infanta de España: La tercera hija de los Reyes Católicos, después de Isabel (1471) y de Juan (1478), vino al mundo el mismo año en que su padre, por muerte del rey Juan II, se convertía en el rey de Aragón. Su educación fue la propia de la Corte de Isabel la Católica, con humanistas de la talla de Lucio Marineo Sículo, de los hermanos Antonio y Alejandro Geraldini y, sobre todo, de Pedro Mártir de Anglería. En su niñez fue testigo de grandes acontecimientos: en enero de 1492, del final de la Reconquista, con la toma de Granada; y un año después asistió en Barcelona a la llegada de Cristóbal Colón con la noticia del descubrimiento de América. Para entonces ya habían nacido sus hermanas la infanta María (1484), futura reina de Portugal, y la infanta Catalina (1485), futura reina de Inglaterra; son las dos compañeras de juegos infantiles. Pero también conoció en la vida familiar los celos de su madre Isabel, provocados por las infidelidades del rey Fernando. Condesa de Flandes: La fuerza política alcanzada por los Reyes Católicos, después de conseguir la unidad peninsular, el final de la Reconquista y el descubrimiento de América, les dieron un gran protagonismo en Europa, a partir de los años finales del siglo XV, lo que traería consigo el enfrentamiento con la poderosa Francia. Eso llevó a los Reyes Católicos a una política de alianzas matrimoniales con los otros reinos de la Europa occidental: con Portugal (donde reinaron sucesivamente Isabel y María), con Inglaterra (adonde enviaron a la hija menor Catalina) y con los Países Bajos, con cuya casa vinculada a la de Austria, concertaron los matrimonios de sus hijos Juan y Juana con los archiduques Margarita de Austria y Felipe el Hermoso. De ese modo, el 21 de agosto de 1496, cuando la infanta Juana no había cumplido los diecisiete años, embarcó en Laredo con dirección a Flandes; las tormentas obligaron a su flota a refugiarse unos días en Inglaterra, pero al fin Juana desembarcó en Rotterdam el 8 de septiembre. En su séquito llevaba un nutrido grupo de nobles, de damas y de clérigos, entre ellos el capellán Diego Ramírez de Villaescusa, futuro obispo de Cuenca. En su internamiento por las tierras de Flandes, Juana tardó más de un mes en encontrarse con su prometido Felipe el Hermoso, otro adolescente casi de su misma edad, pues había nacido en 1478. Pero, cuando se vieron, se produjo una atracción tan inesperada que, desbordados, fueron incapaces de aplazar más su boda, la efectuaron inmediatamente sin protocolo alguno por mano del capellán Diego Ramírez de Villaescusa. Durante unos años la joven pareja estableció su Corte en Bruselas, donde nacieron los primeros hijos: Leonor (1498), Carlos (1500) e Isabel (1501). La pasión de Juana por Felipe llegó a tales extremos que alarmó a su marido; el cual, por otra parte, no abandonó sus otros contactos amorosos, provocando furiosos arrebatos de celos de la infanta de España. Eso, unido a lo pronto que Juana se vio desarraigada, tanto de su tierra natal como de sus lazos familiares, explican que poco a poco fuera cayendo en un estado de depresión, con altibajos que tan pronto le llevaban a nuevos arrebatos amorosos con Felipe el Hermoso, como a peleas conyugales que el archiduque cortaría de un modo brusco: encerrando a Juana en sus habitaciones de palacio. Princesa de Asturias: Felipe el Hermoso no pudo orillar por mucho tiempo a su esposa. Algo inesperado iba a ocurrir en España que cambiaría radicalmente las cosas: la muerte sucesiva de tres personajes con más derechos al trono de las Españas que Juana. Tal sería el caso del príncipe Juan (muerto en 1497), de la princesa Isabel (muerta en 1498) y el hijo de ésta, el príncipe Miguel (muerto en 1501). A partir de ese momento, Juana se convirtió en la princesa de Asturias y, por lo tanto, en heredera del trono de España. Los Reyes Católicos llamaron a los archiduques, pero Felipe el Hermoso aplazó el viaje hasta finales de 1501. Lo hizo atravesando Francia y mostrando su amistad con el rey francés, Luis XII, que le hizo una calurosa acogida. El 26 de enero de 1502 los archiduques hacían su entrada en Fuenterrabía. En un viaje lentísimo, forzado por la impresionante comitiva que acompañaba a Felipe el Hermoso, no entrarían en Madrid hasta el 25 de marzo. El 7 de mayo llegaban a Toledo, donde la reina Isabel pudo abrazar a su hija. Poco después las Cortes castellanas reunidas en Toledo les juraron como príncipes de Asturias. Pese al impresionante futuro que le aguardaba en España, Felipe el Hermoso abrevió su estancia, regresando a los Países Bajos en diciembre de ese año, antes incluso de las Navidades, sin atender a los ruegos de Juana que, debido al avanzado estado de su nuevo embarazo, y por haberse iniciado ya el duro invierno meseteño, le resultaba imposible acompañar a su marido. Juana llevó muy mal aquella separación, dando los primeros signos de desequilibrio mental. Isabel la Católica había ordenado su estancia en el castillo de la Mota; pero Juana lo tomó como un confinamiento forzoso, llegando a enfrentarse con su madre. Y en cuanto dio a luz a su nuevo hijo, Fernando, en Alcalá de Henares, el 10 de marzo de 1503, fue tal su desesperación por verse apartada de su marido, que Isabel la Católica acabó dejándola regresar a los Países Bajos. Era la primavera de 1504. Pocos meses después, la muerte de Isabel la Católica el 26 de noviembre de 1504 provocó una nueva situación: la antigua infanta de España, condesa de Flandes y princesa de Asturias se había convertido en la nueva reina de Castilla. Reina de Castilla: Tampoco se dio más prisa Felipe el Hermoso para recoger la fantástica herencia que le esperaba en España, dejando pasar más de un año antes de embarcar con la reina Juana, cosa que haría al fin el 17 de enero de 1506. Pero una vez más, los temporales obligaron a la flota a refugiarse en Inglaterra, donde tuvieron que permanecer tres meses como huéspedes del rey Enrique VII; fue la ocasión para que se volvieran a ver por última vez las dos hermanas, Juana y Catalina, ambas con destino tan adverso. Pasado el invierno, de nuevo pudieron embarcar Juana y Felipe, llegando a La Coruña el 26 de abril. Se sucedieron unos meses de forcejeos de Felipe con Fernando el Católico, que desde la muerte de Isabel estaba rigiendo Castilla con el título de gobernador del reino, que era el señalado por la Reina Católica en su testamento. Pero Felipe el Hermoso logró atraerse a la alta nobleza y al alto clero de Castilla e impuso a su suegro Fernando los acuerdos de Villafáfila (27 de junio de 1506), que anulaban la anterior concordia de Salamanca, de 1505, favorable a Fernando. De ese modo, Fernando el Católico tuvo que abandonar Castilla, retirándose a sus reinos de la Corona de Aragón. Comenzaba el reinado de Felipe el Hermoso. Su primera preocupación fue encerrar a Juana en un castillo, incapacitándola por su demencia, tras su entrada triunfal en Burgos; pero un súbito mal, todavía sin esclarecer, le llevó en pocos días a la tumba, pese a todos los esfuerzos de Juana por curar a su marido. Era el 25 de septiembre de 1506. De ese modo acababa uno de los reinados más breves de la historia de España. Y como Juana se negaba a entender en los problemas de Estado, asumió la regencia el cardenal Cisneros, al tiempo que se llamaba a toda urgencia a Fernando el Católico, para que volviera a su puesto de gobernador, marcado en el testamento isabelino. Ése era también el deseo de Juana, pero no para abandonar el poder, sino para ejercerlo asesorada por su padre. Entre tanto, su negativa a enterrar a Felipe el Hermoso y su macabro peregrinar con el cadáver insepulto de su marido por los pueblos de Castilla, en el invierno de 1507, produjo tan penosa impresión que ya el pueblo le dio su nombre: Juana, la Loca. Fue en ese peregrinar por la meseta castellana cuando hubo de detenerse en Torquemada para dar a luz a su última hija, Catalina, que sería su única compañera durante dieciocho años, hasta que su nuevo destino de reina de Portugal, en 1525, obligara a Catalina a dejar a su madre. El 29 de agosto de 1507 Juana se encontraba con su padre. Comenzaba una nueva etapa, pero no como Juana había soñado. Fernando el Católico quería todo el poder sin ninguna cortapisa. Por aquel tiempo, Enrique VII negoció su nuevo matrimonio con aquella joven viuda española a la que había tenido ocasión de admirar en su Corte de Londres, en el invierno de 1506, y Fernando apoyó su deseo (“que me place”, fue su respuesta), pero resultó imposible convencer a Juana, lo que llevó a Fernando el Católico a la decisión de confinarla en Tordesillas, a mediados de febrero de 1509. La muerte de Fernando el Católico en 1516 y la segunda regencia de Cisneros no trajeron ninguna novedad para la pobre Reina. El 4 de noviembre de 1517 fue visitada por sus hijos mayores Carlos y Leonor, acompañados por su consejero Guillermo de Croy, señor de Chièvres; una entrevista formularia, pero en la que Carlos obtuvo de su madre la conformidad para que gobernara en su nombre; de hecho, Carlos ya se había hecho titular Rey de los reinos de España, eso sí, manteniendo a su madre con los mismos títulos, novedad insólita, pero que evitó a Carlos la odiosa imagen de presentarse como el hijo que incapacitaba a su madre; le bastaría con mantener el status de confinamiento ordenado por Fernando el Católico. El fogonazo comunero: En 1520, cuando Juana llevaba once años como prisionera de Estado, un hecho nuevo pudo dejarla en libertad, y de hecho así ocurrió durante tres meses: la rebelión de las Comunidades de Castilla, alzadas en el verano de aquel año contra la política imperial de Carlos V, que se consideraba lesiva para los intereses del pueblo castellano. Las milicias comuneras, mandadas por el toledano Padilla, entraron en Tordesillas el 29 de agosto de 1520, y poco después lo hacía la Junta Santa Comunera. Los comuneros no sólo dejaron en libertad a Juana, sino que la acataron como su Reina, instándola a que tomara el poder y ejerciera como tal en la plenitud de sus funciones; pero la Reina se mostró incapaz de asumir ninguna responsabilidad; antes, diría, “tengo que sosegar mi corazón”. Aún vivía con el recuerdo de Felipe el Hermoso. A principios de diciembre las fuerzas imperiales expulsaban a los comuneros de Tordesillas, y Juana volvió a su anterior confinamiento. La larga soledad: Todavía, durante unos años, Juana aún pudo consolarse con la presencia de su hija Catalina, a la que se agarraba desesperadamente, como el último vínculo vivo que le unía con la memoria de Felipe el Hermoso. Pero en 1524 Carlos V decidió casar a su hermana con el rey de Portugal, Juan III, y Catalina abandonó Tordesillas por su nuevo destino de reina de la Corte de Lisboa. Empezaba para Juana una dura y amarga soledad que duraría hasta su muerte en 1555, treinta años después. Esa soledad, ese confinamiento en Tordesillas, duro y hasta cruel en los primeros años, se suavizó después por el cambio de gobernador de la villa; al viejo marqués de Denia le sucedió en 1536 su hijo, heredero también de su título, el cual —quizás por haberse criado en Tordesillas, con la estampa de la pobre reina cautiva— trató con mucha mayor compasión a la reina Juana. Y el propio Emperador lo hizo así, aumentando las visitas a su madre, y nunca por unas horas, sino pasando con ella varios días. En 1524 estuvo en Tordesillas más de un mes. Pero la más emotiva de sus estancias fue la de las Navidades de 1536, que el Emperador decidió pasar con su madre, acompañado de toda la Familia Imperial, su esposa la emperatriz Isabel y los tres hijos Felipe, María y Juana. También la emperatriz Isabel, en sus años de regente de España, por las ausencias de Carlos V, visitó en más de una ocasión a la Reina cautiva; pero la visita que más emocionó a Juana fue la que recibió en 1543, cuando acudieron a verla sus nietos recién casados, Felipe y María Manuela, tanto más cuanto que María Manuela, la princesa portuguesa que llegaba de Lisboa, venía a traerle el recuerdo de su querida hija Catalina. Los últimos años: Los últimos años de Juana vieron aumentados sus males, con una demencia cada vez más acusada y por una desgraciada caída que la dejó inmóvil de la cintura para abajo, con lo que los problemas de la higiene más elemental se agravaron penosamente. Aparecieron las primeras alucinaciones. Tanto que, y conforme a la mentalidad de la época, se la tuvo por embrujada y hasta por sospechosa en cosas de la fe. En 1554 Felipe II, como príncipe regente por la ausencia de Carlos V, ordenó que la visitara san Francisco de Borja, que supo consolarla en sus últimos días. Finalmente murió en su confinamiento de Tordesillas. Era el viernes 12 de abril de 1555. La villa ordenó las debidas exequias fúnebres, como consta en la documentación de su archivo municipal. Bibl.: Documentos relativos al gobierno de estos reinos, muerta la Reina Católica doña Isabel, entre Fernando V, su hija doña Juana y el marido de ésta Felipe I, Codoin, vol. XIV, 1849, págs. 285-365; L.-P. Gachard, “Les derniers moments de Jeanne la Folle”, en Bulletins de l’Académie des Sciences (Bruxelles, M. Hayez), 2.ª serie, vol. 29 (1870); A. Rodríguez Villa, Bosquejo Biográfico de la Reina Doña Juana, Madrid, Aribau, 1874; A. 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Felipe I. El Hermoso. Brujas (Bélgica), 22.VI.1478 – Burgos, 25.IX.1506. Rey de Castilla. Hijo primogénito de Maximiliano de Austria y de María de Borgoña, a los cuatro años hubo de asistir al entierro de su madre, muerta como consecuencia de un desgraciado accidente de caza. Comenzaba así una nueva etapa en la vida de Felipe y de su hermana Margarita, criados por extraños y alejados de su padre, ya que Maximiliano estaba ocupado en una difícil guerra contra Francia y cada vez eran mayores las resistencias que encontraba entre los consejeros de sus hijos, partidarios de solucionar de forma pacífica los conflictos con el rey francés. En esta pugna, los grandes perdedores fueron los niños, porque el tratado de Arras, firmado con Francia a finales de 1482, impuso su separación: Margarita, de dos años, fue conducida a Francia para ser educada allí hasta el momento de su boda con su rey, Carlos VIII. También Maximiliano hubo de aceptar condiciones muy duras para conservar la regencia de Felipe. El niño, pese a su corta edad, fue convertido en objeto de negociación política entre su padre y el consejo de regencia que se había establecido según el testamento de María de Borgoña. El emperador Federico III murió en 1493. Maximiliano fue llamado al gobierno del Imperio y desde ese momento ya no pudo justificar la regencia de los estados de su hijo. Además, los enormes problemas que le esperaban facilitaron el abandono de los asuntos borgoñones, por lo que negoció la renuncia con los consejeros de Felipe. El 9 de septiembre de 1494, Felipe hizo su “alegre entrada” en Lovaina como duque de Brabante acompañado de su padre, lo que significaba la inauguración de un nuevo reinado. Volvía así la vieja tradición de los duques de Borgoña de recorrer las capitales de las provincias al comenzar su gobierno. El nuevo archiduque fue recibido en todas las ciudades con grandes muestras de entusiasmo popular. Sus súbditos esperaban que el nuevo gobierno de su “Príncipe natural” sirviera para solucionar los problemas que habían padecido durante los últimos años. Fue el primer duque popular y con él la Casa de Borgoña se convertía en garante de la independencia de los Países Bajos. Felipe inauguró un sistema político cuya principal característica sería el compromiso entre los derechos del príncipe y los de las provincias. Los extranjeros fueron desapareciendo del Consejo ducal y, en adelante, los Estados Generales, en representación de los distintos territorios, estarían destinados a dirigir con el archiduque la política extranjera. El gran acontecimiento de la política internacional que protagonizó en esta primera etapa de gobierno fue la celebración de un acuerdo comercial con Inglaterra, el Intercursus Magnus, que restableció la circulación mercantil entre ambas orillas del Canal de la Mancha. Firmado el 24 de febrero de 1496, los efectos beneficiosos que produjo aumentaron todavía más la popularidad de su gobierno. Los reyes de Castilla y Aragón intentaban establecer un sistema de alianzas que incluyese a Portugal, Inglaterra y la Casa de Habsburgo, favoreciendo los intercambios comerciales desde el golfo de Vizcaya, ruta esencial en la Europa del siglo XV. El objetivo de su política era oponerse al imperialismo de Francia, que proyectaba conseguir la hegemonía mediterránea al convertirse en el más rico y poblado de los Estados europeos. Los primeros intentos fracasaron por la oposición del rey de Francia, pero las posteriores negociaciones con Maximiliano tomaron un cariz favorable. Fernando e Isabel nombraron un embajador con la misión de negociar el doble matrimonio de Felipe y Margarita con los infantes Juan y Juana. Felipe y Margarita firmaron en Malinas, el 5 de noviembre de 1495, el contrato que decidía la doble boda. Parecía una revancha de Maximiliano sobre los consejeros de su hijo, una victoria de la política austríaca sobre la política borgoñona. El 19 de octubre de 1496 se produjo el encuentro entre Felipe y Juana en la pequeña ciudad de Lierre y la ceremonia de las bodas fue espectacular. Sin embargo, la alegría no duró mucho tiempo, pues apenas un año después de la celebración de estos matrimonios era ya manifiesta la crisis entre los Reyes Católicos y la Casa de Austria. El deterioro de las relaciones obedecía a varias razones y todas ellas, vistas desde el lado español, eran responsabilidad de Felipe, como su francofilia, la pretensión de titularse Príncipe de Asturias después de la muerte de su cuñado Juan el 4 de octubre de 1497, y sus problemas conyugales, que fueron conocidos muy pronto por Fernando e Isabel. El 25 de febrero de 1500 nació en la ciudad de Gante el primer hijo varón de Felipe y Juana. El archiduque decidió llamar al niño Carlos en recuerdo de su abuelo Carlos el Temerario. Fue precisamente en esos momentos cuando los informes del embajador Gutierre Gómez de Fuensalida se convirtieron en el único elemento de juicio de los Reyes Católicos para conocer la personalidad de Felipe, presentándole como débil de carácter y dominado por ambiciosos consejeros. La muerte, el 20 de julio de 1500, del príncipe Miguel, heredero de los reinos de Portugal y España, significó un cambio radical en la vida del archiduque Felipe, porque tuvo que replantear la política que había considerado hasta entonces más apropiada para los intereses de sus Estados. A partir de ese momento, puso fin al enfrentamiento con su padre y ambos se asociaron en una curiosa inversión de papeles, pues en adelante Felipe dirigió al Rey de Romanos gracias al ascendiente de su herencia española. Los Reyes Católicos también se vieron obligados a modificar su política y encomendaron a su embajador la misión exclusiva de convencer a los archiduques para que viajasen a España lo antes posible y fueran jurados herederos. Los preparativos del viaje se prolongaron más de un año, pues hubo de dejar resueltos muchos de los problemas que podrían presentarse durante su ausencia. Finalmente, al frente de un enorme cortejo, los archiduques se pusieron en camino en octubre de 1501. En Blois se encontraron con el rey Luis XII y fue entonces cuando nació el calificativo con el que Felipe ha pasado a la historia, pues el rey de Francia al verle por primera vez pronunció la famosa frase: “He ahí un hermoso príncipe”. En días sucesivos mantuvieron largas conversaciones, en las que hablaron de la nueva era de paz que se iniciaba en Europa con la jura solemne del tratado de Trento el día 13 de diciembre. Finalmente abandonaron las tierras francesas haciendo su entrada en tierras españolas por Fuenterrabía el día 26 de enero de 1502 y en etapas sucesivas fueron visitando las principales ciudades castellanas, recibiendo en todas ellas muestras entusiastas del fervor popular. Por fin, el 22 de mayo tuvo lugar en Toledo el acontecimiento más deseado, que venía por sí solo a justificar el viaje: el juramento de los príncipes herederos. Felipe juró gobernar los nuevos reinos con arreglo a sus leyes y costumbres y que todos los cargos públicos habrían de ser ejercidos por castellanos. Meses más tarde, el 27 de octubre, la ceremonia se repitió en Zaragoza, donde Felipe y Juana, en compañía del rey Fernando juraron guardar los fueros, costumbres y privilegios del reino y fueron reconocidos como herederos de Aragón con la única oposición del conde de Belchite. No obstante, las Cortes aragonesas consiguieron imponer la invalidación del juramento en el supuesto de que el Rey Católico tuviera un hijo varón de matrimonio legítimo. Inmediatamente después Don Fernando regresó a Castilla muy preocupado por el estado de salud de la reina Isabel. Fue la ocasión que estaba esperando Felipe para poner en práctica sus planes de abandonar España. Viajó a Madrid para convencer a sus suegros de la necesidad de regresar a su país, dejando en Zaragoza a la princesa Juana con la excusa de que nuevamente estaba embarazada. Finalmente consiguió que los Reyes Católicos se resignaran a su partida y, tras acordar que Juana regresara después del parto, se despidió de todos ellos el 19 de diciembre. Felipe fue informado en la ciudad francesa de Montelimar de que el 10 de marzo de 1503 había nacido en Alcalá de Henares su hijo Fernando, el futuro Emperador, prosiguiendo su viaje hasta Lyon, donde esperó la llegada de Luis XII de Francia. Las negociaciones comenzaron de inmediato y el 5 de abril firmaban el famoso tratado de Lyon, que parecía confirmar la sospecha española de la existencia de un acuerdo previo entre los franceses y los consejeros de Felipe. Después de visitar a su hermana Margarita en Saboya y a su padre en Innsbruck llegó finalmente a Malinas en noviembre, donde se encontró con sus hijos. Felipe había tardado dos años en regresar a los Países Bajos y durante ese tiempo la política europea experimentó cambios fundamentales, consecuencia de los triunfos de las tropas españolas en Ceriñola y Garellano, que dieron a los Reyes Católicos el dominio del reino de Nápoles. La acción política de Luis XII durante todo el año 1504 estuvo dirigida a aumentar la desconfianza entre la Corte de Bruselas y los Reyes Católicos, y la llegada de Juana no contribuyó a lograr la deseada estabilidad política. El despecho de Felipe hacia su suegro desencadenó los acontecimientos y el 22 de septiembre firmaba en Blois una alianza con Luis XII que suponía la investidura de Milán para el rey de Francia y el matrimonio de sus respectivos hijos Carlos y Claudia. Los problemas políticos parecían entrar en vías de solución, pero no ocurría lo mismo con las relaciones entre los esposos. Los Reyes Católicos estaban puntualmente informados de la crisis del matrimonio y conocían, muy preocupados, los síntomas de la enfermedad de su hija. Sin duda esta circunstancia tuvo una importancia decisiva en la decisión de Isabel la Católica de establecer el gobierno de Fernando mientras su hija estuviera ausente de Castilla. El 26 de noviembre falleció la gran Reina y un día después Fernando proclamó a Juana como Reina propietaria de Castilla, convocando Cortes en la ciudad de Toro para el mes de enero de 1505. Previendo el desenlace, poco antes había decidido enviar a Bruselas al obispo de Córdoba con precisas instrucciones de alto contenido político, fundamentalmente, que recomendara a Felipe prestar juramento, que se atuviera a las leyes del reino y que no diera oficios ni cargos públicos a extranjeros. Este viaje, aplazado unos días por causa de la muerte de la Reina, habría de servir también para comunicarle con toda claridad que la gobernación del reino, en el supuesto de enfermedad de Doña Juana, correspondería a Fernando de Aragón. La noticia del fallecimiento y estas pretensiones fueron llevadas inmediatamente a tierras flamencas y la sorpresa fue enorme cuando el obispo se las comunicó personalmente a Felipe. La opinión de sus ministros se impuso en el sentido de que los nuevos reyes de Castilla no viajarían a España hasta que no quedara resuelto el problema de la gobernación. En adelante la política de Felipe habría de consistir en la resolución de los problemas que venían enfrentando a la Casa de Habsburgo con el rey de Francia, para poder dedicar todas sus fuerzas a la pugna con su suegro. En ese sentido cabe interpretar la reunión con su padre en la ciudad de Hagenau el día 4 de abril de 1505 para la ratificación del tratado de Blois, firmado con el rey de Francia en septiembre de 1504. No obstante, hubo otro problema que Felipe hubo de afrontar, la conquista del ducado de Güeldres, que constituyó un acontecimiento importante en su vida porque fue la única ocasión en la que empuñó las armas fuera de los torneos caballerescos. Al mismo tiempo influyó decisivamente en el desarrollo de sus planes políticos, ya que le mantuvo ocupado durante varios meses de 1505. Fue un momento crucial de su existencia, en el que hubo de dedicar muchas energías y dinero para resolver antiguos problemas patrimoniales que reclamaban toda su atención, por lo que descuidó los intereses españoles con el consiguiente retraso en el viaje a Castilla y el fracaso de la resolución de las diferencias con su suegro. Sin embargo, no cabe duda de que él y sus consejeros supieron aprovechar el descontento reinante en Castilla contra el Gobierno de Fernando el Católico, utilizando a la alta nobleza para sus propósitos. El resultado fue la Concordia de Salamanca, firmada el 24 de noviembre por el rey de Aragón y los embajadores de Felipe y Maximiliano, que establecía un gobierno conjunto en Castilla. Juana y Felipe serían jurados en Cortes como Reyes propietarios y Fernando reconocido como gobernante perpetuo. Felipe recibió con gran júbilo la noticia, que juró solemnemente el 10 de diciembre ante los embajadores españoles. Inmediatamente después inició un peregrinaje por las principales ciudades de sus Estados para despedirse de sus súbditos y conseguir nuevos fondos destinados al viaje. La nieve y los fuertes vientos aconsejaron esperar hasta el día 8 de enero, cuando el tiempo fue lo suficientemente favorable para permitir la partida con cierta seguridad y dos días más tarde la flota se hizo a la vela rumbo a Castilla. Durante varios días navegaron con buen tiempo y ya habían dejado atrás las costas inglesas cuando súbitamente empeoraron las condiciones climatológicas. La flota se vio obligada a buscar refugio en puertos ingleses e incluso la propia nave capitana corrió el riesgo de hundirse. Felipe hubo de resignarse a pasar una larga temporada en Inglaterra y al cabo de un tiempo salió a la luz el precio de la hospitalidad del rey Enrique VII, imponiéndole la firma de varios tratados, que evidencian los extremos a los que Felipe hubo de llegar con el fin de obtener apoyo económico y diplomático para su política española. Finalmente, el 22 de abril se hicieron a la mar y después de una tranquila travesía arribaron a La Coruña el día 26, donde permanecieron por espacio de un mes. El 28 de mayo abandonaron la ciudad acompañados de los nobles que habían ido llegando y de dos mil alemanes en orden de guerra. Dos días más tarde llegaron a Santiago, escenario previsto de un encuentro con Fernando que no se produjo. La estrategia de Felipe parecía clara ya que había desechado la posibilidad de entrevistarse con el rey de Aragón para resolver sus diferencias y su objetivo principal era abandonar el reino de Galicia, confiando en que una vez en tierras leonesas los últimos partidarios de Fernando el Católico no dudarían en desertar. El transcurso de los días confirmó lo acertado de su decisión, pues Fernando se encontraba en una situación cada vez más difícil y su única ambición consistió en buscar una salida lo más digna posible. Ya sólo deseaba conservar sus intereses castellanos, aunque para ello tuviera que renunciar a los primitivos capítulos de la Concordia de Salamanca y por primera vez estaba dispuesto a ofrecer la que había sido la principal reivindicación de sus enemigos: su salida de Castilla. Finalmente hubo un acuerdo que adquirió forma documental y fue jurado por Fernando el Católico en Villafáfila el 27 de junio y por Felipe en Benavente el día siguiente. Fue la famosa Concordia de Villafáfila, que trataba de dar solución a los problemas de Castilla. El documento proporcionó a Fernando una salida airosa y el precio que tuvo que pagar por ella fue una carta firmada el mismo día 27, que implicaba el reconocimiento de la incapacidad de su hija para reinar. Después de solucionar los problemas con Fernando el Católico comenzaron las primeras dificultades con los procuradores de Cortes. Su oposición sorprendió a Felipe y sus consejeros, que nunca imaginaron que dicha institución pudiera convertirse en una fuerza política defensora de los derechos de la Reina y de los intereses del reino. Esta oposición irritó a Felipe y puesto que no podía llevar adelante sus propósitos por la vía institucional, decidió jugar la opción de los grandes castellanos, en quienes confiaba para dar el paso definitivo de proclamar la incapacidad de la Reina para gobernar. Nuevamente cometió un error, puesto que uno de los más importantes, el almirante de Castilla, se negó alegando la necesidad de comprobar personalmente el estado de salud de la Reina. Una determinación que nada tenía que ver con el bien del reino ni con otros móviles altruistas, sino que había nacido del resentimiento, ya que tanto él como otros grandes advirtieron muy pronto que su papel en el nuevo reinado era prácticamente nulo y supieron aprovechar su oportunidad. Tomaron el relevo de la oposición ciudadana y revitalizaron el conflicto. Los problemas terminaron el día 12 de julio cuando Felipe condujo a Juana a una sala del palacio del marqués de Astorga, donde la esperaban los procuradores de las ciudades. Juana les preguntó qué motivo los había conducido allí y respondieron que el servicio real les movía a jurarla como a Reina y a su marido como Rey y Señor. La maniobra la sorprendió de tal manera que, aunque intentó reaccionar, las súplicas bien orquestadas por Felipe y los procuradores finalmente consiguieron doblegar su resistencia. Así tuvo lugar el famoso juramento de las Cortes de Valladolid, en el que los procuradores se limitaron a revalidar lo jurado en Toledo en 1502 y Toro en 1505. Juana seguía siendo con pleno derecho reina de Castilla, en tanto que Felipe sería Rey y consorte. También juraron como heredero al futuro Carlos I. Libre ya de obstáculos, Felipe pudo iniciar la política que había trazado con sus ministros, cuya piedra angular habría de ser el endurecimiento de las relaciones con Fernando de Aragón, para disponer de argumentos que justificasen su intención de despojar de oficios y honores a las personas de confianza de los Reyes Católicos, sospechosos de desafecto al nuevo Monarca. Prácticamente desde el juramento de las Cortes de Valladolid se hizo evidente su firme decisión de no respetar los términos de la Concordia de Villafáfila, uno de cuyos capítulos establecía el respeto de oficios de tenencias de castillos y fortalezas del reino. Esa política encerraba una lógica evidente y respondía a dos motivaciones fundamentales; la primera, colocar a personas de confianza en tenencias, corregimientos y otros oficios para mantenerlos a buen recaudo y, en segundo lugar, premiar a sus partidarios por los servicios prestados. Felipe impuso una serie de cambios que pueden ser considerados revolucionarios en el gobierno y en la administración del reino. El primer organismo que se vio afectado fue el Consejo Real, del que destituyó a algunos oidores e incluso a su presidente y nombró otros nuevos en los meses siguientes. Los cambios en la administración de justicia afectaron a todos los ámbitos, ya que fueron nombrados nuevos alcaldes de los adelantamientos, de las hermandades, chancillerías, de Casa y Corte. Al mismo tiempo, hubo numerosas ventas de oficios por alemanes y flamencos, lo que dio lugar a que muchos conversos obtuvieran cargos públicos con el consiguiente descontento popular. El segundo ámbito de actuación estaba relacionado con innovaciones introducidas en la propia administración y singularmente en los corregimientos. Durante el breve reinado de Felipe I, esta institución sufrió un verdadero cataclismo, ya que entre julio y septiembre, el Rey llevó a cabo una renovación casi absoluta de los corregidores. Hubo sesenta y cuatro nombramientos, de los cuales ocho fueron prórrogas de los mandatos de antiguos corregidores y en todos los demás los titulares de los oficios fueron sustituidos por otras personas. Para llevar adelante su política, Felipe I, además de sus servidores flamencos, pudo contar con el apoyo entusiasta de hidalgos y caballeros. Su elección habría respondido a una política bien meditada, ya que en bastantes ocasiones pertenecían a bandos ciudadanos y lo que sin duda pretendieron sus nombramientos era acabar con el orden de cosas existente durante el gobierno de Fernando el Católico. Sin embargo, el más grave de los asuntos que hubo de resolver Felipe fue el relacionado con la Inquisición. Estaba bien informado por sus embajadores de los problemas y abusos que se cometían en el funcionamiento de la institución y sobre todo de la actividad del fanático Diego Rodríguez Lucero. El Rey logró acabar con el sistema de terror que se había impuesto especialmente al sur de Castilla y el día 4 de septiembre nombró numerosos cargos, jueces y receptores de bienes de condenados por el Santo Oficio. Felipe siempre estuvo bien informado de los sucesos de Indias, tanto cuando residía en los Países Bajos como después de su llegada a La Coruña. Allí recibió una carta de Colón, que pretendía que el nuevo Rey le hiciera justicia y cumpliera las condiciones de las Capitulaciones de Santa Fe. Nunca llegó a producirse el esperado encuentro entre ambos, ya que el Almirante de las Indias falleció en Valladolid el 20 de mayo. Pese a que pudo vencer con bastante facilidad la oposición de algunos partidarios del rey de Aragón, en su breve reinado, Felipe I hubo de hacer frente a la gravísima situación social y económica del reino de Castilla, ya que 1506 fue la culminación de un largo ciclo de malas cosechas y la escasez y la consiguiente carestía de alimentos repercutieron de manera decisiva sobre la maltrecha población. La calamitosa situación del reino acabó influyendo en la Corte de los Monarcas, pues llegó un momento en que faltaron los recursos. Las dificultades financieras alcanzaron tal gravedad que los oficiales de la Casa Real dejaron de cobrar sus sueldos. Desde principios de septiembre la Corte residía en Burgos, de donde salió el rey Felipe a pasear a caballo el día 16 y más tarde subió al castillo, para después de comer jugar un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su guardia. Finalizada la partida, según los cronistas, empezó a encontrarse mal como consecuencia del agua fría que bebió, o más probablemente, por efecto del sudor mal secado. Sin embargo, aunque continuaron las molestias, prosiguió con su actividad normal durante varios días, hasta que, aquejado de fuertes escalofríos, ordenó llamar a los médicos. La evolución de la enfermedad fue muy rápida y estuvo acompañada de terribles trastornos físicos, que permiten suponer una gran complejidad en el proceso que llevó a la muerte. Al mismo tiempo, su estado de ánimo, muy abatido por el desarrollo de los acontecimientos en Castilla, no facilitó la labor de los médicos. El jueves 24 se encontraba tan mal que los médicos pidieron que se le administrara la extremaunción y al día siguiente, viernes 25 de septiembre, murió hacia las dos de la tarde. Bibl.: J. Zurita, Historia del rey don Fernando el Católico y de las Guerras de Italia, Madrid, Colegio de S. Vicente Ferrer, por Lorenço de Robles..., a costa de los Administradores del General, 1610; M. Fernández Navarrete et al., Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (Codoin), vol. VIII, Madrid, Viuda de Calero, 1846, págs. 270-393 (Correspondencia de Felipe el Hermoso); L. de Padilla, Crónica de Felipe I llamado el Hermoso, en M. Salvá y P. Sáinz de Baranda, Codoin, vol. VIII, Madrid, Viuda de Calero, 1846, págs. 5-267; M. Salvá y P. Sáinz de Baranda, Colección de Codoin, vol. XIV, Madrid, Viuda de Calero, 1849, págs. 285- 365 (Documentos relativos al gobierno de estos reinos, muerta la Reina Católica doña Isabel, entre Fernando V, su hija doña Juana y el marido de ésta Felipe I); C. von Höfler, “Depeschen des venetianischen Botschafters bei Erzerzog Philipp, Herzog von Burgund, König von Leon, Castilien, Granada, Dr. Vincenzo Quirino, 1505-1506”, en Archiv für Oesterreichische Geschichte, 66 (1885), págs. 45-256; G. 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Isabel II. Madrid, 10.X.1830 – París (Francia), 9.IV.1904. Reina de España. María Isabel Luisa de Borbón y Borbón, hija primogénita del rey Fernando VII y de su cuarta esposa María Cristina de Borbón Dos Sicilias, sobrina carnal del Monarca. Su nacimiento fue muy deseado, al no haber logrado su padre descendencia de sus tres matrimonios anteriores, pero dividió a España en dos bandos, pues a los dos días de morir Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, estalló la guerra civil —la Primera Guerra Carlista—, al no reconocerla su tío, el infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, como reina legítima de España, a pesar de que en marzo de 1830, Fernando VII había hecho público lo aprobado en las Cortes celebradas en Madrid, en 1789, sobre restablecer el orden tradicional en la sucesión al trono. Con ella, se derogaba el Auto acordado de Felipe V y se restablecía la tradición de la Monarquía española por la cual las mujeres podían reinar, por lo que Isabel fue jurada princesa de Asturias el 20 de junio de 1833 y proclamada Reina el 24 de octubre del mismo año. Reina desde los tres años, durante su minoría de edad (1833-1843) actuaron como regentes, primero su madre, la reina María Cristina, y después el general Espartero. La regencia de María Cristina duró desde 1833 hasta 1840. Estuvo marcada por la Primera Guerra Carlista, cruel guerra civil entre los cristinos o isabelinos, liberales partidarios de la reina niña Isabel II y de su madre la Reina Gobernadora, y los carlistas, realistas partidarios del infante Carlos María Isidro. La guerra finalizó en 1839, después de siete sangrientos años, con la firma del Convenio de Vergara, entre el general Baldomero Espartero, como jefe del ejército isabelino, y Rafael Maroto, como jefe del ejército carlista. El pretendiente don Carlos tuvo que refugiarse en Francia, pero continuó la resistencia de sus partidarios en el bajo Aragón, al mando del general Cabrera, hasta el 6 de julio de 1840, en que, derrotado, tuvo que huir a Francia. Durante la regencia de María Cristina, iniciada con el Gobierno de Cea Bermúdez, se sucedieron en el poder los liberales moderados (1834-1836) y los liberales progresistas (1836-1840). En este período se otorgó el Estatuto Real de 1834, de carácter moderado, considerado como el primer texto constitucional del reinado de Isabel II, y la Constitución de 1837, de carácter progresista, elaborada durante el gobierno de Calatrava. Además, el progresista Juan Álvarez Mendizábal llevó a cabo la desamortización de los bienes eclesiásticos mediante el Decreto Desamortizador de 1836 y la Ley desamortizadora de 1837. A causa de sancionar la Regente la Ley de Ayuntamientos aprobada en Cortes, de las exigencias de que admitiera dos corregentes y de que cediera a las peticiones de las Juntas revolucionarias, la reina María Cristina tuvo que renunciar a la regencia, partiendo hacia el exilio en Francia, el 17 de octubre de 1840, dejando a sus dos hijas Isabel y Luisa Fernanda, de diez y ocho años respectivamente, en manos de extraños y privadas del afecto y los cuidados insustituibles de una madre. Esta ausencia materna fue la principal causa de la personalidad de Isabel II y de la educación que recibió. Exiliada María Cristina, las Cortes nombraron Regente único al general Espartero, duque de la Victoria —título concedido tras la firma del Convenio de Vergara—, y eligieron a Agustín Argüelles como tutor de las niñas, quien nombró aya de éstas a la condesa de Espoz y Mina. Durante la regencia del duque de la Victoria, líder del Partido Progresista, desde 1840 hasta 1843, los moderados conspiraron para devolver la regencia a María Cristina. El momento más crítico fue el Pronunciamiento de octubre de 1841, en el que se pretendió raptar a la Reina niña y a su hermana, protagonizado por los generales Manuel Gutiérrez de la Concha y Diego de León, quien fue detenido y fusilado tras juicio sumarísimo, sin que Espartero hiciera nada por evitarlo, demostrando con ello una gran dureza de corazón. Este hecho, al que se sumaron el carácter dictatorial de Espartero —sobre todo tras ordenar el bombardeo de la ciudad de Barcelona en diciembre de 1842— y su falta de habilidad política, que le llevó a dividir a su propio partido y a separar de su lado a los mejores progresistas, debilitaron en extremo su popularidad. La situación se hizo tan insostenible que un amplio movimiento militar, formado por moderados y progresistas coaligados, le hizo caer. Tras el encuentro del general Narváez en Torrejón de Ardoz (Madrid) (22 de julio de 1843), con las tropas del Gobierno, mandadas por el general Seoane, Espartero tuvo que abandonar España, el 30 de julio de 1843, refugiándose en Inglaterra. Después de la caída de Espartero, se formó un Gobierno Provisional presidido por Joaquín María López, durante el cual, el 15 de octubre de 1843, las Cortes decidieron declarar mayor de edad a Isabel II, que acababa de cumplir los trece años, adelantando un año la edad establecida en el texto constitucional en vigor, la Constitución de 1837. El primer Gobierno de la jovencísima Reina estuvo presidido por Salustiano Olózaga, jefe del Partido Progresista, quien para llevar a cabo el ideario de su partido decidió disolver las Cortes, de mayoría moderada. Para ello hizo firmar a Isabel II el decreto de disolución, pero viendo los moderados que aquella maniobra les alejaba del poder, consiguieron destituirle. Tras demostrar en el Congreso de los Diputados su inocencia, Olózaga se exilió en Portugal. Con los moderados en el gobierno, lo presidió Luis González Bravo, alma del Partido la Joven España, que tiempos atrás había sido implacable enemigo de la Reina Gobernadora y ahora propiciaba el regreso de ésta a España (23 de marzo de 1844). En su corto Gobierno, inició la creación de la Guardia Civil (28 de marzo de 1844) —luego concretada por el general Narváez—, siendo su primer director el duque de Ahumada. El 3 de mayo de 1844 empezó a gobernar el general Narváez, iniciándose un período de diez años de gobiernos moderados, la Década Moderada (1844- 1854). Narváez, duque de Valencia —título concedido por la Reina tras los sucesos de julio de 1843—, bien ocupando personalmente el poder —presidió cuatro Gobiernos—, bien detrás del Partido Moderado, del que era jefe y valedor, además de ser el hombre fuerte de esta década durante un cuarto de siglo, de 1843 a 1868, se convirtió en el auténtico protagonista del reinado de Isabel II. Entre las líneas de actuación en política interior más sobresalientes de los gobiernos de la Década Moderada, destaca la redacción de un nuevo texto constitucional, la Constitución de 1845, de carácter moderado, aprobada el 23 de mayo de aquel año, durante el primer Gobierno de Narváez (de mayo de 1844 a febrero de 1846). Además, en el Gobierno de Bravo Murillo (de enero de 1851 a diciembre de 1852) se reorganizó la Deuda Pública, se realizó el Proyecto de Código Civil y se promulgaron la Ley del Notariado, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil. En política exterior hay que destacar la intervención militar en Portugal, en apoyo de la reina María de la Gloria, convenida con Francia e Inglaterra y dirigida por el general Manuel Gutiérrez de la Concha, cuya brillante actuación le valió la concesión del título de marqués del Duero por la Reina. El reconocimiento de Isabel II por parte de Austria y Prusia, tras la enérgica actuación de Narváez durante los brotes revolucionarios producidos en Madrid y Sevilla en los meses de marzo y mayo de 1848, y la firma del Concordato de 1851 con la Santa Sede, en el Gobierno Bravo Murillo, que afianzó las relaciones de España con Roma, gravemente afectadas por la acción desamortizadora eclesiástica y restablecidas al reconocer el papa Pío IX a Isabel II, en 1848. Los matrimonios de Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda se celebraron durante el Gobierno Istúriz. Los gobiernos de Francia e Inglaterra intervinieron activamente ante el temor de que el regio matrimonio diese a una potencia supremacía sobre la otra, vetando ambas a los dos candidatos más adecuados para convertirse en esposo de Isabel II. El gobierno francés vetó al príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, primo del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria de Inglaterra, quien, tras un corto viaje a España en el verano de 1845, había impresionado muy gratamente a la joven Isabel II. Por su parte, el gobierno británico vetó al príncipe Enrique de Orleans, duque de Aumale, hijo de Luis Felipe de Francia, a quien complacía este enlace. Finalmente, tras la entrevista de Eu (Francia), en septiembre de 1845, ambas potencias llegaron a un acuerdo: Isabel II no podría casarse más que con un descendiente de Felipe V. Éstos eran tres: el napolitano conde de Trápani, hermano menor de la reina María Cristina —candidato que sólo gustaba a ésta y a algunos moderados—, y los dos hijos del infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, y de la infanta Luisa Carlota, hermana de María Cristina, primos carnales por partida doble de Isabel II: el infante Francisco de Asís, duque de Cádiz, de ideología ultramoderada, y su hermano menor el infante don Enrique, duque de Sevilla, de ideología progresista, que no era bien visto por el Partido que gobernaba, pero hacia el que la Reina se sentía inclinada por su gallardía y carácter abierto. Se trató también de la posibilidad de la fusión dinástica mediante el matrimonio de Isabel II con el hijo del pretendiente carlista, el conde de Montemolín, pero éste no se avino a ser solamente rey consorte, lo que desestimó el proyecto sustentado, entre otros, por Balmes. El infante Francisco de Asís, elegido por exclusión de los otros candidatos, quizás no fuese el esposo más adecuado para Isabel II, joven, extrovertida y vital, a la que no entusiasmaba la idea de casarse con su primo, del que no le atraía ni su aspecto físico, ni su carácter taciturno. El 10 de octubre de 1846, en el Palacio Real de Madrid, Isabel II, que cumplió ese día los dieciséis años, contrajo matrimonio con Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, de veinticuatro años, que, tras la ceremonia, se convirtió en capitán general de los Reales Ejércitos y en rey consorte. Simultáneamente, se celebró la boda de la infanta Luisa Fernanda, con el príncipe francés, Antonio de Orleans, duque de Montpensier, noveno hijo del rey Luis Felipe de Francia. El proyecto de reforma de la Constitución de 1845, llevado a cabo por Bravo Murillo, concitó la oposición tanto de los propios moderados como de los progresistas, que, unidos en un frente común, lograron que Bravo Murillo presentara su dimisión a la Reina, el 13 de diciembre de 1852. La caída de Bravo Murillo puso de manifiesto el declive del Partido Moderado, pues sus sucesores, los generales Roncali y Lersundi, y Luis Sartorius, conde de San Luis —título concedido en reconocimiento de su labor como ministro de Gobernación—, representaron la reacción más extrema dentro del régimen moderado, contribuyendo a la formación de un frente revolucionario que puso fin a la Década Moderada y originó la Revolución de 1854. Los orígenes de la Revolución de 1854 están en la animadversión generalizada hacia el Gobierno de Sartorius por su gran impopularidad, que le llevó a gobernar dictatorialmente y a desterrar a los generales que se le habían opuesto en el Parlamento, entre ellos al general Leopoldo O’Donnell. El punto inicial de la Revolución fue el pronunciamiento militar, liderado por este general en los alrededores de Madrid, la Vicalvarada (30 de junio de 1854), donde, tras un encuentro indeciso con las tropas del Gobierno dirigidas por el general Bláser, el general O’Donnell se retiró a Manzanares (Ciudad Real). Desde allí, lanzó al país el Manifiesto de Manzanares (7 de julio de 1854), redactado por Antonio Cánovas del Castillo, joven político y secretario privado de O’Donnell. La difusión del manifiesto en Madrid, y la llegada de noticias que confirmaban la generalización del pronunciamiento en varias provincias, desencadenaron la actuación violenta de las masas populares. El 17 de julio, Sartorius presentó su dimisión a la Reina, que llamó al general Fernando Fernández de Córdova para que formara nuevo Gobierno. Pero la reacción estaba en la calle. En Madrid, se levantaron barricadas y se asaltaron e incendiaron los domicilios del conde de San Luis, del marqués de Salamanca, del conde de Quinto y hasta el palacio de las Rejas, residencia de la Reina Madre, que tuvo que refugiarse con su familia en el Palacio Real, protegido por un contingente de soldados, viviéndose durante cuatro días, del 17 al 20 de julio, unas jornadas de extrema violencia, que logró al fin sofocar el general progresista Evaristo San Miguel. De todas las consecuencias que tuvo la Revolución de 1854 —que en muchos aspectos anunció la de septiembre de 1868—, la más grave fue el desprestigio de la Reina, a la que los progresistas consideraron responsable de la actuación de sus ministros y de la sangre derramada durante las jornadas de julio. Ante la gravedad de la situación, la Reina llamó a Espartero, quien gobernó durante dos años, el Bienio Progresista (julio 1854-julio 1856), en el que desempeñó la cartera de Guerra el general O’Donnell. En este tiempo, se intentó una reforma constitucional, redactándose la Constitución nonata de 1856, que no llegó a promulgarse. Además, se reanudó el proceso desamortizador dirigido por el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, mediante la Ley de Desamortización General (mayo de 1855). Esta Ley tuvo dos graves consecuencias: la ruptura con la Santa Sede —se vulneraba el artículo 41 del Concordato— y el desasosiego de la Reina por haber sancionado con su firma la Ley de Desamortización. Durante el bienio, la convivencia entre Espartero y O’Donnell —militares de personalidades tan distintas y de criterios políticos discordantes— fue muy difícil. A causa de las diferencias surgidas en el seno del Gobierno entre el ministro de la Gobernación, Patricio de la Escosura, y el de Guerra, el general O’Donnell, por la repercusión de los levantamientos sociales de Barcelona y Valencia en 1855 y las revueltas campesinas de la cuenca del Duero en junio de 1856, Escosura dimitió, y, con él, Espartero. La Reina encargó a O’Donnell que se hiciese cargo del Gobierno. Fue éste el primer Gobierno de O’Donnell, que duró sólo tres meses, teniendo que enfrentarse a la violenta reacción de los progresistas ante la salida del Gobierno de Espartero, primero en las Cortes y después en las calles de Madrid, levantamiento sofocado por el general Serrano, incondicional colaborador de O’Donnell. Tras un paréntesis de dos años de gobiernos moderados (1856-1858), de Narváez, Armero e Istúriz, llegó el segundo Gobierno de O’Donnell: el llamado Gobierno largo. O’Donnell gobernó por segunda vez desde 1858 hasta 1863, apoyándose en el partido creado por él, la Unión Liberal, situado a la derecha del progresismo y a la izquierda del moderantismo. El llamado Quinquenio Unionista fueron cinco años de paz y estabilidad, además de un período de prosperidad económica, que permitió la creación de nuevos puestos de trabajo, la renovación del utillaje industrial y el aumento de la producción, destacando especialmente el gran desarrollo que experimentó el trazado y puesta en explotación de vías férreas, que, además de facilitar las comunicaciones y posibilitar el transporte rápido y barato de pasajeros y mercancías, contribuyó a dar mayor entidad urbana a las ciudades españolas. Para afirmar la paz y prosperidad internas, O’Donnell pensó en una política exterior que pudiese devolver a España su prestigio ante las naciones extranjeras, por lo que promovió la participación con éxito, en diversas campañas, destacando, entre ellas, la Guerra de Marruecos (1859-1860), motivada por la necesidad de poner fin a las frecuentes agresiones de los marroquíes contra las plazas de soberanía española. El Ejército, mandado por el propio general O’Donnell, presidente del Gobierno y general en jefe de la campaña, y el general Prim, obtuvo las victorias de los Castillejos, Tetuán y Wad-Ras, finalizando la guerra con la Paz de Wad-Ras, firmada entre O’Donnell y el sultán Muley-el-Abbas (26 de abril de 1860). En recompensa de estas victorias, O’Donnell recibió el título de duque de Tetuán, y Prim el de marqués de los Castillejos. En 1861, se llevó a cabo la expedición española a México mandada por el general Prim, quien se acreditó como político hábil y prudente, al oponerse a colaborar con los planes de Napoleón III de instalar en México una monarquía representada por el desventurado archiduque Maximiliano de Habsburgo, después fusilado, por lo que, dándose por satisfecho con las promesas de Juárez de cumplir sus compromisos económicos, evitó la guerra, regresando a España con sus fuerzas, contraviniendo la opinión del Gobierno y del general Serrano, entonces capitán general-gobernador de Cuba. También en 1861, se produjo la anexión de la isla de Santo Domingo a España, a petición de su presidente Santana, que se veía amenazado por Haití, siendo el encargado de llevar a cabo el proceso de reincorporación el general Serrano, como gobernador de Cuba. El Quinquenio Unionista terminó con la crisis provocada ante la decisión de O’Donnell de hacer un reajuste ministerial, que tuvo gran trascendencia. En él nombraba al general Serrano, duque de la Torre —título concedido tras su actuación como gobernador de Cuba—, ministro de Estado; a Vega de Armijo, ministro de Gobernación, y a Augusto Ulloa, de Marina. El nombramiento de Serrano no gustó a Prim, enfrentado con aquél desde el asunto de México, y los otros dos nombramientos no gustaron a la Reina. O’Donnell quiso salvar la situación incorporando a Prim al Gabinete en sustitución de Ulloa, pero se opuso a ello el general Gutiérrez de la Concha. Prim reaccionó airadamente abandonando para siempre su militancia en la Unión Liberal para incorporarse al Partido Progresista, que, en adelante, contaría con un general de indiscutible capacidad política. Respecto a la Reina, además de su disconformidad con los nuevos nombramientos, mostró su contrariedad por la negativa rotunda de O’Donnell de permitir el regreso a España de la Reina Madre. El enfrentamiento entre la Reina y su jefe de Gobierno consumó la crisis, al negarse ésta a firmar el decreto de disolución de las Cortes, solicitado por O’Donnell, para abordar la reforma constitucional, presentando éste su dimisión (2 de marzo de 1863). La Reina llamó a formar gobierno al marqués de Miraflores. Con la caída de O’Donnell, comenzó el ocaso del reinado de Isabel II, en contraste con los cinco años que habían marcado el cénit de su reinado. Los gobiernos presididos sucesivamente por el marqués de Miraflores, Arrazola y Mon, dieron paso de nuevo al Gobierno de Narváez (16 de septiembre de 1864), que tuvo que abordar el grave problema de la crisis económica. Para resolverlo, Alejandro de Castro, titular de la cartera de Hacienda, propuso poner a la venta determinados bienes patrimoniales de la Corona. El periódico La Democracia, dirigido por el catedrático republicano Emilio Castelar, publicó un artículo escrito por él titulado “El Rasgo”, que presentaba la venta como un saneado negocio para la Corona. Castelar fue destituido, siendo la causa de las graves protestas estudiantiles del 10 de abril de 1865, violentamente reprimidas durante la Noche de San Daniel, saldadas con nueve muertos y más de cien heridos. La salida de Narváez del Gobierno dio paso al tercer y último Gobierno del duque de Tetuán, que abarcó desde 1865 hasta 1866. En él tuvo que abordar dos importantes problemas de política exterior: el reconocimiento del reino de Italia, ante las airadísimas protestas de la Corte y de los moderados, y la Guerra del Pacífico, emprendida contra Chile y Perú, en la que es de señalar el valor del almirante Méndez Núñez. En política interior, el gobierno de O’Donnell tuvo que enfrentarse a la conspiración ya imparable de los progresistas a los que se les había unido el Partido Demócrata. Aunque O’Donnell hizo todo lo posible por atraerse a los progresistas y, en especial, por atraerse a Prim, no lo consiguió, pues la decisión mayoritaria del Partido Progresista, en torno a Olózaga, era ya la de avanzar por el camino de la revolución. En enero de 1866, tuvo lugar el Pronunciamiento de Villarejo de Salvanés, dirigido por Prim, cuyo fracaso le obligó a refugiarse en Portugal. El 22 de junio de 1866, estalló otro golpe, esta vez mejor organizado, que contó con la actuación directa del general Moriones y dirigido por Prim desde su refugio portugués. El pronunciamiento estalló en el corazón de Madrid y en uno de los acantonamientos militares más importantes, el cuartel de Artillería de San Gil, cuyos suboficiales habían sido captados por los conspiradores. La sublevación se produjo dentro y fuera del acuartelamiento, degenerando en una durísima batalla urbana, finalmente reducida por la resolución de Serrano, capitán general de Madrid. La represión que siguió a la sublevación fue muy dura, erosionando la generosidad tradicional de la Reina y el talante liberal del duque de Tetuán. La Reina le sustituyó en el Gobierno por Narváez, olvidando que acababa de salvar su Trono. Esta ingratitud de Isabel II hizo que O’Donnell, profundamente herido, se exiliara voluntariamente a Biarritz (Francia), donde vivió hasta su muerte (5 de noviembre de 1867), prometiendo firmemente no volver a colaborar con ella, aunque absteniéndose de participar en ninguna conspiración. Isabel II perdía a uno de los hombres más leales y valiosos de su reinado. Narváez presidió el que sería su último Gobierno durante dieciséis meses (julio de 1866-abril de 1868). Una vez más, llevó a cabo una política de mano dura, suspendiendo las Cortes y las garantías constitucionales. La réplica de los progresistas no se hizo esperar. A mediados de agosto, firmaron con los demócratas el Pacto de Ostende (16 de agosto de 1866), por el que se comprometían a hacer un solo frente para derrocar al régimen y a la dinastía, creando un centro revolucionario permanente en Bruselas. El 5 de noviembre de 1867, falleció O’Donnell en su retiro de Biarritz, heredando el general Serrano la jefatura de la Unión Liberal, quien se apresuró a tomar contacto con los componentes del Pacto de Ostende. De esta manera se preparaba el destronamiento de Isabel II, con la participación incluso de su propio cuñado, el duque de Montpensier, que había entrado en contacto con la Unión Liberal. A comienzos de 1868, Isabel II no contaba ya con más apoyos que el de Narváez. Su muerte el 23 de abril agravó los problemas. La Reina nombró presidente del Gobierno a González Bravo, cuyo gobierno duró cinco meses, en los que tuvo que afrontar una nueva crisis económica y de subsistencias. Su forma dictatorial de gobernar le llevó a cerrar las Cortes y su decisión de desterrar a varios destacados militares, los generales Serrano, Zabala, Dulce, Fernández de Córdova, Ros de Olano y Serrano Bedoya, y al mariscal de campo Caballero de Rodas, precipitó el destronamiento de Isabel II. Un frente común formado por los Partidos Unionista, Progresista y Demócrata se encargó de ello. Acaudillaron la Revolución los generales Serrano y Prim y el almirante Topete. Prim, procedente de Londres, llegó a Gibraltar el 17 de septiembre. En la mañana del día 18, la Armada, concentrada en la bahía de Cádiz, señaló con sus cañonazos el gran pronunciamiento anunciado desde la fragata Zaragoza por Prim y Topete. El general Serrano llegó a Cádiz el día 19 en la fragata Buenaventura, con otros militares desterrados. En esa misma tarde, se hizo público el manifiesto Viva España con Honra. Serrano desde Sevilla, poniéndose al frente de un gran ejército, se dirigió hacia Madrid, derrotando a las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Novaliches, en el puente de Alcolea, sobre el río Guadalquivir, próximo a Córdoba. Era el último acto del reinado de Isabel II, que desde San Sebastián, donde se encontraba veraneando, cruzó en tren la frontera con Francia el 30 de septiembre de 1868. Iba a cumplir treinta y ocho años. La Revolución de 1868 —La Gloriosa— terminó con su reinado. En el destierro, la Reina se instaló al principio en el castillo de Pau, cedido por Napoleón III. Pasados los primeros meses, de acuerdo con el Rey consorte, se separaron definitivamente. Él se instaló en Épinay —alrededores de París—, donde vivió dedicado a sus aficiones favoritas: la lectura y el coleccionismo de obras de arte, hasta su muerte en 1902. Isabel II se trasladó a París estableciendo su residencia definitiva en el palacio Basilewsky, al que ella dio el nombre de palacio de Castilla, situado en la avenida Kléber, próximo a los Campos Elíseos, donde vivió casi exactamente la mitad de su vida. Allí, el 25 de junio de 1870, abdicó en su hijo Alfonso, príncipe de Asturias, y encomendó a Cánovas la jefatura del movimiento alfonsino. Desde allí Isabel II siguió los acontecimientos del Sexenio Revolucionario, la Restauración de su dinastía en su hijo Alfonso XII, la Regencia de su nuera María Cristina de Austria y el comienzo del reinado de su nieto Alfonso XIII. El sábado 9 de abril de 1904, a los setenta y cuatro años, murió Isabel II a causa de una gripe que desembocó en una neumonía. La capilla ardiente quedó instalada en el palacio de Castilla. Como representación del rey Alfonso XIII, llegó a París para hacerse cargo del traslado a España del cuerpo de la Reina, el príncipe Carlos de Borbón, esposo de la infanta María de las Mercedes, primogénita de Alfonso XII y María Cristina. El Gobierno francés, encabezado por el presidente de la República Émile Loubet, rindió honores de jefe de Estado a la que durante treinta y cinco años fue reina de España y durante treinta y seis había residido en París. Con toda solemnidad el féretro de la Reina fue conducido hasta la estación de ferrocarril de Orsay, donde se llevó a cabo una parada militar, partiendo el féretro hacia España para darle sepultura en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial. Durante su reinado personal, Isabel II sufrió dos atentados. El primero, el 4 de mayo de 1847, en la madrileña calle de Alcalá, obra del abogado y periodista Ángel de la Riva, quien disparó dos tiros de pistola sobre la carretela en la que viajaba la Reina, sin que llegaran a alcanzarla. Detenido y sometido a un proceso judicial, la Reina le indultó. El segundo fue el 2 de febrero de 1852 —día de la Purificación—, cuando la Reina salía del Palacio Real para ir a presentar a la Virgen de Atocha a su hija Isabel, según era costumbre, nacida dos meses antes. Un sacerdote sexagenario, Martín Merino, clavó un puñal en el pecho de la Reina, que resultó herida, pero no de gravedad. En el proceso que se le hizo, Merino negó tener cómplices. Fue degradado canónicamente y ejecutado mediante garrote vil. A pesar de la inestabilidad política marcada por las sublevaciones, los pronunciamientos militares y los numerosos gobiernos, los treinta y cinco años del reinado de Isabel II hasta su destronamiento en 1868, supusieron la modernización de España. La población experimentó un notable crecimiento, arrojando el primer censo oficial hecho en 1857, un total de 15.500.000 habitantes. Respecto al ferrocarril, en 1848 comenzó el trazado de la red ferroviaria, inaugurándose la primera línea férrea, Barcelona-Mataró el 28 de octubre de ese año. En 1851, se inauguró la segunda línea que unía Madrid con Aranjuez, proyectándose la futura conexión de la capital con la costa mediterránea de Alicante. En 1855, se promulgó la primera Ley General de Ferrocarriles. Entre los años 1856 y 1866 se pusieron en explotación 5.400 kilómetros de red ferroviaria, ampliándose durante el Quinquenio Unionista. En 1845, comenzó una importante reforma de la Hacienda, en que participó Ramón de Santillán y que aplicó el ministro Alejandro Mon, regulando y ordenando tributos, simplificando el orden fiscal y nivelando los presupuestos. Respecto al sistema monetario, la primera transformación comenzó en 1834, durante la regencia de María Cristina, con el real como unidad, monedas de oro de 80 reales y duros de plata de 20. En 1848, en el reinado personal de Isabel II, se implantó un nuevo sistema monetario de carácter decimal, con el real de plata como unidad, y se acuñó el doblón equivalente a 100 reales. En 1855, se adoptó el sistema de carácter centesimal con la pieza de oro de 40 reales. En 1864, se implantó un nuevo sistema monetario cuya unidad sería el escudo de plata y su pieza máxima el doblón de 10 escudos, lo que simplificaba el sistema monetario español. En el año 1856, se creó el Banco de España, mediante la fusión del Banco de San Fernando con el de Isabel II. La aplicación de las leyes bancarias de 1856, dio paso a la fundación de bancos de emisión y de sociedades de crédito. La Desamortización impulsó la ampliación del terreno cultivado, que se hizo fundamentalmente a favor de tres cultivos: cereales, vid y olivo, inaugurando Isabel II, en 1857, la I Exposición Agrícola Española. La industria experimentó un notable incremento, tanto la alimentaria —basada en la harina, la remolacha y el vino—, como la química. Se desarrolló la industria textil, en sus dos vertientes: algodonera y lanera, sobre todo a partir de 1842, año en que se importó maquinaria inglesa, logrando un acelerado proceso de concentración y de expansión, debido al número de telares y de obreros y al capital invertido, siendo su momento culminante a partir de 1855. La riqueza minera, comenzó a ser explotada a gran escala en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta 1849 la explotación de las principales minas estaba reservada al Estado, pero las Leyes de 1849 y de 1859 autorizaron la explotación por particulares, a excepción de las minas de mercurio en Almadén (Ciudad Real). La intensa actividad desplegada en la construcción de obras públicas destacó especialmente durante el gobierno de Bravo Murillo, y después en el Gobierno largo de O’Donnell. Se construyeron 7.822 kilómetros de carreteras, y se promovió tanto el sistema de riegos como el de abastecimiento de agua a los núcleos urbanos por medio de canales, como el de Isabel II, de Castilla, Imperial y de Tauste, entre otros, y en las ciudades, se reordenaron las principales con los ensanches. A todos estos adelantos, que contribuyeron a mejorar el bienestar material de los españoles, hay que añadir que el sello de correos se creó en 1850, la red de telégrafos en 1854, tendiéndose el primer cable submarino entre Pollensa y Ciudadela en 1860. El alumbrado de gas entró en funcionamiento a partir de 1841 y los primeros ensayos de alumbrado eléctrico se produjeron en Barcelona en 1852. También, a mediados del siglo XIX comenzó la fotografía en España, acogiendo la Corona el invento con entusiasmo. A partir de 1850, trabajaron, al servicio de la Corte, los fotógrafos Charles Clifford y Jean Laurent. El primero reflejó, desde 1858, las jornadas reales y debe ser considerado como el cronista gráfico de la España de Isabel II. El segundo fue autor de casi un millar de vistas de España. El desarrollo económico estuvo acompañado por un importante desarrollo cultural: se fundaron nuevas escuelas de primeras letras, institutos de segunda enseñanza (1847) y escuelas especiales (1855). En 1857, se promulgó la primera Ley de Instrucción Pública, obra del ministro Claudio Moyano, y se fundó la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Dos importantes organismos culturales se beneficiaron especialmente de este desarrollo: el Museo del Prado y la Biblioteca Nacional. El primero, recibió un gran impulso al donar Isabel II a la Nación, por Ley de 12 de mayo de 1865, sus colecciones privadas, que constituyen el repertorio de obras más importantes que hoy posee el Museo. La Biblioteca Real, durante la minoría de Isabel II, en el año 1836, dejó de ser propiedad de la Corona y pasó a depender del Ministerio de la Gobernación, recibiendo entonces el nombre de Biblioteca Nacional. En el reinado personal de Isabel II, ingresaron, por compra, donativo o incautación, la mayoría de los libros más antiguos que posee actualmente la Biblioteca. El 21 de abril de 1866, la Reina colocó la primera piedra del edificio, en el que hoy se encuentra albergada la Biblioteca Nacional, construido por el arquitecto Francisco Jareño. Dada la afición de Isabel II por el bel canto, heredada de su madre María Cristina, durante su reinado se produjeron en Madrid dos hechos básicos para la vida musical española: la inauguración del Teatro Real, el 19 de noviembre de 1850, con la representación de la ópera La favorita de Donizetti, y el renacimiento de la zarzuela, género en el que triunfaron Barbieri, Hernando, Gaztambide y Arrieta. La reina Isabel II tuvo los siguientes hijos: Luis, el primogénito, nació el 20 de mayo de 1849, muriendo a las pocas horas de nacer. Fernando, nacido el 12 de julio de 1850 y también muerto a las pocas horas de nacer. Isabel Francisca de Asís, nacida el 20 de diciembre de 1851, que fue princesa de Asturias, dos veces. La primera, desde su nacimiento hasta el de su hermano Alfonso, futuro Alfonso XII; la segunda, cuando éste subió al trono, mientras estuvo soltero y hasta que se casó y tuvo su primera hija. La infanta Isabel fue muy popular en Madrid, donde era llamada cariñosamente la Chata. Se casó a los diecisiete años, el 13 de mayo de 1868, con el príncipe Cayetano de Borbón, conde de Girgenti. Este matrimonio sólo duró tres años, pues, a causa de su enfermedad, la epilepsia, y en un rapto de locura, el conde de Girgenti se suicidó en Lucerna, el 26 de noviembre de 1871. A pesar de haber enviudado muy joven, la infanta Isabel no se volvió a casar y fue un gran apoyo para su hermano Alfonso XII durante la Restauración y para su sobrino Alfonso XIII. Murió en París en 1931, a los ochenta años. María Cristina, nacida el 5 de enero de 1854 y muerta a los tres días de nacer. Alfonso, nacido el 28 de noviembre de 1857, proclamado rey con el nombre de Alfonso XII, el 29 de diciembre de 1874 con el Pronunciamiento de Sagunto. María de la Concepción, nacida el 26 de diciembre de 1859, que solamente vivió un año y siete meses, pues falleció el 21 de octubre de 1861. María del Pilar, nacida el 4 de junio de 1861 y fallecida casi de repente poco después de haber cumplido los dieciocho años, el 5 de agosto de 1879, cuando se encontraba en el balneario de Escoriaza (Guipúzcoa). María de la Paz, nacida el 23 de junio de 1862. Se casó en Madrid, en 1883, con su primo hermano el príncipe Luis Fernando de Baviera y Borbón; murió a los ochenta y cuatro años en Baviera, el 4 de diciembre de 1946. Eulalia, nacida el 12 de febrero de 1864. A los veintidós años, contrajo matrimonio el 5 de marzo de 1886, con su primo hermano el príncipe Antonio de Orleans y Borbón, hijo de los duques de Montpensier. Murió en Irún (Guipúzcoa), el 8 de marzo de 1958, a los noventa y cuatro años. Francisco de Asís Leopoldo, nacido el 24 de enero de 1866, que murió antes de haber cumplido el mes, el 14 de febrero de 1866. Además, la Reina tuvo dos abortos, uno el 24 de noviembre de 1855 y el otro el 21 de junio de 1856. De estos diez hijos, tan sólo sobrevivieron cinco: Isabel, Alfonso, Pilar, Paz y Eulalia. Fuentes y bibl.: Archivo General de Palacio (Madrid), Sección Reinados-Isabel II; Archivo Biblioteca de la Real Academia de la Historia (Madrid), Colección Narváez, Colección Isabel II, Colección Pirala, Colección Natalio Rivas. 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Francisco de Asís de Borbón Biografía Francisco de Asís de Borbón. Aranjuez (Madrid), 13.V.1822 – Castillo d’Epinay-sur-Meuse, Seine-Saint-Denis (Francia), 17.IV.1902. Rey consorte de Isabel II de Borbón. Hijo de Luisa Carlota de Borbón Dos Sicilias, la hermana de María Cristina de Borbón, esposa de Fernando VII, y del infante Francisco de Paula de Borbón, hijo de Carlos IV, rey de España. Nacido en el Palacio de Aranjuez, en Madrid, en mayo de 1822. Fue nombrado caballero de la Insigne y Real Orden de San Genaro en Italia, caballero de la Orden de Carlos III, caballero de la Orden del Toisón de Oro y duque de Cádiz. Las negociaciones para hallar un príncipe adecuado para el matrimonio con Isabel II encontraron a Francisco de Asís dedicado a la carrera militar. Su origen español y el ser hijo del infante Francisco de Paula, inclinado hacia el liberalismo radical, hicieron que el Partido Progresista le viera entonces con buenos ojos. El gran rival político para el enlace matrimonial era su primo, el carlista conde de Montemolín. Francisco de Asís le envió entonces una carta, el 13 de julio de 1846, instándole a que cediera a las condiciones institucionales impuestas por María Cristina, porque, si no lo hacía, el Gobierno francés de Guizot dejaría de apoyarle, y las miradas se volverían “a mí como el más inmediato después de ti”. Si así fuera, decía Francisco de Asís, él no renunciaría, no dejaría el “puesto libre al extranjero”. Por tanto, advertía, “nunca me acuses de haberte arrebatado, si las circunstancias me lo presentan, un puesto que tú habrías abandonado, y que no quisiera ocupase otro más que tú”. Contrajo matrimonio con la Reina, su prima Isabel II, el 10 de octubre de 1846, adquiriendo desde ese momento el título de Rey y el tratamiento de Majestad. La boda tuvo lugar en Madrid, aunque las celebraciones, que duraron una semana, fueron enturbiadas por la oposición liberal al matrimonio de la infanta Luisa Fernanda con el francés Antonio de Orleans, duque de Montpensier, hijo menor de Luis Felipe, rey de los franceses. Los primeros meses del matrimonio, hasta principios de 1847, se caracterizaron por la armonía entre los cónyuges. La ruptura se produjo por la aparición en la vida de la reina Isabel II del general Francisco Serrano, con el que estuvo relacionada hasta octubre de 1847. Durante ese año el matrimonio se rompió por la difusión interesada de la vida privada de los Reyes, las amenazas de demostración pública de la ruptura, los intereses políticos de moderados y progresistas, y las maniobras del embajador inglés. El Gobierno Narváez, impulsado por la reina madre María Cristina, puso orden en Palacio en octubre de 1847, alejando de Madrid al general Serrano y obligando a los Reyes a una convivencia aparentemente pacífica. El deseo del rey consorte Francisco de Asís era el de dirigir la vida palatina, en todos los sentidos, incluido el político. Estuvo muy influido entonces por el escolapio padre Fulgencio y la monja sor Patrocinio, conocida como “la monja de las llagas”. La presión sobre la Reina se centró en el chantaje sobre la revelación de sus relaciones amorosas y en la ruptura pública del matrimonio, con la salida de Francisco de Asís de Madrid. Consiguió así, en octubre de 1849, que Isabel II nombrara al conde de Cleonard presidente del Consejo de Ministros. Este Gobierno, llamado “ministerio relámpago”, tenía el objetivo de dar un giro reaccionario al régimen. La rápida actuación del entorno político de María Cristina, dirigido por el general Narváez, dio al traste con aquel Gobierno e impidió la consumación de la ambición de Francisco de Asís. La actividad conspirativa del rey consorte no terminó ahí, y se le involucró en la intentona carlista de La Rábida, en 1860, aunque nunca se probó. E intentó, sin éxito, fusionar las dos ramas dinásticas a través del matrimonio de su hija, la infanta Isabel Francisca de Asís, con el hijo del conde de Montemolín. Rota la relación con Isabel II, Francisco de Asís se dedicó a las actividades económicas y a cumplir con su papel de rey consorte, residiendo con frecuencia en los palacios de El Pardo y Rascafría, adonde iba por su afición a la caza. La Revolución de 1868 encontró a la Familia Real de vacaciones en San Sebastián. La falta de respuesta a favor de Isabel II indicaba que todo estaba perdido para los Borbones, a pesar de lo cual la Reina quiso viajar hasta Madrid para negociar con los revolucionarios. Según cuentan en sus memorias la infanta Eulalia de Borbón y el general Calonge, moderado, fue Francisco de Asís el que disuadió del intento a Isabel II, deseoso de abandonar su puesto de rey consorte. Luis Napoleón permitió su alojamiento en el castillo de Pau, cuna de los Borbones, y luego su instalación en el palacio Basilewski, al que Isabel II rebautizó como palacio de Castilla. Destronados y sin posibilidades inmediatas de recuperar la Corona, el matrimonio se separó, aunque hubo un último intento de reconciliación, en 1873, con el objetivo de salvar la imagen de los Borbones ante una posible Restauración. Negociada la pensión que habría de pasarle Isabel II, Francisco de Asís se retiró a un castillo en d’Epinay-sur-Meuse, Seine-Saint-Denis, con un viejo amigo suyo, José Reneses. Mantuvo una fría correspondencia con su hijo, el príncipe Alfonso, incluso durante la Restauración, llena de consejos paternales y tenuemente políticos. El matrimonio tuvo diez hijos: Luis, que murió al poco nacer; Fernando, nacido en 1850, y muerto a los pocos días; Isabel Francisca de Asís (1851-1931), que fue conocida popularmente como “La Chata”, y que fue princesa de Asturias hasta el nacimiento de su hermano Alfonso (1857). También fueron hijos de los Reyes, María Cristina, nacida en 1864 y que vivió tan sólo tres días; María de la Concepción, fallecida también siendo niña; María del Pilar Berenguela (1861- 1879); María de la Paz (1862-1946), que fue esposa del príncipe Luis Fernando de Baviera; Eulalia (1864- 1886), casada con Antonio de Orleans, hijo del duque de Montpensier, y Francisco de Asís Leopoldo, que falleció poco después de nacer. Bibl.: M. Angelón, Isabel II, historia de la Reina de España, Barcelona, I. López Bernagosi, 1862; Marqués de Miraflores, Memorias del reinado de Isabel II, Madrid, 1873 (Madrid, Atlas, 1964, 3 vols.); C. Cambronero, Isabel II, íntima, Barcelona, Montaner y Simón, 1908 (Barcelona, Círculo de Amigos de la Historia, 1972); P. de Répide, Isabel II, reina de España, Madrid, Espasa Calpe, 1932; P. de Luz, Isabel II, reina de España, Barcelona, Juventud, 1936 y 1940; C. Llorca, Isabel II y su tiempo, Madrid, Istmo, 1955 y 1984; R. Olivar Bertrand, Así cayó Isabel II, Barcelona, Destino, 1955 (Madrid, Sarpe, 1986); M. T. Puga, El matrimonio de Isabel II, Pamplona, Universidad de Navarra, 1964; J. A. Vidal Sales, Francisco de Asís Borbón y Borbón, Barcelona, Planeta, 1995; J. L. Comellas, Isabel II. Una reina y un reinado, Barcelona, Ariel Historia, 1999; I. Burdiel, Isabel II. No se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa, 2004 (Barcelona, Planeta DeAgostini, 2008); C. Dardé (ed.), Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II, Madrid, SECC, 2004; J. Vilches, Isabel II. Imágenes de una reina, Madrid, Síntesis, 2007. |
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