Sobre el análisis filosófico del Quijote.
Gustavo Bueno.
En este rasguño se somete a crítica el supuesto (mantenido por muchos profesores de filosofía, así como también por otros muchos ciudadanos o políticos, que filosofan a su modo) según el cual el único modo de entender filosóficamente el Quijote es considerándolo desde las premisas del humanismo, del pacifismo, de la tolerancia, de la paz y de la libertad
la triada de las tres campesinas cruzada con la triada Don Quijote, Sancho y Dulcinea: pasado, presente y futuro de España |
1 Entre los organizadores de actos conmemorativos del Quijote, en este su cuarto centenario, no faltan las Sociedades de Filosofía; y entre los ciudadanos particulares o los políticos que escriben artículos o libros, o pronuncian conferencias o discursos de investidura, o preámbulos de leyes con referencias al Quijote, no faltan los profesores de filosofía.
Sin embargo, la participación de Sociedades de Filosofía, o de profesores de filosofía, en las conmemoraciones del Quijote, no garantizan la condición filosófica de los debates, de los artículos, de los libros o de las conferencias ofrecidas. Y esto puede parecer una cierta anomalía.
En efecto. Es mucho más probable que si los actos, conferencias, artículos, &c., sobre el Quijote son organizados por Colegios de Médicos, de Psicólogos o de Historiadores, las conferencias, artículos o debates se ajustarían mucho más, en cada caso, a la perspectiva de cada gremio organizador o de cada ciudadano que interviene a título de miembro de un gremio (como médico, como psicólogo, como historiador). El gremio en el que se enmarcan los debates, los libros o las conferencias... garantiza, con una gran probabilidad, que el público va a recibir informaciones o planteamientos centrados en torno a las categorías correspondientes. Si, por ejemplo, el debate tiene lugar entre médicos, es casi seguro que Don Quijote o Sancho serán tratados desde las categorías que definen sus constituciones respectivas (leptosomáticas, pícnicas), que se discutirán diversos diagnósticos psiquiátricos de la supuesta locura de Don Quijote (¿un monomaniaco?, ¿un enfermo delirante afectado del síndrome de Capgras?...), que se tratará de determinar la naturaleza de las «calenturas» que precedieron a la curación de sus delirios y a su muerte.
¿A qué se debe la «anomalía» que apreciamos cuando quienes, como profesores de filosofía, se disponen a tratar sobre el Quijote, lo que hacen en realidad es ofrecernos, en la mayor parte de los casos, una mezcla enciclopédica de consideraciones sociológicas, históricas o psicológicas, que pueden ser interesantes, sin duda, pero que difícilmente pueden considerarse como filosóficas?
Seguramente a que la perspectiva filosófica es atribuida a un gremio, a una especialidad académica del mismo orden del que pueda corresponder a la Medicina, a la Psicología o a la Historia... A fin de cuentas, cada gremio está moldeado por alguna de las Facultades universitarias.
¿Y por qué nos extraña que quienes se presentan como «filósofos», en el momento de disertar sobre el Quijote, no asuman casi nunca, salvo en apariencia, una perspectiva filosófica?
Nos extraña porque presuponemos que pertenecen a un gremio y que, por tanto, debiera quedar asegurada una perspectiva característica para llevar a efecto sus análisis.
Pero esta perspectiva es errónea: «la filosofía» no puede adscribirse a un gremio organizado, en función del cultivo de una categoría «cerrada», de modo análogo a como adscribimos a sus categorías respectivas los gremios de los médicos, de los psicólogos, de los sociólogos o de los historiadores.
Tiene siempre algún sentido preguntar: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Medicina sobre Don Quijote?» O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Psicología sobre el Quijote? O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Historia sobre el Quijote?»
Pero no tiene ningún sentido preguntar: «¿Qué dice (o qué puede decir) la Filosofía sobre el Quijote? Porque la Filosofía no puede ser adscrita a alguna categoría cerrada; ni siquiera cabe referirse a «la Filosofía» como si se tratase de un sistema sobreentendido de ideas, aunque no circunscrito a alguna categoría. Y no porque no exista en absoluto un tal «sistema», sino porque existen muchos y contrapuestos entre sí. Por ello, cuando se habla de «la Filosofía» es necesario apellidarla: podemos hablar de la filosofía epicúrea, o estoica, o idealista, o espiritualista, o materialista. Y cuando se dice de alguien que es «filósofo», será preciso apellidarlo: epicúreo, estoico, idealista, espiritualista, materialista (si no queremos utilizar el término en un sentido meramente psicológico, en el sentido que cobra el término «pensador» cuando se le ha segregado todo contenido positivo, como le ocurre a la estatua de Rodin, «cuya cabeza es hermosa pero sin seso»).
2 Pero, ¿acaso no hay algo común a todas estas filosofías, a todos estos filósofos? Sin duda, cabe reconocer alguna unidad, al menos polémica: que todos ellos se ocupan de Ideas, pero organizadas más o menos en sistemas contrapuestos entre sí; porque si las Ideas a las que «el pensador» atiende están de tal modo desorganizadas que no rebasan el estadio de un caos, tampoco podríamos hablar de filosofía, ni siquiera de pensamiento.
Pero las Ideas (supone el materialismo filosófico) no proceden de Dios, o del Cielo –como pensaba Malebranche–, no tampoco de la conciencia, de la mente o del cerebro –como pensaba Hume–, sino que proceden de la tierra, de la realidad constituida por las cosas moldeadas por las técnicas, por las artes o por las ciencias. Es decir, por aquellas disciplinas que nos permiten «controlar» más o menos las cosas del mundo mediante conceptos; mediante conceptos que resultan de la delimitación de los fenómenos. Una delimitación que implica diversos grados de claridad (para separar unas cosas de otras) y de distinción (para diferenciar sus partes). A esta claridad y distinción concurren las analogías, las transformaciones de unos fenómenos en otros. Los conceptos, como organización de fenómenos a los que aquí nos referimos, se encuentran a una distancia intermedia entre los conceptos de la «escolástica medieval» –que veía en ellos los frutos del primer acto del entendimiento, en cuanto «reproduce la esencia del objeto real»– y los conceptos de la «escolástica barroca», la del conceptismo, que ya no veía necesaria la reproducción de objetos reales, pero sí el establecimiento de alguna correspondencia entre esos objetos. El concepto de circunferencia, como elipse con distancia focal nula, o el concepto de mesa, como «suelo de las manos» –que hemos utilizado en otras ocasiones– acaso podría satisfacer la definición de concepto que daba Gracián, partiendo de la definición escolástica: «Concepto es un acto del entendimiento que exprime la correspondencia [proporción e improporción, concordancia y disonancia, paridad y disparidad] que se halla entre los objetos».
Y son los conceptos los que pueden encadenarse, en «círculos cerrados» propios de las diversas técnicas, artes o ciencias: «biela» es un concepto técnico, como «capitel» es un concepto arquitectónico, o «triángulo» es un concepto geométrico. Y hay que tener en cuenta que las técnicas o artes pueden serlo también en un sentido mágico: la técnica de la suovetaurilia contenía conceptos claros y distintos, cuyo análisis corresponde a los historiadores de las religiones.
Ahora bien, los conceptos y el encadenamiento de los conceptos, propios de una categoría dada, no agotan su campo, a pesar de que, con frecuencia, el «autismo gremial» tienda a pensar lo contrario. Y aun cuando, en consecuencia, tal autismo lleve al «imperialismo gremial», un imperialismo subjetivista, el que decreta, por ejemplo, que «todo es Química» o que «todo es Física» o que «todo es Psicología» o que «todo es Sociología». En realidad, el análisis de los conceptos y de la reflexión objetiva sobre ellos (reflexión como confrontación con conceptos de otras categorías) está siempre abierto, y no se agota en el recinto de cada gremio. De esta reflexión objetiva derivan las Ideas, y, por tanto, la filosofía.
La filosofía se ocupa de las Ideas, y de los sistemas resultantes de su entretejimiento. Por ello, históricamente, sólo cabe hablar de «filosofía», en sentido estricto, cuando los conceptos técnicos, artísticos y, sobre todo, científicos, hayan alcanzado históricamente un determinado grado de complejidad y rigor.
Ahora bien: la situación se complica por el hecho de que el técnico, el artista o el científico, que trabaja con conceptos, no deja de encontrarse continuamente con Ideas, más o menos oscuras y confusas. Y esto ocurre en general. En consecuencia, será necesario concluir que «todo el mundo» es filósofo, es decir, que todo el mundo trata con Ideas.
No cabe, por tanto, distinguir (en una sociedad dada a un determinado nivel de desarrollo) entre filósofos y no filósofos. Esta distinción habrá de ser sustituida por la distinción entre filósofos malos o burdos y filósofos menos malos, entre filosofía (ideología) grosera o mal organizada («mundana») y filosofía más refinada, entre otras cosas porque tiene en cuenta, dialécticamente, las organizaciones o sistemas alternativos de la filosofía (académica), en sentido platónico del término (pero no en el sentido administrativo –universitario– en que la tomó Kant).
Este es el motivo por el cual la filosofía puede ofrecer sus análisis a un público general, y puede y aún debe discutir con él. Sería en cambio imposible un debate entre el matemático y el público en general, o entre el físico y el público en general: solamente los «profesionales» de la Matemática o de la Física pueden entablar un debate con los matemáticos o con los físicos. Pero esta no es la situación del filósofo, que no es un profesional, ante un público que tampoco es profesional, aunque deba tener una mínima experiencia en el análisis de los conceptos y en la confrontación de conceptos.
Pero el filósofo –es decir, todo el mundo (el matemático, el físico, el carpintero, el político o el mago)– tiene que confrontar las ideas que va descubriendo o delimitando con el público en general. La ambigüedad de esta situación crecerá con el desarrollo «institucional» de las artes, de las ciencias y de la propia filosofía académica y de su historia. Y esta ambigüedad podrá advertirse desde dos perspectivas diferentes:
—Desde la perspectiva de los artistas, de los científicos, de los políticos, que filosofan («espontáneamente», se dice a veces) pero tratando a sus ideas como si fueran conceptos, sin advertir las diferencias de niveles (es lo que ocurre cuando un Premio Nobel en Química afirma con seguridad que «todo es Química», incluso el mismo libro de Química).
—Desde la perspectiva de los profesores de filosofía, que exponen conceptos o divulgan conceptos ya expuestos como si fueran Ideas filosóficas. Esta es una tendencia muy frecuente entre los cultivadores de la filosofía académica, profesores universitarios o de bachillerato de filosofía, una tendencia que degenera en la forma de filosofía «universitaria», que ni siquiera es filosofía de escuela, o escolástica. Los profesores de filosofía, en general, en cuando «administradores» de unas ideas filosóficas recibidas de la tradición que acaso ha perdido la conexión con los conceptos de los que ellas brotaron, han de experimentar la necesidad de recuperar la conexión con los conceptos; y, si no disponen de recursos suficientes, es muy probable que confundan ciertas concatenaciones (distinguidas acaso por su carácter paradójico o por su novedad coyuntural) de conceptos científicos o técnicos con una nueva filosofía, es decir, que confundan la filosofía con la divulgación científica.
3 Apliquemos estas consideraciones al caso del Quijote, que nos ocupa. El Quijote es una materia que puede y debe sin duda ser analizada «mediante conceptos», mediante los conceptos refinados y organizados en las diversas tradiciones gremiales: gramaticales, filológicas, psiquiátricas, históricas, politológicas, &c. Y ocurrirá (dada la importancia de la organización gremial de nuestras sociedades) que basta que el orador, el autor o el conferenciante sea profesor de filosofía (es decir, esté actuando como miembro de un gremio, colegio o sociedad de filosofía) para que sus palabras sobre el Quijote sean consideradas, desde luego, como filosóficas; cuando casi siempre se reducen a sugerencias psicológicas, sociológicas o de mera divulgación científica. Por ejemplo, un profesor de filosofía puede conseguir un gran éxito ante el público analizando la «pareja» Don Quijote/Sancho como caso del dualismo que Kretschmer estableció entre el tipo pícnico y el tipo leptosomático, sobre todo si subraya algunas cualidades supuestamente asociadas a estos tipos, tales como introversión/extroversión, generosidad/avaricia, idealismo/realismo. Pero acaso en toda su exposición no aparecen ideas filosóficas, si bien es probable que el filólogo o el historiador que escucha el análisis psicológico saliendo de la boca de un profesor de filosofía, dé por supuesto que está escuchando una disertación filosófica. Sus conceptos serán sin duda interesantes, pero aquí «el filósofo» está dando gato por liebre, disimulando a lo sumo su exposición con alguna fugaz referencia a Wittgenstein o a Foucault, como nombres-contraseña, destinados a desempeñar la función de marcas gremiales.
4 Hablar del Quijote desde una perspectiva filosófica es verlo desde alguna Idea, desde algún sistema de Ideas más o menos definido. Sistemas que podrían clasificarse, aunque sea de un modo muy convencional, según se organicen en torno a alguna de las tres Ideas que en la tradición se designaron como Dios, Mundo y Hombre. Lo más probable es que cuando nos referimos al Quijote, lo que interesen sean los sistemas filosóficos que se organizan en torno a la Idea de Hombre, es decir, a las Ideas que hacemos girar en torno a la Idea de Hombre.
Ahora bien: los sistemas de Ideas organizados en torno a la Idea de Hombre, es decir, las filosofías del hombre, pueden ser clasificadas en dos grandes grupos, que denominaremos respectivamente filosofía humanística, en sentido metafísico (brevemente: como metafísica humanista), y filosofía materialista del Hombre (o de la Humanidad).
No es este el lugar para desplegar las líneas fundamentales de lo que denominamos humanismo metafísico (o metafísica humanista). Tenemos que limitarnos a dar los rasgos imprescindibles para el propósito que nos ocupa, a saber, el análisis de lo que suele ser considerado como «filosofía del Quijote» o como «tratamiento filosófico del Quijote».
La metafísica humanista parte de la Idea de Hombre como si fuese la idea de un entidad preexistente a la propia historia de la humanidad, por tanto, como una Idea sustantivada o hipostasiada –por eso la consideramos metafísica– a título de «Humanidad», de «Género humano» o simplemente de «Hombre». Y esta hipóstasis tiene lugar ante todo cuando se atribuye a esta Idea la condición de valor supremo, con independencia de la Idea de Dios o de la Idea de Mundo, y, sobre todo, cuanto estas Ideas comiencen a entenderse como Ideas subordinadas a la Idea de Hombre. El humanismo metafísico se nos presentará como un antropocentrismo.
Por lo demás, a la Idea de Hombre genérico no sólo se subordinarán las Ideas de «Mundo» (al servicio del Hombre) y de «Dios» (como Idea reducible al Hombre, si no idéntica al Hombre mismo), sino también las Ideas o incluso los conceptos comprendidos en la Idea de Hombre, como puedan serlo los conceptos de «hombre paleolítico», de «hombre de la cultura faraónica», de «judío», «griego», «cristiano» o «musulmán».
La «metafísica humanista» suele ser considerada como un fruto de la Edad Moderna. No podemos entrar aquí en la cuestión; tan sólo diremos que esta metafísica, aunque tiene raíces más antiguas, cristaliza en forma armonista e idealista en el humanismo kantiano de la Paz Perpetua, en los ideales filantrópicos y progresistas de la Ilustración, incluso en la primera Declaración de los Derechos del Hombre. La metafísica humanista, en su versión armonista, al menos cuando mira hacia el futuro de la humanidad, inspira a Nathan el Sabio, cuando dirigiéndose al templario (en la escena cuarta del acto segundo del drama de Lessing) le dice: «¿Acaso el cristiano y el judío son cristianos y judíos antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos hombres a quienes basta con llamarles hombres!»
La metafísica humanista tiene muchas versiones, y éstas se extienden desde los extremos más simplistas del panfilismo universal, a los que se vincularon tantas logias masónicas y espiritistas («todos los hombres son, en el fondo, bondadosos y solidarios», como diría el rousoniano Pedro Leroux, con el objeto explícito de tachar las ideas de Caridad y de Fraternidad) hasta los extremos más complejos del humanismo heraclíteo («la guerra entre los hombres, padre de todas las cosas»). Un humanismo dialéctico que también parte de la hipóstasis del Género humano, aunque intentando «corregir» su monismo humanístico de fondo mediante la idea ad hoc, no menos metafísica, de la alienación: de la alienación del Género humano en clases sociales antagónicas –la alienación en el sentido marxista– o de la alienación del Género humano en las existencias individuales, libres, inconmensurables e incompatibles –la alienación en el sentido del humanismo existencialista sartriano–.
En cualquier caso, la metafísica del humanismo presupondría siempre al Hombre, como algo dado de antemano (de otra forma, ¿cómo podría hablarse de alienación, si no se quiere sobrentender que la alienación va referida al supuesto hombre del futuro?). Si bien unas veces ese hombre se concebirá como dado en un eterno presente –el hombre primitivo, decía Radin, es tan filósofo como el hombre más civilizado– y otras veces el hombre se concebirá como una entidad alienada que va buscando «el regreso hacia sí misma», a través de la Historia.
La teoría metafísica de la alienación del Hombre permitirá al panfilismo condenar, sin restricción alguna, cualquier empresa bélica como indigna del hombre, es decir, como irracional. Toda guerra será irracional; y como la guerra es una constante en la historia de la humanidad, habrá que concluir que la historia del hombre es la historia de la sinrazón, y que, por tanto, no puede hablarse de la historia del hombre, sino a lo sumo de la historia del hombre alienado, que por serlo ha recaído en su condición de fiera.
Ahora bien: una de las consecuencias más importantes de los principios del humanismo metafísico, sobre todo en su versión panfilista, es la sistemática «devaluación» de cualquiera de las especificaciones históricas o culturales de este supuesto Género humano. Todo lo que es humano habrá de ser reducido siempre al canon presupuesto de la Humanidad: «Nada de lo humano nos es ajeno», dirá el humanista metafísico, en nombre de la tolerancia, sin molestarse siquiera a atender al significado original de esta sentencia.
Pero esta reducción de todas las cosas al Hombre (como antes se reducían todas las cosas a Dios) puede ser muy peligrosa, por cuanto ella puede comportar la tendencia corrosiva (característica del monismo eleático o del neoplatónico plotiniano), a disolver cualquier naturaleza propia en el seno amorfo de la Naturaleza, o, para decirlo en terminología lógica, a «anegar las especies en el océano del género», a confundir todas las diferencias en una unidad pánfila, beata y metafísica, que llega a ser incompatible con todo discurso racional, por cuanto niega todos los términos medios en torno a los cuales discurren los silogismos.
Pero al negarlos, el humanista metafísico está apoyando no tanto la unidad pánfila y genérica del término mayor de este silogismo, a saber, el Género humano sustantivado, cuanto precisamente la pluralidad de los términos menores, al considerar a estos términos como directamente vinculados al Género, al término mayor, sin necesidad de pasar por los términos medios. Y es ahora cuando el humanismo metafísico asoma su trasfondo ideológico que, como toda ideología, va siempre dirigida contra alguien, y en este caso, contra los «términos medios», a través de los cuales los individuos o los grupos se vinculan a las especies y, por su mediación, al Género. Lo que Nathan el Sabio le dice al templario si lo analizamos desde esta perspectiva sería esto: «No hace falta ser judío, cristiano o musulmán para ser hombre»; las tres religiones son equivalentes, como lo son los tres anillos de oro que el padre entregó a sus hijos. El mensaje de Lessing resulta ser idéntico al mensaje de la religión natural de la Ilustración: el hombre no necesita de los contenidos positivos, supersticiosos, que ofrecen los sacerdotes mediadores (en cuanto términos medios) entre los hombres y Dios. Las tres religiones superiores son iguales siempre que se prescinda de sus sacerdotes, de sus dogmas, de sus sacramentos, de sus templos, de las sinagogas, de las mezquitas; es decir, siempre que las religiones positivas queden disueltas en una religión natural vacía de todo contenido positivo.
Pero esta misma disolución de los términos medios a la que empuja el humanismo metafísico no sólo tiene lugar en el terreno religioso; también tiene lugar en el terreno político. Un par de ejemplos, tomados de la política española. El primero, es el del federalismo. Desde su origen el federalismo español se inspiró en la metafísica del humanismo, que buscaba disolver el «término medio» –España– a través del cual precisamente algunos pueblos o naciones étnicas (vascos, catalanes, gallegos o bercianos) habían alcanzado históricamente un puesto en la historia universal del Género humano (¿cómo hubieran podido elevarse los vascos, por encima de las categorías antropológicas, a fin de alcanzar su puesto en la historia universal, si no hubiera sido por la mediación de España, más aún, del Imperio hispánico?).
Pi Margall, el gran fantasma del federalismo republicano, respondía a quienes afirmaban su condición de españoles diciéndoles: «Somos y seguiremos siendo, antes que españoles, hombres». Difícilmente podría corregirse la magnitud de semejante tautología (si no queremos atribuir a Pi Margall la majadería de reivindicar su condición humana ante los gatos o los conejos) salvo que interpretemos que lo que con ella se está reivindicando es la posibilidad de ser hombres sin más que siendo catalanes, vascos gallegos o bercianos, es decir, sin necesidad del término medio a través del cual catalanes, vascos, gallegos o bercianos llegaron a tener un puesto en la historia universal, a saber, su condición de españoles.
Muy cerca de la misma «cruzada» contra el «término medio», imprescindible para el razonamiento histórico, actúan quienes en nuestros días (sobreentendiendo sin duda que «ser europeo» es equivalente a «ser hombre» o, por lo menos, a formar parte de la «vanguardia de la Humanidad», como creían Husserl y Ortega) reivindican su condición de europeos directamente, es decir, sin necesidad de ser españoles («en Europa nos encontraremos de nuevo», concluyeron aquellos separatistas catalanes, vascos y gallegos que firmaron el Pacto de Barcelona).
Otro ejemplo de la acción corrosiva del humanismo metafísico, y de no menor actualidad, porque él da cuenta del enfrentamiento entre las asociaciones que agrupan a las Víctimas del Terrorismo (a las víctimas de ETA) por un lado y las asociaciones que agrupan a los Afectados por el 11M, por otro. En vano pretenderán los humanistas metafísicos (que parecen haber tomado las riendas del actual gobierno de España) equiparar a estas dos clases de víctimas como «víctimas de un terrorismo cuyos crímenes han de entenderse como crímenes contra la Humanidad». Porque ETA no asesina a sus víctimas «por ser hombres», sino por «ser españoles», con nombre y apellidos. Es inadmisible suponer que se ha dicho todo al afirmar que ETA ha delinquido por atentar contra los Derechos Humanos. ETA está atentando contra los españoles, y sus delitos son políticos antes que éticos. En cambio los afectados por las terribles bombas del 11M no tienen nombre, fueron víctimas aleatorias, escogidas dentro del «Género humano», como pudieran serlo las víctimas de un descarrilamiento fortuito de trenes. Y en ningún caso fueron víctimas por su condición de españoles, sino a lo sumo por su condición (compartida con franceses, ingleses, italianos, belgas o alemanes) de «cafres», de «infieles», de gentes integradas en un país infiel que Al Qaeda reivindica para el Islam, y que no sólo es Al Andalus, sino Al Andalus juntamente con otros países europeos. La calificación de los crímenes de ETA como crímenes contra la Humanidad, propia del humanismo metafísico, al que se adhiere gustosamente gran parte de la Iglesia Católica, resulta tener así un marcado signo antipatriótico, y es una coartada de los secesionistas vascos (que muchas veces son también humanistas cristianos).
5 Volvamos al Quijote: lo más sorprendente es que muchos profesores de filosofía dan por supuesto que la única filosofía que cabe movilizar a propósito del Quijote es la del humanismo (la del humanismo metafísico, añadimos nosotros). El Quijote habrá de verse como símbolo del Hombre, del universal trascendente que en el Hombre actúa. No hacen falta términos medios; estorba incluso interpretar a Don Quijote como símbolo de España o del Imperio español; incluso como símbolo del paso de Europa de la Edad Media a la Edad Moderna, como quería Hegel, porque esto sería tanto como perder la perspectiva filosófica, sería tanto como caer en una perspectiva concreta, en la que el significado filosófico se pierde. Los metafísicos humanistas dirán, con el espíritu neoplatónico de Plotino, que no sólo España y el Imperio español, sino también Europa y el paso de su Edad Media a su Edad Moderna, son «cantidades despreciables» que el sabio no sólo puede sino que debe ignorar. Cuando alguien ve a Don Quijote como hombre, su mirada será contemplada como filosófica; pero cuando ve a Don Quijote, no ya como manchego, sino como español, su mirada dejará de ser filosófica, para el humanista metafísico.
Pero, ¿en qué queda esta abstracción filosófica que propone el humanismo metafísico? ¿En subrayar la generosidad de Don Quijote, o su firmeza? Virtudes éticas, sin duda, pero que consideradas en abstracto resultan ser meramente psicológicas o, si se quiere, puramente etológicas, porque también los perros o las ratas son generosas y esforzadas con sus congéneres. Poner a Don Quijote como símbolo de estas virtudes es mera vacuidad, si se tiene en cuenta que las virtudes éticas (dirigidas a la conservación del cuerpo) sólo alcanzan su valor humano específico cuando están involucradas con las virtudes morales y las políticas. La ética pura, exenta, se diferencia muy poco de la Etología.
La vacuidad del Género humano, entendido como entidad metafísica, procede desde luego de la circunstancia de que este Género humano no existe, ni existió nunca, salvo a través de las bandas de los australopitecos o de los cromañones. La Declaración de los Derechos Humanos es una mera convención, útil sin duda en su contexto; pues los derechos que allí proclaman (los derechos de los hombres sin raza, sin religión, sin sexo, sin lengua) son los derechos de los primates. Los Derechos Humanos no van más allá (y no es poco) que los Derechos de los Animales; no tiene nada de extraño que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fuera complementada, años después por la Declaración Universal de los Derechos de los Animales.
El humanismo metafísico no es una posición inocente; a lo sumo es inconsciente de sus consecuencias, es decir, pánfila. Inconsciente o culpable de los efectos disolventes de los términos medios (sin los cuales el discurso racional e histórico es imposible, como hemos dicho) que provoca, al pretender elevarse inmediatamente de lo particular (Don Quijote, por ejemplo) a lo universal (a la Humanidad).
Por lo demás, la «disolución de los términos medios» puede intentar llevarse a cabo de muchas maneras, la más inocente acaso, la del reconocimiento del Quijote como «patrimonio de la Humanidad». Porque sólo el Género Humano, la Humanidad (hemos de decir), tendría competencia legítima para seleccionar algunos de los contenidos particulares, culturales o históricos como «patrimonio suyo». Pero no es la Humanidad, sino un organismo comparativamente tan modesto como pueda serlo la UNESCO, quien declara a algunas instituciones «patrimonio de la Humanidad», y deja necesariamente fuera de la declaración a otras instituciones, no menos significativas (una declaración universal de «patrimonio de la Humanidad» en la que cualquier institución humana estuviese reconocida sería pura redundancia, sería algo así como un «homenaje de la Humanidad a si misma»). De hecho cuando se declara que alguna institución es «patrimonio de la Humanidad» es porque otras dejan de serlo. Por ejemplo, los Dioses de la Guerra, y no ya sólo Marte, sino también encarnaciones suyas tales como Alejandro, Cesar o Napoleón, ¿cómo podrían ser declarados «patrimonio de la Humanidad»? ¿Y Atila o Gengis Kan, o Stalin, o Hitler? Y alguno preguntará: ¿Acaso no son «figuras universales» que deben ser conocidas por todos los hombres?
Sin embargo, la universalidad que se alega cuando algo es declarado patrimonio de la Humanidad es una idea muy confusa, porque hay dos clases de universalidad claramente distinguibles, al menos por su intención:
Ante todo una universalidad canónica: proclamar a algo patrimonio de la Humanidad tendría la intención de mostrar lo que se reconoce como universal, en cuanto un canon o valor superior, como un valor reconocido como tal y ofrecido a todos los hombres. Tal era la intención de la universalidad cat-ólica del Evangelio (otra cosa que esta universalidad católica, patrimonio de la Humanidad, sea reconocida por otras religiones también universales).
Pero también, una universalidad etnológica, según la cual, proclamar algo patrimonio de la Humanidad no implica el reconocimiento de su valor canónico universal, sino a lo sumo su rareza, incluso su condición de contravalor vitando. Así, los esqueletos de siameses que se conservan en el Museo de Filadelfia (por cierto, un verdadero símbolo de la solidaridad entre dos personas) difícilmente pudieran ser presentados como un canon universal; ni tampoco el disco labial botocudo, ni el vudú; menos aún Hitler o Gengis Khan; con dudas, a juzgar por recientes manifestaciones, en Francia y Estados Unidos, Napoleón o Alejandro. Y, sin embargo, todas estas figuras, junto con sus reliquias (sus tesoros, sus herencias) serán declarados patrimonio universal de la Humanidad, en sentido etnológico: ninguna historia de la Humanidad dejará de citarlos.
Y ocurre que estos dos tipos de universalidad, que suelen concurrir en el momento de discernir, entre los billones de instituciones humanas, aquellas que vayan a ser declaradas «patrimonio de la Humanidad», se confunden una y otra vez. Porque la mera universalidad etnológica tiende a confundirse con una universalidad axiológica, y aún recíprocamente; del mismo modo que la fama universal de un artista kitsch, por serlo, asume el mismo rango que la fama de la madre Teresa de Calcuta: todos aparecen, por ejemplo, en el primer plano de la universalidad televisiva; todos son de hecho, en cuanto universales, patrimonio de la Humanidad.
6 Ahora bien: la interpretación filosófica del Quijote, desde el humanismo metafísico, no sólo no puede considerarse como la única manera de interpretar «profundamente» la obra maestra; sobre todo, habría que considerarla, según lo dicho, como la mejor manera de interpretar a Don Quijote desde el panfilismo más vacío, desde el pacifismo erasmista más vulgar, desde el clericalismo evangélico más ingenuo (aunque quienes mantienen este humanismo metafísico son casi siempre antiguos seminaristas que procuran disfrazar su origen con retazos recortados de la filosofía académica).
En otros lugares (especialmente en el capítulo final de España no es un mito, «Don Quijote, espejo de la Nación española») hemos ensayado el análisis del Quijote desde el sistema de Ideas denominado materialismo filosófico. No porque pretendamos que estas Ideas se deduzcan exclusivamente del Quijote, sino porque son ideas que pueden servir para interpretarlo; y sobre todo, porque si no se interpretan en esta dirección, hay que elegir como disyuntiva, el humanismo metafísico o bien renunciar a toda interpretación filosófica de ese «patrimonio de la Humanidad» que se llama Don Quijote de la Mancha.
Pero de lo que se trata es de ver al Quijote desde ideas filosóficas, y no sólo globalmente, sino en sus más diversos detalles.
Por ejemplo en el momento de interpretar el alcance de la pareja formada por Don Quijote y Sancho. Si en lugar de acercarnos al Quijote desde el esquema de las díadas (propio de chinos o de maniqueos) ensayamos acercarnos al análisis desde el esquema de las tríadas, no lo haremos apoyados en fundamentos tomados como empíricos (que también los tiene), sino que, sobre todo, lo hacemos teniendo en cuenta la doctrina de la symploké, asumida por el materialismo filosófico. Esto no quiere decir que no podamos apoyar las triadas en datos empíricos (textuales, filológicos). Decimos que estos son necesarios, aunque no suficientes. Decimos también que el esquema de las tríadas, como estructura compatible con la idea de symploké, puede abrir insospechados campos a la investigación empírica, campos que de otro modo permanecerían ocultos o desprovistos de interés para el filósofo. En este contexto debo citar el avance que me ha comunicado verbalmente Marcelino Suárez Ardura de su importante descubrimiento de las tríadas que actúan en el Quijote de Avellaneda, y cuya exposición esperamos con impaciencia. (En cualquier caso, el esquema de las tríadas no significa la desconsideración de las estructuras diádicas que están incluidas, por supuesto, en el esquema de las triadas, y que hay que tener en cuenta, sin duda, en el análisis de los diálogos.)
O bien, por ejemplo, en el momento de coordinar la tríada básica, la «tríada católica» (Padre, Hijo y Espíritu Santo), como organizadora de la estructura de la Historia universal, según un pasado, un presente y un futuro, entendido de un modo sui generis.
O bien, por ejemplo, en el momento de refutar la consideración humanística de un Don Quijote intemporal y ahistórico, «eterno», apoyándonos en el hecho insoslayable de que Don Quijote, como Fausto, son lectores de libros, y, por consiguiente, no pueden ser interpretados como «arquetipos eternos del Hombre», asignables a cualquier tipo de sociedad humana. Pues no cabe un Don Quijote entre los hotentotes, ni entre los hunos o entre los mongoles, ni el caballo de Atila ni el caballo de Gengis Kan tienen nada que ver con Rocinante.
Pero no se trata de un simple hecho empírico, el hecho de que Don Quijote o Fausto sean figuras inseparadas de sus libros; este es un hecho que sólo cobra significado filosófico cuanto se le contempla desde una idea de la sociedad política que esté involucrada con la idea de la sociedad política universal. Sólo hay libros en una sociedad política organizada como un Estado, más aún, como un Imperio. Don Quijote sólo puede existir en el seno de una sociedad política, mejor aún, en el seno de un Imperio, como lo fue el Imperio español.
O bien, por ejemplo, cuando referimos el Quijote a España, fundados en el dato inmanente suministrado por el propio Bachiller Carrasco, cuando define a Don Quijote como «espejo de la nación española». Porque España no es un «término menor», que desde la Humanidad (tomada como término mayor absorbente) pudiera no «merecer la atención del filósofo», que sólo tiene tiempo para volverse hacia «el Hombre». Sólo cuando se advierte el vacío de este género de filosofía metafísica, podrá advertirse que España puede ser asunto filosófico central.
¿Cómo? No desde la Antropología, sino desde la Historia. Cuando España se ve como ámbito (de ambire = ambicionar) de Don Quijote, cuando España deja de ser simplemente «un país» junto a otros países, cuando España deja de ser un mero término menor para la filosofía, cuando España se concibe como un Imperio, y el Imperio (tal es el presupuesto filosófico fundamental del materialismo histórico), es el único medio a través del cual la Humanidad (o el «Género humano») puede llegar a reflexionar sobre sí mismo. Porque no es el Género humano, como un todo, el que puede «reflexionar» sobre sí mismo. Tal reflexión es sólo posible desde alguna parte suya, cuando ella tenga capacidad de reflexionar sobre las otras partes, es decir, de confrontar su propia realidad con las realidades con las cuales se enfrenta. Y esta capacidad la adquieren las partes cuando estas partes están vinculadas a algún imperio. Si el catolicismo no fue una religión más, es debido a que llegó a ser la religión del Imperio romano. Si la lengua española de Cervantes no fue una lengua entre otras, es debido a que fue «la lengua del Imperio».
Y si Don Quijote no puede ser interpretado desde el pacifismo –que considera a las armas y a la guerra, al modo de Erasmo, como expresión de la irracionalidad del animal humano– es porque las armas, lejos de ser las enemigas de las letras (o de la «cultura», como diría alguna Ministra de la cultura circunscrita), constituyen el fundamento de esta cultura (las armas son ellas mismas cultura) y de estas letras, y en particular, de las letras de los letrados, de las leyes, incluso del Estado de derecho. Y si no existe más que en el papel un Tribunal Internacional de Justicia es debido a que este tribunal carece de las armas indispensables para su servicio; porque las únicas armas con las que podría contar en el presente, serían las armas de las Potencias nucleares y, sobre todo, las armas de los Estados Unidos, que mantienen hoy por hoy «el orden internacional» (consideramos fuera de lugar evaluar este orden como justo o injusto) y que jamás podría estar dispuesto a acatar las sentencias que un tribunal pronunciase en contra suya.
Desde estas diversas perspectivas podemos medir las virtualidades corrosivas y antipatrióticas que se encierran el humanismo metafísico, aplicado a la interpretación del Quijote, sobre todo cuando ese humanismo se expresa por boca de un presidente del Consejo de Ministros democráticamente elegido, que, obligadamente, tiene que asumir una perspectiva filosófica en el momento de trazar su programa de Gobierno; pero la perspectiva que se asume en este caso es la perspectiva de la filosofía metafísica del humanismo que tiene a rebajar a España del rango que ocupa como término medio del «silogismo histórico del Género humano», a la condición de un término menor más (una lengua y una cultura más entre las lenguas y las culturas de España, es decir, de la Península Ibérica); y esto porque ni siquiera Don Quijote es considerado, en cuanto universal, «una aventura española, sino humana»:
«Para elevar la cultura a política de Estado tenemos por delante un gran acontecimiento: la conmemoración del cuarto centenario de la primera edición de El Quijote. Es una ocasión excepcional para promover la cultura, la historia y la lengua de España. O para reflejar mejor lo que pienso, para promover las culturas, las historias y las lenguas de España. Quizás en El Quijote estén contenidas algunas de las notas básicas de nuestro carácter. Pero la grandeza de la obra de Cervantes, su perenne actualidad, reside en el alcance universal de esa aventura, humana más que española, en la que pueden verse reflejados los seres más que los países, las personas y los colectivos de cualquier momento más que los propios de una u otra época.» (Discurso de investidura de ZP, el 15 de abril de 2004.)
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