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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

lunes, 1 de enero de 2018

488.-Miguel de Cervantes Saavedra.-a


  


(Alcalá de Henares, 29 de septiembre de 1547-Madrid, 22 de abril​ de 1616) fue un soldado, novelista, poeta y dramaturgo español. Está considerado la máxima figura de la literatura española y es universalmente conocido por haber escrito El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha (conocida habitualmente como el Quijote), que muchos críticos han descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal, además de ser el libro más editado y traducido de la historia, solo superado por la Biblia.6​ Se le ha dado el sobrenombre de «Príncipe de los Ingenios».

Escritor español, autor de Don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), obra cumbre de la literatura universal. La inmensa fama de este libro inmortal, que parte de la parodia del género caballeresco para trazar un maravilloso retrato de los ideales y prosaísmos que cohabitan en el espíritu humano, ha hecho olvidar la existencia siempre precaria y azarosa del autor, al que ni siquiera sacó de la estrechez el fulgurante éxito del Quijote, compuesto en los últimos años de su vida.


Cuarto hijo de un modesto médico, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor de Cortinas, vivió una infancia marcada por los acuciantes problemas económicos de su familia, que en 1551 se trasladó a Valladolid, a la sazón sede de la corte, en busca de mejor fortuna. Allí inició el joven Miguel sus estudios, probablemente en un colegio de jesuitas.
Cuando en 1561 la corte regresó a Madrid, la familia Cervantes hizo lo propio, siempre a la espera de un cargo lucrativo. La inestabilidad familiar y los vaivenes azarosos de su padre (que en Valladolid fue encarcelado por deudas) determinaron que su formación intelectual, aunque extensa, fuera más bien improvisada. Aun así, parece probable que frecuentara las universidades de Alcalá de Henares y Salamanca, puesto que en sus textos aparecen copiosas descripciones de la picaresca estudiantil de la época.
En 1569 salió de España, probablemente a causa de algún problema con la justicia, y se instaló en Roma, donde ingresó en la milicia, en la compañía de don Diego de Urbina, con la que participó en la batalla de Lepanto (1571). En este combate naval contra los turcos fue herido de un arcabuzazo en la mano izquierda, que le quedó anquilosada.
Cuando regresaba de vuelta a España tras varios años de vida de guarnición en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia (donde había adquirido un gran conocimiento de la literatura italiana), la nave en que viajaba fue abordada por piratas turcos (1575), que lo apresaron y vendieron como esclavo, junto a su hermano Rodrigo, en Argel. Allí permaneció hasta que, en 1580, un emisario de su familia logró pagar el rescate exigido por sus captores.
Ya en España, tras once años de ausencia, encontró a su familia en una situación aún más penosa, por lo que se dedicó a realizar encargos para la corte durante unos años. En 1584 casó con Catalina Salazar de Palacios, y al año siguiente se publicó su novela pastoril La Galatea. En 1587 aceptó un puesto de comisario real de abastos que, si bien le acarreó más de un problema con los campesinos, le permitió entrar en contacto con el abigarrado y pintoresco mundo del campo que tan bien reflejaría en su obra maestra, el Quijote.

Don Quijote de la Mancha

La primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha apareció en 1605; el éxito de este libro fue inmediato y considerable, pero no le sirvió para salir de la miseria. Al año siguiente la corte se trasladó de nuevo a Valladolid, y Cervantes con ella, para poder seguir mendigando favores. Mientras los grandes poetas del Siglo de Oro, empezando por Francisco de Quevedo o Luis de Góngora, gozaban de una sólida posición o de la protección de aristócratas, y el mejor dramaturgo de la época, Lope de Vega, podía incluso vivir de su obra, la justa fama que le había dado la difusión del Quijote sólo sirvió a Cervantes para publicar otras obras que ya tenía escritas: los cuentos morales de las Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso y las Comedias y entremeses.

En 1615, meses antes de su muerte, envió a la imprenta el segundo tomo del Quijote, con lo que quedaba completa la obra que lo sitúa como uno de los más grandes escritores de la historia y como el fundador de la novela en el sentido moderno de la palabra. A partir de una sátira corrosiva de las novelas de caballerías, el libro construye un cuadro tragicómico de la vida y explora las profundidades del alma a través de las andanzas de dos personajes arquetípicos y contrapuestos, el iluminado don Quijote y su prosaico escudero Sancho Panza.
Las dos partes de Don Quijote de la Mancha ofrecen, en cuanto a técnica novelística, notables diferencias. De ambas, la segunda (de la que se publicó en Tarragona una versión apócrifa, conocida como el Quijote de Avellaneda, que Cervantes tuvo tiempo de rechazar y criticar por escrito) es, por muchos motivos, más perfecta que la primera, publicada diez años antes. Su estilo revela mayor cuidado, y el efecto cómico deja de buscarse en lo grotesco y se consigue con recursos más depurados.
Los dos personajes principales adquieren también mayor complejidad, al emprender cada uno de ellos caminos contradictorios, que conducen a don Quijote hacia la cordura y el desengaño, mientras Sancho Panza siente nacer en sí nobles anhelos de generosidad y justicia. Pero la grandeza del Quijote no debe ocultar el valor del resto de la producción literaria de Cervantes, entre la que destaca la novela itinerante Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su auténtico testamento literario.

  

Biografía de la Real Academia de Historia de España.

Cervantes Saavedra, Miguel de. Alcalá de Henares (Madrid), 9.X.1547 baut. – Madrid, 22.IV.1616. Escritor, novelista, dramaturgo, poeta, militar.

Hijo de Rodrigo de Cervantes y de Leonor de Cortinas, fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547. Es probable que hubiese nacido el 29 de septiembre, día de san Miguel. Descendían los Cervantes de un linaje gallego que se había establecido en Córdoba, ciudad en la que disfrutó de cierto prestigio el licenciado Juan de Cervantes, abuelo del escritor y que fue abogado de la Inquisición y familiar del Santo Oficio, cargos para los que evidentemente no hubiera sido designado si sobre la familia pesara sospecha de que tuviera antecedentes “conversos” y se dudara de su limpieza de sangre. Fue Miguel el cuarto de los siete hijos del matrimonio, pues mayores que él eran sus hermanos Andrés, Andrea y Luisa; siguieron a Miguel otros dos hermanos, Rodrigo y Magdalena. El padre, Rodrigo de Cervantes, era un modesto cirujano que, con toda su familia, se trasladó a Valladolid en 1551, donde la suerte no le fue propicia, ya que, por deudas, sus bienes fueron embargados y estuvo encarcelado varios meses, a pesar de sus protestas de hidalguía, que al final fueron atendidas. La familia residió luego en Córdoba y Sevilla, y en 1566 se estableció en Madrid.

Nada seguro se sabe sobre los primeros estudios de Miguel de Cervantes que no parece que llegaran a ser lo que hoy se llamarían universitarios, pues su presencia en Salamanca como estudiante no pasa de ser una hipótesis. También lo es, aunque más probable, que estudiara en la Compañía de Jesús, pues en la novela El coloquio de los perros (1613), el perro Berganza hace una descripción evocadora de un colegio de jesuitas, al que pudo asistir en Valladolid, en Córdoba o en Sevilla. Lo único probado es que Miguel es alumno en Madrid del catedrático de Gramática Juan López de Hoyos, quien en 1569 publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de la reina doña Isabel de Valois (tercera esposa de Felipe II), fallecida el 3 de octubre del año anterior, que incluye tres poesías de circunstancias escritas por “Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”. Son las primeras manifestaciones literarias conocidas de Cervantes.

En 1569, Cervantes está en Roma, fugitivo de España por haber causado ciertas heridas a un tal Antonio de Sigura, por lo cual fue condenado en rebeldía según un mandamiento judicial hecho público, en nombre del Rey, el 15 de septiembre de 1569. El 22 de diciembre, Cervantes solicitó que en Madrid se le hiciera información de limpieza de sangre, que en efecto se practicó, sin duda para menguar el rigor de la sentencia de los alcaldes de Corte que lo condenaban “a que, con vergüenza pública, le fuese cortada la mano derecha, y en destierro de nuestros reinos por un tiempo de diez años, y en otras penas contenidas en la dicha sentencia”. Presentado por su pariente, monseñor Gaspar de Cervantes y Gaete, entra al servicio de monseñor Giulio Acquaviva (que será cardenal en 1570), a quien sirvió como camarero, pero lo deja pronto para sentar plaza de soldado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Moncada, en 1571. En Nápoles, su compañía se embarcó en la galera Marquesa —dentro de las mandadas por el marqués de Santa Cruz— que, unidas a las escuadras veneciana y pontificia, el 7 de octubre de 1571 se hallaron en la acción de Lepanto, formando parte de la armada cristiana a las órdenes de Juan de Austria. Consta en una información legal hecha en Madrid en 1578, en la que a petición del padre, prestó declaración, entre otros testigos, el alférez Gabriel de Castañeda, quien manifestó “que al tiempo y sazón que se reconoció el armada del turco por nuestra armada española, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y este testigo vio que su capitán y otros amigos suyos le dijeron que, pues estaba malo, no pelease y se retirase y bajase debajo de cubierta de la dicha galera, porque no estaba para pelear; y entonces vio este testigo que el dicho Miguel de Cervantes respondió al dicho capitán y a los demás, que le habían dicho lo susodicho, muy enojado: ‘Señores, en todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra Su Majestad, y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y ansí agora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so cubierta’ y que el capitán le pusiese en parte y lugar que fuese más peligrosa, y que allí estaría o moriría peleando, como dicho tenía. Y ansí, el dicho capitán le entregó el lugar del esquife con doce soldados, adonde vio este testigo que peleó muy valientemente como buen soldado contra los dichos turcos, hasta que se acabó la dicha batalla, de donde salió herido en el pecho de un arcabuzazo, y en una mano, de que salió estropeado. Y sabido por el dicho señor don Juan [de Austria] cuán bien lo había hecho, le acrescentó cuatro o seis escudos de ventaja de más de su paga”. Se trata de la mano izquierda, que no le fue cortada, sino que le quedó anquilosada; pero tales heridas no debieron revestir mucha gravedad, ya que Cervantes, una vez curado, volvió a ser soldado y participó en otras acciones militares. Durante toda su vida, Cervantes se mostrará orgulloso de haber luchado en la batalla de Lepanto, que decía ser “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros” (prólogo a la segunda parte del Quijote, 1615).

En abril de 1572, se incorporó a la compañía de Manuel Ponce de León, del tercio de Lope de Figueroa —inmortalizado por Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea—, tomó parte en las expediciones navales de Navarino (o Pilos, en el Peloponeso), la Goleta de Túnez (1573) y en otras varias acciones. Luego, el tercio hizo vida de guarnición en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia.

Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación de Juan de Austria y del duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la altura de Palamós, frente a la costa catalana, les salió al encuentro una flotilla turca mandada por el famoso corsario Arnauti Mamí —renegado de origen albanés—, que, tras un combate, en el que murieron el capitán de la galera y varios soldados españoles, hizo prisioneros entre otros, a Miguel de Cervantes y a su hermano Rodrigo, que hacía tiempo era también soldado en Italia. Llevados a Argel, nuestro escritor es adjudicado como esclavo al corsario de origen griego Dali Mamí. El hecho de haberse encontrado en su poder las cartas de recomendación de Juan de Austria hizo creer que Cervantes era persona de elevada condición de la que se podría conseguir un buen rescate. Los cinco años de cautiverio en Argel fueron una durísima prueba para Miguel de Cervantes. Intentó fugarse cuatro veces arriesgadamente y, para evitar más daños a sus compañeros de cautiverio, se hizo responsable de todo ante sus enemigos y prefirió la tortura a la delación. Gracias a las informaciones oficiales y al libro de fray Diego de Haedo, Topografía e historia general de Argel (1612), se poseen importantes noticias sobre el cautiverio de Cervantes que, en transposición literaria, complementan las comedias del propio Cervantes, Los tratos de Argel y Los baños de Argel y el relato de la historia del cautivo interpolada entre los capítulos 39 a 41 de la primera parte del Quijote (1605). El primer intento de fuga fue en enero de 1576 y fracasó porque el moro que debía guiar a los hermanos Cervantes y a sus compañeros a Orán (plaza española) los abandonó en la primera jornada, y los cautivos se vieron precisados a regresar a Argel, donde fueron encadenados y vigilados más estrechamente que antes.

Los padres de Cervantes, mientras tanto, habían reunido, a base de préstamos y de vender parte de sus bienes, cierta cantidad de ducados, con la esperanza de rescatar a sus hijos. Pero cuando en 1577 se concertaron los tratos, resultó que la suma no era suficiente para rescatar a los dos, y Miguel prefirió que fuera puesto en libertad su hermano Rodrigo, el cual efectivamente regresó a España. Pero Rodrigo llevaba un plan trazado por Miguel a fin de libertarlo a él y a catorce o quince cautivos más. Se puso en ejecución el plan, y Cervantes se reunió con sus compañeros en una cueva oculta en espera de la llegada de una galera española que debía recogerles. Llegó, en efecto, la galera, y dos veces intentó acercarse a la playa, pero fue apresada y los cristianos escondidos en la cueva fueron descubiertos, debido a la traición de un cómplice, llamado “el Dorador”, natural de Melilla, que denunció todo el plan. Cervantes afirmó ante el bey de Argel, el veneciano Hasán Bajá, que era el único organizador de la fuga y que sus compañeros habían procedido inducidos por él. Hasán Bajá lo encerró en un “baño”, o presidio, cargado de cadenas, donde permaneció varios meses.

El tercer intento de fuga, en marzo de 1578, lo trazó Cervantes con las esperanzas puestas en llegar por tierra hasta Orán. Envió allí un moro fiel con cartas para Martín de Córdoba, general de aquella plaza, exponiéndole el proyecto y pidiéndole guías. Pero el mensajero fue preso y empalado y las cartas leídas. En ellas se demostraba que quien lo había tramado todo era Cervantes, que fue condenado a recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron, tanto cristianos como mahometanos, los que intercedieron por él.

El cuarto intento de fuga lo realizó Cervantes en mayo de 1580 gracias a una suma en metálico que entregó un mercader valenciano que estaba en Argel, con la cual Cervantes compró una fragata capaz de llevar en ella a sesenta cautivos. Cuando todo estaba a punto, uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan Blanco de Paz, delató todo el plan a Hasán Bajá, quien por toda recompensa le dio un escudo y una jarra de manteca, y trasladó a Cervantes a una prisión más rigurosa, en su mismo palacio, y decidió llevarlo a Constantinopla, donde la fuga se haría casi imposible. Cervantes, como las otras veces, y tras varios meses de estar escondido, asumió toda la responsabilidad del intento.

Por entonces, llegaron a Argel los padres trinitarios fray Antonio de la Bella y fray Juan Gil. El primero partió con una expedición de rescatados; y el segundo, que sólo disponía de trescientos escudos que la familia de Cervantes había reunido, intentó rescatar a Miguel, por el cual se exigían quinientos. En vista de ello, el fraile se dedicó a recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba, que reunió cuando ya Cervantes estaba con dos cadenas y un grillo en una de las galeras en que Hasán Bajá partía para Constantinopla. Gracias a los quinientos escudos, tan angustiosamente reunidos, Cervantes quedaba libre el 19 de septiembre de 1580. Se embarcó con otros cautivos rescatados, y el 27 de octubre, con treinta y tres años y tras once de ausencia, llegó a España, por Denia, desde donde se trasladó a Valencia. En noviembre o diciembre estaba ya en Madrid con su familia: su padre, ya viejo, aquejado de sordera; su madre, y sus hermanas Andrea y Magdalena. Su otra hermana, Luisa de Cervantes, era monja carmelita descalza en Alcalá, y su hermano Rodrigo estaba en Portugal, incorporado otra vez al tercio de Lope de Figueroa. Agravado por los esfuerzos para reunir el rescate de los dos hermanos, la familia estaba en una triste situación económica.

Cervantes tenía que rehacer su vida y empezar de nuevo; no podía ser soldado por las heridas recibidas y su edad ya no era apropiada para la milicia, y las letras no podían ser solución económica para alguien como él, desconocido, sin ningún grado universitario y sin ningún libro publicado.

En mayo de 1581, Cervantes se trasladó a Portugal, donde estaba la Corte de Felipe II, con el propósito de pretender algo con que organizar su vida y pagar las deudas que había contraído su familia para rescatarlo. En Portugal recibió cincuenta ducados y se le encomendó una misión secreta en Orán, sin duda por ver en él un hombre con profunda experiencia de las costumbres del norte de África. Realizada esta comisión, regresó por Lisboa, y ya estaba de nuevo en Madrid a fines de año. En febrero de 1582 solicita, un empleo en América, pero fracasa en su pretensión, pues no hay ninguno vacante y por carta a Antonio de Eraso, del Consejo de Indias, agradece el interés tomado en la frustrada aspiración. Gracias a esta carta se sabe que en febrero de 1582 estaba escribiendo su novela pastoril La Galatea. Firmaba entonces ya con el apellido compuesto de Cervantes Saavedra, que ya usaban algunos de los Cervantes establecidos en Andalucía, como el insignificante poeta cordobés Gonzalo de Cervantes Saavedra.

Se ignora la vida de Cervantes en los años 1582 y 1583, durante los cuales, sin duda, tuvo relaciones amorosas con Ana Villafranca (o Franca) de Rojas, mujer de un tal Alonso Rodríguez, de la cual reconoció tener una hija que se llamó Isabel de Saavedra.

El 14 de junio de 1584 cobra Cervantes del mercader de libros Blas de Robles 1.336 reales por el privilegio reimpresión de La Galatea, que aparecerá al año siguiente en Alcalá de Henares. Seis meses después, el 12 de diciembre de 1584, Miguel de Cervantes, con treinta y siete años, se casó en Esquivias con Catalina de Salazar y Palacios (o Palacios y Salazar), joven de diecinueve y que aportó una pequeña dote. En Esquivias tuvo Cervantes su primer hogar propio y es de creer que por aquel entonces escribiera obras de teatro que se representaron en Madrid.

Hasta la aparición de La Galatea sólo podía considerarse a Cervantes un mero aficionado a la poesía, que había publicado algunas composiciones en libros ajenos y en romanceros y cancioneros, que recogían producciones de diversos poetas.

La Galatea apareció dividida en seis libros y en calidad de “primera parte”. Toda su vida prometió Cervantes su continuación, que jamás llegó a imprimirse. En el prólogo, la obra es calificada de “égloga” y se insiste en la afición y gusto que Cervantes siempre ha tenido a la poesía. Se trata, de hecho, de una novela pastoril, género que había instaurado en España la Diana de Jorge de Montemayor. Después de sus experiencias de Lepanto y de Argel quizá se esperase de Cervantes otra cosa, algo más real, más personal y de mayor originalidad, pero en él pesan todavía las lecturas hechas cuando fue soldado en Italia (son numerosas las influencias italianas en La Galatea) y, deseoso de olvidar sus recientes penalidades y enzarzado en problemas sentimentales (Ana Franca, Catalina de Salazar), transfigura la intimidad de sus confidencias en el ideal mundo pastoril. La prosa de La Galatea es bella, matizada y artificiosa; y sus numerosas poesías intercaladas, la mayoría de las cuales son lamentaciones amorosas, revelan el influjo de Garcilaso, Herrera y fray Luis de León, principalmente. Entre los muchos versos de La Galatea, por lo general discretos, hay momentos en que apuntan verdaderos aciertos. Gran interés para la historia literaria encierra el poema titulado “Canto de Calíope”, inserto en el libro sexto, donde Cervantes celebra y enjuicia epigramáticamente un gran número de escritores de su tiempo.

En 1587, Cervantes fija su residencia en Sevilla, y se gana la vida ejerciendo el humilde oficio de comisario real de abastos, al servicio de Antonio de Guevara, proveedor de las galeras reales, concretamente con destino a la expedición naval que Felipe II proyectaba enviar contra Inglaterra, lo que le obliga a recorrer gran parte de Andalucía con la desagradable misión de requisar cereales y aceite.

Seguía ejerciendo este cargo cuando, en mayo de 1590, Cervantes presenta su brillante hoja de servicios a Felipe II con un memorial en el que solicita, otra vez, “un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacos”. El deseo de marchar a América para salir de la estrechez acucia todavía a Cervantes, que el 6 de junio de aquel año encontró una lacónica y seca negativa: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Cervantes siguió teniendo su residencia en Sevilla, lejos de su mujer, que se había quedado en su nativa Esquivias.

Sus tareas en el desempeño de su misión por villas y pueblos andaluces le acarrean desagradables incidentes. En dos ocasiones, por lo menos, embargó partidas de trigo de propiedad eclesiástica que le valieron sendas excomuniones. Constantemente se elevaban protestas contra él, muchas veces exageradas, por parte de los municipios, que se resistían a hacer entrega de las cantidades de trigo y de aceite que Cervantes, cumpliendo con su obligación, exigía, apremiado por sus superiores.

El 19 de septiembre de 1592, acusado de que, en el ejercicio de su comisaría, había vendido trescientas fanegas de trigo sin autorización, un corregidor de Écija encarceló a Cervantes en Castro del Río. Pronto fue puesto en libertad bajo fianza, hizo sus apelaciones y fue declarado inocente. Desde 1594 se le encargó la misión de cobrar los atrasos de tercias y alcabalas que se debían en el reino de Granada —que ascendían a cerca de dos millones y medio de maravedís—, cargo para el que le fue preciso depositar una gruesa fianza, que en parte aprontó su mujer. En septiembre de 1597, habiendo depositado lo recaudado en un banco de Sevilla, el banquero quebró, y Cervantes, que se vio imposibilitado de hacer efectivas las sumas recogidas, fue recluido en la cárcel sevillana, donde pasó unos tres meses del año 1597 hasta salir a principios de diciembre bajo fianza. Otro encarcelamiento de Cervantes en la misma cárcel real de Sevilla, a finales de 1602 o en 1603, que aceptan algunos biógrafos, no está probado. A ello se refiere Cervantes, sin duda, cuando dice que el Quijote fue engendrado en una cárcel. Allí debió de convivir con toda suerte de maleantes y gente fuera de la ley, que retratará en el famoso patio de Monipodio del Rinconete y Cortadillo (1613).

En mayo de 1600 se documenta por última vez a Cervantes como residente en Sevilla. A partir de 1604, se encuentra de nuevo en Valladolid, donde se ha establecido la Corte, y rodeado ahora de su familia, compuesta exclusivamente por mujeres. Viven con Cervantes su mujer, de treinta y nueve años; sus hermanas Andrea y Magdalena; Constanza, hija natural de Andrea, e Isabel de Saavedra, hija natural de Miguel, que tiene veinte años. Ana Villafranca de Rojas, antigua amante de Cervantes, había muerto ya, así como el hermano del escritor, Rodrigo, que pereció de un arcabuzazo, en 1600, en la batalla de las Dunas.

La primera parte del Quijote debería de estar muy adelantada cuando Cervantes se instaló en Valladolid, y allí sin duda la terminó. El ambiente en que se escribieron las postreras páginas y se dieron los últimos retoques de esta novela es deprimente y afrentoso. El hogar de Cervantes dista mucho de ser un modelo de honor y dignidad. La hermana mayor, Andrea, de unos sesenta años, desde los veinticuatro recibió donaciones y presentes por parte de señores y había tenido a su hija Constanza de un tal Nicolás de Ovando, con quien no se llegó a casar. La hermana pequeña, Magdalena, de unos cincuenta años, desde los veinte aceptaba donaciones de jóvenes de su edad y en 1581 recibió 300 ducados de Juan Pérez de Alcega como compensación a la negativa de éste a cumplir su palabra de matrimonio. Constanza de Ovando, por su parte, de alrededor de cuarenta años, recibió, en 1596, 1.400 ducados de Pedro de Lanuza, hermano del famoso justicia de Aragón, en reparación por el incumplimiento de la palabra de matrimonio que le había dado. En 1614 recibió otra deuda de 1.000 reales, sin duda de antiguos amoríos, de un tal Gregorio de Ibarra, que estaba en el Perú.

En el verano de 1604, Cervantes ya tenía acabado el Quijote y, siguiendo la costumbre de la época, debió de dirigirse a varios escritores y personajes pidiéndoles que escribieran poesías de elogio de su libro para insertarlas en sus preliminares. Debió de recibir muchas negativas, pues Lope de Vega, que le tenía ojeriza y lo menospreciaba, escribió el 4 de agosto en una carta: “De poetas no digo, buen siglo es éste; muchos en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote”. Esto explica que en el prólogo de la primera parte del Quijote, Cervantes se burle de las poesías laudatorias de los libros y satirice cómicamente tal costumbre insertando una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los mismos libros de caballerías que se propone parodiar (Amadís de Gaula, Belianís de Grecia, Orlando furioso, el Caballero del Febo, Urganda la Desconocida, etc.).

En septiembre de 1604 obtiene el privilegio real para publicar el Quijote, que se editaría muy pronto. La primera parte de la novela, dedicada al duque de Béjar —personaje que no se interesó ni por el Quijote ni por Cervantes—, se publicó con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La edición más antigua de las conocidas de la primera parte fue impresa en Madrid por Juan de la Cuesta en 1605, aunque se ha supuesto una edición de 1604, de la que no queda rastro.

La acción principal del Quijote está constituida por la narración de tres viajes por la parte oriental de España (La Mancha, Aragón y Cataluña) realizadas por el héroe del relato. Es, pues, una novela itinerante, como ocurre en algunos libros de caballerías y en la picaresca. No hay en el Quijote una trama propiamente dicha, sino un constante sucederse de episodios; una acción expuesta en riguroso orden cronológico que se ve suspendida, sobre todo en la primera parte, por otros relatos intercalados en el texto. Tres veces don Quijote sale de su aldea en busca de aventuras y tres veces regresa a ella. Cada una de estas salidas tiene una estructura, unas características y un itinerario propios; las dos primeras se narran en la primera parte del Quijote —dividida en cuatro partes— y la tercera, en la segunda. La primera salida tiene lugar en solitario tras el enloquecimiento del protagonista por la lectura de los libros de caballerías; una vez es cogido su nombre de caballero (Don Quijote de la Mancha), el de su caballo (Rocinante) y el de su dama (Dulcinea del Toboso, para nombrar a Aldonza Lorenzo, una moza labradora “de muy buen parecer”), tiene lugar en una venta la grotesca ceremonia de armarle caballero; en su primera acción de armas, tras su apaleamiento por unos mercaderes toledanos, un labrador vecino suyo, Pedro Alonso, lo socorre y lo devuelve a casa, donde el cura y el barbero proceden al escrutinio de la biblioteca. En la segunda salida, a partir del capítulo séptimo, ya se hace acompañar por Sancho Panza, otro labrador vecino suyo que decide ser su escudero animado por la promesa de ganancias y el gobierno de una “ínsula”. Tras un largo periplo por diferentes lugares en que se suceden algunos de los episodios más célebres de la obra, al final de la primera parte de la novela, Cervantes afirma que no ha podido encontrar más noticias sobre don Quijote, pero que en La Mancha es fama que salió de su aldea una tercera vez y fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas. Solamente, en cierta caja de plomo, hallada en los escombros de una ermita, encontró unos versos escritos por “Los Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha”, en elogio de don Quijote, Dulcinea, Rocinante y Sancho. A lo largo de esta primera parte, tanto don Quijote como Sancho Panza quedan perfectamente perfilados, al tiempo que van evolucionando. A Sancho Panza, por ejemplo, se le va pegando el ingenio de don Quijote e incluso llegará a contagiarse de su locura, mientras que hay momentos, sobre todo en la segunda parte, en que don Quijote invierte su idealismo inicial. Con la inmortal pareja aparece el constante y sabroso diálogo; gracias a este diálogo, se entra a fondo en el alma de don Quijote, y su departir con Sancho será un eficaz contraste entre el sueño caballeresco y la realidad tangible, la locura idealizadora y la sensatez elemental, la cultura y la rusticidad y también la ingenuidad y la cazurra picardía. La figura física de ambos se presta también al contraste: don Quijote, seco y delgado, montado en su escuálido caballo, y Sancho, gordo y chaparro, siempre acompañado de su asno.

Nada más publicarse, el Quijote constituyó un fulgurante y rapidísimo éxito, como lo prueba el hecho de que en los brillantes festejos celebrados en Valladolid el 10 de junio de 1605 con motivo del nacimiento del príncipe don Felipe (el futuro Felipe IV), en los entremeses figuraban caballeros disfrazados de don Quijote y Sancho. Sin embargo, ese mismo año de la publicación de la primera parte de su obra maestra, una nueva desgracia cae sobre Cervantes. La noche del 27 de junio de 1605, es herido mortalmente por un desconocido, ante la puerta de la casa del escritor, el caballero navarro Gaspar de Ezpeleta, que en las referidas fiestas fue derribado del caballo en una corrida de toros, incidente que suscitó una poesía satírica de Góngora. El propio Cervantes —que se levantó de la cama al oír los gritos de “¡Ah, ladrón, que me has muerto! ¿No habrá quien socorra a un caballero que viene herido?”— acudió a auxiliarle, y lo atendieron en su casa con solicitud hasta que murió, dos días después. Entonces, un arbitrario juez, para favorecer a un escribano que tenía motivos para odiar a Ezpeleta y que quería desviar de sí toda sospecha, ordena la detención de todos los vecinos de la casa donde había sido acogido, entre ellos Cervantes y parte de su familia. El encarcelamiento debió de durar sólo un día; pero en las declaraciones del proceso sobre el caso se manifiesta la opinión que se tenía de la familia del escritor. Los testigos declararon que en aquella casa “viven algunas mujeres que en sus casas admiten visitas de caballeros y de otras personas de día y de noche”, y, con referencia explícita a la de Cervantes, “que entran de noche y de día algunos caballeros [...] de que en ello hay escándalo y murmuración, y especialmente entra un Simón Méndez, portugués, que es público y notorio que está amancebado con doña Isabel, hija del dicho Miguel de Cervantes”. Por las declaraciones de este proceso se sabe también que a las mujeres que vivían con el escritor se las llamaba despectivamente “las Cervantas”.

En 1606, la Corte se trasladaba de Valladolid a Madrid. Cervantes la siguió con su familia; y allí cambió varias veces de residencia hasta establecerse definitivamente en la calle del León. A poco —a fines de 1608—, se casó su hija Isabel con Diego Sanz del Águila, de quien tuvo una hija, llamada también Isabel, pero pronto enviudó y contrajo nuevo matrimonio con un hombre de negocios llamado Luis de Molina. En 1609 y 1611 murieron sus hermanas Andrea y Magdalena —quien pasó sus últimos años llevando una vida casi monjil— y la familia de Cervantes quedó reducida a su esposa y a su sobrina Constanza de Ovando. En junio de 1610 pretendió acompañar al conde de Lemos, que había hecho escala en Barcelona, a Nápoles, donde iba con el cargo de virrey y con una lucida corte de escritores, pero sus aspiraciones quedaron frustradas. No le fue posible entrevistarse con él y su secretario, Lupercio Leonardo de Argensola, le hizo vagas promesas de una posterior llamada a la Corte napolitana. Cervantes residió en Barcelona, pues, probablemente de junio a septiembre de 1610.

En su vejez, la producción literaria de Cervantes, se divulga con asiduidad. Desde que en 1585 había publicado La Galatea no había aparecido ningún libro suyo hasta veinte años después, cuando se imprimió la primera parte del Quijote. El éxito de este libro movió a Cervantes a publicar otros y a los editores a imprimirlos. En 1613 aparecen las Novelas ejemplares; en 1614, el Viaje del Parnaso; en 1615, la segunda parte del Quijote y las Comedias y entremeses; y en 1617, póstumamente, el Persiles y Sigismunda. O sea, que la gran época de aparición de las obras de Cervantes, prescindiendo de la primera parte del Quijote, corresponde a la etapa que va de los sesenta y seis a los sesenta y ocho años del escritor.

En esos años, Cervantes frecuenta la vida literaria madrileña y consta que asistía a las reuniones de la Academia del conde de Saldaña, pues Lope de Vega, en una carta de marzo de 1612, escribe, refiriéndose a esta agrupación: “Las academias están furiosas; en la pasada se tiraron los bonetes dos licenciados; yo leí unos versos con antojos de Cervantes que parecían huevos estrellados mal hechos”. Por esta indicación, se sabe que Cervantes, en los últimos tiempos de su vida, por lo menos, usó anteojos, lo que está en contradicción con sus presuntos retratos.

El tomo titulado Novelas ejemplares es, después del Quijote, el libro de Cervantes de interés más permanente. Tras el prólogo y la dedicatoria, se publican las siguientes novelas: La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros. El casamiento engañoso constituye la introducción de El coloquio de los perros, al paso que las demás novelas son independientes entre sí. Las novelas Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño se han transmitido, independientemente de la edición de 1613, en un manuscrito (llamado de Porras de la Cámara) que ofrece notables variantes de redacción respecto al texto impreso y en el que figura otra novela, titulada La tía fingida, que una parte de la crítica se inclinó a atribuir a Cervantes, lo que detallados estudios sobre las características gramaticales de su prosa hacen infundado.

Hay que advertir que con la palabra “novela”, Cervantes traducía la italiana novella, que significa narración breve imaginada, y que jamás se le ocurrió dar el nombre de novelas a sus narraciones largas, como La Galatea, el Quijote o el Persiles y Sigismunda. Cervantes tenía el convencimiento de haber introducido un nuevo género, pues en el prólogo afirmó: “Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana”, ya que las anteriores novelas que habían aparecido en España eran traducciones del italiano. De hecho, algunas de las Novelas ejemplares son de tipo italiano.

Por su parte, El Viaje del Parnaso es un poema en tercetos inspirado, como el mismo Cervantes confiesa, en cierto Viaggio in Parnaso del escritor italiano Cesare Caporale, aunque en el desarrollo del tema, ambas obras difieren bastante. El poema de Cervantes, que dista mucho de tener un valor literario intrínseco, es interesante por la información y juicios que da sobre escritores de la época y los datos personales que brinda. Su apéndice en prosa, titulado “Adjunta al Parnaso”, tiene tal vez mayor interés, porque Cervantes habla de sus obras literarias, algunas de ellas perdidas, y se defiende contra ciertas críticas de que fue objeto el Quijote.

En el Viaje del Parnaso hace Cervantes una afirmación cuyo alcance tal vez se ha desmesurado: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo”. Aunque Cervantes ha escrito estos versos en tono humorístico, no deja de haber en ellos cierta amargura de quien, sabiéndose un gran prosista, comprende que no puede compararse con los grandes poetas de su tiempo. Ya se ha visto que inició su carrera literaria con poesías de circunstancias; también tendrán este carácter su elegía en tercetos al cardenal Espinosa y varios sonetos y composiciones breves suyas que aparecerán en los preliminares de libros ajenos, en elogio de sus autores (como en el Romancero y el Jardín espiritual de Pedro Padilla, en La Austríada de Juan Rufo, en el Cancionero de López Maldonado, en la Tercera parte de las rimas de Lope de Vega y hasta en un libro tan insospechado como es el Tratado de todas las enfermedades de los riñones del médico Francisco Díaz).

En un manuscrito de principios del siglo XVII, se conservan dos canciones sobre la Armada Invencible, que una mano distinta y más moderna que la del copista ha atribuido a Cervantes. Es posible que estas dos canciones, de solemne empaque y que recuerdan a la de Herrera sobre la victoria de Lepanto, sean de nuestro escritor. Más suspecto es el caso de la famosa Epístola a Mateo Vázquez, en tercetos y en la que en primera persona se narran la acción de Lepanto, la prisión de la galera Sol y el cautiverio. Esta epístola se publicó en una revista en el año 1863 como procedente de un manuscrito cuyo paradero se ignora, lo que suscita fundadas dudas respecto a su autenticidad, sobre todo si se tiene en cuenta que se dio a conocer en los tiempos en que se polemizaba sobre el fraude cervantino llamado El Buscapié.

La poesía grave de Cervantes hay que buscarla principalmente en las composiciones intercaladas en La Galatea y en algunas del Quijote, como la “Canción de Crisóstomo”. En esta dirección, nuestro escritor aparece como un poeta discreto que, entre versos anodinos y poco personales, tiene momentos de evidente belleza y gran decoro. Pero hay tantos poetas españoles buenos en el paso del siglo XVI al XVII que Cervantes se empequeñece en cuanto se lo compara con los grandes líricos de su tiempo. Destacan, no obstante, los sonetos “¿Quién dejará del verde prado umbroso?” (inserto en La Galatea) y “Mar sesgo, viento largo, estrella clara” (en el Persiles).

Mayor es la dimensión de Cervantes como poeta si se repara en algunas de sus composiciones de tipo tradicional o en las burlescas. Intercaladas en algunas de sus Novelas ejemplares y en su teatro aparecen de vez en cuando cancioncillas en las que ha sabido reproducir con verdadero acierto la gracia de lo popular. En Pedro de Urdemalas, en La Gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño y La ilustre fregona se insertan romances y canciones de verdadera calidad y desenvuelta gracia.

Las poesías burlescas de Cervantes son siempre muy personales y divertidas, y no raramente su gracia estriba en la ingeniosa repetición de rimas de asonancia grotesca o cómica. Uno de sus mayores aciertos, en este sentido, es la canción que cantan el sacristán y el barbero al final del entremés La cueva de Salamanca, en la que la asonancia en-anca hace aparecer conceptos graciosamente disparatados. En el Viaje del Parnaso se muestra satisfecho de una de sus poesías burlescas: “Yo el soneto compuse que así empieza, / por honra principal de mis escritos: / ‘Voto a Dios, que me espanta esta grandeza’”. Se trata, en efecto, de uno de los sonetos más conocidos de nuestra literatura clásica, y que fue tan celebrado que circulaba en numerosas copias manuscritas. Lo escribió con motivo del suntuoso túmulo que se hizo en Sevilla en 1598 para celebrar las honras fúnebres de Felipe II, y pinta, en términos achulados y desgarrados, la admiración que ello produjo a un soldado y a un valentón.

En 1615 se publicó la segunda y última parte del Quijote, dedicada al conde de Lemos, con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Un año antes había aparecido un libro con pie de imprenta de Felipe Roberto, de Tarragona, con el título de Segundo Tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, cuyo autor, como el propio Cervantes dirá en 1615, encubrió su nombre y fingió su patria, con lo que revela que ni se llamaba Alonso Fernández de Avellaneda ni era natural de Tordesillas. Debido al Quijote de Avellaneda, Cervantes, en la segunda parte de la obra, cambió la ruta de su protagonista, que había anunciado que iba a Zaragoza, y de la segunda parte apócrifa tomó el personaje de don Álvaro Tarfe, precisamente para desmentir su fábula. De todos modos, gracias al Quijote de Avellaneda, Cervantes se apresuró a continuar la redacción de su obra, que apareció cinco meses antes de su muerte. Al final de su tercera salida, don Quijote es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna (en realidad, el bachiller Sansón Carrasco) en Barcelona. Tras una convalecencia en cama, debilitado por el vencimiento, don Quijote regresa a casa. Mientras el escudero trata de alentar el ánimo abatido de su amo hablándole de trances de libros de caballerías y de nuevas aventuras, don Quijote planea entregarse a la vida pastoril. Melancólico y apesadumbrado por su derrota, y esperando vanamente el desencanto de Dulcinea, cae enfermo. Tras seis días de calentura, al final muere diciendo haber recuperado la cordura y Cide Hamete Benengeli se despide de su pluma con nuevas pullas a Avellaneda, y acaba la novela con las siguientes palabras: “No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna”.

Cuando Cervantes acaba la segunda parte de la novela, tiene ya sesenta y ocho años, está en la miseria, ha padecido —como se ha visto— desdichas de toda suerte en la guerra, en el cautiverio, en su propio hogar, y ha recibido humillaciones y burlas en el cruel ambiente literario; a pesar de todo ello, su buen humor y su agudo donaire inundan el Quijote, aunque sólo sea externamente y aunque tales bromas encubran amargas verdades y reales desengaños. Lo cierto es que la adversidad no había agostado su buen humor ni amargado su espíritu. 

El Quijote es una novela satírica y burlesca, y como tal fue recibida por los contemporáneos de Cervantes. El autor parodia los absurdos y las peregrinas fantasías de los libros de caballerías; Cervantes ataca, pues, un género literario determinado; lo que Cervantes se propone es desacreditar la caricatura del heroísmo que aparece en las degeneraciones de la novela caballeresca medieval y evitar la confusión entre el héroe de veras y el héroe fabuloso; frente al caballero “literario”, Cervantes opone el caballero real. Lo importante y decisivo del Quijote es que, siendo una novela que se propone satirizar una moda literaria española de su época, que actualmente no significa casi nada para nosotros, tenga una validez perenne y constante no tan sólo en España sino en todo el mundo. Lo que pudo ser un libro de mera crítica literaria de circunstancias adquirió, gracias al genio y al arte perfectamente conscientes de Cervantes, una categoría superior, un sentido permanente y una trascendencia universal.

También en 1615 publicó Cervantes un tomo titulado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. El éxito del Quijote permitía a nuestro escritor dar al público estas obras dramáticas que había compuesto en diferentes épocas de su vida literaria. Las comedias son: El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana doña Catalina de Oviedo, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas. Los entremeses, por su parte, se titulan: El juez de los divorcios, El rufián viudo llamado Trampagos, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso. La producción de Cervantes como autor teatral tuvo una primera etapa, aproximadamente entre los años 1582 y 1587, que se define dentro del amplio panorama de la escena española por su carácter de transición. Entonces estrenó varias obras “con general y gustoso aplauso de los oyentes”, según él mismo afirma, e intentó dar más lógica y racional estructura a la tragedia de tipo clásico, allegándose al estilo de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués y Lupercio Leonardo de Argensola. Estos intentos de teatro de empaque, que hubieran podido conducir a una tragedia similar a la neoclásica francesa, se derrumbaron ante el ímpetu de Lope de Vega, que introdujo en la escena española una nueva fórmula que fue de general agrado y que se aceptó sin reservas. El mismo Cervantes da fe de este hecho al escribir, no sin cierta melancolía en el prólogo de Comedias y entremeses: “Dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica”.

De la primera época del teatro cervantino solamente se conservan dos obras (que no se incluyeron en el tomo de 1615): El trato de Argel, que ofrece impresionantes datos del cautiverio, y El cerco de Numancia, hábil síntesis de los datos que sobre este heroico hecho han conservado los historiadores clásicos, leyendas de carácter tradicional (como es la escena final, en la cual el último superviviente de la ciudad, un muchacho, se suicida tirándose desde una torre cuando entran los romanos) y abstracciones o figuras morales (España, el Duero, la Guerra, la Fama). Ello da a la tragedia una real intensidad y un gran valor emotivo y patriótico (es de notar que, dos siglos más tarde, su representación enardeció el espíritu de los sitiados en Zaragoza por lo ejércitos de Napoleón).

El mayor de los aciertos del teatro cervantino se halla, sin duda, en sus ocho entremeses, breves cuadros de vida española, con trama tenue y poco consistente, pero de variada matización en cuanto a los personajes, su habla y su viveza. Todo un mundillo de tramposos, vividores, sablistas, casadas casquivanas, criadas enredosas y maridos estúpidos desfila en estas ocho piezas en las que Cervantes perfecciona el estilo de los pasos de Lope de Rueda, por quien sentía gran admiración.

Se atribuyen a Cervantes algunos entremeses que no se publicaron en el tomo aparecido en 1615, y entre ellos los que tienen más posibilidades de haber sido escritos por él son los titulados Los habladores y El hospital de los podridos.

La religiosidad de Cervantes se manifiesta, además de en sus escritos y en cierta documentación, en su profesión en cofradías y congregaciones. En 1609 pertenecía a la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, en la que eran cofrades otros escritores como Lope de Vega, Quevedo, Espinel, Salas Barbadillo. Pertenecía también, junto a su mujer y a sus hermanas, a la Venerable Orden Tercera de San Francisco, en la que profesó ya gravemente enfermo diecinueve días antes de morir.

El 19 de abril de 1616 firmó Cervantes la dedicatoria al conde de Lemos de su obra Los trabajos de Persiles y Sigismunda, en que afirma haber recibido el día anterior la extremaunción cuando —como dice— “el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir [...]. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos”. En esa misma página incluye los versos: “Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta os escribo”. El 22 (no el 23) de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes en Madrid, en su casa de la calle del León, esquina a la de Francos, seguramente atendido por su esposa y por su sobrina Constanza de Ovando.

Debido a su pobreza, la Venerable Orden Tercera se encargó del sepelio de Cervantes, cuyo cadáver, con la cara descubierta y vestido del sayal franciscano, fue sepultado en el convento de las Trinitarias Descalzas de la calle de Cantarranas (hoy Lope de Vega), donde sin duda reposan todavía sus restos, sin que haya posibilidad de identificarlos.

Los trabajos de Persiles y Sigismunda se publicó en 1617 con privilegio a favor de la viuda de Cervantes, Catalina de Salazar.

Cervantes afirma en el prólogo de sus Novelas ejemplares (1613) que Juan de Jáuregui, conocido pintor y poeta, había pintado su retrato. La Real Academia Española posee un discutido retrato de un hombre con golilla, en cuya parte superior se lee “D. Miguel de Ceruantes Saauedra” y en la inferior “Iuan de Iaurigui pinxit año 1600”, sobre cuya autenticidad se han emitido fundadas dudas. En la colección del marqués de Casa Torres existe el retrato de otro hombre, también con golilla, que se ha supuesto que es el que pintó Juan de Jáuregui, porque corresponde con la descripción que de éste da Cervantes en el prólogo aludido.

 

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Itsukushima Shrine.


Sobre el análisis filosófico del Quijote.

Gustavo Bueno.

En este rasguño se somete a crítica el supuesto (mantenido por muchos profesores de filosofía, así como también por otros muchos ciudadanos o políticos, que filosofan a su modo) según el cual el único modo de entender filosóficamente el Quijote es considerándolo desde las premisas del humanismo, del pacifismo, de la tolerancia, de la paz y de la libertad
la triada de las tres campesinas cruzada con la triada Don Quijote, Sancho y Dulcinea: pasado, presente y futuro de España




1  Entre los organizadores de actos conmemorativos del Quijote, en este su cuarto centenario, no faltan las Sociedades de Filosofía; y entre los ciudadanos particulares o los políticos que escriben artículos o libros, o pronuncian conferencias o discursos de investidura, o preámbulos de leyes con referencias al Quijote, no faltan los profesores de filosofía.

Sin embargo, la participación de Sociedades de Filosofía, o de profesores de filosofía, en las conmemoraciones del Quijote, no garantizan la condición filosófica de los debates, de los artículos, de los libros o de las conferencias ofrecidas. Y esto puede parecer una cierta anomalía.

En efecto. Es mucho más probable que si los actos, conferencias, artículos, &c., sobre el Quijote son organizados por Colegios de Médicos, de Psicólogos o de Historiadores, las conferencias, artículos o debates se ajustarían mucho más, en cada caso, a la perspectiva de cada gremio organizador o de cada ciudadano que interviene a título de miembro de un gremio (como médico, como psicólogo, como historiador). El gremio en el que se enmarcan los debates, los libros o las conferencias... garantiza, con una gran probabilidad, que el público va a recibir informaciones o planteamientos centrados en torno a las categorías correspondientes. Si, por ejemplo, el debate tiene lugar entre médicos, es casi seguro que Don Quijote o Sancho serán tratados desde las categorías que definen sus constituciones respectivas (leptosomáticas, pícnicas), que se discutirán diversos diagnósticos psiquiátricos de la supuesta locura de Don Quijote (¿un monomaniaco?, ¿un enfermo delirante afectado del síndrome de Capgras?...), que se tratará de determinar la naturaleza de las «calenturas» que precedieron a la curación de sus delirios y a su muerte.

¿A qué se debe la «anomalía» que apreciamos cuando quienes, como profesores de filosofía, se disponen a tratar sobre el Quijote, lo que hacen en realidad es ofrecernos, en la mayor parte de los casos, una mezcla enciclopédica de consideraciones sociológicas, históricas o psicológicas, que pueden ser interesantes, sin duda, pero que difícilmente pueden considerarse como filosóficas?

Seguramente a que la perspectiva filosófica es atribuida a un gremio, a una especialidad académica del mismo orden del que pueda corresponder a la Medicina, a la Psicología o a la Historia... A fin de cuentas, cada gremio está moldeado por alguna de las Facultades universitarias.

¿Y por qué nos extraña que quienes se presentan como «filósofos», en el momento de disertar sobre el Quijote, no asuman casi nunca, salvo en apariencia, una perspectiva filosófica?

Nos extraña porque presuponemos que pertenecen a un gremio y que, por tanto, debiera quedar asegurada una perspectiva característica para llevar a efecto sus análisis.

Pero esta perspectiva es errónea: «la filosofía» no puede adscribirse a un gremio organizado, en función del cultivo de una categoría «cerrada», de modo análogo a como adscribimos a sus categorías respectivas los gremios de los médicos, de los psicólogos, de los sociólogos o de los historiadores.

Tiene siempre algún sentido preguntar: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Medicina sobre Don Quijote?» O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Psicología sobre el Quijote? O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Historia sobre el Quijote?»

Pero no tiene ningún sentido preguntar: «¿Qué dice (o qué puede decir) la Filosofía sobre el Quijote? Porque la Filosofía no puede ser adscrita a alguna categoría cerrada; ni siquiera cabe referirse a «la Filosofía» como si se tratase de un sistema sobreentendido de ideas, aunque no circunscrito a alguna categoría. Y no porque no exista en absoluto un tal «sistema», sino porque existen muchos y contrapuestos entre sí. Por ello, cuando se habla de «la Filosofía» es necesario apellidarla: podemos hablar de la filosofía epicúrea, o estoica, o idealista, o espiritualista, o materialista. Y cuando se dice de alguien que es «filósofo», será preciso apellidarlo: epicúreo, estoico, idealista, espiritualista, materialista (si no queremos utilizar el término en un sentido meramente psicológico, en el sentido que cobra el término «pensador» cuando se le ha segregado todo contenido positivo, como le ocurre a la estatua de Rodin, «cuya cabeza es hermosa pero sin seso»).

2  Pero, ¿acaso no hay algo común a todas estas filosofías, a todos estos filósofos? Sin duda, cabe reconocer alguna unidad, al menos polémica: que todos ellos se ocupan de Ideas, pero organizadas más o menos en sistemas contrapuestos entre sí; porque si las Ideas a las que «el pensador» atiende están de tal modo desorganizadas que no rebasan el estadio de un caos, tampoco podríamos hablar de filosofía, ni siquiera de pensamiento.

Pero las Ideas (supone el materialismo filosófico) no proceden de Dios, o del Cielo –como pensaba Malebranche–, no tampoco de la conciencia, de la mente o del cerebro –como pensaba Hume–, sino que proceden de la tierra, de la realidad constituida por las cosas moldeadas por las técnicas, por las artes o por las ciencias. Es decir, por aquellas disciplinas que nos permiten «controlar» más o menos las cosas del mundo mediante conceptos; mediante conceptos que resultan de la delimitación de los fenómenos. Una delimitación que implica diversos grados de claridad (para separar unas cosas de otras) y de distinción (para diferenciar sus partes). A esta claridad y distinción concurren las analogías, las transformaciones de unos fenómenos en otros. Los conceptos, como organización de fenómenos a los que aquí nos referimos, se encuentran a una distancia intermedia entre los conceptos de la «escolástica medieval» –que veía en ellos los frutos del primer acto del entendimiento, en cuanto «reproduce la esencia del objeto real»– y los conceptos de la «escolástica barroca», la del conceptismo, que ya no veía necesaria la reproducción de objetos reales, pero sí el establecimiento de alguna correspondencia entre esos objetos. El concepto de circunferencia, como elipse con distancia focal nula, o el concepto de mesa, como «suelo de las manos» –que hemos utilizado en otras ocasiones– acaso podría satisfacer la definición de concepto que daba Gracián, partiendo de la definición escolástica: «Concepto es un acto del entendimiento que exprime la correspondencia [proporción e improporción, concordancia y disonancia, paridad y disparidad] que se halla entre los objetos».

Y son los conceptos los que pueden encadenarse, en «círculos cerrados» propios de las diversas técnicas, artes o ciencias: «biela» es un concepto técnico, como «capitel» es un concepto arquitectónico, o «triángulo» es un concepto geométrico. Y hay que tener en cuenta que las técnicas o artes pueden serlo también en un sentido mágico: la técnica de la suovetaurilia contenía conceptos claros y distintos, cuyo análisis corresponde a los historiadores de las religiones.

Ahora bien, los conceptos y el encadenamiento de los conceptos, propios de una categoría dada, no agotan su campo, a pesar de que, con frecuencia, el «autismo gremial» tienda a pensar lo contrario. Y aun cuando, en consecuencia, tal autismo lleve al «imperialismo gremial», un imperialismo subjetivista, el que decreta, por ejemplo, que «todo es Química» o que «todo es Física» o que «todo es Psicología» o que «todo es Sociología». En realidad, el análisis de los conceptos y de la reflexión objetiva sobre ellos (reflexión como confrontación con conceptos de otras categorías) está siempre abierto, y no se agota en el recinto de cada gremio. De esta reflexión objetiva derivan las Ideas, y, por tanto, la filosofía.

La filosofía se ocupa de las Ideas, y de los sistemas resultantes de su entretejimiento. Por ello, históricamente, sólo cabe hablar de «filosofía», en sentido estricto, cuando los conceptos técnicos, artísticos y, sobre todo, científicos, hayan alcanzado históricamente un determinado grado de complejidad y rigor.

Ahora bien: la situación se complica por el hecho de que el técnico, el artista o el científico, que trabaja con conceptos, no deja de encontrarse continuamente con Ideas, más o menos oscuras y confusas. Y esto ocurre en general. En consecuencia, será necesario concluir que «todo el mundo» es filósofo, es decir, que todo el mundo trata con Ideas.

No cabe, por tanto, distinguir (en una sociedad dada a un determinado nivel de desarrollo) entre filósofos y no filósofos. Esta distinción habrá de ser sustituida por la distinción entre filósofos malos o burdos y filósofos menos malos, entre filosofía (ideología) grosera o mal organizada («mundana») y filosofía más refinada, entre otras cosas porque tiene en cuenta, dialécticamente, las organizaciones o sistemas alternativos de la filosofía (académica), en sentido platónico del término (pero no en el sentido administrativo –universitario– en que la tomó Kant).

Este es el motivo por el cual la filosofía puede ofrecer sus análisis a un público general, y puede y aún debe discutir con él. Sería en cambio imposible un debate entre el matemático y el público en general, o entre el físico y el público en general: solamente los «profesionales» de la Matemática o de la Física pueden entablar un debate con los matemáticos o con los físicos. Pero esta no es la situación del filósofo, que no es un profesional, ante un público que tampoco es profesional, aunque deba tener una mínima experiencia en el análisis de los conceptos y en la confrontación de conceptos.

Pero el filósofo –es decir, todo el mundo (el matemático, el físico, el carpintero, el político o el mago)– tiene que confrontar las ideas que va descubriendo o delimitando con el público en general. La ambigüedad de esta situación crecerá con el desarrollo «institucional» de las artes, de las ciencias y de la propia filosofía académica y de su historia. Y esta ambigüedad podrá advertirse desde dos perspectivas diferentes:

—Desde la perspectiva de los artistas, de los científicos, de los políticos, que filosofan («espontáneamente», se dice a veces) pero tratando a sus ideas como si fueran conceptos, sin advertir las diferencias de niveles (es lo que ocurre cuando un Premio Nobel en Química afirma con seguridad que «todo es Química», incluso el mismo libro de Química).

—Desde la perspectiva de los profesores de filosofía, que exponen conceptos o divulgan conceptos ya expuestos como si fueran Ideas filosóficas. Esta es una tendencia muy frecuente entre los cultivadores de la filosofía académica, profesores universitarios o de bachillerato de filosofía, una tendencia que degenera en la forma de filosofía «universitaria», que ni siquiera es filosofía de escuela, o escolástica. Los profesores de filosofía, en general, en cuando «administradores» de unas ideas filosóficas recibidas de la tradición que acaso ha perdido la conexión con los conceptos de los que ellas brotaron, han de experimentar la necesidad de recuperar la conexión con los conceptos; y, si no disponen de recursos suficientes, es muy probable que confundan ciertas concatenaciones (distinguidas acaso por su carácter paradójico o por su novedad coyuntural) de conceptos científicos o técnicos con una nueva filosofía, es decir, que confundan la filosofía con la divulgación científica.

3  Apliquemos estas consideraciones al caso del Quijote, que nos ocupa. El Quijote es una materia que puede y debe sin duda ser analizada «mediante conceptos», mediante los conceptos refinados y organizados en las diversas tradiciones gremiales: gramaticales, filológicas, psiquiátricas, históricas, politológicas, &c. Y ocurrirá (dada la importancia de la organización gremial de nuestras sociedades) que basta que el orador, el autor o el conferenciante sea profesor de filosofía (es decir, esté actuando como miembro de un gremio, colegio o sociedad de filosofía) para que sus palabras sobre el Quijote sean consideradas, desde luego, como filosóficas; cuando casi siempre se reducen a sugerencias psicológicas, sociológicas o de mera divulgación científica. Por ejemplo, un profesor de filosofía puede conseguir un gran éxito ante el público analizando la «pareja» Don Quijote/Sancho como caso del dualismo que Kretschmer estableció entre el tipo pícnico y el tipo leptosomático, sobre todo si subraya algunas cualidades supuestamente asociadas a estos tipos, tales como introversión/extroversión, generosidad/avaricia, idealismo/realismo. Pero acaso en toda su exposición no aparecen ideas filosóficas, si bien es probable que el filólogo o el historiador que escucha el análisis psicológico saliendo de la boca de un profesor de filosofía, dé por supuesto que está escuchando una disertación filosófica. Sus conceptos serán sin duda interesantes, pero aquí «el filósofo» está dando gato por liebre, disimulando a lo sumo su exposición con alguna fugaz referencia a Wittgenstein o a Foucault, como nombres-contraseña, destinados a desempeñar la función de marcas gremiales.

4  Hablar del Quijote desde una perspectiva filosófica es verlo desde alguna Idea, desde algún sistema de Ideas más o menos definido. Sistemas que podrían clasificarse, aunque sea de un modo muy convencional, según se organicen en torno a alguna de las tres Ideas que en la tradición se designaron como Dios, Mundo y Hombre. Lo más probable es que cuando nos referimos al Quijote, lo que interesen sean los sistemas filosóficos que se organizan en torno a la Idea de Hombre, es decir, a las Ideas que hacemos girar en torno a la Idea de Hombre.

Ahora bien: los sistemas de Ideas organizados en torno a la Idea de Hombre, es decir, las filosofías del hombre, pueden ser clasificadas en dos grandes grupos, que denominaremos respectivamente filosofía humanística, en sentido metafísico (brevemente: como metafísica humanista), y filosofía materialista del Hombre (o de la Humanidad).

No es este el lugar para desplegar las líneas fundamentales de lo que denominamos humanismo metafísico (o metafísica humanista). Tenemos que limitarnos a dar los rasgos imprescindibles para el propósito que nos ocupa, a saber, el análisis de lo que suele ser considerado como «filosofía del Quijote» o como «tratamiento filosófico del Quijote».

La metafísica humanista parte de la Idea de Hombre como si fuese la idea de un entidad preexistente a la propia historia de la humanidad, por tanto, como una Idea sustantivada o hipostasiada –por eso la consideramos metafísica– a título de «Humanidad», de «Género humano» o simplemente de «Hombre». Y esta hipóstasis tiene lugar ante todo cuando se atribuye a esta Idea la condición de valor supremo, con independencia de la Idea de Dios o de la Idea de Mundo, y, sobre todo, cuanto estas Ideas comiencen a entenderse como Ideas subordinadas a la Idea de Hombre. El humanismo metafísico se nos presentará como un antropocentrismo.

Por lo demás, a la Idea de Hombre genérico no sólo se subordinarán las Ideas de «Mundo» (al servicio del Hombre) y de «Dios» (como Idea reducible al Hombre, si no idéntica al Hombre mismo), sino también las Ideas o incluso los conceptos comprendidos en la Idea de Hombre, como puedan serlo los conceptos de «hombre paleolítico», de «hombre de la cultura faraónica», de «judío», «griego», «cristiano» o «musulmán».

La «metafísica humanista» suele ser considerada como un fruto de la Edad Moderna. No podemos entrar aquí en la cuestión; tan sólo diremos que esta metafísica, aunque tiene raíces más antiguas, cristaliza en forma armonista e idealista en el humanismo kantiano de la Paz Perpetua, en los ideales filantrópicos y progresistas de la Ilustración, incluso en la primera Declaración de los Derechos del Hombre. La metafísica humanista, en su versión armonista, al menos cuando mira hacia el futuro de la humanidad, inspira a Nathan el Sabio, cuando dirigiéndose al templario (en la escena cuarta del acto segundo del drama de Lessing) le dice: «¿Acaso el cristiano y el judío son cristianos y judíos antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos hombres a quienes basta con llamarles hombres!»

La metafísica humanista tiene muchas versiones, y éstas se extienden desde los extremos más simplistas del panfilismo universal, a los que se vincularon tantas logias masónicas y espiritistas («todos los hombres son, en el fondo, bondadosos y solidarios», como diría el rousoniano Pedro Leroux, con el objeto explícito de tachar las ideas de Caridad y de Fraternidad) hasta los extremos más complejos del humanismo heraclíteo («la guerra entre los hombres, padre de todas las cosas»). Un humanismo dialéctico que también parte de la hipóstasis del Género humano, aunque intentando «corregir» su monismo humanístico de fondo mediante la idea ad hoc, no menos metafísica, de la alienación: de la alienación del Género humano en clases sociales antagónicas –la alienación en el sentido marxista– o de la alienación del Género humano en las existencias individuales, libres, inconmensurables e incompatibles –la alienación en el sentido del humanismo existencialista sartriano–.

En cualquier caso, la metafísica del humanismo presupondría siempre al Hombre, como algo dado de antemano (de otra forma, ¿cómo podría hablarse de alienación, si no se quiere sobrentender que la alienación va referida al supuesto hombre del futuro?). Si bien unas veces ese hombre se concebirá como dado en un eterno presente –el hombre primitivo, decía Radin, es tan filósofo como el hombre más civilizado– y otras veces el hombre se concebirá como una entidad alienada que va buscando «el regreso hacia sí misma», a través de la Historia.

La teoría metafísica de la alienación del Hombre permitirá al panfilismo condenar, sin restricción alguna, cualquier empresa bélica como indigna del hombre, es decir, como irracional. Toda guerra será irracional; y como la guerra es una constante en la historia de la humanidad, habrá que concluir que la historia del hombre es la historia de la sinrazón, y que, por tanto, no puede hablarse de la historia del hombre, sino a lo sumo de la historia del hombre alienado, que por serlo ha recaído en su condición de fiera.

Ahora bien: una de las consecuencias más importantes de los principios del humanismo metafísico, sobre todo en su versión panfilista, es la sistemática «devaluación» de cualquiera de las especificaciones históricas o culturales de este supuesto Género humano. Todo lo que es humano habrá de ser reducido siempre al canon presupuesto de la Humanidad: «Nada de lo humano nos es ajeno», dirá el humanista metafísico, en nombre de la tolerancia, sin molestarse siquiera a atender al significado original de esta sentencia.

Pero esta reducción de todas las cosas al Hombre (como antes se reducían todas las cosas a Dios) puede ser muy peligrosa, por cuanto ella puede comportar la tendencia corrosiva (característica del monismo eleático o del neoplatónico plotiniano), a disolver cualquier naturaleza propia en el seno amorfo de la Naturaleza, o, para decirlo en terminología lógica, a «anegar las especies en el océano del género», a confundir todas las diferencias en una unidad pánfila, beata y metafísica, que llega a ser incompatible con todo discurso racional, por cuanto niega todos los términos medios en torno a los cuales discurren los silogismos.

Pero al negarlos, el humanista metafísico está apoyando no tanto la unidad pánfila y genérica del término mayor de este silogismo, a saber, el Género humano sustantivado, cuanto precisamente la pluralidad de los términos menores, al considerar a estos términos como directamente vinculados al Género, al término mayor, sin necesidad de pasar por los términos medios. Y es ahora cuando el humanismo metafísico asoma su trasfondo ideológico que, como toda ideología, va siempre dirigida contra alguien, y en este caso, contra los «términos medios», a través de los cuales los individuos o los grupos se vinculan a las especies y, por su mediación, al Género. Lo que Nathan el Sabio le dice al templario si lo analizamos desde esta perspectiva sería esto: «No hace falta ser judío, cristiano o musulmán para ser hombre»; las tres religiones son equivalentes, como lo son los tres anillos de oro que el padre entregó a sus hijos. El mensaje de Lessing resulta ser idéntico al mensaje de la religión natural de la Ilustración: el hombre no necesita de los contenidos positivos, supersticiosos, que ofrecen los sacerdotes mediadores (en cuanto términos medios) entre los hombres y Dios. Las tres religiones superiores son iguales siempre que se prescinda de sus sacerdotes, de sus dogmas, de sus sacramentos, de sus templos, de las sinagogas, de las mezquitas; es decir, siempre que las religiones positivas queden disueltas en una religión natural vacía de todo contenido positivo.

Pero esta misma disolución de los términos medios a la que empuja el humanismo metafísico no sólo tiene lugar en el terreno religioso; también tiene lugar en el terreno político. Un par de ejemplos, tomados de la política española. El primero, es el del federalismo. Desde su origen el federalismo español se inspiró en la metafísica del humanismo, que buscaba disolver el «término medio» –España– a través del cual precisamente algunos pueblos o naciones étnicas (vascos, catalanes, gallegos o bercianos) habían alcanzado históricamente un puesto en la historia universal del Género humano (¿cómo hubieran podido elevarse los vascos, por encima de las categorías antropológicas, a fin de alcanzar su puesto en la historia universal, si no hubiera sido por la mediación de España, más aún, del Imperio hispánico?).

Pi Margall, el gran fantasma del federalismo republicano, respondía a quienes afirmaban su condición de españoles diciéndoles: «Somos y seguiremos siendo, antes que españoles, hombres». Difícilmente podría corregirse la magnitud de semejante tautología (si no queremos atribuir a Pi Margall la majadería de reivindicar su condición humana ante los gatos o los conejos) salvo que interpretemos que lo que con ella se está reivindicando es la posibilidad de ser hombres sin más que siendo catalanes, vascos gallegos o bercianos, es decir, sin necesidad del término medio a través del cual catalanes, vascos, gallegos o bercianos llegaron a tener un puesto en la historia universal, a saber, su condición de españoles.

Muy cerca de la misma «cruzada» contra el «término medio», imprescindible para el razonamiento histórico, actúan quienes en nuestros días (sobreentendiendo sin duda que «ser europeo» es equivalente a «ser hombre» o, por lo menos, a formar parte de la «vanguardia de la Humanidad», como creían Husserl y Ortega) reivindican su condición de europeos directamente, es decir, sin necesidad de ser españoles («en Europa nos encontraremos de nuevo», concluyeron aquellos separatistas catalanes, vascos y gallegos que firmaron el Pacto de Barcelona).

Otro ejemplo de la acción corrosiva del humanismo metafísico, y de no menor actualidad, porque él da cuenta del enfrentamiento entre las asociaciones que agrupan a las Víctimas del Terrorismo (a las víctimas de ETA) por un lado y las asociaciones que agrupan a los Afectados por el 11M, por otro. En vano pretenderán los humanistas metafísicos (que parecen haber tomado las riendas del actual gobierno de España) equiparar a estas dos clases de víctimas como «víctimas de un terrorismo cuyos crímenes han de entenderse como crímenes contra la Humanidad». Porque ETA no asesina a sus víctimas «por ser hombres», sino por «ser españoles», con nombre y apellidos. Es inadmisible suponer que se ha dicho todo al afirmar que ETA ha delinquido por atentar contra los Derechos Humanos. ETA está atentando contra los españoles, y sus delitos son políticos antes que éticos. En cambio los afectados por las terribles bombas del 11M no tienen nombre, fueron víctimas aleatorias, escogidas dentro del «Género humano», como pudieran serlo las víctimas de un descarrilamiento fortuito de trenes. Y en ningún caso fueron víctimas por su condición de españoles, sino a lo sumo por su condición (compartida con franceses, ingleses, italianos, belgas o alemanes) de «cafres», de «infieles», de gentes integradas en un país infiel que Al Qaeda reivindica para el Islam, y que no sólo es Al Andalus, sino Al Andalus juntamente con otros países europeos. La calificación de los crímenes de ETA como crímenes contra la Humanidad, propia del humanismo metafísico, al que se adhiere gustosamente gran parte de la Iglesia Católica, resulta tener así un marcado signo antipatriótico, y es una coartada de los secesionistas vascos (que muchas veces son también humanistas cristianos).

5  Volvamos al Quijote: lo más sorprendente es que muchos profesores de filosofía dan por supuesto que la única filosofía que cabe movilizar a propósito del Quijote es la del humanismo (la del humanismo metafísico, añadimos nosotros). El Quijote habrá de verse como símbolo del Hombre, del universal trascendente que en el Hombre actúa. No hacen falta términos medios; estorba incluso interpretar a Don Quijote como símbolo de España o del Imperio español; incluso como símbolo del paso de Europa de la Edad Media a la Edad Moderna, como quería Hegel, porque esto sería tanto como perder la perspectiva filosófica, sería tanto como caer en una perspectiva concreta, en la que el significado filosófico se pierde. Los metafísicos humanistas dirán, con el espíritu neoplatónico de Plotino, que no sólo España y el Imperio español, sino también Europa y el paso de su Edad Media a su Edad Moderna, son «cantidades despreciables» que el sabio no sólo puede sino que debe ignorar. Cuando alguien ve a Don Quijote como hombre, su mirada será contemplada como filosófica; pero cuando ve a Don Quijote, no ya como manchego, sino como español, su mirada dejará de ser filosófica, para el humanista metafísico.

Pero, ¿en qué queda esta abstracción filosófica que propone el humanismo metafísico? ¿En subrayar la generosidad de Don Quijote, o su firmeza? Virtudes éticas, sin duda, pero que consideradas en abstracto resultan ser meramente psicológicas o, si se quiere, puramente etológicas, porque también los perros o las ratas son generosas y esforzadas con sus congéneres. Poner a Don Quijote como símbolo de estas virtudes es mera vacuidad, si se tiene en cuenta que las virtudes éticas (dirigidas a la conservación del cuerpo) sólo alcanzan su valor humano específico cuando están involucradas con las virtudes morales y las políticas. La ética pura, exenta, se diferencia muy poco de la Etología.

La vacuidad del Género humano, entendido como entidad metafísica, procede desde luego de la circunstancia de que este Género humano no existe, ni existió nunca, salvo a través de las bandas de los australopitecos o de los cromañones. La Declaración de los Derechos Humanos es una mera convención, útil sin duda en su contexto; pues los derechos que allí proclaman (los derechos de los hombres sin raza, sin religión, sin sexo, sin lengua) son los derechos de los primates. Los Derechos Humanos no van más allá (y no es poco) que los Derechos de los Animales; no tiene nada de extraño que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fuera complementada, años después por la Declaración Universal de los Derechos de los Animales.

El humanismo metafísico no es una posición inocente; a lo sumo es inconsciente de sus consecuencias, es decir, pánfila. Inconsciente o culpable de los efectos disolventes de los términos medios (sin los cuales el discurso racional e histórico es imposible, como hemos dicho) que provoca, al pretender elevarse inmediatamente de lo particular (Don Quijote, por ejemplo) a lo universal (a la Humanidad).

Por lo demás, la «disolución de los términos medios» puede intentar llevarse a cabo de muchas maneras, la más inocente acaso, la del reconocimiento del Quijote como «patrimonio de la Humanidad». Porque sólo el Género Humano, la Humanidad (hemos de decir), tendría competencia legítima para seleccionar algunos de los contenidos particulares, culturales o históricos como «patrimonio suyo». Pero no es la Humanidad, sino un organismo comparativamente tan modesto como pueda serlo la UNESCO, quien declara a algunas instituciones «patrimonio de la Humanidad», y deja necesariamente fuera de la declaración a otras instituciones, no menos significativas (una declaración universal de «patrimonio de la Humanidad» en la que cualquier institución humana estuviese reconocida sería pura redundancia, sería algo así como un «homenaje de la Humanidad a si misma»). De hecho cuando se declara que alguna institución es «patrimonio de la Humanidad» es porque otras dejan de serlo. Por ejemplo, los Dioses de la Guerra, y no ya sólo Marte, sino también encarnaciones suyas tales como Alejandro, Cesar o Napoleón, ¿cómo podrían ser declarados «patrimonio de la Humanidad»? ¿Y Atila o Gengis Kan, o Stalin, o Hitler? Y alguno preguntará: ¿Acaso no son «figuras universales» que deben ser conocidas por todos los hombres?

Sin embargo, la universalidad que se alega cuando algo es declarado patrimonio de la Humanidad es una idea muy confusa, porque hay dos clases de universalidad claramente distinguibles, al menos por su intención:

Ante todo una universalidad canónica: proclamar a algo patrimonio de la Humanidad tendría la intención de mostrar lo que se reconoce como universal, en cuanto un canon o valor superior, como un valor reconocido como tal y ofrecido a todos los hombres. Tal era la intención de la universalidad cat-ólica del Evangelio (otra cosa que esta universalidad católica, patrimonio de la Humanidad, sea reconocida por otras religiones también universales).

Pero también, una universalidad etnológica, según la cual, proclamar algo patrimonio de la Humanidad no implica el reconocimiento de su valor canónico universal, sino a lo sumo su rareza, incluso su condición de contravalor vitando. Así, los esqueletos de siameses que se conservan en el Museo de Filadelfia (por cierto, un verdadero símbolo de la solidaridad entre dos personas) difícilmente pudieran ser presentados como un canon universal; ni tampoco el disco labial botocudo, ni el vudú; menos aún Hitler o Gengis Khan; con dudas, a juzgar por recientes manifestaciones, en Francia y Estados Unidos, Napoleón o Alejandro. Y, sin embargo, todas estas figuras, junto con sus reliquias (sus tesoros, sus herencias) serán declarados patrimonio universal de la Humanidad, en sentido etnológico: ninguna historia de la Humanidad dejará de citarlos.

Y ocurre que estos dos tipos de universalidad, que suelen concurrir en el momento de discernir, entre los billones de instituciones humanas, aquellas que vayan a ser declaradas «patrimonio de la Humanidad», se confunden una y otra vez. Porque la mera universalidad etnológica tiende a confundirse con una universalidad axiológica, y aún recíprocamente; del mismo modo que la fama universal de un artista kitsch, por serlo, asume el mismo rango que la fama de la madre Teresa de Calcuta: todos aparecen, por ejemplo, en el primer plano de la universalidad televisiva; todos son de hecho, en cuanto universales, patrimonio de la Humanidad.

6  Ahora bien: la interpretación filosófica del Quijote, desde el humanismo metafísico, no sólo no puede considerarse como la única manera de interpretar «profundamente» la obra maestra; sobre todo, habría que considerarla, según lo dicho, como la mejor manera de interpretar a Don Quijote desde el panfilismo más vacío, desde el pacifismo erasmista más vulgar, desde el clericalismo evangélico más ingenuo (aunque quienes mantienen este humanismo metafísico son casi siempre antiguos seminaristas que procuran disfrazar su origen con retazos recortados de la filosofía académica).

En otros lugares (especialmente en el capítulo final de España no es un mito, «Don Quijote, espejo de la Nación española») hemos ensayado el análisis del Quijote desde el sistema de Ideas denominado materialismo filosófico. No porque pretendamos que estas Ideas se deduzcan exclusivamente del Quijote, sino porque son ideas que pueden servir para interpretarlo; y sobre todo, porque si no se interpretan en esta dirección, hay que elegir como disyuntiva, el humanismo metafísico o bien renunciar a toda interpretación filosófica de ese «patrimonio de la Humanidad» que se llama Don Quijote de la Mancha.

Pero de lo que se trata es de ver al Quijote desde ideas filosóficas, y no sólo globalmente, sino en sus más diversos detalles.

Por ejemplo en el momento de interpretar el alcance de la pareja formada por Don Quijote y Sancho. Si en lugar de acercarnos al Quijote desde el esquema de las díadas (propio de chinos o de maniqueos) ensayamos acercarnos al análisis desde el esquema de las tríadas, no lo haremos apoyados en fundamentos tomados como empíricos (que también los tiene), sino que, sobre todo, lo hacemos teniendo en cuenta la doctrina de la symploké, asumida por el materialismo filosófico. Esto no quiere decir que no podamos apoyar las triadas en datos empíricos (textuales, filológicos). Decimos que estos son necesarios, aunque no suficientes. Decimos también que el esquema de las tríadas, como estructura compatible con la idea de symploké, puede abrir insospechados campos a la investigación empírica, campos que de otro modo permanecerían ocultos o desprovistos de interés para el filósofo. En este contexto debo citar el avance que me ha comunicado verbalmente Marcelino Suárez Ardura de su importante descubrimiento de las tríadas que actúan en el Quijote de Avellaneda, y cuya exposición esperamos con impaciencia. (En cualquier caso, el esquema de las tríadas no significa la desconsideración de las estructuras diádicas que están incluidas, por supuesto, en el esquema de las triadas, y que hay que tener en cuenta, sin duda, en el análisis de los diálogos.)

O bien, por ejemplo, en el momento de coordinar la tríada básica, la «tríada católica» (Padre, Hijo y Espíritu Santo), como organizadora de la estructura de la Historia universal, según un pasado, un presente y un futuro, entendido de un modo sui generis.

O bien, por ejemplo, en el momento de refutar la consideración humanística de un Don Quijote intemporal y ahistórico, «eterno», apoyándonos en el hecho insoslayable de que Don Quijote, como Fausto, son lectores de libros, y, por consiguiente, no pueden ser interpretados como «arquetipos eternos del Hombre», asignables a cualquier tipo de sociedad humana. Pues no cabe un Don Quijote entre los hotentotes, ni entre los hunos o entre los mongoles, ni el caballo de Atila ni el caballo de Gengis Kan tienen nada que ver con Rocinante.

Pero no se trata de un simple hecho empírico, el hecho de que Don Quijote o Fausto sean figuras inseparadas de sus libros; este es un hecho que sólo cobra significado filosófico cuanto se le contempla desde una idea de la sociedad política que esté involucrada con la idea de la sociedad política universal. Sólo hay libros en una sociedad política organizada como un Estado, más aún, como un Imperio. Don Quijote sólo puede existir en el seno de una sociedad política, mejor aún, en el seno de un Imperio, como lo fue el Imperio español.

O bien, por ejemplo, cuando referimos el Quijote a España, fundados en el dato inmanente suministrado por el propio Bachiller Carrasco, cuando define a Don Quijote como «espejo de la nación española». Porque España no es un «término menor», que desde la Humanidad (tomada como término mayor absorbente) pudiera no «merecer la atención del filósofo», que sólo tiene tiempo para volverse hacia «el Hombre». Sólo cuando se advierte el vacío de este género de filosofía metafísica, podrá advertirse que España puede ser asunto filosófico central.

¿Cómo? No desde la Antropología, sino desde la Historia. Cuando España se ve como ámbito (de ambire = ambicionar) de Don Quijote, cuando España deja de ser simplemente «un país» junto a otros países, cuando España deja de ser un mero término menor para la filosofía, cuando España se concibe como un Imperio, y el Imperio (tal es el presupuesto filosófico fundamental del materialismo histórico), es el único medio a través del cual la Humanidad (o el «Género humano») puede llegar a reflexionar sobre sí mismo. Porque no es el Género humano, como un todo, el que puede «reflexionar» sobre sí mismo. Tal reflexión es sólo posible desde alguna parte suya, cuando ella tenga capacidad de reflexionar sobre las otras partes, es decir, de confrontar su propia realidad con las realidades con las cuales se enfrenta. Y esta capacidad la adquieren las partes cuando estas partes están vinculadas a algún imperio. Si el catolicismo no fue una religión más, es debido a que llegó a ser la religión del Imperio romano. Si la lengua española de Cervantes no fue una lengua entre otras, es debido a que fue «la lengua del Imperio».

Y si Don Quijote no puede ser interpretado desde el pacifismo –que considera a las armas y a la guerra, al modo de Erasmo, como expresión de la irracionalidad del animal humano– es porque las armas, lejos de ser las enemigas de las letras (o de la «cultura», como diría alguna Ministra de la cultura circunscrita), constituyen el fundamento de esta cultura (las armas son ellas mismas cultura) y de estas letras, y en particular, de las letras de los letrados, de las leyes, incluso del Estado de derecho. Y si no existe más que en el papel un Tribunal Internacional de Justicia es debido a que este tribunal carece de las armas indispensables para su servicio; porque las únicas armas con las que podría contar en el presente, serían las armas de las Potencias nucleares y, sobre todo, las armas de los Estados Unidos, que mantienen hoy por hoy «el orden internacional» (consideramos fuera de lugar evaluar este orden como justo o injusto) y que jamás podría estar dispuesto a acatar las sentencias que un tribunal pronunciase en contra suya.

Desde estas diversas perspectivas podemos medir las virtualidades corrosivas y antipatrióticas que se encierran el humanismo metafísico, aplicado a la interpretación del Quijote, sobre todo cuando ese humanismo se expresa por boca de un presidente del Consejo de Ministros democráticamente elegido, que, obligadamente, tiene que asumir una perspectiva filosófica en el momento de trazar su programa de Gobierno; pero la perspectiva que se asume en este caso es la perspectiva de la filosofía metafísica del humanismo que tiene a rebajar a España del rango que ocupa como término medio del «silogismo histórico del Género humano», a la condición de un término menor más (una lengua y una cultura más entre las lenguas y las culturas de España, es decir, de la Península Ibérica); y esto porque ni siquiera Don Quijote es considerado, en cuanto universal, «una aventura española, sino humana»:

«Para elevar la cultura a política de Estado tenemos por delante un gran acontecimiento: la conmemoración del cuarto centenario de la primera edición de El Quijote. Es una ocasión excepcional para promover la cultura, la historia y la lengua de España. O para reflejar mejor lo que pienso, para promover las culturas, las historias y las lenguas de España. Quizás en El Quijote estén contenidas algunas de las notas básicas de nuestro carácter. Pero la grandeza de la obra de Cervantes, su perenne actualidad, reside en el alcance universal de esa aventura, humana más que española, en la que pueden verse reflejados los seres más que los países, las personas y los colectivos de cualquier momento más que los propios de una u otra época.» (Discurso de investidura de ZP, el 15 de abril de 2004.)

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