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martes, 28 de febrero de 2012

59.-Francesco Petrarca y obras (I) a

retrato

Poeta y humanista italiano, considerado el primero y uno de los más importantes poetas líricos modernos. Su perfeccionamiento del soneto influyó en numerosos poetas posteriores, desde los españoles Garcilaso de la Vega y Quevedo hasta los ingleses William Shakespeare y Edmund Spenser. 
Su amplio conocimiento de los autores de la antigüedad y su restauración del latín clásico le valieron la reputación de "primer gran humanista", pero, además, contribuyó definitivamente a la instauración del italiano vernáculo como lengua literaria. 


Petrarca, de nombre completo Francesco Petrarca, nació el 20 de julio de 1304 en Arezzo. Cuando tenía ocho años, su familia se trasladó de Toscana a Avignon (Francia). En 1326, tras la muerte de su padre, Petrarca, que había estado estudiando Leyes en la Universidad de Bolonia, regresó a Avignon, donde pronunció los votos eclesiásticos menores, hacia 1330. El Viernes Santo de 1327, vio por primera vez a Laura (posiblemente la dama Laure de Noves, hacia 1308-1348), la mujer idealizada por el poeta, cuyo nombre inmortalizó a través de sus poemas líricos, y que le inspiró una pasión que se ha convertido en proverbial por su constancia y pureza.

Servicio a familia Visconti y Iglesia.

Durante su vida, transcurrida principalmente al servicio de la Iglesia y de la familia Visconti, viajó por toda Italia, Francia, Alemania y los Países Bajos. En Florencia, en 1330, conoció al escritor Giovanni Boccacio, con quien ya había mantenido correspondencia desde algún tiempo antes.
Ambos se situaron al frente de un movimiento de redescubrimiento de la cultura de la antigüedad clásica, de rechazo hacia la escolástica medieval y de defensa del nexo entre las creaciones pagana y cristiana. Entre 1353 y 1361, Petrarca permaneció en Milán y, hasta 1374, entre Padua, Venecia y Arquà.
Probablemente, como consecuencia de sus frecuentes viajes, se desarrolló en él el deseo de ver a Italia unida, administrando la herencia del Imperio Romano.

Mercader y poeta.

Merecedor de un gran respeto durante su vida, fue nombrado poeta laureado por el Senado de Roma, en 1341. Murió en Arquà el 18 o el 19 de julio de 1374. Su creencia en la continuidad entre la cultura clásica y las doctrinas cristianas le llevaron a impulsar el humanismo europeo, una síntesis, en definitiva, de ambos ideales, el pagano y el cristiano. Petrarca escribió en latín e italiano.

Obras.

Entre sus obras en latín destacan África (1342), un poema épico sobre el conquistador romano clásico Escipión el Africano, y De viris illustribus (1338), una serie de biografías de personajes ilustres. También en latín escribió églogas y epístolas en verso, el diálogo Secretum (1343), y el tratado De vita solitaria (1356), en el cual defendía una "vida solitaria", dedicada a la naturaleza, el estudio y la oración. Su amplia colección de cartas ha resultado muy útil por la cantidad de detalles históricos y biográficos que contienen. 

Estatuas

La más famosa de sus obras es una colección de poemas en italiano titulada Rime in vita e morta di Madonna Laura (posterior a 1327), y que después fue ampliada a lo largo de su vida y se conoce como Cancionero. Es una colección de sonetos y odas, inspirados casi todos ellos en su amor no correspondido por Laura, y reflejan a la perfección el carácter del poeta y de su pasión amorosa en un italiano vernáculo extremadamente melodioso y refinado.
 También en Laura se inspiró para componer otro conjunto de poemas, Triunfos (1352-1374), que detallan la elevación del alma humana desde el amor terrenal a su realización a través de Dios. Muchos de ellos fueron transformados en madrigales por el compositor italiano Claudio Monteverdi. El Cancionero de Petrarca actuó como un diapasón en la literatura europea de la época y del renacimiento.
 En España, el marqués de Santillana escribió siguiendo sus planteamientos Sonetos fechos al itálico modo, pero fue el valenciano Ausias March el verdadero difusor de la poesía petrarquista.
Su concepto idealizado de la mujer —Laura— pervivió hasta bien entrado el siglo XVI.
Pero esta poesía también encontró detractores que rechazaban el endecasílabo, como Cristóbal de Castillejo, por considerarlo ajeno a la tradición castellana y preferir el dodecasílabo tradicional.

Cancionero.
 

  


Manuscrito de las obras de Petrarca. Escuela florentina, realizado para el primer duque de Urbino Federico III de Montefeltro (1444-1482). Contiene las Rimas y los Triunfos.
Armas de 


Cancionero (Canzoniere en italiano) es el nombre con que popularmente se conoce la obra lírica en "vulgar" toscano de Francesco Petrarca Rerum vulgarium fragmenta (Fragmentos de cosas en vulgar), compuesta en el siglo XIV, y publicada por primera vez en Venecia en 1470 por el editor Vindelino da Spira.

Características

El título original de la obra escrito en latín es: Francisci Petrarchae laureati poetae Rerum vulgarium frammenta. Aunque Petrarca cifró su gloria poética en sus versos (en latín) y no en sus rimas (en vulgar), que motejaba de fragmenta (fragmentos) y nugellae (naderías), lo cierto es que elaboró cuidadosamente su Cancionero durante años, corrigiendo y reescribiendo, añadiendo y desechando; de manera que la obra poética final se corresponde con un propósito perfectamente meditado y consciente del poeta.

Y así, en su Cancionero, pueden advertirse unas características particulares, requeridas por cualquier otro cancionero posterior al que desee aplicársele el adjetivo de petrarquista.
La obra, aunque compuesta de fragmentos, de rime sparse, debe ser unitaria.

El hilo argumental del cancionero es la vivencia amorosa que se narra en primera persona.

Debe estar dedicado a una sola dama. Tal es así que Petrarca en el definitivo manuscrito sustituyó una balada (Donna mi vene spesso ne la mente), que podía inducir a creer al lector que había amado más de una Laura. Excepciones a esta regla son el fragmento CLXXI (El nudo en el que Amor me retuviera) o el segundo cuarteto del CCCXVIII (Al caer de una planta, que arrancada).
El cancionero debe tener una secuencia narrativa que conduzca al lector a través de la historia del sentimiento amoroso del poeta. Esto se traduce en que los poemas deben aparentar haber sido escritos cronológicamente en el orden en que aparecen en la obra.
El tema es el amor e non solo. El cancionero se salpica con poemas a la amistad, políticos, morales, patrióticos o anecdóticos que, al poder ser fechados más fácilmente, sirven para acentuar la progresión narrativa de la que se ha hablado en el punto anterior.
El cancionero debe ser polimétrico, de modo que las formas métricas se correspondan con el estado anímico y el mensaje que quiere trasmitir el poeta en cada momento.

Fuentes originales

Debido al deseo de pulcritud y mejora con que escribía Petrarca, que solía volver una y otra vez sobre el texto, existen varios manuscritos diferentes en los que se puede estudiar cómo fue modificando Petrarca el texto.

Se estima que Petrarca empezó a reunir sus fragmenta en 1336-38. La primera redacción (denominada forma Correggio en honor a Azzo da Correggio, su destinario) data de 1356-58 y, aunque no se ha conservado, puede ser reconstruida a partir del material recogido en el Codice degli abrozzi (Vaticano Latino 3196) manuscrito por la mano del propio Petrarca.
Una redacción inmediatamente posterior a esta, y primera que se conserva, es la denominada forma Chigi del manuscrito Vaticano Chigiano L.V. 176 copiado por Giovanni Boccaccio (1359-63). La versión definitiva del Cancionero se encuentra en el manuscrito Vaticano Latino 3195, en parte idiógrafo (esto es, copiado por un copista bajo la supervisión del autor) y en parte autógrafo, en el que trabajó Petrarca hasta su muerte.
Además de estos tres manuscritos se conservan otros dos que muestran redacciones intermedias entre la forma Chigi y la definitiva forma vaticana: el manuscrito Laurenziano 41,17 que contiene la llamada forma Malatesta y el manuscrito D II, 21 de la Biblioteca Queriniana de Brescia (forma Queriniana).

Génesis

Petrarca, curiosamente, debe su inmortalidad literaria a una obra escrita en una lengua en la que no creía. Hijo de un notario florentino exiliado, el vulgar toscano era únicamente su lengua materna; el latín, en cambio, era la lengua habitual con la que solía escribir, mantener correspondencia e, incluso, hacer las apostillas en su Cancionero. Por ejemplo, el comienzo de la canción Che debb'io far? (fragmento CCLXVIII) era Amor, in pianto ogni mio riso è volto, pero lo sustituyó por el definitivo porque non videtur satis triste principium (no veo el principio lo bastante triste); y en otros márgenes escribe Hoc placet pre omnibus (esta versión me gusta más que las demás) o Dic aliter hic (dígase aquí de distinto modo).
Pero tuvo el capricho de componer poesía en una nueva lengua que le daba la posibilidad de experimentar con ella y perfeccionarla. Y lo hace con los temas que le eran naturales al vulgar: los heredados de la lírica provenzal que a través de la escuela siciliana habían llegado a los poetas toscanos del Dolce stil novo. De ahí la fuerte influencia que el amor cortés ejerce en el Cancionero.

Lengua

La lengua del Cancionero se caracteriza por la vaguedad y por la simplificación.
Petrarca excluye de su vocabulario tanto los cultismos excesivos como las palabras excesivamente bajas, de suerte que su Cancionero se compone tan sólo de 3.275 voces. Con ello logra crear una lengua franca que los tratadistas del Cinquecento, con Pietro Bembo a la cabeza, coronaron como la lengua italiana para la poesía.
También es notoria la imprecisión física con la que está escrita la obra. Petrarca tan solo habla de los ojos, siempre inevitablemente bellos (i begli occhi), el bello gesto (il bel viso) y los dorados cabellos (i capei d'oro). Apenas hay otras referencias físicas en la obra. Y los tres adjetivos que acompañan a los tres vagos rasgos de Laura se mantienen a lo largo de la obra sin que el paso del tiempo (ya la acabe de conocer, ya hayan pasado dieciséis o diecisiete años) pueda alterarlos. Tan sólo el célebre fragmento XC (Era el cabello al aura desatado) sugiere que sea aquel hermoso brillo, hoy ya apagado. Pero toda la descripción recrea el pasado en que eran bellos los ojos, rubios los cabellos y bello el gesto y contribuye a la imagen invariable del aspecto de Laura.

Métrica

El Cancionero tiene influencia capital en dos aspectos de la métrica: el ritmo del endecasílabo y las formas estróficas.
De un lado, hace prevalecer definitivamente los ritmos del endecasílabo a maiore con acento en la sexta sílaba y a minore con acentos en la cuarta y la octava, lo que determina que en la poesía culta española (que, a partir de Boscán y Garcilaso, adopta los metros italianos), sean éstos los ritmos más habituales.
Del otro, influye determinantemente en cuáles serán las estrofas que se cultiven a partir de entonces en la poesía culta. Sólo cinco formas incluye en su Cancionero: sextina, balada, madrigal, canción y soneto. Perfecciona y afina el madrigal que en el Cinquecento alcanzará su apogeo musical; fija definitivamente el esquema de la canción heredada de la escuela siciliana; y, por último, lleva al soneto a su absoluta perfección propiciando que se convierta en la estrofa, quizás, más importante de la lírica europea occidental. Su preferencia por los sonetos compuestos por cuartetos y no serventesios y con tercetos con esquema CDE CDE o CDC DCD (junto al CDE DCE), determina que estos sean las formas con que se compongan los sonetos en España.

Estructura

El Cancionero se compone de 366 fragmentos (317 sonetos, 29 canciones, 9 sextinas, 7 baladas y 4 madrigales) tradicionalmente divididos en dos partes: las rimas en vida de Madonna Laura y las rimas tras la muerte de Madonna Laura. Esta división, no obstante, se debe a los editores de la obra y no al propio Petrarca y está sugerida tanto por el contenido como por el hecho de que en el manuscrito definitivo hay varias hojas en blanco entre la composición CCLXIII y la CCLXIV.

Se abre con un soneto a modo de prólogo Los que escucháis en rimas el desvelo en el que el poeta presenta su obra como el fruto de su primer error juvenil y que, tras pedir la disculpa de su lector, se cierra con el tópico del vanitas vanitatis (que cuanto agrada al mundo es breve sueño).

Los siguientes poemas introducen la intensidad con la que el poeta prueba el amor:

Por hacer más galana su venganza
y cobrar mil ofensas en un día,
ocultamente el arco Amor traía
como el que ocasión busca en su asechanza.
                                             
Cubría la virtud con gran pujanza
ojos y corazón de la porfía,
cuando a allí donde mellarse otra solía
bajó su flecha con mortal prestanza.
                                             
Y así turbada en el primer asalto,
no tuvo tanto ni lugar ni aliento
con que pudiese en la estrechez armarme;
                                             
o bien al monte fatigoso y alto
con astucia apartarme del tormento,
del que hoy quisiera y ya no puede hurtarme.

A lo largo del Cancionero, Petrarca va componiendo los tópicos de la poesía amorosa que en ocasiones vierte con especial acierto. Especialmente célebre es el fragmento XXXV en que desarrolla el tópico del amante que, fugitivo, huye de todo y sólo es incapaz de esquivar su propio Amor:

Solo y pensoso los más yermos prados
midiendo voy a paso tardo y lento,
y acecho con los ojos para atento
huir de aquellos por el hombre hollados.
                                          
Otro alivio no encuentro en mis cuidados
que me aparte del público escarmiento,
porque en los actos del dolor que aliento
muestro traer los pasos abrasados;
                                          
tanto que creo ya que montes, llanos,
selvas y ríos saben los extremos
de vida que he ocultado a otro testigo.
                                          
Mas no sé hallar senderos tan lejanos,
tan ásperos que siempre no marchemos
yo hablando con Amor y Amor conmigo.

Las composiciones amorosas de la primera parte abundan mucho en la belleza (vaga belleza) de la amada, en que reside la elevación espiritual y trascendencia del amor de Petrarca. Hay, por ejemplo, tres canciones (las denominadas Tres Hermanas) dedicadas exclusivamente a la alabanza de los ojos (bellos) de Laura. Léase, por ejemplo, el fragmento LXXII (Gentil señora, veo).
Al respecto de las descripciones idealizadas de Laura, el fragmento XC incluye admirablemente gran parte de los tópicos que incluyen la habitual glorificación de la amada:

Era el cabello al aura desatado
que en mil nudos de oro entretejía;
y en la mirada sin medida ardía
aquel hermoso brillo, hoy ya apagado;
                                        
el gesto, de gentil favor pintado,
fuese sincero o falso, lo creía;
ya que amorosa yesca en mí escondía,
¿a quién espanta el verme así abrasado?
                                        
No era su andar cosa mortal grosera,
sino hechura de ángel; y sonaba
su voz como no suena voz humana:
                                        
un espirtu celeste, un sol miraba
cuando la vi; y si ahora tal no fuera,
no porque afloje el arco el daño sana.

Y los tercetos del fragmento CLVII desglosan en sus seis versos el canon petrarquista de la belleza femenina:

El gesto ardiente nieve, la crin oro,
las cejas ébano, y los ojos soles,
por los que al arco Amor no ha errado el tiro;

perlas y rosas en que el mal que adoro
formaba ardiente voz entre arreboles;
cristal su llanto, llama su suspiro.

En la segunda parte de la obra, ante la desolación por su muerte, Petrarca obra en Laura un proceso de beatrización que en sueños o en la imaginación lo consuela y le promete la unión eterna en el cielo. Así en la rima CCCII:

Me alzó mi pensamiento adonde era
la que busco y no hallo ya en la tierra,
y allí entre los que tercio cielo encierra
la vi más bella y menos altanera.
                                           
Tomó mi mano y dijo: «En esta esfera
serás conmigo, si el afán no yerra:
que soy quien te dio en vida tanta guerra
y acabó el día antes que el sol cayera.
                                           
Mi bien no cabe en pensamiento humano:
solo a ti aguardo, y lo que amaste loco,
que un bello velo fue, quedó en el suelo».
                                           
Mas, ¡ay! ¿por qué me desasió la mano?
Que, al eco de su acento, faltó poco
para que me quedase allá en el cielo.

El Cancionero se cierra con un arrepentimiento absoluto por haber amado:

Llorando voy los tiempos ya pasados
que malgasté en amar cosas del suelo,
en vez de haberme levantado en vuelo
sin dar de mí ejemplos tan menguados.
                                           
Tú, que mis males viste porfïados,
invisible e inmortal, Señor del cielo,
Tu ayuda presta al alma y Tu consuelo,
y sana con Tu Gracia mis pecados;
                                           
tal que, si viví en tormenta y guerra,
muera en bonanza y paz; si mal la andanza,
bueno sea al menos el dejar la tierra.
                                           
Lo poco que de vida ya me alcanza
y el morir con Tu presta mano aferra;
Tú sabes que en Ti sólo hallo esperanza.




Los cancioneros petrarquistas

Se conoce como cancionero petrarquista a una colección de poemas líricos creada al modo del Cancionero de Petrarca, esto es, una colección de poemas muy personales con una línea medular amorosa. Es importante el significado con que el adjetivo petrarquista enriquece el término cancionero, porque en la poesía española este mismo término se ha usado también para calificar, al menos, otros dos tipos de conjuntos de poemas.
En el primero, en la poesía cancioneril, con el significado de antología que recoge, generalmente, poemas de muy varios autores y muy varios asuntos. Tal es el caso del Cancionero de Baena, el Cancionero de Stúñiga o el Cancionero General. En el segundo, con el significado de colección de poemas de un solo autor como es el caso del Cancionero de Pedro Manuel de Urrea o de Jorge de Montemayor.

Fortuna en España

Aunque el Cancionero influyó poderosísimamente en la poesía lírica europea, en España no se han escrito propiamente cancioneros que puedan calificarse como petrarquistas, a excepción quizás de los Versos de Fernando de Herrera. Sin embargo, mucha de la poesía amorosa española escrita durante los siglos XVI y XVII es poesía petrarquista.
Garcilaso de la Vega, al que su prematura muerte no le permitió articular una obra de esta naturaleza, es poeta fuertemente influido por la poesía de Petrarca. En general, todos sus versos destilan petrarquismo hasta el punto de que algunos son traducciones más o menos literales de versos de su modelo; en especial el soneto Pensando que el camino iba derecho cuyos segundo cuarteto y primer terceto siguen muy fielmente el fragmento CCXXVI (Gorrión más solitario en ningún techo)

Lope de Vega es poeta también al que Petrarca dejó honda huella. Sus Rimas (1602), aunque carezcan de muchas de las características que permitirían definirlas de Cancionero petrarquista es un obra poética amorosa con fuerte influencia del poeta italiano. El soneto IV (Era la alegre víspera del día), por ejemplo, recuerda inevitablemente al fragmento III (Era el día que al sol palidecía) en el que Petrarca declara cómo conoció a Laura un Viernes Santo. También son petrarquistas, a su manera, las deliciosas Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos que desarrollan parodias de los tópicos más habituales del petrarquismo.
De Francisco de Quevedo se destaca habitualmente la influencia petrarquista de su Canta sola a Lisi (y del resto de su poesía amorosa). Curiosamente Quevedo versionó el ya citado fragmento CCXXVI en el soneto Más solitario pájaro ¿en cuál techo...

Francesco Petrarca

  

(Arezzo, actual Italia, 1304 - Arqua, id., 1374) Poeta y humanista italiano. Durante su niñez y su primera adolescencia residió en distintas ciudades italianas y francesas, debido a las persecuciones políticas de que fue objeto su padre, adherido al partido negro güelfo. Cursó estudios de leyes en Carpentras, Montpellier, Bolonia y Aviñón, si bien nunca consiguió graduarse.

Según relata en su autobiografía y en el Cancionero, el 6 de abril de 1327 vio en la iglesia de Santa Clara de Aviñón a Laura, de quien se enamoró profundamente. Se han hecho numerosos intentos por establecer la identidad de Laura, e incluso sus contemporáneos llegaron a poner en duda su existencia, considerándola una creación para el juego literario. Petrarca defendió siempre, sin embargo, su existencia real, aunque sin revelar su identidad, lo que ha inducido a pensar que quizá se tratara de una mujer casada. Sí que está comprobado, en cambio, que mantuvo relaciones con otras mujeres y que dos de ellas, cuyos nombres se desconocen, le dieron dos hijos: Giovanni y Francesca.

La lectura de las Confesiones de Agustín de Hipona en 1333 lo sumió en la primera de las crisis religiosas que le habrían de acompañar toda la vida, y que a menudo se reflejan en su obra, al enfrentarse su apego por lo terreno a sus aspiraciones espirituales. Durante su estancia en Aviñón coincidió con Giacomo Colonna, amistad que le permitió entrar al servicio del cardenal Giovanni Colonna. Para este último realizó varios viajes por países europeos, que aprovechó para rescatar antiguos códices latinos de varias bibliotecas, como el Pro archia de Cicerón, obra de la que se tenían referencias pero que se consideraba perdida.

Con el fin de poder dedicarse en mayor medida a la literatura, intentó reducir sus misiones diplomáticas, y para ello consiguió una canonjía en Parma (1348) que le permitió disfrutar de beneficios eclesiásticos. Posteriormente se trasladó a Milán, donde estuvo al servicio de los Visconti (1353-1361), a Venecia (1362-1368) y a Padua, donde los Carrara le regalaron una villa en la cercana población de Arqua, en la cual transcurrieron sus últimos años.

La obra de Petrarca

Su producción puede dividirse en dos grupos: obras en latín y obras en lengua vulgar. Las primeras fueron las que le reportaron mayor éxito en vida, y en ellas cifraba Petrarca sus aspiraciones a la fama. Cabe destacar en este apartado el poema en hexámetros África (que dejó inacabado y en el que rescata el estilo de Tito Livio), las doce églogas que componen el Bucolicum carmen y la serie de biografías de personajes clásicos titulada De viris illustribus. Reflejo de sus inquietudes espirituales son los diálogos ficticios con San Agustín recogidos en el Secretum.
 
Petrarca logró en vida una importante fama como autor latino y humanista, tal como prueba su coronación en Roma como poeta, en 1341. Sin embargo, sus poemas en lengua vulgar recogidos en el Cancionero fueron los que habían de darle fama inmortal. Aunque Petrarca los llamaba nugae (pasatiempos), lo cierto es que nunca dejó de retocarlos y de preocuparse por su articulación en una obra conjunta, lo cual denota una voluntad de estilo que por otra parte resulta evidente en cada una de las composiciones, de técnica perfecta y que contribuyeron grandemente a revalorizar la lengua vulgar como lengua poética.

En la primera parte del Cancionero, las poesías reflejan la sensualidad y el tormento apasionado del poeta, mientras que tras la muerte de Laura, acontecida según declara el poeta en 1348, su amor resulta sublimado en una adoración espiritual. Petrarca supo escapar a la retórica cortés del amor, transmitiendo un aliento más sincero a sus versos, sobre todo gracias a sus imágenes, de gran fuerza y originalidad. Su influencia se tradujo en la vasta corriente del petrarquismo, destinada a perdurar hasta el siglo XVII, y a cuya tradición pertenecen desde Ausiàs March, Garcilaso de la Vega o Francisco de Quevedo hasta Edmund Spenser y William Shakespeare.




  



El Decamerón (Decameron, en italiano) es un libro constituido por cien cuentos, algunos de ellos novelas cortas, terminado por Giovanni Boccaccio entre 1351 y 1353, donde se desarrollan tres temas principales: el amor, la inteligencia humana, y la fortuna. Las primeras copias se leían, se intercambiaban e incluso robaban. Éstas estaban en manos de mercantes y fueron de pasatiempo para los lectores más comunes e ingenuos de la época.
Para engarzar las cien historias, Boccaccio estableció un marco de referencia narrativo. La obra comienza con una descripción de la peste bubónica (la epidemia de peste negra que golpeó a Florencia en 1348), lo que da motivo a que un grupo de diez jóvenes, siete mujeres y tres hombres que huyen de la plaga, se refugien en una villa en las afueras de Florencia.
Con el fin de entretenerse, cada miembro del grupo cuenta una historia por cada una de las diez noches que pasan en la villa, lo que da nombre en griego al libro: δέκα déka 'diez' y ἡμέραι hēmérai 'días'. Además, cada uno de los diez personajes se nombra jefe del grupo cada uno de los diez días alternadamente.
Cada día, a excepción del primero y noveno en que los cuentos son de tema libre, uno de los jóvenes es nombrado «rey» y decide el tema sobre el que versarán los cuentos.

Temas y características

Los temas son casi siempre profanos, a tono con la mentalidad burguesa que empezaba a fraguarse en Florencia: la inteligencia humana, la fortuna y el amor. Cada día también incluye una breve introducción y una conclusión, que describen otras actividades diarias del grupo, además del relato de historias. Estos interludios del cuento incluyen con frecuencia las transcripciones de canciones populares italianas en verso.
La importancia del Decamerón estriba en gran parte en su muy cuidada y elegante prosa, que estableció un modelo a imitar para los futuros escritores del Renacimiento, pero también en haber constituido el molde genérico de la futura novela cortesana, no sólo en Italia a través de los llamados novellieri (Franco Sachetti, Mateo Bandello, Giraldi Cinthio, etc.), sino en toda Europa (El Patrañuelo de Juan de Timoneda, las Novelas Ejemplares de Cervantes, etc.).
El Decamerón describe detalladamente los efectos físicos, psicológicos y sociales que la peste bubónica ejerció en esa parte de Europa. Los argumentos básicos de las historias no son generalmente invención de Boccaccio; de hecho, se basan en fuentes italianas más antiguas, o en algunas ocasiones en fuentes francesas o latinas. Cabe mencionar que algunas de las historias que contiene el Decamerón aparecen más adelante en los Cuentos de Canterbury de Chaucer.

Se puede considerar el Decamerón como obra precursora del Renacimiento por la concepción profana del hombre, la ausencia de rasgos fantásticos o míticos, y la burla de los ideales medievales, lo que dota a la obra de un carácter claramente antropocéntrico y humanista. Los jóvenes que llevan adelante las diez jornadas instauran la idea del carpe diem en contraposición al tópico literario del ubi sunt. Puede apreciarse una paulatina desmitificación de la idea de la tierra como simple tránsito hacia la vida eterna.
Los personajes de Boccaccio son seres comunes, defectuosos y desprovistos de cualquier valor noble, caballeresco o cortés, propio de una sociedad feudal; por el contrario, destacan los ladrones, embusteros y adúlteros, y se enaltece su astucia, que les permite salir airosos de las situaciones descritas, a diferencia de la antigua concepción medieval, donde el protagonista o héroe de la historia poseía facultades inherentes a su ser, como la belleza o la fuerza, y asociadas siempre a la nobleza y la divinidad. Finalmente, el fuerte sentido anticlerical de las historias de Boccaccio le aleja de la concepción teocéntrica medieval.

En esta obra el dios del amor, Eros, rige el mundo. Los dos sexos, tanto el varón como la mujer, son criaturas destinadas al amor, que se entiende de una manera definidamente sensual y que, por consiguiente, debe ser experimentado corporalmente.
El Decamerón se escribió cuando la Edad Media llegaba a su fin. Así, mientras la peste arrasaba provocando estragos alrededor, en este jardín florece todo un mundo de historias vitales y de sobrecargada sensualidad.
Todas las historias eróticas de Bocaccio se corresponden con la imagen medieval de la mujer, proclive a caer en las tentaciones de la carne. Se la considera como a una hija de la seductora Eva, muy difícil de saciar. Se repite la idea de que si el marido no satisface a la mujer, ésta se procurará el placer por otros caminos.
El Decamerón pasa de modo decidido de la nouvelle al libro extenso escrito en lengua italiana. De hecho es la primera obra en prosa escrita en este idioma romance. La iglesia católica, a través de la Inquisición, incluyó este libro entre los prohibidos. A pesar de esta inclusión en la nómina del Index librorum prohibitorum, la de Bocaccio constituyó una de las lecturas preferidas por los clérigos.

Estructura




Formalmente, El Decamerón se encuentra estructurado de la siguiente manera: una introducción que hace de la peste el marco general del texto y diez jornadas. Éstas últimas podrían sintetizarse bajo los rótulos que se detallan a continuación:

Jornada I - Ciappelletto (Judas)- Vicios;
Jornada II Y III - Fortuna y mercantilización;
Jornada IV - Cuentos de amor con final trágico;
Jornada V - Cuentos de amor con final feliz;
Jornada VI, VII Y VIII - Ingenio;
Jornada IX - Microcosmos;
Jornada X - Griselda (María).

El especialista en literatura medieval Vittore Branca ha explicado en su texto Bocaccio y su época lo que él considera una estructura gótica de la obra. Según esta, los cuentos se emplazan bajo una dinámica ascensorial donde San Chiappelletto condensa los vicios (Jornada I) y Griselda la máxima pureza (Jornada X) evidenciándose, al estilo arquitectónico gótico, una imagen de depuración a medida que avanza la obra. También Branca se refiere al carácter bifronte del Decamerón destacando lo cómico versus lo trágico, lo vulgar en oposición a lo cortés y lo vicioso-heroico del texto. También esta especie de dualidad es evidente en los personajes citados(Ciappelletto-Griselda), los cuales podrían interpretarse bajo la antítesis Judas-María

Simbología


Por otra parte, las circunstancias descritas en el Decamerón son susceptibles de una interpretación alegórica influida por la numerología medieval. Por ejemplo, se cree que las siete jóvenes mujeres representan las cuatro Virtudes cardinales y las tres Virtudes teológicas (Prudencia, Justicia, Templanza, y Fortaleza; Fe, Esperanza, y Caridad), y se supone que los tres hombres representan la división tripartita griega tradicional del alma (Razón, Apetito Irascible, y Apetito Concupiscible). El mismo Boccaccio indica que los nombres que dio a estos diez personajes son de hecho seudónimos «elegidos apropiadamente de acuerdo a las cualidades de cada uno».
 Los nombres italianos de las siete mujeres, en el mismo orden significativo según el texto original son: Pampinea, Fiammetta, Filomena, Emilia, Laureta, Neifile, y Elissa. Los nombres de los varones son: Panfilo, Filostrato, y Dioneo.


Giovanni Boccaccio retrató a una sociedad acorralada por la peste bubónica. En su Decamerón, cuestionó cómo preservar la vida en una pandemia sin destruir a su comunidad y cómo hacerla perdurar sin las vilezas que la enfermaron.


La peste bubonica desembarcó en Sicilia de buques que provenían de Siria, y se esparció por Europa sembrando muerte, ruina y paralizando el frenético ritmo social de las ciudades. En 1348, el mundo de Giovanni Boccaccio y el destino de la ciudad de Florencia cambiaron de manera dramática.

El entonces centro mercantil condenado por el flujo de viajeros y comerciantes, se volvió el centro de la pandemia y sus murallas se convirtieron en el símbolo de una ciudad sitiada y aquejada por la enfermedad. El comercio se detuvo, la comunicación entre poblados y regiones cesó, y los florentinos adoptaron el distanciamiento social como una medida que probó, en ese momento, ser ineficaz ante una enfermedad de la que se sabía poco, que se ignoraba cómo se transmitía, no por contacto humano sino por la mordedura de pulgas, roedores o parásitos; y con la aparición de bubones negros en el cuerpo, mataba a sus víctimas apenas pasado el tercer día.

Vacía casi de habitantes, la ciudad veía enfermar y morir por millares a sus ciudadanos desprovistos de sacramentos, medicina o consuelo. Muchos habían huido de la ciudad al campo, abandonando propiedades y dejando atrás a sus enfermos, y otros, retenidos por la pobreza, la necesidad o la esperanza, permanecieron recluidos en sus casas. Las víctimas de la peste perecían en soledad y anunciaban la muerte a sus vecinos con el hedor de sus cuerpos que, ante la insuficiencia de los cementerios, eran transportados en tablillas de madera y enterrados por centenas en fosas comunes.

La historia de Nastagio degli Onesti

La historia de Nastagio degli Onesti es una narración de Giovanni Boccaccio, conocida principalmente por un ciclo de cuatro cuadros del pintor italiano renacentista Sandro Botticelli. Las pinturas fueron ejecutadas en 1483, al temple sobre tabla.

Se creía que cada pintura de esta serie pictórica había sido parte de un cassone. Los cassoni matrimoniales eran arcones o baúles de lujo elaborados como regalo nupcial, que se decoraban en sus lados mayores con pinturas alegóricas, generalmente con un contenido moralizante que se consideraba apropiado para la joven pareja. La hipótesis actualmente más extendida apunta a que estas tablas son demasiado grandes para un arcón, y que en realidad eran spallieras: paneles decorativos que se encastraban en paredes forradas de madera (similares a las boiseries francesas). El único dato seguro es que fueron un encargo de Lorenzo el Magnífico (otras fuentes indican a Antonio Pucci, padre del novio) como regalo para Giannozzo Pucci con ocasión de su matrimonio con Lucrezia Bini, matrimonio celebrado en 1483. En el tercer y cuarto panel aparecen los escudos de armas de las dos familias.
Botticelli representó la historia, tomada de la octava novella de la Quinta Jornada del Decamerón de Boccaccio: «El infierno de los amantes crueles». Se trata de la historia de un joven de Rávena, Nastagio degli Onesti, rechazado por su amada. Ve en el bosque a una mujer perseguida por un jinete, quien la ataca y mata; inmediatamente, ella se levanta y vuelve a repetirse el castigo sin fin, debido a que se trata de fantasmas, una maldición, debido a que la joven perseguida no atendió a los requerimientos de su pretendiente y este se suicidó. Nastagio cree que tal aparición puede serle útil: hace que su desdeñosa amada la vea, con lo que consigue finalmente vencer su resistencia y llegar a un matrimonio feliz.

Las cuatro pinturas pertenecieron durante casi tres siglos a la familia Pucci, descendiente de la pareja que las recibió directamente de Botticelli. En el siglo XIX salieron a la venta y a principios del siglo siguiente pasaron por la colección alemana Spiridon. La colección privada del Palacio Pucci en Florencia recuperó la cuarta en 1960, mientras que las tres primeras pasaron al Museo del Prado de Madrid en 1941 mediante la donación de Francesc Cambó.
La autoría real de las pinturas ha sido muy debatida ya desde el siglo XIX. Parecía evidente, por desigualdades en el dibujo y en los tonos, que todas no habían sido realizadas por el mismo artista. Actualmente se cree que Botticelli realizó los cuatro diseños, y que fueron pintados por diversos ayudantes de su taller, como Bartolommeo da Giovanni, Jacopo dal Sellaio y Filippino Lippi. De todas formas, la calidad de algunas figuras apunta a que las pintó Botticelli, quien seguramente supervisó la realización del conjunto.

En los dos primeros paneles se narra la aparición fantasmal, en el tercero se describe el banquete que organiza Nastagio para sorprender a su novia, y en el último se muestra el banquete de bodas, final feliz de la pareja.

Nastagio degli Onesti I
Nastagio degli Onesti, primer episodio. Museo del Prado.



El primer episodio de la serie de Nastagio degli Onesti es una obra que mide 83 cm. de alto y 138 cm. de ancho. Se conserva en el Museo del Prado.
Nastagio aparece representado tres veces en el mismo cuadro. A lo lejos, conversa con sus compañeros en un campamento. Ya en primer término a la izquierda, pasea cabizbajo por el rechazo de su novia, y en el centro, lucha contra los perros que atacan a una mujer desnuda. A la derecha, aparece el jinete que la persigue. La violencia de la escena en primer plano contrasta con el sereno paisaje del fondo, que pretende evocar la ciudad de Rávena. Esta forma de narrar diferentes episodios en una misma escena tiene muchos antecedentes en la pintura medieval.
Dentro de una calidad artística buena, la pintura muestra desigualdades; quizá fue pintada en parte por ayudantes, aunque las dos figuras de Nastagio en primer plano muestran más finura en los ropajes y facciones, y pudieron ser pintadas por Botticelli.

Nastagio degli Onesti II
Nastagio degli Onesti, segundo episodio. Museo del Prado.


El segundo episodio de Nastagio degli Onesti tiene exactamente las mismas medidas que el primer panel. Se conserva, al igual del primer y el tercer cuadro, en el museo del Prado.

El cuadro muestra, a la izquierda, al joven Nastagio, que retrocede horrorizado por la aparición en el centro. La mujer ha resultado muerta y el caballero le hace un tajo en la espalda para sacarle el corazón y arrojarlo a los perros, lo que sucede en el extremo de la derecha. Al fondo se comprueba cómo el episodio fantasmal se repite con una nueva persecución. Esta escena en la lejanía está centrada y enmarcada por los troncos de los árboles. De esta manera quedan castigados la mujer, por burlarse del amor del caballero, y este último, que se suicidó por amor.

Según algunos críticos, el refinado uso de los colores en este cuadro evidencia que lo pintó Botticelli, pero otros creen que las figuras crispadas de Nastagio y la mujer son de otro autor, acaso Filippino Lippi. El caballo blanco es considerado acaso lo mejor del cuadro y se atribuye a Botticelli con bastante seguridad. Destaca asimismo el delicado paisaje del fondo.

Nastagio degli Onesti III

Nastagio degli Onesti, tercer episodio. Museo del Prado.

El tercer episodio de Nastagio degli Onesti, de iguales medidas que los dos anteriores, se conserva en el mismo museo.
Aquí se representa un banquete que tiene lugar en medio de un pinar. Nastagio lo ha organizado para que tanto su amada como la familia de ésta vean los fantasmas de la joven desnuda y su asesino. Así, se ve en el centro a la mujer atacada por los perros, con el jinete a la derecha. Nastagio, ligeramente a la izquierda, explica el sentido de la escena que están viendo los comensales. En el lateral derecho se ve a Nastagio hablando después con la criada de su amada, que le cuenta que la joven ha accedido a sus deseos. Se ven los escudos de los Bini y los Pucci y también, en el centro, el de los Médicis. Botticelli representa con gran detalle las mesas y los objetos del banquete, así como los diferentes rasgos de los invitados.
Dentro de las dudas en cuanto a la autoría, algún experto afirma que la figura desnuda es de altísima calidad, y que fue pintada personalmente por Botticelli. También algunos de los comensales, como la novia vestida de blanco, están caracterizados con facciones individualizadas y destacan sobre el resto de las figuras, de rostros convencionales, por lo que pudieron ser pintados por el maestro.

Nastagio degli Onesti IV

Nastagio degli Onesti, cuarto episodio. Palacio Pucci de Florencia.



El cuarto y último episodio de Nastagio degli Onesti es una obra de dimensiones diferentes a las otras tres de la serie, siendo ligeramente más grande: mide 84 cm de alto y 142 cm de ancho.
Forma parte de la colección privada del Palacio Pucci en Florencia y es la única escena que permanece en su sede original, si bien gracias a una recompra reciente, en una subasta celebrada en 1960. En su momento fue vendida en el extranjero como las demás.
Se distingue también de los otros porque, a diferencia de ellos, se presenta como una sola escena: el banquete de bodas de Nastagio y su novia. Hay dos filas de mesas colocadas bajo unos soportales, con un arco de triunfo al fondo.
Aquí pueden verse también los escudos de los Pucci y los Bini.
De las cuatro pinturas, es considerada la de menor calidad y casi ningún experto defiende que Botticelli la pintase, ni siquiera parcialmente.





Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 



Itsukushima Shrine.


  

CULTURAPERSONAJES.


Francesco Petrarca, el poeta italiano que influenció a Shakespeare.
Victoria Bibiloni Abbona
19 Julio 2023


Esta semana se cumple un nuevo aniversario tanto del nacimiento como de la muerte de Francesco Petrarca, uno de los poetas, filósofos y escritores más importantes de la historia italiana. Petrarca es considerado el padre del humanismo, que como movimiento intelectual estaba íntimamente ligado al Renacimiento. La obra clave de este poeta, que le dio a este movimiento su identidad es el “Cancionero“. En este libro el autor, también, deja de lado el latín y comienza a escribir en lenguas vernáculas, como el toscano. 
Su poesía, además, fue una influencia clave para inspirar a exponentes tales como Shakespeare en Inglaterra o Garcilaso de la Vega en España a la hora de crear textos que pudieran unir las ideas del mundo grecolatino con las del cristianismo.
La familia Petrarca había sido expulsada de Florencia por tener ideas similares a las de la familia de Dante (ambos eran güelfos negros). Además, Petrarca, al igual que Dante, tuvo por musa inspiradora a un amor imposible, pero no menos real. Una mujer que estaba casada con otro hombre y que por años, fue objeto de su inspiración y su poesía más profunda.
 Su “Beatrice“ se llamaba Laura de Noves y la conoció en Aviñón. Su esposo era un antepasado del Marqués de Sade, por lo que, en algunas fuentes también se la conoce como Laura de Sade. A ella le dedicó sus versos más hermosos en los que demuestra la gran pasión que sentía por ella. De hecho, el nombre original de su “Cancionero“ era “Rime in vita e Rime in morte de Madonna Laura“. 
Petrarca, incansable lector y escritor, dicen, fue encontrado muerto en Arquà, Lombardía sobre un libro que estaba estudiando. Al día siguiente, cumpliría 70 años, era 1374.

  

Petrarca en el eje de los mundos

La traducción del Epistolario completo del poeta es una proeza filológica que revela su magnitud como fundador del Humanismo e “intelectual de los tiempos modernos”

Ignacio Peyró
11 nov 2023 

“Su gloria había sobrevivido las edades oscuras”, escribe Georgina Masson, e incluso en el siglo XII, cuando el Capitolio no era sino “un lugar pobre, de pastoría para las cabras”, “todavía el alma de las gentes lo asociaba a ideales de libertad cívica”.
 En las llanuras centrales del Medievo, las Mirabilia urbis Romae —primerísima guía para peregrinos— aún se exaltaban, en efecto, al describir la colina que ejerció en tiempos antiguos como “cabeza del mundo, donde cónsules y senadores gobernaban la tierra”. 

Montaigne no nos sorprende al afirmar que estaba más familiarizado con los palacios capitolinos que con los de sus propios reyes. Y en octubre de 1764, un viajero inglés, sentado entre sus ruinas, “mientras los frailes descalzos cantaban vísperas en el templo de Júpiter”, sintió el arrebato de la inspiración: su nombre era Edward Gibbon y en ese mismo momento resolvió dedicarse a escribir la historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. No es de extrañar, en fin, que —de acuerdo con las evocaciones del nombre—, las revoluciones nacidas del viejo ideal republicano bautizaran como Capitolio los lugares más reverentes de su institucionalidad. A modo de gozne intelectual entre la Antigua Roma, el humanismo de un Montaigne y las luces ilustradas de Gibbon, el día de Pascua de 1341, Francesco Petrarca (Arezzo, 1304-Arquà, 1374), bajo el manto real de Roberto de Anjou, asciende al Capitolio para recibir la corona de poeta laureado.

Tales solemnidades parecen cohonestarse de modo difícil con el hombre que se definió como “amante del silencio y la soledad, enemigo del foro, desdeñoso del dinero”, y que no ignoraba que la fama “es viento, es humo, es sombra, es nada”. Haríamos mal, con todo, en atenuar en mera vanidad la preocupación por un concepto, la gloria, que, con intermitencias, lleva siéndonos incómodo desde tiempos barrocos, pero que para Petrarca tendrá una dimensión que abraza la teología, la literatura y la propia posteridad mundana. Primer renacentista, como nos recuerda Antonio Prieto, frente a la síntesis medieval de Dante, Petrarca encarna una conciencia aguda de su arte y de la responsabilidad y proyección de su labor. Pero la coronación rebosa con mucho su figura para servir a un designio intelectual más ambicioso. 

Celebrar una ceremonia “interrumpida”, según escribe el propio Petrarca, “a lo largo de numerosos siglos” implicaba poner en acto la voluntad visionaria, tantas veces explicitada en su obra, de volver “al puro resplandor del siglo antiguo”. Él mismo conocía como nadie la centralidad espiritual y política del lugar: había rechazado recibir el laurel, de manos del propio Roberto, en Nápoles. La coronación se alzaba así como un manifiesto visible en pro de la restauración de la cultura antigua frente a las insufiencias intelectuales y políticas —del papado en Aviñón al desgaste del paradigma escolástico— de su presente. 
Y rodearse de las manifestaciones del poder era no solo un modo de dignificar tal programa y hacerlo apetecible a los grandes de la tierra, encargados en última instancia de prestigiarlo: también era una ostensión de la legitimación moral y del optimismo de futuro que encarnaba su causa. Es decir, el ideal que Francisco Rico ha llamado hermosamente “el sueño del humanismo”, ese mercado común de simbolos e ideas, según definición de Gombrich, que conciliaba ley natural, lección clásica y revelación divina y que podía redirigirse, con provecho moral y gozo intelectual, “ad vitam”, hacia la vida. Un saber que, en efecto, era capaz —según Cicerón, manantial primero de Petrarca—, puertas adentro, de “embellecer los momentos felices y ofrecer refugio y consuelo en los momentos difíciles”, pero que también tenía una dimensión ulterior:
“poner guía, orden y gobierno (…) en nuestra sociedad”, como escribe Guarino de Verona. 

Al final de sus días, en una carta a su íntimo Bocaccio, Petrarca se adjudicará con justicia el mérito de haber desempolvado “estudios olvidados durante muchos siglos”.

Cercano a los cuarenta años, sus trabajos eruditos sobre, entre otros, Tito Livio, ya le hubiesen convertido en padre del Humanismo: de hecho, al coronarse como poeta, Petrarca no olvida añadir la coletilla “e historiador”. 
La propia coronación puede leerse a modo de cifra de su papel como “intelectual de los tiempos modernos”, según lo define Ugo Dotti: las liturgias de ese día nos dan in nuce a un Petrarca que se hace una voz necesaria en los conflictos —y entre los poderosos— de su tiempo, con el suficiente cuajo como maître à penser como para merecer tal tributo público. Aun antes de escribir la mayor parte de su obra, en efecto, Petrarca ya postula un propósito de regeneración cultural que, escenificado en el Capitolio, iba a manifestarse en su propia obra en dos direcciones complementarias y llamadas a una gran influencia. 
Por una parte, el arte del poeta del Canzionere, que carga de intimidad y artificio conceptual la herencia de la lírica provenzal, y cuya retórica surtirá de un fondo de armario poético —el petrarquismo— a escritores de toda Europa durante siglos, en todo lo que va de Ronsard a Lope o la melancolía isabelina, y que incluso, en lo que tiene de dietario sentimental, va a pervivir como modelo en Umberto Saba o nuestro Unamuno.

 Por otra parte, las cartas, surgidas como proyecto tras inspirarse en el hallazgo de unas epístolas de Cicerón hacia 1345, y que constituirán “una suerte de autobiografía intelectual”, con rasgos efectivamente diarísticos en las Familiares, mayor énfasis memorialístico en las Cartas de Senectud —escritas a partir de 1361— y afán polémico, como clamor de justicia ante los poderes de la tierra, en las Cartas sin nombre. En su Epistolario, Petrarca aporta la nueva sensibilidad de un presente que se ilumina en el diálogo con el pasado.

Bien prologadas en cada uno de sus libros —lo cual no solo enriquece sino que orienta la lectura—, Petrarca escribe las cartas sobre la plantilla moral de Séneca y el propio Cicerón, en adición a sus propias querencias agustinianas. Es muestra de afán autoral que no haya “operación quirúrgica”, a decir del editor, “que no haya empleado” en sus textos: muchas cartas —por ejemplo, hasta el libro VI de las Familiares— son recreaciones posteriores a la datación, artificio que, por lo demás, solo habla de la firmeza de una voluntad literaria que busca ofrecer al propio Petrarca en calidad de “exemplum”, con la proyección de una intimidad intelectual como “un monumento de miles de páginas erigido a sí mismo”. 
Hay que añadir, no obstante, que el epistolario petrarquiano dista de ser un tratado de egocentrismos: está la enciclopedia de su época y la polémica de su tiempo, entregadas ambas en textos ágiles, que “salen al encuentro de la vida diaria”, y que lo mismo “polemizan con los aristotélicos que discurren sobre las más modestas realidades cotidianas”. 

Algunos pasajes han ganado una fama fundamental: la Carta nueve del segundo libro de las Familiares es una tan extraordinaria como ambigua confesión con claves interpretativas del Cancionero, en tanto que la subida al monte Ventoso o Ventoux (primera carta del libro cuarto) es por sí misma un hito en la historia de la cultura occidental. 
Subiera o no subiera al monte, es congruente que la excursión viniera impulsada por un noble precedente: leer sobre el ascenso de Filipo V al monte Hemo en Tesalia. Las Cartas sin nombre tendrán un punto más especiado en sus tensas invectivas contra la curia de Aviñón, los lamentos por una Roma “viuda” sin papado y los denuestos contra un gremio teológico que ha fosilizado cuanto de bueno y vivo pudiera haber en la escolástica.

Tanto en el Epistolario como en los poemas queda constancia de su magna empresa intelectual de conciliación de la herencia clásica y la evangélica.

Por tradición lectora y filológica, el Petrarca en verso ha sido mucho más cercano al mundo hispánico que el Petrarca en prosa. De hecho, las cuatro mil páginas de este epistolario son más que un matiz contundente a esa imagen arraigada de Petrarca “dedicado (…) a cantar sobre Laura y suspirar de amor”. 

Como fuere, tanto en el Cancionero como en su Epistolario, Petrarca revela —corregirá ambos hasta el mismo final de su vida— una exigencia de autor que a su vez nos habla de un mundo interior en necesidad de expresión literaria y de un escritor sabedor de que la gloria no le espera en el lugar de la ardua filología. Asimismo, tanto en el Epistolario como en los poemas queda constancia de su magna empresa intelectual de conciliación de la herencia clásica y la evangélica. 

A este respecto, no es ocioso recordar, como hace el hispanista Matteo Lefèvre, cómo, frente al amor pagano de un Garcilaso, “las razones profundas” que animan su Cancionero, no en vano cerrado con un largo poema a la Virgen, “se centran en la palinodia del sentimiento amoroso”, en lo que también se ha llamado “un recorrido espiritual del pecado a la santificación”.

En su Epistolario esta voluntad de concierto es, más que evidente, fundacional: si los poemas —no muy cariñosamente titulados Rerum vulgarium fragmenta— están escritos en vernáculo, Petrarca escribe sus cartas en latín, en la consideración de que esta lengua era “vehículo apropiado de una cultura integral”. 

Así, desde “la ciudadela de la razón” ciceroniana, postula que “no hay que desdeñar ningún guía que nos muestre el camino de la salvación”: al mismo Cicerón lo asimila a un apóstol, y se pregunta en qué pueden dañar Platón o el propio Arpinate al estudio de la verdad. “El legado antiguo”, escribe Rico, es para Petrarca “la cultura humana que mejor acompaña las enseñanzas de la religión”.

 En nuestras miradas a Roma, en definitiva, hemos buscado, a lo largo del tiempo, en todo lo que va de Maquiavelo a Winckelmann o el cardenal Wiseman, extraer verdades políticas a través del estudio de las instituciones, entroncar con una idea de belleza a través del arte o —a través de la arqueología— probar verdades de una religión o, más modestamente, decorar nuestros interiores. Para Petrarca, pionero absoluto de esa mirada, la verdad de la lección antigua está en la dignidad y las posibilidades del lenguaje tanto para la intimidad como para la cosa pública.

Si las cartas de Petrarca siguen vivas no es solo por su vocación de tener por interlocutora a la posteridad, sino por transparentar un estilo intelectual gestado por los humanistas y que aún nos resulta seductor.

Si las cartas de Petrarca siguen vivas no es solo por su vocación de tener por interlocutora a la posteridad, sino por transparentar un estilo intelectual gestado por los humanistas y que aún nos resulta seductor. Dotti dice que “no nos cuesta ver en ellas a Montaigne”. 

Como “nuevo sabio de los tiempos modernos”, lo vemos abominar de la babilónica Aviñón, disfrutar del campo en Vaucluse (“transalpina solitudo mea iocundissima”), reñir por la política que cree justa y extraer todo el consuelo de la complicidad intelectual de la amistad con los Colonna o los Bocaccio. Quedamos a deberle lo que sus cartas nos enseñan como filtrado de los clásicos, pero si las admiramos es —ante todo— por constituir uno de estos libros que, por así decirlo, son un hombre: un hombre “solo e pensoso”, vuelto a sí mismo, cuya vida se transforma en testimonio por el arte. 
En cualquier caso, conviene subrayar cómo el genio de Petrarca —ya visto en su faceta propagandística con ocasión de la coronación de 1341— trasciende intimidades y repercute en el ennoblecimiento de los studia humanitatis, que serán ya “elemento propio del vivir aristocrático” y, por tanto, ideal apetecible.

La traducción del Epistolario petrarquiano completo a cargo de Francisco Socas es una de esas gestas que se merece nuestra lengua: no son tan frecuentes —pienso en las obras completas de Ramón, Ortega o Chaves Nogales—, aunque Acantilado reincide ahora tras la edición de otra de las “tres coronas florentinas”, el Dante de la Comedia, en traducción de José María Micó. Por supuesto, el paginado infinito de estas cartas también representa otra de esas gestas lectoras en las que uno —de Proust a la Anatomía de la melancolía, del Port-Royal al duque de Saint-Simon— puede emplear la vida. 
No cabe duda de que disponer de este Epistolario ajustará a una realidad mayor nuestra mirada sobre Petrarca y su huella, como es propósito del proemio del finado Ugo Dotti. Pero es una belleza particular que aquello que nació como invitación al aprecio de la alta literatura pueda ahora entrar, sin dejar las facultades de Filología, en la biblioteca de cualquier lector que tal vez también espera “una edad más dichosa”.




  

Laure de Noves.



Laura de Noves, también conocida como Laura de Sade (¿Noves?, 1310 – Aviñón, 6 de abril de 1348), fue una noble provenzal, esposa del marqués Hugo de Sade, probablemente oriunda de Noves o Aviñón. Podría ser la Laura conocida, amada y celebrada por Petrarca, aunque algunos creen que nunca existió y que fue sólo un recurso poético, pudiendo referirse el poeta a laurus ('laurel', el árbol sagrado del dios Apolo, dios grecorromano de la poesía, entre otras muchas cosas).

Identificación
Vivió desde 1310 hasta 1348 y murió en la pandemia de peste negra. Petrarca la conoció en la Iglesia de Santa Clara durante su estancia en Aviñón el 6 de abril de 1327, el día de Viernes Santo.
La mayoría de lo que se conoce acerca de ella, imagen estilizada del amor cortés, procede de lo escrito por Petrarca, que en honor de Madonna Laura ('doña Laura') escribió su Cancionero, compuesto por 366 poemas:

263 en vida de Laura;
103 tras su muerte.
Anonimo, Laura e il Poeta, Casa di Francesco Petrarca, Arquà Petrarca (Padova).


Realmente, no se sabe mucho acerca de ella, salvo que formó una familia numerosa, fue una esposa virtuosa y murió en 1348. Desde este primer encuentro con Laura, Petrarca pasó los siguientes tres años en Aviñón cantando su amor platónico y siguiendo sus pasos en sus paseos por la ciudad. Después, Petrarca dejó Aviñón y fue a Lombez (en Gers), donde ocupó una canonjía otorgada por el Papa Benedicto XII. Probablemente la tumba de Laura podría haber sido descubierta por el poeta francés Maurice Scève en 1533.
En 1337, Petrarca regresó a Aviñón y compró una pequeña finca en Vaucluse para estar más cerca de su querida Laura. Aquí pasó los tres años siguientes, y siguió escribiendo numerosos sonetos en su honor. El cancionero petrarquista supuso un hito en la difusión del italiano como lengua literaria y popularizó por toda Europa la forma poética del soneto, llamado «soneto petrarquista». Años después de la muerte de ella, Petrarca escribió sus Triunfos, alegoría religiosa en la que también aparece una Laura idealizada.


Qué representa

El personaje de Laura representa el alejamiento de Dios y, al mismo tiempo, el apego del poeta a los bienes terrenales (como le reprocharía incluso San Agustín, en su evocación del tercer libro del Secretum), que le impide tomar el difícil camino hacia la consecución de su mayor deseo: llegar a Dios. Sin la reconciliación entre la tierra y el cielo, subyace en él un conflicto interno que encuentra la paz solamente a través de la poesía y la literatura.



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