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miércoles, 28 de junio de 2017

455.-El amor sin tabúes entre sor Juana Inés de la Cruz y la virreina de México.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; 



El amor sin tabúes entre sor Juana Inés de la Cruz y la virreina de México.



  

Retrato hecho por Miguel Cabrera c. 1750,
 óleo sobre tela, Museo Nacional de Historia.



Fue una niña prodigio y una mujer de portentoso talento. De madre criolla analfabeta y padre militar español, aprendió a leer a muy corta edad (cuentan que a los tres años) en el nada feminista siglo XVII y tuvo la osadía de consagrar su vida al estudio y la escritura y no a su marido y a su progenie. Para ello se hizo monja, primero carmelita y luego jerónima, no tanto por vocación divina como por necesidad de encontrar un espacio para sí misma y para dedicarse al conocimiento. Convirtió su celda en una gran biblioteca y en un punto de encuentro cultural. Fue una poeta intelectual, según Octavio Paz. 
Gracias a su determinación, la literatura tardía del Barroco, el Siglo de Oro de las letras en español, ganó una de sus escritoras más insignes y la lucha por la igualdad de las mujeres, a uno de sus referentes protofeministas. Fue Juana de Asbaje o Juana Ramírez, nacida en 1648 (puede que en 1651) en la población mexicana de Nepantla y fallecida en 1695 en la Ciudad de México, aunque muy pronto se la conoció como sor Juana Inés de la Cruz. 

Octavio Paz: "Sor Juana Inés de la Cruz se hizo monja para poder pensar"
Las ‘juanas’ y el machismo literario

Ahora, un libro reúne algunos de sus poemas más íntimos. No se trata de una compilación al uso, sino una revisión de su obra a la luz del afecto mutuo que se profesaban la monja y la virreina de México María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, condesa de Paredes, protectora de la escritora y promotora de su obra tanto en México como sobre todo en España. Un amar ardiente es el título de la obra, que la editorial Flores Raras lanza la próxima semana, bajo la coordinación de Sergio Téllez-Pon. Es el compilador de la antología poética que versa sobre los desvelos amorosos de una escritora que empezó a darse a conocer muy joven con composiciones religiosas.

"Muchos estu­diosos y aficionados de la obra de sor Juana", escribe en la introducción Téllez-Pon, "han coincidido en que la relación entre la monja y la virreina fue más allá del «incienso palaciego» pero solo algunos se han dedicado a reunir o a publicar los poemas como testimonios de esa relación. Entre los pocos que lo han hecho, en España está Luis Antonio de Villena, quien seleccionó un romance (núm. 21) de la monja mexicana en Amores iguales. Antología de la poesía gay y lésbica' (La esfera de los libros, Madrid, 2002), sin embargo, en su nota de presentación De Villena no hace referencia a la pasión por María Luisa y tampoco es uno de los poemas más intensos o representativos de la rela­ción entre la monja y la condesa".

Poeta, ensayista, crítico y editor, Sergio Téllez-Pon (Ciudad de México, 1981) responde por correo electrónico a algunas preguntas formuladas por este periódico a propósito de la publicación el 3 de abril de la recopilación de la obra de sor Juana Inés de la Cruz, en la que confluye la sociedad de la Nueva España, el culteranismo de Góngora y la influencia de Quevedo y Calderón.

Pregunta. ¿Cómo surgió su investigación? ¿Y cuál fue su propósito?

Respuesta. Surgió a partir de la muerte de Antonio Alatorre, eminente sor juanista y quien fue mi profesor en la universidad, específicamente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde junto con él leí la obra de sor Juana Inés de la Cruz. Él cuenta en su edición de 2009 de la Lírica personal de sor Juana que le habría gustado poner en un apartado todos los poemas que la monja le escribió a la virreina. Pero esto no fue posible porque no se lo permitieron en el Fondo de Cultura Económica (editorial mexicana). Así que yo retomé la idea y, en homenaje a él, lo hice pues, desde 1689 Francisco de las Heras, el secretario de la virreina y el primer editor de sor Juana, se propuso poner los poemas dispersos para que el lector no se pudiera dar cuenta bien a bien de cómo fue esta intensa relación. De manera que a lo largo de más de tres siglos no hemos podido leer esta veta de la poesía de sor Juana.

Mi propósito es invitar al lector que ya conoce la obra de sor Juana o que se acerca por primera vez, a que la lea sin una venda en los ojos, sin prejuicios ni tabús sexuales. Que lea cómo las relaciones humanas son lo mismo de apasionadas sin importar el género o la sexualidad de los enamorados.

P. ¿Cree que su visión sobre la relación amorosa y lésbica entre sor Juana Inés y María Luisa Gonzaga Manrique de Lara levantará ampollas entre la legión de seguidores de la escritora?

R. No lo creo, por fortuna, este tema ha sido estudiado por otros “sor juanistas”, lo que pasa es que esos estudios por lo general surgen en la academia, en las universidades, y allí se quedan. Lo que yo he hecho, por decirlo de alguna manera, es sacarlo del armario y sacarlo de las aulas y los cubículos de investigación. Ahora bien, para los muchísimos lectores de sor Juana será otra forma de leerla: justamente en eso consiste esta antología, en proponerle al lector otra forma de leer a la monja jerónima, sin espesos velos hagiográficos, es decir, haciéndola más humana, y por eso mismo sin prejuicios ni tabús sexuales. Estoy seguro de que así, leyéndola de forma más humana, sus innumerables lectores la sentirán más cerca y hasta más actual.

P.  ¿En qué versos, en concreto, fundamenta su tesis?

R. ¡En muchísimos! Son casi 50 poemas dedicados o escritos tan solo para María Luisa pero va un ejemplo: [Lisi es uno de los nombres con los que sor Juana Inés de la Cruz se refería a la virreina]

"Yo adoro a Lisi, pero no pretendo

que Lisi corresponda mi fineza;

pues si juzgo posible su belleza,

a su decoro y mi aprehensión ofendo.

En ese soneto, sor Juana deja claro que ama a la condesa, no importa si es correspondida o no, pero le expresa su sentir y, sobre todo, sabe que este amor no puede ir más allá porque para que el deseo se mantenga vivo no debe realizarse, su consumación sería su propio fracaso. Es un tópico poético muy usado por los poetas: obstinarse en no saciar la sed, viajar sin llegar al destino, como Ulises, porque el viaje es la experiencia y llegar a Ítaca es la conclusión de todo lo que se aprende en el viaje. Sor Juana no quiere consumar su amor y es que tampoco puede porque por una parte, ella obedece sus votos de castidad y, por la otra, la jerarquía de la condesa no le permitiría mantener una relación sexual con una plebeya.

P. ¿Fue un amor platónico?

R.  Al igual que Francisco de las Heras, Octavio Paz y Antonio Alatorre, creo que así fue: una relación intensa pero casta. Para enamorarte de alguien no necesitas llegar hasta la cama. Ahora existe el término “sapiosexual”, es decir, que te enamoras de la inteligencia de alguien más que de su cuerpo o de su estatus y, vaya, viéndolo retrospectivamente, creo que en el caso de sor Juana y María Luisa se enamoraron intelectualmente, pero se enamoraron al fin.

P. ¿Se sintió agobiada por el acoso de la condesa de Paredes?

R. Desde luego, María Luisa era una persona muy importante para ella, fue quien la ayudó a quitarse de encima al odioso padre Núñez de Miranda, quien la estimulaba creativamente, con quien compartía muchas cosas en común. Así que las muestras tiránicas de la virreina la agobiaban mucho. Cualquier señal, gesto tierno o desdén por parte de María Luisa la entusiasmaba o la agobiaba. Los enamorados de ahora nos molestamos porque la persona que amamos (que es alguien muy importante para nosotros) no nos contesta el móvil o nos deja con dos palomitas vistas en el Whatsapp y, bueno, eso también les pasó a ellas: cuando sor Juana no le escribía desde el convento, María Luisa se lo reclamó; y cuando la virreina la fue a buscar y no la encontró o la monja se negó a verla, se molestó muchísimo al grado de que tuvieron una pelea que llegó hasta las lágrimas de sor Juana. Y todo eso no lo digo yo: lo dice sor Juana en sus poemas, ella es la que va dejando las pistas de cómo fue su intensa pero fructífera relación con la condesa. El propósito de este trabajo también es que los poemas hablen por sí mismos, que en su contexto cuenten la historia de amor de estas dos mujeres pues no solo están los poemas de sor Juana, también incluyo los dos únicos intentos poéticos de la condesa que, aunque no son tan explícitos, creo que sí muestran un poco la admiración y la fidelidad que siempre le tuvo a la monja.

P. ¿Comparte la afirmación del prologuista, Ramón Martínez, de que la poesía de sor Juana Inés de la Cruz forma parte definitivamente del corpus literario más propio de las personas no heterosexuales? ¿Por qué?

R. Por supuesto. Otros estudiosos queer como Judith Butler y Didier Eribon han escrito que los gais tenemos un “canon alterno” de obras literarias que, dice Butler y la secunda Eribon, ayudaron a la creación de la identidad gay (ellos mencionan a autores en lengua inglesa y francesa, lógicamente, pues Butler es estadounidense y Eribon francés: Melville, Whitman, Wilde o Proust, André Gide, Jean Cocteau y Jean Genet). Y lo mismo se puede decir de los poemas amorosos de sor Juana. Lo que pasa es que en la lengua española nos hemos tardado en asumir y reivindicar a nuestros escritores gais para alimentar nuestra identidad y cultura gay. Espero que este libro sea el inicio para que otros estudiosos lo hagan con otros escritores gais del pasado: sería interesante sacar de las obras completas, la poesía homoerótica de Vicente Aleixandre, un poeta que pocas veces asume que el inspirador de sus versos es otro hombre o que ya sin el ojo de la familia, se puedan leer los poemas gais de García Lorca. Con Cernuda, por fortuna, la cosa es más fácil pues él fue el más radical de todos ellos: Cernuda fue como la sor Juana del 27: sin prejuicios, sin tabús, cantó siempre su amor por otro hombre.

P. ¿Y la opinión de Octavio Paz relativa a que sor Juan Inés estaba absorbida por la pasión del conocimiento, que, precisamente por ella, "tiene que neutralizar su sexo para poder acceder al ansia de conocer"?

R. Bueno, Paz se refiere a que sor Juana tuvo que hacerse pasar por hombre para ingresar a la universidad y así saciar su sed de conocimiento, ¡pero es que hasta en eso fue muy radical esta monja! Querer estudiar, aprender, no era precisamente algo que se les permitiera hacer tan fácil a las mujeres durante el virreinato, así que ella se las ingenió para romper con ese supuesto. Y luego, tampoco entró al convento por ser muy beata o piadosa: si lo hizo, ella misma lo escribió, fue porque no quería que la casaran, tener que pasar sus días atendiendo a un marido y a los hijos: lo que ella quería era leer y aprender y el único lugar donde la podían dejar en paz para hacerlo era en un convento, así que allí fue a dar. Y finalmente, también rompió toda relación con el tiránico padre Núnez de Miranda en tiempos en que se creía que las mujeres eran inferiores intelectualmente y que para dar cualquier paso necesitaban del consejo de un hombre: romper con él fue otra de las muestras de su genialidad, de que ella sola se valía por sí misma. Fue así como rompió con los paradigmas de su sexo (el “sexo débil”, según la misógina definición de la RAE) en pos de su vida intelectual y también, por qué no, de su sexualidad.

  

Sobre cartas y lectoras. Dos misivas inéditas de María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, mecenas de sor Juana Inés de la Cruz por Beatriz Colombi.
(Universidad de Buenos Aires)

RESUMEN

Susana Zanetti se abocó como crítica al universo femenino y a la escritura íntima en la literatura latinoamericana, como parte de sus profusos intereses intelectuales. Su impronta está presente en este trabajo que analiza cartas inéditas de María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, la mecenas de sor Juana Inés de la Cruz, de reciente hallazgo y publicación (Calvo-Colombi 2015). Las cartas de María Luisa permiten ingresar en el universo íntimo y personal de la virreina, como así también conocer los intereses mundanos e intelectuales de esta noble española, inmortalizada por los escritos de la monja mexicana.

SUSANA ZANETTI – MARÍA LUISA MANRIQUE DE LARA Y GONZAGA – CARTAS – SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

En un trabajo de 1997 titulado “Lectores, lectoras, lectura en la novela de entre siglos”, primer esbozo del libro que tiene en mente, Susana Zanetti encabeza su artículo con el fragmento de una carta de Juana Baudrix a su tío, Diego Barros Arana, en el que le comenta detalladamente sus variadas lecturas, desde El Quijote hasta El médico de San Luis de Eduarda Mansilla. 
La carta de una lectora se convierte en un poderoso estímulo para Susana, que buscaba por aquellos años testimonios sobre los hábitos lectores y el consumo, circulación e intercambio de libros en correspondencias, memorias y diarios personales. Con referencia a las cartas privadas, documentos fundamentales para encontrar este tipo de referencias, señalaba en esa oportunidad:
 “Destruidas, casi siempre arrumbadas entre viejos trastos, pocas cartas familiares se han conservado en los archivos para poder atisbar, (como en la recién citada), el mundo de la lectura en su singularidad, en su cotidianeidad.” (1997: 125).
 El fragmento apunta a los problemas que la ocupaban a mediados de los noventa, cuando preparaba el libro más señero de su trabajo crítico, La dorada garra de la lectura.

El primero de esos temas era el archivo latinoamericano, la importancia de la reconstrucción de una biblioteca americana, preocupación esta última que se remontaba a su etapa de editora, y la paralela reflexión sobre el canon y el asincronismo entre escritura, publicación y lectura que consideraba propia del campo continental. El segundo problema iba de la mano del primero, ya que lo que buscaba en ese virtual archivo eran, precisamente, estas alusiones de los lectores a sus lecturas, indagación que hará extensivo a la ficción novelesca. 
Su objetivo era construir una historia de ese personaje poco atendido hasta entonces en nuestra historia cultural, el lector o la lectora. Recordemos su persistente interés en la obra de Juan María Gutiérrez, cuya colección y edición de epistolarios y archivos frecuentó en la Biblioteca Nacional del Congreso de la Nación. Un capítulo de su dorada garra se titula, precisamente, “El archivo”. En este apartado, distinto en su enunciación al del resto del libro, Susana ficcionaliza la voz de Gutiérrez fundida con su propia enunciación de modo que al leer el pretendido monólogo del célebre crítico, leyéramos al mismo tiempo su voz. 
En este texto, Susana llama a Gutiérrez “coleccionista”, “urdidor de patrimonios”, atributos que bien podrían ser aplicados a ella misma, incansable recolectora de los textos latinoamericanos. Para completar el gesto, en el mismo apartado despliega una historia de la poesía latinoamericana a través de fragmentos de la poesía continental, desde Darío a Saer, en un arriesgado cut and paste con el que construye su propia “América poética” para acentuar el buscado paralelismo con Gutiérrez. Con este gesto Susana planteaba una vez más a la literatura y a la crítica  literaria como una gran cadena de diálogos y entrecruzamientos de escritores entre sí, de críticos entre sí.
Pero su investigación se potenciaba cuando Susana se acercaba al mundo femenino, donde
los documentos eran más escasos y el desafío, por eso mismo, aun mayor. Abordó así, en distintos trabajos, Ifigenia de Teresa de la Parra, las cartas de Carmen Arriagada, el diario de Soledad Acosta de Samper o la obra de sor Juana Inés de la Cruz. Todas le ofrecían diferentes niveles de intromisión en un tema que le entusiasmaba: la escritura de la intimidad. Con la última escritora, en particular, se relaciona mi trabajo. Durante el gran auge de los estudios sorjuaninos de la década de los 90, coincidente por el aniversario de los 300 años de la muerte de la poeta mexicana en 1995, Susana desembarcó con las lecturas más recientes sobre la obra de la monja que provenían del campo del feminismo, los nuevos estudios coloniales y los renovados estudios textualistas. 
No podría resumir aquí su contribución al sorjuanismo vernáculo, no es la ocasión ni el motivo de este trabajo, pero sí decir que Susana fue una gran “urdidora” del patrimonio crítico de la insigne poeta mexicana, como lo había sido el propio Gutiérrez, en cuya biblioteca, conservada en el Congreso de la Nación, podemos todavía ver una primera edición de la Inundación castálida; testimonio de su lectura es el trazo de un lápiz rojo en varios fragmentos.

En una investigación que emprendí hace ya más de dos años rescaté cartas inéditas del universo novohispano muy significativas ya que iluminaban las redes de mecenazgo, sociabilidad y amistad en el mundo sorjuanino, ella misma autora de cartas públicas y privadas de trascendental importancia. Se trata de dos cartas inéditas de María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, recientemente publicadas en coautoría, con el título Cartas de Lysi. La mecenas de sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita. En ellas, la mecenas de sor Juana se nos muestra, por primera vez, como un sujeto en su intimidad. María Luisa sale así de su función de musa inspiradora y objeto de representación de la pluma de su protegida, para ser redescubierta en un nuevo rol de sujeto de enunciación y también de representación, ya que esboza, en una de las cartas, una precisa estampa de la poeta mexicana, a la que me referiré en este trabajo.
Las cartas privadas son, particularmente, un espacio de despliegue de la intimidad. Orest Ranum define a la intimidad como el “espacio del universo de la imaginación de cada persona, espacio de las relaciones entre dos interioridades que constituyen las intimidades de los tiempos modernos.” (1989: 211). Me interesa esta definición ya que contempla una doble inflexión de lo íntimo: tanto el ámbito exclusivamente personal, como la interacción “entre dos interioridades”. El género epistolar se construye en este terreno de reciprocidad con otra intimidad. Ranum sugiere que el encuentro de intimidades tiene al menos tres dimensiones para su manifestación (1989: 213).
Uno, serían los lugares propicios para las relaciones sociales con otra persona, como espacios físicos, jardines, salones, bibliotecas, cabinet. Otro, lo que el autor llama de objetos-reliquia, los cuales están “dotados del poder de recordar los amores y las amistades”, como sortijas, camafeos, peines, adornos, objetos en sí mudos, pero cuyo sentido elocuente está cifrado por las personas que los comparten. Por último, Renum habla de las huellas, que entiende como todas aquellas representaciones “en imagen o por escrito, de la existencia íntima”, es decir, aquello marcado ya sea por la imagen personal o por la escritura. 
Proponemos pensar el género epistolar dotado de estas tres dimensiones: como un espacio (metafórico y móvil) de relación de intimidades, como un objeto-reliquia (más allá de su inscripción escrituraria, la carta se conserva como un objeto-recuerdo cargado de sentido ya que ha estado en contacto con otro cuerpo), y como huella, en tanto preserva la representación de un yo. Si buscamos la palabra reliquia en el Diccionario de la Real Academia encontraremos que remite, simultáneamente, a fragmento y a cuerpo.1 La letra es lo más cercano a  la corporalidad, o al menos, a un fragmento significativo de esa corporalidad, como lo es la mano, llegando a ser una sinécdoque de la persona.

 1 (1. f. Residuo que queda de un todo. U. m. en pl. 2. f. Parte del cuerpo de un santo. 3. f. Aquello que, por haber tocado ese cuerpo, es digno de veneración. 4. f. Vestigio de cosas pasadas. 5. f. Persona muy vieja o cosa antigua. Ese coche es una reliquia. 6. f. Objeto o prenda con valor sentimental, generalmente por haber pertenecido a una persona querida. 7. f. Dolor o achaque habitual que resulta de una enfermedad o accidente).



Las cartas de María Luisa son una verdadera rareza, ya que casi nada se conserva de ella, salvo dos poemas, un romance incorporado a Enigmas ofrecidos a la casa del placer y una décima acróstica en Fama y obras póstumas, esta última atribuida, ambos destinados a sor Juana. Pero estas cartas son la única escritura de carácter privado que ha subsistido, al menos, hasta ahora. En ese sentido pueden considerarse un objeto-reliquia como dijimos antes, únicos vestigios de la cultura material que la rodeó y como huella (grafía, escritura de puño y letra) de su persona. Las cartas permiten trazar una biografía de la virreina, de sus antecedentes familiares, de su destino nobiliario y político estrechamente ligado a la casa de los Austrias, a quienes acompañó en su cumbre pero también en su caída. De hecho, después de brillar en la corte como menina, dama de la reina, virreina de la Nueva España, y nuevamente camarera real, se ve confinada al exilio en sus últimos años tras la muerte de Carlos II en 1700, al igual que otros nobles que apoyaron la causa de los Habsburgo frente al reclamo Borbón, casa que finalmente sucede en el trono.
Recuperamos a través de estas cartas al sujeto histórico desconocido hasta ahora por el descuido con que el archivo ha tratado en general a los documentos femeninos. Es de notar, en este sentido, la mayor pervivencia de las cartas de varones, frente a la escasa presencia de los ejemplares femeninos, siendo la escritura una habilidad común entre las mujeres nobles a partir de la temprana modernidad. Esta falta de documentos es aún más pronunciada en el ámbito hispánico, con algunas excepciones como el caso de sor María de Ágreda, corresponsal de Felipe IV, cuya correspondencia pervive más por su carácter de consejera real que por su pertenencia al género femenino. En el ámbito francés, en cambio, contamos con el paradigma epistolar representado por Mme. De Sevigné, sin equivalentes en el mundo español de la época.
Las cartas de María Luisa son dos piezas autógrafas dirigidas, respectivamente, a su prima, María de Guadalupe de Lencastre, la duquesa de Aveiro, fechada en 1682 y a su padre, Vespasiano Gonzaga, fechada en 1687. Revela, en primer lugar, la experticia de su autora en el hábito epistolar, reflejado en el conocimiento de todas las convenciones del género. Así las fórmulas del exordio o de la conclusio, como en la carta dirigida a su padre de quien se despide como la “hija más rendida y obediente”, sintagma que podemos encontrar en otras cartas del XVII. Pero más allá del formulismo al uso, o juntamente con él, la escritura de las cartas de María Luisa tiene un alto componente emotivo, una retórica de las pasiones que se traduce no solo en expresiones de afectividad, sino también en una alta incidencia de la duda y la perplejidad, así por ejemplo la reiteración de la locución “me confunde” para referirse al nuevo mundo y a sus habitantes, o la firmeza tajante con que expresa opiniones y juicios referentes a temas públicos y políticos. Otra marca persistente en las cartas es la oralidad, ese vestigio conversacional propio del género, gracias al cual el acto de “escribir” es sustituido por el “hablar”, así dice en la carta a su añorada prima:
“Querida, mucho temo te has de cansar con mis malos borrones pero todo lo que es hablar contigo es para mí de tanto gusto que no puedo dejar de solicitarlo ya que no puedo hablarte en otra forma.”(2015: 179 cursiva nuestra).

 La sintaxis, dominada por la oralidad y también por la evidente locuacidad de la virreina, por momentos se atropella y desordena, como si de una conversación se tratase, a lo que contribuye la falta de puntuación y mayúsculas propia de la ortografía de la época.

La oralidad rompe el espacio acotado del papel para instalar su voz en los salones de la sociabilidad cortesana en Madrid, donde está su destinataria, la duquesa de Aveiro, con acotaciones llenas de agudeza, humor e ironía respecto al mundo metropolitano, del que ambas corresponsales conocen todas sus reglas e intrigas. Las cartas contienen, además, todos los tópicos propios de la carta trasatlántica, como lo son la queja por la distancia y la soledad, el anhelo de regreso, el deseo acuciante de recibir noticias o de “saber las cosas de allá” (Otte 1996: 26), el temor por la interrupción o pérdida de la comunicación.

La virreina privilegia la descripción del nuevo mundo y la necesidad de transmitir y requerir noticia por sobre el discurso confesional propio de la carta privada, si bien no excluye pasajes de introspección, donde manifiesta sus temores, se lamenta de su soledad, y da cuenta de sus padecimientos para la concepción de un hijo. Las misivas revelan un mundo femenino complejo y abigarrado, una subjetividad rica y curiosa, abierta a temas muy diversos, donde aparece representado desde el mundo más íntimo hasta el escenario internacional. Así en la carta a la prima confidencia el haber sufrido la pérdida de una niña mujer y dice encontrarse preñada ya de dos faltas, mientras que en la dirigida al padre, cinco años más tarde, alude nuevamente a la maternidad, cuando ya es madre de José que cuenta con cuatro años, e intuye, acertadamente, que nunca más quedará encinta.
 Pero también tiene lugar la reflexión sobre el ámbito público, la vida colonial y la vida cortesana metropolitana, de la que se muestra ampliamente informada y sobre la cual exhibe juicios que van desde la mayor capacidad evangelizadora de la compañía de Jesús a los enfrentamientos entre España y Francia y las aspiraciones hegemónica de esta última potencia, foco de las relaciones internacionales de la península en ese momento. Quien habla, recordemos, es una noble del riñón de la realeza española que ha sido y será nuevamente en su madurez dama de la reina Mariana de Austria. Su familiaridad con el ámbito público hace factible que pase de un tema al otro con toda naturalidad, como cuando menciona su embarazo y a continuación el esperado embarazo de la consorte de Carlos II, María Luisa de Orleans. La maternidad reviste así un doble valor: uno íntimo, concordante con las expectativas de una joven mujer de su rango y condición, y uno público, relacionado con la significación que la maternidad tenía en las esferas del poder.
Recordemos que la maternidad fue un tema central en la poesía que sor Juana dedicó a la virreina, por lo que se vuelve un asunto a la vez privado y público, doble dimensión que tendrá en la obra de la poeta, que al mismo tiempo que dialoga con una de las inquietudes más profundas de su mecenas cumple con su función laudatoria del poder virreinal.
Me detengo en un fragmento de la carta dirigida a la condesa de Aveiro, a quien sor Juana destinara luego un notable romance epistolar, tema del que me he ocupado en otro trabajo. El pasaje contiene la primera descripción conocida de la condesa de Paredes sobre su protegida. Es una escena particularmente significativa ubicada en un punto de la carta donde María Luisa comunica a su prima los pocos momentos de esparcimiento y solaz, de amistad e intimidad, que encuentra en esta vida tan distante de la corte metropolitana y de sus afectos familiares:

Mucho te estimo que tomes el cansancio de participarme las novedades las cuales no te puedo corresponder con otras porque esta es una tierra que si no es las que llegan de allá no hay otras, que es insulsísima la tierra hacia eso y grande la soledad que de todos modos se padece, te aseguro. Pues otra cosa de gusto que la visita de una monja que hay en san Jerónimo que es rara mujer no la hay. Yo me holgara mucho de que tú la conocieras pues creo habías de gustar mucho de hablar con ella porque en todas ciencias es muy particular esta. Habiéndose criado en un pueblo de cuatro malas casillas de indios trujéronla aquí y pasmaba a todos los que la oían porque el ingenio es grande. 

Y ella, queriendo huir los riesgos del mundo, se entró en las carmelitas donde no pudo, por su falta de salud, profesar con que se pasó a San Jerónimo. Hase aplicado mucho a las ciencias pero sin haberlas estudiado con su razón. Recién venida, que sería de catorce años, dejaba aturdidos a todos, el señor don fray Payo decía que en su entender era ciencia sobrenatural. Yo suelo ir allá algunas veces que es muy buen rato y gastamos muchas en hablar de ti porque te tiene grandísima inclinación por las noticias con que hasta ese gusto tengo yo ese día. (Calvo-Colombi 2015: 177).

Si la carta es un refugio a su soledad y un espacio para explayar su intimidad, el locutorio de san Jerónimo en este pasaje de la misiva resulta un espacio especular, donde la virreina alimenta su intelecto, aviva los recuerdos de su prima distante, también una mujer docta como sor Juana, y encuentra contención y amistad. Este fragmento, además, contiene in nuce la leyenda sorjuanina, que seguramente otros relatores transmitieron o transmitirán en la corte española. Encontramos allí todos los tópicos de la vida de sor Juana después retomados por Diego Calleja en la primera biografía que acompaña a la edición de Fama y obras póstumas, pudiendo por ello considerarse un genotexto de la vida de autor que las ediciones de la primera modernidad adosan a la publicación de la obra.
 Estos motivos constituyen una retícula retomada por los distintos panegiristas de sor Juana y que aquí se encuentran condensados en sus rasgos fundamentales. Se trata de: 1) el privilegio del tópico de la humilitas que insiste en el origen humilde de la monja amiga desarticulando el tópico del origen noble como requisito de la biografía del héroe/heroína, gesto que seguramente traduce la cosmovisión cristiana que María Luisa comparte con su interlocutora en España, la duquesa de Aveiro, conocida como la “madre de las misiones”; 2) el carácter de sor Juana como sujeto excepcional, “rara mujer”, rasgo que encontramos también en las estampas de las llamadas mujeres fuertes, género biográfico que circula desde el renacimiento y a las cuales se ajusta esta percepción de la excepcionalidad, 3) el argumento de la profesión religiosa no como canalización de una vocación espiritual sino como vía para huir de los “peligros del mundo”, dichos que coinciden con los expuestos por sor Juana años después en su Respuesta a sor Filotea, por lo que podemos presumir algún tipo de confidencia compartida al respecto; 4) el tópico de la “frágil salud” que la hace salir del convento de carmelitas para profesar en san Jerónimo, tema también presente en Diego Calleja y en la propia sor Juana en su Respuesta, así como en otros escritos, lo que encubre otra trama menos pública pero más real, esto es, el menor rigor en la vida religiosa del convento de san Jerónimo que haría más llevadera la elección instrumental de la clausura 5) el saber autodidacta de sor Juana, aludido por María Luisa como ciencias adquiridas “sin haberlas estudiado con su razón”, es decir, sin la mediación de instituciones o maestros, cuestión a la que la propia monja alude en la Respuesta y en su último romance, el 51, destinado a las plumas de Europa 6) el “pasmo” o “aturdimiento” que este saber produce en sus contemporáneos al punto de hacerlos dudar si se trata de un saber sobrenatural, esto es, infundido por Dios, o adquirido por el estudio. El relato está, asimismo, enmarcado en un contexto determinado: la soledad y la falta de noticias de las que se lamenta la virreina, por lo que la figura de sor Juana resulta un doble paliativo a esta situación.

Es compañía, amistad femenina, intercambio intelectual y lazo afectivo, circunstancias todas que la virreina desea compartir con su más estrecha amiga al otro lado del Océano, su destinataria y admirada prima, la duquesa de Aveiro. Si la tierra mexicana es “insulsísima” por la falta de noticias, en palabras de la virreina, sor Juana compensa sobradamente esta carencia con su inagotable fuente de saber y su pasmosa habilidad en todas las ciencias. El fragmento transmite también algo inédito, la percepción de la virreina del valor de estos encuentros y de la frecuencia de los mismos, así como el sentido que tenían para ambas de disfrute intelectual e intercambio personal. En esta escena epistolar María Luisa funde las virtudes intelectuales de sor Juana con las de su prima, la duquesa de Aveiro, mujer reconocida en su tiempo por su sabiduría y erudición y establece un triángulo virtuoso femenino, en que sus interlocutoras (en México y en España) están adornadas por el conocimiento y las letras. 
Pero además, la cita transmite la privacidad compartida en ese “ámbito de la intimidad” en el que fácilmente pudo convertirse el locutorio de san Jerónimo, sala del diálogo, del intercambio interpersonal, de la confidencia entre sujetos que se reconocen en la libre elección.

En este sentido, es de reparar la incidencia de la palabra “gusto” que aparece tres veces en el fragmento leído, entrando en sintonía con “holgarse” y “buen rato”, lo que traduce el sentido festivo y a todas luces estimulante de estas entrevistas. El fragmento, como el resto de la carta, revela una sensibilidad femenina aguzada, una formación humanista demostrada en su interés y curiosidad por el Nuevo Mundo y su simpatía por las figuras intelectuales que la rodeaban en México, como los misioneros jesuitas de quienes alaba sus prendas intelectuales en su carta, así como de la propia sor Juana. Si María Luisa fue la primera destinataria de muchas piezas sorjuaninas, podemos inferir que fue también su primera lectora. 
La carta prefigura a la mecenas, nuevo rol femenino que junto con la autoría despunta en ese siglo XVII hispánico, ya que años más tarde la virreina emprenderá la ingente tarea de publicar Inundación castálida. Las cartas de María Luisa, cuartillas amarillentas por el paso del tiempo, escritas con letra veloz y enérgica, que atravesaron ida y vuelta el Océano como su dueña, iluminan ahora el sujeto femenino que hizo posible tal afortunado evento.

BIBLIOGRAFÍA

Calvo, Hortensia y Beatriz Colombi (2015). Cartas de Lysi. La mecenas de sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita, Madrid, Iberoamericana.
Chartier, Roger (1993). “Los secretarios. Modelos y prácticas epistolares”, Libros, lecturas y lectores en la Edad moderna, Madrid, Alianza Editorial.
Colombi, Beatriz (2000). “Hablar apassionada: la carta de Monterrey de Sor Juana Inés de la Cruz”.
Melchora Romanos (coord.), Lecturas críticas de textos hispánicos. Estudios de Literatura Española Siglo de Oro, Vol. 2. Buenos Aires, Eudeba, 415-421.
Colombi, Beatriz (2015). “Mulier Docta and Literary Fame: The Challenges of Authorship in Sor Juana Inés
de la Cruz”. Ileana Rodriguez and Mónica Szurmuk (eds.), The Cambridge History of Latin American Women’s Literature, New York, Cambridge University Press, 81-96.
Otte, Enrique (1996). Cartas privadas de emigrantes a Indias, 1540-1616, México, Fondo de Cultura Económica.
Ranum, Orest (1989). “Los refugios de la intimidad”. Philippe Ariès y Georges Duby (eds.), Historia de la vida privada, Tomo 3, Del Renacimiento a la Ilustración, Madrid, Taurus, 211-265.
Zanetti, Susana (1997). La novela latinoamericana de entresiglos (1880-1920), Buenos Aires, Instituto de literatura hispanoamericana-Universidad de Buenos Aires.
Susana Zanetti (2002). La dorada garra de la lectura. Lectoras y lectores de novela en América Latina, Rosario, Beatriz Viterbo Editora.



Biografía  Sor Juana Inés de la Cruz.



(Juana Inés de Asbaje y Ramírez; San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 - Ciudad de México, id., 1695) Escritora mexicana, la mayor figura de las letras hispanoamericanas del siglo XVII. La influencia del barroco español, visible en su producción lírica y dramática, no llegó a oscurecer la profunda originalidad de su obra. Su espíritu inquieto y su afán de saber la llevaron a enfrentarse con los convencionalismos de su tiempo, que no veía con buenos ojos que una mujer manifestara curiosidad intelectual e independencia de pensamiento.

Niña prodigio, aprendió a leer y escribir a los tres años, y a los ocho escribió su primera loa. En 1659 se trasladó con su familia a la capital mexicana. Admirada por su talento y precocidad, a los catorce fue dama de honor de Leonor Carreto, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo. Apadrinada por los marqueses de Mancera, brilló en la corte virreinal de Nueva España por su erudición, su viva inteligencia y su habilidad versificadora.

Pese a la fama de que gozaba, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente. Dada su escasa vocación religiosa, parece que Sor Juana Inés de la Cruz prefirió el convento al matrimonio para seguir gozando de sus aficiones intelectuales: «Vivir sola... no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros», escribió.

Su celda se convirtió en punto de reunión de poetas e intelectuales, como Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente y admirador del poeta cordobés Luis de Góngora (cuya obra introdujo en el virreinato), y también del nuevo virrey, Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, con quien le unió una profunda amistad. En su celda también llevó a cabo experimentos científicos, reunió una nutrida biblioteca, compuso obras musicales y escribió una extensa obra que abarcó diferentes géneros, desde la poesía y el teatro (en los que se aprecia, respectivamente, la influencia de Luis de Góngora y Calderón de la Barca), hasta opúsculos filosóficos y estudios musicales.

Perdida gran parte de esta obra, entre los escritos en prosa que se han conservado cabe señalar la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. El obispo de Puebla, Manuel Fernández de la Cruz, había publicado en 1690 una obra de Sor Juana Inés, la Carta athenagórica, en la que la religiosa hacía una dura crítica al «sermón del Mandato» del jesuita portugués António Vieira sobre las «finezas de Cristo». Pero el obispo había añadido a la obra una «Carta de Sor Filotea de la Cruz», es decir, un texto escrito por él mismo bajo ese pseudónimo en el que, aun reconociendo el talento de Sor Juana Inés, le recomendaba que se dedicara a la vida monástica, más acorde con su condición de monja y mujer, antes que a la reflexión teológica, ejercicio reservado a los hombres.

En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (es decir, al obispo de Puebla), Sor Juana Inés de la Cruz da cuenta de su vida y reivindica el derecho de las mujeres al aprendizaje, pues el conocimiento «no sólo les es lícito, sino muy provechoso». La Respuesta es además una bella muestra de su prosa y contiene abundantes datos biográficos, a través de los cuales podemos concretar muchos rasgos psicológicos de la ilustre religiosa. Pero, a pesar de la contundencia de su réplica, la crítica del obispo de Puebla la afectó profundamente; tanto que, poco después, Sor Juana Inés de la Cruz vendió su biblioteca y todo cuanto poseía, destinó lo obtenido a beneficencia y se consagró por completo a la vida religiosa.

Murió mientras ayudaba a sus compañeras enfermas durante la epidemia de cólera que asoló México en el año 1695. La poesía del Barroco alcanzó con ella su momento culminante, y al mismo tiempo introdujo elementos analíticos y reflexivos que anticipaban a los poetas de la Ilustración del siglo XVIII. Sus obras completas se publicaron en España en tres volúmenes: Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, Sor Juana Inés de la Cruz (1689), Segundo volumen de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz (1692) y Fama y obras póstumas del Fénix de México (1700), con una biografía del jesuita P. Calleja.




La poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.



Aunque su obra parece inscribirse dentro del culteranismo de inspiración gongorina y en ocasiones en el conceptismo de Quevedo, tendencias características del barroco, el ingenio y originalidad de Sor Juana Inés de la Cruz la han colocado por encima de cualquier escuela o corriente particular. 

Ya desde la infancia demostró gran sensibilidad artística y una infatigable sed de conocimientos que, con el tiempo, la llevaron a emprender una aventura intelectual y artística a través de disciplinas tales como la teología, la filosofía, la astronomía, la pintura, las humanidades y, por supuesto, la literatura, que la convertirían en una de las personalidades más complejas y singulares de las letras hispanoamericanas.

En la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz hallamos numerosas y elocuentes composiciones profanas (redondillas, endechas, liras y sonetos), entre las que destacan las de tema amoroso, como los sonetos que comienzan con "Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba" y "Detente, sombra de mi bien esquivo". En "Rosa divina que en gentil cultura" desarrolla el mismo motivo de dos célebres sonetos de Góngora y de Calderón, no quedando inferior a ninguno de ambos. También abunda en ella aquella temática ascética y mística que desde el renacimiento español había cuajado en obras cimeras como las de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz; en este grupo, la fervorosa espiritualidad de Juana se combina con la hondura de su pensamiento, tal como sucede en el caso de "A la asunción", delicada pieza lírica en honor a la Virgen María.

Sor Juana empleó las redondillas para disquisiciones de carácter psicológico o didáctico en las que analiza la naturaleza del amor y sus efectos sobre la belleza femenina, o bien defiende a las mujeres de las acusaciones de los hombres, como en las célebres "Hombres necios que acusáis". Los romances se aplican, con flexibilidad discursiva y finura de notaciones, a temas sentimentales, morales o religiosos (son hermosos por su emoción mística los que cantan el Amor divino y a Jesucristo en el Sacramento). Entre las liras es célebre la que expresa el dolor de una mujer por la muerte de su marido ("A este peñasco duro"), de gran elevación religiosa.

Mención aparte merece Primero sueño, poema en silvas de casi mil versos escritos a la manera de las Soledades de Góngora en el que Sor Juana describe, de forma simbólica, el impulso del conocimiento humano, que rebasa las barreras físicas y temporales para convertirse en un ejercicio de puro y libre goce intelectual. El poema es importante además por figurar entre el reducido grupo de composiciones que escribió por propia iniciativa, sin encargo ni incitación ajena. El trabajo poético de la monja se completa con varios hermosos villancicos que en su época gozaron de mucha popularidad.

El teatro y la prosa

En el terreno de la dramaturgia escribió una comedia de capa y espada de estirpe calderoniana, Los empeños de una casa, que incluye una loa y dos sainetes, entre otras intercalaciones, con predominio absoluto del octosílabo; y el juguete mitológico-galante Amor es más laberinto, pieza más culterana cuyo segundo acto es al parecer obra del licenciado Juan de Guevara. Compuso asimismo tres autos sacramentales: San Hermenegildo, El cetro de San José y El divino Narciso; en este último, el mejor de los tres, se incluyen villancicos de calidad lírica excepcional. Aunque la influencia de Calderón resulta evidente en muchos de estos trabajos (como la de Lope de Vega en su compatriota Juan Ruiz de Alarcón), la claridad y belleza del desarrollo posee un acento muy personal.

La prosa de la autora es menos abundante, pero de pareja brillantez. Esta parte de su obra se encuentra formada por textos devotos como la célebre Carta athenagórica (1690), y sobre todo por la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691), escrita para contestar a la exhortación que le había hecho (firmando con ese seudónimo) el obispo de Puebla para que frenara su desarrollo intelectual. Esta última constituye una fuente de primera mano que permite conocer no sólo detalles interesantes sobre su vida, sino que también revela aspectos de su perfil psicológico. En ese texto hay mucha información relacionada con su capacidad intelectual y con lo que el filósofo Ramón Xirau llamó su "excepcionalísima apetencia de saber", aspecto que la llevó a interesarse también por la ciencia, como lo prueba el hecho de que en su celda, junto con sus libros e instrumentos musicales, había también mapas y aparatos científicos.
 
De menor relevancia resultan otros escritos suyos acerca del Santo Rosario y la Purísima, la Protesta que, rubricada con su sangre, hizo de su fe y amor a Dios y algunos documentos. Pero también en la prosa encuentra ocasión la escritora para adentrarse por las sendas más oscuras e intrincadas, siempre con su brillantez característica, como vemos en su Neptuno Alegórico, redactado con motivo de la llegada del virrey conde de Paredes.

A causa de la reacción neoclásica del siglo XVIII, la lírica de Sor Juana cayó en el olvido, pero, ya mucho antes de la posterior revalorización de la literatura barroca, su obra fue estudiada y ocupó el centro de una atención siempre creciente; entre los estudios modernos, es obligado mencionar el que le dedicó el gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz. La renovada fortuna de sus versos podría adscribirse más al equívoco de la interpretación biográfica de su poesía que a una valoración puramente estética. 

Ciertamente es desconcertante la figura de esta poetisa que, a pesar de ser hermosa y admirada, sofoca bajo el hábito su alma apasionada y su rica sensibilidad sin haber cumplido los veinte años. Pero la crítica moderna ha deshecho la romántica leyenda de la monja impulsada al claustro por un desengaño amoroso, señalando además como indudable que su silencio final se debió a la presión de las autoridades eclesiásticas.



Virrey. 


Tomás Antonio Manuel Lorenzo de la Cerda y Enríquez de Ribera, III marqués de la Laguna de Camero Viejo, conde consorte de Paredes de Nava y grande de España (Cogolludo, Provincia de Guadalajara, España, 24 de diciembre de 1638 - Madrid, 22 de abril de 1692), fue un noble y gobernador colonial español, 28º virrey de Nueva España de 1680 a 1686.
Era caballero de la orden de Alcántara y comendador de Moraleja. Ocupó además los cargos y dignidades de maestre de campo del Tercio Provincial de las Milicias de Sevilla, ministro del Consejo y Cámara de Indias, capitán general del mar Océano, del Ejército y Costas de Andalucía, mayordomo mayor de la reina Mariana de Austria.

Cerda y Aragón, Tomás Antonio de la. Marqués de La Laguna de Camero-Viejo (III), conde consorte de Paredes de Nava (XI). Cogolludo (Guadalajara), 24.XII.1638 – Madrid, 22.IV.1692. Virrey de la Nueva España.

Nació en la villa de Cogolludo (hoy en la provincia de Guadalajara) el viernes 24 de diciembre de 1638 y recibió el bautismo en la iglesia parroquial de San Pedro el jueves 30 siguiente. Fue el segundo hijo del VII duque de Medinaceli, Antonio Juan Luis de la Cerda, y de Ana María Luisa Enríquez de Rivera y Portocarrero. Su mencionado padre fue adelantado mayor de Andalucía, su notario mayor, alguacil mayor de Sevilla y, en 1641, Felipe IV le nombró virrey, lugarteniente y capitán general de Valencia. Por su parte, Tomás Antonio era sobrino en segundo grado del V marqués de Ladrada, Juan Francisco de Leiva y de la Cerda, quien fue virrey de la Nueva España; y su sobrina carnal, Juana de la Cerda y Aragón, hija de su hermano mayor el VIII duque de Medinaceli, fue la esposa del X duque de Alburquerque, Francisco Fernández de la Cueva, también virrey de la Nueva España.
Tomás Antonio fue maestre de campo del Tercio Provincial de Sevilla. Desempeñaba la capitanía general de las costas de Andalucía cuando fue elegido en 1679 para el mando supremo de Galicia. Sin embargo, la Corona prefirió destinarlo como virrey de la Nueva España. Antes había sido designado consejero de Indias el 31 de octubre de 1675.

En el mismo Palacio Real se casó el 10 noviembre 1675 con la aristócrata María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, dama de la reina madre Mariana de Austria y XI condesa de Paredes de Nava, título que usó su marido en el virreinato de Nueva España. Era hija primogénita del príncipe del Santo Imperio Romano Vespasiano de Gonzaga, virrey y capitán general de Valencia, y de María Inés Manrique de Lara Enríquez y Luján, X condesa de Paredes de Nava.

Coincidiendo con que su hermano Juan Tomás de la Cerda, duque de Medinaceli, era primer ministro de Carlos II, Tomás Antonio fue nombrado virrey de la Nueva España el 7 de mayo de 1680 para suceder al arzobispo-virrey fray Payo Enríquez de Rivera. La instrucción de gobierno fue la misma que la dada al VI duque de Veragua, Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro, y no existe relación de gobierno. El día 9 de dicho mes de mayo se le concedió el privilegio de prórroga del período virreinal por una Real Cédula secreta, testimonio del favor de que gozaba cerca del trono. En el viaje le acompañó su esposa María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, gran protectora de la monja poetisa Sor Juana Inés de la Cruz. 

El día 7 de noviembre de 1680 tomaba posesión, haciendo la entrada solemne el sábado 30 del mismo mes, pasando bajo un arco de triunfo que representaba pictóricamente a los dioses y emperadores aztecas y que fue ideado por el erudito Carlos de Sigüenza y Góngora, quien más tarde lo describió en su obra Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe; advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio [...] (México, 1680).

Al conde de Paredes le tocó en suerte estar al frente del gobierno novohispano en unos años (1680-1686) en los que se acumularon una serie de infortunados sucesos. Al llegar se encontró con que acababan de sublevarse los indios de Nuevo México. El alzamiento, iniciado el 10 de agosto de 1680, fue el desastre más grave en la historia de la frontera, ya que no sólo detuvo la expansión española hacia el norte, sino que los hispanos se vieron obligados a abandonar un territorio en el que casi durante una centuria se habían mantenido a costa de muchos esfuerzos. Unos trescientos ochenta colonos y veintiún misioneros franciscanos fueron muertos y Santa Fe evacuada, refugiándose los españoles en el presidio de El Paso del Norte, aguas abajo del río Grande. Desde allí se dio aviso al nuevo virrey de lo que había sucedido. En el origen de esta gran insurrección se encontraban los conflictos por la distribución de la mano de obra, el maltrato a los indios y la conducta de los funcionarios corruptos.

Además, los franciscanos habían comenzado a atacar los rituales indios, que continuaban junto a la práctica católica. Las autoridades españolas no finalizaron la reconquista hasta 1692.

En un momento en que la frontera del norte parecía hundirse, el conde de Paredes tuvo que hacer frente a los ataques corsarios a Veracruz y Campeche. Al amanecer del 17 de mayo de 1683 una flota corsaria al mando de Juan Jacques, Nicolás Grammont, Nicolás Bromon y Lorenzo Graff, Lorencillo, asaltaba de imprevisto Veracruz. El saqueo de la ciudad duró seis días, causando centenares de muertos y obteniendo un rescate de 150.000 pesos por la vida de las personas principales del puerto. El marqués de la Laguna levantó varias compañías de soldados en México para que, bajo el mando del III conde de Santiago de Calimaya, Fernando de Altamirano y Velasco, se dirigiera a Veracruz; pero fue inútil, ya que los corsarios se retiraron con anticipación. Por su parte, el virrey en persona salió para aquel puerto el 17 de julio, donde, con el parecer de su asesor, condenó a la pena capital al gobernador de la plaza, Luis Fernández de Córdoba; sin embargo, habiendo apelado al Consejo de Indias, fue enviado a España con la flota. La negligencia en la defensa del puerto importó más de cuatro millones de pesos en pérdidas.

Dos años más tarde, exactamente el 6 de julio de 1685, los bucaneros, al mando esta vez de los citados Lorencillo y Nicolás Grammont, cayeron sobre el puerto yucateco de San Francisco de Campeche.

Aquí la depredación duró cerca de dos meses, pero las fuerzas reunidas por el gobernador de Yucatán, Juan Bruno Téllez de Guzmán, lograron expulsar a los filibusteros.

Mientras Yucatán sufría los embates de los corsarios, otra invasión de carácter más oficial se preparaba en el noreste de la Nueva España. En este caso, se trataba de los franceses, quienes, desde sus posesiones de la Nueva Francia, trataban de apoderarse de Texas, un territorio prácticamente abandonado por los españoles. Después de haber llegado a las bocas del Misisipi en abril de 1682 y denominado a aquel territorio Luisiana, René Robert Cavalier, señor de La Salle, propuso a la Corte francesa explorar las bocas del citado río desde el golfo de México y establecer en las riberas una colonia. Aprobado el plan, a fines de 1684 una flota de cuatro navíos al mando de La Salle llegaba a las costas de la Florida; desde allí intentaron llegar a las bocas del Misisipi, pero sin darse cuenta la expedición francesa las rebasó unas cien leguas, yendo a parar a una bahía que denominaron San Bernardo —conocida anteriormente por los españoles con el nombre de Espíritu Santo—, donde fundaron Fort Saint Louis. La Salle exploró la bahía y el territorio; pero una serie de infortunios tanto con la población indígena como entre sus propios hombres terminó con su asesinato (20 de marzo de 1687), cuando intentaba por tierra conectar con la Nueva Francia. Poco después, los indígenas exterminaron la guarnición francesa del fuerte San Luis.

Las actividades de La Salle en las costas septentrionales fueron conocidas en México pocos meses después.

El conde de Paredes pidió al gobernador de Cuba, Antonio de Viana Hinojosa, cooperación en la búsqueda de aquel establecimiento. Su localización fue encargada al piloto Juan Enríquez Barroto, quien fracasó en sus esfuerzos. A su vez la Corona, considerando que el establecimiento francés en las costas del seno mexicano era una seria amenaza a la seguridad del virreinato novohispano y que ponía en peligro las provincias norteñas, ordenó al marqués de la Laguna que a cualquier coste se reconocieran esas costas.

Sin embargo, sendas expediciones al mando del capitán Alonso de León, poco después gobernador de Coahuila, en junio-julio de 1686 y febrero-marzo de 1687, esta última ya en tiempos del virrey conde de la Monclova, resultaron también infructuosas.

También resultó ser un fracaso el intento de colonización de California ocurrido bajo el gobierno del conde de Paredes. A su frente estuvo Isidro Atondo y Antillón y en ella fueron varios misioneros jesuitas, entre ellos el padre Eusebio Francisco Kino, nombrado cosmógrafo de la expedición. Entre 1683 y 1685 se exploró gran parte de la costa y se levantaron algunos establecimientos. En los primeros días de febrero de 1686 el conde de Paredes convocó una Junta General de Hacienda en la que, tras discutir los informes escritos por Atondo y Kino, se determinó finalmente encomendar la empresa a los hijos de San Ignacio con un subsidio anual de la Corona. Sin embargo, los jesuitas rechazaron el proyecto, alegando que no podían aceptar la administración temporal de la empresa. Se decidió entonces proporcionar a Atondo un subsidio anual de 30.000 pesos calculados como presupuesto indispensable. Ya estaba a punto de emprenderse una nueva exploración por ambos personajes cuando fue necesario suspenderla por haber llegado de España una petición urgente de dinero y por haberse rebelado los tarahumaras en Nueva Vizcaya.

Un suceso curioso en el gobierno del conde de Paredes fue el acaecido en 1683, después de que los piratas saquearan Veracruz. Se presentó un supuesto visitador con el nombre de Antonio de Benavides. Fue descubierto en la ciudad de Puebla de los Ángeles por sus evidentes supercherías. Se le arrestó inmediatamente y, trasladado a la capital, se le tuvo prisionero un año y el 10 julio 1684 fue ajusticiado en la Plaza Mayor. El hecho hizo fomentar las murmuraciones populares contra el virrey y la Audiencia por haberse arriesgado a imponer la pena de muerte al que se consideraba por los vecinos como todo un visitador.

Hasta hoy permanece en el misterio la verdadera personalidad de Benavides, pues mientras unos afirman que fue un agente de los piratas, otros alegan que fue un impostor. Ese mismo año (5 de julio) la virreina parió un hijo, que —según el cronista Antonio de Robles— fue bautizado nueve días después en la catedral con el nombre de José María Francisco. Merece ser asimismo reseñado que durante el gobierno del conde de Paredes comenzó la erección del seminario conciliar de México, gracias a los 40.000 pesos que había destinado a tal efecto el capitán Diego Serralde, fallecido el 27 de marzo de 1682.

El 30 de noviembre de 1686, al final de su segundo período de mandato, el conde de Paredes fue sustituido en el mando virreinal por el conde de la Monclova, Melchor de Portocarrero y Lasso de la Vega.

Estuvo, por tanto, en el mando seis años y nueve días.

Su residencia produjo un gran número de documentos, entre ellos un informe muy detallado del juez de residencia.

En 1687 regresó a España, donde supo cómo proteger sus intereses. Según L. Hanke, tras un cuantioso donativo Carlos II le favoreció con los honores de la grandeza, que recibió de manos del Monarca en el Palacio Real de Madrid el 22 de junio de 1689; asimismo le fue conferido el puesto de mayordomo mayor de la Reina de España, doña Mariana de Baviera- Neoburgo, la segunda esposa del último Habsburgo español. Por último, a su hijo mayor se le dio el título de duque de Guastala.

Tres años después fallecía en Madrid el marqués de la Laguna (22 de abril de 1692). Su viuda, María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, abrazó la causa de los Habsburgo en la Guerra de Sucesión en España.

Ello le costó el destierro; murió en el exilio de Milán el 3 de septiembre de 1721.

 

Fuentes y bibl.: Archivo General de Indias, Indiferente General, 514, lib. 2 (instrucción de gobierno); Escribanía, 229B (informe del Juez sobre su residencia).

C. Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe; advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio, con cuyas efigies se hermoseó el Arco Triunfal que la muy noble, muy leal, imperial ciudad de México erigió para el digno recibimiento en ella del Excelentísimo Señor Virrey Conde de Paredes, Marqués de la Laguna, etc. Ideólo entonces y ahora lo describe [...], Catedrático propietario de Matemáticas en su Real Universidad, México, 1680 [reed. en Obras históricas de Carlos de Sigüenza y Góngora, México, Porrúa, 1960 (2.ª ed.), págs. 225-361]; M. Rivera Cambas, Los gobernantes de México, t. I, México, 1872-1873, págs. 252-260; A. de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), México, Porrúa, 1946, 3 vols.; J. I. Rubio Mañé, Introducción al estudio de los virreyes, México, Universidad Nacional Autónoma, 1959, 4 vols.; L. Hanke (ed.), Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la Casa de Austria: México, t. V, Madrid, Atlas, 1978, págs. 91-92.








Virreina.


María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga (1649 - 1729) fue virreina de Nueva España de 1680 a 1686 junto con su esposo Tomás de la Cerda y Aragón, III Marqués de la Laguna de Camero Viejo.​ Ella, además, era princesa de la casa de Mantua Gonzaga-Guastalla y XI condesa de Paredes de Nava. 
Fue amiga, protectora y mecenas de sor Juana Inés de la Cruz.


Biografía

Nacida en Paredes de Nava el 17 de abril de 1649, fue hija de Vespasiano Gonzaga y Orsini (1621-1687),​ iv duque de Guastalla, príncipe de Molfetta, capitán general del Mar Océano y Costas de Andalucía,​ gentilhombre de cámara con ejercicio de Felipe IV y de Carlos II de España,​ y virrey de Valencia, y de María Inés Manrique de Lara, x condesa de Paredes de Nava, señora de Bienservida, Villapalacios, Villaverde de Guadalimar, Riópar y Cotillas, administradora de la encomienda de Castrotoraf en la Orden de Santiago y dama de la reina Isabel de Francia.

Como dama de la reina Mariana de Austria, casó en la capilla del Real Alcázar de Madrid el 10 de noviembre de 1675 con Tomás de la Cerda y Aragón, iii marqués de la Laguna de Camero Viejo,​ comendador de la Moraleja en la Orden de Alcántara, del Consejo y Cámara de Indias, capitán general del Mar Océano y Costas de Andalucía y 28º virrey de Nueva España.​ Heredó los títulos y señoríos de su madre,​ y fue camarera mayor de la Reina madre.​
En 1680, el cabildo encomendó dos arcos triunfales para la llegada de los marqueses de la Laguna de Camero Viejo - los nuevos virreyes - a la Ciudad de México. El primero, en la iglesia de santo Domingo, estuvo a cargo de Carlos de Sigüenza y Góngora. El segundo, en la catedral, fue el Neptuno alegórico de sor Juana Inés de la Cruz, quien compara al nuevo virrey con Neptuno y a su esposa, María Luisa, con Anfítrite, la diosa del mar.
Fue amiga y mecenas de sor Juana Inés de la Cruz. Sor Juana presentó su obra de teatro "Los empeños de una casa" para María Luisa y su esposo, así como tal vez, para el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas. En la obra sor Juana incluye varias letras en honor a María Luisa como "Divina Lysi".
El 5 de julio de 1683 nació en México su único hijo, José María de la Cerda y Manrique de Lara (1683-1728), al que sor Juana también dedicó poemas.​ Lo bautizó el 14 de julio de 1683 el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas en la catedral de México. Heredó los títulos y señoríos de sus padres, siendo iv marqués de la Laguna de Camero Viejo y xii conde de Paredes de Nava.
Publicó el libro de poemas de sor Juana "Inundación Castálida" en 1689 en Madrid. El segundo tomo se publicó unos años después en Sevilla.
Falleció en Milán el 3 de septiembre de 1721.

Poemas de sor Juana dedicados a María Luisa

Sor Juana le dedicó varios poemas a María Luisa.​ Así como a Leonor Carreto le decía "Laura" en los poemas que le dedicaba, a doña María Luisa le decía "Lysi" (así como Quevedo le escribía a otra "Lisi").

  • Loa en las huertas donde fue a divertirse la Excma. Sra. Condesa de Paredes, Marquesa de la Laguna.
  • Divina Lysi, permite.
  • A la Excma. Sra. Condesa de Paredes, Marquesa de la Laguna, enviándole estos papeles que su Excia. le pidió y que pudo recoger Sor Juana de muchas manos, en que estaban no menos divididos que escondidos, como tesoro, con otros que no cupo en el tiempo buscarlos ni copiarlos.
  • Desea que el cortejo de dar los buenos años al señor Marqués de la Laguna, llegue a su Excelencia por medio de la Excelentísima Señora Doña María Luisa, su digna esposa.
  • Envía las buenas Pascuas de Resurrección a la Excelentísima Señora Condesa de Paredes, en ocasión de cumplir años la reina reinante.
  • Celebra el cumplir años la señora virreina, con un retablito de marfil del nacimiento, que envía a su Excelencia.
  • Enviando una rosa a su Excelencia.
  • A la misma Excma. Señora, con igual ocasión.
  • Habiéndose ya bautizado su hijo, da la enhorabuena de su nacimiento a la señora virreina.
  • Celebra los años de la Condesa de Paredes.
  • Solía la señora virreina, como tan amartelada de la poetisa, favorecerla con la queja de alguna intermisión en sus memorias de una, da satisfacción.
  • A la misma Excma. Señora, alegórico regalo de Pascuas, en unos peces que llaman bobos y unas aves.
  • Presentando a la señora virreina un andador de madera para su primogénito.
  • En un anillo retrato a la Sra. Condesa de Paredes, dice por qué.
  • Expresa su respeto amoroso: dice el sentido en que llama suya a la señora virreina marquesa de la Laguna.










Aguiar Seijas y Ulloa, Francisco de. Betanzos (La Coruña) p. s. xvii – México, 14.VIII.1698. Arzobispo.

El más ilustre prelado gallego que ocupó la sede arzobispal de México nació en Betanzos a comienzos del siglo xvii. Se trasladó niño a Santiago como paje del arzobispo. Fernando de Andrade quien, conmovido por su afición a la lectura, le concedió un beneficio simple con el que poder sufragar sus estudios realizados primero en el Colegio de Santiago Alfeo (Santiago) en el que llegó a catedrático de Filosofía y luego en el de Cuenca (Salamanca), al finalizar los cuales consiguió la canonjía de lectoral en la catedral de Astorga, de donde pasó a la de Santiago para ocupar el puesto de canónigo penitenciario.

En 1677 Carlos II lo promueve como obispo de Michoacán hacia donde se embarca en junio de 1678. Permaneció al frente de esta diócesis hasta 1682, año en el que es promovido como arzobispo de México, la máxima jerarquía de la Iglesia novohispana haciendo su entrada en la capital de la archidiócesis y del virreinato el 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago al que toda su vida manifestó gran devoción. Se conoce la actividad pastoral del arzobispo gracias a Antonio de Robles, autor de un Diario de sucesos notables (1665-1703) quien enumera los numerosos viajes del prelado por el extensísimo territorio de su archidiócesis. Le cupo a este arzobispo la honra de poner la primera piedra de la iglesia nueva de Guadalupe en marzo de 1695.


Eran famosas sus limosnas que con regularidad se entregaban en los hospitales y hospicios de pobres cada semana y que ascendían a la cantidad anual de cien mil pesos además de veinte fanegas de maíz diarias.

Entre lo que se distribuía en las casas de acogida y las limosnas entregadas en el propio palacio arzobispal se daba una cantidad superior a las rentas anuales de la mitra. Sustentaba casi en exclusiva a su cuenta el Hospital de los Betlemitas, una casa para mujeres locas, dos casas de recogimiento para mujeres y otra para doncellas pobres Dedicando los recursos de una de las sedes más ricas de la cristiandad a las actividades caritativas el arzobispo vivía en pobreza extrema. En cierta ocasión lo visitó el virrey y lo encontró sentado en una caja de madera pues hasta de los muebles se había deshecho para entregar su valor a los pobres. La otra cara de esta manifestación de caridad eran las críticas que le hacían ciertos viajeros quienes culpaban a tanta generosidad de la abundancia de vagos y pícaros que proliferaban en la capital virreinal por la facilidad para obtener limosnas y la abundancia de las mismas.
 El arzobispo no sólo practicaba la caridad sino que además atormentaba su cuerpo con disciplinas, cilicios y prolongados ayunos, lo que provocó un deterioro progresivo de su salud. Falleció en México el 14 de agosto de 1698 en la mayor pobreza, hasta el punto de que sus honras fúnebres y su posterior sepultura en la capilla de San Felipe de Jesús en la catedral metropolitana debieron ser pagadas a expensas de su sobrino Francisco Parcero. En 1739 se abrió el proceso informativo para su beatificación.

Bibl.: J. de Lezamis, Breve relación de la vida y muerte del Ilmo. y Rvdmo. Sr. Doctor D. Francisco de Aguilar y Seixas que está en la vida del Apóstol Santiago el Mayor, México, Imprenta de Doña María de Benavides, 1699; A. de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), 3 vol. México, ed. Porrúa, 1946; G. F. Gemelli Carreri, Viaje a la Nueva España, México, UNAM, 1976; L. Gómez Canedo, Los gallegos en el Gobierno, la Milicia y la Iglesia en América, Santiago, Xunta de Galicia, 1991.




  

PERSONAJES CON HISTORIA

Sor Juana Inés de la Cruz

Antonio Pérez Henares- 
lunes, 17 de mayo de 2021

La poeta hispano-mexicana que se hizo monja por escapar de la tiranía de los hombres


Conocí a sor Juana Inés de la Cruz en el año 2004, mi última ruta Quetzal, y he de reconocer que fue ver su retrato y caer de inmediato enamorado. La monja, conocida como la Décima Musa, maravillosa poeta, reconocida como cumbre de la lírica hispano-mexicana, fue sin duda una mujer bellísima. Pero además había algo en aquella hacienda de Nepantla donde nació y en aquel convento de San Vicente de Chimalhuacán donde fue bautizada, que me cautivaron y que guardo para siempre en mi recuerdo.
Nepantla es un hermoso pueblo mexicano cuajado de flores y bien cuidado por sus gentes. Las esquinas de sus calles están adornadas con azulejos que reproducen a su hija más querida. Porque en Nepantla quieren mucho a sor Juana Inés, símbolo de la poesía mexicana y también precursora de la revolución feminista.
El personaje es cautivador. Era hija de una criolla, Isabel Ramírez, nieta de un gaditano de Sanlúcar de Barrameda, su querido abuelo Pedro, allí establecido en una hacienda arrendada a la orden dominica. Su padre era un capitán, Pedro Manuel de Asbaje, también español de origen y en su caso de nacimiento, que no se desposó con su madre, aunque no solo tuvo con ella esta hija sino algunas más, la laxitud de costumbres en el Virreinato era notoria, y acabara por desaparecer de sus vidas. Juana fue bautizada como Hija de la Iglesia según figura en su partida de nacimiento en la citada iglesia de San Vicente de Chimalhuacán donde fue bautizada el 2 de diciembre de 1648.
En la hacienda de su abuelo Pedro Ramírez, donde se crio de niña, ya fueron notorias sus muchas luces. Aprendió a leer a los tres años, hablaba el náhuatl, aprendido de sus amigos los niños indígenas, con la misma soltura que el castellano. Escritora precoz, no tardó en ser conocida y ver publicadas sus primeras obritas. Esto la llevó a México y allí tras una evaluación de sus escritos y actitudes, que superó con creces, tuvo entrada en el palacio del virrey, Antonio Sebastián de Toledo, marques de Mancera, como dama de compañía de su joven esposa, Leonor Carreto, de origen germánico, toda una belleza rubia, aficionada al lujo, las fiestas y la literatura. La amistad entre ambas se hizo pronto muy estrecha.
Juana Inés vivió aquellos años una vida mundana y exquisita en la que no faltaron los galanes ni los galanteos Y los desengaños, que quedaron perfectamente reflejados en sus versos: acuérdate, caballero,/ de tus nobles juramentos/ que lo que juró tu boca/ no lo desmientan tus hechos.
Sus hermosos sonetos reflejan a la perfección sus incidentes amorosos. En ellos se muestra enamorada y no correspondida y reflexiona sobre la contradicción en la que se ve presa, entre dos pretendientes, uno, al que llama Fabio, que no la quiere, mientras que el otro, Silvio, a quien desdeña, la requiebra. Por quien no me apetece ingrato/ lloro/ y al que me llora tierno, no apetezco. Se sincera en un poema y casi calca en otro Constante adoro a quien mi amor maltrata/ maltrato a quien mi amor busca constante.

 Y concluye Pues ambos atormentan mi sentido/ aqueste por pedirlo que no tengo/ y aquel con no tener lo que le pido.
La cosa acabó ciertamente mal para ella. Harta de que el tal Fabio no le hiciera caso, se dejó querer por el tal Silvio, pero una vez seducida, fue peor aún que con el otro y en versos en verdad resentidos lo califica de vil y mortífero veneno y se desprecia a sí mismo por haberlo amado: Pues cuando considero lo que hice/ no solo a ti, corrida, te aborrezco/ pero a mi por el tiempo que te quise.
O sea que Juana Inés salió escaldada, y para siempre, de los hombres. Tanto es así que a partir de entonces, descargó sobre sus engaños, embustes, falacias, dobles raseros y el trato que a la mujer dan y exigen de ella según su conveniencia. De ello brotaron sus versos quizás más conocidos y que son, con razón, un atinado y certero alegato feminista cuando el término ni siquiera estaba inventado. Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis, y que remata: Queredlas cual las hacéis/ o hacedlas cual las buscáis.

Decepciones amorosas

Estos desengaños fueron sin duda uno de los detonantes de su decisión de coger los hábitos, y rebelarse en cierta forma contra la tiranía masculina a lo que contribuía el que las normas de la época no le permitieran dar cauce a sus ansias de conocimiento y de poder acudir a la Universidad, exclusiva para varones y a la cual llegó a asistir disfrazada de hombre. Todo ello la llevo a rechazar cualquier proposición matrimonial y a buscar en el convento lo que no podía encontrar fuera y así, tras un primer intento con las carmelitas, cuyos rigores no le convencieron, profesó en el convento jerónimo de la capital mexicana donde sus normas le permitían leer, estudiar, escribir, celebrar tertulia y recibir visitas, disponiendo de una celda de dos pisos y sirvientas. Allí ingresó en 1666, cumplidos los 18 años y aquel sería ya su hogar de por vida.
Tomar los hábitos tal vez fuera su particular manera, en cierto modo la única posible en aquel tiempo, de rebelarse contra esa tiranía masculina. Algo muy chocante para quien vivía y disfrutaba del palacio virreinal, rodeada de admiradores y lujo. Y poseedora de una singular belleza, pues era y los retratos lo atestiguan de una hermosura extraordinaria. Los hábitos de monja resaltan incluso más el perfecto óvalo de su cara, sus grandes ojos y su limpia e intensa expresión. Diré más, los jóvenes expedicionarios de la Ruta Quetzal de 2004, al contemplar observar un cuadro con su imagen, en el museo de Nepantla, tras haber escuchado una breve conferencia sobre ella que me tocó impartirles, exclamaron: «¡Pero como se metió monja, si estaba buenísima!» Pues quizás por ello.
En el convento aprendió con enorme celeridad, se cuenta que en menos de 30 clases aprendió latín y se consagró al estudio y a la escritura, siendo cada vez más apreciada por ella. Era visitada con frecuencia por su amiga la virreina hasta que la desgracia se abatió sobre ella. Primero al ser cesado su esposo en el cargo y a nada al morir ella, Leonor, en el viaje cuando iba hacia Veracruz para emprender viaje de vuelta a España. Sor Juana Inés de la Cruz la despidió con un hermoso soneto De la beldad de Laura (seudónimo suyo) enamorados.
Su celebridad no dejaba de ir en ascenso y siguió siendo recibida en el palacio virreinal cuando a él llegó un clérigo, fray Payo Enríquez de Rivera, primo de los duques de Medinaceli y luego arzobispo de México, quien brindó nada más llegar su protección. Pero su estrella ascendería a la cúspide con sus sucesores en el Virreinato de Nueva España, con la llegada de un primo del arzobispo, Tomas Antonio de la Cerda, otro Medinaceli, hermano del duque y marqués de la Laguna. El nuevo virrey era joven, 42 años, y todavía lo era más su esposa, la condesa de Paredes, María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, de 31 años.
El encuentro entre ambas marcaría el futuro de la monja. Fue su amiga íntima, su gran confidente y a la luz de sus versos, el verdadero y gran amor de su vida. Que no se oculta aunque tiene sus límites. Para sor Juana Inés y para su adorada Lysi el sexo ni siquiera aparece como posibilidad en su mutua devoción que queda explícitamente reflejada en estos versos: Ser mujer, ni estar ausente/ no es de amarte impedimento/ pues sabes tú, que las almas/ distancia ignoran y seso/ reina de las flores eres/ pues el verano mendiga/ los claveles de tus labios/ las rosas de tus mejillas.
Una maravillosa declaración de amor que además, sexo aparte, era plenamente correspondido. Muy libre y avanzadas ambas, y no digamos la monja, para sus tiempos. Pero no fue por ello por lo que la Iglesia comenzó a preocuparse y poner coto a sus expansiones sino por su libertad de pensamiento al tratar asuntos religiosos y sociales y entrar en polémica con algunos predicadores jesuitas. Comenzó un largo tira de afloja entre ambas partes, pero hasta el nuevo obispo se refrenaba en ir más lejos de alguna advertencia y la propia Inquisición se andaba con tiento, pues no era muy prudente meterse con la amiga de la virreina.
Todo siguió más o menos tranquilo hasta que llegó el día, en 1686, en que los virreyes regresaron a España. Lysi llevaba con ella una selecta pero abundante recopilación manuscrita de la obra de su amiga y una vez en la Corte procedió a publicar sus poemas en un libro. Fue un éxito inmediato. Tanto en España como en México. La fama de sor Juana Inés, aclamada no solo en los salones de la corte y la nobleza sino también por los más ilustres literatos del momento ascendió a su cénit. Y allí encontró su fin y su silencio.
Fue aquella enorme notoriedad la que acabó por romper el equilibrio con la jerarquía eclesiástica. Ahora, sin el apoyo virreinal, comenzó el asedio contra ella. Hubo amenaza de procesamiento por sus ideas y sus escritos. Particularmente por su texto La Carta Atenagórica en el que criticaba un sermón del jesuita Antonio Vieira que montó en cólera por ello. Él la exhortó por escrito recomendándole que como monja debía dejar las humanas letras y dedicarse de pleno a las divinas. Ella replicó con una encendida defensa de su obra intelectual y del derecho de la mujer a la educación. Finalmente fue obligada a allanarse en la disputa y hacer penitencia asumiendo por escrito ser «yo, la peor del mundo».

Ostracismo literario

Finalmente, y sorprendentemente sin excesiva batalla por su parte, la monja aceptó un pacto: ser dejada en paz en su retiro a cambio de avenirme al ostracismo literario. No escribiría más. Su voz calló, y lo hizo para siempre. 
Y también se silenció su obra. Sor Juana Inés lo cumpliría hasta su muerte aunque persistirá sin embargo cierto acoso intentando hacerle desprenderse de su biblioteca cosa que no consiguieron. En sus últimos años de vida hay noticia de su cercanía a los más necesitados y en su muerte, acaecida en 1695 a causa de una epidemia terrible que se desató en la ciudad de México, ella no quiso dejar el cuidado de sus hermanas enfermas de la peste y acabó pereciendo a su lado. Tenía tan solo 46 años.
Fue enterrada con solemnidad en el coro bajo del convento, con presencia del cabildo de la Catedral y el propio arzobispo, al que dejó sus imágenes mientras que 180 volúmenes de obras selectas y muebles quedaron para su familia. El recuerdo de su silenciada obra se fue perdiendo, hasta los inicios del siglo XX donde se produjo su redescubrimiento y los más reputados intelectuales mexicanos se lanzaron a su rescate.

 El gran escritor Octavio Paz fue uno de ellos y autor de estudios biográficos y literarios sobre su persona. Todo ello la convirtió en un referente de la lírica y de la cultura del actual México. En un símbolo. La aparición en 1978 de la lápida con su nombre y sus supuestos restos se convirtió en un acontecimiento nacional.
No llegué a visitar su convento, pero sí fui a rendirle homenaje, amén de a su lugar de nacimiento, a la iglesia de San Vicente de Chimalhuacán, donde fue bautizada. Es un hermoso templo de piedra rojiza. La pila bautismal es de gran belleza y el recinto goza de esa luminosidad y alegría propia de los lugares de culto mexicanos. Fuera del escenario, el viejo recinto monacal, tiene un halo romántico con un patio presidido por grandes árboles, senderos y paseos invadidos por las hierbas y con sepulturas y arquetas labradas al aire, colonizadas por el musgo. 

Crítica y legado

Sor Juana aparece hoy como una dramaturga importantísima en el ambiente hispanoamericano del siglo XVII. En su época, sin embargo, es posible que su actividad teatral ocupase un lugar secundario. Aunque sus obras se publicaron en el Tomo II (1692), el hecho de que las representaciones estuvieran restringidas al ambiente palaciego dificultaba su difusión, al contrario de lo que sucedió con su poesía.210​ La literatura del siglo XVIII, principalmente, alabó la obra de Sor Juana e instantáneamente la incluyó entre los grandes clásicos de la lengua española. Dos ediciones de sus obras y numerosas polémicas avalan su fama.

En el siglo XIX, la popularidad de Sor Juana fue diluyéndose, como lo prueban varias expresiones de intelectuales decimonónicos. Joaquín García Icazbalceta habla de una «absoluta depravación del lenguaje»;​ Marcelino Menéndez Pelayo, de la pedantería arrogante de su estilo barroco y José María Vigil de un «enmarañado e insufrible gongorismo».

A partir del interés que la Generación del 27 suscitó por Góngora, literatos de América y España comenzaron la revaloración de la poetisa. Desde Amado Nervo hasta Octavio Paz —pasando por Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ermilo Abreu Gómez, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Ezequiel A. Chávez, Karl Vossler, Ludwig Pfandl y Robert Ricard—, diversos intelectuales han escrito sobre la vasta obra de Sor Juana. Todos estos aportes han permitido reconstruir, más o menos bien, la vida de Sor Juana, y formular algunas hipótesis —hasta entonces no planteadas— sobre los rasgos característicos de su producción.
A fines del siglo XX se descubrió lo que se considera una aportación sorjuanesca a La segunda Celestina, propuesta por Paz y Guillermo Schmidhuber, al mismo tiempo que Elías Trabulse daba a conocer la Carta de Serafina de Cristo, atribuida a Sor Juana.
​ Ambos documentos han desatado una acre polémica, aún sin resolución, entre los expertos en Sor Juana. Tiempo después se difundió el proceso del clérigo Javier Palavicino, quien elogió a Sor Juana en 1691 y defendió el sermón de Vieira.​ Para 2004, el peruano José Antonio Rodríguez Garrido dio cuenta de dos documentos fundamentales para el estudio de Sor Juana: Defensa del Sermón del Mandato del padre Antonio Vieira, de Pedro Muñoz de Castro, y el anónimo Discurso apologético en respuesta a la Fe de erratas que sacó un soldado sobre la Carta atenagórica de la madre Juana Inés de la Cruz.
En 1992, en reconocimiento a su figura, se crea el Premio Sor Juana Inés de la Cruz para distinguir la excelencia del trabajo literario de mujeres en idioma español de América Latina y el Caribe.



Itsukushima Shrine.