La araucana. |
1985. La Araucana, 1626. Colección: Biblioteca de Federico Joly Höhr (Cádiz).
Marroquín marrón. Decoración dorada realizada a mano con hierros del S XVII. Gran bordura externa realizada con hierros sueltos en forma de volutas.
Contratapas y guardas volantes en papel pintado, original del encuadernador. Cortes dorados. Cantos y contracantos dorados. |
El primer canto de La Araucana: una cartografía épica de Chile.
Hoy en día, la identificación del monumental poema de don Alonso de Ercilla con un acto fundador de la historia chilena ha llegado a ser un verdadero tópico, no sólo para aquellos que se interesan por la historiografía de la conquista de América sino para toda la nación chilena, cuya cultura republicana se nutre de los nombres, personajes y valores puestos en escena por La Araucana. Esta herencia simbólica, a largo plazo, le valió al autor el apodo laudativo de «inventor de Chile», en boca de uno de sus aficionados más notables en el siglo xx, el poeta chileno Pablo Neruda 1. Parece que un pasaje en particular inspiró al poeta revolucionario este juicio: se trata de «la infaltable sexta octava del canto primero de La Araucana, que todo chileno conoce al dedillo»2. En efecto, Neruda invoca la figura tutelar del autor de La Araucana al final del panfleto Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena. Deja brevemente la palabra a su «noble compañero, / que entre todos y todo fue el primero, / don Alonso de Ercilla, el duradero»3, citando precisamente esta famosa octava:
Chile, fértil provincia y señaladaen la región antártica famosade remotas naciones respetadapor fuerte, principal y poderosa;la gente que produce es tan granadatan soberbia, gallarda y belicosa,que no ha sido por rey jamás regidani a extranjero dominio sometida.
El panfletista transforma así estos versos ercillanos en la última deflagración de la «artillería poética» nunca vista que pretendía poner en acción 4. La última parte del libro, titulada «Juntos hablamos», entreteje esos versos con los del propio Neruda, adaptándolos a las circunstancias de enunciación y sobre todo a su propósito comprometido: transforma «el compañero Ercilla» en un poeta nacional, bardo por anticipación de la revolución chilena.
Ahora bien, si La Araucana tuvo desde su origen, en la mente de su autor, una dimensión claramente política, ésta se encontraba en las antípodas de la interpretación que se hizo en el siglo xx. El activo patriota que fue Ercilla concibió su poema antes que nada como una exaltación heroica del imperio ibérico y de su monarca, a quien las tres partes de la obra están explícitamente dirigidas. La dedicatoria al príncipe no sólo responde a una convención literaria o cortesana: el servicio del rey Felipe fue efectivamente una preocupación mayor de don Alonso a lo largo de su vida. Recordemos que su padre Fortún García de Ercilla, que murió cuando Alonso apenas cumplía un año de edad, fue magistrado y miembro del Consejo Real. El propio poeta tenía quince años cuando entró a la Corte como paje del futuro Felipe II, y desde entonces acompañó al príncipe en todos sus viajes por Europa; así, en 1555, se encontraba en Londres para la unión de éste con la princesa María Tudor cuando llegó la noticia de la muerte del gobernador de Chile, Pedro de Valdivia. Entonces el autor solicitó licencia para sumarse a la compañía del nuevo virrey de Perú, Juan Andrés Hurtado de Mendoza, y del sucesor de Valdivia, Jerónimo de Alderete. Esta decisión se puede atribuir al deseo de darse a conocer en el ejercicio de las armas, pero también a un afán, por parte del joven huérfano, de servir los intereses de la Corona española a la cual tanto debía. Ercilla llega a Chile en 1557 y participa en la guerra contra los indios durante un año y medio; esa breve experiencia personal es el punto de partida del poema publicado entre 1569 y 1589, aunque el relato empieza tres años antes de su venida a Chile 5.
La vida del autor de La Araucana resulta, pues, perfectamente conforme con el modelo garcilasiano del poeta soldado que sirve a su señor y patria manejando ora la pluma, ora la espada. Su relato tiene por objetivo, según explica en el prólogo de 1569, dar a conocer una conquista amenazada por el «perpetuo silencio», «porque la tierra [de Chile] es tan remota y apartada y la postrera que los españoles han pisado por la parte del Perú, que no se puede tener della casi noticia» 6. Ese desconocimiento, por parte de la metrópoli, del territorio más reciente y periférico de su imperio colonial justifica la función de exposición desempeñada por el primer canto de la obra: aunque los poemas heroicos suelen empezar in medias res, con una batalla o tempestad más representativas del aliento épico 7, Ercilla inicia su poema con una presentación casi didáctica del objeto de su relato. Se trata de «dar noticia» a su público de un espacio del cual no sabe prácticamente nada, ya que el poeta es uno de los primeros autores en escribir su historia 8. Por eso, tras un exordio de cinco octavas en que se expone el proyecto poético de Ercilla, las siete estrofas que siguen presentan una visión global de Chile, con una larga atención dedicada al estrecho de Magallanes, que se considera como su frontera austral, antes de la descripción del Estado de Arauco, verdadero teatro de la acción. El resto del canto expone las costumbres y los valores de la sociedad araucana.
Así las cosas: ese poema que los patriotas chilenos del siglo xx pusieron tanto empeño en recuperar para su causa presenta, desde un principio, el territorio chileno desde un punto de vista colonial e imperialista. Sin embargo, la tendencia de Ercilla a exaltar el valor del adversario araucano pone de relieve los límites de esta perspectiva. Procuraremos, pues, analizar la caracterización ercillana de los araucanos tal y cómo aparece desde el primer canto de La Araucana. Veremos cómo los versos iniciales del poema establecen de entrada la ambivalencia fundamental de ese pueblo intratable, la cual se refleja en su propio territorio, creando una tensión que configura su representación. Trataremos de mostrar cómo el mapa poético y narrativo de Chile dibujado por el primer canto cobra así una dimensión épica, nueva y exitosa, aunque nutrida por representaciones anteriores.
La perspectiva imperial de Ercilla: ¿por qué no llamó reino a Chile?
«Chile, fértil provincia y señalada»: el primer verso de la sexta octava revela ya la esencia colonialista de la mirada de Ercilla sobre Chile. La palabra provincia remite claramente a una tierra conquistada y sometida a la dominación colonial, según la etimología apuntada por Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana de 1611:
Provincia. Es una parte de tierra extendida, que antiguamente acerca de los romanos eran las regiones conquistadas fuera de Italia, latine provincia, quasi procul victa.9
La anteposición del adjetivo «fértil» tampoco resulta neutra: tratándose de una posesión española, esta primera caracterización suena como la promesa del provecho que se podrá sacar de ella. En cuanto a la ubicación, «en la región antártica famosa», evoca todo un mundo de sueños, ya que los mapas de la época solían representar toda la parte austral del globo terrestre como un inmenso continente sin explorar, designado por la mención terra incognita, o terra nondum cognita. Esta fantasía cosmográfica empezaba justo al sur de la frontera oficial de Chile, identificada con el estrecho de Magallanes, cuya región quedaba por descubrir.
Por lo tanto, si situar a Chile en «la región antártica» implica que podría ser la puerta de entrada para una fuente de provechos casi sin límite, también recuerda cuán lejos se encuentra aquel sueño, casi en las antípodas exactas de España, en una tierra «famosa», aunque paradójicamente desconocida. Dicho de otro modo, Chile, aunque sea efectivamente una provincia del imperio español, forma parte de una región de la cual lo único que se sabe es que no está enteramente sometida y dominada. A pesar de la perspectiva colonial planteada de entrada, el segundo verso de la octava introduce ya cierta ambigüedad en el estatuto de este territorio al precisar lo que parece ser a primera vista una simple localización geográfica.
De hecho, la misma palabra Chile, que encabeza la estrofa con su sonoridad sibilante, podría dejar sospechar el rechazo, por parte del autor, de una definición demasiado nítida de aquella comarca. En efecto, de un vasallo tan deseoso de servir al rey se hubiera esperado que prefiriera la expresión reino de Chile o reinos de Chile, ya en uso en 1569 y más significativa de los derechos de Felipe II. En su opúsculo de 1966 ¿Por qué se llamó «Reino» a Chile?, Fernando Campos Harriet mostró cómo esa locución se fue imponiendo a lo largo del reinado de Felipe II, poniendo de relieve sus numerosísimas ocurrencias en todos los manuscritos relativos a Chile, tantos en las leyes como en las cartas, la literatura cartográfica y las crónicas. Si bien la mayor parte de las demás colonias americanas eran llamadas más bien virreinatos, provincias o audiencias, la denominación reino no remite aquí a un estatuto jurídico o administrativo particular (a diferencia de los reinos de España). No es sino un nombre, equivalente absoluto, desde un punto de vista legal, de «provincia»10. No obstante, ese nombre puede resultar eminentemente simbólico, puesto que supone una proyección de las categorías políticas peninsulares sobre el territorio ultramarino, como si la colonia, al verse subordinada a la metrópoli, adquiriera un parentesco con ella.
Cierto es que el mismo Campos Harriet apunta muchas excepciones en el uso de la expresión reino (o reinos) de Chile, que sólo se impuso de manera casi exclusiva a finales del reinado de Felipe II. Pero todos los historiadores que contaron las guerras de Chile más o menos en la misma época que Ercilla la emplean, según muestran los títulos de sus obras: la Crónica y relación copiosa de los Reinos de Chile de Gerónimo de Vivar, acabada en 1558; la Historia de todas las cosas que han acaecido en el reino de Chile y de los que lo han gobernado compuesta por Alonso de Góngora Marmolejo en 1575; y la Crónica del reino de Chile de Pedro Mariño de Lobera de 1594. En consecuencia, puede resultar curioso que nuestro poeta no mencione, ni en el título, ni en ningún pasaje importante de La Araucana 11, esa calificación aparentemente tan característica de Chile en el tiempo de la publicación de su obra.
En La invención del reino de Chile, el filólogo Giorgio Antei propone una interpretación sugestiva de la singularidad chilena: el título de reino habría sido atribuido por lo general a las regiones cuyo nombre era de origen indígena, y no derivado de la toponimia metropolitana —cita los reinos de Perú, de Guatemala o de Chile—, «como si al englobarlos bajo los conceptos políticos de la tradición europea, los topónimos indígenas resultaran neutralizados, privados de todo derecho a la soberanía»12. Sea acertada o no esta hipótesis, el caso es que Ercilla no recurre a semejante efecto de “neutralización” del topónimo indígena. Tampoco emplea el nombre Nueva Extremadura, que Valdivia le quiso asignar a su gobernación para evitar el nombre de Chile, deslustrado por las desventuras de Almagro13. En la representación del país construida por Ercilla, semejante preferencia para el nombre anterior a la venida española tiene una significación fuerte: es una manera de reconocer que esas tierras preexistieron a la conquista, concreta pero también conceptualmente. No sólo fueron habitadas durante siglos sino que fueron concebidas como un auténtico territorio, que merecía como tal un nombre propio.
Ello no significa ni mucho menos que el poeta adopte el punto de vista indígena acerca de lo que no deja de ser la provincia chilena. Si bien conserva el significante indio, el significado remite a una visión exclusivamente española y conquistadora, como lo recuerda la definición de Chile que aparece al final del poema en la «Declaración de algunas dudas que se pueden ofrecer en esta obra»: «toma el nombre de Chili toda la provincia del cual tuvieron noticia los españoles por el oro que en él se sacaba. Y como entraron en su demanda a toda la pusieron nombre de Chili hasta el estrecho de Magallanes»14. O sea que la palabra o «noticia» de ese territorio precedió a la entrada de los españoles, pero siempre con un significado asociado al proceso de conquista y explotación de los bienes y el oro de esta «provincia señalada».
De modo que el poeta nunca deja de concebir el territorio chileno como una parte del proyecto imperialista español. Sin embargo, al hablar de provincia y no de «reino de Chile», se niega a fijar su definición como una realidad claramente organizada por un marco político europeo. Los dos versos «de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa» confirman la ambigüedad de esta concepción: aunque hable de una provincia del imperio, Ercilla toma en cuenta aquí una geopolítica americana anterior a la conquista, compuesta por naciones indígenas distintas —mientras que muchos contemporáneos suyos evocan a los varios pueblos indios como a un solo bloque de bárbaros imposibles de distinguir. Por el contrario, nuestro autor habla de una nación en pleno sentido de la palabra, capaz de infundir respeto a otras «remotas naciones» y capaz, por lo tanto, de oponerse a la otra nación que es la potencia española.
Historia moral de una tierra indómita
Ahora bien, una nación se define por sus habitantes, «la gente que produce», como los llama la segunda parte de la sexta octava. El verbo producir da a entender que la propia tierra ha generado a su pueblo, como si éste no fuera sino una manifestación entre otras de su carácter «fértil». Reconocemos aquí una concepción típica de la historiografía colonial de las provincias americanas: nunca se tratan por separado la geografía y la historia o, por hablar en términos de la época, la historia natural y la historia moral de un país15. La descripción de Ercilla vale por los datos prácticos que proporciona sobre la tierra: recursos agrícolas, clima, relieve, distancias, etcétera, pero también, con arreglo al sistema económico dominante de la encomienda, los habitantes y sus costumbres. En efecto, en los primeros tiempos de la colonización de América los indígenas eran la mano de obra encargada de explotar su propia tierra. El potencial económico de una región dependía del número, del vigor y sobre todo de la buena voluntad de los autóctonos: a corto plazo, los indios podían ser un obstáculo aún más insuperable que las disposiciones naturales para el progreso y la instalación de los conquistadores y colonos, como lo señala la propia Araucana.
La nación que florece en Chile, nos dice, es «tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa / que no ha sido por rey jamás regida / ni a extranjero dominio sometida». Dicho de otro modo, la rebelión de los araucanos contra el poder de Valdivia, tras la victoria aparente del conquistador 16, no procedió de una coyuntura histórica sino de la índole profunda del pueblo chileno, tan rebelde que no se puede someter ni gobernar. Estos versos ya llevan en ciernes la singular figura ercillana del indio araucano, a la vez odioso y fascinante por su rebeldía absoluta, cuyo epíteto clave aparecerá por vez primera al final del canto: los araucanos son una gente «indómita», pues no sólo no han sido domados hasta entonces sino que nunca podrán serlo 17. Este motivo fundamental en todo el poema podría justificar de por sí el que Ercilla no recurra a la expresión «reino de Chile», ya que uno de los rasgos principales de los chilenos es que no obedecen a ningún rey.
Esa imagen dual de los indios de Chile, bárbaros por su violencia desordenada, pero también nobles por su valor militar, su amor por la patria y su aspiración a la libertad, responde perfectamente a las necesidades del relato heroico, según la ética caballeresca que sigue rigiendo la épica culta en la época de Ercilla: no valdría la pena combatir si el enemigo no tuviera una fuerza y un valor guerrero comparables a los de su antagonista. Ahora bien, nuestro poeta no construye ese personaje colectivo a partir de la nada; se fundamenta, como no deja de reivindicarlo, en una historia auténtica, aunque no se base en la verdad en el sentido etnológico 18. Se trata de la historia de Chile vivida y escrita por los españoles. Ya vimos que, como testimonios de esta visión, sólo se conocen dos textos anteriores a La Araucana: las Cartas del conquistador Pedro de Valdivia y la Crónica de los reinos de Chile de Gerónimo de Vivar, cuyas conexiones y diferencias con el discurso ideológico de Ercilla permiten comprender mejor su caracterización de los araucanos en el poema.
Antes de Ercilla: Valdivia y Vivar
La reputación de ferocidad de los indios de Chile nace con la primera tentativa de penetración española en el territorio chileno: la expedición de Diego de Almagro, entre 1535 y 1537, que concluyó en un fracaso tremendo. Por eso, cuando, cuatro años después, el conquistador Pedro de Valdivia decidió emprender la conquista de una tierra «tan mal infamada que como de la pestilencia huían della», a todos les pareció una locura 19. Y a primera vista, su experiencia propia confirma este sentimiento: la carta al emperador Carlos Quinto del 4 de setiembre de 1545 relata cómo los indios del valle de Mapocho destruyeron sus propias culturas, su oro e incluso la ropa que llevaban, hasta encontrarse «en carnes» 20, para obligar a los españoles a que se fueran. O sea que no sólo lucharon como fieras contra los españoles, sino que no vacilaron en arruinar sus tierras y sus propios cuerpos para salvarse del dominio extranjero.
Por otra parte, cuando esos indios «tienen quebradas las alas, y ya de cansados de andar por las nieves y montes como animalias determinan de servir», no cabe la menor duda en cuanto al provecho que se va a sacar de la región: «de hoy en adelante habrá en esta tierra gran abundancia de comida», ya que el clima y la calidad de la tierra permiten llevar a cabo dos cosechas de trigo y maíz al año 21. La victoria española le da a la tierra la oportunidad de realizar su fértil naturaleza, mientras que los indios aparecen como los que luchaban en perjuicio de un entorno que no sabían cuidar y cultivar. En cuanto a la tierra ya repartida, la misma carta dice que «esta tierra es tal que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo, muy llana, sanísima, y de muchísimo contento […]. Parece la crió Dios a posta para poderlo tener todo a la mano»22. Mientras no se evocan a los indígenas, el cuadro resulta edénico.
El desfase entre la hospitalidad del territorio y la hostilidad de sus habitantes es aún más grande cuando se trata de la tierra de los araucanos, evocada por Valdivia en la carta del 25 de setiembre de 1551, donde ilustra la «bondad desta tierra» por la profusión hiperbólica de gente, oro, ganado y cultivos, lo cual permite equipararla con las dos colonias más rentables, Nueva España y Perú 23. Reconocemos aquí el tono pragmático del colono detrás de la perspectiva heroica del conquistador, que en su primera carta pretendió ser a la vez «poblador, criador, sustentador y descubridor» de esta tierra24. Valdivia afirma incluso que «se darán [ahí] todo género de plantas de España mejor que allá», pues para él no sólo se trata de una mina por explotar, sino de un lugar donde vivir, incluso mejor que en la propia patria. La única sombra en este cuadro idílico es la gente:
es crecida, doméstica, amigable y blanca, y de lindos rostros, así hombres como mujeres, vestidos todos de lana a su modo, aunque los vestidos son algo groseros; [...] el derecho de ellos está en las armas, y así las tienen todos en sus casas, y muy a punto para se defender de sus vecinos, y ofender al que menos puede.25
Por una parte, estos indios resultan muy parecidos a los españoles: lindos, blancos, vestidos aunque groseramente, e incluso «amigables»; pero, por otra, siempre están dispuestos a tomar las armas, para defenderse o atacar «al que menos puede». Ese pueblo «amigable» todavía está lejos de ser amigo. El gobernador no insiste en ello y concluye el párrafo con el «muy lindo temple» de la tierra, pero esa mención basta para recordar que todas las promesas de esta tierra quedan todavía por cumplir, pese al optimismo del conquistador en cuanto al éxito de su empresa.
Las cartas de Valdivia construyen, pues, una imagen de Chile y de Arauco donde, si la amenaza representada por los indios no falta, se queda sólo en un segundo plano. La rebelión araucana de los años 1540-1550 y, sobre todo, la batalla de Tucapel en 1553, con la muerte del propio conquistador, transforman este leve obstáculo en una preocupación central. Como comenta Giorgio Antei, «la imagen de las gentes de Arauco trazada por Valdivia […] sobre el modelo de una robusta sociedad campesina, fue cambiada de inmediato y definida de nuevo por medio de valencias heroicas y guerreras de tipo clásico» 26. Dicho de otro modo, el indio, que era un elemento del paisaje entre otros, pasa a ser un auténtico héroe épico, cuyas aspiraciones guerreras ya no son instintos de fieras no domadas, sino que prueban su valor y nobleza.
Los primeros ecos de esta nueva visión de los araucanos se encuentran en la crónica de Gerónimo de Vivar, acabada hacia 1558, años antes de la publicación de La Araucana. El cronista pone de relieve el orden militar de la sociedad araucana: «En lo cual me parece a mí, en los ardides que tienen en la guerra y orden y manera de pelear, ser como españoles cuando eran conquistados de los romanos, y ansí están en los grados y altura de nuestra España» 27. Vemos cómo, en el juego de espejos casi convencional entre la nueva tierra y España, se opera una especie de deslizamiento semántico: ahí donde Valdivia relacionaba las condiciones naturales de Chile con aquellas de su patria, Vivar apunta una semejanza entre los pueblos, quienes supieron sostener, en circunstancias históricas similares, la misma actitud altiva y noble 28.
Por lo demás, las descripciones del cronista, aunque menos entusiastas, se inscriben en la misma lógica colonial que las del conquistador. Sin embargo, él no trata a los autóctonos como a un simple elemento del paisaje, sin incidencia alguna sobre la tierra virgen que ocupan 29. Los indios de Vivar son actores, e incluso autores de su territorio, cuyas fronteras configuran y organizan con su sola presencia: «el término de esta gente belicosa es desde el río de Itata hasta el río Cautén, que en ella hay sesenta leguas de esta gente de esta orden de pelear» 30. De ellos depende el provecho que se saca de la tierra, no sólo porque son una mano de obra potencial, sino también porque saben hacer uso de recursos desconocidos en otras partes del mundo 31.
El cronista desarrolla también la jerarquía implícita, en ciernes en las cartas de Valdivia, entre los pueblos del sur y los otros pueblos chilenos, menos civilizados aún 32. De hecho, describe a estos últimos como a una «gente indómita y sin razón, bárbara, faltos de todo conocimiento y de toda virtud, [cuyo] entendimiento es seguir su apetito y ciega sensualidad» 33. Para el cronista, el adjetivo indómito remite a una condición verdaderamente bestial; estos indígenas son unas fieras salvajes, dominadas por sus apetitos, y no una nación de hombres libres. Al contrario, los araucanos de Vivar poseen cierta superioridad moral sobre sus compatriotas del norte precisamente porque no son indómitos: se someten en cuerpo y alma a la disciplina militar, como los españoles de antaño.
Los araucanos de Ercilla y la clasificación de Acosta
Don Alonso de Ercilla es, pues, el primer historiador de Chile en construir la figura hoy emblemática de un pueblo no sólo «indómito», sino admirable precisamente por ello 34. Valdivia y Vivar notaron la belicosidad de los indios de Chile en general, y vislumbraron el carácter excepcional de la nación araucana, pero para ellos el estatuto superior del pueblo austral se debía a su parecido físico o moral con el vencedor. Al contrario, para Ercilla, el valor de los araucanos —pueblo paradigmático de todos los indios de Chile— radica precisamente en su rechazo de los principios ideológicos y políticos de España. Por equivocadas que puedan ser sus concepciones y creencias, dichos indios las defienden con una lealtad incorruptible que causa admiración: como los indios de Vivar, son los autores de su entorno, porque son ellos los que le dan un sentido, no por un uso pragmático de los recursos naturales, sino por el amor apasionado que le tienen a su patria.
Podemos encontrar la culminación de esta evolución historiográfica, que va singularizando cada vez más a la nación chilena con respecto a los demás pueblos de América y del mundo, en un texto redactado a finales del siglo por el padre José de Acosta. En su Historia natural y moral de las Indias, publicada en 1590, el jesuita propone una taxonomía de las diferentes formas de civilización encontradas en el Nuevo Mundo35, donde nos ofrece una como formulación conceptual del estatuto híbrido y paradójico atribuido a los araucanos por Ercilla, cuya obra era conocida por todos los españoles cultos de la época y que, muy probablemente, dejó su huella también en la Historia natural y moral. Si bien Acosta se interesa antes que nada por los indígenas de México y Perú, a quienes conoció de cerca, se refiere a los pueblos de Chile al menos dos veces en el libro VI de su Historia. Los menciona por primera vez en el capítulo 5, «Del gobierno y reyes que tuvieron», donde distingue dos tipos de gobierno bárbaro: las naciones más bárbaras «apenas conocen cabeza, sino todos de común mandan y gobiernan», mientras que resultan infinitamente preferibles los «reinos amplios y muy fundados» que se encuentran sobre todo en las Indias orientales, con excepción del imperio mexicano de Nueva España y del imperio inca en Perú. Para Acosta, el criterio de clasificación y jerarquización es la existencia de un rey, garantía del orden: «una cosa es cierta, que en buen orden y policía hicieron estos dos reinos gran ventaja a todos los demás señoríos de indios que se han descubierto en aquel Nuevo Mundo»36. Cierto es que en una sociedad bárbara, el poder real tiende a ser tiránico, por lo cual
muchas naciones y gentes de indios no sufren reyes ni señores absolutos, sino viven en behetría, y solamente para ciertas cosas, mayormente de guerra, crían capitanes y príncipes […]. De esta suerte se gobierna la mayor parte de este Nuevo Orbe. […] De esta suerte pasa en toda la tierra de Chile, donde tantos años se han sustentado contra españoles los araucanos, y los de Tucapel y otros.37
Los araucanos encarnan pues el tipo de sociedad bárbara más difundido y más bajo, debido al poco orden que tiene. No encontramos aquí la excepción araucana, esa nobleza bárbara pensada por Ercilla y en menor medida por sus antecesores.
Pero, en el capítulo 19 del mismo libro VI, «Del origen de los Ingas, señores del Pirú y de sus conquistas y victorias», el jesuita matiza levemente esta primera clasificación con un nuevo criterio axiológico, que determina un tercer «género de gobierno» y cambia significativamente la valoración relativa de la sociedad araucana:
El primero y principal, y mejor, ha sido de reino y de monarquía, como fue el de las Ingas, o de Motezuma, aunque éstos eran en mucha parte, tiránicos. El segundo es de behetrías o comunidades, donde se gobiernan por consejo de muchos, y como consejos. Estos, en tiempo de guerra, eligen un capitán, a quien toda una nación o provincia obedece. En tiempo de paz, cada pueblo o congregación se rige de por sí, y tiene algunos principalejos a quienes respeta el vulgo; y cuando mucho, júntanse algunos de éstos en negocios que les parecen de importancia, a ver lo que les conviene. El tercer género de gobierno es totalmente bárbaro, y son indios sin ley, ni rey, ni asiento, sino que andan en manadas como fieras y salvajes.38
Al criterio del orden encarnado, para caracterizar el primer tipo de gobierno, por el rey, se añade ahora el del «asiento», o sea la fijación territorial. Desde este punto de vista, los araucanos cobran un estatuto intermedio, entre el total desorden de las «manadas» nómadas y el orden admirable de los reinos. Además, la clasificación de Acosta adquiere aquí una dimensión temporal: los tres «géneros» no remiten solamente a regiones geográficas sino también a una progresión natural de la civilización, hacia un orden y una fijación territorial cada vez más asentados. Tal progresión, según explica el historiador, se efectúa generalmente gracias a la expansión de los reinos establecidos, como el imperio inca que impuso a las tierras salvajes que iba conquistando sus leyes y gobierno. De modo que los araucanos, al resistirse al poder monárquico, impuesto desde fuera o desde dentro, imposibilitan su propia evolución hacia el género de gobierno más elevado; pero tampoco son puras bestias porque tienen un asiento, un territorio propio, que saben defender pertinazmente contra toda invasión.
Queda que, en otra parte de su obra, Acosta también había descrito ese territorio del siguiente modo:
La tierra que más se parece a España y a las demás regiones de Europa en todas las Indias Occidentales, es el reino de Chile, el cual sale de la regla de esas otras tierras, por ser fuera de la Tórrida y Trópico de Capricornio. Es tierra de suyo fértil y fresca; lleva todo género de frutos de España. Dase vino y pan en abundancia; es copiosa de pastos y ganados; el temple sano y ganado, entre calor y frío. Hay verano e invierno perfectamente. Tiene copia de oro muy fino. Con todo esto está pobre y mal poblado por la continua guerra que los araucanos hacen, porque son indios robustos y amigos de su libertad.39
Esa descripción recuerda los textos de Valdivia y Vivar, por la comparación con España y el entusiasmo frente a todas sus ventajas naturales. Y llega a la misma conclusión que Vivar: a pesar de todo, Chile es «pobre y mal poblado» porque el temple de sus indios, más fuerte que el buen natural de la tierra, la convierte en campo de batalla perpetuo, en donde no puede crecer nada.
Ésas son las mismas razones que hacen a los araucanos de Ercilla a la vez tan nobles y tan espantosos: tienen la capacidad y voluntad de defender su tierra contra la invasión extranjera, pero también contra el progreso y la cultura. Arauco es un asiento, o sea un territorio puro; sus habitantes no quieren hacer de él un reino ni un paraíso. Por eso, aquella tierra que lo tiene todo para ser una auténtica nueva España no llega a serlo. «La gente que produce» es la fuente de su nobleza guerrera y del respeto que les inspira a las naciones más remotas, pero también es la mala hierba que no la deja desarrollar sus posibilidades naturales.
La relación de los chilenos con su tierra es, pues, una relación dialéctica: Chile «produce» a su gente, pero esa gente hace de Chile lo que es: una provincia «fuerte, principal y poderosa», y por lo tanto fundamentalmente hostil a la conquista española. Dicho de otro modo, el territorio, lejos de ser la presa inocente de una relación de fuerza puramente humana, participa en la lucha contra el invasor al lado de sus habitantes. Esta concepción aparece por primera vez en la crónica de Vivar, y se termina imponiendo en el poema de Ercilla. Sin elaborarla de manera conceptual, el primer canto le da una encarnación poética, mediante una representación visual de las fronteras del país que se convierten en símbolo de la resistencia heroica de los araucanos.
Una cartografía épica: el Estrecho de Magallanes
La séptima octava del primer canto ya empieza trazando los contornos generales de la provincia chilena, como si estableciera la base del mapa que las estrofas siguientes van a llenar poco a poco:
Ercilla, La Araucana, I, 7.
Es Chile norte sur de gran longura
costa del nuevo mar, del Sur llamado,
tendrá de leste a oeste de angostura
cien millas, por lo más ancho tomado;
bajo del polo Antártico en altura
de veinte y siete grados, prolongado
hasta do el mar Océano y chileno
mezclan sus aguas por angosto seno.40
Mientras los primeros versos de la sexta octava, al nombrar y ubicar (sin usar verbo) el territorio tratado en el globo, podrían verse como el título del mapa, encontramos aquí el primer esbozo de su delineación. El orden de las palabras y el estilo conciso del primer hemistiquio, «es Chile norte sur», destacan el aspecto más llamativo de la configuración física del país: Chile es una larga faja de tierra que se extiende de norte a sur. A partir de este primer bosquejo se pueden colocar otros elementos, como el nombre del «nuevo mar, del Sur llamado», que constituye su frontera occidental 41. Es como si el poeta estuviera poniendo el primer toque de color en su mapa, coloreando el mar para poner de relieve la forma del continente. Además, al definir a Chile como una «costa», subraya su importancia geoestratégica para los europeos como puerta de entrada a otra fuente de riqueza anhelada por los europeos, las Indias orientales.
36Ahora bien, en vez de ser un mero lugar de paso, la costa se convierte en territorio en sí, largo en vez de ancho. Así, al final de la octava, el mismo mar toma el nombre del territorio y de su pueblo: «hasta do el mar Océano y chileno / mezclan sus aguas por angosto seno». La expresión «mar Océano y chileno» remite a los dos océanos, Atlántico y Pacífico, aun cuando este último ya había sido nombrado mar «del Sur» (según la costumbre de la época) al principio de la misma octava. Así la periferia chilena del imperio se convierte en un nuevo centro, dotado como la metrópoli del poder de nombrar e incluso de trasmitir su nombre al propio Océano, como si éste pasara bajo su dominio. No obstante, la octava que sigue invierte esta relación de fuerza entre los dos elementos, tierra y océano, evocando el punto donde los mares «al fin la tierra hienden» (I, 8). Aunque parezcan ser una digresión, las tres estrofas dedicadas al famoso paso interoceánico descubierto por Magallanes revelan en realidad una de las razones esenciales del interés de España por esta región tan apartada.
En efecto, la Corona española manifestó un interés constante por la región del estrecho desde su primera navegación por Magallanes en 1520. A escala de Chile, muy pronto se consideró el estrecho como la frontera austral de la provincia, como si la división administrativa tuviese que coincidir con la realidad natural y geográfica. De modo que se consideró como propiedad imperial un territorio que los españoles ni siquiera habían explorado. Parece que esta concepción procede de la visión del conquistador Valdivia, cuyas cartas de relación se refieren repetidamente al estrecho como al horizonte por lograr, aunque nunca se acercó a menos de mil kilómetros de él 42. En concreto, la Corona despachó muchas expediciones, antes y después de la muerte de Valdivia, con vistas a alcanzarlo por tierra o por mar 43. La gobernación de Chile se extiende oficialmente hasta el estrecho a partir del 29 de mayo de 1555, cuando el rey concede a Jerónimo de Alderete la sucesión de Valdivia. Junto con el título de gobernador, Alderete recibe la orden de cumplir los actos tradicionales de «toma de posesión» de la tierras «de la otra parte de dicho Estrecho» 44, y don García Hurtado de Mendoza heredará el cargo y la misión de su predecesor, muerto prematuramente durante el viaje. Ya evocamos la fantasía geográfica de la gigantesca terra nondum cognita que se extendía, según los mapas de la época, al sur del estrecho. Semejante creencia atizó el interés por la región tanto más cuanto que se necesitaban tierras pobladas para recompensar a los numerosos veteranos de las guerras de Chile, según la costumbre del repartimiento, con una parcela de tierra explotable. Por último, hace falta recordar el interés estratégico, político y económico enorme que representa para la metrópoli el dominio del paso interoceánico: permitiría reanudar con el sueño comercial de Colón estableciendo un eje de comunicación directo entre Asia, América y Europa.
En suma, el interés por el sur se arraigó en motivaciones muy concretas y materiales, tanto a corto como a largo plazo, pero también en la imaginación de hombres que habían experimentado ya cuán flexibles podían resultar los límites de lo posible. Y esta dualidad se refleja en la representación construida por Ercilla:
Ercilla, La Araucana, I, 8.
Y estos dos anchos mares, que pretenden,
pasando de sus términos, juntarse,
baten las rocas, y sus olas tienden,
mas esles impedido el allegarse;
por esta parte al fin la tierra hienden
y pueden por aquí comunicarse.
Magallanes, Señor, fue el primer hombre
que, abriendo este camino, le dio nombre.45
El apóstrofe «señor» recuerda la presencia simbólica del rey y la convención ariostesca (y, en último término, homérica) del poema como recitación oral, pero los deícticos «por esta parte» y «por aquí» llevan la ficción aún más lejos, como si el poeta no estuviera contando su historia delante del rey, sino que lo hubiera tomado de la mano para mostrarle en vivo, desde una perspectiva abarcadora, cada uno de los lugares tratados. No se trata sólo de ofrecer a la imaginación un mapa ilustrativo, sino, gracias a un mapa animado por la evocación poética, de enseñar la realidad concreta, viva, teatral, de un punto geográfico excepcional, donde los elementos se enfrentan, motu propio, intentando «pasar sus términos» —es decir, sobrepasar sus propios límites físicos, y no las líneas imaginarias que los hombres traspasan con tanto orgullo. Esta lucha del paisaje contra sí mismo se convierte en espectáculo gracias a la magia poética de la descripción, o, mejor dicho, de la narración que el poeta hace de ella. De hecho, no se trata en puridad de una descripción, entendida como el inventario de las características sincrónicas de un objeto, porque el discurso del poeta se inscribe en una dimensión claramente temporal: tras un combate encarnizado, cuando menos se espera, «estos dos anchos mares […] / al fin la tierras hienden».
Semejante puesta en escena agonística de las fuerzas naturales recuerda el tópico épico de la tempestad 46. Sin embargo, mientras que el motivo tradicional recalca la fragilidad del hombre frente a la naturaleza, aquí se trata a primera vista de una lucha entre los elementos, hechos héroes épicos de por sí. Uno puede tener la tentación de leer el pasaje casi como un eco anticipado de los enfrentamientos guerreros que va a contar el poema, devueltos a su insignificancia en comparación con las fuerzas sublimes desencadenadas por la naturaleza. Sin embargo, el pareado final cambia la significación de la octava entera: Magallanes no se conformó con descubrir el pasaje marítimo, sino que lo abrió, al igual que los propios océanos acabaron por «hendir» la tierra, y «le dio nombre», como si su gesto fuera la réplica del acto divino que asocia el verbo con la existencia. Para el lector, el nombre de Magallanes da sentido a los versos que preceden, del mismo modo que el topónimo escrito en el mapa convierte el dibujo en representación. Así se revela la verdadera significación de la octava: los océanos que pretenden «comunicarse» no son sino la encarnación poética del deseo de los hombres (y más precisamente de los ibéricos), cuya guerra de conquista tiene por meta la dominación, pero también la puesta en relación de todos los espacios posibles.
En cuanto a los mares, parece que este deseo de comunicación acaba cumpliéndose, como si el conflicto entre los elementos resultara en la derrota de la tierra. Pero la octava siguiente matiza esta impresión, puesto que en la época en la que escribe Ercilla, a los españoles se les está escapando «este camino», del cual, nombrándolo, habían creído hacerse dueños:
Ercilla, La Araucana, I, 9.Por falta de pilotos, o encubiertacausa, quizás importante y no sabida,esta secreta senda descubiertaquedó para nosotros escondida;ora sea yerro de la altura cierta,ora que alguna isleta, removidadel tempestuoso mar y viento airadoencallando en la boca, la ha cerrado.47
El nosotros aparece aquí por primera vez, señalando el desfase entre dos maneras de relacionarse con la realidad, igualmente válidas: la ciencia histórica, fundamentada en los relatos de otros exploradores, los veteranos de la expedición de Magallanes que informaron de la existencia y ubicación del estrecho; y el saber empírico, derivado de las vivencias del mismo Ercilla y de sus contemporáneos inmediatos, cuya voz se expresa en primera persona del plural. El poeta no pone en tela de juicio la existencia del estrecho, ni el hecho de que Magallanes lo haya cruzado, pero la prolepsis revela que los conquistadores de Chile, durante el servicio de Ercilla, nunca lo hallaron 48. Por lo tanto, el poeta no lo borra del mapa poético que acaba de dibujar, sino que lo vuelve a trazar, por así decirlo, con una línea de puntos. Éste no descarta la posibilidad de que el estrecho haya dejado de existir, cerrado por el furor de los elementos, pero se niega a dar una repuesta definitiva al respecto. Así se matiza un poco la visión triunfadora del hombre vencedor de la naturaleza: a pesar de las ilusiones despertadas por los grandes descubrimientos, no lo sabe todo. Es posible que el fracaso no tenga otro motivo que la «falta de pilotos», mera contingencia humana, pero también pudo haber cambios en el orden cósmico que no tienen nada que ver con la acción del hombre, que tiende a olvidar sus límites a fuerza de adoptar el punto de vista abarcador y casi divino del mapa. En efecto, a diferencia de un mapa de papel, la cartografía poética y narrativa de Ercilla permite integrar la duda, el cambio, el desfase entre el saber y la experiencia; en suma, los blancos del conocimiento vivo. El uso recurrente de los gerundios («pasando», «abriendo», «encallando») establece un equilibrio entre acción e inmovilidad: el poema reconoce el dinamismo de la acción aunque no pueda sino dejarla fijada al expresarla por medio de palabras.
La vuelta del yo poético en la décima octava («Digo que norte sur corre la tierra») cierra el paréntesis dedicado al estrecho y a la experiencia personal; por fin, se enfoca la mirada sobre el lugar «donde el punto de la guerra / por uso y ejercicio más se afina» y «sólo domina el iracundo Marte». La personificación del territorio iniciada antes se confirma con el uso del verbo reflexivo «se afina»: ya ni siquiera hace falta mencionar sujetos humanos, como si los indios no fueran sino encarnaciones de la propia guerra, al igual que el dios Marte. En efecto, Arauco es la encarnación más acendrada de la identificación absoluta entre lugar, pueblo y nombre:
49 Ercilla, La Araucana, I, 11.Pues en este distrito demarcadodonde su grandeza es manifiesta,está a treinta y seis grados el Estadoque tanta sangre ajena y propia cuesta;éste es el fiero pueblo no domadoque tuvo a Chile en tal estrecho puesta,y aquel que por valor y pura guerrahace en torno temblar toda la tierra.49
Se trata de la primera mención del Estado araucano en el poema. Las cifras que precisan su latitud y extensión recuerdan que se trata de un «punto» geográfico limitado, pero el artículo definido y el encabalgamiento de la oración relativa subrayan ya la dimensión emblemática del Estado por excelencia —a continuación, «el Estado» será usado como sinónimo de Arauco50. El lector no necesita la octava que sigue para entender cuál es este Estado tan poderoso:
Ercilla, La Araucana, I, 12.Es Arauco, que basta, el cual sujetolo más deste gran término teníacon tanta fama, crédito y concepto,que de un polo a otro se extendía,y puso al español en tal aprietocual presto se verá en la carta mía;veinte leguas contienen sus mojonesposéenla diez y seis fuertes varones.51
45«Es Arauco, que basta»: ya no hace falta decir más. Ese nombre muy esperado —es el origen del título del poema— basta para explicar todo lo que se dijo y se dirá, ya que en él radican la «fama, crédito y concepto» que extienden el poder del Estado «de un polo a otro», mucho más allá de las veinte leguas que contienen sus mojones. Ese desfase entre el espacio muy restringido ocupado por Arauco y la amplitud de su fama le otorga una dimensión extraordinaria, casi maravillosa. Otra vez, la cartografía épica de Ercilla logra representar lo que queda normalmente fuera del alcance del mapa: el espacio universal del renombre, la fama que va amplificando por su poema a la par que se hace eco de ella.
En último término, la entrada en materia del canto primero, de clara inspiración cartográfica, es perfectamente concorde con el registro épico. Antes que nada, permite definir la perspectiva imperial que enfoca todo el poema, a la vez triunfadora y ambigua, y por lo tanto fundamentalmente dinámica. El poeta se vale de los instrumentos tradicionales de la cartografía para enseñar no sólo la geografía física del país, sino también su geografía histórica, política e incluso hipotética. O sea, que el poeta logra integrar a su mapa narrativo, símbolo del dominio cognitivo y concreto sobre el territorio, todos los elementos que revelan los límites de este dominio: la duda y el error, las fuerzas ocultas de la naturaleza, la imprevisibilidad del futuro. Es como si el territorio estuviera manifestando su independencia irreductible, tanto respecto al cartógrafo como respecto al soldado conquistador que se había creído capaz, como el primer gobernador Pedro de Valdivia, de someterlo a su visión y a su palabra, sin tomar en cuenta la resistencia de sus habitantes. El cronista Gerónimo de Vivar fue el primero en notar la nobleza heroica de esta hostilidad, pero también y sobre todo el hecho de que el valor del territorio era inseparable de la voluntad del pueblo que lo hacía vivir. Por eso, en cierto modo, el verdadero antagonista de los españoles, en La Araucana, no es el pueblo araucano; es Chile mismo, o, mejor dicho, «es Arauco, que basta»: el mismo asiento, tan indómito como sus habitantes, es el objeto del deseo de posesión colonial y el principal obstáculo a la satisfacción de ese deseo.
En definitiva, ¿fue don Alonso el «inventor de Chile», como lo afirmaron los chilenos del siglo xx? Bien pudo ser uno de sus primeros historiadores, que dio a conocer en toda Europa a los tenaces araucanos y su tierra, «unos terrones secos (aunque muchas veces humedecidos por nuestra sangre) y campos incultos y pedregosos»52, que sin embargo eran su patria. Pero esa “invención” del territorio chileno se hace en aras de la conquista, que le da vida y sentido, pues para Ercilla, la «provincia» chilena no existe fuera del proyecto imperial y colonial53. Cierto es que esta tensión nunca se resuelve definitivamente: como los océanos que no logran juntarse sino de manera temporaria u oculta, el mundo experimentado por el poeta todavía no se ha unificado, y la sinfonía universal del imperio español no basta para silenciar la voz discordante del rebelde Arauco.
Notas
1 Neruda, 1971, p. 12.
2 Rojas, 1997, p. 24.
3 Neruda, 1981, p. 95.
4 Neruda, 1981, p. 7.
5 Para más informaciones sobre la vida del autor de La Araucana, véase la biografía de referencia de Medina, 1917.
6 E rcilla, La Araucana, p. 71. Sobre el propósito patriótico de los poetas heroicos en la época de Ercilla, muy próximo al ideal humanístico de la historia, véase Vega, 2010.
7 La Ilíada empieza con la cólera de Aquiles y la epidemia de peste provocada por Apolo; la Eneida se inicia con la furia de Juno y la tempestad enfrentada por Eneas; hasta el Orlando furioso se abre con el enfrentamiento entre Orlando y Reinaldo.
8 Verdad es que Gerónimo de Vivar y su Crónica y relación copiosa de los reinos de Chile, acabada en 1558, le pueden quitar a Ercilla el título de primer historiador de Chile, pero el texto de Vivar estuvo perdido hasta mediados del siglo xx y se publicó por primera vez en 1966; de cualquier modo, aparte de las cartas de relación de Valdivia (cuya vocación primera no era historiográfica), La Araucana fue en el siglo xvi la única obra de gran difusión sobre los primeros tiempos de la conquista de Chile.
9 Covarrubias, Tesoro, p. 1380.
10 El historiador del siglo xvii Diego de Rosales justifica esta singularidad por la anécdota siguiente: en el momento de celebrar el matrimonio entre el príncipe Felipe y la heredera del trono de Inglaterra María Tudor, quien tenía ya el título de reina, Carlos Quinto habría decidido de manera arbitraria nombrar a su hijo rey de Chile, creando un reino a partir de la nada. Pero el historiador español Demetrio Ramos contesta esa versión alegando que, en aquel momento, Felipe ya llevaba los títulos de rey de Nápoles y duque de Milán. Véanse Rosales, 1989, y Ramos, 1998.
11 Cierto es que, en los versos citados, dicha omisión se podría explicar por meras razones de versificación. Queda que, en el conjunto de La Araucana, sólo detectamos cuatro ocurrencias, en total, del término reino aplicado a Chile. La primera se encuentra al final de este primer canto, cuando el poeta hace el compendio de la historia prehispánica de Chile. En la octava 50, dice que los incas, tras haber logrado vencer «en Chile algunos pueblos belicosos», «en demanda del reino deseado / movieron sus escuadras adelante». De hecho, la palabra reino se refiere aquí al propio Estado de Arauco. Se usa como sinónimo de tierra, y expresa la ambición colonial de los incas sobre esta región, que precedió a la de los españoles con menos éxito aún.
Las otras tres ocurrencias se hallan en la tercera parte. En el canto XXX, octava 28, se trata del riesgo de que se disuelva el reino entre las ciudades fundadas, «trabajadas / de las pasadas guerras», a falta de la presencia del gobernador: «todos sin gobernarse gobernaban, / estando de perderse el reino a canto / por falta de gobierno, habiendo tantos». En cambio, en el canto XXXIV, octava 45, don García puede emprender una nueva conquista al sur del mismo Arauco porque «en el turbado reino había / reformado los pueblos de manera / que puso con solícito cuidado / la justicia y gobierno en buen estado». Por último, en el canto XXXVI, octava 37, el poeta relata cómo «sal[ió] de aquella tierra y reino ingrato / que tanto afán y sangre [le] costaba». Esos tres casos remiten a la situación al fin del periodo tratado por La Araucana, o sea a un momento en que se considera que la rebelión está domada o a punto de estar domada, aunque sea de manera temporaria. Además, en los tres pasajes, se cita el «reino» porque está a punto de desaparecer o de abandonarse: nunca se trata de una realidad estable y explotable, como debería ser el reino de Chile según el proyecto imperial.
12 Antei, 1989, p. 25. Por interesante que resulte esta idea, hace falta tratarla con precaución, porque según Campos Harriet ni Perú, ni Guatemala fueron llamados reinos de manera tan sistemática como Chile. Y, al contrario, sí se habla a menudo de los «reinos de Nueva España», aunque se trata de un topónimo bien castellano.
13 Véase Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 118: «caminé hasta […] el valle que se dice de Chili, donde llegó Almagro y dio la vuelta, por la cual quedó tan mal infamada la tierra. Y a esta causa y porque se olvidase este apellido, nombré a la que él había descubierto y a la que yo podía descubrir hasta el Estrecho de Magallanes, la Nueva Extremadura.»
14 Ercilla, La Araucana, p. 977.
15 Véase Esteve Barba, 1991. Según él, cada historiador de Indias debe ser «tal un nuevo Herodoto, triple padre a un tiempo de la Historia, de la Etnografía y de la Geografía» (p. 12).
16 Ver Ercilla, La Araucana (I, 68-70).
17 La expresión «fiero pueblo no domado» aparece en la octava 11, la primera en evocar precisamente a los araucanos entre los habitantes de Chile, pero el polisémico «indómito» sólo se usa en la octava 47 del primer canto: «No ha habido rey que sujetase, / esta soberbia gente libertada, / ni extranjera nación que se jactase / de haber dado en sus términos pisada, / ni comarcana tierra que se osase / mover en contra y levantar espada. / Siempre fue exenta, indómita, temida, / de leyes libre y de cerviz erguida».
18 Ver Guevara, 1918. El etnólogo refuta toda validez del poema como fuente de información sobre la realidad del modo de vida y de la cultura mapuches en la época de la conquista.
19 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 27.
20 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 30.
21 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 39.
22 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, pp. 43-44.
23 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 71.
24 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 41.
25 Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, pp. 171-172.
26 Antei, 1989, p. 34.
27 Vivar, Crónica de los reinos de Chile, p. 265 (cap. CIV, «Que trata de la orden que tienen cuando vienen a pelear estos indios de esta provincia de la Concepción y de los géneros de armas que traen y de su orden»).
28 Es difícil determinar hasta qué punto la obra de Vivar pudo influir directamente en la de Ercilla. Desde que se volvió a encontrar la obra de Vivar a mitad del siglo xx, el tema de una relación entre los dos autores ha suscitado virulentas polémicas entre los especialistas. Considerando a la vez la biografía de ambos y las coincidencias internas entre sus textos, Giorgio Antei y María de Jesús Cordero insisten en la verosimilitud de un encuentro entre Ercilla y Vivar. Ambos estuvieron en Chile al mismo tiempo, entre el desembarco de don Alonso en 1557 y el fin de la redacción de la crónica de Vivar en 1558. Podrían haberse encontrado a finales de 1558, justo antes de que el poeta deje el país; o por lo menos es probable que Ercilla haya podido tener el manuscrito del historiador entre sus manos. Existen similitudes abrumadoras entre las dos obras, tanto en la estructura como en el detalle de la narración, que no se encuentran en las otras crónicas que recogen los mismos acontecimientos. Para citar algunos de los ejemplos que analizó Cordero y que Antei evoca, Vivar es el único historiador, aparte de Ercilla, que narra la prueba del tronco por la cual los araucanos designan a Caupolicán como jefe de guerra; nadie más da un papel tan determinante al vuelco del joven Lautaro; y ellos solos dan la palabra, en discurso directo, al indio con las manos cortadas en la batalla de Millarapué, indio inmortalizado por Ercilla bajo el nombre de Galvarino. No es mi objeto determinar aquí si la relación de Vivar inspiró esos detalles y sobre todo si estuvo al origen de la conversión de las guerras de Arauco en objeto épico, como concluyen Antei y Cordero. No obstante, me parece importante tener en mente los aspectos de la representación ercillana del territorio chileno que proceden de fuentes anteriores, con vistas a identificar las aportaciones propias del autor y por lo tanto lo que caracteriza su visión poética e ideológica de Chile.
29 María de Jesús Cordero compara la Araucania construida por el discurso de Valdivia con la doncella de los romances (the bride-figure of romance): Vadivia pretende darle socorro a la tierra-doncella, defendida por el río y secuestrada por los feroces araucanos, para lavar su honor y entregarla inmaculada al emperador, cual una futura esposa. Ver Cordero, 2001.
30 Vivar, Crónica de los reinos de Chile, p. 265.
31 El cronista no cita ni un árbol sin precisar cuál provecho sacan de él los indios. Por ejemplo, en el capítulo LXXXIX, aunque se trate según el título del capítulo «de los árboles y hierbas parecientes a las de nuestra España», su evocación del árbol típico del valle de Mapocho se justifica por la miel que los indios sacan de su fruta y las medicinas que sacan de su corteza bollada.
32 Ver Cordero, 2001 para un estudio pormenorizado de esa distinción en las cartas de Valdivia.
33 Vivar, Crónica de los reinos de Chile, p. 116.
34 La expresión más clara de esa concepción original se encuentra en el prólogo de la segunda parte de La Araucana: «pero todo lo merecen los araucanos, pues ha más de treinta años que sustentan su opinión, sin jamás habérseles caído las armas de las manos, no defendiendo grandes ciudades y riquezas, pues de su voluntad ellos mismos han abrazado las casas y haciendas que tenían, por no dejar qué gozar al enemigo; más sólo defienden unos terrones secos (aunque muchas veces humedecidos con nuestra sangre) y campos incultos y pedregosos» (Ercilla, La Araucana, p. 465).
35 Sobre el sistema de clasificación de Acosta, véase el prólogo de Edmundo O’Gorman a Acosta, Historia natural y moral de las Indias (2006).
36 Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 329.
37 Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 328.
38 Acosta, Historia natural y moral de las Indias, pp. 340-341.
39 Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 147 (libro II, cap. 22).
40 Ercilla, La Araucana, I, 7.
41 El mar del Sur era el nombre del Océano pacífico en los mapas de entonces.
42 Así en la carta a Carlos Quinto fechada en la Serena el 4 de septiembre de 1545, Valdivia hace cuatro menciones del estrecho, afirmando una y otra vez su intención de «ir poblando [...] toda esta tierra a vuestra Majestad hasta el Estrecho de Magallanes y Mar del Norte» (Valdivia, Cartas de relación de la conquista de Chile, p. 45). Del mismo modo, en la carta ya citada del 15 de octubre de 1550, intentó entregarle a toda la tierra hasta el estrecho el poco exitoso nombre de Nueva Extremadura.
43 Ver Morales Padrón, 1988. Hubo dos olas de expediciones hacia el estrecho de Magallanes, la primera antes de 1539, con Simón de Alcazaba en 1534 y Francisco Camargo en 1539, y la segunda a partir de 1553, cuando Valdivia vuelve a iniciar la conquista.
44 Ver Andrés Huneeus Pérez, sin fecha, p. 54. Cita el Título de gobernador de Chile para Alderete del 29 de mayo de 1555.
45 Ercilla, La Araucana, I, 8.
46 Ese motivo se encuentra en la misma Araucana, en los cantos XV y XVI de la primera y segunda parte. Acerca de este tópico, véase Fernández Mosquera, 2006.
47 Ercilla, La Araucana, I, 9.
48 La significación exacta de este «nosotros» es una materia controvertida entre los historiadores que se interesaron por el texto de Ercilla. Toribio Medina se inclina a pensar que se trata aquí de la expedición austral dirigida por el gobernador don García Hurtado de Mendoza, en la cual participó personalmente don Alonso, relatada en los cantos XXXV y XXXVI de La Araucana. En cambio, los historiadores Thayer Ojeda y Errazúriz opinan que no puede tratarse de esta expedición, durante la cual los expedicionarios no creerían ni por un momento que habían alcanzado la «altura» del estrecho, que se encontraba mil kilómetros más al sur, lo cual se sabía perfectamente en aquel tiempo. Ercilla se referiría entonces al fracaso de la navegación del capitán Cortés de Ojea, despachado por don García en busca del estrecho en la misma época, que había regesado en 1558 sin haberlo encontrado. Cierto es que otro capitán enviado por don García, Ladrillero, alcanzó el estrecho y lo atravesó en ambos sentidos, pero es probable que Ercilla nunca se haya enterado de su éxito, porque ya había dejado a Chile cuando volvió esta expedición. Luego el «nosotros» no remitiría a la propia compañía de Ercilla sino a los conquistadores como conjunto, con el cual decide identificarse. Véanse Toribio Media, 1913; Errázuriz, 1913; y Thayer Ojeda, 1913.
49 Ercilla, La Araucana, I, 11.
50 Para el sentido etnohistórico de esta denominación, véase Medina, 1974; Dillehay y Zavala Cepeda, 2010. Para Medina, el concepto de “Estado de Arauco” remite a un sistema político de tipo señorial, como en España al final de la Edad Media, en que el señor sería el conquistador Valdivia. Entonces el término «Estado» empleado por Ercilla y otros expresaría la situación feudal nacida de la conquista. Zavala y Dillehay no rechazan esta interpretación, sino que señalan que esta denominación pudo resultar de la observación de algunas particularidades sociopolíticas preexistentes, las cuales serían una de las fuentes del interés de Valdivia por la región.
51 Ercilla, La Araucana, I, 12.
52 Ercilla, La Araucana, p. 465 (prólogo a la segunda parte).
53 Ello lo ilustra otro pasaje sumamente célebre del poema: la «milagrosa poma» del mago Fitón, réplica mágica del globo terrestre que materializa la reunión armoniosa de los espacios lograda mediante el impulso conquistador. Véanse los cantos XXVI y XXVII de La Araucana.
Colección personal
Tengo dos libros completos de la Araucana.
Continuación
Itsukushima Shrine. |
ANEXO
Francia Carolina Vera Valdes
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