San Agustín de Hipona. (Aurelius Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia, 354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino, una de las máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida de San Agustín recurriendo a una escena apócrifa que no por serlo resume y simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la constante búsqueda de la verdad que caracterizaron al santo africano. En lienzos, tablas y frescos, estos artistas le presentan acompañado por un niño que, valiéndose de una concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la playa. Dicen que San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al mar intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha de ser más difícil llenar de agua este agujero que desentrañar el misterio que bulle en tu cabeza." San Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de la más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y matemáticas y alcanzar la divinidad mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. La personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos yunques para forjarla. Biografía Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las distracciones; terminadas las clases de gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después retórica en Cartago. A los dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago de maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada por el teatro y otros espectáculos públicos y la comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que obviamente no podía satisfacer sus exigencias de verdad. Sin embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con él para alcanzar la salvación. A San Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y de las pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los temas centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador del maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún más que el escepticismo, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa enemiga del espíritu, justamente aquella materia, "piélago de maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo. Dedicado a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas abstinencias y complementó todas estas prácticas con estudios de astrología que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de sus correligionarios lentamente, primero en secreto y después denunciando sus errores en público. La llama de amor al conocimiento que ardía en su interior le alejó de las simplificaciones maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril. En 384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio, arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con delectación, quedando "maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada», San Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia. Dos años después, la convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis compartido con su madre, Mónica, que murió poco después. En 388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos. Tras la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de Hipona; desde este pequeño pueblo pescadores proyectaría su pensamiento a todo el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron combatidos sus errores por el nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos, adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor, administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios testimonios de su fe y de su sabiduría teológica. Al caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de su vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el 429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona, cayó enfermo y murió. La filosofía de San Agustín. El tema central del pensamiento de San Agustín de Hipona es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada por la gracia divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su carácter esencialmente espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se plantea como un largo y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400). Si bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es concebido como bien y verdad, en la línea del idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede el hombre acercarse a su propia esencia. Pero su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma. Este problema es el que más controversias ha suscitado, pues entronca con la cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este punto algunos equívocos. Mundo, alma y Dios. En sus concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte del hilemorfismo de Aristóteles: los seres se componen de materia y forma. Pero conforme al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios creó libremente el mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y enriquece la teoría aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear el mundo, Dios lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó en la materia una serie de potencialidades latentes comparables a semillas, que en las circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los sucesivos seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo, actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos. El ser humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero siguiendo ahora a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y alma son sustancias completas y separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional inmortal que se sirve, como instrumento, de un cuerpo material y mortal; el santo llegó incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el caballo. Dotada de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia espiritual simple e indivisible, cualidades de las que se desprende su inmortalidad, ya que la muerte es descomposición de las partes. Tal concepto crearía dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el origen del alma (siempre rechazó la noción platónica de la preexistencia) y conciliarlo con el dogma del pecado original. Si el alma era generada por los padres al igual que el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado original se transmitiese a los descendientes, pero, siendo simple e indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a los hijos? Y si el alma era creada por Dios en el instante del nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un alma imperfecta, manchada por el pecado original? Para San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus célebres aforismos "cree para entender" y "entiende para creer" (Crede ut intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y la razón, pese a la primacía de la primera, se iluminan mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas verdades necesarias y universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que Dios concede al alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas. De este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de Dios, de entre las que destaca en San Agustín el argumento de las verdades eternas. Una proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras, es necesariamente verdadera y siempre lo será; el fundamento de tal verdad no puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un ser también inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo; Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la bondad (por influjo de la idea platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como el atributo del que derivan lógicamente los demás. La influencia de Platón se hace de nuevo patente en el llamado ejemplarismo de San Agustín: Dios posee el conocimiento de la esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser en la mente divina son como los modelos o ejemplos a partir de los cuales Dios creó a cada uno de los seres. Ética y política. El hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal debe practicar la virtud para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica de Dios, única y verdadera felicidad. Aunque para la salvación es necesario el concurso de la gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes cardinales y teologales es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse de aquella tendencia al mal que el pecado original ha impreso en su alma. Agustín de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis ejemplarista, el mundo y los seres que lo forman son buenos en cuanto que imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos culpar a Dios de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad; Dios no puede sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma humana su libre albedrío. Las ideas políticas de Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por los paganos de que el cristianismo era la causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia; la palabra "ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de calles y edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población o habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en tal sentido, para San Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la ciudad terrenal impera "el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios"; en la ciudad de Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí mismo". Remontándose a los ángeles y a Adán y Eva y descendiendo por la Biblia hasta llegar a Jesucristo y a su propia época, Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta constante pugna. La ciudad de Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con Caín y el pecado original. La historia de la humanidad se divide en dos grandes épocas: la primera, desde la caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la redención; la segunda, desde Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y realizará la redención, pues el conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta que, ya en el fin de los tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios. Desde tal amplia perspectiva, la situación crítica del Imperio romano (en el que San Agustín ve un instrumento de Dios para facilitar la propagación de la fe) es solamente otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su crisis a la pervivencia del paganismo entre los ciudadanos que a la cristianización; una Roma plenamente cristiana podría pasar a ser un imperio espiritual y no meramente terrenal. Junto al núcleo que la motiva, se halla en esta obra su concepto de la familia y la sociedad como positivas derivaciones de la naturaleza humana (no como resultado de un pacto), así como la noción del origen divino del poder del gobernante. Por su vasta y perdurable irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura entre los pensadores más influyentes de la tradición occidental; es preciso saltar hasta Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de su misma talla. Toda la filosofía y la teología medieval, hasta el siglo XII, fue básicamente agustiniana; los grandes temas de San Agustín -conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría- dominaron la teología cristiana hasta la escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del hombre pecador, y los seguidores de Jansenio, por su parte, se inspiraron muy a menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales tesis del filósofo de Hipona. |
San Agustín a la luz de las Confesiones «En este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín, que parece que el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto… Como comencé a leerlas, paréceme me veía yo allí, comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo…» (Obras completas de Santa Teresa de Jesús, BAC 212, Madrid 1967, p. 54).
«Al principio la lectura no fue fácil, pero las palabras de Agustín me cautivaron. Su reflexión me ha parecido sublime…y me ha llevado a recapacitar sobre mí mismo… Me he quedado pegado a ese libro, que desde entonces no me ha abandonado y que leo todos los días» (Gérard Depardieu).
San Agustín y las Confesiones Lo afirma el propio autor revisando las Confesiones: «Sé que a muchos hermanos les han gustado mucho, y continúan gustando» (retr. 2,6). Y sobre su producción literaria: «De todos mis libros, el de las Confesiones-es el más divulgado y el que mayor aceptación ha tenido» (perseu. 20, 53). No todos, sin embargo, acogieron la obra con tanta simpatía: hubo incluso quienes lo hicieron con aviesa intención: v.gr., paganos, maniqueos, donatistas y pelagianos. Entre los admiradores, muchos, destaca Petrarca, el cual, como para compensar, añade que un ejemplar de las Confesiones le acompaña siempre en muchos y largos viajes por Alemania e Italia. Santa Teresa de Jesús, por su parte, con aquella prosa graciosísima que tenía, cuenta que «en este tiempo me dieron las Confesiones de san Agustín, que parece que el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré, ni nunca las había visto… Como comencé a leerlas, paréceme me veía yo allí, comencé a encomendarme mucho a este glorioso santo…» (Libro de la vida, 9, 7: Obras completas de Santa Teresa de Jesús, BAC 212, Madrid 1967, p. 54). Reveladoras resultan en verdad la pregunta hecha al cardenal Ratzinger y su respuesta:
Hace unos años el conocido actor francés Gérard Xavier Marcel Depardieu dio vida en la Catedral de Notre Dame (París) a los libros X y XI de las Confesiones. «Al principio la lectura no fue fácil, pero las palabras de Agustín me cautivaron», declaró al diario católico francés La Croix. «Su reflexión me ha parecido sublime…y me ha llevado a recapacitar sobre mí mismo… Me he quedado pegado a ese libro, que desde entonces no me ha abandonado y que leo todos los días». «Durante 20 años he frecuentado a un psicoanalista, y puedo decir que los libros X y XI de las Confesiones (una verdadera fuente de referencias) ofrecen respuestas a nuestras preguntas más íntimas y calman nuestros interrogantes más dolorosos». Gérard Xavier Marcel Depardieu «No son un catálogo de culpas, sino, más bien, un breviario de alabanzas», puntualizó muy certeramente monseñor Juan Manuel González Arbeláez, arzobispo titular de Oxyrinco, en un sencillo comentario a esta obra inmortal de san Agustín de Hipona. Tampoco son memorias, sino más bien canto de acción de gracias. Su autor no cesa de repetir que nada hay en el hombre que no venga de Dios, excepto el pecado. Cuando Agustín empezó a escribir en el 397 las Confesiones tenía 43 años. Llevaba poco de obispo. Primero coadjutor o auxiliar de Valerio, y ahora ya, probablemente, sede plena de Hipona. Las Confesiones son una obra central en su vida. Pero no sólo en relación a su vida. Se colocan casi a igual distancia entre dos catástrofes que supusieron el rejón de muerte en el lomo del Imperio. Salieron en los años más brillantes de la tarda antigüedad, en aquel período de intensa creatividad literaria y artística, conocido como el Siglo de Teodosio. Actualmente se define tarda antigüedad el último período creativo y original de la civilización romano-helenística, desde la muerte de Marco Aurelio en el 180 al 565, año de la muerte de Justiniano, aquel que intentó por última vez recomponer un imperio extendido por todo el Mediterráneo. No extrañe, pues, que las Confesiones fueran escritas, vividas y revividas en medio del estrépito de las guerras civiles y externas que amenazaban al Imperio desde dentro y desde fuera. Tampoco son ciertamente una obra singular aislada. La generación de Agustín fue la de los más grandes escritores cristianos en griego y en latín. Baste recordar a los dos Gregorios (el Niseno y el Nacianceno), y a Jerónimo y Ambrosio, además de a poetas como Prudencio y a santos como Paulino de Nola. Agustín empieza la obra de marras en el mismo año de la muerte de san Ambrosio, su maestro espiritual, y quien le había bautizado en Milán. Cuando Agustín andaba dale que dale con su pluma a esta obra inmortal era ya celebrado por todas partes como el Hiponense… Sus escritos, que se sucedían sin cesar, eran acogidos como oráculos casi divinos, a veces arrebatados de su escritorio antes inclusive de haber sido terminados. Ya era, en suma, el gran doctor y maestro no sólo de África, por supuesto, sino de la Iglesia universal también. Se daba en la Historia por primera vez la extraña circunstancia de que un hombre en la cumbre de la gloria escribiese un libro de su vida íntima y pecaminosa, confesándose en voz alta a la faz del mundo y tomando por testigo a Dios de la verdad de su confesión. Pienso que sólo un genio volcado de lleno en Dios pudo ser capaz de escribir esta obra genial. Hay fundados indicios de que habría escrito primero las Confesiones hasta el libro 9, con el que termina su peregrinación por el error, pero, conocido el fruto que iban dando por todas partes, y, sobre todo, consciente de que su lectura había de suscitar en muchos vivo deseo de conocer el estado espiritual en que se hallaba el autor al tiempo de escribir las Confesiones, decidió complacer a tan numeroso público, a la espera de que mediante su relato de los divinos favores recibidos en ese tiempo se había de alabar a Dios aún más que con el de sus pecados: cf. 10, 4, 5; 11, 2, 2. Un estudio que se ocupe rigurosamente de las Confesiones después de san Agustín ha de resultarle a quien se lo proponga, se quiera o no, de una temeridad pavorosa, pues se trataría de estudiar la influencia de esta obra desde después de su publicación hasta nuestros días, a través, en consecuencia, de tantos siglos y en tantos países. ¡Una obra de romanos! Pierre Courcelle Courcelle (1912-1980), por ejemplo, entre los mayores expertos de este luminoso escrito, se atuvo en él, principal y casi exclusivamente, al aspecto literario, y todavía más en concreto, al estudio de las citaciones antes que al del género de confesiones autobiográficas. Su curiosidad se centró deliberadamente sobre las diversas formas con que las generaciones sucesivas entendieron tal o cual episodio de la vida del joven Agustín (Pierre Courcelle, Les Confessions de saint Augustin dans la tradition littéraire. Antécédents et Postérité. Études Augustiniennes, Paris 1963,, pp. 12-13). Que las Confesiones han ejercido una influencia duradera, larga, saludable es evidente. Quizás el mismo san Agustín se hubiera sorprendido de ello. Sobre todo del uso que habrían de hacer, que han hecho en realidad, tantos escritores, novelistas, creyentes y no creyentes, cristianos fervorosos y cristianos de todo pelaje agnóstico, comprendido Ernesto Renán. «Las Confesiones se han convertido en el más bello turíbulo de oro que arde en el templo de la Cristiandad en alabanza del Señor: maldades lloradas y dones de Dios, todo se consume en olor de suavidad. Así, toda la atmósfera de este libro y de esta alma está saturada y azulada de incienso» (V. Capánaga, Introducción general, BAC 10, p. 215). La gran lección en ellas del convertido Agustín es que quien busca a Dios, aunque por el camino tropiece, acaba encontrando a Dios. La experiencia enseña que a la noche sucede el día, y a la penumbra la luz. Agustín convertido aprendió a seguir convirtiéndose: Eso, y no otra cosa, quiere decirnos el exhorto a vivir diariamente la vocación cristiana. Vivir cristianamente conlleva una renovada conquista espiritual, un proceso de madurez incesante, un itinerario incansable, inacabable, hacia lo eterno, donde aguarda Dios con regalado deleite paterno hacia sus hijos. Hay en nuestro contexto cultural, en esta sociedad posmoderna, muchos que, aun no reconociendo en sí mismos el don de la fe, buscan con ahínco, también sinceridad, el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda viene a ser un auténtico “preámbulo” de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. Las definiciones de Dios vertidas en estas páginas acreditan igualmente al sublime teólogo que el autor de las Confesiones llevaba dentro, al incomparable tratadista de la inhabitación trinitaria (Langa, P., «Sobre la “primera crisis religiosa” de san Agustín»: Estudio Agustiniano, 22 [1987] 209-234: [25] 233). La conversión de san Agustín también ofrece al hombre posmoderno la lección de lo que podríamos denominar presencia escondida de Dios: «Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando […] Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo» (Conf. 10,27,38). Más aún: «Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío (interior intimo meo) y más elevado que lo más sumo mío (et superior summo meo)» [Conf. 3,6,11]. De ahí que Agustín de Hipona sea para Jaspers, otro de sus admiradores, el primer pensador cristiano en quien filosofía y teología representan una unidad indivisible: pensamiento y vida son, en Agustín, una sola cosa. Jaspers tratará de esclarecer esto desde los puntos de vista fenomenológico, psicológico y ontológico. San Juan Pablo II lo llamó el gran convertido (Augustinum Hipponensem, 28.8.1986). Grande por los admirables efectos que la conversión obró en su vida, por la actitud constante de humilde adhesión a Dios, por la fe ilimitada en la gracia divina. Desde sus Confesiones, pues, y dado que este año el 28 de agosto cae en domingo, san Agustín le sigue diciendo al hombre posmoderno, al de esta hora de pandemia y guerra inacabadas: Tolle lege («Toma y lee») [Conf. 8,12,29]. |
San Agustín, el amante de los placeres que se convirtió en uno de los más grandes pensadores de la historia Edison Veiga BBC News Brasil 3 junio 2023 "Señor, concédeme la castidad y la continencia, pero todavía no". Esta frase, que aparece en el libro autobiográfico Confesiones, dice mucho sobre las dos etapas de la vida de San Agustín (354-430), un personaje nacido en la actual Argelia que tuvo una vida llena de placeres mundanos hasta que se convirtió al cristianismo y pasó a ser un gran filósofo y teólogo. "San Agustín tiene gran importancia no solo en la historia de la Iglesia, sino en la historia del pensamiento occidental", dice el filósofo y jurista Segundo Azevedo, estudioso de la obra de Agustín y profesor del Instituto Federal de Educación, Ciencia y Tecnología de Ceará (IFCE), en Brasil. "De los santos varones de la Iglesia, fue uno de los que más escribió a lo largo de su vida", agrega el estudioso de la hagiología (la teoría de los santos, beatos y personajes de la iglesia católica) Thiago Maerki, investigador de la Universidad Federal de San Pablo (Unifesp) y asociado de la Sociedad de Hagiografía, en Estados Unidos. "Fue un gran intelectual, uno de los más grandes que ha conocido la Iglesia", subraya Maerki. En el libro 'Il Santo Del Giorno', Mario Sgarbossa y Luigi Giovannini destacaron que "no es fácil hablar" del "santo que más que ningún otro ha hablado de sí mismo, con sinceridad y sencillez". Sin duda una alusión al libro Confesiones, un éxito de ventas cristiano hasta la fecha, en el que, como dicen Sgarbossa y Giovannini, "desnuda su alma con sinceridad y candor". Hijo de madre católica —luego santa Mónica— y un pagano, Patricio, que recién se convertiría al cristianismo en su lecho de muerte, Aurelio Agustín de Hipona nació en Tagaste, en lo que hoy es la ciudad de Souk Ahras, en Argelia. En ese momento, la localidad formaba parte de la provincia romana de Numidia. Todo indica que su familia, considerada de la clase alta de "hombres honorables", tenía ciudadanía romana. Experimentando con el placer El caso es que en su infancia fue educado en latín y, con 11 años, acabó siendo llevado a un colegio a unos 30 kilómetros de su ciudad natal, donde aprendió literatura y costumbres propias de la civilización romana. Allí tuvo acceso a obras clásicas de la filosofía, y contacto con autores como Marco Tulio Cícero (106 a.C. - 43 a.C.), posteriormente acreditado por el propio Agustín como el responsable de despertar su interés por el tema. A la edad de 17 años, Agustín partió para Cartago, en lo que hoy es Túnez, para estudiar retórica. Criado dentro de los principios cristianos, debido a su educación materna, fue allí donde terminó tomando posiciones contradictorias a la fe. Abrazó el maniqueísmo como doctrina y, en compañía de otros jóvenes, comenzó a vivir con un espíritu hedonista, en busca de los placeres mundanos. Su grupo se jactaba de recopilar experiencias sexuales, enumerando aventuras tanto con mujeres como con hombres. Agustín se involucró con una chica del lugar, pero, contrariamente a lo que esperaba la sociedad, decidió no casarse con ella. Vivieron como amantes y tuvieron un hijo, Adeodatus, de quien se sabe poco más que el hecho de que murió a una edad temprana. Su formación intelectual acabaría convirtiéndose también en su sostén económico. A los 19 años se convirtió en profesor de gramática, primero en su Tagaste natal, luego en Cartago. Diez años más tarde, decidió fundar una escuela en Roma. Creía que ahí, en la capital de la civilización, estarían las mentes más grandes y brillantes. Fracasó en el empeño, decepcionado por la falta de receptividad de los alumnos. Para entonces ya se había distanciado del maniqueísmo y abrazado las ideas del escepticismo. "Tómalo, léelo" Su fama de hombre de buenos conocimientos se extendió y pronto consiguió trabajo como profesor de retórica en Mediolanum, la actual Milán. Tenía 30 años y una carrera intelectual notable. Sin embargo, la espina clavada en su costado era su madre, Mónica, quien continuaba presionándolo para que se convirtiera al cristianismo. Y esa adhesión a la fe llegaría en el año 386. Según su propio relato, quedó impresionado al entrar en contacto con la historia de vida de San Antonio del Desierto (251-356), un ermitaño que llegaría a ser conocido como "el padre de todos los monjes". En ese trance, escuchó la voz de un niño que le decía "tómalo, léelo". Lo interpretó como una orden: debía tomar la Biblia y leer el primer pasaje que encontrara. Cayó en un extracto de la carta de San Pablo a los Romanos, en la que el apóstol habla de cómo las Sagradas Escrituras tienen el poder de transformar el comportamiento de los seres humanos. "Comportémonos con decencia, como se hace de día: nada de banquetes y borracheras, nada de prostitución y vicios, nada de pleitos y envidias. Más bien revístanse del Señor Jesucristo, y no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos", insta el pasaje. Lo interpretó como un mensaje dirigido a él. En la Pascua de 387 fue bautizado por el obispo de Mediolanum, Aurelio Ambrosio (340-397). Al año siguiente, en compañía de su madre y su hijo, decidió regresar a África. Mónica, sin embargo, murió antes de abordar. Adeodato moriría poco después del regreso. Aquejado por las desgracias de la familia, Agustín decidió vender todo el patrimonio y donar el dinero a los pobres. Solo conservó su casa, convertida en monasterio. En 391 fue ordenado sacerdote en Hipona, en la misma provincia de Numidia. Fue entonces que el converso Agustín se permitió usar toda su erudición en favor del cristianismo. Pronto se convertiría en un gran predicador y un gran erudito teórico de los fundamentos de la religión. Unos años más tarde, a finales del siglo IV, fue nombrado obispo de Hipona. Hasta el final de su vida se dedicó a predicar, estudiar y escribir, manteniendo siempre un estilo sobrio y ascético. Según los relatos de un obispo que fue su contemporáneo, Posidio, comía poco, trabajaba duro, no le gustaban las conversaciones sobre la vida de los demás y era un hábil administrador financiero de las obras de su comunidad. Pensador de frontera Desde un punto de vista intelectual, Agustín es responsable de la primera gran síntesis del cristianismo, reuniendo las prácticas de la tradición de la época, comparándolas con las Escrituras y tratando de inferir de ellas una filosofía catequética. Aunque el término no existía en ese momento, se le considera un gran teólogo. Fue uno de los pioneros en defender que el ser humano era la unión perfecta de dos sustancias, el cuerpo y el alma, entendimiento que acabó influyendo en gran parte de la filosofía que se construiría a partir de entonces. También sentó las bases de la eclesiología, proponiendo que la Iglesia era una sola entidad legítima, pero que debía entenderse bajo dos realidades. La parte visible estaría formada por la institución jerárquica y los sacramentos; pero la parte invisible estaría constituida por las almas de los practicantes.
"Agustín de Hipona se caracteriza por ser un pensador de frontera. Pero ¿qué significa ser un pensador de frontera? Es saber reflexionar en etapas en las que la crisis política y cultural da lugar a un nuevo momento en la historia" , señala Azevedo. "La reflexión fronteriza agustiniana recorre la antigüedad clásica y proporciona las fuentes para pensar el período cristiano naciente". El investigador recuerda que Agustín estuvo profundamente influido por "la razón filosófica griega, especialmente el neoplatonismo, y la revelación cristiana con las cartas paulinas". En este sentido, parece inevitable comparar a los dos, Agustín y Pablo. Ambos conversos tardíos al cristianismo. Ambos dedicados a crear una base teórica para la religión. "Hay una asociación entre Pablo y Agustín y esa asociación está cargada de simbolismo, de significados muy fuertes", explica Maerki. "Los dos hacen interpretaciones, adaptando la filosofía platónica al cristianismo, influenciados por la filosofía platónica". "La combinación de estas dos formas de pensar el mundo [la filosofía griega y el cristianismo] y la reflexión sobre uno mismo encuentra apoyo en el corazón inquieto de Agustín. Allí, hay un ambiente de conjunción y formación de una nueva forma de pensar", completa Azevedo. "El antiguo estilo griego de escritura encuentra un eslabón en la reflexión cristiana, en la necesaria asociación de pensar y vivir". El profesor destaca, sin embargo, que no fue solo la teoría, sino la práctica religiosa lo que convirtió a Agustín en el santo que terminaría siendo reconocido. "Él demuestra con su vida que el pensamiento sin acción es vacío", señala. Elegir amar En este proceso, las herramientas de la erudición de Agustín parecen ser las mismas que las que usó como profesor de latín y retórica. No es de extrañar que se convirtiera en un erudito de las Escrituras. "Fue un gran amante de los textos sagrados, no sólo en el sentido de que, tras su conversión, vivió profundamente las llamadas verdades bíblicas, sino también porque fue un asiduo estudioso de las Escrituras, proponiendo interpretaciones bíblicas desde un punto de vista de una retórica más clásica", comenta Maerki. "Hoy se habla mucho de investigar la Biblia desde las teorías literarias. Agustín propuso, en su tiempo, algo un poco cercano a eso", agrega el investigador. "Era una época en que no existía el término literatura, pero le interesó la construcción e interpretación del texto. Me llama la atención esa afinidad por las letras". Azevedo explica que uno de los principales temas planteados por Agustín fue la percepción del concepto de voluntad. "La noción de voluntad no fue desarrollada por los griegos, aunque Aristóteles da indicaciones para poder reflexionar sobre ella". Agustín "identifica la voluntad y la condiciona a la noción de elección, deliberación". "La acción ética, amar, consiste en amar lo que se debe amar frente al orden del mundo", dice el profesor Azevedo. "La unión entre cosmología y creación judeocristiana se revela en un orden jerárquico, en el que subsisten unos bienes que hay que elegir". En otras palabras, para Agustín, la elección estaría basada en el conocimiento, "pero sobre todo por la capacidad propiamente humana de amar". "El amor es una elección", dice Azevedo. Maerki resume este punto a partir de unas premisas agustinianas. La primera es que la gente solo ama lo que conoce. En este sentido, la existencia de Dios quedaría probada precisamente por el amor que los seres humanos le dedican, es decir, si lo hacen, es porque lo conocen. Otra es la búsqueda. Para Agustín, solo busca lo que se ama. Por eso el ser humano, que ama a Dios, se comprometería a buscarlo. "Era un santo que escribía mucho y hablaba mucho del amor. Creía que el amor debía ser la medida de todas las cosas", resume Maerki. En Confesiones, Agustín afirma: "mi amor es mi peso; por él soy llevado adondequiera que soy llevado". "Agustín le enseña al ser humano de hoy que es posible volver a empezar, que siempre existe la posibilidad, incluso con el pasado", agrega Azevedo. A los 75 años, cayó enfermo. Murió el 28 de agosto de 430. En un momento en que la Iglesia no había definido los criterios objetivos para la canonización de alguien, terminó convirtiéndose en santo por aclamación popular. En 1298, el Papa Bonifacio VIII (1235-1303) le otorgó el título póstumo de Doctor de la Iglesia. |
Columna de opinión Agustín de Hipona: el último filósofo político africano. 03/09/2023 PABLO OYARZO Benjamín Escobedo, Teólogo e Investigador de Historia Cada 28 de agosto, la Iglesia Católica celebra a San Agustín de Hipona, el célebre obispo de la antigüedad que encaminó a la filosofía y la teología por la ruta de la cooperación, de tal manera que quedaron sentadas las bases de la doctrina cristiana, como depositaria de la verdad, aquella que inquieta el corazón del ser humano y que se plenifica en el encuentro con lo divino. Ahora bien, su figura es una de las más sobresalientes hasta hoy en día, un intelectual de talla mayor, un pensador de incidencia transversal. Poseedor de una fineza espiritual y una profundidad intelectual extraordinarias, Agustín de Hipona no sólo ha dejado una huella indeleble en la tradición eclesiástica latina, sino que su pensamiento ha producido un impacto decisivo en la política de occidente, tal vez, estamos frente a un hombre cuya premisa lo define con elegancia y plausibilidad; “Agustín de Hipona: El último filósofo político africano”. Primero, San Agustín de Hipona nació el 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Tagaste, ubicada al norte de África, en lo que hoy sería Argelia. Sus padres fueron Patricio Aurelio, ciudadano romano, y Mónica, mujer cristiana de probada virtud que alcanzaría la santidad por su abnegación y perseverancia, rezando y luchando por la conversión de su esposo y de su hijo, Agustín. En su juventud, Agustín se entregó a una vida libertina, dada a los placeres mundanos. Convivió con una mujer durante catorce años, con la que tuvo un hijo de nombre Adeodato, quien murió muy joven. Antes de su conversión al cristianismo, pretendió hacerse de fama y prestigio: pasó primero un tiempo en Cartago y luego se trasladó a Roma, capital del imperio. Sin duda, tanto su brillantez como inteligencia excepcionales lo ayudaron a convertirse en un gran orador (algo así como un abogado defensor de hoy). Combatió las herejías de su tiempo, debatió contra las corrientes contrarias a la fe, acudió a varios Sínodos de obispos en África y viajó constantemente para predicar el Evangelio. No pudo evitar que la entrega a su labor episcopal le forjara un gran prestigio dentro y fuera de la Iglesia, especialmente por su lucidez, valor y sabiduría. En agosto de 430 se enfermó y el día 28 de aquel mes falleció. Su cuerpo fue enterrado inicialmente en Hipona, pero luego fue trasladado a Pavia (Italia), según ACI Prensa. Segundo, respecto de lo político, la figura de San Agustín está más viva que nunca, ya que sus ideas siguen permeando el imaginario discursivo del siglo XXI. Para Agustín, el Estado es una especie de “gran familia” en la que los miembros cooperan y se ayudan mutuamente. En la visión intermedia del Estado: San Agustín habla de dos tendencias opuestas que existen igualmente en el origen del Estado: la sociabilidad e insociabilidad humanas, por consecuencia, el aclamado Estado, que tiene sus raíces en principios profundos de la naturaleza humana, está encargado de velar por las cosas temporales, el bienestar, la paz y la justicia según el pensamiento de Agustín. Por otra parte, para San Agustín la familia es el fundamento de la sociedad, por lo que la paz doméstica se debe ordenar a la paz de la ciudad. Además, se observan tres problemas recurrentes y fundamentales en el pensamiento del filósofo en cuestión, el mal y Dios causa primera y Providente; el mal y el orden del mundo; el mal y la libertad. En Agustín, “el libre albedrío fue concedido al hombre para que conquistara méritos, siendo bueno no por necesidad, sino por libre voluntad”, además, “es soporte de todo el orden moral”, el principio esencial de un mundo de valores superiores, y, por consiguiente, un grande bien. Algunas palabras frente a la desbordada sociedad del siglo XXI, entre paréntesis, a través de la figura de San Agustín encuentra palabras de aliento y valor aseverando que; sólo es feliz el que posee todo lo que se desea y no desea nada malo. La dicha o felicidad absoluta es completa si y sólo si es eterna, por consiguiente, la verdadera felicidad no radica en lo temporal, corruptible y finito, sino que radica esencialmente en lo eterno, incorruptible e infinito. Tercero, en enero del 2008, el Papa Benedicto XVI se refirió a San Agustín como “hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral… Dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo”. En síntesis, Agustín fue un autor prolífico. Escribió más de cien obras, entre las que destacan las Confesiones, Sobre la Trinidad, sus Cartas y Ciudad de Dios. Estos libros son el resultado de su biografía intelectual y su posterior conversión al cristianismo, ya que su vida intelectual no empezó de la mano de la Iglesia. Sin duda, su producción, ideas y obra siguen interpelando la política y vida social de nuestro tiempo, dicho pensador podía expresar sus elegantes y agudas nomenclaturas intelectuales en una narrativa dialogante, transversal y con fuertes repercusiones a la vida pública, así, la idea de Estado, familia, felicidad, libertad, mal, bien y sociedad, por consecuencia, construyen prolegómenos que continúan asentando las bases de la filosofía política en occidente, por tanto, mi columna de la semana hace sentido al acentuar “Agustín de Hipona: El último filósofo político africano”. |
ESPIRITUALIDAD Conócete, acéptate, supérate, dijo San Agustín en el siglo V AUGUSTINE-MONICA Ary Scheffer-Public domain Mónica Muñoz - 22/09/23 Agustín, gran santo del siglo quinto, tuvo una vida colmada de experiencias de toda clase y daba consejos tan actuales como si se tratase de un "coach" de la actualidad Vivimos una época en la que está muy de moda la superación personal, lo que no es extraño, ya que los conflictos internos están a la orden del día. Los «coaches» de vida tienen trabajo al por mayor, como si no existiera ningún otro antídoto contra el vacío existencial que sufren los seres humanos gracias a la ansiedad, el deseo de reconocimiento y la prisa por ganar fama y fortuna, que es una constante entre las personas del siglo XXI. Por eso, llama la atención que pensemos que lo que nos ocurre es novedad, sin entender que el mundo ha atravesado por etapas semejantes desde siempre, y que la vida pierde sentido cuando el hombre se deja influir por ideologías distintas a la fe en Cristo. San Agustín fue una excelente muestra de cristiano ejemplar, que vivió para combatir las herejías de su tiempo, defendiendo con su privilegiada mente las enseñanzas de Jesucristo y dando forma al conocimiento divino, para que todo el mundo tuviera acceso a él, pero de manera correcta. Mente brillante, carne débil Agustín fue un joven sumamente inquieto, a los 18 años tuvo un hijo sin casarse, amaba al niño pero no deseaba el matrimonio; el futuro Padre de la Iglesia lucho contra sí mismo durante muchos años, hasta que entendió que su naturaleza sensual le exigía vivir en castidad, como lo demuestra otra de sus frases: «Casarse está bien. No casarse está mejor», sabedor de que se trataba de un distractor para su sed de conocimiento. Supo «de qué pie cojeaba» – es decir, se conoció a sí mismo – , puso remedio a su situación, sabedor de que por sus propias fuerzas no lo lograría, porque en su proceso de conversión pedía a Dios la castidad, «pero todavía no», y no fue sino hasta que escuchó la voz de un niño decir «toma y lee» que, asiendo la Sagrada Escritura, abrió al azar y leyó este pasaje de San Pablo: «Como en pleno día, procedamos dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias» (Rom 13,13). Luego de este encuentro con el Señor, se aceptó y se superó. Sus Confesiones son el resumen de una vida de pecado y redención, donde el protagonista siempre será Dios, que quiere la salvación de todos los seres humanos. Reflexionando en la experiencia del Obispo de Hipona, podemos sacar varias enseñanzas para nuestra vida: «CONÓCETE» EXAMEN DE CONCIENCIA Para conocerse a sí mismo, existe un método muy efectivo: realizar un examen de conciencia. En él podremos revisar, palmo a palmo, nuestras actitudes frente a los retos y problemas, siendo sinceros y sin atenuar la responsabilidad de nuestros actos, como lo hizo San Agustín. «ACÉPTATE» AMEMOS NUESTRA PERSONA Somos pecadores y tenemos defectos, eso no nos hace menos dignos ni menos importantes que nadie. Aceptemos la realidad y con ella, amemos nuestra persona, que es obra de Dios. El perdón que Dios nos otorga cada vez que nos reconciliamos con Él nos da la certeza de que al Señor lo único que le interesa es que estemos cada vez más cerca de la meta, que es el cielo. Acojámonos a su protección. «SUPÉRATE» ESFUERZO DIARIO Ciertamente, estamos en camino de santificación; día a día hay una nueva oportunidad para comenzar nuevamente, por eso, hay que superarnos y ser mejores que ayer. No nos quedemos en la mediocridad, busquemos escalar un poco más en la búsqueda de la perfección, que eso se consigue a diario y con esfuerzo, voluntad y oración. Y un último consejo: San Agustín llegó a la verdad con mucho estudio y reflexión. Así como el cuerpo requiere comida, la mente y el espíritu también necesitan alimento. |
San Agustín y la relación entre la fe y la razón San Agustín fe razón Benedicto XVI 02 octubre, 2021 Continuamos rescatando las catequesis de Benedicto XVI sobre los padres apostólicos de la Iglesia. Hoy les traemos la que el Papa emérito impartió el 30 de enero de 2008, la tercera centrada en la figura de san Agustín de Hipona, uno de los santos más afamados del catolicismo. En esta catequesis, Ratzinger se centra en el tema «determinante» de la biografía de san Agustín, el de la fe y la razón. De la mano del Papa emérito, conoceremos un poco más a este gran santo que, para Benedicto, es «el Padre más grande de la Iglesia». Tercera catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín: Queridos amigos: Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1). Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: «Convertíos». Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida. La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano. Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son «las dos fuerzas que nos llevan a conocer» (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas («cree para comprender») —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas («comprende para creer»), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer. Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino. San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; «vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón» (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya:
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser» («interior intimo meo et superior summo meo»), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, «tú estabas, ciertamente, delante de mí, más yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!» (Confesiones, V, 2, 2). Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es «un gran enigma» (magna quaestio) y «un gran abismo» (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad. El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza, pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y «camino universal de la libertad y de la salvación», como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— «nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado» (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar: «Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros» (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8). Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, «ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros» (Enarrationes in Psalmos, 85, 1). En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión: «A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres… a la esperanza de encontrar la verdad» (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): «Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz». San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz. |
El valor del cuerpo en San Agustín. Manuel Pérez Peña – 30/03/20
En estos días en que tantos esfuerzos se hacen por salvar los cuerpos y las almas de tantos enfermos alrededor del mundo que sucumben súbitamente por la debilidad humana, no podemos dejar de recordar que la misión de la Iglesia siempre ha sido doble: curar cuerpos y sanar las almas, a imitación de Cristo, Nuestro Señor.
Si algo tiene la doctrina católica es que siempre nos ilumina en nuestra vida diaria, aún en lo ámbitos en los que uno menos lo espera. Ya hace bastante tiempo tuve la ocasión de oír a un predicador de mi ciudad una expresión que no se me ha olvidado: la doctrina católica es la doctrina del Y, no la del O. Es decir, ante la aceptación de opuestos lo que prevalece en la inmensa mayoría de los casos es la inclusión de ambos en lugar de la exclusión mutua, salvo en aquellas circunstancias en los que esos opuestos lleven implícito una negación del otro (lleno y vacío) o en los que intervenga el mal (el bien y el mal). Me explico. En relación a la naturaleza del hombre, se ha planteado siempre cuál sea la relación alma-cuerpo desde la antigüedad. Si el hombre se identifica por su alma, o si es el cuerpo el que lo caracteriza por su individualidad. La filosofía maniquea con la dualidad bien-mal concretada en la existencia de dos sustancias, la luz (Ormuz, equiparada al bien y a Dios) y la oscuridad (Ahriman, equiparada al mal y a la materia) y su objeto de liberar la luz verdadera de la contaminación de la materia, contribuyó a dar una imagen negativa del cuerpo (Dz 462-464). Ellos consideraban el matrimonio como un mal en sí mismo porque la propagación de la raza humana significaba el continuo aprisionamiento de la luz-substancia en la materia y en un retraso de la feliz consumación de todas las cosas; la maternidad era una calamidad y un pecado y los maniqueos se regocijaban al hablar de la seducción de Adán por Eva y su final castigo en la condenación eterna. En consecuencia, existía el peligro de que lo que aborrecían era el acto de la generación, más que el acto de impureza, y los escritos de San Agustín testifican que ese era un peligro real. "Maldito el creador de mi cuerpo y el que ató mi alma y que me han hecho su esclavo". De ahí en adelante el deber del hombre es mantener su cuerpo limpio de toda mancha corporal mediante la práctica de la auto-negación y ayudar también en la gran obra de purificación a través del universo. (ECWiki, voz Maniqueismo, consultada 29/03/2020). San Agustín la combatió con dureza y alababa a Varrón, quien defendía que el hombre no es sólo alma ni sólo cuerpo, sino alma Y cuerpo a un tiempo (Summa Teologica, Ia, q.75.4 por otra parte). Fruto de esa defensa escribió las páginas más bellas sobre el cuerpo que ha conocido probablemente la Historia. De hecho, estas palabras el propio P. Royo Marin las llamó "teología del cuerpo" del obispo de Hipona y las transcribió en su libro Teología de la Caridad, pp. 312-314: Decir que hemos de cuidar de nuestro cuerpo para ponerlo al servicio del alma, es decir demasiado poco. Le debemos un respeto y una veneración de un orden especialísimo, puesto que ha recibido el gran honor de hospedar del Espíritu Santo. Nuestra alma es el santuario donde está este divino Espíritu se ha dignado habitar. Nuestros órganos corporales son las columnas del templo, la cúpula viviente que recubre al santo de los santos y que se impregna hasta la médula de su santidad (De bono matrimo. I 29,32). Por eso el apóstol San Pablo escribe con emoción: “glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Co 6, 20), suplicándonos hacer de nuestra carne, de nuestros sentidos, de todas nuestras energías vitales, un ornamento de amor y un aderezo de gloria (Cont. maximin. haeretic. II 21,1). Esto nos será tanto más fácil cuanto que, por la redención, nuestros miembros han venido a ser los miembros de Cristo. El Verbo divino se ha dignado revestirse de carne para rescatar los desfallecimientos de la nuestra. Ha querido sufrir en sus manos y en sus pies para lavar con su sangre las manchas de nuestras manos y pies. Quiso que su cabeza fuera lacerada por las espinas y su corazón traspasado por la lanza para expiar las locuras de nuestra cabeza y de nuestro corazón. Y su sacrificio de amor ha merecido a nuestro pobre cuerpo la gloria de integrarse místicamente en el suyo. “Si Nuestro Señor Jesucristo hubiera asumido sólo un alma humana, solamente nuestras almas serían sus miembros; pero, habiendo asumido también un cuerpo para ser nuestra cabeza y estando nosotros compuestos de alma y cuerpo, nuestros cuerpos son también sus miembros. Si, pues, un cristiano, para satisfacer su pasión, no duda en envilecerse y despreciarse a sí mismo, al menos que no desprecie a Jesucristo. Que no diga: “Cederé a la tentación porque soy un nada: Toda carne es heno”. No; tu cuerpo es miembro de Cristo. ¿Dónde vas? Retrocede. ¿En qué precipicio ibas a arrojarte? Perdona en ti a Cristo, reconoce a Cristo en ti (Serm. 161, 1). Tocamos aquí la razón suprema del amor a nuestro cuerpo. Rescatada por los sufrimientos de Cristo, santificada por la presencia del Espíritu Santo, nuestra envoltura carnal ha adquirido un valor inestimable, ante el cual su vigor y su belleza se convierten en cosas baladíes. Su belleza se marchita un día como la hierba de los campos; su vigor se desvanecerá como una sombra. Pero el hecho de estar ligada por todas sus fibras al divino Crucificado da a nuestra carne, si no el consuelo de ser incorruptible, al menos la certeza de salir de la tierra al fin del mundo para entrar en la gloria del Señor. Esta es la enseñanza formal y tan consoladora de San Pablo: “Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros” (Rm 8, 11). “Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la Resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo todos somos vivificados” (1 Cor 15, 21-22). Se llora a los desgraciados que han permanecido sin sepultura. Los poetas, llorando sobre los ejércitos cuyas osamentas blanquean sobre tierras lejanas, han podido lanzar este grito: “El cielo cubre a los que no tienen tumbas” (Lucano, farsalia VII; de peccatorum merit. et remiss. I 7,8). Los cristianos no se impresionan por ello. “Ellos tienen la promesa de que, en un instante, su carne y sus miembros saldrán de la tierra, del seno más profundo de los elementos de que fueron disueltos, para renacer a una nueva vida y recuperar su integridad primera” (De civitate Dei I 12,2). Nuestro cuerpo será entonces muy superior al mismo de Adán, antes del pecado (De genesi ad litt. VII 35,68). liberado en las entrañas de la tierra de los gérmenes de muerte que le había inoculado el pecado, recuperará todas las bellezas, fuerzas y perfecciones de su naturaleza, pero en una forma espiritual que no tendrá nada de animal y le volverá incorruptible e inmortal (ibid.). Esta restauración del cuerpo no será -digan lo que quieran Profirio (De civitate Dei XXII 26,1) y los maniqueos (Cont. adim. XII)- un milagro más grande que su creación. A excepción de algunos filósofos siempre prontos a limitar el poder del Creador, el mundo entero aspira a ellos, y nosotros, los cristianos, estamos seguros de que Cristo salió de su sepulcro para levantar las piedras del nuestro (De civitate Dei XXII 25) y envolver nuestro cuerpo en su propia glorificación. “Después de esta muerte que nos ha traído el pecado, nuestro cuerpo, a la hora de la resurrección, será gloriosamente transformado, ya que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios. Entonces, este cuerpo que fue corruptible y mortal se revestirá de incorrupción y de inmortalidad. Al abrigo de toda necesidad, liberado de todo sufrimiento, vivirá de la vida del alma bienaventurada en el seno del eterno reposo” (De doct. christ. I 18). ¿Es precioso sacar la lección de esta esperanza magnífica? Desde el momento en que nuestro cuerpo está llamado a un destino tan alto, no tendremos jamás para con él, a despecho de sus miserias presentes, demasiado respeto ni demasiado amor. Únicamente hay que procurar que este amor no se fije sino pasajeramente en sus encantos perecederos. Debe ir derecho al principio divino que, por encima de la disolución provisional de sus elementos, será el agente secreto de su resurrección y de su felicidad eterna. Este principio, lo conocemos ya, es la caridad. Dios nos ama demasiado para que nada de nosotros mismos vuelva a caer en la nada y para que esta carne que ha querido tomar para rescatarnos no reciba su parte en los beneficios de la redención. La mejor manera de volver a Dios un poco de su amor infinito es santificar nuestro cuerpo y hacerle los días un poco menos indignos de su gloria”. A través de Aristóteles, Santo Tomás llega a expresar que el alma es la forma del cuerpo (Concilio de Viena, 1312; Dz 902). Y dicha forma espiritual, el alma, es inmortal, lo que recordó el Concilio Lateranense V en 1513 (Dz 1440). De modo que la escuela tomista no deja de afirmar que, por dicha unión del cuerpo y el alma, ésta última incluso después de la muerte, no cesa de aspirar a unirse al cuerpo, lo que se confirma por la verdad revelada de la resurrección de la carne no solo para los justos, sino para todos los hombres. El hombre es un compuesto de cuerpo y de alma espiritual, pero, sin embargo, es una única sustancia. La sustancia alma o espíritu se une al cuerpo, para informarle. El alma y el cuerpo no constituyen una mera yuxtaposición, ni una absorción del uno por el otro, sino una unión sustancial, una unión en el ser. La unión sustancial, por consiguiente, explica por qué ambos componentes están referidos mutuamente. El alma lo es de un cuerpo y el cuerpo lo es de un alma. El uno es para el otro. De manera que todo lo que llega al alma lo hace por medio del cuerpo, e igualmente todo lo que ha surgido del alma ha sido por medio de alguna intervención de lo corpóreo. Por separado, ni el cuerpo ni el alma constituyen al hombre. (Santo Tomás, Contra gentiles, introducción al libro II, el Hombre). El aprecio y el amor a nuestro cuerpo no debe ser como un fin en sí mismo, puesto que sería un desorden, sino por Dios, en cuanto instrumento del alma para ofrecer honor a Dios y practicar la virtud (Rm 6, 13-19) y, sobre todo, como templo vivo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19-20), santificado en cierto modo por la gracia (1 Cor 3, 16-17) y capaz de la gloria eterna. “La vida física por la que se inicia el itinerario humano en el mundo, no agota en sí misma, ciertamente todo el valor de la persona, ni representa el bien supremo del hombre llamado a la eternidad. Sin embargo, en cierto sentido constituye el valor ‘fundamental’, precisamente porque sobre la vida física se apoyan y se desarrollan todos los demás valores de la persona” (San Juan Pablo II, Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Donum Vitae” sobre el respeto a la vida humana incipiente y sobre la dignidad de la procreación, 22-Feb-1987; Dz 4791). En estos días en que tantos esfuerzos se hacen por salvar los cuerpos y las almas de tantos enfermos alrededor del mundo que sucumben súbitamente por la debilidad humana, no podemos dejar de recordar que la misión de la Iglesia siempre ha sido doble: curar cuerpos y sanar las almas, a imitación de Cristo, Nuestro Señor. Él en su vida pública no dejó nunca de buscar la sanación total del hombre, aquélla que lo hace gozar de la dicha eterna en el cielo mediante la atención del cuidado corporal que nuestra materia sanamente necesita, desde las bodas de Caná hasta la aparición del resucitado a los discípulos en el mar de Galilea. Que todos los que buscan y cooperan a la salud del cuerpo y el alma en estos días: desde los que exponen su salud en los hospitales en primera línea de batalla en la lucha contra la enfermedad, los que atienden al consuelo espiritual de enfermos y familiares y a la salvación de las almas de todos; hasta los que lo hacen en la labor abnegada y poco notoria abasteciéndonos de comida, reciban el premio merecido por su labor, pues cuidando el cuerpo y cuidando el alma contribuyen a que el rostro de Cristo resplandezca en nuestra sociedad más plenamente. |
Biblioteca Personal.
Tengo un libro en mi colección privada .-
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uno de los grandes libros de teología y filosofía de todos los tiempos
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