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viernes, 29 de julio de 2016

315.-Sobre las traducciones al inglés de El Quijote.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  Demetrio Protopsaltis Palma; 


  

Luis Bustamante Robin

pesar de que los ingleses no traducen tanto como cabría suponer, el Quijote ha sido vertido a la lengua de Shakespeare muchas veces. Bueno, no exactamente a la de Shakespeare: eso fue justo en los inicios. Aún juegan las leyendas populares (y las académicas) con las posibilidades de que ambos genios (Cervantes y Shakespeare) se conocieran, muriendo, como murieron, el mismo día: aunque el dato induce a error, porque hay que tener en cuenta que ingleses y españoles manejaban calendarios diferentes. 
Por no hablar de la primera parte del Quijote, que se hizo muy famosa en Inglaterra en poco tiempo, y tuvo una amplia difusión. Casi con toda seguridad Shakespeare conoció el Quijote, gracias, claro, a la prodigiosa mano de Shelton. Después de Cervantes, si exceptuamos a algunos (muchos) latinoamericanos, el autor español favorito de los ingleses es sin duda Federico García Lorca. No sé si los hispanistas lorquianos habrán tenido algo que ver, pero imagino que sí. Cela también es ampliamente conocido en Inglaterra. Y últimamente, Javier Marías (anglófilo, por el tiempo allí vivido, y por su cultura literaria), el también muy británico en tantas cosas Vicente Molina Foix y, el sorprendente Enrique Vila-Matas, que gusta mucho en el extranjero. Y, desde hace tiempo (hace años ya reinaba en los escaparates de Charing Cross), está Arturo Pérez Reverte. Son sólo algunos ejemplos.

En realidad, la polémica del texto cervantino llega hasta las ediciones de hoy. O si no que se lo pregunten a Francisco Rico, uno de sus grandes estudiosos. La historia, sin embargo, empezó de una manera un tanto tosca y apresurada. Pero emocionante. Hay algo hermoso en la descuidada (¿manipulada también?) edición madrileña de Juan de la Cuesta, algo de libro de fortuna, un cierto resabio, o arrecendo, como decimos en Galicia, a libro de lance, no tanto porque fuera de segunda mano, sino por los muchos lances que en él suceden. El Quijote no tuvo demasiada suerte en su primera composición para la imprenta (sin contar con otras ediciones de 1605, que las hubo, y también en Portugal), ya fuera por el apresuramiento, ya por las imposiciones censoras, ya por la torpeza gráfica a la hora de corregir el manuscrito, ya por la autocensura de Cervantes. 
Digo pues que el Quijote estaba condenado a perderse en el maremágnum literario, si no fuera el éxito que alcanzó rápidamente en el resto de Europa, y aún se pudiera decir en América. Pues, como el propio Rico señala en la Nota al texto de la excelente edición popular que publicó la Academia en 2004, “en la primera mitad de 1605 salieron para América cientos de ejemplares de la novela”.
Resulta por tanto extraordinariamente fácil comprobar que la aventura literaria del Quijote alcanzó eco y aprecio más extramuros que intramuros, si bien a Cervantes no le fue mal del todo en comparación con la azarosa vida anterior y con las desgracias, literarias o no, que hasta entonces le habían acontecido. La versión inglesa fue la primera de todas las traducciones de la obra, a cualquier idioma: casi inmediatamente después de publicarse el original. 
El propio Francisco Rico recordó en su día la no excesiva recepción primera que tuvo el Quijote en España, más allá de las ventas iniciales, que tampoco fueron exageradas, si se estima que la tirada debió llegar, como mucho, a unos cinco mil ejemplares, entre 1605 y 1608. El Guzmán de Alfarache gozó en el siglo XVII de mucho más predicamento.
El ‘Quijote’, además de a través de ese bautismo de gracia que supuso la edición de lujo de Carteret en 1738, estuvo ligado a Inglaterra por las traducciones, como ya hemos señalado antes. También en las versiones inglesas el Quijote gozó de gran predicamento, y ya desde el principio. 
Tal es la cantidad de traducciones, versiones, ediciones, reimpresiones, resúmenes y hasta suplantaciones de traducciones que se han hecho en inglés de la obra de Cervantes (la piratería editorial se llevaba mucho). Para un análisis estrictamente académico me remito, por ejemplo, a la tesis doctoral de Carmelo Cunchillos, de 1983, Traducciones y ediciones inglesas del Quijote, si bien su estudio abarca exclusivamente hasta el año 1800. Pero basta leer las anotaciones, los prólogos o las notas al texto que acompañan muchas de esas tra­ducciones, para comprender hasta que punto, en Inglaterra, la pasión por la obra cervantina se ha mantenido casi sin desmayos, aunque en esos mismos prólogos los traductores no dudan en compararse con sus antecesores, o con sus contemporáneos, ya sea para abominar de lo que otros han hecho o para reconocer que deben mucho a la larga tradición de Quijotes traducidos al inglés.

Los problemas culturales en la traducción del Quijote son considerables, pero afortunadamente, la primera traducción inglesa del Quijote, asombrosamente cercana en el tiempo a la editio princeps española, es tenida hoy por una de las mejores, lo cual, quién lo duda, habrá contribuido en gran medida a la calidad de todas las demás que en ella vieron un espejo, o un modelo, para las muchas dificultades traductológicas que la obra cervantina comporta. 
En efecto, la primera traducción de Thomas Shelton, fechada en 1612, y basada en realidad en la edición de Bruselas de 1607, alcanzó un éxito notable entre los lectores anglosajones, y más aún entre los traductores posteriores. Como decimos, fue vertida al inglés con relativa celeridad, dos años antes de la primera versión francesa. La emblemática traducción de Shelton recibió por título The History of the Valorous and Wittie Knight-Errant, Don Quixote of the Mancha y pronto aparecería la segunda parte, que vería la luz en 1620, aunque fue dada a la imprenta sin la firma de Shelton: todo esto, y, sobre todo, lo que después vino, confirma que, desde el principio, nos hallamos ante una obra que suscitó gran interés para los lectores en lengua inglesa.
No obstante, y aunque la obra de Shelton fue muy conocida y muy apreciada a lo largo del siglo XVII, lo cierto es que sólo tuvo dos reimpresiones, en 1652 y en 1675. Pasaron varios años antes de que llegase la segunda versión inglesa, la de John Philips, sobrino de John Milton, publicada en 1687, y también una tercera, la de Stevens, que en realidad es una revisión de la de Shelton, pero sensiblemente menos celebrada que esta, que vio la luz a comienzos del siglo XVIII, exactamente en 1700. Y hasta hubo una cuarta, porque el año 1700 pareció ser especialmente proclive a las versiones del Quijote.
 En efecto, también por esas fechas, apareció la traducción de Motteaux, The History of the Renown’d Don Quixote de la Mancha, que sería, con el tiempo, una de las más conocidas. Más tarde, ya en pleno siglo XVIII, vio la imprenta la famosa versión de Tobías Smollet (1755). Es algo anterior la de Charles Jarvis. Esta traducción se había publicado en 1742, y gozó también de mucha popularidad y de numerosas reimpresiones, versiones, resúmenes, e, incluso, notables ediciones ilustradas. La ilustración, ya se sabe, y el grabado de manera singular, ha acompañado magníficamente al Quijote a lo largo de su profusa historia editorial. Es la de Jarvis la edición que más veces se ha reimpreso, y todo ello a pesar de la escasa energía que se deriva de su texto, de su preocupación por la solemnidad, lo que supone en palabras de Rutherford, el inicio de la traducción puritana del Quijote, que fue reforzada por una lectura romántica del libro. 

Quizás no resulte tan extraño que las crecientes deficiencias de las traducciones del Quijote, a medida que avanzaba el siglo XIX, se deban a la lejanía y al filtro solemne y heroico de los románticos, que hizo mucho más mal que bien a una obra que está bien lejos de ser solemne. Rutherford, de nuevo, es categórico en este aspecto: “…no tienen precisión: sus autores sólo disponían de diccionarios rudimentarios… Motteux, por ejemplo, elimina frases enteras, e incluso párrafos, y añade otros de su cosecha. Siente una predisposición especial a colar sus propios chistes…” (xiv). 
El siglo XIX reinterpretó la obra, ya decimos, en clave romántica, hizo desaparecer muchos de los logros del siglo pasado y vivió, en gran medida de las reimpresiones y reediciones de la traducción de Jarvis. Fue en la parte final del siglo, como también, señala el propio Rutherford, cuando se acumularon tres versiones ancladas profundamente en la tradición puritana, tradición que, por cierto, informaría también las primeras traducciones del siglo XX, especialmente la de Cohen.
De las últimas traducciones, habría que hacer capítulo aparte. La de Edith Grossman y la de John Rutherford me parecen memorables, cada una a su manera. He hablado de ello hace algunos años, en un artículo aparecido en el volumen La huella de Cervantes y el Quijote en la cultura anglosajona, publicado por la Universidad de Valladolid (2007). Rutherford, según su propio testimonio, apenas consultó las traducciones anteriores, una práctica que quizás era mucho más habitual en siglos pasados.

Aunque si la de Cohen demasiado lineal. C­ohen no parece capaz de mostrar lo mejor de Cervantes: el humor. Para ambos traductores, el lenguaje se había vuelto demasiado arcaico, con el paso del tiempo. Así que intentaron una versión fuertemente contemporánea, “igual que Cervantes había usado el español de su época” (xviii, Rutherford). Grossman dudó, pero una conversación con Julián Ríos le convenció de que Cervantes era el escritor más moderno del mundo, así que podía modernizarse su lenguaje. Con todo, este Cervantes contemporáneo comporta riesgos. 
Aunque para Rutherford no hay nada que no pueda ser traducido, los problemas culturales, a veces persisten. Qué decir, por ejemplo, de los famosos “duelos y quebrantos”, una expresión gastronómica que ha merecido varias interpretaciones. O ¿qué decir de las posibilidades traductolóficas de ‘abadejo’, ‘curadillo’, ‘truchuela’ o ‘bacallao’? Por no hablar de las frases hechas y de los refranes, tan abundantes en la obra. 
Qué decir, ya puestos, de expresiones como “vive Roque que si no me paga…”, “y vio a dos distraidas mozas…”, “anda caballero que mal andes”, “yo no sé nada de omecillos…”, “hacía concertado con ella que aquella noche se refociliarían juntos”, “ya sé a que sabe el bizcocho y el corbacho”, “daré al diablo el hato y el garabato”, “doncella Placerdemivida”, etc. Pero un análisis más detallado de estos problemas, que Rutherford y Grossman han acometido con espíritu contemporáneo, se haría muy prolijo en esta entrada. En otra ocasión será.


  

THOMAS SHELDON, VIDA Y TRADUCCIÓN: EN TORNO A LOS MOTIVOS DE LA PRIMERA TRADUCIÓN INGLESA DEL QUIJOTE


Introducción

No hace mucho, con ocasión de un seminario de trabajos de traducción en El Colegio de México, Aurelio González elaboró —palabras más, palabras menos— el siguiente cuestionamiento: «Habrá que preguntarse por qué se tradujo el Quijote apenas siete años después de su aparición y La regenta 100 años después». La pregunta se generó a la sazón de la primera traducción del Quijote por Thomas Shelton, versión inglesa de la novela que apareció en Londres en 1612 en la imprenta de Edward Blount. Más que al tema de las novelas o a sus autores, la pregunta de González buscaba enfatizar la importancia política y cultural que tenía el Imperio español a finales del siglo XVI y principios del XVII en el mapa geopolítico europeo.

Si miramos lo anterior desde el caso específico de Inglaterra, habrá que decir que el peso de la presencia española en el reino insular durante la época antes mencionada se reflejó en el fin de las políticas bélicas entre ambas monarquías y en la continuidad de la influencia literaria española. Con respecto a lo político, el cambio de siglo es testigo de una modificación de las relaciones entre Inglaterra y España. Durante la segunda mitad del siglo XVI, y particularmente desde que decidió apoyar a los Países Bajos en su guerra contra España (1585), Isabel I lideró a su reino en una guerra en contra del Imperio español. A su muerte en 1603, su sucesor, Jacobo I, decide mejorar las relaciones diplomáticas entre ambas monarquías.

La intención de Jacobo de establecer una alianza con España surgió desde que era rey de Escocia. La ventajosa posición geográfica de este reino con respecto a Inglaterra le permitía en ocasiones aspirar a un posible pacto con Francia o, incluso, con España. Frente a esta posibilidad, la reina Isabel decidió hacer de Jacobo un aliado de su reino prometiéndole la sucesión al trono inglés.(1) Ya coronado rey, Jacobo hace las paces con España y busca un acercamiento cada vez mayor con este reino, lo que le llevará, incluso, a buscar un arreglo matrimonial entre sus hijos varones y las infantas españolas.(2) El sueño del rey no se cumplirá, pero su acercamiento a España dejará una huella importante en la isla.

El cambio en términos de políticas diplomáticas que se da entre España e Inglaterra a principios del XVII es algo que no ocurre en el ámbito literario. Aquí, el acercamiento de Jacobo a la monarquía continental potencia la influencia que la literatura española ya tenía en la isla desde mediados del siglo XVI. En su estudio El Barroco hispánico en Inglaterra: proyección, presencia e influjo de la literatura de España en el siglo XVII inglés Gabriela Villanueva Noriega no sólo expone los prejuicios que existieron durante el siglo XX con respecto a la importante influencia española en autores isabelinos y jacobinos, sino que también estudia los mecanismos más sutiles que velaron esta deuda.

Ya sea en términos de cambios o de continuidad, las anteriores líneas señalan que el momento en el que aparece la traducción del Quijote en Inglaterra es único en las relaciones entre Inglaterra y España. Ahora bien, los avatares de la recepción del Quijote en la literatura inglesa han sido estudiados por multitud de críticos (prácticamente todas las investigaciones en torno al origen de la novela en Inglaterra tienen que tratar la importancia que tuvo el Quijote para autores como Henry Fielding, Daniel Defoe y Laurence Sterne); en cambio, lo que ha recibido muy poca atención ha sido la figura del primer traductor de la novela. Fuera de mencionar algunos cuantos datos biográficos en torno a este traductor, prácticamente ningún estudio de esta primera versión del clásico español ha intentado profundizar en el conocimiento de la vida de Thomas Shelton o siquiera planteado la pregunta de por qué tradujo el Quijote.(3) A partir de la recopilación y análisis de lo que hoy se sabe acerca de este traductor y de ciertos fenómenos que se dieron dentro de las circunstancias históricas en las que vivió, este artículo se propone abonar a la comprensión de la vida y obra de Thomas Shelton al aclarar los posibles motivos por los que éste realizó la primera traducción del Quijote. Una investigación que sin duda contribuye al mejor entendimiento de esta versión y de su recepción inicial en Inglaterra.(4)


Metodología

Para que la información que se obtenga del análisis de la vida y circunstancias históricas en las que vivió Shelton nos sea útil, es necesario partir de algunos principios metodológicos de historia de la traducción; éstos nos permitirán enfocar los temas a tratar desde una perspectiva que nos permita formular una respuesta al porqué de la primera traducción del Quijote.

En su libro Method in Translation History, Anthony Pym propone una metodología historiográfica específica para la traducción. Su punto de partida es la crítica a los limitados alcances que han tenido los estudios de historia de la traducción bajo esquemas historiográficos tradicionales. Según su opinión, estos estudios han pasado por alto aspectos específicos de la actividad traductora y de los traductores, como, por ejemplo, el hecho de que los traductores se desenvuelven en ambientes multiculturales y que normalmente éstos ¬se desplazan en busca de empleadores que puedan utilizar sus servicios como traductores, intérpretes o profesores de lengua. Además de lo anterior —dice Pym— es necesario recordar que la traducción es una actividad que casi siempre se lleva y se ha llevado a cabo dentro de redes. Como se verá más adelante, las traducciones, al igual que muchas obras originales del siglo XVII, no se hacían únicamente con un interés estético; en esta época, originales y traducciones además de un qué y de un por qué tenían un para quién que, como se verá más adelante, era de suma importancia para establecer contactos, encontrar mecenas o abrirse paso hacia alguna corte.

Con base en sus críticas, Pym elabora cuatro principios que deberían de seguir los estudios de historia de la traducción:

The first principle says that translation history should explain why translations were produced in a particular social time and space. [...]

The second principle is that the central object of historical knowledge should not be the text of the translation, nor its contextual system, no even its linguistic features. The central object should be the human translator, since only humans have the kind of responsibility appropriate to social causation. [...]

If translation history is to focus on translators, it must organize its world around the social contexts where translators live and work. [...] As a general working hypothesis, then, translators tend to be intercultural, although far more research must be done before we can hope to give this term ‘intercultural’ a precise programmatic meaning. [...]

We do translation history in order to express, address and try to solve problems affecting our own situation. [...] The priority of the present is not only unavoidable but also highly desirable; I am in favour of serious subjective involvement in translation history.(5)

Preguntarse e intentar responder al porqué una traducción, asumir al traductor como un individuo inserto en un contexto particular con deseos y necesidades particulares, considerarlo como un individuo formado a partir de elementos multiculturales distintos y, finalmente, utilizar esta información para entender situaciones problemáticas actuales son los principios que según Pym deberían de guiar la historia de la traducción. En este artículo nos proponemos aplicar los principios antes mencionados al caso de la biografía de Thomas Shelton; así, los primeros tres puntos nos ayudarán a ampliar los horizontes de lo que se puede deducir a partir de lo poco que se sabe de la vida de Shelton. Lo anterior nos permitirá argumentar en torno a la plausibilidad de ciertas motivaciones que llevaron a Shelton a traducir el clásico español.

Con respecto al cuarto principio, nos distanciamos de la idea un tanto ambiciosa de considerar que la investigación histórica con respecto a fenómenos de traducción debe intentar solucionar problemas que afectan nuestro entorno. Sobre este tema soy de la opinión que un trabajo de historia de la traducción debe aspirar, en primer lugar, a generar una mejor comprensión de un aspecto específico del mundo que nos precedió. Establecer esta meta como el resultado de una investigación en historia de la traducción —algo no menos ambicioso que lo que plantea Pym— puede ser, según mi opinión, un primer paso para encontrar soluciones a los problemas del presente.


Thomas Shelton, vida y traducción

Durante años, la figura de Thomas Shelton fue un mero dato bibliográfico de la primera traducción al inglés del Quijote. No fue sino hasta los años 50 del siglo XX, cuando Edwin B. Knowles se dio a la tarea de investigar a fondo la vida de Shelton; los resultados de su investigación aparecieron en el conocido artículo «Thomas Shelton, Translator of Don Quixote» en 1958.(6) Al inicio, el artículo atestigua todas las dificultades que giran en torno a la investigación de la vida de este traductor. En primer lugar, Knowles se enfrentó al problema de los homónimos: además del Thomas Shelton traductor, hubo otro Thomas Shelton que fue conocido por inventar un sistema de notación taquigráfica. En segundo lugar, el investigador tuvo que desmentir la creencia de que Shelton era un autor inglés: según toda la evidencia que pudo reunir, Thomas Shelton fue un irlandés católico que estudió durante unos años en España y del que no se sabe si pisó Londres alguna vez en su vida. Además de estas dos dificultades, Knowles tuvo que vérselas con problemas como el de las modificaciones ortográficas de nombres, correspondencias incompletas, información dispersa por varios países, y, sobre todo, la falta de datos básicos en torno a Shelton como el año de su nacimiento y muerte.

Guiándose por el apellido del traductor, Knowles dio con una familia en Irlanda que concordaba con algunos datos que posteriormente otros personajes que conocieron a Shelton mencionarían en intercambios epistolares. Como resultado de su investigación, Knowles pudo establecer que Thomas Shelton creció en una familia católica y que fue el tercero de siete hijos de Henry y Margaret Shelton. Para determinar el lugar y tipo de formación del traductor, el investigador recurrió a los archivos del Colegio Irlandés de Salamanca, España, en donde está registrado un «Thomas Shelton, Dublinensis» como alumno en 1597. Las claves que ayudan a entender el porqué de la presencia de Shelton en España las brinda la circunstancia socio-política que vivía Irlanda a finales del siglo XVI. En 1559 la reina Isabel decide reestablecer la Oath of Supremacy, el documento que su padre, Enrique VIII, había elaborado para proclamarse cabeza de la Iglesia de Inglaterra y que su antecesora, la reina María, había anulado. El restablecimiento de la Oath generó tensiones entre las diferentes confesiones del reino, siendo los católicos, otrora protegidos por la reina María, los más afectados. De entre los católicos, quienes se opusieron con mayor determinación a la Oath fueron los irlandeses.

Durante la segunda mitad del siglo XVI la historia de Irlanda está marcada por sus conflictivas relaciones con Inglaterra. Después de la publicación de la Oath, en Irlanda surgieron varios grupos de rebeldes católicos. Para hacerles frente, la monarca ofreció algunos privilegios a los nobles irlandeses que se pusieran de su parte; quienes no aceptaron los términos de la reina fueron perseguidos. La política de persecución de los grupos rebeldes católicos se agudizó en los años 80 del siglo XVI, justo cuando empezó la guerra entre el reino de Inglaterra y el de España. La persecución de católicos en Irlanda se recrudeció para evitar que los españoles se aliaran con los irlandeses y que aquéllos utilizaran el territorio irlandés para operar cerca de Inglaterra durante la guerra. De las acciones más violentas durante estos años se encuentra la represión de la rebelión del conde Gerald Fitzgerald, también llamada la Rebelión de Cork, en 1582.(7)

Más adelante, a finales del siglo XVI, comienza otra rebelión en Irlanda liderada por Hugh O’Neill, conde de Tyrone. Después de conocer los efectos del levantamiento de Fitzgerald, el conde intentó negociar con la corona inglesa más autonomía para los nobles irlandeses. A la vez que hacía esto, también entablaba diálogos con España y Escocia para establecer alianzas en caso de que fracasaran las negociaciones con la reina Isabel. Como era de esperarse, la reina no estaba dispuesta a otorgar más autonomía a los irlandeses frente a la posibilidad de que éstos se aliaran militarmente con España. Ante la negativa, Tyrone decide rebelarse confiando en la ayuda de los españoles, misma que no llegó a tiempo ni en la cantidad esperada. En su punto climático, la rebelión de Tyrone provocó que, en 1599, la monarca inglesa decidiera enviar a Irlanda a uno de sus favoritos, Robert Devereux, conde de Essex, junto con 16,000 soldados. La fácil victoria sobre los rebeldes irlandeses que la reina esperaba nunca ocurrió. Essex siguió un plan distinto al acordado, dilapidó fondos y perdió batallas clave. La fallida empresa provocó que Tyrone pudiera negociar su perdón y que, después de rebelarse brevemente contra la reina, Essex fuera enjuiciado y decapitado en 1601.

De entre quienes se opusieron a la Oath of Supremacy se cuenta al sheriff Henry Shelton, padre de Thomas, que en 1596 fue hecho prisionero hasta su muerte por este motivo. Un par de años después, en 1598, el hermano mayor de Thomas, John Shelton, fue capturado y ahorcado por su participación en la planeación del asalto al Castillo de Dublín. Según una carta que cita Knowles, después de la aprehensión de John se buscó a Thomas sin éxito. Se podría suponer que para poner a salvo a los miembros de la familia que pudieran caer presos de los ingleses, los Shelton hayan decidido enviar a España a Thomas; sin embargo, para explicar la presencia de Shelton en el Colegio Irlandés de Salamanca es necesario tomar en cuenta otra circunstancia familiar. Margaret Shelton, la madre de Thomas, era hermana de Peter Nangle, guardián del convento franciscano de Armagh. El dato es relevante si se toma en cuenta un factor clave que atravesará toda la vida de este traductor: las redes de franciscanos irlandeses en Europa.

Según expone Thomas O’Connor en «Irish Franciscan Networks at Home and Abroad, 1607-1640», la migración de irlandeses al continente a finales del siglo XVI y durante el siglo XVII se debió a varios motivos, entre ellos están el de la formación de clérigos y nobles, pero también el de la huida por persecución. La investigación de O’Connor muestra que este flujo de personas se dio gracias a las redes de clérigos irlandeses que se establecieron en los Países Bajos españoles, una zona que hoy comprende Holanda, Luxemburgo y Bélgica y que durante el siglo XVI y buena parte del XVII fue parte de la corona española. En este territorio, y siempre bajo el consentimiento del Vaticano y del rey de España, los clérigos irlandeses comenzaron a establecer colegios. El primero lo fundó el cardenal William Allen en Douai en 1568. De aquí, los colegios irlandeses se expandieron a París (alrededor de 1570), a Lisboa (1590) y a Salamanca (1592). A finales del siglo XVI, por iniciativa de Chistopher Cusak, se abrieron más colegios irlandeses en otras ciudades de los Países Bajos españoles. De entre los problemas que enfrentaron los franciscanos en esta región se encontraba el insistente entrometimiento de los jesuitas en la dirección de las instituciones; los colegios de Lisboa y Salamanca no pudieron evitar que la congregación ignaciana tomara el control de la enseñanza y la administración.

Teniendo estos datos presentes y tomando en cuenta el parentesco que tenían los Shelton con un miembro importante de la comunidad franciscana de Irlanda, es factible asumir, junto con Knowles, que frente a las circunstancias que vivía la familia, enviar a Thomas a Salamanca podía ser una buena manera de alejarlo del peligro de ser encarcelado y, a la vez, procurarle una buena educación. Si se toma en cuenta que la siguiente noticia que se tiene de Thomas en Irlanda después de la muerte de su hermano es hasta 1600, entonces podemos deducir que la estancia de Shelton en Salamanca se pudo haber prolongado desde que se encarcela a su padre en 1596 o desde que es sospechosos de colaborar con su hermano en 1597 hasta el año de 1600. Cualesquiera que sean las posibilidades que derivan de lo anterior, la información disponible señala que es muy factible que Shelton haya vivido y estudiado en Salamanca al menos por tres años y que a su regreso haya contactado a miembros rebeldes del grupo de Tyrone.

Como mencionamos previamente, las relaciones entre Irlanda e Inglaterra durante los últimos años del siglo XVI estuvieron marcados por batallas y por la persecución de católicos. Estas tensiones se tradujeron, entre otras cosas, en una compleja red de informantes y espías que seguían los movimientos de Tyrone y de sus aliados; gracias a esto, tenemos información en torno a Shelton y a sus actividades. En una carta que cita Knowles con fecha del 14 de agosto de 1600, el canciller irlandés Lord Loftus, le adjunta a Robert Cecil, secretario de la reina, el reporte de un espía que informa sobre algunos personajes que se encuentran el en círculo del conde Tyrone; entre ellos encontramos a Thomas Shelton:

Two of the parties named in it are men of good account, I mean Stainhurst and Nugent, the one named Walter being brother to Richard Stainhurst, the learned physician who is with the King of Spain, and the other called Richard Nugnet is eldest son to William Nugent, brother to the Lord of Delvin, which Richard by his mother shall be a good inheritor in the Pale. The other, named Shelton, is he of whom Sir Robert Gardener and myself heretofore wrote to your Honour in Lapley’s cause, having them intelligence that he was at Court, under pretence to be cured of the Queen’s evil. One of his brothers was executed with Lapley, and this young man hath been a good while in Tyrone with his treacherous uncle the Friar Nangle. I have made the more haste to let your Honour understand hereof, for that they departing so lately and going wholly through Scotland (where I doubt not they will think themselves very secure) there may be some good means used to have them apprehended there.(8)

Además de ser útil porque a través de él sabemos que en 1600 Shelton se encuentra en Irlanda, el reporte nos informa de otra circunstancia importante en la vida de Shelton: después de haber regresado a Irlanda y aparentemente sin haber obtenido un título en Salamanca, Shelton no tarda en planear su regreso al continente. El motivo por el cual esto sucede es lo que Knowles llamó «Shelton’s greatest indiscretion». En enero de 1601, Shelton dirige una carta a Florence MacCarthy, un rebelde irlandés casi tan peligroso para Inglaterra como Tyrone, en la cual se pone a su servicio para establecer vínculos con España: «This only rests, that as I have ever desired to serve your Lordship, so now, finding the opportunity of this bearer, I would not omit so fit an occasion to kisse your honourable hands, and signifie that respect I have ever borne towards you».(9) La carta es interceptada y entregada a Sir George Carew, el noble inglés que se encargará de capturar y enviar a la Torre de Londres a MacCarthy. El resultado de haber escrito esta imprudente carta: la persecución.

El reporte arriba citado también incluye el nombre de otro personaje clave: Richard Nugent. Este noble irlandés tuvo, al igual que Shelton, una familia con tradición rebelde; su padre, William Nugent, educado en Oxford y poeta ocasional en inglés y en irlandés, recibió arresto domiciliario en 1575 por oponerse a pagar ciertos impuestos a la corona inglesa. En 1582 William viaja al continente en busca de apoyo de los poderes católicos para los levantamientos irlandeses. De su hijo, Richard, se sabe que también viajó al continente alrededor de 1600 y que, en 1604, siguiendo las tradiciones literarias de la familia, publica un libro de versos titulado Cynthia: containing direfull sonnets, madrigalls, and passionate intercourses, describing his repudiate affections expressed in loves owne language. Que el autor de este libro de versos es con quien se encuentra Shelton en el reporte del espía y con quien planea un viaje al continente, lo señalan dos hechos. Por un lado, se sabe que Nugent tenía la intención de ir a España en busca del favor de Felipe III para ser incorporado al Regimiento Irlandés en los Países Bajos españoles. Para llevarlo a cabo, es factible pensar que se sirviera de un intérprete como Shelton, que además de conocer el continente, también sufría persecución política. Por otro lado, que lo anterior muy probablemente sí ocurrió se refleja en el hecho de que en el libro de versos de Nugent aparece un poema preliminar firmado por Thomas Shelton y que la siguiente noticia que se tiene de éste proviene de un registro de nombres de una asamblea capitular de los colegios irlandeses en la ciudad de Douai en 1604. Así, lo anterior sugiere que Shelton y Nugent salieron en 1601 de Irlanda o de Escocia hacia el continente y que posiblemente entre 1601 y 1604 Shelton se trasladó de España a los Países Bajos españoles.

El hecho de que el siguiente registro de Shelton después del reporte del espía sea en una asamblea de los colegios irlandeses, nos muestra que a su regreso al continente el traductor volvió a integrarse a la red de franciscanos irlandeses dentro de la cual se había formado. Al respecto, Knowles propone que la aparición de este «Thomas Skelton» (10) dentro de la red de los colegios irlandeses podría indicar que para entonces el traductor se desempeñaba como maestro en una de estas instituciones; tesis que tiene sentido si se toma en cuenta que esta red acoge a varios exiliados católicos de Irlanda y de Inglaterra y que Shelton tenía una muy apreciada formación jesuita que podían utilizar los franciscanos en sus colegios.

Entre el año de la aparición de su nombre en los registros de Douai y la publicación de su traducción del Quijote en 1612, el nombre de Shelton aparece en dos publicaciones, en la ya mencionada Cynthia (1604) de Richard Nugent y en la Restitution of Decayed Intelligence in Antiquities (1605) de Richard Verstegan. En ambos casos, la presencia de Shelton es breve y se restringe a la composición de un poema preliminar; tal vez sea por estas razones por las cuales no ha llamado la atención de la crítica. Sin embargo, si nos adentramos un poco más en estos textos nos daremos cuenta de que aún hay elementos por deducir de la relación entre las obras de Nugent, Verstegan y Shelton.

Según la investigación que Deirdre Serjeantson expone en su artículo «Richard Nugent’s Cynthia (1604): A Catholic Sonnet Sequence in London, Westmeath, and Spanish Flanders», el libro de versos de Nugent se encuentra dentro de una tradición lírica que utiliza el tema de la luna y de los nombres y términos derivados de este campo semántico (dentro del cual se encuentra el personaje mitológico de Cintia) para alabar a la reina Isabel. La investigación de Serjeantson muestra que la Cynthia de Nugent se une al tema del elogio de la reina sólo en un primer momento, pues su obra logra resignificar al personaje principal femenino para que los elogios a la reina también se lean como alabanzas a Irlanda. Haciendo esto, Nugent aspira a poner en la palestra de las discusiones estéticas de la corte inglesa un tema relacionado con el conflicto en torno a la identidad irlandesa y a la autonomía que éstos buscan frente a la corona inglesa. Al respecto, Serjeantson menciona lo siguiente: «Nugent’s sequence employs the volatile image of Cynthia, with all of its attendant connotations, to meditate on the volatile issues of his day: the interdependent questions of English rule, of the Catholic faith, and of the nature of Irish identity».(11)

Con respecto a lo anterior, el análisis de la investigadora también descubre los mecanismos estéticos con los cuales el poeta traza una suerte de identidad irlandesa a través de la temática amorosa de la obra; identidad que, paradójicamente, está relacionada con su decisión de escribir en inglés y no, como su padre, en irlandés (los poemas de Nugent se inspiran en formas que ya se encuentran en poetas como Sidney y Spenser). Según los argumentos de Serjeantson, este hecho no es llamativo a menos de que se consideren los vínculos que esta obra puede tener con las ideas de otra que también contiene un poema preliminar de Shelton, a saber, la Restitution of Decayed Intelligence in Antiquities.

Richard Verstegan, autor de la Restitution, nació en Londres a mediados del siglo XVI con el nombre de Richard Rowlands. Después de abandonar sus estudios en Oxford y de salir exiliado de Inglaterra por publicar un texto de la ejecución de Edmund Campion, Verstegan se dedicó a viajar por Europa y a escribir sobre mártires católicos. Después de realizar algunas traducciones de obras religiosas (entre ellas el primer misal tridentino en inglés) publica su Restitution. En esta obra, Verstegan busca esclarecer el origen histórico del pueblo inglés en un intento de establecer una suerte de identidad nacional; para hacerlo, recurre al análisis de la lengua sajona. Según su argumentación, el sajón no sólo sirve para trazar el origen de los ingleses, sino que también prueba que éstos están estrechamente emparentados con los irlandeses y los escoceses, grupos cuyas lenguas también se relacionan, según él, con esta lengua antigua. A lo largo del texto, Verstegan logra establecer un lazo entre los ingleses, irlandeses y escoceses que no se basa en las diferencias de confesión religiosa que hay entre ellos, mismas que hasta ese momento los tiene en constante conflicto.

De acuerdo con Serjeantson, la Restitution de Verstegan completa el cuadro de las inquietudes intelectuales y de identidad de un grupo de personajes de habla inglesa que se mueve en torno a Shelton en los Países Bajos españoles. Así, lo que une a Verstegan con Nugent es la necesidad del reconocimiento de la identidad de los grupos que no comparten ni la religión, ni los derechos de los nobles de la corte isabelina. Estos autores se valen de la lengua inglesa para afirmarse frente a la corona y frente al Protestantismo anglicano. Por un lado, Nugent utiliza la lengua y las formas líricas inglesas para tematizar a Irlanda con la misma importancia con la que se alababa a la reina Isabel; por otro, Verstegan argumenta que detrás de las diferencias políticas y religiosas que hay entre Irlanda, Escocia e Inglaterra, estas regiones están unidas por un antecedente lingüístico común. De los personajes que menciona Serjeantson, la figura que no analiza bajo el esquema de la búsqueda del reconocimiento político-religioso es la de Shelton; sin embargo, su investigación nos da los elementos para profundizar en la comprensión de la primera traducción del Quijote.

Después de la aparición de sus poemas en las obras de Nugent y de Verstegan, volvemos a tener noticias de Shelton gracias a la publicación de la Primera Parte del Quijote en 1612. La traducción, que aparece en la imprenta de Edward Blount (a quien le debemos los ‘folios’ de Shakespeare y la traducción al inglés de los Ensayos de Montaigne) contiene la siguiente dedicatoria:

TO THE RIGHT HONOVRABLE HIS VERIE GOOD LORD, THE Lord of Walden, &C.

Mine Honourable Lord; hauing Translated some fiue or sixe yeares agoe, the Historie of Don Quixote, out of the Spanish tongue into the English, in the space of forty daies: being thervnto more then halfe enforced through the importunitie of a very deere friend, that was desirous to vnderstand the subiect: After I had giuen him once a view thereof, I cast it aside, where it lay long time neglected in a corner, and so Little regarded by me as I neuer once set hand to review or correct the same. Since when, at the intreatie of others my friends, I was content to let it come to light, conditionally, that some one or other, would peruse and amend the errours escaped; my many affaires hindering mee from vndergoing the labour. Now I vnderstand by the Printer, that the Copie was presented to your Honour: which did at the first somewhat disgust mee, because as it must passe, I feare much, it will proue farre vnworthy, either of your Noble view or protection. Yet since it is mine, though abortiue, I doe humbly intreate, that your Honour will lend it a fauourable countenance, there by to animate the parent thereof to produce in time some worthier subiect, in your Honourable name, whose many rare vertues haue already rendred me so highly deuoted to your seruice, as I will some day giue very euident tokens of the same, and till then I rest,

Your Honours most affectionate Seruitor,

Thomas Shelton.(12)

El primer elemento problemático de esta dedicatoria es la fidelidad de las afirmaciones de Shelton. Al principio, por ejemplo, sostiene que tardó apenas 40 días en hacer la traducción, dato que podríamos tomar casi como una broma si consideramos que el lector tiene en sus manos un volumen de dimensiones considerables. El segundo dato, y probablemente el más controvertido, es el que se refiere al amigo para quien Shelton originalmente había traducido la obra. Nos parece que de las opciones que se han manejado —mismas que no excluyen nombres como Beaumont o Shakespeare—, la más factible sea la de Verstegan (13) o la de algún miembro de la comunidad irlandesa que estuviera en los Países Bajos españoles, de entre quienes se puede contar, por cierto, al hijo del conde Tyrone que para entonces también vivía en los Países Bajos españoles. A pesar de lo anterior, cabría pensar que también este dato es falso —tal vez una broma— y que el querido amigo simplemente es una forma indirecta de referirse al rey Jacobo (a quien sabemos le gusta la idea de tener una mayor presencia de lo español en su corte), al padre de Theophilus, Lord Howard, o a Robert Cecil. Ahora bien, rompernos la cabeza en torno a esto no nos llevará a nada —los propios especialistas aún no han podido llegar a ninguna conclusión al respecto de este tema—; no obstante, el personaje a quien está dedicada la obra y el círculo de autores que rodea a Shelton mientras traduce, son elementos que pueden ayudarnos a elaborar una explicación en torno al porqué de la traducción.

Como ya se mencionó brevemente más arriba, la práctica de las dedicatorias de las obras es fundamental para entender los propósitos de sus autores. Desde la perspectiva de las dinámicas de mecenazgo, la dedicatoria puede interpretarse como lo que un autor puede dar a cambio de la paga de la impresión de un libro o del otorgamiento de una renta periódica; de manera similar, las dedicatorias funcionan también como ‘solicitudes’ para ganarse el favor de algún personaje con poder y de este modo encontrar un nicho laboral estable. Como lo menciona David Harris Willson en King James VI and I, el mismo rey Jacobo era una figura proclive a beneficiar a los autores de obras que apoyaban sus ideas e iniciativas.(14) De aquí, tal vez, la razón por la cual Verstegan le dedica la Restitution al monarca. En el caso del Quijote de Shelton, la traducción está dedicada a Theophilus Howard, hijo del Lord Chamberlain del rey. Si tomamos en cuenta la vida y principales actividades de este personaje,(15) no encontraremos nada particular en esta figura que lo vincule con el mundo de las letras en la corte del rey Jacobo; sin embargo, si lo vemos a través de la dinámica de las dedicatorias, podremos entender más de los motivos por los cuales él es el destinatario de la traducción.

En 1612, año de la publicación de la traducción del Quijote, aparece Pilgrimes Solace, un libro de composiciones musicales escrito por John Dowland y también dedicado a Theophilus Howard. Este mismo año, Dowland, músico irlandés católico que hasta ese momento había vivido una vida errática por Europa, se vuelve laudista del rey Jacobo. Visto desde la perspectiva de las dedicatorias, Pilgrimes Solace, es apenas una de las muchas obras que Dowland le dedicó a personajes de la corte inglesa: su Second Book of Songs (1600) está consagrado a Lucy Russell, condesa de Bedford y personaje cercano a la reina Isabel; sus Lachrimae, or Seaven Tears (1604) a la esposa del rey Jacobo, Ana de Dinamarca y la traducción del tratado de música Micrologus (1609) a Robert Cecil, la persona más cercana al rey en ese momento. Todos estos datos nos hablan de un proceso a través del cual Dowland fue paulatinamente ganándose el favor y la simpatía de quienes rodeaban al rey, situación que finalmente le llevó a ser nombrado laudista real en la corte inglesa.

Siguiendo la pauta que nos da el caso de Dowland, y además tomando en cuenta los problemas económicos que el traductor del Quijote tendrá unos años después de que aparezca esta novela en Londres, podemos suponer que la intención de Shelton al dedicarle su traducción a Theophilus Howard es la de buscar un lugar en la corte inglesa como traductor o maestro de español (hay que recordar que en esta época el español es la lengua de moda en la corte inglesa). Las credenciales de una educación jesuita y la traducción de un libro que por su temática encajaba con la popularidad de lo español en la corte de Jacobo I,(16) podían darle buenas esperanzas de lograr su cometido. Ahora bien, un primer indicio del fracaso de este plan lo podemos ver cuando comparamos su dedicatoria con las de Dowland: a diferencia del músico, Shelton carece de la pomposa retórica que era determinante para lo que él buscaba.(17)

Por otro lado, el carácter de las obras de los autores con quien sabemos que Shelton se relacionaba durante los años en los realiza su traducción, permiten especular que detrás del primer propósito de la traducción, Shelton también podría estar contribuyendo —de manera indirecta, pues en ningún punto de su dedicatoria menciona su procedencia— junto con Nugent y Verstegan a buscar el reconocimiento político y religioso de los grupos irlandeses perseguidos dentro y fuera del reino de Inglaterra. En este sentido, la traducción del Quijote podría verse como una suerte de contribución velada a la lucha en torno al reconocimiento del derecho de los irlandeses a ejercer más autonomía en temas religiosos y políticos. Que un irlandés sea capaz de traducir al inglés una obra extensa y llena de expresiones de varios géneros literarios como el Quijote, implicaría que, así como los eruditos ingleses, también los irlandeses pueden hacer contribuciones importantes a la cultura angloparlante y que más que como sus subordinados, Inglaterra podría obtener más provecho de los irlandeses si les permitiera mayor autonomía. Lamentablemente, la poca información que se tiene de Shelton y de su círculo social en los Países Bajos españoles no permite abonar mucho a esta lectura.

Después del Quijote

Es curioso que tras la publicación de la traducción del Quijote haya mucha más información en torno a Shelton que corrobora lo que se sabe acerca de él, pero no abona a la mejor comprensión de su traducción. En 1613, el clérigo Gelasius Concan acusa al padre Cusak, el fundador de colegios irlandeses en los Países Bajos españoles, de mandar información al monarca inglés a través de un tal «Thomas Stertone». Un año antes, Shelton, fungiendo como portavoz de las inquietudes de los clérigos católicos irlandeses del continente, le demanda en términos diplomáticos a Robert Cecil negociar con el rey más tolerancia para con la religión católica de los irlandeses: «Mr. Cusake President of all the Irish Seminaries of these parts intreated mee to write to your Lords. humbly requesting that it would please you to deale with his Majesty to tolerate as muche as is possible with religion in Ireland».(18) No obstante, la manera con la que termina la carta es muy contundente y, más que solicitud cortesana, sus palabras expresan un aire de rebeldía: «This is all that the present state of matters permits mee to write; desyreng that your Lo: will excuse my bowldnes, and receiue it from one that neither does it for interest or is any way interressable more then honour and reason shall leade hime».(19) Siguiendo la interpretación de Knowles en el sentido de que estas líneas expresan una negativa a subordinarse a la monarquía inglesa, podemos entonces deducir dos cosas: por un lado, que esta actitud seguramente se interpuso con las intenciones de Shelton de ganarse un puesto en la corte del rey Jacobo, y por otro, que no es descabellado sustentar la tesis de que la primera traducción del Quijote podría considerarse como parte de un movimiento cultural irlandés que desde varios flancos busca mayor autonomía política y religiosa.

Gracias al intercambio epistolar que Shelton entabló con William Trumbull, diplomático inglés en los Países Bajos españoles, sabemos que en 1613 Shelton partió a París con una carta de recomendación de este último dirigida a Sir Thomas Edmondes, embajador inglés en Francia. En este documento Trumbull menciona que a pesar de no aprobar la religión de Shelton, reconoce sus buenos conocimientos de español y de francés. Además, la carta menciona que Shelton es un perseguido y que su intención de ir a París es la de estudiar física. Pero la fortuna no le sonrió a Shelton en París. A partir de sus cartas a Trumbull y a otros familiares solicitándoles dinero para sus enfermedades o más cartas de recomendación, sabemos que Shelton tiene para entonces una compañera sentimental y que de no encontrar pronto trabajo se irá a España o a Italia. En 1614, después de un invierno pesaroso, Shelton le escribe a Trumbull expresándole sus deseos de regresar a Inglaterra para buscar el perdón de Theophilus Howard y así poder encontrar un medio de subsistencia; «or yf you thinke fit, that I expect a pardon from England, I will drive of tyme utill it may bee had, for I haue a greate hope, by my Lord of Waldens [Theophilus Howard] meanes, to get some aduancement yf I were ther...».(20) Después de 1614 hay un vacío de información de 15 años, donde lo único que se sabe es que, en 1620, durante la época en la que el rey Jacobo vuelve a entablar relaciones con la monarquía española, aparece la traducción de la Segunda Parte del Quijote, aparentemente también traducida por Shelton.(21) Sin embargo, no vuelve a hacer datos concretos del traductor sino hasta el año de 1629 cuando el clérigo Thomas Strange, guardián de los franciscanos en Dublin, le informa en una carta en español al padre Luke Wadding que Thomas Shelton ha recibido la orden de sacerdote y que es buen candidato para St. Isidore, la residencia estudiantil y seminario franciscano que aquél había fundado en Roma en 1625.


NOTAS

(1) Además de hacer al entonces rey de Escocia un aliado político en contra de España, con esta acción la reina inglesa logra evitar los problemas que generó su orden de ejecución de la reina María Estuardo de Escocia, madre del rey Jacobo. Su ejecución se realizó el 9 de febrero de 1587 y se justificó a partir de los constantes intentos de la reina escocesa por aliarse con Francia y España en contra de Inglaterra.

(2) El rey Jacobo intentó al inicio del siglo XVII que el rey Felipe III accediera a que el príncipe inglés, Enrique, se casara con una de las infantas. Sin embargo, Enrique muere en 1612 de tifoidea, lo que implicó que los esfuerzos por casar a un príncipe inglés con una infanta comenzaran de nuevo varios años después cuando el segundo hijo varón de Jacobo I, Carlos, tuvo edad suficiente para el matrimonio. También estos intentos fracasarán y Carlos terminará casándose con Enriqueta María de Francia.

(3) Tres ejemplos representativos del trabajo crítico que se ha realizado en torno a la primera traducción del Quijote son: el libro «Don Quixote» and the Shelton Translation (1982) de Sara Forbes Gerhard, el artículo «La primera traducción inglesa del Quijote de Thomas Shelton (1612-1620)» (1983) de Carmelo Cunchillos Jaime y los trabajos que se recopilan en los primeros capítulos de The Cervantean Heritage (2010).

(4) Un intento de lo anterior lo llevo a cabo en mi tesis La primera traducción del Quijote por Thomas Shelton: posición del traductor y énfasis en la teatralidad, de donde está tomada buena parte del contenido del presente artículo. En este trabajo intento mostrar que parte de la estrategia que utiliza Shelton en su traducción implica enfatizar la teatralidad de la novela cervantina. Según se intenta argumentar, dicha estrategia estaba en consonancia con el tipo de lectura inicial que tuvo la novela y con el gusto teatral inglés.

(5) Anthony Pym, Method in Translation History, Manchester, St. Jerome, 1998, pp. IX-X.

(6) En este artículo todas las citas de fuentes primarias relacionados con la vida de Shelton están tomadas de esta publicación de Knowles (Edwin B. Knowles, «Thomas Shelton, Translator of Don Quixote», Studies in the Renaissance, 5 (1958), 160-175.).

(7) Esta acción de la corona inglesa llevó a la muerte a miles en esta región —se calcula que hasta 30.000 personas fallecieron—, a castigos ‘ejemplares’ para los cabecillas de la rebelión y a que, además, se desatara una plaga en la ciudad portuaria de Cork.

(8) Knowles, op. cit., p. 165.

(9) Ibid., p. 166.

(10) El cambio en la ortografía del nombre pudo haber sido un error o una modificación intencional debido a las circunstancias de persecución que éste vivía en ese entonces.

(11) Deirdre Serjeantson, «Richard Nugent’s Cynthia (1604): A Catholic Sonnet Sequence in London, Westmeath, and Spanish Flanders», en David Coleman (ed.), Region, Religion and English Renaissance Literature, Londres, Routledge, 2016, p. 70.

(12) Knowles, op. cit, p. 161.

(13) El hecho de que, entre muchas de sus ocupaciones, Verstegan también haya sido agente editorial de diplomáticos ingleses en los Países Bajos después de su exilio de Inglaterra, sugiere que él pudo haber sido un medio a través del cual Shelton se pudo informar del gusto inglés y su mundo libresco. Las actividades mercantiles de Verstegan con Inglaterra también invitan a pensar que fue a través de él que la versión inglesa del Quijote de Shelton llegó a la isla y que la dedicatoria a Theophilus Howard haya sido una idea o recomendación suya. Cfr. Paul Arblaster, «Verstegan [formerly Rowlands], Richard», Oxford Dictionary of National Biography.

(14) Al final del siglo XVI y después de haber publicado sus ideas con respecto a qué significa ser rey y cómo hacerlo en su Basilikon Doron (1599), el rey Jacobo estaba más que dispuesto a recibir apoyo en torno a sus ideas y sobre todo en torno a su derecho a heredar el reino inglés. Walter Quin y sir Thomas Craig, por ejemplo, se vieron beneficiados en la corte escocesa por haber escrito textos que apoyaban las ideas del monarca. Esta dinámica se dio a lo largo del reinado de Jacobo I en Inglaterra y se presentaba con mayor frecuencia cuando el monarca tenía desacuerdos con el Parlamento o con el grupo más conservador de los protestantes.

(15) Gracias a la cercanía de su padre con el rey, Theophilus Howard se hizo de varios señoríos en Gales y se posicionó junto con otros nobles a la cabeza de un grupo que promovía la colonización de América. A Theophilus le interesaba particularmente la comercialización del tabaco que se producía en Virginia, una de las primeras colonias inglesas en América del Norte. Después de que su padre perdiera el favor del rey, Theophilus logró salvarse de la ruina familiar al ganarse la amistad del duque de Buckingham.

(16) Al estudiar la recepción inicial de la traducción de la Primera Parte del Quijote de Shelton es interesante notar que lo que más tuvo éxito en las adaptaciones teatrales, tanto en Inglaterra como en España, fueron las historias intercaladas. Algo que busco demostrar en mi tesis es que el lenguaje con el que Shelton traduce estas historias nos permite deducir que en ellas encontraba mayor valor literario que en las historias de las aventuras de don Quijote. Este hecho concuerda, a su vez, con el prestigio y popularidad de las temáticas que contienen episodios como los de Marcela y Grisóstomo, Cardenio o la temática de El curioso impertinente.

(17) Como una muestra de la diferencia de estilo de uno y otro autor cabe simplemente contraponer el encabezado de las dedicatorias que ambos le hicieron a Theophilus Howard: mientras Shelton comienza la suya con un tono sobrio y directo, «TO THE RIGHT HONOVRABLE HIS VERIE GOOD LORD, THE Lord of Walden, &C.», Dowland se explaya en los títulos y la relación del noble con la corona inglesa, «TO THE RIGHT HONORABLE THEOPHILVS, LORD WALDEN, SONNE AND HEIRE TO THE MOST NOBLE, THOMAS, BARON OF WALDEN, EARLE OF SVFFOLKE, LORD CHAMBERLAINE OF HIS MAIESTIES HOVSEHOLD, KINGHT OF THE MOST Noble Order of the Garter, and one of his Maiesties most Honourable Prinnie Connsell. Cfr. John Dowland, A pilgrims Solace, ed. William Barley, Londres, 1612, disponible en < http://kulturserver.de/home/harald-lillmeyer/Texte/Downloads/Bilder/Dowland1/BilderDowland1.html> [consultado por última vez el 25 de octubre de 2018].

(18) Knowles op. cit., p. 170.

(19) Ibid.

(20) Ibid., p. 172

(21) En la primera parte del artículo «La primera traducción inglesa del Quijote de Thomas Shelton (1612-1620)», Carmelo Cunchillos Jaime resume la discusión que hay en torno a la aparente no autoría de Shelton de la Segunda Parte del Quijote.

(22) «Calendar of seventeenth-and eighteenth century documents at the archives of the Irish College Rome», disponible en <http://www.irishcollege.org/wp-content/uploads/2011/02/Calendar-of-17th-and-18th-century-Irish-College-Rome-archival-material.pdf> [consultado por última vez el 2 de abril de 2018].

(23) El dato lo menciona Roger Chartier en su estudio sobre el Cardenio de Shakespeare, la obra perdida que podría demostrar que el dramaturgo inglés conocía la traducción de Shelton: «El libro de Cervantes se había vuelto familiar para la princesa y parece haberla acompañado durante mucho tiempo: frecuentes, en efecto, son las comparaciones tomadas de Don Quijote en las cartas que ella dirige a su amigo sir Thomas Roe, un gentilhombre de la Cámara privada del rey Jacobo I, que la había escoltado a Heidelberg en 1613» (Roger Chartier, Cardenio entre Cervantes y Shakespeare. Historia de una obra perdida, trad. Silvia Nora Labado, Buenos Aires, Gedisa, 2012, p. 53).


BIBLIOGRAFÍA

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WILLSON, David Harris, King James VI and I, Londres, Jonathan Cape, 1963.


Itsukushima Shrine.


La filosofía política del Quijote (I): el Estado.

José Antonio López Calle

En el Quijote encontramos dispersas múltiples referencias a los conceptos en torno a los cuales se hallaba organizada la vida política de la época y a partir de ellas podemos hacernos un esbozo del pensamiento cervantino al respecto. Si a ellas sumamos las esparcidas por el resto de su producción literaria, podemos hacernos una idea bastante amplia y completa sobre el pensamiento político de Cervantes, que se enmarca cabalmente en el contexto del pensamiento político español y europeo de su tiempo.

A efectos de la reconstrucción de la filosofía política del ilustre escritor, seguimos como hilo conductor el doble eje temático en torna al cual se articulan sus frecuentes alusiones, unas veces tácitas y otras, las más, explícitas, a ideas políticas y a la vida política de su época. Por un lado, están las alusiones que giran en torno a la sociedad política o el Estado en general, sobre la monarquía, sus funciones, las limitaciones del poder real, las relaciones entre el rey y los súbditos, la guerra y la paz.

Por otro lado, están las innumerables menciones a España como sociedad política, lo que incluye el tratamiento de varias ideas sobre ella de suma importancia política: las de su unidad y diversidad, la de España como reino o Estado monárquico y su estructura política, la de España como patria, como nación y como imperio, a lo que se ha de añadir la consideración de la interpretación cervantina del sentido de España como sujeto político en la historia. Comenzamos por el estudio de la idea de Estado o república, tomando como referencia principal el Quijote y, cuando ello es necesario, el resto de su producción literaria.

República y Estado
Cuando Cervantes o sus personajes mencionan el Estado suelen designarlo con el término “república”, el más habitual en España y en toda Europa para referirse a la organización política de la sociedad en abstracto, independientemente de la particular forma de organizarse o estructurarse el Estado. Pero, aunque escasa o raramente empleada en su obra literaria y, desde luego, nunca en la gran novela, la nueva designación que empieza a abrirse camino, la de “Estado”, que acabaría consagrándose en los siglos siguientes como nombre de la sociedad considerada políticamente, hace acto de presencia en algunos de los escritos cervantinos en su sentido político moderno. Así, por ejemplo, en la comedia El laberinto de amor, donde vemos a Tácito poner en solfa a los que sin saber siquiera gobernar a sus criados se ponen a fundar Estados:

“Hay algunos tan simplones, / que desde su muladar / se ponen a gobernar / mil reinos y mil naciones; / dan trazas, forman Estados y repúblicas sin tasa, / y no saben en su casa / gobernar a dos criados” {i}.

O en La gran sultana, donde el embajador de Persia, recibido en audiencia por el Gran Turco, inicia su embajada o intervención ante él refiriéndose al reino o imperio turco con la palabra “Estado”: “Prospere Alá tu poderoso Estado”{ii} . Y más adelante Zaida (en realidad Clara, cautiva cristiana del serrallo del Gran Turco) le desea a Catalina, a punto de convertirse en gran sultana por su matrimonio con el Gran Turco, que le proporcione al Estado turco un heredero:

“Fecundo tu seno sea,/ y, con parte sazonado, del Gran Señor el Estado/ con mayorazgo se vea”{iii}.

El Estado bien ordenado

Pero, aunque no faltan las alusiones a la república o Estado, son tan escuetas que es difícil hacerse una idea del pensamiento de Cervantes sobre este asunto. No obstante, en ocasiones deja traslucir algunos aspectos de lo que Cervantes debía de considerar esencial en el Estado. Así es en aquellas en que se pone en primer plano la noción de orden como rasgo constitutivo del Estado: “La república bien ordenada…” (I, 22, 203){iv}, lo que revela que el Estado es ante todo para Cervantes una forma de orden o la instauración de un buen orden; seguramente debía de ver en el buen orden de que él habla el fundamento del Estado o república, de su unidad, solidez y conservación. Puede decirse que Cervantes utiliza una fórmula que es de la mayor trascendencia política, pues en ella se resume lapidariamente toda una doctrina política sobre el orden como cimiento del Estado, como clave de su fuerza, de su grandeza, de su estabilidad y duración; y, sin duda, Cervantes no podía dejar de ser consciente de ello. Esa forma de hablar sobre el Estado y el género de pensamiento que refleja era usual en su época, en la que, no importan las diferencias de criterio en otros aspectos, se pensaba que el orden era esencial en la constitución del Estado, ya se tratase de un reino o de una república.

Esa forma de entender el Estado, en términos de orden o buen orden, se formuló de muy diversos modos, pero su codificación en la fórmula registrada por Cervantes se convirtió en canónica y, sin duda, fue la preferentemente adoptada por toda suerte de autores, tratadistas políticos, juristas, historiadores e incluso los ajenos al tratamiento de asuntos políticos, nacionales y de otras naciones. Y entre los contemporáneos de Cervantes encontramos testimonios tanto del uso de la fórmula canónica recogida por Cervantes como de otras formulaciones de la idea de orden como elemento constitutivo del Estado. Así, por ejemplo, entre ellos, y además uno alejado de la política, cabe citar a Huarte de San Juan, en cuyo Examen de ingenios para las ciencias (1575),una obra ajena en cuanto a su tema central a los asuntos políticos, también recurre varias veces a la fórmula “las repúblicas bien ordenadas”{v}.

Entre los tratadistas políticos, merece citarse a Juan Ginés de Sepúlveda, quien, al hablar de la paz como la mayor conservadora de las ciudades y de la sociedad humana en su Democrates primus (1535), declara que toda la vida civil, al menos “en la república a derechas y sabiamente ordenada” (in republica recte ac sapienter instituta), se ocupa de la conservación de aquéllas en paz{vi}. O a Juan de Mariana, quien en su De Rege et Regis Institutione (1599), se refiere a la política como una actividad de ordenación al usar la expresión “la ordenación del reino”{vii}.

Entre los historiadores o cronistas de Indias, un caso de la mayor relevancia es el de José de Acosta, quien, en su Historia natural y moral de las Indias (1590), emplea expresiones distintas de la fórmula canónica de don Quijote designativas igualmente del Estado como una forma o modo de orden, como “orden de república”{viii} , en referencia al primer atisbo de organización estatal de los chichimecos, o “buen orden y policía”, una forma de decir buen orden político, como cuando considera superiores según este criterio a los reinos de los mejicanos y de los incas en comparación con los demás pueblos indios{ix}.

No sólo en España, también en el resto de Europa la noción de orden como idea política fundamental domina en el pensamiento político entre las figuras más representativas de la época. Incluso alguien tan dispar de Cervantes, como Maquiavelo, quien se situaba en aspectos importantes en las antípodas de Cervantes, en este asunto van de la mano, pues también el florentino gustaba de expresarse así para hablar del Estado y, en particular, de la república, aunque ésta ya no se entienda en el sentido de Cervantes, sino como una forma de organización del Estado alternativa a la monarquía. Así, por ejemplo, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio (escrito entre 1513 y 1520, pero publicado póstumamente en 1531)describe como “repúblicas mal ordenadas” a aquellas en las que se dan ciertos fallos, como el de no seguir el modelo romano en cuanto a las conquistas como modo de ampliación y engrandecimiento del Estado{x}, y, más adelante, exactamente con las mismas palabras que Cervantes, habla de “una república bien ordenada”{xi}. La misma idea política se repite no pocas veces sin más que cambiar “ordenada” por “organizada”, pero organizar es también ordenar, por lo que son intercambiables: “Las repúblicas bien organizadas”{xii}, que también se encuentra en singular: “Una república bien organizada”{xiii} ; o se usa en referencia a otro sujeto político: “Su reino está bien organizado”{xiv}, “Una ciudad bien organizada”{xv}; “Un pueblo bien organizado”{xvi}.

Pero esto es sólo una pálida sombra de la presencia de la idea de orden en la filosofía política de Maquiavelo; en realidad es ubicua en los Discursos, su obra maestra de teoría política, con las más diversas formulaciones. Tan sólo en el primer libro de la obra se habla de ordenar la o una república o una ciudad, del ordenamiento de Roma, de los ordenamientos de reinos como los de España y Francia o de los de repúblicas, como las de Florencia, Siena y Luca, de ordenación u ordenar por las leyes, de orden adecuado, de orden perfecto, de constituir el orden público, del orden político, del orden de Roma, del orden bueno, del orden civil, de reordenación del Estado, del organizador de una república que ordena la ciudad según uno de los regímenes buenos, de Licurgo como ordenador de Esparta, de Solón como organizador de Atenas según un modelo de gobierno popular, de la primera ordenación de Roma, del ordenamiento del Estado, etc., sin contar que muchas de esas fórmulas se hallan repetidas, algunas no pocas veces.

Más parco es en su uso de la noción de orden como vertebradora del Estado, que hace que éste sea fuerte, estable y duradero, en El príncipe (escrito en 1513, pero publicado póstumamente en 1532), pero hay varias alusiones tanto a la idea misma de orden en sí, entre las que sobresale la referencia a la dificultad y peligro inherentes a la sustitución del viejo orden por un orden nuevo{xvii}, como a la de los Estados organizados{xviii} o la de los Estados y reinos bien organizados{xix}. Sin duda, pocos pueden disputar a Maquiavelo en el siglo XVI y el tiempo de Cervantes el primer puesto en cuanto al papel otorgado a la idea de orden como clave del pensamiento político y de la política práctica. No se puede determinar con certeza si Cervantes lo leyó, pero al menos hay un indicio de que pudo leerlo (desde luego el idioma no pudo ser un obstáculo, pues tenía un buen dominio del italiano) o al menos oír hablar de sus ideas políticas, como lo sugiere la referencia, de la que más adelante hablaremos, a la razón de Estado, en el primer capítulo de la segunda parte del Quijote.

El único que le puede disputar el primer puesto a Maquiavelo en la importancia asignada a la idea de orden como clave de la política y en la profusión de referencias a ella es el filósofo francés Jean Bodin, conocido en España como Juan Bodino, para quien también la idea de orden o buen orden es categoría fundamental de la política, tanto en la forma de entender el Estado en general como cada una de las formas de Estado o regímenes políticos; desde luego nadie le supera en el uso de la consagrada fórmula “las repúblicas bien ordenadas” o fórmulas similares, unas veces en plural, otras en singular, en las que lo único que cambia es el sujeto del buen orden, que casi siempre se predica de la república o Estado, pero otras veces de la aristocracia, de la monarquía, del estado popular o de los reinos y repúblicas conjuntamente (“En todos los reinos y repúblicas bien ordenadas”){xx}, una fórmula que, por cierto, Cervantes usa en el pasaje mentado de El juez de los divorcios, donde precisamente se habla igualmente de “En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas”. En Los seis libros de la República (1576), su gran obra maestra, la utiliza en numerosísimas ocasiones y a veces la fórmula figura como parte del título de un capítulo (como, por ejemplo, en I, 1; I, 5), aun cuando en algún caso cambiando el sujeto político por monarquía (como en VI, 5). Bodino tuvo una notable repercusión en España e incluso su libro se tradujo al español y se publicó en 1590 por obra de Gaspar de Añastro Isunza{xxi}; pero no hay manera de saber si llegó a las manos de Cervantes y lo leyó, aunque sólo fuera en parte, pues es muy extenso.

Para terminar con este recorrido por las principales figuras del pensamiento político del tiempo de Cervantes y así terminar de situarlo en el marco del pensamiento de su época, citemos a Justo Lipsio y Juan Altusio (Althaus, Althusius), que también pusieron la idea de orden en el primer plano de su filosofía política. En cuanto al flamenco o neerlandés Lipsio, lo fundamental es que, en su principal obra política, Políticas (1589), define el poder político o imperio como “un cierto orden, así en el mandar como en el obedecer”{xxii} y tiene al orden como factor clave en la conservación del Estado y de cada súbdito{xxiii}. Lipsio gozó de un gran predicamento en España, donde a fines del siglo XVI e inicios del XVII fue el más popular y leído de los escritores políticos de su época; su Políticas (cuyo título original en latín era Politicorum sive civilis doctrina libri sex) fue traducido al español por Bernardino de Mendoza en 1604, pero no podemos decir si, como en el caso de Bodino, Cervantes estuvo entre sus lectores.

No estuvo, desde luego, entre los lectores del calvinista alemán Altusio, pero es menester citarlo por formar parte importante del cuadro del pensamiento político de la época de Cervantes, en el que el del español se inserta y a la luz del cual es comprensible, y además por ser también muy representativo de la concepción, compartida por Cervantes, predominante en aquel tiempo, sobre el orden como categoría fundamental de la teoría y de la práctica políticas. Altusio, en su obra capital Política (1603, corregida y reeditada en 1614), escrita en latín, empieza examinando qué es la política y la define como “el orden y constitución de la ciudad”{xxiv}, una definición que considera respaldada por la autoridad de Aristóteles en Politica, III, 4; VIII, 10. Más adelante, hace una apología de la necesidad del orden para la vida política, el cual es la base para la concordia, así como para la conservación y duración de la sociedad. La ordenación de la sociedad descansa sobre lo que denomina una “simetría de subordinación”, articulada en gobierno y sujeción conforme a las leyes, entre los que mandan o superiores y los que obedecen o inferiores, pero si no hay simetría de subordinación entre unos y otros y, por tanto, cada uno campa a sus anchas erigiéndose en una potestad o centro de poder opuesto a otra potestad, el resultado es la confusión o el desorden (ataxía, tal es la palabra usada por el propio Altusio) y la discordia, que conducen a la disolución de la sociedad{xxv}.

El Estado bien concertado

Utilizando palabras de similar abolengo semántico, en otras ocasiones Cervantes habla del Estado como una realidad concertada: “En las repúblicas bien concertadas…” (I, 32, 325; véase también II, 27, 764), en cuyo caso la caracterización del Estado como una forma de concierto inmediatamente trae a las mientes los elementos contrapuestos que han de concertarse. Sigue estando en primer plano el buen orden o disposición, pero ahora se pone el foco de la atención en que ese orden surge de la acción política que concierta las partes diversas del Estado en función de un fin común; en el orden de los súbditos, el Estado deviene una realidad bien concertada cuando el político trae a un mismo fin político a los individuos o colectivos que tienen sus propios fines, incluso contrapuestos y enfrentados, de forma que, de no mediar la acción política como acción concertadora, se pondría en peligro la existencia y estabilidad misma del Estado, que radica ante todo en el concierto entre las partes individuales o colectivas; pero en el orden de las partes territoriales del Estado, la acción ordenadora del Estado puede verse como un concierto en torno a un fin común entre unas partes territoriales que también pueden tener sus propios y diversos fines, incluso opuestos.

La realidad española de la época en Cataluña nos brinda un buen ejemplo ilustrativo del entendimiento de la política que han de llevar a cabo las autoridades del Estado como una actividad de concertación entre colectivos o bandos enfrentados, como se puede ver en los consejos que le dio la princesa Juana, hermana de Felipe II, al virrey de Cataluña, don García de Toledo, en 1558, la cual, preocupada y quizás alarmada por la división de Cataluña en bandos enfrentados, le encarga que ponga en práctica una política de concierto:

“Ya tenéis entendido cómo una de las cosas que más inquietan a Cataluña son las pasiones y bandos de particulares… Os encargamos que estéis muy advertido de escusaros cuanto pudiéredes de no tener familiaridad estrecha con personas interesadas en los bandos que hay en aquella tierra, sino que los tratéis a los unos y a los otros de una manera, sin mostraros en cosa ninguna más aficionado a la una que a la otra parte… Assí mismo os encargamos que procuréis de concertar por todos los buenos medios que pudiéredes todos los bandos que hay en el dicho principado de Cataluña y condados de Rosellón y Cerdaña”{xxvi}.

Sin embargo, aunque en sí mismo el término “concierto” pone el énfasis en las partes discordantes o desemejantes que se han de concertar para establecer un orden, a veces no se advierte diferencia alguna en la manera como Cervantes utiliza la expresión “repúblicas bien concertadas” en comparación con la manera como usa la expresión “repúblicas bien ordenadas”. En efecto, en uno de los pasajes en que se emplea esta última expresión, sirve igualmente que la otra para hacer hincapié en el hecho en sí de una buena ordenación de la república, en la cual, para que sea completa, han de figurar ciertas cosas como parte de esa ordenación, incluidas cosas menores, como el consentimiento de que haya juegos, como el de ajedrez o de pelota, o no tan menores, como el permiso de impresión de los libros de caballerías (I, 32, 325), lo que no difiere nada del pasaje en que se usa la expresión “la república bien ordenada” para referirse a una ordenación del Estado en la que el oficio de alcahuete es necesario y donde ha de estar regulado (I, 22 203).

Es en el segundo uso de “las repúblicas bien concertadas” (II, 27, 764) donde la indistinción entre ambas expresiones desaparece y además el orden político concertado se constituye como marco en el que Cervantes inserta, por boca de don Quijote, contenidos de gran importancia política, tales como la defensa armada de la religión, de la monarquía, de la patria, de la propia vida, de la familia, de la hacienda y hasta de la propia honra. Ahora bien, la defensa de todas estas cosas, no digamos de la religión, de la monarquía o de las patria, presupone la existencia de conflictos en que se enfrentan grupos o bandos, cuya resolución genera un orden concertado y por tanto está justificado que en este caso Cervantes haya elegido la fórmula “las repúblicas bien concertadas” para describir aquellas en que mediante la defensa armada se restituye el orden amenazado o atacado por bandos a los que se han de enfrentar los defensores del orden establecido, que resultará así un orden concertado.

La ambivalencia o doble uso del buen concierto de la república, como referido simplemente a un buen orden político o a un orden concertado, producto de la armonización de partes o bandos enfrentados, es algo que también sucedía en el pensamiento de su tiempo. Cervantes no estaba sólo, sino muy bien acompañado, en esa doble forma de hablar y entender el buen concierto operado por el Estado. Por un lado, había quienes, al igual que el ilustre escritor, se referían indistintamente al buen orden y al buen concierto o simplemente al orden o al concierto como rasgos esenciales en la constitución de una república, sin introducir diferencia alguna de matiz entre ambas expresiones. Tal es el caso de José de Acosta, quien, para describir la situación de ciertos pueblos indios, como los floridos, los chiriguanas y los brasiles, que vivían en una organización preestatal que él llama behetría, equivalente a lo que los antropólogos actuales llaman jefatura, dice que carecían de “república concertada”{xxvii}, perfectamente sustituible por “república ordenada”, que él no emplea nunca, o por la expresión “orden de república” u “orden y policía”, que, como ya vimos más arriba, sí emplea. Sin embargo, también a veces utiliza el término “concierto” como algo diferenciado de orden en sentido genérico, como en las dos ocasiones en que lo usa para designar un pacto entre clases o estamentos, como el suscrito entre los plebeyos y los nobles mejicanos{xxviii}.

Por otro lado, estaban los que sí mantenían cierta diferencia entre orden y concierto y, por tanto, entendían el Estado como un sistema de orden y de concierto, pero, aun cuando reconocían tal diferencia entre ambos conceptos, conscientes, no obstante, de la afinidad entre ellos, al ser el concierto una forma de orden o de ordenación, en la formulación verbal de su pensamiento solían usar formas de expresión en que ambos términos aparecían conjuntivamente unidos. Por mentar un autor representativo de su época, el ya citado Huarte de San Juan se expresaba de ese modo al escribir que “la república ha de estar compuesta con orden y concierto”{xxix}. Otro ejemplo interesante de lo que decimos es el de Rodrigo Landa, misionero entre los indios del Yucatán, quien describe la forma de gobernar de sus señores como una política consistente en la doble tarea de ordenar y concertar: “Los señores regían el pueblo concertando los litigios, ordenando y concertando las cosas de sus repúblicas”{xxx}.

Por último, hubo también quienes, sin dejar de reconocer la afinidad de la idea de concierto con la de orden, le dieron un tratamiento específico, aunque en el marco de la idea de una república bien ordenada. Entre éstos cabe destacar la figura de Bodino, quien fue, en el plano teórico de la filosofía política, quizás el principal teorizador de la idea de concierto como categoría fundamental de la política. El capítulo sexto y último de su libro ya citado constituye toda una teoría de la política como una tarea de concertación en la forma de lo que él denomina justicia armónica o proporción armoniosa, cuyo nombre ya lo dice todo, pues, desde los tiempos antiguos, los términos “armonía” y “armonizar” son intercambiables con los de concierto y concertar. Precisamente la naturaleza de este género de justicia, intermedia entre la justicia conmutativa o aritmética y la justicia distributiva o geométrica, se define mediante el concepto de concierto, pues su naturaleza consiste en que “junta siempre los extremos con un medio que concierte el uno con el otro”{xxxi}. Y esta idea de la justicia armónica como un término medio concertado entre extremos es la que ha de guiar la acción del rey, cuyo gobierno ha de armonizar mesuradamente a nobles y plebeyos, ricos y pobres, conduciéndolos a un término medio concertado{xxxii}. Y si el rey es los suficientemente sabio como para actuar así, inspirado por la justicia armónica, “concertará a sus súbditos entre sí y a todos juntos con él mismo”{xxxiii}. El Estado real o monárquico que gobierna concertadamente es el más perfecto y armonioso de todos, lo que sólo puede serlo si además armoniza entre sí y con el rey a los tres órdenes o estados sociales (el eclesiástico, el noble y el pueblo bajo), a cada uno de los cuales, al modo platónico, asigna una virtud, que se ha de acordar con la del rey, a quien corresponde la virtud intelectual y contemplativa, para que el reino devenga un todo armónico:

“Así, cuando los tres estados son conducidos por la prudencia, la fuerza y templanza, y estas tres virtudes morales se conciertan entre sí y con su rey, es decir, con la virtud intelectual y contemplativa, se establece una forma de república perfecta y armoniosa”{xxxiv}.

Las raíces clásicas de la idea de una república bien ordenada y concertada

En realidad, esta forma de hablar y entender la política y la acción política como la instauración de un buen orden o buen concierto no es sólo una cosa del tiempo de Cervantes, sino que hunde sus raíces en la corriente principal de una tradición filosófica que se remonta a los clásicos griegos. En Platón, la idea de orden y similares, como organización, son cruciales en su filosofía política. En la República pasa a primer plano la idea de la política como organización del Estado o como la tarea de organizarlo, lo que bien se constata en sus alusiones a una “polis organizada”{xxxv} o a “organizar una polis”{xxxvi}.

En el Político se abre paso la noción de orden como criterio político fundamental. De hecho, en un pasaje del mayor interés utiliza la oposición entre orden y desorden, ordenado (kósmios) y desordenado (akólastos) como criterio principal para discernir entre los distintos regímenes políticos y establecer una jerarquía entre ellos. Con ella hace la distinción entre regímenes políticos desordenados, como la tiranía, el peor de los desordenados, la oligarquía y la democracia, el mejor de los desordenados, y regímenes políticos ordenados, como la monarquía, el mejor de la ordenados, la aristocracia y la democracia con ley, el peor de los ordenados{xxxvii}.

En las Leyes culmina este proceso de entendimiento de la política como el establecimiento de un orden o de una organización, a lo que alude con una gran variedad tanto de verbos designativos de ordenar, organizar, disponer, etc., como de sustantivos indicativos de orden y organización (diathésis, táxis, kósmos, kataskeyé). Fundar o crear una polis se entiende como un “ordenamiento” (kataskeyé) sistemático de la polis por fundar y ese ordenamiento de una nueva polis consiste en dotarla de un régimen político, con sus instituciones, y de una leyes{xxxviii}, sin que, de momento, se diga cuál ha de ser ese régimen político. Y al fundador y legislador, en tanto instaurador de un orden político, se le define como un ordenador u organizador, en el que a veces se recalca el ser un ordenador mediante la ley (nomothétes) o su función más genérica de ordenación (diakosmón, kosmétes)de la polis{xxxix}.

Mayor presencia aún tiene la idea de orden y de ordenación en Aristóteles, en cuya teoría política su función es nuclear, lo que convierte a Aristóteles en el mayor exponente en la filosofía política griega de la concepción de la política, tanto en su plano teórico como en el de la política práctica, como una forma de orden y una tarea de ordenación u organización. Con respecto a Platón, se multiplican en su Política las referencias a esta concepción e incluso le supera en la riqueza del léxico terminológico para designar el orden político; su designación preferida y más frecuente es la de táxis, que no pocas veces tiene más bien el sentido de organización, pero también emplea, por orden de aparición, sýntaxis, que significa más bien organización, eutaxía, eunomía y kósmos. El orden o la ordenación o el estado ordenado se dice en Aristóteles del Estado o república, del régimen político en general, o de cada uno de ellos, y, por supuesto, del régimen ideal de Aristóteles, una mezcla de oligarquía y democracia, que se presenta como el orden mejor; pero también se habla de la ordenación de los poderes del Estado, como las magistraturas o el poder deliberativo, el cual viene a ser equivalente al poder legislativo; incluso se habla de la justicia como un orden y también de la ley o de la legislación, lo que no significa la reducción del orden a la ley, puesto que Aristóteles afirma expresamente que la legislación ha de realizarse desde la perspectiva del orden mejor y que éste es el criterio para decidir lo que está bien o mal en aquélla.

Son tantas las maneras como Aristóteles formula la idea de la política o del Estado o república como sujeto del orden o como objeto por ordenar, que tampoco falta la formulación enfática de don Quijote, a saber, “las repúblicas bien ordenadas”. Esta fórmula de don Quijote tiene sus más antiguos antecedentes en varias fórmulas de Aristóteles, tanto en su versión más austera o menos enfática: “Un Estado o república ordenada” (politeía syntetagméne){xl}, como en su versión más enfática, literalmente idéntica a la de Aristóteles, sin más que cambiar el sujeto del orden por la polis, el Estado o república por antonomasia en Grecia: “Las polis bien ordenadas” (hai eu kateskeyasménai póleis){xli}, a lo que cabe sumar el interesante pasaje en que se contraponen la polis bien ordenada y la mal ordenada:

“Parece imposible que esté bien ordenada una polis (tò eunomeisthai tèn pólin) que no esté gobernada por los mejores sino por los malos, y lo es igualmente que esté gobernada por los mejores una polis mal ordenada (tèn mè eunomouménen){xlii}.

Otra cosa es si Cervantes tomó la fórmula de Aristóteles o, lo que es mucho más probable, la tomó de alguien más cercano a su tiempo, un tiempo en el cual había muchas fuentes donde poder obtenerla.

En Roma, fue Cicerón, muy influido por la filosofía política griega, especialmente la de Platón, pero también la de Aristóteles, el principal exponente de la concepción de la política como una forma de orden u organización. Pero, sorprendentemente, a pesar de la riqueza del léxico latino para hablar de este asunto, Cicerón nunca emplea los términos ordo u ordinatio, ni los numerosos términos verbales de que dispone el latín para hablar de ordenar, poner en orden u organizar, sino que siempre echa mano del verbo constituo, normalmente, en su forma de participio perfecto, constitutus, a, um, ocasionalmente el gerundivo, o bien del sustantivo derivado de este verbo, constitutio, que, aunque a veces, tiene el sentido de constitución, otras tiene el de organización o de ordenación; y raramente de otros sustantivos, como status (civitatis status). El verbo constituo, cuya primera acepción es la de situar, poner, colocar, lo emplea Cicerón, en el contexto político, en su segunda acepción de disponer, ordenar, poner en orden u organizar en referencia al Estado, la civitas o a la res publica.

Así en De officiis, Cicerón se refiere a la ordenación del Estado, la civitas, por medio de la ley y la costumbre: Ex quo leges moresque constituti{xliii}; o a la ordenación de la civitas simplemente por las leyes (Constituendarum legum).{xliv} Incluso en una ocasión utiliza la fórmula, de la que la de don Quijote, es casi un calco, “una república ordenada” en un pasaje en que se exalta la gran importancia de la justicia en una república de ese género (in constituta re publica){xlv}. Aquí cabe plantear lo mismo que planteábamos acerca de la relación de la fórmula de Cervantes con la de Aristóteles, a saber, si se trata de un calco deliberado o más bien, lo que es lo más verosímil, de un calco debido a toda una tradición que se remonta a Platón y Aristóteles y pasa por Cicerón y conduce hasta los contemporáneos de Cervantes, entre los cuales había muchos de quienes podía tomar la fórmula canónica sobre el orden como rasgo esencial del Estado.

En De legibus escasean las referencias al orden como principio político, pero contiene una fórmula formidable, composita et constituta republica{xlvi}, doblemente insistente en ese principio del orden, una fórmula que bien cabría traducir literalmente por “una república compuesta y ordenada” y que también se podría verter más libremente por “una república ordenadamente constituida”{xlvii}.

Es en De re publica donde más abundan las menciones a la idea de orden u organización como vertebradora del Estado. En ellas se alude a los métodos o sistemas para organizar la república (De rationibus rerum publicarum aut constituendarum aut tuendarum{xlviii}; a la definición del Estado como la ordenación u organización del pueblo: Omnis civitas […] est constitutio populi{xlix}; al orden u organización (constitutio) de una república mixta, mezcla de los tres tipos óptimos de régimen político, como el modelo más igualitario y estable{l}; al carácter incomparable de la República romana, modelo de república mixta, en cuanto a su organización (constitutio){li} y a la superioridad de la organización política del Estado romano (nostrae civitatis status) respecto a los demás Estados por no ser obra de un solo individuo fundador, sino el resultado de un proceso histórico en que han intervenido muchos{lii}; al orden del Estado como factor esencial de su perduración: Debet enim constituta sic ese civitas, ut aeterna sit{liii}. En fin, tan fundamental es el orden para la conservación de una república, que, cuando está en peligro la salud del Estado, puede llegar a ser necesario recurrir a la autoridad de un dictador para ordenarla: “Será necesario que, como dictador -le dice en sueños Escipión, el Africano Mayor, a su nieto adoptivo el Africano Menor-, organices la república (rem publicam constituas){liv}. En fin, Cicerón formula de muchas maneras la idea de orden como principio fundamental de la organización de la vida política y, entre ellas, también utiliza la fórmula, de la que la usada por don Quijote es una imitación, en dos pasajes: en uno de ellos “el Estado bien ordenado” (bene constituta civitas)es el fundado sobre la base del derecho público y las costumbres{lv}; y en el otro no sólo se da a entender que una buena república es un Estado bien ordenado, sino que además se afirma nada menos que la mayor dicha para un ciudadano es la de poder vivir en un “Estado bien ordenado”:

“Y no se podía vivir bien sin una buena república, ni podía haber nada más feliz que un Estado bien ordenado (nec ese quicquam civitate bene constituta beatius)”{lvi}.

Cicerón es también una importante fuente antigua de la segunda modalidad de orden a la que se refiere don Quijote, la del orden como concierto u orden concertado. En un relevante pasaje de De re publica, define el modelo de Estado (civitas), por analogía con la música, en la cual, tanto si es vocal como instrumental, lo esencial es el concierto (concentus) de voces o sonidos desemejantes para así lograr la armonía, como el de un Estado concertado, cuya función esencial es concertar o armonizar los distintos y desemejantes órdenes o clases sociales para lograr igualmente la concordancia o concordia entre ellos, la cual es inseparable de la justicia:

“En efecto, así como en las liras o en las flautas y así como en el canto mismo y en las voces debe obtenerse de sonidos distintos algún concierto (concentus) […], y este concierto, hecho con la combinación de voces muy desemejantes, se hace, sin embargo, acorde y armonioso, así, el Estado (civitas), con los órdenes superiores y con los medios y con los inferiores entremezclados, como los sonidos, en forma moderada, se armoniza, por la consonancia de elementos muy desemejantes. Y lo que en el canto es llamado armonía por los músicos, es ello la concordia en el Estado, […], y tal concordia de ni ninguna manera puede existir sin la justicia”{lvii}.

De todas estas obras de la tradición clásica, la única que pudo haber influido directamente en Cervantes es el De officiis de Cicerón, del que se disponía de traducción al español y contamos con un indicio de que bien pudo leerlo Cervantes, pues, como veremos más adelante, en el Quijote hay una cita del tratado ciceroniano; es probable que leyera también, a juzgar por la referencia de Sancho a la insignificancia cósmica de la Tierra vista desde el cielo (II, 41, 863) –asunto del que ya nos ocupamos extensamente en el estudio sobre la cosmología del Quijote– la sección final del libro VI de De re publica, que desde los tiempos antiguos se venía publicando, con el título de El sueño de Escipión, como opúsculo independiente, también disponible en español en la época de Cervantes, y que contiene una mención a la idea del Estado ordenado. El resto del De re publica, donde vienen todas las demás referencias a la idea de una república ordenada u organizada, no puede haberle influido, porque se perdió y no se recuperó, y sólo de forma incompleta, hasta el siglo XIX, excepto en la medida que pudiera recibir ecos muy indirectos de esa obra a través del influjo ejercido en su tiempo por Lactancio, para quien fue una fuente esencial, y san Agustín, para quien también lo fue, como bien se ve en lo mucho que se sirvió de De re publica en La ciudad de Dios.

En cuanto a los demás libros, tanto los de Platón y Aristóteles, lo más probable es que le hayan influido, en lo que concierne a la difusión de la idea de una república ordenada y concertada, indirectamente, a través de su impacto en la posteridad medieval y desde luego en los tiempos modernos, el cual es muy patente en los autores modernos citados más arriba, en los que se evidencia que el modelo de Estado ordenado y concertado y la correspondiente idea de la política como una actividad de ordenación y concierto formaba parte del ambiente intelectual dominante y del cual pudo recibirla Cervantes, bien a través de la enseñanza recibida, de sus lecturas o del trato con personas ilustradas en los cenáculos en que participaba. En cualquier caso, sea como fuere la absorción por Cervantes de esas idea, el trasfondo filosófico antiguo antes expuesto, recreado y renovado por los autores modernos que se apropiaron del mismo, nos ayuda a entender lo que Cervantes y don Quijote estaban pensando al hablar de una república ordenada y concertada, una idea de Estado que comprendía, ya en los clásicos antiguos, desde las cuestiones más generales involucradas en un plan general de ordenación y organización del Estado, plasmada en su régimen político, hasta las cuestiones más secundarias y de menos relieve. Y, como ya señalamos, don Quijote se refiere también, en el marco de la idea de una república ordenada y concertada, a algunas cuestiones importantes, como las causas de uso de las armas o de hacer la guerra, pero también a asuntos menores, como la regulación del oficio de alcahuete.

La justicia, constitutiva de un Estado bien ordenado y concertado

Para terminar, hemos de considerar la relación entre orden y justicia, pues en el Quijote se nos suministra suficiente base textual para poder plantear seriamente el asunto. Sobre la base de lo hasta ahora visto, pudiera pensarse que quizás Cervantes no se halle muy lejos, a causa de su insistencia en el orden y en el concierto entre elementos discordantes como rasgos definidores del Estado, de las palabras de Goethe sobre la primacía y precedencia del orden sobre la justicia cuando dijo que prefería la injusticia al desorden, preferencia que sugiere que en una sociedad política el orden es más fundamental que la justicia y un bien mayor y que por tanto el deterioro o quiebra del orden es más dañino para la sociedad que el de la justicia. Pero no es así si se piensa, y tal nos parece que es la opinión de Cervantes, que no hay primacía y precedencia del orden respecto a la justicia, sino que ambos son inseparables, esto es, que el orden mismo no se puede constituir sin la justicia, por lo que la pérdida de ésta es simultáneamente el desorden y, por tanto, la disolución de la sociedad. Y nos asisten dos buenas razones para pensar con bastante seguridad que tal era el pensamiento de Cervantes. En primer lugar, tenemos la defensa que hace don Quijote en el discurso sobre las armas y las letras de la justicia como fin de las leyes; ahora bien, decir leyes, es decir, Estado y, por tanto, que el fin de éste es la instauración y promoción de la justicia, lo que tácitamente da a entender que ésta es esencial para el mantenimiento o conservación del orden estatal como tal.

Pero el argumento primordial e inequívoco en pro de la inseparabilidad de orden y justicia se encuentra en un pasaje de la aventura del encuentro de don Quijote con la banda de bandoleros de Roque Guinart, en el que se narra el reparto del botín entre los miembros de la banda, un reparto hecho con un respeto escrupuloso de la justicia distributiva que da lugar a un breve coloquio de la pareja inmortal con Roque Guinart. Pues bien, todo eso, la escena del reparto y el subsiguiente coloquio, se inspiran en un famoso pasaje del De officis de Cicerón, en el que se sostiene que sin la justicia ni siquiera una banda de ladrones podría subsistir y que, por ende, con mayor razón aún no subsistiría el Estado sin justicia, sino que se disolvería en el desorden o confusión. He aquí el pasaje en cuestión:

“Y mandando poner los suyos en ala [en fila], mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas y dineros y todo aquello que desde la última repartición habían robado; y haciendo brevemente el tanteo [calculando aproximadamente el valor], […], lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia, que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don Quijote:
—Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con ellos.
A lo que dijo Sancho:
—Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mismos ladrones”. II, 60, 1013

El texto cervantino es una magnífica ilustración literaria de este pasaje del De officiis de Cicerón que citamos a continuación, por lo que es pertinente tenerlo, a su vez, en cuenta para una adecuada comprensión del pensamiento que verdaderamente Cervantes quiso expresar:

“Tanto es el poder de la justicia que ni siquiera los que viven de maleficios y de crímenes pueden subsistir sin mantener por lo menos una sombra de justicia. Porque el que roba o arrebata algo a alguno de la misma banda de ladrones no podrá permanecer en la cuadrilla. Y el jefe de piratas, si no distribuye equitativamente el botín, creo que será asesinado o abandonado por sus camaradas, porque se dice que también los ladrones tienen sus leyes, a las que se someten y cumplen. […]. Siendo, pues, tan grande la importancia de la justicia que incluso asegura y aumenta el poderío de los ladrones, ¿cuánto piensas que será su fuerza […] en una República bien organizada”{lviii}.

En realidad, aunque muy probablemente Cervantes se inspiró en este pasaje de Cicerón, la idea de que la justicia es consustancial al Estado porque en el fondo la justica es consustancial a todo tipo de sociedad, incluso a la constituida por una banda de ladrones o de piratas, de modo que sin ella una sociedad, incluido el Estado, corre el riesgo de disolverse en el caos y el desorden, no es una idea original de Cicerón, sino de Platón, quien la expone en un pasaje de la República{lix}, que sin duda inspiró el texto citado del filósofo romano.

Pero regresemos al texto del Quijote, cuyos orígenes, en cuanto a su contenido filosófico, acabamos de rastrear. Obsérvese que las palabras de Sancho unidas a las de Roque se complementan, apoyándose entre sí para ayudar a transmitir la idea de que la justicia es constitutiva o constituyente de una sociedad, de forma que sin ella ésta no podría subsistir, ni siquiera una sociedad de bandidos. Una vez hecho el reparto del botín entre los miembros de la cuadrilla en cabal conformidad con la justicia distributiva, Roque comenta que, sin el cumplimiento puntual con ésta, los miembros de la banda no podrían convivir unos con otros y, por tanto, ésta no podría subsistir. Y las palabras de Sancho adquieren su verdadero sentido a la luz de las de Roque: Sancho no está meramente diciendo que la justicia es necesaria en una banda de ladrones para que ésta funcione bien y tenga éxito, sino, a la luz proyectada por la observación de Roque, algo más fundamental: que la justicia es necesaria no simplemente para su funcionamiento exitoso, sino para su propia subsistencia como banda.

En conclusión, si Cervantes pensaba de esa manera, a juzgar por el pasaje que acabamos de comentar y que sólo se puede entender inserto en el contexto de la tradición filosófica de la que es deudor, puede afirmarse, sin riesgo de errar, que, según él, la justicia es consustancial al orden y al Estado y que, por consiguiente, es constitutiva de una república bien ordenada y concertada y, en tal grado es así, que suprimida la justicia, no tenemos ni siquiera república o Estado, sino confusión y desorden.

Notas

{i} Teatro completo, vv. 1244-1251, págs. 491-2.

{ii} Op. cit., v. 1002, pág. 402.

{iii} Op. cit., vv. 1350-2, pág. 411.

{iv} Véase también I, 48, 496, donde la expresión viene en plural; fuera del Quijote la fórmula aparece también en el entremés El juez de los divorcios, en Teatro completo, pág. 722 en la forma “en los reinos y repúblicas bien ordenadas”.

{v} Examen de ingenios para las ciencias, Editora Nacional, 1977, págs. 89, 299 y 314.

{vi} Demócrates primero, I, 18, 33-7. La traducción que ofrecemos de la fórmula latina entrecomillada es la de Sepúlveda, Diálogo llamado Demócrates, Tecnos, 2012, I, 18, pág. 44, edición, que, bajo el cuidado de Francisco Castilla Urbano, es una reproducción, aunque modernizada para ajustarla a la ortografía y grafías actuales, de la traducción sevillana de Antonio Barca, primer traductor del libro de Sepúlveda al español en 1541, que cuenta con el interés adicional de haber sido encargada y revisada por el propio Sepúlveda; de un modo similar la traduce Ángel Losada, especialista en Sepúlveda, en su edición del Democrates primus, en Juan Ginés de Sepúlveda, Tratados políticos, Instituto de Estudios Políticos, 1963, I, 18, pág. 164: “En las repúblicas justa y sabiamente ordenadas”.

{vii} La dignidad real y la educación del Rey (De Rege et Regis Institutione), III, 17, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, pág. 462.

{viii} Historia natural y moral de las Indias, VII, 3, Historia 16, 1986, pág. 442.

{ix} Op. cit., VI, 11, pág. 406. A veces esa expresión aparece en la forma más simple de “orden y policía” u “orden y pulicia”, como en VII, 2, pág. 439; VII, 443; VII, 16, pág. 471; o en la más larga de “orden y pulicia y modo de república”, como en VII, 3, 442.

{x} Cf. Discursos sobre la primera década de Tito Livio, epígrafe del libro II, 19.

{xi} Op. cit., II, 19, Alianza Editorial, 2005, pág. 258.

{xii} Op. cit., I, 20, pág. 95; I, 24, pág. 101; I, 35, pág. 125; I, 37, pág. 127.

{xiii} Op. cit., I, 20, pág. 95.

{xiv} Op. cit., I, 21, pág. 96.

{xv} Op. cit., I, 22, pág. 97.

{xvi} Op. cit., I, 58, pág. 178.

{xvii} El príncipe, VI, Tecnos, 1988, págs. 23-24.

{xviii} Op. cit., IV, pág. 19.

{xix} Op. cit., XIX, pág. 77.

{xx} Los seis libros de la república, VI, 6, Tecnos, 1997 (1ªed., 1985), pág. 306.

{xxi} Existe una reedición actual en dos volúmenes por el Centro de Estudios Constitucionales, 1992, a cargo de José Luis Bermejo Cabrero, en la que además se han restaurado los pasajes expurgados por la Inquisición.

{xxii} Politicas, II, 1, EditorialTecnos, 1997, pág. 33.

{xxiii} Op. cit., II, 1, pág. 34.

{xxiv} Altusio, Política, I, 5.

{xxv} Cf. Op. cit., I, 35-7 y los títulos del sumario inicial del capítulo correspondiente a los parágrafos 35 y 37. Hay una excelente edición en español de la Política de Altusio por el Centro de Estudios Constitucionales, 1990, a cargo de Primitivo Mariño Gómez.

{xxvi} Citado por Javier Salazar Rincón, El mundo social del “Quijote”, Gredos, 1986, pág. 98, quien toma la cita de Joan Reglà, Felipe II i Catalunya, Ed. Aedos, 1956, págs. 109-110. La cursiva es nuestra.

{xxvii} Cf. Historia natural y moral de las Indias, I, 25, pág. 125.

{xxviii} Op. cit., VII, 13, 463 y 464.

{xxix} Examen de ingenios para las ciencias, pág. 226.

{xxx} Citamos del texto seleccionado del libro de Landa, Relación de las Cosas de Yucatán, por Ángel Palerm para la antología de textos recogidos en su Historia de la etnología, I. Los precursores, Editorial Alhambra, 2ª ed. 1982 (1ªed. 1974), pág. 193.

{xxxi} Bodino, Los seis libros de la república, vol. II, VI, 6, Centro de Estudios Constitucionales, pág. 1141.

{xxxii} Op. cit., pág. 1172.

{xxxiii} Op. cit., Tecnos, 1997, (1ªed., 1985) pág. 306.

{xxxiv} Ibid.

{xxxv} República, II,372 a; VIII, 546 a.

{xxxvi} II, 372 d.

{xxxvii} Cf. Político, 303a-b.

{xxxviii} Cf. Leyes, IV, 712 b-c.

{xxxix} Véase Leyes, I, 625 d; V, 742 e; VIII, 843 e.

{xl} Política, 11, 1272 b 30.

{xli} IV, 10, 1330 a 4-5.

{xlii} VI, 8, 1294 a 1-3

{xliii} De officiis, II, 4, 15.

{xliv} II, 12, 41.

{xlv} II, 11, 40, que algún traductor, como José Guillén Cabañero, latinista, precisamente especialista en la obra de Cicerón, se permite la licencia de darle más énfasis anteponiendo “bien” al participio, que él prefiere verter por “organizada”.

{xlvi} De legibus, III, 18, 42.

{xlvii} Así la traduce, por ejemplo, el magnífico traductor, Álvaro d’Ors, y también encargado de la edición bilingüe del De legibus, como Las leyes, para el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000 (1ª ed., 1953).

{xlviii} De re publica, I, 6, 11.

{xlix} I, 26, 41.

{l} I, 45, 69.

{li} I, 46, 70.

{lii} II, 1, 2.

{liii} III, 23, 34.

{liv} VI, 12,12.

{lv} I, II, 3.

{lvi} V, 5, 7

{lvii} II, 42, 69. Seguimos la traducción de Julio Pimentel Álvarez en su edición bilingüe de la UNAM, 1984.

{lviii} De officiis, II, 40. La traducción es de José Guillén Cabañero para la edición de Tecnos.

{lix} Cf. Republica, I, 351 c-d; 352 c.

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