Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es la obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra, y una de las obras más influyentes de la literatura española y universal. Además, el Quijote es considerado como la primera novela moderna. La novela consiste en dos partes que se publicaron en 1605 y 1615. Algunas anécdotas sobre la primera edición y algunas otras muy curiosas sobre la obra de Cervantes. 1. La primera edición se confió al librero y editor Francisco de Robles, el cual concedió la impresión al antiguo taller de Juan de la Cuesta (imprenta Madrigal). 2. En principio, para la primera edición, se había previsto imprimir una tirada inicial de 500 ejemplares aunque finalmente se editaron entre 1,200 y 1,500. Gran parte de los cuales fueron enviados a América. 3. La edición del año 1605 se reimprimió 6 veces en un sólo año, lo que le convirtió en uno de los libros más vendidos de la época. 4. Sotheby´s subastó en 1980 el primer ejemplar de Don Quijote de la Mancha en inglés. 5. El libro de don Quijote de la Mancha tiene un total de 381.104 palabras. 6. A pesar de los años, “El Quijote” sigue editándose y no deja de reinventarse, incluso tiene una versión manga. 7. El libro de Cervantes es el libro más traducido de la historia de la lengua española. Ha sido traducido a más de 50 idiomas, siendo únicamente superado por La Biblia. 8. La Real Academia Española (RAE) define un quijote como un “hombre que antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo”. 9. El ex primer ministro israelí, David Ben-Gurión, aprendió español para poder leer El Quijote y otras obras de Cervantes en su idioma original. 10. La primera edición no fue tan glamurosa como quizá imaginéis, hecha con prisa tenía erratas y una tipografía mediocre. 11. Hablando de la tipografía de esa primera edición, se dice que salió del taller respondiendo a un nivel medio de la imprenta española de aquella época, lo cual es muy bajo –además hay que considerar que se imprimió en un periodo de tiempo muy breve. 12. La Biblioteca Nacional de España dispone de uno de los pocos ejemplares de la primera edición de El Quijote que se conservan en buen estado y además, cualquiera puede acceder a el, pues está completamente digitalizado. |
Itsukushima Shrine. |
«Casi un milagro»: un raro ejemplar de 'El Quijote' y una primera edición de las 'Novelas ejemplares' podrían venderse por 900.000 euros. Sotheby's considera que la adquisición «de este par de ediciones antiguas, desparecidas durante tanto tiempo y que datan de al menos tres siglos, es una oportunidad que aparece sólo una vez en la vida» IVANNIA SALAZAR 07/10/2022 Unos 900.000 euros es el precio que podrían alcanzar, cuando salgan a subasta en París el próximo 14 de diciembre, una rara edición de 'El Quijote' y una primera edición de las 'Novelas ejemplares'. Así lo desvelaron fuentes de Sotheby's, que detallaron que el primero podría venderse por entre 400.000 y 600.000 euros, mientras que la segunda obra podría alcanzar entre 200.000 y 300.000 euros. Ambas creaciones de Miguel de Cervantes datan del siglo XVII y según declaró a la prensa local Jean-Baptiste de Proyart, experto en libros antiguos que ejerce como asesor de la subasta, esta edición de El Quijote «es el mejor y más raro ejemplar que ha llegado al mercado en décadas». Fue adquirido en 1936 por Jorge Ortiz Linares, un joven diplomático boliviano, en la librería Maggs Bros de Londres, adonde había entrado años antes buscándolo, aunque sin éxito. Pero su nombre quedó en una lista de espera y finalmente se hizo con él tras viajar desde París solo con este cometido después de que el librero lo llamara. «Es casi un milagro encontrar un libro tan valioso que no ha estado en el mercado durante más de 70 años», dijo el especialista. El diplomático, calificado como «un hombre culto» y «talentoso», también coleccionaba literatura francesa y de temática latinoamericana. Anne Heilbronn, responsable de la venta de libros y manuscritos en Sotheby's Francia, declaró que esta obra «puede considerarse hoy en día la base de la literatura moderna» y la adquisición «de este par de ediciones antiguas, desparecidas durante tanto tiempo y que datan de al menos tres siglos, es una oportunidad que, para la mayor parte de los coleccionistas, aparece sólo una vez en la vida». El conjunto, delicadamente encuadernado en Inglaterra a finales del siglo XVII, formó parte de la colección de Beilby Thompson, bibliófilo del siglo XVIII y parlamentario de Yorkshire. Por otro lado, la copia de Ortiz Linares de las 'Novelas ejemplares', es una primera edición «sumamente rara», cuyo contenido cargado de «modernidad» es según Proyart, «hoy en día más fácil de leer que el Quijote». |
El libro: una ficción cervantina. Si el Quijote está ligado a los orígenes de la novela moderna, que lo está, tales orígenes se vinculan necesariamente a la búsqueda de soluciones respecto a las reticencias de los moralistas de la época contra las diferentes formas de ficción; a la reflexión de las preceptivas en torno a las posibilidades de una moderna forma de narración que lograse reconciliar las virtudes de los viejos “romances” con las exigencias de la poética; a la transformación del mercado, del público lector y de las formas de producción del libro; y, finalmente, al interés por un espacio (el de lo cotidiano y el de lo privado) desatendido por la literatura anterior. Con el hallazgo de la novela se da solución a un problema literario, pero sobre todo se hace del discurso una forma de ver la realidad, diferente a la que cualquier otro vehículo literario anterior podía proporcionar. Aunque, sin duda, sea largo el camino que resta por recorrer para que podamos contar con una historia satisfactoria del género “novela” en el Barroco, existen materiales suficientes para la reconstrucción de los supuestos teóricos, desde los que autores y preceptistas encaran las posibilidades de una moderna forma de narrativa ficticia. Y estos documentos nos hablan, sobre todo, de una profunda crisis en relación con la narrativa precedente, así como de una intensa y apasionada reflexión –motivada por la mencionada crisis– sobre varias cuestiones principales: los excesos “imaginarios” de las viejas formas de narración, que provocan la ira, o al menos las reticencias, de los moralistas; el desprestigio –ante el importante auge de la preceptiva neo-aristotélica– de unas fórmulas que carecen de la sanción teórica que la “Poética” de Aristóteles había otorgado a otras formas de narración, tales como el poema épico; la confluencia, y en algunos casos confusión de modalidades narrativas que pierden sus perfiles tradicionales para generar discursos híbridos de muy difícil clasificación; y, finalmente, las exigencias de un nuevo público, que ya no se identifica con los “ideales” y con los “principios” que rigen en el universo de la narrativa caballeresca, sentimental o pastoril. Algunos analistas se han referido a la actitud que surge de la Reforma protestante bajo el epígrafe de “La religión del libro”. Me parece todo un acierto. La Reforma viene a reemplazar la “religión del rito” por la “religión del libro” y en ello tienen una importancia extraordinaria el desarrollo de la imprenta y las nuevas formas de relación –autorial o lectorial– que de dicho desarrollo se derivan. Le invitamos a leer: Natación: ¿Cuáles son sus beneficios para la salud? En cualquier caso, don Quijote ejemplifica, en su manera de leer los libros de caballería, una “episteme” periclitada y caduca que, con y desde el Evangelio, afirma: “In principio erat Verbum”. El verbo es el principio generador, la norma y el modelo; y la vida, que surge del verbo, debe ajustarse y dejarse modelar por el verbo. Inspirado por sus lecturas caballerescas, Alonso Quijano renuncia a la monotonía de su propia existencia e inaugura una nueva vida, cuyo desarrollo quedará vinculado al dictado de lo que el libro diga: deberá ponerse un nombre acorde con el de sus libros y solo después de hacerlo se lanzará en busca de aventuras, para encontrarse con castillos, y no con ventas, porque el libro habla de aquellos, pero no de estas. don Quijote, frente a Alonso Quijano, es el intérprete de una partitura ya escrita. Cervantes, en muchos de sus personajes (pero especialmente en don Quijote), castiga esta idea, poniendo en evidencia que el texto y el mundo constituyen provincias muy alejadas, y que la comunicación entre ambas no es sencilla. Todo el peregrinaje de don Quijote en busca de “aventuras” no es otra cosa que el resultado de una frustrada búsqueda, en la superficie de su tierra de La Mancha, de las figuras de sus libros de caballerías; el resultado de un frustrado intento de dar vida en la realidad a lo que dicen los libros. El ilustre hidalgo quiere vivir lo leído. Como los humanistas, don Quijote asume “devolveré la vida a los lenguajes dormidos”. ¿Qué otra cosa, si no esta, es lo que hace, o pretende hacer, con los libros de caballerías? En la persona de su protagonista, Cervantes recoge un debate y una crítica que tiene al libro como objeto, y con los retazos de este debate escribe una “historia” que, desde el comienzo pretende –según propia confesión– acabar con los libros de caballerías, pero el retrato de su caballero apunta en una dirección diferente. Este aprovecha el menor resquicio que la naturaleza puede ofrecerle para intentar que los signos legibles cobren realidad y que sobre la materialidad del mundo se haga verdad lo leído en los mencionados libros. Pero la realidad tozudamente se empeña en frustrar las pretensiones de nuestro protagonista y las ventas se empeñan en ser ventas y no castillos; los molinos, molinos y no gigantes; los rebaños, rebaños y no ejércitos…, como decía el libro. Todas las expectativas del protagonista cervantino se ven burladas y, en la burla, lo que se pone en evidencia es el vacío de los signos y de las palabras de los libros. Así lo señala Foucault:
La erudición que leía como un texto único la naturaleza y los libros es devuelta a sus quimeras: depositados sobre las páginas amarillentas de los volúmenes, los signos del lenguaje no tienen ya más valor que la mínima ficción de lo que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, don Quijote vaga a la aventura. Frente a lo que denotan estas actitudes, Cervantes con la locura de su protagonista lo que viene a demostrar es que la verdad no es una cualidad de las cosas, sino de las proposiciones y las proposiciones, fuera del discurso, no son nada. La relación de verdad no puede establecerse entre las cosas y su imagen verbal, sino entre la expresión y lo expresado. Aunque pensemos en la relación de verdad como una relación de la cosa con el pensamiento, tal relación solo puede verificarse cuando se expresa. Por lo tanto, la verdad, en última instancia, es una función de la expresión. No nos las habemos con hechos, sino con expresión de hechos. La verificación de una proposición siempre implica la determinación de la adecuación de esa expresión, a través de la interpretación. Todo discurso que tiene sentido, sea historia, o sea ficción, es verdadero. Otra cosa, muy diferente, es que sirva para la vida. |
La filosofía política del Quijote (II): la monarquía y el gobierno. José Antonio López Calle Hay diversas formas de entender el orden y concierto del Estado y de cómo mantenerlos, pero para Cervantes, como para la inmensa mayoría de las gentes de su tiempo, la más perfecta encarnación del orden y el concierto armónico entre las partes de la república y su mejor garante es la monarquía. Cervantes, en efecto, participa de la creencia generalizada de que la monarquía es la mejor forma de organizar el Estado, en definitiva, el mejor sistema político, el más eficaz garante de la estabilidad y continuidad del Estado como sociedad ordenada y concertada. En fin, usando el propio lenguaje del ilustre escritor puede afirmarse que, para él, la monarquía es el paradigma de una república bien ordenada y concertada. Y, desde luego, en el caso de España en particular, a Cervantes no le cabía duda del papel crucial de la monarquía hereditaria como pilar fundamental de la vida política y clave de la estabilidad y continuidad del reino. Y, por tanto, un factor determinante de la constitución de España como una república bien ordenada y concertada. Ya vimos la idea cervantina de la sociedad como un orden estamental jerárquico. Pues bien, la realeza viene a culminar y rematar esta concepción jerárquica de la sociedad. De hecho, en la época, y seguramente Cervantes debía de participar de tal forma de pensar, era común, entre los apologetas de la monarquía, fundamentar el orden social jerárquico encabezado por el monarca en el orden natural, igualmente jerárquico. Desde los tiempos medievales, por ejemplo, santo Tomás en su opúsculo De regno, hasta los siglos XVI y XVII, las grandes figuras del pensamiento político monárquico aducían precisamente este argumento basado en la analogía entre el orden jerárquico de la naturaleza y el de la sociedad como prueba de la superioridad de la monarquía como régimen político. En el macrocosmos, uno solo, Dios, se decía, rige a todo el universo y en el mundo creado el hombre se alza como rey de la creación; y dentro del microcosmos humano, se decía, en el hombre, como un todo, el alma dirige al cuerpo; y a su vez, en el alma la razón gobierna sobre sus partes irascible y concupiscible, sobre los afectos y deseos; y en el seno del cuerpo, la cabeza mueve los demás miembros de éste. Así que, si tanto en el universo como en el hombre uno solo gobierna sobre el resto, lo más razonable es pensar que también en la sociedad humana lo mejor será que sea uno solo quien la dirija. Y si tanto en el macrocosmos como en el microcosmos humano vemos que el orden o armonía es un producto de la dirección unitaria de un solo principio, cabe pensar razonablemente que el gobierno de uno solo, el monarca, en quien se concentra el poder político, es el agente principal del orden y armonía políticos y que si el poder fuese compartido por varios o por muchos ello sería una fuente de conflictos y disensiones, que la realeza nos ahorra. En la obra de Cervantes no hay alusión alguna directa al argumento precedente como prueba de la superioridad de la monarquía como sistema político. Pero, de algún modo, en la referencia de don Quijote al rey como “señor natural” en su plática con el mozo que va a la guerra (I, 24, 739) o en la del cura cuando le reprocha a don Quijote “ir contra su rey y señor natural” (I, 30, 300), por haber libertado a los galeotes, se vislumbra un cierto, aunque vago, eco del trasfondo filosófico de la analogía o correspondencia entre el orden de la naturaleza y el de la sociedad. Se puede interpretar que, si el rey es señor natural de sus súbditos, como don Quijote, será porque así es el orden natural de las cosas y resulta que precisamente el orden jerárquico de la sociedad cuyo pináculo es el rey es una imitación del orden jerárquico también monárquico de la naturaleza. Pero si dejamos aparte el que el rey sea señor por naturaleza y nos centramos en el hecho en sí de que sea señor, término que nos remite al dominio que ejerce el rey sobre el territorio del reino, notaremos otro rasgo esencial de la concepción de la monarquía en el tiempo del Quijote: su carácter patrimonialista, sobre el que Tomás Carreras Artau fue el primero en llamar la atención{1}. El rey es el dueño o propietario del reino y el titular del poder político soberano sobre éste. En el Quijote hay varias alusiones explícitas, en las que el citado Carraras Artau fue también el primero en reparar{2} , a esta concepción del rey como dueño del reino sobre el que ejerce su poder como si fuese patrimonio suyo; y no sólo en lo que respecta al reino en cuanto referido a España propiamente dicha, sino también en lo que respecta a sus dominios o posesiones exteriores. Así, por lo que respecta a éstos últimos, no se los califica como dominios de España o del reino o de la nación, sino como de los “estados” del rey, esto es, como “sus estados” en referencia al rey; tal es lo que sucede en una pasaje en que, tras informarnos el narrador de la necesidad en que se había visto el rey, a la sazón Felipe III, de proveer las costas de Nápoles, Sicilia y la isla de Malta, ante la amenaza que suponía la bajada de una poderosa armada del enemigo turco, don Quijote, amén de elogiar la prudente actuación del rey, presenta a esas provincias españolas como estados del rey: “Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercibido el enemigo” (II, 1, 550). Pero sucede exactamente lo mismo cuando se habla de partes internas del reino mismo de España, que se nos presentan como si fuesen de la propiedad del rey. Una buena muestra de ello es el pasaje de la aventura de la cueva de Montesinos en que, por boca de don Quijote, se nos dice de las lagunas de Ruidera que “las siete son de los reyes de España” (II, 23, 726). Más adelante, es el propio narrador, aunque contándonos lo dicho por el bachiller Sansón Carrasco, el que se refiere conjuntamente a casi todas las islas del Mediterráneo, tanto las estrictamente pertenecientes al reino de España como a las que constituían posesiones exteriores suyas, en términos inequívocamente patrimonialistas: “…siendo todas [las ínsulas] o las más que hay en el mar Mediterráneo de su Majestad” (II, 50, 934). La concepción patrimonialista del Estado o del reino, tal y como ilustran los casos enumerados, revela la ausencia en la época de una distinción clara entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del soberano o titular del poder político. Hay una confusión entre ambos, de modo tal que el patrimonio estatal viene a ser una extensión o parte del patrimonio privado del rey. Ahora bien, el rey como soberano, aunque en un sentido patrimonialista, está obligado, en cuanto tal, a velar por sus súbditos dándoles seguridad, paz y justicia. El desvelo del rey por la paz y seguridad de su pueblo se puede ver representado, a una escala reducida, en el gobierno de Sancho en Barataria. Pero, más interesante, a este propósito, es el hecho de que disponemos de una referencia directa al deber del monarca de proteger a sus súbditos y mantenerlos seguros y en paz en el pasaje antes citado, en que le rey Felipe III se encarga de proveer los dominios españoles en Italia y en el Mediterráneo central, para que su paz y seguridad no se vean alteradas por los movimientos de la enemiga armada turca. En cuanto a la justicia, era una atribución fundamental del rey, a quien se consideraba como la encarnación de ella, como veremos más adelante, y, por tanto, misión suya capital llevarla a sus súbditos. De dos maneras operaba la justicia del rey según se refleja en el Quijote: de forma negativa, como justicia penal, como bien se ve en la aventura de los galeotes, donde se nos muestra a la justicia real condenando a los delincuentes; y de forma positiva, como recompensa o premio de buenos servicios, méritos o concesión de honores y cargos. Don Diego de Miranda elogia esta faceta del comportamiento de los reyes españoles, de la que nos ofrece como muestra su justa distribución de premios a los más renombrados hombres de letras: “Pues vivimos en un siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras”. II, 16, 665 También don Quijote se pronuncia favorablemente sobre este género de justicia administrada por los reyes: “Y cuando los reyes y príncipes ven la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes”. II, 16, 668 En el tratamiento de este asunto de la justa distribución de premios, honores, dignidades, oficios y mercedes por parte del rey Cervantes se halla en perfecta sintonía con la literatura política de la época, en la que este era un tema muy común.{3} Además, dado que se pensaba que el Estado tenía la función moral de alentar no sólo que los miembros del reino fuesen buenos súbditos, sino también virtuosos, se pensaba que el monarca debía recompensar a los virtuosos. Esto ayuda a entender la propuesta de Sancho como gobernador de premiar a los virtuosos. Entre sus deberes está también el de ser cercanos al pueblo, por lo que no ha de ocultarse, sino manifestarse a él y la mayor manifestación de cercanía es la de concederles audiencia para atender a sus preocupaciones, una obligación real que don Quijote considera inexcusable: “Uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos”. II, 6, 588 Recíprocamente, los súbditos están obligados, siendo como es su señor natural, a obedecer y respetar al rey, al que además deben lealtad y ante el que han de mostrarse dispuestos a servir. Don Quijote, como sedicente caballero andante, no sólo se muestra dispuesto a servirle, sino que, dejando aparte el servicio a Dios, pone por encima de cualquier otra cosa el servicio a la Corona (II, 24). Entre los deberes de los vasallos está también el de ser veraces y de ahí la condena por parte de don Quijote de la adulación, un tópico manido en los libros sobre la educación de los príncipes y espejos de príncipes, como algo contrario a la lealtad debida al rey: “De los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente u otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra”. II, 2, 563 Por su lado, Sancho Panza revela ser un servidor fiel del rey cuando declina la invitación del morisco Ricote a ayudarle a sacar y a encubrir el tesoro que dejó enterrado a cambio de doscientos escudos, pues, dado que los moriscos han sido expulsados de España por decreto real, ayudarle en tal menester, aunque son del mismo lugar y amigos, lo considera Sancho una traición al rey, pues ahora, aunque amigos, son enemigos políticos: “Haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos” (II, 54, 965). Y es que, en definitiva, la noción del rey como señor natural tiene un sentido fuerte, casi feudal, que recuerda la relación medieval de vasallaje entre el señor y el vasallo. De hecho, en el tiempo del Quijote era costumbre, como así lo atestigua la literatura de la época de todo género, en justa correlación con la designación del rey como señor natural o simplemente señor, referirse a sus súbditos como vasallos. No hace falta salir de la propia obra de Cervantes, para obtener la prueba. En la Canción segunda de la armada contra Inglaterra es el propio poeta el que se refiere a los españoles como “vasallos” dispuestos a ofrecer liberal y valerosamente al rey Felipe II cuanto poseen para contribuir a la victoria sobre Inglaterra en la contienda que se avecina (vv. 69-71). En El coloquio de los perros un arbitrista, cuyas palabras recoge Berganza, habla de los súbditos españoles como “los vasallos de Su Majestad”{4} ; y en El trato de Argel esa relación de vasallaje entre el rey y sus súbditos se aplica igualmente a los amerindios de los reinos españoles de la España americana: así allí se designa explícitamente por boca de Saavedra al hablar de Felipe II como aquel “a quien los negros indios con sus dones/ reconocen honesto vasallaje”.{5} Una monarquía así, en que el rey rige como señor natural del reino y en que los súbditos son vasallos, no deja de tener también un tinte paternalista{6} Recordemos la declaración de don Quijote de que a los amos o señores se ha de respetar como si fuesen padres (I, 20, 187), una idea, que sin duda es aplicable, a los reyes con mayor motivo por ser señores por excelencia, concebidos así, conforme a esta analogía, como padres del reino o de sus súbditos, a los que éstos debían respetar como a sus padres. De hecho, esta analogía entre el rey y el padre de familia, que se remonta a la Antigüedad{7} , era muy habitual en la época de Cervantes. En muchos de los escritores políticos más representativos de entonces encontramos referencias a la idea del rey como padre de sus súbditos e incluso como padre de la patria, ya se trate de tratadistas políticos, autores de espejos de príncipes, destinados a la educación de los príncipes en los principios de buen gobierno, o de memorialistas o arbitristas.{8} La concepción del rey como un padre prestaba además apoyo a la idea de que a él le corresponde mandar y velar por su pueblo, mientras que a éste no le cabía sino obedecer, como se obedece a un padre. A su vez, toda esta concepción paternalista del gobierno del rey y de su relación con sus súbditos se hallaba reforzada por la idea organicista o corporativa de la relación del señor con aquellos sobre los que ejerce su señorío. Recuérdese el dicho de don Quijote: “Siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado” (II, 2, 565). Esta idea de que el señor y el criado componen un cuerpo del que el primero es la cabeza y el segundo un miembro del cuerpo, en la época se aplicaba igualmente al rey como señor de sus vasallos o súbditos, que asimismo constituyen conjuntamente un cuerpo, cuya cabeza es el rey y las diversas partes o miembros de su cuerpo, los vasallos, lo que obviamente permite justificar las respectivas atribuciones y funciones, las del poder de mando del rey, como cabeza de su pueblo, y la de obediencia de éste, como parte subordinada. La monarquía patrimonialista y paternalista que Cervantes retrata es también una monarquía absoluta: el monarca es el titular del poder político y en él se concentra de forma indivisible. Se puede ver esta doctrina de la indivisión o unidad del poder en el gobierno de Sancho, como ya señalara Carreras Artau.{9} Sancho, en efecto, aunque su poder es delegado y dependiente de su señor jerárquico, el Duque, se puede ver como una ilustración de la doctrina de la indivisión del poder real, porque dentro de su pequeño dominio de Barataria gobierna, a la manera de un señor feudal, como un monarca absoluto, pues, aunque delegado, el poder recibido es total y uno, no desmembrado. Durante su gobierno, lo vemos ejercer la potestad ejecutiva, con sus correspondientes atribuciones policiales y militares; la legislativa, que se materializa en todo un corpus legislativo que acaba formando lo que el narrador denomina “las constituciones del gran gobernador Sancho Panza”; y la judicial, ya que también desempeña las funciones de un juez, que, como tal, interroga, juzga, sentencia y ejecuta la sentencia contra los culpables. No creemos que se pueda despachar el gobierno del escudero como ilustración de las ideas políticas de la época por el hecho de su tratamiento burlesco. En primer lugar, porque Sancho, como don Quijote, a pesar de las burlas a que lo somete el narrador, no es un hombre de paja: se le dota de suficiente dignidad como para que, a pesar del tinte cómico, salga airoso del trance; y en segundo lugar, cabe recordar que los consejos morales y políticos de don Quijote a Sancho están inspirados en los manuales de consejos o espejos de príncipes de aquel tiempo, por lo que parece desprenderse que la burla cervantina de las ilusiones escuderiles de Sancho discurre dentro del cauce de las ideas políticas sobre el gobierno dominantes en la época tratando al escudero como una especie de rey en miniatura, a la escala de un diminuto dominio. Pero no es sólo el gobierno de Sancho, que puede verse como una imagen a pequeña escala del poder ilimitado del rey; es que el absolutismo monárquico se deja adivinar también en varios pasajes en que se alude a los poderes del rey, en quien se concentran como titular único. Se alude a dos potestades principalísimas del luego llamado poder ejecutivo. En primer lugar, se alude expresamente al monarca, en la figura de Felipe III, como jefe supremo de las fuerzas militares, como en el pasaje ya citado (II, 1, 550), en que lo vemos ejercer el mando supremo ordenando proveer, como ya se ha dicho, sus estados en Italia y el Mediterráneo para protegerlos de un posible ataque de la armada turca (II, 1, 550). En segundo lugar, se alude también al rey como depositario único de un poder tan importante como el poder fiscal. En las alusiones a este poder del rey se percibe, desde luego, el carácter absoluto de la monarquía, pues el monarca se nos presenta como árbitro único y absoluto en materia de tributos, sin que se deje margen alguno a que alguien más, el pueblo o las Cortes, pueda tener nada que decir al respecto. En el prólogo de la primera parte del Quijote, Cervantes habla, dirigiéndose al lector, de los impuestos como cosa del rey de una forma que deja pocas dudas al respecto: “Y estás en tu casa, donde eres señor de ella, como el rey de sus alcabalas [impuestos]”. De modo muy parecido se pronuncia don Quijote, cuando encarece la aptitud de Sancho para gobernar sugiriendo que con sólo arreglarle un poquito el entendimiento “Se saldría con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas”. II, 32, 803 Por cierto, la referencia a los tributos o alcabalas como algo del rey, nos remite de nuevo a la idea patrimonialista del Estado y a la indistinción entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del rey. Pero esta forma de referirse a los impuestos y a la hacienda pública como si fuera una propiedad privada del rey es frecuente en la literatura política de la época. Un ejemplo ilustrativo es el de Sancho de Moncada, quien, en sus frecuentes alusiones a las rentas del reino, procedentes de los tributos recaudados, y a la hacienda pública se expresa como si fuesen posesiones del rey. En su Restauración política de España aparecen expresiones como “Sus rentas Reales” [las de Felipe III], “La hacienda de V. M.”, “La hacienda que su Majestad tiene”, “Su Real hacienda”, “La hacienda de su Majestad”; “La Real hacienda de su Majestad{10} . Así que cuando más neutramente, es decir, en términos menos posesivos, habla de la “La hacienda Real” o “La Real hacienda”{11} no se puede abandonar la duda de si realmente se está hablando de la hacienda como un patrimonio público o como un patrimonio particular del rey. No obstante, hay autores en los que se percibe un atisbo de distinción entre el patrimonio público del Estado y el patrimonio privado del rey en relación con los tributos y la hacienda real. Tal es el caso de Suárez, quien se plantea en qué sentido el rey es dueño de los tributos y resuelve el asunto estableciendo que el rey es verdadero dueño en lo que atañe a los tributos que se pagan al rey mismo por razón de su cargo y de su trabajo; pero el rey no es dueño, sino administrador de los tributos impuestos para obras comunes o públicas, útiles para el reino o el pueblo.{12} Una distinción más clara aún entre el patrimonio del Estado y el particular del rey se percibe en Juan de Mariana, quien distingue en las rentas reales las que proceden de los bienes patrimoniales del rey, destinadas al sustento de la familia real y a la conservación y servicio de palacio, y las demás rentas procedentes del cobro de los tributos (entre las que a su vez discierne entre las que provienen de los tributos ordinarios y las que provienen de los impuestos extraordinarios, pero, a efectos de nuestro argumento, esto es irrelevante), que deben destinarse a financiar la administración del Estado, el pago de los funcionarios y toda suerte de obras públicas{13} . Sin duda nadie llegó tan lejos, entre los teóricos políticos españoles de los siglos XVI y XVII, como Mariana, quien por lo que acabamos de ver y por su declaración “Un príncipe no debe creerse nunca dueño del Estado”{14} parece llegar a una clara distinción entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado del Rey, con lo cual, si ello es así, se convierte en pionero en la ruptura con la concepción patrimonialista del Estado{15} . Asimismo, se alude, de un modo lapidario, al poder legislativo del rey, dándose a entender que la atribución de dictar leyes corresponde únicamente a él. No otra cosa sugiere el famoso refrán, que se cita dos veces: “Allá van leyes do quieren reyes”. I, 45, 468; II, 37, 837 La intención primera de esta sentencia es señalar la arbitrariedad de los reyes, que las leyes se orientan según su voluntad o son la expresión de una imposición real: de hecho, parece ser que el origen del refrán se remonta a la imposición por Alfonso VI del rito romano frente al mozárabe por influjo de su esposa Constanza.{16} Pero la frase misma presupone que, para que todo eso sea posible, la facultad de legislar es una atribución de la corona y de nadie más. En cuanto al llamado poder judicial, está claro que, al menos de una forma indirecta, se alude a él como una atribución del rey. Es más, el rey mismo se considera en la época como protector de la justicia{17} , incluso la encarnación misma de ésta y se administra en su nombre. Y así es como se nos presenta en el Quijote. Por boca de Sancho, se habla, en relación con la justicia penal, del rey como encarnación de la justicia, de lo que se infiere que se administra en su nombre por los jueces y demás ministros o funcionarios de la justicia; incluso los delincuentes eran vistos como servidores del rey y el cumplimiento de sus condenas, impuestas por jueces del rey, como servicios a él. Todo esto se halla expresa o tácitamente en las sucesivas manifestaciones de Sancho al divisar a los galeotes, que entresacamos de su coloquio con don Quijote: “Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. […] Es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. […] Advierta vuestra merced que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos”. I, 22, 199-200 Obsérvese la declaración final de Sancho: en ella afirma con nitidez, a pesar de que los galeotes han sido condenados por los jueces correspondientes, que ha sido el mismo rey, como encarnación de la justicia o su genuino titular, quien los ha condenado, como si los jueces fuesen meramente instrumentos a su servicio, lo que es harto indicativo del grado en que el poder judicial se veía como un poder del rey, un poder que los jueces y demás ministros de la justicia, simplemente ejercen en nombre del rey, el verdadero titular de la justicia, en este caso en su vertiente penal. Ahora bien, cuando se habla aquí de monarquía absoluta, esta expresión se ha de entender en el contexto de la tradición del pensamiento monárquico español, que es muy distinta de la tradición monárquica inglesa del derecho divino de los reyes previo a la revolución de 1689 o de la tradición del absolutismo monárquico francés. Las principales figuras del pensamiento político español clásico, con el que, como veremos, Cervantes está conforme, aceptaban que el poder del rey es absoluto en el sentido de que no hay otro poder o autoridad por encima del suyo en el orden temporal y de que en él se concentra todo el poder político, del que es propietario único y que no comparte con nadie; y se distinguía el poder absoluto así entendido del poder tiránico, que no se atiene a la ley y la justicia y procede arbitrariamente. Nada más alejado de los pensadores monárquicos españoles de toda laya que la concepción de Bodino y otros teóricos del absolutismo monárquico según la cual el rey soberano, puesto que es el hacedor o creador de la ley, está por encima de la ley, como ley positiva, la cual sólo se aplica a sus súbditos y no a él mismo. Esa distinción entre la autoridad absoluta, pero sometida al imperio de la ley, y la autoridad tiránica se encuentra no sólo en los tratadistas de teoría política, sino también en los grandes escritores literarios del Siglo de Oro, lo que viene a reflejar lo extendida que debía de estar esta corriente de pensamiento no sólo entre el sector culto de la población sino también en la opinión popular. Los grandes dramaturgos de entonces, como Lope de Vega, en varias de sus comedias más notables, como El comendador de Ocaña, Fuenteovejuna y El mejor alcalde, el rey, o Calderón, en El alcalde de Zalamea, exaltaron la figura del rey justiciero comprometido con el cumplimiento de la ley y la defensa de la justicia, y que incluso perdona a los autores de un delito cuando éste se ha cometido a causa de una gran injusticia ajena. Cervantes se halla en esta misma onda de pensamiento, pero lo desarrolla de un modo distinto al de sus coetáneos dramaturgos. Son las opiniones de don Quijote sobre la realeza principalmente las que reflejan cabalmente la idea de que el poder del rey, por más que sea su dueño y en él se concentre unitariamente, está limitado. Está limitado, en primer lugar, por Dios o la religión y, por tanto, por la ley divina. Recuérdese que el primer consejo político de buen gobierno de don Quijote a Sancho es el de que ha de ejercerlo por temor de Dios. La apelación al temor de Dios como principio de significación política pertenece a una larga tradición que se remonta a la Antigüedad. Aristóteles se refiere a él{18} e Isócrates lo incluyó entre sus consejos morales recogidos en su Parénesis o exhortación a la virtud, un breve escrito que bien pudo haber leído Cervantes, pues había una traducción al español disponible, realizada por Pedro Mejía e incluida en su libro Coloquios o Diálogos (1547). Aparte de la fuente helénica, también hay una fuente bíblica veterotestamentaria de la idea del temor de Dios,{19} aunque sólo en dos de los pasajes bíblicos se le da un significado político: aquel en que el sacerdote Jetró aconseja a Moisés elegir jueces temerosos de Dios{20} y aquel en que el salmista ordena a los reyes y jueces de la tierra servir a Yahveh con temor, no sea que, irritado y encolerizado, los vaya a castigar{21} . Curiosamente, aunque la fuente de Cervantes parece, por la forma en que lo presenta, ser más bien bíblica que profana, su versión de la idea del temor de Dios está relacionada con pasajes bíblicos desconectados de la política, aquellos en que se presenta el temor de Dios como principio de la sabiduría.{22} Sin embargo, como era costumbre en la época, Cervantes, a través de don Quijote, inserta el temor de Dios en un contexto político al recomendarlo como un principio de sabiduría política que debe adornar al buen gobernante. Y al obrar así, Cervantes seguía el uso común en la literatura política de su tiempo, donde no sólo en los espejos de príncipes sino también en los tratados políticos era un tópico la exigencia del temor de Dios como rasgo del buen gobernante, independientemente de la inspiración bíblica o profana o del planteamiento abstracto del asunto por parte de los autores que se ocupaban de ello.{23} La idea común subyacente, seguramente compartida por Cervantes, era que el temor de Dios sería un freno a la mala conducta del gobernante, al disuadirle de infringir la ley y cometer injusticias por temor al juicio y castigo divinos. En segundo lugar, hay un freno moral al ejercicio del poder, cualquiera que éste sea, real o de un orden subalterno, como el de Sancho en Barataria. Nuevamente, es don Quijote el encargado de exponerlo en sus consejos a Sancho, en los que se destaca especialmente que el gobernante, amén de ser virtuoso, ha de gobernar virtuosamente y conforme a la ley y la justicia. La restricción moral del poder halla su mayor fundamento en la doctrina de la ley natural, que, como ya vimos en la exposición del pensamiento moral cervantino, Cervantes defendía. La existencia de una ley natural implica la admisión de un criterio racional, objetico y universal, independientemente de la religión, de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, que obliga, pues, a todo el mundo, sea rey o cualquier otro gobernante. Por último, el poder real está restringido por la ley positiva, encarnada en la legislación vigente. Tan es así que para Cervantes es inconcebible la idea de que el rey esté por encima de las leyes, como lo era igualmente para los grandes filósofos españoles del Siglo de Oro, especialmente los escolásticos, como Vitoria, Soto, Molina y Suárez, con los cuales se halla, en este asunto, en el más completo acuerdo. Los cuatro teóricos políticos sostenían que el rey o soberano no estaba dispensado o exento de cumplir las leyes humanas (princeps non est solutus legibus).{24} Fue Vitoria{25} el primero en enunciar y fundamentar esta doctrina que iba a ser comúnmente aceptada por sus sucesores. Cervantes alude a ella en un pasaje del Quijote, sobre cuya importancia a este respecto el primero en llamar la atención fue Carreras Artau,{26} en el cual se da por descontado que el rey está sometido al cumplimiento de las leyes y tiene el interés adicional de que no es don Quijote, ni alguien muy instruido, sino un personaje del pueblo llano, el comisario encargado de conducir y vigilar a los galeotes, quien, en su negativa a obedecer la orden de don Quijote de soltar a éstos, declara que ni el mismo rey tiene autoridad para saltarse las leyes o mandar algo contrario a la ley, como lo sería soltar a los galeotes: “¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, o él [el rey] la tuviera para mandárnoslo!” (I, 22, 207-8). Lo que no está claro es hasta dónde llega, según Cervantes, la sujeción del rey a la ley positiva. Pero esta relevante cuestión, que los más conspicuos filósofos españoles de la época sí se plantearon, está ausente de la obra de Cervantes. La opinión dominante, que es posible que él aprobara, era la de que el rey sólo tiene el deber moral de obedecer las leyes, pero no está sujeto a la fuerza coactiva de éstas, lo que significa que no puede ser obligado coactivamente a cumplirlas o castigado por incumplirlas; pero si el rey no está sometido al poder coactivo de la ley, en este sentido no está obligado a cumplirla, sino exento de guardarla (legibus solutus).{27} La única voz discrepante entre los pensadores políticos españoles más importantes del tiempo de Cervantes fue la de Mariana, quien sostenía que los príncipes no sólo están obligados moralmente a cumplir las leyes, sino que también están sujetos al poder coactivo de éstas, por lo que pueden ser sancionados si no las cumplen. Llega a afirmar Mariana que si el príncipe transgrede leyes fundamentales, que han sido sancionadas por el reino, no sólo puede ser castigado, sino hasta destronado e incluso condenado a muerte si lo exigieran las circunstancias.{28} Pero aun dentro de los límites trazados por la ley positiva en vigor, la ley natural y la religión, el poder del rey sigue siendo demasiado grande, si él es el propietario exclusivo de todo el poder, un poder soberano e indivisible, y si a él están tan obligados los súbditos, que, como declara don Quijote, en caso de necesidad por el rey, además de por otras causas, éstos han de “poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas” (II, 27, 764), lo que recuerda la declaración del mismo tenor de Calderón a través de Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea de que “al Rey la hacienda y la vida se ha de dar”.{29} Y además esa puesta a disposición del rey de la persona, vida y hacienda de los súbditos se nos presenta como un deber de éstos estipulado en las repúblicas bien concertadas y admitido como tal no por fanáticos del poder real, sino por los varones prudentes, y naturalmente, si se trata de un deber del súbdito, ello quiere decir que se le reconoce al monarca la potestad de exigir su cumplimiento; en resumidas cuentas, que el rey, se supone que en caso de necesidad, puede disponer de la vida y hacienda de sus súbditos, lo que sin duda fácilmente se prestaba a abusos. En Cervantes no hay nada más que esto, la religión, el derecho natural y la ley vigente, como freno al poder regio, que, de todos modos, sigue siendo enorme. Se puede decir que, si no hay más límites que ésos y no hay instituciones, tal como las Cortes, dotadas de funciones que lo limiten, en la práctica no suponen mucho freno. Y lo cierto es que así es y en Cervantes no se halla mención alguna a las Cortes en su pleno sentido institucional y menos aún una vindicación de ellas como un poder dotado de cierta autonomía que limite al del rey. En realidad hay una única mención al final de El coloquio de los perros, pero en un contexto meramente humorístico de crítica de los memoriales de los arbitristas en la figura de un arbitrista que sugiere el desatino de que se pida en Cortes, que sin duda deben de ser las de Castilla porque el arbitrista que propone esto se halla en un hospital de Valladolid, que todos los vasallos de Su Majestad entre los catorce y los sesenta años sean obligados a ayunar una vez al mes y lo ahorrado de esta forma se entregue al rey para sanear las arcas públicas, que verían incrementados sus caudales en una cantidad que no sería moco de pavo, pues, habida cuenta de que hay en España más de tres millones de personas en ese tramo de edades podría recaudarse, a razón de real por cabeza, cada mes tres millones de reales limpios de polvo y paja.{30} Pero Cervantes en esto es un hombre de su tiempo, un tiempo en el cual ya prácticamente nadie reivindicaba el papel de las Cortes. De hecho, hacía tiempo que habían entrado en decadencia y en el reinado de Felipe III ya eran bastante irrelevantes; un claro indicio de todo ello es que desde el reinado de Carlos I hasta el final del de Felipe IV las Cortes de Castilla se convocaron sólo 44 veces y las de Aragón en los casi dos siglos de la dinastía austríaca se reunieron mucho menos, 17 veces.{31} De un lado, el avance del absolutismo monárquico y, de otro, la indiferencia creciente de los nobles y burgueses, en los que prevaleció la actitud de sumisión al rey, socavaron el valor de las Cortes, que entraron en un declive que ya no tuvo vuelta atrás. El ideal de Estado bien organizado o, para decirlo al estilo de Cervantes, de una república bien ordenada y concertada, es un Estado fuertemente intervencionista. En esta misma dirección intervencionista apuntan las ideas precedentes sobre el rey como padre y señor de sus súbditos y cabeza del reino sobre el que ejerce un poder absoluto. Ese intervencionismo se proyecta sobre tres sectores de la vida social: la economía, las letras y las artes (o, como se dice hoy, la cultura), y la religión. En el terreno económico, se aboga por una política económica destinada a promover la riqueza y prosperidad y a tal efecto se considera al gobernante facultado para reglamentar el mercado y el trabajo. Todo esto es lo que se deduce del gobierno paternalista e intervencionista de Sancho, quien no duda en imponer tasas a la venta de los artículos de consumo y a los salarios, controla los abastos y propone medidas contra la mendicidad. En este punto Cervantes no hace sino reflejar la realidad política de su tiempo y la opinión común dominante entre los círculos próximos al poder político. Es cierto que en el ámbito del pensamiento económico de los siglos XVI y XVII había más discrepancia, pues frente a los apologetas del intervencionismo estatal, como Domingo de Soto y Melchor de Soria, estaban los partidarios del mercado libre, como Martín de Azpilcueta, conocido como el doctor Navarro, Luis de Molina y Juan de Mariana. Cervantes, a juzgar por la política reglamentista de precios y salarios de Sancho, debía de estar más cerca de los primeros que de los segundos. En el terreno cultural o de las letras y las artes, al Estado se le asignaba una doble función, y ambas se hallan consignadas en el Quijote. En primer lugar, una función moral y estética de carácter negativo. Su muestra más visible nos la proporciona la apología de la censura literaria previa, fundada tanto en consideraciones literarias como morales. Por boca de la condesa Trifaldi, se presenta, invocando a Platón, la censura literaria como una tarea inexcusable de un Estado bien concertado: “Viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habrían de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos de los lascivos” (II, 38, 843). También el cura, en el coloquio con el canónigo acerca de los defectos del teatro español de la época, propone como remedio la censura de las comedias, es decir, de la prohibición de la representación de las piezas teatrales literaria y/o moralmente defectuosas, una medida que también considera recomendable para subsanar los defectos de los libros de caballerías (I, 48, 497-89). En segundo lugar, una función moral y estética positiva, de promoción de la producción de buenas obras de arte, que además sean moralmente sanas. La misma censura literaria de la que acabamos de hablar lleva aparejada una faceta positiva, la de seleccionar las obras literarias que contribuyen al sano entretenimiento y útil enseñanza de los súbditos y de ese modo promover la producción de mejores obras o más perfectas; además, se ve con buenos ojos el que el monarca proteja y aliente las artes, como se aprecia en el encomio, ya mentado, de don Diego de Miranda a los reyes españoles por su labor de protectores de las virtuosas y buenas letras, “porque letras sin virtud son perlas en el muladar” (II, 16, 665). Por último, y esto es capital, el Estado y, con él, el monarca como cabeza del Estado se halla investido de una función religiosa. Cervantes da por sentado que una república bien ordenada y concertada es una república vertebrada por una religión, en que el Estado es, por supuesto, un Estado religioso y en el caso de España un Estado cristiano católico; la religión cristiano-católica se considera como un baluarte del Estado que está por encima del rey y de los súbditos y a la que, según don Quijote, tanto el uno como los otros han de defender, si ello fuera menester, con las armas y poniendo en riesgo sus personas, vidas y haciendas (II, 27, 764). La fe católica, la fe a secas o Dios forma parte siempre en Cervantes de una díada, junto con la monarquía, como en la plática de don Quijote con el mozo que va a la guerra (II, 24, 739), o a veces de una tríada, en que entre la religión y el rey se interpone unas veces la patria, así en el discurso de don Quijote sobre las causas por las que es legítimo tomar las armas, y otras la emergente noción de nación, como en el parlamento de Lotario, cuya ordenación es fe, nación, rey, las cuales tres ideas conjuntamente constituyen los fundamentos de la vida política española, pero repárese en que siempre la religión o Dios preceden a las otras dos ideas, sugiriendo así una jerarquía entre ellas, en que la primera se erige como base sustentante de las otras. En la época, y tal es el caso de Cervantes, se suponía que entre Dios y monarquía hay una interrelación. De un lado, la precedencia de la idea de Dios era un recordatorio de que el poder político venía, en último término, de Dios, lo que no quiere decir que proviniese directamente de él, como enseñaba la doctrina del derecho divino de los reyes. En la gran tradición del pensamiento político y jurídico español, se tendía a sostener que Dios entrega directamente el poder político a la comunidad y ésta se lo transfería al rey. Un ejemplo señero de esto es el caso de Suárez, quien dedicó un libro, Defensio fidei catholicae, expresamente a impugnar la doctrina de Jacobo I de Inglaterra sobre el derecho divino de los reyes, o el de Mariana. Era también un recordatorio el ya comentado temor de Dios con que el rey debía ejercer su gobierno, dentro de los estrictos límites de la religión y la ley divina. Y esto no es todo. En la época se tenía al rey por imagen de Dios y vicario o representante suyo en la tierra, un ser dado o enviados por Dios, lo cual, al tiempo que revestía a la figura del rey de un aura sagrada, era una forma de advertirle a éste su deber de, aparte de reverenciar a Dios, gobernar a sus súbditos a semejanza del modelo del gobierno divino del mundo, sabio y bondadoso, para bien y beneficio del reino.{32} Ahora bien, estas ideas, imagen de Dios, vicario y/o enviado suyo, lo mismo servían para limitar el poder del rey recordándole que debía gobernar a semejanza del sabio y bondadoso gobierno divino del mundo, que para reforzar los lazos de sus súbditos con él. De otro lado, el monarca quedaba obligado a guardar y proteger la religión tradicional y hegemónica en el reino, sus ceremonias y a sus ministros, lo que entrañaba también velar por la unidad religiosa de éste.{33} Recordemos que estamos en una época en que las principales monarquías europeas se consideraban a sí mismas como defensoras de la fe religiosa. El rey de Francia tenía el título de rey cristianísimo; el de Inglaterra, de defensor de la fe, otorgado a Enrique VIII por el papa y, cuando Inglaterra dejó de ser católica para ser anglicana, los reyes ingleses mantuvieron el título de defensores de la fe, si bien ahora de la fe anglicana; y en España, huelga decirlo, desde los reyes Isabel y Fernando, el monarca portaba el título de católico, algo que el propio Cervantes se encarga de recordar en la profecía del Duero sobre el futuro de España en la tragedia Numancia: “Aquel que ha de quedar istituido/ por visorrey de Dios en todo el suelo,/a tus reyes dará tal apellido/cual viere que más cuadra con su celo;/ católicos serán llamados todos”.{34} En el Quijote encontramos el reflejo de ambos aspectos señalados, es decir, del papel del soberano como guardián y mantenedor de la religión y de sus ministros, por un lado, y de su papel como preservador de la unidad religiosa del reino. En cuanto a lo primero, las medidas que Sancho adopta como gobernador de Barataria constituyen una buena ilustración, pues entre ellas están las de respetar la religión, honrar a los religiosos, con su cortejo de honores y preeminencias, y establecer un control de la autenticidad de los milagros; en cuanto a lo segundo, la unidad religiosa de la nación, el mejor ejemplo lo tenemos en la expulsión de los moriscos por decreto real, en quienes se veía, como ya vimos, una amenaza, por su tendencia a islamizar, para la unidad cristiana de la nación, amén de un peligro político y tal es lo que pensaba el propio Cervantes, por lo que no dudó en aprobar la medida real. Es más, en el contexto de la justificación del destierro de los moriscos, Cervantes, a través de un morisco sinceramente cristiano, hace una encendida apología, en el Persiles, de la unidad cristiana de España, que sólo será posible cuando ésta esté libre de los moriscos islamizantes y sólo entonces será “España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana”.{35} Las ideas de Cervantes sobre la religión como fundamento principal del Estado y sobre la necesidad de la unidad religiosa del reino son las dominantes en su tiempo, tanto en el ámbito de la política práctica como en el del pensamiento político de toda laya. El ideal de Cervantes se resume en el señalado por el antiquísimo lema que reza “una fe, una ley, un rey”. Se pensaba que en el reino no debía haber más que una religión, que la unidad y uniformidad religiosa eran esenciales para la estabilidad del Estado y la paz civil; y que, por el contrario, la tolerancia de más de una religión conducía a la desunión, a la guerra y a la ruina del Estado.{36} Pero la idea del rey como defensor de la religión no queda relegada, en la obra de Cervantes, al interior de España. En el Quijote sólo se habla, como hemos indicado, del deber de defender la fe católica con las armas, sin indicar el ámbito territorial en el que ha de ejercerse, es decir si este deber se restringe al interior del reino o si éste incluye también la defensa del catolicismo en el exterior. En otros escritos de Cervantes, queda claro que la monarquía española también ha de erigirse en abogada de la fe católica más allá de sus fronteras territoriales peninsulares e insulares, si ello es menester. En el Persiles, se ensalza a Carlos V como defensor del catolicismo que suscita terror entre los enemigos de la Iglesia, lo que parece ser una alusión a las empresas del emperador en Alemania contra el luteranismo, y espanto entre los mahometanos: “Carlos V, rey de España y emperador romano, terror de los enemigos de la Iglesia y asombro [susto, espanto] de los secuaces de Mahoma”{37} . En este mismo libro, se alude a España como defensora de la fe católica en Flandes frente al protestantismo, por boca de un estudiante de Salamanca, que declara que él y su amigo “Íbamos […] a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos”.{38} Y en las dos canciones sobre la Armada española contra Inglaterra se presenta la empresa contra ésta como una campaña en defensa del catolicismo frente al protestantismo de los ingleses. Terminemos este apartado con una observación sobre la perspectiva moralista con que Cervantes se acerca a la política, en lo cual su pensamiento se halla en completa armonía con el pensamiento político español de su tiempo, en el que la política es indisociable de la moral y de ahí el repudio de las doctrinas, como la de Maquiavelo, que colocaban la política por encima o al margen de las prescripciones morales. Nada más alejado de la idea de una razón de Estado autónoma, no sometida a consideraciones morales, que los consejos político-morales con que don Quijote instruye a Sancho ofreciéndole un modelo de gobernante cristiano, que ha de ser temeroso de Dios, virtuoso y gobernar con justicia y misericordia. En el Quijote hay una referencia a la doctrina de la razón de Estado, pero desgraciadamente no se entra en el asunto. Se trata del pasaje del inicio de la segunda parte en que se nos cuenta que el cura y el barbero mantuvieron una plática con don Quijote en la que trataron de eso que llaman “razón de Estado” y modos de gobierno (II, 1, 549), pero el narrador rehúsa entrar en ello. La expresión “razón de Estado” se popularizó a través del libro Della ragione di Stato (1589) del exjesuita Botero, cuya traducción al español en 1593 ejerció un gran influjo en España y bien pudo ser conocido por Cervantes, quien, desde luego, sí que parece estar al corriente del debate que suscitó la interpretación maquiavélica de la razón de Estado. No sabemos lo que Cervantes pensaba al respecto, pero teniendo en cuenta que su modelo de gobernante es la de un gobernante cristiano y moldeado según la moral cristiana, bien se puede suponer que su postura no fuera muy diferente de la de los antimaquiavelistas españoles, como el jesuita Ribadeneyra, quienes no desdeñan la noción de razón de Estado, pero la cristianizan, de modo que frente a la razón de Estado concebida al modo de Maquiavelo y sus seguidores como mera técnica amoral de conservación y ampliación del poder del Estado, considerada una falsa razón de Estado, se aboga por una recta razón de Estado, sometida a los preceptos de la moral cristiana. —— {1} Cf. su Filosofía del derecho en el Quijote, págs. 109-111. {2} Ibid. {3} Cf. Juan Ginés de Sepúlveda, Del reino y los deberes del rey (1571), en Tratados políticos de Juan Ginés de Sepúlveda, Instituto de Estudios Políticos, 1963, III, 5, págs. 95-6; Pedro de Ribadeneyra, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano (1595), II, 6, 7 y 8, disponible en www.books.google.es; Mariana, La dignidad real y la educación del rey (De rege et regis institutione), III, 4; Quevedo, Política de Dios, gobierno de Cristo, II, 9, págs. 148-9, disponible en www.cervantesvirtual.com. Entre los no españoles, merece destacarse a Bodino, Los seis libros de la república, IV, 6, pág. 201; y V, 4. {4} Novelas ejemplares, II, pág. 357. {5} Teatro completo, vv. 423-5, pág. 856. {6} Algo ya advertido también por Carreras Artau, cf. op. cit., págs. 109 y 110, pero sin desarrollarlo. {7} Recuérdese, por ejemplo, a Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 10, 1160 b: “Así la comunidad del padre con relación a sus hijos tiene forma de realeza, puesto que el padre se cuida de los hijos […], y, en efecto, la realeza quiere ser un gobierno parental” (Traducción de María Araujo y Julián Marías en la edición bilingüe del Instituto de Estudios Políticos); y a Cicerón, De re publica, I, 35, 54: “El nombre de rey se nos presenta como el de un padre, pues igual que por sus hijos vela por sus conciudadanos y los protege con más dedicación”. (Traducción de Julio Pimentel para la edición bilingüe de la UNAM). {8} Entre ellos cabe mencionar a Sepúlveda, op. cit., I, 11, pág. 44; I, 15, pág. 50; y Mariana, op. cit., I, 5, págs. 62, 63; entre los autores extranjeros, por su insistencia en la idea paternalista de la monarquía, a Erasmo, Educación del príncipe cristiano (1516), en Obras escogidas, Aguilar, 1956, págs. 284, col. dcha, 285, col. dcha, 290, col. dcha, 291, col. izda, 295,, col. dcha, 296, col. izda, 296, col. dcha, y 299, col. izda); y, de los escritores memorialistas, a Martín González de Cellorigo, Memoria de la política necesaria y útil restauración a la república de España (1600), Instituto de Estudios Fiscales, 1991, II, págs. 104, 109, 110 y 112; y Sancho de Moncada, Restauración política de España (1619), Instituto de Estudios Fiscales, I, 3, pág. 97. Vale la pena citar también a Diego Enríquez de Villegas, quien en la dedicatoria a Felipe IV de su libro El príncipe en la idea (1656), la inicia caracterizando al rey, lo que sin duda sería extensible a los demás monarcas españoles, como “Padre de la Patria…” (fol. X, accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes www.cervantesvirtual.com.). {9} Cf. Op. cit., págs. 145-9, especialmente la 147. {10} Veáse op. cit., IV, 1, pág. 157, para la dos primeras expresiones; IV, 6, pág. 171, para las tres expresiones siguientes; VI, 3, pág. 189, para la última. {11} Cf. op. cit., IV, 3, 161; IV, 5, 166; IV, 5, 168; IV, 6, 171. {12} Veáse De legibus (1612), V, 15, 5. {13} Mariana, op. cit., III, 7, págs. 332-3. {14} Op. cit., I, 5, 64. {15} Antonio Truyol y Serra, con quien discrepamos, sostiene que el primero en romper con la idea patrimonialista del Estado por haber distinguido entre el patrimonio estatal y el patrimonio propio del rey o del soberano fue Pufendorf. Véase su Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, 2. Del Renacimiento a Kant, 1995 (3ªed.), pág. 265. {16} Véase Carreras Artau, op. cit., pág. 118, n. 2; y César Vidal, Enciclopedia del Quijote, pág. 499. {17} En la citada dedicatoria a Felipe IV de Diego Enríquez de Villegas, op. cit., luego de enaltecer al rey como padre de la patria, se lo retrata como “defensor de la justicia”. {18} Política, VII (V), 11, 1315 a. {19} Véase Ex, 18, 19-21; Sal, 1, 10-11, 111(110), 10; 112 (111), 1; Pr, 1, 7 y Si, 1, 11-20, 27-30, y 2. {20} Ex, 18, 19-21. {21} Sal, 1, 10-11 {22} Así en Sal, 111 (110), 10 y Prov, 1, 7. {23} Entre ellos merecen mencionarse, en España, Ribadeneyra, op. cit., I, 17, pág.106; II, 12, pág. 339; II, 13, págs. 346-7, accesible en www.books.google.es; Jerónimo Castillo de Bobadilla, Política para corregidores (1597), I, 3, págs. 31-2, disponible en www. books.google.es; y Mariana, op. cit., pág. 9, quienes abordan el temor de Dios como cualidad exigible a los gobernantes desde una perspectiva bíblica, y, entre los no españoles a Erasmo, op. cit., pág. 294, col. izda) y Bodino Los seis libros de la República, pág., I, 8, 53; II, 3,97), quienes lo abordan abstractamente, sin conexión con fuentes bíblicas o profanas. {24} Sobre la doctrina de la sujeción del rey a la ley positiva en los autores escolásticos citados, veáse Bernice Hamilton, Political thought in sixteenth-century Spain. A stuy of the political ideas of Vitoria, De Soto, Suárez, and Molina, Oxford University Preess, 1963, págs. 64-66. {25} Sobre el poder civil, 2ª parte, 21. {26} Op. cit., pág. 185. {27} Ésa es la doctrina de Suárez, que puede verse en su De legibus, III, 34. Véase también sobre esta doctrina de Suárez Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II. La reforma, FCE, 1986 (1ª ed. en inglés, 1978), págs. 190-1. {28} Véase Mariana, op. cit., I, 9, pág. 113. {29} I, esc. 18, vv. 874-5. {30} Cf. Novelas ejemplares, II, pág. 357. {31} Sobre la decadencia de las Cortes castellanas y la de las Cortes de las demás regiones españolas, véase la excelente síntesis de Rafael Altamira, Manual de Historia de España, Editorial Sudamericana, 1946, págs. 408-10, de donde hemos tomado los datos sobre el número de convocatoria de Cortes y se pueden consultar los de otros reinos españoles. {32} Sobre la idea del rey como imagen de Dios y vicario temporal en la tierra, véase Erasmo, op. cit., pág. 288, col. izda, y pág. 308, col. izda; Bodino, op. cit., IV, 3, pág. 187-188; IV, 5, pág. 196; IV, 6, pág. 199-200; VI, 6, pág. 307; González de Cellorigo, op. cit., II, págs. 105, 128; Suárez, Defensio fidei catholicae (1613), IV, 34, 8; VI, 4, 5; Sancho de Moncada, op. cit., IV, 6, pág. 170. De estos autores, unos se refieren al rey sólo como imagen de Dios, como Bodino y Sancho de Moncada, aunque éste último de forma tácita, otros, sólo como vicario de Dios, como Suárez, y unos terceros, así Erasmo y González de Cellorigo, unas veces unen la consideración del rey como imagen y vicario, y otras veces se refieren a él sólo como imagen de Dios. Además, hay quienes, como González de Cellorigo (op. cit., II, pág. 120) y Mariana (op. cit. I, 10, pág. 130), lo califican como enviado o dado por Dios. Pero, en cualquier caso, tales géneros de ideas sobre la realeza desempeñan una función política muy similar, por lo que no es extraño que algunos yuxtapongan algunas de ellas. {33} En la ya mentada dedicatoria a Felipe IV, Diego Enríquez de Villegas consagra al enaltecimiento de su significación religiosa más palabras que a cualquier otro aspecto de la figura real, ensalzándolo triplemente como “protector de la piedad, mano derecha de la religión católica, ortodoxo de la fe”, lo que es hartamente revelador de la extraordinaria importancia asignada en la época a la función religiosa del rey como defensor de la fe. {34} I, vv. 501-503. {35} Persiles, III, 11, pág. 547. {36} Sobre la defensa de la unidad y uniformidad religiosas dentro de un reino en el tiempo de Cervantes y los peligros si no se mantienen veánse Bodino, op. cit., IV, 7, págs. 207-9; Montaigne (1580), Ensayos, II, 19, especialmente el inicio y el final de este ensayo; Lipsio, Políticas, 1589, IV, caps. 2-4; Ribadeneyra, op. cit., I, 17-18 y 26; y Juan de Mariana, op. cit., III, 17 Todos estos autores estaban de acuerdo en la defensa de la unidad religiosa del reino, pero discrepaban en la forma de conseguirla. Mientras la mayoría de ellos eran partidarios del uso de la fuerza para reprimir la aparición de nuevas religiones o herejías que dividiesen al pueblo, ahogándolas en su cuna antes de que creciesen, en cambio, Bodino, que recomendaba la persecución de las brujas, sorprendentemente era partidario de procurar la unidad por medios suaves y no por el castigo. Su ideal era la unidad religiosa del reino, pero en caso de que esta unidad se hubiese quebrado y hubiese prosperado otra religión, como sucedía en la Francia de su tiempo, dividida entre una mayoría católica y una minoría calvinista, pero poderosa, y ensangrentada por causa de las guerras civiles entre ambos bandos, era partidario de la tolerancia de la nueva religión, razón por la cual fue censurado por Ribadeneyra (cf. op. cit., I, 26, 166), quien, como Mariana (que también rebate los argumentos de Bodino sin citarlo), abogaba por la intolerancia de otras sectas religiosas y el castigo de la herejía. {37} Persiles, II, 21, págs. 422-3. {38} Op. cit., III, 10, pág. 534. |
La filosofía política del Quijote (IV): España como patria y como nación José Antonio López Calle España como patria Otra idea capital en el pensamiento político cervantino es la visión de España como patria, que en el Quijote se aparea o empareja, como ya señalamos, con las de religión y monarquía para conformar el trípode sobre el que se sustentaba la vida política española. La palabra “patria” posee dos acepciones principales: como designación de la patria chica, la localidad (un pueblo o aldea o una ciudad), provincia, comarca o región de nacimiento y pertenencia o como designación del todo mayor, en este caso España, del que forman parte las localidades, provincias, comarcas y regiones. Por lo que respecta a la primera acepción, el narrador la emplea, ya en el primer capítulo de la primera parte, cuando nos describe el propósito de don Quijote de añadir a su nombre el de su patria y así llamarse “don Quijote de la Mancha”, a imitación del ejemplo de los caballeros andantes que obraban así por hacer famosa su patria, con lo que “a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre de ella” (I, 1, 32). Pero la patria no tiene por qué ser una comarca o región, como la Mancha; puede ser también una localidad rural: así Sancho se refiere a su pueblo o lugar en términos de patria cuando, teniendo ya a la vista su aldea tras su largo segundo viaje con don Quijote, se dirige a ella diciendo con emoción: “Abre los ojos, deseada patria y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo” (II, 72, 1093); o una ciudad, como en el caso de Cardenio cuando habla de una ciudad de las mejores de Andalucía como su patria (I, 24, 222) o del propio narrador en su elogio de Barcelona como “patria de los valientes” (II, 72, 1091). El mismo don Quijote que honra así su patria chica y al que el narrador describe “como nuestro famoso español” (I, 9, 85) y el fingido Merlín con elogio cargado de burla como “de España esplendor” (II, 35, 824), es el que se encarga de hablar de la patria, sin duda en referencia a España, como uno de los tres pilares, junto a la religión y la monarquía, de la vida política española, y por la que, llegado el momento, se ha de dar la vida y la hacienda (II, 27, 764). Pero, sin duda, la exaltación de España como patria y del amor a ésta alcanza su más alta y emotiva expresión en el pasaje en que el morisco Ricote reivindica también a España como patria de los que, como él, se han mantenido leales a ella y han dado grandes pasos para integrarse en la sociedad española, pues confiesa que tiene más de cristiano que de moro, o se han integrado totalmente, como su esposa y su hija, católicas cristianas. Desde la perspectiva de quien sufre la pena del destierro, “la más terrible que se nos podía dar”, y de quien ha estado mucho tiempo ausente de España hasta su regreso de incógnito, su evocación de España como patria adquiere un tono dramático y desgarrador: “Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos ser recibidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y ahora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria”. II, 54, 963-4 El resto de la obra cervantina confirma y completa esta idea de España como patria. En El trato de Argel Sebastián, sumido en los padecimientos del cautiverio, recuerda con amor a su patria española: “¡Oh España, patria querida”{1}; en Los baños de Argel varios cautivos, incitados por Ambrosio, cantan un romance de añoranza de España como patria: “Con los ojos del deseo están mirando a su patria cuatro míseros cautivos […] con desmayados acentos esto lloran y esto cantan: ¡Cuán cara e[re]s de haber, oh dulce España”.{2} Mientras tanto otro cautivo declara que los ojos del alma contemplan “desde esta infame ribera/la patria por quien suspira[n]”.{3} Y en esa misma obra se condena la traición a la patria como un crimen horrendo contrario a la ley natural, lo que sugiere, pues, que la defensa de la patria es una exigencia de la ley natural; y si la traición entraña la muerte de compatriotas, el traidor merece ser ejecutado. Ta es la enseñanza que nos transmite el pasaje en que Hazán, renegado español, pero arrepentido, cuando recrimina ásperamente al también renegado español, Yzuf, al que acusa de haber traicionado a España (“¿Contra tu patria te levantas”?), a su familia y a su religión: “¿No te espanta haber vendido/ a tu tío y tus sobrinos/ y a tu patria, descreído […]?”{4}, pues se dedica a asaltar las costas españolas para capturar españoles, de lo que no excluye a un tío suyo y dos sobrinos, destinados a ser vendidos como esclavos en Argel, por cuyas criminales traiciones lo mata apuñalándolo, aunque eso le cuesta morir empalado por orden del cadí. Pero donde la expresión del patriotismo alcanza su más elevada cota es, sin duda, en La Numancia. Ahora España, introducida como personaje alegórico ante el que se perpetra la tragedia numantina, es una patria que se ha de querer como a una madre y a la que el Duero trata como tal: “Madre y querida España”, lo que es sólo el preámbulo de una profecía, mediante la que consuela a España, anunciándole su futura grandeza y la de sus hijos españoles, una grandeza que, según la profecía, llegará a su cúspide en el reinado de Felipe II, del que se destaca, como ya vimos en el trabajo anterior, el logro de la plena unidad de España, tan anhelada desde los Reyes Católicos, con la unión de todos sus reinos tras la incorporación a ella de Portugal: “Madre y querida España, rato había que hirieron mis oídos tus querellas, si en salir acá me detenía, fue por no poder dar remedio a ellas […] Y puesto que el feroz romano tiende el paso agora por tu fértil suelo, y que te oprime aquí, y allí te ofende, […] tiempo vendrá […] que esos romanos sean oprimidos por los que agora tienen abatidos […] Pero el que más levantará la mano en honra tuya y general contento, haciendo que el valor del nombre hispano tenga entre todos el mejor asiento, un rey será, de cuyo intento sano grandes cosas me muestra el pensamiento: será llamado, siendo suyo el mundo el Segundo Filipo sin segundo. Debajo deste imperio tan dichoso serán a una corona reducidos, por bien universal y tu reposo, tus reinos hasta entonces divididos; el jirón lusitano, tan famoso, que un tiempo se cortó de los vestidos de la ilustre Castilla, ha de zurcirse de nuevo y a su estado antiguo unirse. ¡Qué envidia y que temor, España amada, te tendrán las naciones extranjeras”.{5} Similar espíritu patriótico alienta en sus dos canciones dedicadas a la Armada contra Inglaterra, una empresa que Cervantes tenía por justa y por ello la respaldó incondicionalmente. Y la expresión del patriotismo discurre por los mismos cauces de la popular analogía entre España como patria y una madre, esto es, España como una patria maternal, de la que los españoles son sus hijos a la que han de querer y defender como se quiere y defiende a una madre. En la primera canción, escrita cuando la Armada había partido y antes de la derrota, infunde ánimo en los soldados invocando a la madre España: “¡Hijos, mirad que es vuestra madre España!”. La segunda canción a la Armada contra Inglaterra, compuesta cuando ya tiene noticia de la derrota, arranca con una vibrante invocación maternal de España como patria para consolar a los que ahora regresan vencidos, a causa de un temporal consentido por la voluntad divina, una explicación de la causa del desastre que Cervantes, como se ve, compartía con Felipe II: “Madre de los valientes de la guerra, archivo de católicos soldados, crisol donde el amor de Dios se apura, […] no te parezca, acaso, desventura, ¡oh España, madre nuestra!, ver que tus hijos vuelven a tu seno, dejando el mar de sus desgracias lleno, pues no los vuelve la contraria diestra. Vuélvelos la borrasca incontrastable del viento, mar y cielo que consiente que se alce un poco la enemiga frente”. Y se cierra con una no menos vibrante apelación patriótica en la que se insta a España, al rey y a los soldados, a volver al combate contra Inglaterra, pues a la postre la misma divina providencia que había privado a España de la victoria se la entregará ahora a quien lucha tenazmente por una causa justa: “¡Oh España, oh Rey, oh mílites famosos!, ofrece, manda, obedece, que el cielo en fin ha de ayudar al justo celo puesto que los principios sean dudosos, y en la justa ocasión y en la porfía encierra la victoria su alegría”. Las alusiones a España como patria continúan hasta el último libro de Cervantes, el Persiles, donde diversos personajes hablan de España como tal: así el bárbaro Antonio, al afirmar que en España hay poetas de todos los oficios, aprovecha de paso la oportunidad para anunciar a sus interlocutores que es su patria: “Mi patria, España”{6}, o la maga Zenotia, quien primero declara: “Soy natural de España” y luego la identifica como su patria: “Salí de mi patria […]”{7}. España como nación Pero España no es sólo patria. Es también una nación y así lo declara Cervantes. Pero antes de analizar la idea nacional de España cervantina, conviene advertir que la palabra “nación” posee varias acepciones, que tienen su registro en el Quijote y en el resto de su obra. Para su examen seguimos la distinción de Gustavo Bueno de tres clases o géneros de nación, la biológica, la étnica o cultural y la política, aunque, como se verá, nos distanciamos de su concepción de este último género de nación y proponemos una idea diferente de nación política, que será capital en nuestra interpretación de la idea nacional de España de Cervantes. Son llamativas la variedad y riqueza del tratamiento por parte del Cervantes de la idea de nación, no sólo por la presencia en su obra de ejemplos ilustrativos de todas las acepciones de nación mencionadas, sino también por la complejidad con que aborda alguna de esas acepciones, como la nación étnica, cuyas distintas variedades según sus dimensiones territoriales o la ausencia de territorio (como en el caso de las naciones morisca y gitana) se registran en sus escritos. Pero el foco principal de nuestra atención recae en el examen del material procedente tanto del Quijote como del resto de la obra cervantina que, a nuestro juicio, documenta la presencia de una idea política de nación y en su interpretación como tal a la luz del marco del pensamiento de la época, en el que, como veremos, la idea de nación política, como organización en forma de Estado de una nación étnica previa, estaba ya presente desde la primera mitad del siglo XVI, y Cervantes, lejos de ser ajeno a ello, es partícipe de esa tendencia del pensamiento político de entonces, tanto en España como en el resto de Europa. Y por si esto fuera poco, su tratamiento de la idea de nación no concluye con todo eso, sino que además lo remata haciéndose eco en el Quijote de una noción de nación de un orden distinto, de curso corriente en la época, especialmente entre los historiadores y cronistas de Indias, que es la entonces llamada “nación política”, prácticamente ignorada por los estudiosos o cervantistas, o apenas se le ha prestado atención (no desde luego para merecer ser analizada, sino normalmente como mera nota a pie de página para indicar su mero significado léxico), que significa “nación civilizada”, habitualmente contrapuesta a las “naciones bárbaras”, de las que, como se verá, también Cervantes se hace eco. Por nuestra parte, nos proponemos investigar lo que en el tiempo del Quijote se entendía por naciones políticas o civilizadas y lo haremos a la luz del material documental de la época. Pero ahora conviene comenzar por el estudio de los tres géneros de nación. 1.La nación biológica La palabra “nación” se emplea a veces en un sentido biológico, en cuyo caso significa nacimiento. Tal es, por cierto, el primer significado de nación recogido en el Diccionario de Autoridades (1726-1739), que pone como ejemplo ilustrativo el de ser ciego de nación, esto es, de nacimiento. Nación puede ser, pues, el origen de la carencia de una cualidad, como en este caso, o la posesión de ésta, un uso que no se halla en Cervantes, pero también el nacimiento o formación de un órgano o parte de un organismo, como “nación de los dientes”, o del propio organismo, que tampoco registra Cervantes, o la naturaleza u origen de un individuo como parte de un grupo o pueblo, que es el sentido ampliamente recogido en toda la obra cervantina. En el Quijote contamos con una buena muestra de este último uso del término “nación”, en que la expresión “de nación” va unida a un adjetivo gentilicio (de nación polaco o polaco de nación), designativo de un pueblo o grupo étnico, para expresar la naturaleza u origen de uno o el lugar de donde se es natural. Así en la primera parte de la novela se nos ofrecen dos ejemplos: “Es un caballero novel, de nación francés” (I, 18, 159), un ejemplo en el que ya reparó Gustavo Bueno{8}; “Era calabrés de nación” (I, 40, 409), se dice de Uchalí Fartax, un renegado cristiano de tal origen. En la segunda parte de la novela también disponemos de varios ejemplos: “Creo era polaco de nación” (II, 62, 1023), dice don Antonio Moreno del fabricante de la cabeza encantada; “¿Eres turco de nación o moro o renegado?” (II, 63, 1039), pregunta el virrey de Cataluña al arráez, que resulta ser la morisca Ana Félix; “Dos turcos de nación” (II, 63, 1039), dice Ana Félix de los dos turcos que la acompañaban en el bergantín en el que entran en el puerto de Barcelona y son los que mataron a soldados españoles. Por supuesto, la acepción de nación que comentamos también se documenta en otros escritos cervantinos. Por ejemplo, en El trato de Argel, hallamos estos tres interesantes ejemplos: “Buscaron luego un cristiano/ […] y de nación valenciano”{9}, linchado por moros argelinos en venganza por la ejecución en Valencia de un morisco aragonés; “¿De qué nación es la dama […]”, pregunta Aurelio y responde Yzuf: “Española dicen que es”{10} , una dama española de nación que resulta ser Silvia, la amada de Aurelio; “Conozco a ese Aurelio […]/[…] de nación hispano”{11}, cautivo en Argel y protagonista de la comedia. Obsérvese que en todos estos casos en que el término “nación”, precedido de la preposición “de” se aplica a un gentilicio (de nación español o español de nación) el significado biológico de nación se diluye y da lugar a un significado de nación étnico o étnico-geográfico. Pues decir que uno es valenciano o español de nación, es decir, de nacimiento o de origen, equivale a decir que ha nacido valenciano o español, lo que vale tanto como decir que es valenciano o español; o también puede entenderse tal expresión, en su sentido geográfico, a saber, que es de Valencia o de España. Por tanto, el uso del término “nación” unido a un gentilicio, que es el característico de Cervantes, nos remite más bien a la acepción étnica o étnico-geográfica de nación que a su acepción puramente biológica. La raíz de esta transformación proviene de que cuando usamos el vocablo “nación” en expresiones tales como ser de nación español tal vocablo ya no tiene el sentido biológico que tiene cuando hablamos de la nación o nacimiento de un órgano o parte corporal, de una cualidad natural o de un defecto congénito, sino que ahora “nación” se convierte en una metáfora, que designa no el nacimiento de una realidad natural sino la nación o nacimiento de una realidad artificial, histórica, como es el ser español; la nación o nacimiento es ahora no un proceso natural sino un proceso histórico cuyo resultado es una entidad o cualidad histórico-cultural, como es ser español. 2.La nación étnica o cultural En segundo lugar, la palabra “nación” puede usarse en un sentido étnico-cultural, en cuyo caso se dice que es una nación de aquellos pueblos que hablan generalmente una misma lengua, poseen una cultura relativamente homogénea y una historia común. Cervantes también conoce este significado de nación, como lo acredita su uso en numerosos pasajes de sus obras, como, por ejemplo, en la declaración del cautivo de que los amos argelinos estiman más como mujeres a las renegadas cristianas que a las de su nación: “Las estiman [a las mujeres cristianas renegadas] en más que a las de su nación [mora o berberisca]” (I, 40, 412) o en esta otra del mismo cautivo: “La mayor gala y bizarría de las moras es adornarse con ricas perlas y aljófar, y, así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones” (I, 41, 422). Pero es en el catálogo de don Quijote de los diversos pueblos participantes en los imaginarios ejércitos, en realidad rebaños de ovejas, donde encontramos los mejores ejemplos, particularmente ilustrativos. De hecho, don Quijote comienza presentando su lista como un catálogo de naciones en su sentido étnico-cultural, el cual consta de dos partes, una primera que contiene una larga enumeración de las naciones combatientes en uno de los ejércitos o escuadrones: “A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones” (I, 18, 159), que comienza con los troyanos, los masílicos (del noroeste de África), los sabeos, los capadocios, los lidios y continúa con los númidas, los persas, partos, medos, escitas, para terminar con los etíopes, tras cuya mención don Quijote se ahorra nombrar otras muchas naciones étnicas, porque confiesa no acordarse de ellas, y resuelve el expediente añadiendo “y otras infinitas naciones”. En la segunda parte de su catálogo don Quijote enlista las naciones étnicas o culturales que intervienen como combatientes en el otro ejército o escuadrón, entre las cuales, por cierto, casi todas las nombradas resultan ser naciones españolas: empieza listando los béticos o quizás andaluces (la duda proviene, de que, como en muchos casos anteriores y posteriores del pasaje, no los nombra por su nombre, sino por una descripción geográfica, como, por ejemplo, en el caso que acabamos de citar: “En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis”), los toledanos, los granadinos, los gaditanos, los jerezanos; prosigue con los manchegos, los montañeses (los nativos de León, Asturias y Santander), a los que presenta como los genuinos herederos del linaje o estirpe de los godos (“reliquias antiguas de la sangre goda”), los vallisoletanos, los extremeños y los pueblos pirinaicos; y cierra la lista con los pueblos de los Apeninos y, ya sin nombrarlos específicamente, los de toda Europa. El narrador confiesa su asombro ante la gran cantidad de naciones nombradas por don Quijote: “¡Válame Dios, […], cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían” (I, 18, 160). Una conclusión interesante que se deriva de la segunda parte del catálogo es que don Quijote, y con él el narrador, desde el punto de vista étnico-cultural, perciben España como asiento de un ramillete de naciones, de muy diferente rango en cuanto a su extensión territorial. Y lo mismo el resto de Europa, aunque en este caso meramente se sugiere. Pero esta alegría a la hora de hablar de naciones asentadas en España no ha terminado aún, pues continúa en otros lugares. Así, en un pasaje de la historia del cautivo Ruy Pérez de Viedma, en que éste nos informa de que la lengua franca que se habla entre moros y cautivos en Berbería y aun en Constantinopla no es lengua propia de ninguna nación conocida, se insinúa la idea de Castilla como nación: “Me dijo en lengua […] que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas” (I, 41, 421). La expresión “de otra nación alguna” implica, de acuerdo con el contexto, que la lengua castellana es la de una nación, que es la nación castellana o Castilla. Que Cervantes se refiera a Castilla como nación, según se desprende de la interpretación más literal del pasaje en cuestión, no es algo insólito. En la época de Cervantes se hablaba de Castilla como nación con el mismo desparpajo y desinhibición que don Quijote en su catálogo de las naciones asentadas en España. Así, por ejemplo, Gracián escribe: “En viendo a cualquiera [el Acertador] le atinaba la nación; y assí […] dijo […]: de un altivo, castellano”{12}. Cabría pensar que la nación de que se habla en el pasaje del capitán cautivo no sea Castilla. También puede ser España, entendida aquí como nación en sentido étnico-cultural, pues Cervantes casi siempre que nombra la lengua común de España la llama castellana y más raramente española{13}. Sin embargo, esta posible interpretación nos parece algo forzada. Nos parece más natural la precedente, que se ajusta mejor al texto: si se dice que la lengua de que se habla no es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, está claro que se está admitiendo la existencia de una nación morisca y de una nación castellana. Las referencias a otras regiones españolas como naciones son claras e inequívocas. Así son sus referencias a la nación vizcaína, es decir, vasca, y a la nación gallega en un sentido étnico. En un mismo pasaje de La señora Cornelia se mencionan a la vez ambas naciones, por boca de la criada italiana de dos caballeros vizcaínos, personajes principales de la novela, al comentar la distinta forma de ser de los vizcaínos, lo que la lleva a compararlos favorablemente con los gallegos: “Aunque a la verdad no tengo de qué quejarme de mis amos, porque son unos benditos, como no estén enojados y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen que lo son. Pero quizá para conmigo sean gallegos, que es otra nación, según es fama, algo menos puntual y bien mirada que la vizcaína”.{14} Al final de la novela, aparece una nueva mención a la nación vizcaína, esta vez a iniciativa del propio narrador, quien, para justificar la declinación de los dos caballeros vizcaínos de la oferta del duque de Ferrara de casamiento con dos primas suyas con riquísima dote, en agradecimiento a los generosos servicios que le han hecho, apunta: “Ellos dijeron que los caballeros de la nación vizcaína por la mayor parte se casaban en su patria; y que no por menosprecio, pues no era posible, sino por cumplir su loable costumbre y la voluntad de sus padres […], no aceptaban tan ilustre ofrecimiento”.{15} Es llamativo que, en cambio, jamás aluda a Cataluña como nación, habida cuenta de la abundante presencia de esta región, sobre todo Barcelona y su provincia, pero también otros lugares de la región, en la obra cervantina, salvo en su producción teatral. Ya vimos que define el estatuto político de Cataluña como reino{16}, aunque no lo era, pero no se refiere a ella como nación. Aunque no alude a ello, no hay duda alguna, sin embargo, de que ello no se debe a ningún impedimento intelectual, pues ya hemos visto la facilidad con que en su obra se habla de diversas naciones como partes de España, integradas en la nación española, entre las cuales están, como hemos visto, la castellana, la gallega y la vasca. Por tanto, es algo meramente circunstancial que no haya encontrado el momento oportuno de referirse a Cataluña como nación y no hay riesgo de errar si suponemos que la consideraba como tal, igualmente que así consideraba a Castilla, Galicia y Vascongadas. Y lo mismo se puede decir de su tratamiento de Aragón, al que, a pesar de su pródiga presencia en su obra, tampoco se refiere a este reino como nación. Pero en la época era común referirse a él como nación{17}. No debemos olvidar que en la época cervantina Portugal formaba parte de España, algo de lo que, como ya se ha visto, Cervantes se congratulaba pues veía realizado el sueño de la unidad de todos los pueblos hispanos peninsulares e insulares adyacentes; así que algo debemos decir sobre el país vecino como nación, ya que el escritor español no ha omitido referirse a ello. Portugal está muy presente en la obra cervantina, especialmente en el Persiles, ya que el escuadrón de peregrinos que viaja a Roma, después de haber terminado su periplo por tierras escandinavas, pasa, durante un trecho del camino, por Portugal y esto brinda a Cervantes la oportunidad de referirse a este país como nación. En un pasaje se alaba el gran primor de “la nación portuguesa” en escribir epitafios.{18} Más sustancioso es el segundo pasaje en que Portugal aparece como nación, pues ahora Cervantes, por boca de un polaco, que ha estado en las Indias Orientales sirviendo como soldado con los portugueses, a los que ensalza como “valentísimos”, expresa su admiración por las hazañas llevadas a cabo en aquello lugares por la “invencible nación portuguesa”.{19} Un hecho del mayor interés es que Cervantes emplea el término “nación” en sentido étnico-cultural en referencia a pueblos dispersos o itinerantes, que carecen de un territorio propio, con lo que da a entender que la posesión de un territorio propio no es un rasgo que pueda impedir a un pueblo ser una nación, pero de carácter étnico o cultural. Así vemos cómo el tendero morisco Ricote varias veces habla, en su plática con su exvecino y amigo Sancho, de los moriscos como una nación, de la que él se tiene por miembro: “Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partía de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba”. II, 54, 961 Y en otro lugar de la conversación añade: “Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, cómo el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros” (II, 54, 963). Ello no obsta para que los moriscos, incluso después de su expulsión, sigan considerando a España, según ya vimos, como su patria natural. En un tono parejo se expresa su hija Ana Félix, quien también tiene a los moriscos por una nación y a sí misma como parte de ella. En un pasaje de su conversación con el virrey de Cataluña y el general de las galeras se declara nacida de la nación morisca: “De aquella nación más desdichada que prudente sobre quien ha llovido estos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada” (II, 63, 1039). Y en otro lugar declara, no obstante, no tener culpa de la deslealtad a España de los de su nación: “Lo que yo os ruego es que me dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído” (II, 63, 1042). Fuera del Quijote, también usa Cervantes la palabra “nación” como designativa de pueblos dotados de una poderosa identidad étnica y cultural, pero carentes de un territorio propio. Tal es el caso de la alusión a los gitanos en que se los clasifica como una nación. En La gitanilla, ya desde la primera página, después de presentarnos a los gitanos como un pueblo de ladrones, los describe como formando una nación al informarnos del origen e identidad de la gitana vieja encargada de la crianza de Preciosa como si fuese nieta suya: “Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco […]”.{20} No cabe duda de que Cervantes debía de considerar tanto a los moriscos como a los gitanos como naciones étnico-culturales por su innegable homogeneidad étnica y cultural, mantenida aun a pesar de no poseer un territorio propio. Hasta aquí hemos hablado de pueblos o partes de España tratadas por Cervantes como naciones, sin duda en un sentido étnico. Pero también en su obra hay referencias a la propia España como nación desde una perspectiva predominantemente étnica o cultural. En una de ellas, en la novela La señora Cornelia se alude a los hábitos de cortesía como algo característico de la nación española por medio de una dama italiana, Cornelia, al dirigirse a un caballero vizcaíno, don Antonio, en demanda de auxilio: “Por la cortesía que siempre suele reinar en los de vuestra nación, os suplico, señor español, que me saquéis de estas calles”.{21} En otra, procedente de la misma fuente, el foco de atención recae sobre los rasgos de la psicología moral de la nación española, que el italiano don Lorenzo cifra en el valor, la caballerosidad y la generosidad, y, de acuerdo con esta idea que él tiene de los españoles, que además considera normativa para ellos, se atreve a suplicar la ayuda del caballero vizcaíno don Juan confiando en que el español no le va a defraudar: “Mucho os pido, pero a más obliga la deuda de responder a lo que la fama de vuestra nación pregona”.{22} Finalmente, en un pasaje del Persiles, se mienta la lengua como un elemento de la nación española y precisamente ello sucede en una de las pocas veces que se nombra, en la obra cervantina, la lengua común como lengua española, cuando uno de los personajes, el manchego Antonio el bárbaro (el narrador lo llama así no porque sea bárbaro, sino porque ha vivido durante mucho tiempo en una isla nórdica habitada por un pueblo bárbaro), al oír hablar la lengua española en un lugar remoto donde uno no esperaría oírla, habla de ella como “la dulce lengua de mi nación”.{23} Así, pues, en la obra de Cervantes aparecen varias clases de naciones de carácter étnico o cultural en el seno de España. Hay naciones de ámbito territorial, que puede ser local (los jerezanos), provincial (toledanos, granadinos, gaditanos, vallisoletanos), comarcal (manchegos), regional (montañeses, castellanos, vizcaínos o vascos y gallegos) o general o global, es decir, coextensivo con el territorio del reino (la nación española); y naciones no territoriales, que, a su vez, son de dos clases: dispersas entre otras poblaciones, como los miembros de la nación morisca, aunque esta nación, como efecto del edicto de expulsión de los moriscos, prácticamente había desaparecido de España cuando se publica la segunda parte del Quijote, que es precisamente donde se habla de los moriscos como grupo nacional; y nómadas o itinerantes, como los miembros de la nación gitana. Esto significa que, desde el punto de vista étnico-cultural, Cervantes veía España como una pluralidad de naciones, como una nación de naciones en el sentido étnico de la expresión y en esto no desentonaba de la opinión común, pues precisamente era la idea dominante compartida por muchos otros escritores de entonces. Ya vimos que Gracián catalogaba a Castilla como nación, pero en el mismo pasaje en que hace esto nos presenta una visión plurinacional de España, en un sentido étnico-cultural, en la que, además de Castilla, también Vizcaya o Vascongadas, Galicia, Cataluña, Valencia, Mallorca y Aragón se clasifican como naciones, cuyos tipos humanos se definen, según él, por caracteres psicológico-morales, de modo que tales naciones difieren entre sí según el rasgo o rasgos predominantes. Y la lista de Gracián no es ni pretende ser exhaustiva o completa, pues simplemente es un ejemplo ilustrativo del juego consistente en acertar a identificar la nación de un individuo conociendo su rasgo psicológico-moral dominante (si es altivo, es castellano de nación; si es sencillo, vizcaíno; si es un cuitado, gallego; si es bárbaro, catalán; si es tozudo, aragonés, etc.{24} También vimos que el escritor catalán Esteban Corbera conceptuaba a España, al escribir “las naciones de España”, como una nación compuesta de naciones. Todo esto refleja, tanto por parte de Cervantes como demás autores que describían a España como una realidad multinacional, desde el punto de vista étnico-cultural, la aguda conciencia que tenían de la variedad y diversidad de los distintos grupos humanos que habitaban España, manifestativas de la variedad y diversidad de las naciones correspondientes, pero integradas en la común nación española. 3.La nación política Pero hay una tercera acepción de nación en la obra de Cervantes y que utiliza en referencia a España como realidad nacional. A esta definición de España como nación alude en varios textos del Quijote. Dos de ellos corresponden a sendas aprobaciones que preceden al prólogo de la segunda parte. En la primera de ellas, el firmante de su aprobación, José de Valdivielso, un poeta toledano y protector de Cervantes, se refiere a España, de una forma entrañable, como “nuestra nación” al ponderar el Quijote como “honra y lustre de nuestra nación, admiración y envidia de otras naciones”. La misma expresión y tono emplea el autor de la segunda aprobación, Márquez Torres, amigo de Cervantes y capellán del cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, al hablar de la recepción de los escritos de Cervantes: “Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes así nuestra nación como las extrañas”. Dentro ya del texto propiamente novelístico, nos encontramos con dos referencias a España como nación. La primera es más bien indirecta, pero inequívoca, aunque directa a la idea de nación política en abstracto. Se trata del pasaje en que Lotario, uno de los tres personajes principales del Curioso impertinente, expone las causas o ideales que impulsan a los soldados a comportarse valerosamente, que, según él, se resumen en estos tres: la fe religiosa, la nación y el rey: “Llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan. I, 33, 335 Aquí se habla de la nación en abstracto, pero está claro que uno de los valores que puede tomar aquí la nación es el de la nación española. De hecho, la fórmula trina o tripartita de Lotario está calcada de la usada por los soldados del ejército español, aunque a veces, como ya se ha comentado en otros lugares y lo hemos recordado al hablar de España como patria, el lugar ocupado en esa fórmula por la nación lo ocupaba la patria. El propio Lotario, aunque florentino, se enroló en las filas de los tercios españoles en Italia y murió luchando por la nación española en la batalla de Cerignola (1503), en la que franceses y españoles se disputaban la posesión del reino de Nápoles, que, tras la victoria de las tropas españolas, pasó definitivamente a manos de España. El segundo pasaje en que de forma clara se define a España como nación es en el elogio irónico de Sansón Carrasco a don Quijote: “¡Oh honor y espejo de la nación española!” (II, 7, 598). Fuera del Quijote nos topamos con textos similares en los que aparece España como nación. Así, en la comedia La gran sultana, donde ello sucede nada menos que tres veces, en las que se ensalza a la española doña Catalina de Oviedo, la protagonista de la obra y que llegará a ser la gran sultana, en tanto esposa favorita del gran sultán, sucesivamente como “corona de su nación”, “gloria de su nación” y “honor de su nación y de su patria”.{25} Está clara, pues, la idea nacional de España por parte de Cervantes, pero la pregunta es: ¿en qué sentido se utiliza aquí el término “nación” cuando bien Cervantes a través de sus personajes o bien otros autores, como José de Valdivielso o Márquez Torres, la usan como definición de España? Hay quienes, como Gustavo Bueno, han sostenido que la nación española cervantina, que considera modélicamente formulada en el dicho de Sansón Carrasco, no es otra que la nación como nación histórica, una de las varias (en realidad, tres) especies de nación étnico-cultural que distingue, concretamente la tercera.{26} La razón que esgrime es que en el tiempo del Quijote el término “nación”, en referencia a España, no iba más allá de su consideración como nación histórica, una acepción étnico-cultural o histórico-cultural que “todavía no es formalmente una Nación política, principalmente porque ella no es utilizada todavía como sujeto de la soberanía que se atribuye al Monarca o a un Pueblo que recibe el poder de Dios y se lo entrega al Príncipe”{27} y esta idea de nación no se pone en circulación, en Europa, hasta la Revolución francesa y la Constitución española de Cádiz de 1812, por lo que la idea de nación de Cervantes sólo podía ser la de nación histórica como variedad de nación étnico-cultural. Pero, a nuestro juicio, ésa es una visión demasiado restrictiva de la idea de nación como nación política (y que, desde luego, no hace justicia a la noción cervantina de nación española), pues ésta, para serlo, no requiere que el sujeto de la soberanía sea no el monarca, sino el pueblo o la nación como sociedad soberana de individuos-ciudadanos libres e iguales. Este requisito es necesario no para hablar de nación política, sino para que la nación política de que hablamos sea una nación democrática, esto es, una especie del género nación política, que es la nación democrática, una idea de nación que, efectivamente, no es una realidad histórica hasta los últimos decenios del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. Pero el género de nación política no se reduce a la nación democrática; en realidad, ésta es sólo una especie de un género más amplio que es la nación estatal o nación-Estado, tal es la verdadera nación política, y no meramente histórico-cultural, a la que también incluye, pero desbordándola, cuya principal expresión, aunque no la única, era en el tiempo de Cervantes, la nación monárquica, en la que el sujeto de la soberanía era el rey. Esta nación-Estado nos remite a una sociedad, previamente existente como realidad nacional histórico-cultural, como lo era la España medieval o previa a los Reyes Católicos, pues, aunque fragmentada en reinos, mantenía una identidad nacional en su sentido histórico y cultural, que le permite organizarse como un Estado unificado soberano, aunque la soberanía se adjudicase al rey. Y así es como hay que entender, a nuestro juicio, la nación española de que habla Cervantes, como referida no meramente a una España definida por su identidad cultural e histórica frente a otras naciones, sino a una España que, sobre una base histórica y cultural, se había organizado estatalmente y, por tanto, también se había dotado de una identidad política como sujeto político soberano en la forma de una monarquía. El requisito esencial para ser una nación política es que la sociedad de referencia, España en nuestro caso, se organice como Estado a partir del sustrato de una nación étnico-cultural, con una lengua que ha adquirido un carácter general o común, sin perjuicio de que se hablen otras lenguas, con unas tradiciones, costumbres, cultura e historia compartidas; luego esa nación política podrá ser monárquica, como España, o aristocrática u oligárquica, como las repúblicas italianas. Y los textos cervantinos relevantes ofrecen pruebas de que Cervantes presupone la idea de nación política explicada y que concebía a España como una nación política de tal clase de signo monárquico, pero, como vamos a ver, también admitía que una nación política fuera republicana, como era el caso de las repúblicas italianas. No nos importa, por cierto, llamar a la nación política así definida nación histórica, pero a la manera de Engels, quien distinguía, como bien es sabido, entre naciones sin historia propia, es decir, naciones sin Estado, noción que viene a ser equivalente a la de naciones étnicas o culturales, y naciones con historia propia, que son las naciones con Estado y verdaderos sujetos históricos.{28} La nación histórica, así entendida, es cabalmente equivalente a la nación política tal como la hemos expuesto. Pero es distinta de la nación histórica según la entiende Gustavo Bueno, quien la define como “una sociedad humana resultante histórico de la confluencia de diversas naciones o pueblos, que ha logrado configurar una cultura, un idioma, unas costumbres e instituciones bien definidas, al menos ante las terceras sociedades políticas, reinos o imperios, que la contemplan”.{29} En esta definición no está claro si una sociedad así es un Estado o no lo es, pues no se dice si la mención de “instituciones bien definidas” incluye las instituciones políticas o correspondientes a un Estado, y si realmente es un Estado, no se entiende por qué una nación así no es una nación política, habida cuenta de que la presencia del Estado es lo que hace de una sociedad una entidad política en sentido estricto. Lo que hace de una nación una nación política es que haya alcanzado el estadio de su organización como Estado y para el caso es irrelevante que el sujeto de la soberanía se atribuya al monarca o a un pueblo que recibe el poder de Dios y se lo transfiere al príncipe o a un pueblo que por sí mismo, sin mediación de Dios ni de nadie, se constituye como tal sujeto de la soberanía, todo lo cual sólo es relevante para discernir, dentro del género de la nación política, distintas especies según el lugar de residencia de la soberanía. Por lo que respecta a la idea de nación política y a España como tal, el texto más relevante no es, como sugiere Gustavo Bueno, el pasaje del Quijote sobre el elogio irónico por parte de Sansón Carrasco a don Quijote como honor de la nación española, sino el pasaje, también del Quijote, ya citado, que, sin embargo, pasa por alto, en que Lotario expone los tres ideales que mueven a los soldados a ir a la guerra y combatir en ella valerosamente: Dios, la nación y el rey. El hecho de que la nación vaya escoltada por el rey refuerza la idea de que la nación de que se habla aquí es una nación política y de carácter monárquico, como era la España de la época, por la cual y por tales ideales combatió y murió el propio Lotario, enrolado en las tropas españolas comandadas por el Gran Capitán en la guerra contra Francia por la posesión del reino de Nápoles. Además, el propio contexto en que se usaba la fórmula, el de la guerra, nos remite a la idea de nación como nación política, pues esa guerra, a la cual iban esos soldados mencionados por Lotario para combatir por su nación, era una guerra precisamente entre naciones o Estados. Pero hay otros textos, en otras obras cervantinas, que van en la misma línea. Así en un pasaje del entremés El vizcaíno fingido un personaje declara: “Hase averiguado que la infantería española lleva la gala a todas las naciones”.{30} Aquí se expresa la certeza de muchos españoles de la época y de Cervantes, entre ellos, de que la infantería española superaba a la de las demás naciones. Ahora bien, hablar de infantería es hablar de la columna vertebral del ejército y hablar del ejército es hablar de un elemento esencial del Estado y crucial en la garantía de su soberanía; por tanto, cuando se está diciendo que la infantería española es la mejor de todas la naciones se está suponiendo que España es una nación política dotada de un ejército, encargado de defender su soberanía e integridad territorial, cuyo infantería es la mejor entre las naciones, que también, por las mismas razones, son naciones políticas. Un segundo pasaje, importante para el caso, pertenece a El trato de Argel. Veamos primero el contexto del que forma parte. La mora Zahara explica el modo de proceder de las flotas de bajeles de corsarios argelinos para apresar naves de naciones cristianas, salvo Francia, y hacerse con su botín y cautivar personas que vender en el mercado de Argel. El pasaje que nos importa es cuando dice que los bajeles corsarios argelinos, escondidos cerca de Cerdeña, estaban alerta, para mejor capturarlo, de “si algún bajel de Génova o de España, o de otra nación, con que no fuese francesa, por el mar se descubría”.{31} Del texto se colige que Génova, España y Francia son naciones y que hay otras, cuyos nombres se omiten. Pero el texto nos proporciona un dato muy valioso que ayuda a fijar el carácter político de estas naciones. Se trata del dato relativo a Francia, una nación cuyos barcos los argelinos y los turcos evitaban capturar, pero la razón por la cual evitaban éstos capturarlos introduce un contexto político que obliga a entender las naciones de referencia como naciones políticas. Se trata de que la nación francesa había establecido un pacto de alianza con los turcos, tildada en Italia de “alianza impía”, que se remontaba al reinado de Francisco I, y debido a ella los turcos y sus aliados, como los moros berberiscos, no molestaban a los barcos franceses y de ahí que, como cuenta Cervantes, los moros argelinos, satélites de los turcos, procuraran capturar a bajeles de otras naciones, pero se abstuvieran de apresar a los franceses. En cambio, ni Génova ni España ni otras naciones tenían pactos similares con Turquía. Pues bien, esta alusión tácita a los acuerdos y alianzas internacionales entre Estados, tales como los de la nación francesa con Turquía y a la inexistencia de tales pactos entre otras naciones, como Génova y España, con los otomanos, sin los cuales no se explica la exclusión de los barcos de la nación francesa de ser objeto de rapiña y su personal a bordo de ser cautivados para ser vendidos como esclavos, sugiere claramente el carácter político de las naciones de que aquí se habla, pues se supone que las naciones pueden establecer pactos internaciones entre ellas que son naturalmente de naturaleza política. Otra idea que de aquí se extrae es que, en vista de la referencia a la república de Génova como nación, cabe inferir que Cervantes veía la Europa de su tiempo compuesta de naciones de carácter político, de las cuales unas, la mayoría, eran naciones monárquicas y otras, como Génova y demás repúblicas italianas, naciones republicanas. Un tercer y último pasaje, especialmente importante, es aquel en que presenta a España como una nación que es envidia y temor de las naciones extranjeras. Se trata del final del texto ya citado en relación con el tratamiento de la idea de patria de la profecía del Duero sobre la historia futura de España. Nos referimos a estos versos. “¡Qué envidia y que temor, España amada, te tendrán las naciones extranjeras”.{32} Pero para entender el tremendo calado político de estos versos, es menester recordar el contexto en que se insertan. En los versos precedentes, que citamos más arriba, el Duero profetiza la transformación histórica de España, como ya comentamos, en una gran nación de carácter católico y con vocación imperial que alcanza su plenitud en el reinado de Felipe II, porque bajo su gobierno España ha alcanzado su más completa unidad política al integrarse en su seno el reino de Portugal. Ahora bien, una nación así es innegablemente una nación política y tan poderosa política y militarmente, que se ha convertido en una nación imperial cuyos dominios se extienden por todos los continentes (“siendo suyo el mundo”), por lo que no es de extrañar que se retrate ahora como envidia y temor de las naciones extranjeras, pues tales fueron, en efecto, las reacciones provocadas por ella, especialmente entre las naciones rivales y más hostiles a España. La nación española de Cervantes es, pues, una nación política, si bien de signo monárquico. Y Cervantes no está solo en ese uso de la acepción política de nación, pues así es como las elites ilustradas de la época, tanto españolas como extranjeras, se referían habitualmente a España cuando hablaban o escribían de ella como nación. Ya hemos visto cómo en el propio Quijote dos coetáneos de Cervantes, sus amigos y protectores José de Valdivieso y Márquez Torres, hablan de forma natural de España como “nuestra nación” y lo mismo hacen otros, como Juan Boscán en la dedicatoria de su excelente traducción al español de El Cortesano, de Castiglione, donde se refiere también a España como “nuestra nación” y, al hablar así de España, es absurdo pensar que se circunscribían sólo a la identidad nacional española en su dimensión meramente cultural e histórica, ignorando su realidad presente como entidad política soberana. Pero hay otras fuentes españolas en las que explorar la presencia de la idea de nación como nación política. De hecho, el pensamiento español es una fuente abundante de ellas. Tanto el pensamiento filosófico español de los siglos XVI y XVII como el no filosófico, caracterizado por su tendencia a favorecer al pueblo e incluso a erigirse en su abogado, muestra una especial proclividad a revestir la idea de Estado de un carácter nacional o la nación del carácter de sociedad política o de Estado y con ella la idea de España como nación política en el sentido de Estado nacional. Empecemos citando al escolástico dominico Bartolomé de Medina del siglo XVI, quien presenta a las naciones como Estados soberanos en su concepción del derecho de gentes. Donde Vitoria hablaba, como denominación de los Estados soberanos, indistintamente de republicae, civitates, gentes, regna, que constituyen una comunidad, cuyos vínculos se hallan regidos por el ius gentium, Medina habla de naciones en su definición del estatuto del ius gentium, el cual participa, según él, del derecho natural porque es común a todas las naciones (“comune omnibus nationibus”){33}, lo que equivale a tratar las naciones como entidades políticas cuyas relaciones se hallan reguladas por el derecho de gentes. Juan Ginés de Sepúlveda nos ofrece algunos de los ejemplos más nítidos e incontestables no sólo de la nación en su acepción política sino también de España como tal nación política. En su Democrates secundus nos encontramos con dos valiosas referencias a España como nación política, ambas en relación con la conquista española de América. En la primera de ellas se habla de la conquista de los pueblos indios por parte del rey Fernando el Católico y la nación española: “Así, pues, ¿dudaremos en afirmar que estas gentes tan incultas, tan bárbaras, contaminadas con tan nefandos sacrificios e impías religiones, han sido conquistadas por rey tan excelente, piadoso y justo como fue Fernando y lo es ahora el César Carlos y por una nación pía y humanísima y tan excelente en todo género de virtudes con el mejor derecho y mayor beneficio para los indios? Has igitur gentes tam incultas, tam barbaras, tam nefandis sacrificiis et impiis religionibus contaminatas, dubitabimus ab optimo, pio iustissimoque rege, qualis et Fernandus fuit et nunc est Carolus Caesar, et a pia huamissimaque et omni virtutum genere paestante natione iure optimo et cum máxima ipsorum barbarorum commoditate in ditionem fuisse redactas?”.{34} La segunda referencia es aún más significativa si cabe. Ahora Sepúlveda sitúa a España en el conjunto de las naciones europeas y sostiene no sólo que la nación española, como nación política, estaba legitimada a someter a su dominio a las naciones indias, sino que, en comparación con las demás naciones europeas, era la que tenía más derecho que ninguna a otra a someterlas a su dominio. Todo ello se halla en este fragmento del diálogo entre Leopoldo y Demócrates: “Leopoldo.– Sea así como enseñas, Demócrates, y sea lícito a los cristianos someter a su dominio naciones bárbaras e impías (barbaras et impias nationes) y apartarlas de sus crímenes y nefandas religiones […]. Pero si la superioridad en prudencia y virtud y el motivo de la religión da ese derecho a los españoles sobre los indios, ¿por qué no del mismo modo y con igual derecho hubieran podido apropiarse para sí del mismo imperio los franceses o los italianos, en suma, toda nación cristiana (christiana natio) que aventaje a estos indios en prudencia, poder y cultura. Demócrates.– En verdad parece que la cuestión en principio puede ser materia de duda o disputa, aunque en esta causa el mejor derecho está de parte de la nación (natio) que sea más prudente, mejor, más justa y más religiosa; y en todo esto, a decir verdad, muy pocas son las naciones (nationes) que pueden compararse con España. Pero ya, por el Derecho de gentes, según el cual las tierras de nadie pasan a poder de los ocupantes, se ha conseguido que el imperio de estos indios pertenezca legítimamente a los españoles, no porque aquellas regiones carecieran de señores y príncipes legítimos, sino porque aquellas gentes no pertenecían al imperio de ningún príncipe cristiano”.{35} En su De Regno et Regis oficio, de 1571(aunque su redacción ya estaba iniciada en 1548), nos regala dos interesantes pasajes sobre España como nación política. En el primero de ellos presenta a los Reyes Católicos como reyes de la nación española a los que se reconoce, y a sus sucesores, el derecho a dominar a los pueblos del Nuevo Mundo: “No sólo fue lícito por las leyes cristianas, sino también por las leyes naturales, a tus bisabuelos [los de Felipe II, a quien está dedicado el libro], los óptimos y religiosísimos príncipes Fernando e Isabel, reyes de la nación de los españoles, excelsa por su civilización y toda clase de virtudes (Fernando et Isabellae, Hispaniorum humanitate ac omne genere virtutis praestantis nationis regibus), y a vosotros, sus descendientes, el someter al Nuevo Mundo”.{36} Pero por si cupiera alguna duda, apenas unas líneas más abajo, aclara que el someter a los pueblos del Nuevo Mundo no es cosa sólo de los reyes sino de la nación española, en virtud del título de nación civilizada, como ya la ha caracterizado antes, pero que ahora resalta aún más al calificarla de “nación muy civilizada (humanissima)”, calificación evidentemente referida a la nación española: “Y los más grandes filósofos declaran que por derecho natural tales guerras [las de la conquista española de América] pueden emprenderse por una nación muy civilizada ciertamente (humanissima videlicet natione) contra gentes o pueblos incultos y bárbaros”.{37} Otro ejemplo sobresaliente del uso de nación en su acepción política y de su uso en relación a España es, sin duda, Juan de Mariana, en cuya obra nos ofrece varias muestras de ello, lo cual no es de extrañar, pues el ilustre jesuita fue un decidido defensor del pueblo, lo que en este contexto viene a ser lo mismo que nación, y nadie fue tan lejos en ello como él, en España, y en Europa sólo el escocés Buchanan le igualó en la defensa de la soberanía del pueblo. Seleccionamos varias muestras harto ilustrativas. La primera de ellas nos la brinda su concepción de la historia de España, que él entendía como una historia de los hechos de España como nación, según su propia declaración. En efecto, en el prólogo a su propia traducción al español del dilatadísimo libro en latín que dedicó al tema, precisamente con el título de Historia general de España (1601), afirma que su propósito, al escribirla, había sido la de entender los hechos de la nación española y el proceso histórico en virtud del cual ésta había alcanzado la grandeza que tenía en el presente histórico de su tiempo, lo cual implica considerar a la nación española como una entidad política soberana y sujeto histórico. He aquí las palabras del propio Mariana: “Juntamente me convidó a tomar la pluma el deseo que conocí los años que peregriné fuera de España, en las naciones extrañas, de entender las cosas de la nuestra; los principios y medios por donde se encaminaría a la grandeza que hoy tiene”.{38} La segunda de ellas, procedente de su De rege et regis institutione, concierne a las leyes de las naciones sobre la sucesión real. Afirma Mariana que, en todas las naciones, por tanto, España incluida, se reconocía en la sucesión real una preferencia de los mayores de edad y varones: “Veo que en las costumbres de todas las naciones los mayores de edad se prefieren en la sucesión a los menores y los varones a las mujeres. Porro moribus nationum video susceptum ut maiores natu filii ceteris, feminis mares”.{39} Pero esta afirmación sólo tiene sentido en referencia a Estados nacionales monárquicos. Para apreciar el significado político de nación en este contexto hay que decir que en la época tal sucesión real estaba regulada por la costumbre, como dice el propio Mariana, que tenía fuerza de ley, o por ley, pero tanto si se trataba de una cosa o de otra, se consideraba como ley fundamental del reino, tan fundamental que Mariana estimaba que su transgresión por el rey era motivo suficiente para su destronamiento. Por tanto, en este contexto la nación de que se habla nos remite a una nación política monárquica, que se caracteriza por una determinada preferencia en la sucesión real. Ahora nos vamos a referir a un caso sorprendente en que Mariana, en un pasaje de su De rege, I, 8, no utiliza la palabra “nación”, sino su equivalente “gente”, en su acepción política. Mariana está hablando del gobierno de España, de la forma óptima y más conveniente para ella, pero no se refiere a ella con la palabra “nación”, sino con la palabra “gente”. Para entender esto, es necesario recordar que Mariana escribe sus obras en latín y en esta lengua los vocablos “natio,-onis” y “gens, -tis”, rivalizan en su uso, pues básicamente significan lo mismo: pueblo, nación{40} e igualmente ambas se usaban en un sentido étnico para referirse a sociedades prepolíticas o no políticas (se hablaba indistintamente de naciones bárbaras o de gentes bárbaras, en referencia, por ejemplo, a los pueblos indios, a los que también indistintamente se describía como naciones indias o gentes indias) o en un sentido político, como, para el caso, “gente” (gens), en la cita de Mariana que estamos examinando. Por ello, está perfectamente justificado traducir el original “gente”, en el pasaje a que nos referimos, por nación y eso es lo que hace, por ejemplo, Luis Sánchez Agesta, en su versión española del De rege, “Pero aquí no tratamos […], sino de la forma de gobierno que vige y debe tener vigencia en una nación como la nuestra (in nostra gente), para que constituya la forma óptima y más conveniente de gobernar”.{41} Este problema no se presentaba cuando se escribía en español, pues en romance el término “nación” aventajaba al de “gente” en su acepción política, aunque en su acepción étnica aún competían entre sí y se usaban muchas veces indistintamente, como entre los cronistas de Indias y otros escritores que se ocupaban de estos asuntos. Un obstáculo para el uso de “gente”, que no se daba con el empleo de “nación”, con alcance político, es que en romance ya existía la palabra “gente” con un significado muy marcado, completamente apolítico, pues se usaba comúnmente con el significado de un grupo o pluralidad de individuos o también el de un sector o clase sociales diferenciados dentro de la sociedad, como el de la gente noble o gente plebeya (así don Quijote, en II, 6, 591, al hablar del linaje de la “gente plebeya” en oposición al de la gente noble); por tanto, resultaría extraño y confuso emplear “gente” en un contexto político, como el descrito por Mariana. Tiene perfecto sentido decir el gobierno de “nuestra nación” o el gobierno en vigor “en nuestra nación”, pero suena extravagante decir el gobierno de “nuestra gente” o en vigor “en nuestra gente”. Pasamos a ocuparnos de Suárez, en cuya obra se halla una buena muestra de la idea de nación como nación política en general, aunque no en su referencia a España. Gran parte de sus alusiones a la idea de nación, ya sea en su sentido étnico o en sentido político, aparecen en el curso de su exposición de su concepción del derecho de gentes (en los últimos capítulos del libro II de De legibus), un campo en el que la noción de nación ha de competir con nociones de similar abolengo semántico, como las de gente y pueblo, que, como la de nación, admiten la doble acepción étnica y política, y con denominaciones estrictamente políticas, como república (respublica), Estado (respublica, civitas) y reino. Sin embargo, a pesar de estos obstáculos a la introducción de la nación en el ámbito del derecho de gentes, cuya mera denominación ya señala su preferencia por el término “gente” (gens) o, en su caso, por el de pueblo (populus), en su acepción política, es decir, designativos de entidades soberanas sujetas al ordenamiento jurídico del derecho de gentes, la nación se va abriendo camino progresivamente en este campo y de ello es buen ejemplo la obra de Suárez, en la cual se aprecian pasos firmes hacia la constitución del derecho de gentes (ius gentium) como “derecho de las naciones” (ius nationum) o “ley de las naciones” (lex nationum). En un primer pasaje, Suárez sitúa a las naciones en primer plano del derecho de gentes, pues se refiere a la práctica o costumbre de las naciones como base de los preceptos del derecho de gentes y, al hacerlo, coloca a las naciones al mismo nivel que a los Estados, incluso bajo la expresión todas o casi todas las naciones parece incluir a todos o casi todos los Estados, como si fuesen intercambiables en tanto referidos a sujetos políticos soberanos: “Los preceptos del derecho de gentes se diferencian del derecho civil en que consisten no en algo escrito sino en la práctica no de uno o dos Estados o regiones sino de todas o casi todas las naciones (omnium vel fere omnium nationum)”.{42} No otra cosa invita a pensar un segundo pasaje, en el que, al distinguir dos modalidades del derecho de gentes y caracterizar a una de ellas por oposición a la otra, que es el derecho de gentes propiamente dicho, habla de las naciones como las entidades reguladas por el derecho de gentes y se las equipara con los Estados: “La segunda modalidad del derecho de gentes [es la que observa cada uno de los Estados o reinos en su interior], contiene ciertos preceptos o ritos y maneras de vida que de suyo y directamente no afectan a todos los hombres ni tienen, como quien dice, por fin próximo la conveniente asociación o sociedad y comunicación de todas las naciones (pro fine próximo convenientem societatem et communicationem omnium nationum), sino que en cada Estado (in unaquaque republica) los determina el régimen que conviene para su gobierno particular”.{43} En un tercer pasaje, al tratar del origen de la primera modalidad del derecho de gentes, que es el derecho de gentes propiamente dicho, el que concierne al ordenamiento jurídico de las relaciones entre Estados, vuelve a referirse a las naciones como base del mismo: “Pues este derecho es tan cercano a la naturaleza y tan conforme a todas las naciones (tan conveniens omnibus nationibus) y a la asociación de ellas (societati earum), que casi se propagó de una manera natural juntamente con el género humano, y por eso no está escrito, porque ningún legislador lo dictó sino que se consolidó con el uso”.{44} Pero las naciones desempeñan un papel crucial igualmente en la explicación del origen de la segunda modalidad del derecho de gentes. “Acerca de la otra modalidad del derecho de gentes, fácilmente puede explicarse […] el origen de la grande semejanza que existe en él entre los distintos pueblos (inter gentes). La razón es […], lo segundo, que aunque esas cosas generales no sean sencillamente de derecho natural, sin embargo son tan cercanas a él y tan conformes y convenientes a la naturaleza, que fácilmente pudieron inclinar a cada una de las naciones (singulas nationes) hacia tales normas jurídicas”.{45} En un quinto y último, pero no menos importante pasaje, las naciones en que se divide el mundo son la clave de la explicación del cambio en las normas del derecho de gentes, un cambio que sólo es posible por la autoridad y consentimiento de las naciones: “En el otro derecho de gentes [se refiere a su primera modalidad] el cambio es mucho más difícil, porque pertenece al derecho común de todas las naciones (ius commune omnium nationum) y parece introducido por la autoridad de todas ellas, y por eso parece que no puede suprimirse sin el consentimiento de todas. No obstante, no es imposible el cambio por parte de la materia en el caso de que todas las naciones (nationes omnes) consintiesen en ello o si poco a poco se introdujese la costumbre contraria y ésta se impusiese”.{46} Mencionemos concisamente un cuarto y último autor español, Sancho de Moncada, en cuya obra también asoma la aparición de nación en sentido político y, no en abstracto, como en Suárez, sino en relación con España. En su Restauración política de España se refiere a ésta frecuentemente como nación, incluso su segunda parte o discurso, de los ocho en que se divide el libro, se titula Población y aumento numeroso de la nación española, pero su principal alusión a ésta en su acepción política es aquella en que alude a España como una nación de gran poderío militar. Para entender esta referencia es menester explicar brevemente el contexto. Moncada es un mercantilista extremo que está convencido de que la raíz del mal estado de la economía española está en la exportación de sus metales preciosos y cree resolverlo prohibiendo la importación de las manufacturas extranjeras, un comercio que arruina a España, pues contribuye a la salida de ella de los metales preciosos. Pero hay un posible inconveniente de este remedio y es que, dados los daños sufridos por los extranjeros de su beneficioso comercio con España, sus países vayan a la guerra contra ella. Esta objeción a Moncada le parece de risa, a la que el rey no ha de prestar atención, ya que el poderío militar de la nación española la convierte en “espanto de las demás naciones”: “Este lenguaje es muy común, e indigno de las Reales orejas de V. Majestad […] y me parece cosa de risa, que España tema cocos, soliendo ella ser espanto de las demás naciones”.{47} Obsérvese la semejanza entre la nación española de Moncada, espanto de las demás naciones, y la nación española de Cervantes, envidia y temor de las naciones extranjeras, y sobre todo en el hecho de que en ambos casos la razón de provocar tales reacciones es igualmente, según ellos, la enorme potencia militar de España. En cuanto a los extranjeros, comencemos citando a dos ilustres autores, que fueron testigos de la emergencia de España como nación política en el sentido indicado y que de forma natural se refieren a ella como tal. Mencionemos, en primer lugar, a Castiglione, nuncio o embajador de la Santa Sede en la España de Carlos I, quien en su clásica obra antes mentada (publicada en 1528) alude a España varias veces como nación y, aunque algunas de ellas, podrían entenderse como designativas de ella en el sentido histórico-cultural de nación, hay una con un evidente sesgo político, pues se habla de España (e igualmente de Francia) como de una nación y a la vez como un reino, esto es, un Estado monárquico: se trata de aquella en que uno de los interlocutores recomienda que el aspirante a ser un buen cortesano ha de saber hablar varias lenguas, pero especialmente el español y el francés, porque el trato con “estas dos naciones” es habitual y, por tanto, muy necesario para los italianos, habida cuenta del gran poderío de España y Francia y que era precisamente Italia uno de los principales escenarios donde “los dos príncipes de estos reinos” daban pruebas manifiestas de su gran pujanza “por ser poderosísimos en la guerra y abundantísimos en la paz”.{48} Mayor interés, sin duda, tiene Guicciardini, buen conocedor de la España de Fernando el Católico en su calidad de embajador florentino, quien en su Informe sobre España (1513), a pesar de su brevedad, numerosas veces habla de España como nación, de las que sólo citaremos dos en que fácilmente se percibe la idea de nación como nación política, que nada tiene que ver obviamente con la nación política democrática consagrada en España en la Constitución de Cádiz, sino con una sociedad diferenciada histórica y culturalmente de otras y organizada estatalmente y además en expansión: “Una vez organizados los asuntos de sus propios estados –dice en referencia a Fernando el Católico, no sin haber hablado previamente de la “singular” reina Isabel- y transformada España en una fuerza con un buen gobierno […] diré que la fama de esta nación (questa nazione) se ha ampliado, después de recuperar el estado de Perpignan […]”.{49} Guicciardini menciona no sólo la adquisición de Perpiñán, sino también las varias plazas conquistadas en el norte de África y las posesiones españolas en el Nuevo Mundo recién descubierto como prueba del expansionismo de la nación española, lo cual induce al autor italiano a declarar que con ello ésta ha salido de la oscuridad en que hasta ahora había estado sumida para ingresar en una época luminosa. Y en otro lugar nos presenta, no menos inequívocamente, a España como una nación política, pues la pinta como una nación expansiva que domina sobre otras naciones y ve la clave de su éxito político en su constitución como un Estado unificado en la forma de un solo reino y dotada de un solo gobierno, que sus reyes han ejercido prudentemente: “Sea cual sea la razón, el hecho es que esta nación (questa nazione) [España] ha permanecido sin visibilidad hasta nuestra época. Hoy en día la vemos, no sólo liberada ya de la servitud, sino que empieza a mandar sobre otras [naciones]. Ello se ha originado por la prudencia de quienes la han regido, y por haberse unido en un solo reino y gobierno Aragón y Castilla”.{50} Un exponente excelente de la idea política de nación en general y, en referencia a España, es Francis Bacon, en su ensayo “De la verdadera grandeza de los reinos y Estados”, publicado por vez primera en 1612 como uno de los capítulos de su libro The Essays, escrito, por tanto, por las mismas fechas en que Cervantes estaba ocupado en la composición de la segunda parte del Quijote.{51}. Por verdadera grandeza de reinos y Estados Bacon no entiende otra cosa que el poderío político y militar, que alcanza su máxima expresión en la constitución de un reino o Estado como Imperio. Y, a su vez, la grandeza de los reinos y Estados en los términos que acabamos de describir, son equivalentes para Bacon a la grandeza de las naciones, la clave vital de cuya grandeza y adquisición del rango de Imperio reside en que la nación profese las armas, esto es, que sobresalga como potencia militar: “Pero sobre todo, para el imperio y grandeza lo que más importa es que una nación (a nation) profese las armas como su principal timbre de honor, su estudio y ocupación”.{52} Muy indicativo de lo que Bacon quiere decir es que seleccione, como modelo en su tiempo histórico de grandeza e Imperio, a dos naciones que habían adquirido tal estatus: los turcos, aunque él los ve ya en decadencia, y, dentro de la Europa cristiana, los españoles, los únicos entre los europeos que, según él, han alcanzado la grandeza e Imperio como nación. Por si no estuviera claro su mensaje, vuelve a reiterar: “Que ninguna nación (no nation) que no profese directamente las armas puede esperar obtener grandeza alguna. Y, por otra parte, es el más certero oráculo del tiempo que aquellos Estados que persisten durante mucho tiempo en esa profesión (como principalmente han hecho los romanos y los turcos) hacen maravillas”.{53} Obsérvese que Bacon trata a las naciones como entidades políticas soberanas a la que equipara con los Estados. Empieza hablando de naciones y termina hablando de Estados de la misma forma que lo había hecho de las primeras. Obsérvese que retrospectivamente él se refiere a los romanos también como naciones, lo que sin duda es un anacronismo, pues ellos nunca se calificaron así. Para ellos la nación sólo tenía una acepción étnica. Para Bacon nación y Estado son ya nociones intercambiables. Por si no estuviera suficientemente claro, después de recomendar sin remilgos que un Estado, para alcanzar la grandeza, tenga leyes y costumbres que puedan proporcionarle ocasiones justas de guerra, de nuevo vuelve hablar, en los mismos términos, de la nación, al aconsejar, primeramente, que las naciones que busquen la grandeza aprovechen cualquier ocasión o excusa de guerra, bien en relación con los problemas de fronteras, con el comercio o el recibimiento de sus embajadores, y, en segundo lugar, que estén dispuestas a enviar socorros a sus aliados, como hacían los romanos: “Primeramente, por tanto, que las naciones (nations) que pretenden su grandeza tengan en cuenta esto: que ellas sean sensibles a los agravios, o surgidos por asuntos de fronteras, a sus comerciantes o a sus embajadores, y que no toleren durante mucho tiempo una provocación. Segundo, que estén dispuestas a prestar ayuda y socorros a sus aliados. Como hicieron siempre los romanos”.{54} Bacon resume su pensamiento diciendo que la clave de la grandeza, sin mentar ahora ni a los Estados ni a las naciones, aunque está claro, por lo hasta ahora visto, que los Estados o las naciones son su referente indistinta e intercambiablemente, descansa en estar casi siempre en armas y en la fuerza de un ejército veterano. Y pone como ejemplo de ello de nuevo a España, que ha tenido, en una parte o en otra, un ejército veterano casi continuamente desde hace ciento veinte años. El caso de España es para Bacon una prueba de sus tesis sobre la grandeza de los Estados o naciones. En resumidas cuentas, Bacon habla indistintamente de Estados o naciones, a las que concibe, pues, como entidades políticas soberanas y entre ellas incluye, a los Estados modernos europeos, como la propia España, de forma que la grandeza de los Estados o reinos equivale a la grandeza de las naciones, de la cual España es un modelo para él. Así que su ensayo bien se podría haber titulado igualmente “De la verdadera grandeza de las naciones”. De hecho, el primer traductor al español del libro de Bacon tradujo comprensiblemente ese capítulo con este otro título, aunque este proceder no nos parece correcto.{55} Cerramos esta parte con una referencia a Hobbes, en quien, apenas veinticuatro años después de la muerte de Cervantes, en su The Elements of Law, Natural and Politic, de 1640, se consuma el proceso, que ya hemos visto en marcha en Suárez, de transformación del derecho de gentes en derecho o ley de las naciones, como así lo llama el filósofo inglés (law of nations), lo que es un fiel reflejo de la transformación paralela de naciones étnicas o culturales, aunque no de todas ellas, en naciones políticas o Estados nacionales, y de su consolidación como tales, cuyas relaciones internacionales o interestatales se encarga de regular la ley o derecho de las naciones, devenido así derecho internacional, lo que revela el papel estelar de la nación-Estado como sujeto político. Hobbes, que ni siquiera utiliza la vieja expresión “derecho de gentes”, condensa su pensamiento en apenas dos escuetas frases en el último párrafo del último capítulo del mentado libro: “En cuanto a la ley de las naciones (the law of nationes), pasa lo mismo que con la ley de la naturaleza. Pues lo que es la ley de la naturaleza entre hombre y hombre, antes de la constitución del Estado, es la ley de las naciones (the law of nations) entre soberano y soberano, después”.{56} Posteriormente, en su Leviatán, de 1651, vuelve sobre el tema y prescinde igualmente de la tradicional expresión “derecho de gentes”, que propone reinterpretar como “ley de las naciones” y sustituirla por ésta como designación del derecho que rige las relaciones entre naciones o Estados: “En lo que concierne a las funciones de un soberano con respecto a otro, que están comprendidas bajo la ley comúnmente llamada la Ley de las Naciones (Law of Nations) [en cursiva en el original], no necesito decir nada en este lugar, porque la Ley de las Naciones (Law of Nations) y la Ley de la Naturaleza son la misma cosa”.{57} No importa para el caso la manera como Hobbes entiende las relaciones entre las naciones o Estados, que el derecho de gentes quede reducido a mera ley de la naturaleza o derecho natural, lo que equivale a decir que las relaciones entre las naciones o Estados son relaciones enmarcadas en un estado latente de guerra, como les sucede a los hombres en el estado de naturaleza; lo que importa, para nuestro asunto, es que esas relaciones son entre las naciones o Estados, que se han convertido en nociones intercambiables en el contexto internacional moderno europeo, no porque nación política y Estado sean exactamente lo mismo, sino porque la forma nueva de Estado que supone la nación política como nación-Estado o Estado nacional, es la forma hegemónica de Estado en la Europa moderna. En suma, tanto desde dentro como desde fuera de España se percibe a ésta como una nación política configurada como un Estado monárquico o reino y éste es el marco en el que se inserta el pensamiento de Cervantes y su obra, desde el cual hay que interpretar, pues, las palabras de Sansón Carrasco sobre la nación española. Pero no sólo ese marco nos ofrece las herramientas hermenéuticas adecuadas para interpretarlas; también en su obra, y singularmente en el Quijote, hay elementos que nos permiten interpretar de tal modo las palabras de Sansón Carrasco. Recordemos el pasaje del parlamento de Dorotea en que ésta retrata a España como un reino y la fórmula trimembre de Lotario en que éste resume los fundamentos políticos de un Estado monárquico, tal como España, en las ideas de Dios, nación y rey. Si coordinamos la nación española de Sansón Carrasco con la idea de España como reino de Dorotea, tenemos una clara referencia a España como nación política constituida como un Estado monárquico; y si la coordinamos con la fórmula tripartita de Lotario, el resultado es aún más contundente, pues, dejando aparte el primer miembro, Dios, irrelevante para nuestro caso, que en ese contexto trimembre aparece sólo como fundamento remoto de una sociedad política, hallamos que el tercer miembro, el rey, nos remite a la organización de la nación como una monarquía y, por tanto, como una nación política. En fin, todo concurre a la interpretación de la nación española del dicho de Sansón Carrasco como una nación política esencialmente monárquica. Naciones civilizadas y naciones bárbaras Pero la idea de nación en la obra cervantina no se agota con la presencia de las acepciones de nación examinadas. A ellas hay que sumar una acepción nueva de nación, que Cervantes utiliza en el Quijote con una denominación que ahora nos resulta extraña y hasta confundente, por haber caído en desuso, y que en la España de los siglos XVI y XVII era de uso común: se trata de la “nación política”, que no equivale a lo que antes hemos denominado con esta expresión, aunque tiene una evidente conexión con ella, sino que equivale a nación civilizada y, sin duda, España pertenecería al reducido y selecto club de las naciones civilizadas. Cervantes utiliza una sola vez esta expresión, en su plática con don Diego de Miranda, después de haber expuesto unas consideraciones sobre la poesía: “Y, así, el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo”. II, 16, 667 La idea de nación política en el sentido cervantino y de la época, equivalente a nación civilizada, se opone a nación bárbara y, por tanto, con estas expresiones se está contraponiendo la civilización a la barbarie. La distinción entre nación política como designación de las sociedades civilizadas y de nación bárbara como designativa de lo que hoy llamamos sociedades primitivas se puede interpretar como una clasificación de las naciones en su acepción étnico-cultural en estas dos clases o especies. No es de extrañar por ello que quienes más la usasen en la España del tiempo de Cervantes fuesen los cronistas de Indias, tanto los de las Indias occidentales como los de las Orientales o Filipinas, aunque la denominación “político/a; políticos/políticas” en referencia a naciones, pueblos, gentes, países, etc., en la acepción de civilizado/s, puede hallarse en toda suerte de obras y autores, y a veces en los lugares más impensados.{58} Pero, como decimos, es en la obra de los historiadores de Indias, donde más prolifera su uso. Obligados a situarse en una perspectiva etnológica precursora de la actual antropología social y o cultural al enfrentarse con sociedades extrañas, tan dispares de las europeas, los cronistas españoles de Indias echaron mano de la palabra “nación” y “gente”{59} para referirse a ellas en general y las catalogaron como naciones bárbaras, frente a las naciones políticas, representadas por las naciones europeas, una categorización que podemos encontrar en autores, entre los cronistas de las Indias occidentales, como el franciscano Bernardino de Sahagún y el jesuita José de Acosta, quienes perciben algunos elementos de las naciones civilizadas en algunas de las naciones bárbaras, aunque, comparadas con las europeas, no llegan a ser naciones plenamente políticas o civilizadas en sentido estricto. El primero de ellos, en el prólogo a su Historia general de las cosas de la Nueva España, constata que los indios mexicanos son tenidos por “bárbaros”, si bien, en cuanto a organización política, están más avanzados que “muchas otras naciones que tienen gran presunción de políticas”, dejando aparte, no obstante, algunos rasgos de tiranía en su forma de regirse{60}. La división entre naciones bárbaras y naciones políticas o civilizadas no es, pues, según su parecer, completamente dicotómica, pues en naciones conceptuadas como bárbaras puede haber elementos propios de naciones civilizadas, aunque no sean plenamente civilizadas, como el caso de los aztecas de que habla Sahagún. Acosta, por su lado, teorizó sobre la distinción y además ofreció una valiosa clasificación de las por él llamadas naciones bárbaras, en cuyo grado más bajo colocaba las naciones salvajes, en el intermedio a las jefaturas o cacicatos y en el más alto a las naciones organizadas como Estados, y además trazaba una secuencia evolutiva trifásica, todo lo cual anticipa la clasificación de Morgan de las sociedades humanas en salvajes, bárbaras y civilizadas.{61} En la exposición de De procuranda Iandorum salute declara que hay tres clases o categorías de “naciones bárbaras”, que expone en orden descendente, procedimiento que también sigue en su Historia natural y moral de las Indias, es decir, empieza con las últimas en la historia sociocultural y termina con las más primitivas, aunque él es consciente de que el orden histórico es el inverso, como bien se ve en que en su Historia natural y moral aplica la tipología tripartita al desarrollo sociocultural de las sociedades indias americanas, cuyo estrato más antiguo sería el de las naciones salvajes, formadas por hombres semejantes a fieras salvajes, algunas de las cuales se habrían transformado en cacicatos o jefaturas y, finalmente, en una tercera fase habrían surgido las sociedades con Estado, como los incas y los mexicanos.{62} Pues bien, de las gentes de las naciones bárbaras de mayor nivel de desarrollo sociocultural, entre las que cita a los chinos, japoneses e indios orientales, en el primero de sus libros, y también a los incas y mexicanos, en el segundo, dice que, comparadas con las otras, son “más humanas y muy políticas” (gentes humaniores et maxime politicae),{63} donde “humanas”, amén de otras connotaciones, también significa, en la época, civilizadas. El criterio que a Acosta le lleva a considerar más civilizadas a las sociedades del Lejano Oriente asiático es la posesión de la escritura y es también lo que le induce a clasificar a los mexicanos e incas entre las naciones del segundo nivel de desarrollo sociocultural, porque no disponen de una escritura homologable con la de los países del Viejo Mundo, pero, en la Historia natural y moral de las Indias, cambia de opinión, la escritura ya no es un problema, quizá porque acaba admitiendo que incas y mexicanos disponían de procedimientos de fijación y transmisión de pensamiento e información capaz de emular a la escritura propiamente dicha (como los “quipus” de los incas, de los que habla muy favorablemente), o porque da más peso al criterio político de organización estatal o por ambas razones, y pasa a incluirlas entre las sociedades bárbaras del nivel evolutivo superior. En la Historia natural y moral de las Indias alude varias veces a las naciones o gentes indias más civilizadas como naciones o gentes políticas: en un lugar se refiere a los pueblos nativos de América como “gente menos política” en comparación con otros pueblos del Viejo Mundo{64}; en otro lugar afirma, en referencia a las naciones civilizadas en general, que no hay ninguna “tan política y humana” que no admita perfeccionamientos{65}; en un tercer pasaje, contrapone naciones muy bárbaras, como los chichimecas y otomíes, cazadores y recolectores que Acosta presenta como los primeros moradores de la Nueva España, y naciones políticas, como los nauatlacas, a los que describe como “gente política”; a su vez, comparados entre sí los chichimecas y otomíes, dice de estos que son “más políticos” que los primeros, pues tienen “alguna policía”{66}; en un último pasaje, describe a “la nación mexicana” como “gente política”, aunque muy belicosa.{67} En esta descripción de los nauatlacas y de los mexicanos como gente o nación política se percibe una tendencia a desbordar la idea prestablecida sobre la distinción entre naciones bárbaras y naciones políticas o civilizadas, que otorgaba este último estatus a los países europeos; pero no se consuma, pues las naciones indias, aun los incas y mexicanos, se siguen percibiendo como naciones bárbaras, aunque se disciernan en ellos elementos de nación política o civilización. Igualmente, los principales cronistas de las Filipinas, muy influidos por cierto por Acosta, también usaron habitualmente la distinción entre naciones políticas o civilizadas y naciones bárbaras. Así, el cronista pionero en esta lid del estudio de los diversos pueblos indígenas filipinos, el jesuita Pedro Chirino, amén de adoptar la clasificación de Acosta de las naciones bárbaras en tres clases y de adaptarla al estado de los nativos filipinos, destaca cómo, gracias a la luz civilizatoria llevada allí por la fe cristiana, las naciones bárbaras se están transformando en políticas o civilizadas: “La diversidad de Naciones que sustenta esta rica Isla, todas antiguamente bárbaras, aunque desenvueltas y belicosas, agora con la luz de la fe no menos políticas que pacíficas […]” y, en otro lugar, declara que, antes de la evangelización cristiana, los tagalos, población mayoritaria de la isla de Luzón, junto con sus vecinos los comintas, eran los más civilizados de todos los nativos: “Fueron siempre los más políticos de todo este Archipiélago”{68} y más adelante equipara también a los bisayas o pintados a los tagalos en cuanto a su grado de civilización. Entre los estudiosos de otros pueblos, la clasificación de las sociedades humanas en naciones bárbaras y naciones políticas o civilizadas se mantendría en vigor en España hasta el siglo XIX. Un ejemplo muy notable de ello es el del también jesuita Lorenzo Hervás y Pandura, quien en su célebre Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas, publicado en 1801, en su descripción de las lenguas nativas de los indígenas filipinos, sigue haciendo uso de la mentada clasificación y, por cierto, usa como fuente principal de información al respecto el libro primero de Labor Evangélica…de la Compañía de Jesús en las Islas Filipinas (1663, aunque Hervás maneja una edición posterior de 1673), del también jesuita Francisco Colín, a su vez muy influido por Acosta y más aún por Chirino, a quienes sigue tanto en el manejo de la distinción entre naciones políticas y bárbaras como en la clasificación de Acosta de éstas últimas en tres clases o categorías y en la adaptación de ésta por Chirino a la diversidad de pueblos indígenas del archipiélago filipino.{69} Cervantes, en consonancia con los usos de su tiempo, se mueve en el marco precedente y también contrapone a las naciones políticas las naciones bárbaras. El mero uso del rótulo “naciones políticas” ya nos remite directamente, por oposición, a éstas últimas, pero además alude a ellas expresamente en el Persiles cuando Arnaldo, príncipe de Dinamarca, le pregunta a una mujer que se acerca a él “si era bárbara de nación”.{70} Pero, puesto que no se ve en la necesidad de hacerlo para sus fines literarios, no menciona clasificación alguna de las naciones bárbaras. Ahora bien, sí menciona naciones bárbaras concretas, que, si bien Cervantes no encuadra en el seno de una ordenación, son perfectamente ubicables en el marco de la clasificación de Acosta y de sus seguidores, Chirino y Colín. Así en el Quijote se califica a los turcos, a los que en otros lugares se cita como nación (II, 63, 1039 y 1041), de bárbaros (“aquellos bárbaros turcos”) por boca de Ana Félix (II, 63, 1041) y, en El trato de Argel, se alude a los moros argelinos como “la bárbara gente”{71} y, en cuanto tales, encajan perfectamente en la primera especie de naciones bárbaras de Acosta, las más civilizadas de todas y que se caracterizan, entre otros rasgos según Acosta, por estar organizadas en Estados, tener ciudades y por usar y conocer la escritura, manifiesta en libros y monumentos escritos. También alude a las naciones indias americanas en dos de sus comedias como naciones bárbaras. En El trato de Argel se refiere a ellas en general, sin hacer distingos en sus diferentes niveles de desarrollo sociocultural; simplemente se refiere a “las bárbaras naciones” de “negros [es decir, de piel oscura] indios”, como vasallos obedientes de Felipe II.{72} En cambio, en El rufián dichoso sólo se mientan las naciones bárbaras de la Nueva España, sin entrar tampoco en las diferencias socioculturales entre ellas, pues lo que importa ahora es su evangelización.{73} Finalmente, también se cataloga como bárbaros, en La Numancia, a los hispanos primitivos prerromanos, tal como los numantinos, a los que se designa sucesivamente como pueblo, gente y nación. Los bárbaros son también asunto de ficción y en el Persiles se describe un inverosímil pueblo bárbaro, nativo de una isla de la Europa septentrional y subsistente en pleno siglo XVI -al que pertenece la mujer antes mentada a la que Arnaldo pregunta si es bárbara de nación-, regido por un jefe al que se nos presenta la mayoría de las veces como gobernador y otras como príncipe y capitán, un pueblo al que describe como “gente indómita y cruel”, pues se trata de una gente que practica los sacrificios humanos y el rito caníbal de comerse el corazón de los sacrificados en forma de polvo{74}; utilizan armas de piedra y también comercian. Estos nativos de la isla bárbara, para cuya elaboración literaria Cervantes se inspiró sin duda en el material etnográfico americano, se corresponden claramente con la segunda clase de naciones bárbaras de Acosta, en que incluye a las sociedades que, en cuanto a su organización política, se mantienen en el nivel de “reinos menores y principados”, como las denomina en el De procuranda Indorum saltute, o de “behetrías”, como las denomina en la Historia natural y moral, es decir, señoríos, por lo que Acosta parece entender sociedades que los antropólogos hoy denominan jefaturas, pues dice de ellos que tienen caciques, tal como los arauco y los tucapel, a los que se parecen los bárbaros cervantinos por estar regidos por un gobernador o príncipe y, por tanto, aquí es donde encajan los isleños bárbaros de Cervantes. Es cierto que estos isleños bárbaros noreuropeos esperan convertirse en un Estado monárquico, de acuerdo con la profecía de un nativo hechicero que predijo que de entre ellos saldría un rey que conquistará gran parte del mundo y que el elegido será uno de los bárbaros principales de las isla que ganase un concurso de bebida de corazones humanos reducidos a polvo, obtenidos de sacrificios humanos de extranjeros llegados a la isla, siendo el ganador aquel que lo bebiese sin gesto alguno de desagrado, que después sería proclamado rey. Pero, dado que esto nunca llegará a suceder, pues la isla y sus habitantes terminarán destruidos por el fuego antes de celebrarse el concurso, la ficticia nación de los isleños bárbaros nórdicos permanece en el nivel de behetría, señorío o cacicato. Sin embargo, la exposición precedente sobre la oposición entre naciones bárbaras y naciones políticas, necesaria para entender mejor lo que Cervantes y sus contemporáneos entendían por naciones políticas o civilizadas, no es suficiente para clarificar el asunto. Y no lo es porque lo que en el tiempo del Quijote se entendía por civilización o sociedad civilizada bajo el nombre de nación política no coincide con lo que las ciencias sociales encargadas de este asunto, la etnología o antropología social o cultural contemporáneas, entienden por tales. Desde el origen de la etnología científica en la segunda mitad del siglo XIX se considera sociedad civilizada la organizada como Estado, la que vive en ciudades y conoce la escritura. Sin embargo, esto no basta según el criterio usual en la época de Cervantes. Ya hemos visto que Acosta tiene por bárbaras a sociedades consideradas, desde el punto de vista de la antropología contemporánea, como civilizadas, como las de la China, Japón y la India o las de los aztecas e incas, a las que reconoce disponer de formas de expresión simbólica, pero no homologables con la escritura de los chinos, japoneses, etc. ¿Cuál es, pues, el criterio, que, con arreglo a la mentalidad del tiempo de Cervantes, se consideraba más fundamental para distinguir una sociedad civilizada o nación política de una sociedad o nación bárbara? El criterio no mentado expresamente, pero claramente presupuesto, es el de la religión, pero no de cualquier religión, sino el de la religión cristiana. Esto se daba tan por sentado, que frecuentemente no se mencionaba. El propio Acosta en las dos clasificaciones de las naciones bárbaras que nos ha legado, la expuesta primeramente en su De procuranda indoruma salute y la elaborada y perfeccionada posteriormente en su Historia natural y moral de las Indias, no declara expresamente su criterio de diferenciación entre naciones bárbaras y no bárbaras, pero el lector atento fácilmente puede colegir que la religión cristiana es el factor clave. En efecto, en aquel tiempo se partía del presupuesto dado por obvio, que raramente requería ser explicitado, de que las naciones de religión cristiana constituían el summum de la civilización y eran, por tanto, las denominadas entonces naciones políticas, mientras que los diversos y múltiples pueblos del mundo no cristianos eran sociedades bárbaras susceptibles de clasificarse en una de las tres categorías de naciones bárbaras de Acosta y sus seguidores. A veces hay quienes, de paso, en escuetas alusiones, se refieren a la religión cristiana como clave de la civilización o a la carencia de ella como factor privativo de civilización e indicativo de barbarie. Tal es el caso de Pedro Chirino, quien de pasada identifica la barbarie con el estar sumido en la incredulidad o en la infidelidad, cuando, en la exposición de su versión de la clasificación de las naciones bárbaras, adaptaba a la situación etnográfica de las Filipinas, pasa a describir las naciones bárbaras de la primera clase o nivel superior del desarrollo sociocultural, y, al hacerlo, introduce un inciso, en el que declara que “toda infidelidad es bárbara”.{75} En suma, disponemos ya, pues, de todas las herramientas conceptuales para entender en sus justos términos el dicho de don Quijote sobre las naciones políticas. Cuando don Quijote habla de “las naciones políticas del mundo” en las que un poeta que se rige por los preceptos literarios considerados por el sedicente caballero podría ser famoso, se está refiriendo únicamente a las naciones civilizadas y cristianas europeas, fuera de las cuales sólo hay naciones bárbaras en diversos grados de desarrollo sociocultural. La formación histórica de España como nación Hasta aquí nos hemos referido a la identidad de España como nación como algo ya dado. Pero Cervantes es consciente de que la realidad histórica de España como nación en el presente histórico de su tiempo era el resultado de un proceso histórico. En el Quijote no hay alusión alguna a esto, pero en su pieza teatral La Numancia hallamos una serie de consideraciones sobre la formación histórica de España, así como una interpretación del sentido de la historia de España. Como es bien sabido, en esta obra de teatro, una verdadera tragedia de acento épico, su autor trata del cerco de la ciudad hispana de Numancia por las tropas romanas, comandadas por Escipión Emiliano, y el suicidio colectivo de los numantinos, que prefieren morir antes que rendirse y ser conquistados y vendidos como esclavos, de lo que no se librarían ni mujeres ni niños en caso de rendirse. Es posible que el homenaje que la pieza cervantina tributa a los numantinos se extienda también al otro gran mito simbólico de la lucha hispana por su libertad e independencia, a saber, la figura de Viriato, el caudillo lusitano que guerreó victoriosamente contra Roma durante varios años, antes de morir asesinado, y al que en el Quijote se menciona por haber realizado grandes hazañas (I, 49, 504). Eso es lo que invita a pensar el que introduzca un personaje llamado así precisamente, lo cual no parece que sea una mera casualidad. A este joven Viriato numantino reserva Cervantes el protagonismo de la última gesta de los numantinos con la cual se cierra la épica tragedia: él es el último numantino vivo y se arroja desde lo alto de una torre para morir e impedir así la gloria del triunfo a los romanos, pues, según las propias reglas de éstos, si no había vencidos vivos, no había victoria; si los numantinos sacrifican sus vidas y no queda ninguno vivo, no habrían sido propiamente vencidos por los romanos, sino por ellos mismos. Esta es la estrategia de los numantinos, que antes prefieren morir que terminar vencidos por los romanos y esclavizados, y al joven Viriato numantino, vívida imagen del Viriato histórico, le corresponde ejecutar el último acto de esta estrategia, que se vendría abajo con sólo que hubiese un superviviente, y él es consciente de su gravísima responsabilidad y de su deber patriótico, a los que será fiel pereciendo y evitando que el sacrificio de sus conciudadanos haya sido en vano y, a la vez, el triunfo de los romanos. Así lo reconoce el propio Escipión, quien, testigo de la que él mismo elogia como “memorable hazaña” del joven Viriato, al que inútilmente ha tratado de persuadir y sobornar para convencerle de que no se matase arrojándose desde la torre, declara: “¡Tú con esta caída levantaste tu fama y mis victorias derribaste! […] ¡Lleva, pues, niño, lleva la jactancia y la gloria que el cielo te prepara, por haber, derribándome, vencido […] Alzad, romanos, la inclinada frente; llevad de aquí este cuerpo, que ha podido, en tan pequeña edad, arrebataros el triunfo que pudiera tanto honraros”.{76} Pues bien, este decisivo episodio del asedio de Numancia y suicidio colectivo de los numantinos, rematado por el joven Viriato, en la contienda entre los primitivos hispanos y los romanos por la dominación de Hispania por éstos, contra la que los numantinos se rebelan heroicamente en defensa de su libertad, ofrece a Cervantes la ocasión pintiparada para trazar, a grandes rasgos, su visión de la historia de España. Cervantes introduce a la propia España como personaje alegórico para que sea ella misma la que nos dé unas pinceladas sobre la historia antigua de España y una interpretación de ésta. Primero de todo, advirtamos que Cervantes, al referirse a los primitivos habitantes de Hispania o a los numantinos, normalmente los llama “hispanos”{77}, pero en muy contadas veces “españoles”{78}, un titubeo que quizás revela su sospecha de que acaso aquellos habitantes prerromanos de Hispania no se les puede considerar propiamente españoles en el mismo sentido en que lo eran los españoles de su tiempo, por más que aquéllos sean los antepasados de éstos y entre ellos haya cierta continuidad histórica. De hecho, según Cervantes, algunas de las cualidades psicológico- morales de significación política de los primitivos hispanos sobreviven en los españoles de su tiempo. Precisamente las pinceladas más relevantes que nos ofrece Cervantes sobre los hispanos prerromanos conciernen a sus rasgos psicológico-morales. A lo largo de la obra se alude a los siguientes: a) El valor de los hispanos y especialmente de los numantinos (“mis famosos hijos y valientes”, v. 375, pág. 93; “al valor de la española mano”, v. 565, pág. 937; “valientes numantinos”, v. 396, pág. 932, “el valor hispano”, v.1989, pág. 979). b) El amor a la libertad y de ahí su celo por mantenerse independientes frente al poder de Roma (“Sola Numancia es la que sola ha sido/ quien la naciente espada sacó fuera, / y a costa de su sangre ha mantenido/ la amada libertad suya primera”, vv. 385-388, pág. 931; “nuestra libertad”, v. 2073, pág. 981). c) La furia y belicosidad de los hispanos (“ánimos furiosos”, v. 378, pág. 931; “el furor vuestro violento”, v. 1785, pág. 973). d) Su carácter indómito (“indómitos”, v. 1784, pág. 973) y rebelde (“rebeldes bárbaros hispanos”, v. 164, pág. 925). e) Su soberbia (“gente soberbia, v. 362, pág. 930; “esta libre nación soberbia”, dice Escipión, v. 1115, pág. 954; “nación soberbia”, dice de nuevo Escipión, v. 2237, pág. 986). Pero al mismo tiempo y eso es lo que destaca España como personaje en su parlamento, una serie de rasgos negativos como la exacerbación de las diferencias entre los distintos pueblos hispanos, sus divisiones, sus discordias y su escasa disposición a la unión y a establecer alianzas frente a potencias extranjeras. El retrato que pinta Cervantes de los antiguos habitantes de Hispania se remonta a las fuentes clásicas griegas y romanas, que los historiadores y escritores sobre temas históricos de su tiempo se habían esmerado en recoger y divulgar, hasta el punto de convertirse en el retrato consagrado hasta el presente.{79} Pero volvamos a la interpretación cervantina de la historia de la España antigua prerromana. Es ese cuadro de cualidades negativas esbozado el que le permite a Cervantes por medio del personaje España dar con la clave para entender el sentido de la historia antigua española: se nos pinta a la España prerromana sometida a potencias extranjeras (“esclava de naciones extranjeras”), como los fenicios, los griegos y ahora los romanos, que de ella expolian sus riquezas, por causa de su afán de diferenciarse, de sus discordias y su insolidaridad o su incapacidad de unirse frente al enemigo común, contra el cual, si es poderoso como el romano, de poco sirven sus rasgos positivos. He aquí el pasaje esencial en el que se da cuenta de las razones del fracaso de los pueblos hispanos en la defensa de su libertad, a pesar de su tenaz resistencia: “A mil tiranos mil riquezas diste; a fenices y griegos entregados mis reinos fueron, porque tú [el cielo o la providencia celeste] lo has querido, o porque mi maldad lo ha merecido. ¿Será posible que contino sea esclava de naciones extranjeras, y que un pequeño tiempo yo no vea de libertad, tendidas mis banderas? Con justísimo título se emplea en mí el rigor de tantas penas fieras, pues mis famosos hijos y valientes andan entre sí mesmos diferentes. Jamás en su provecho concertaron los divididos ánimos furiosos; antes entonces más los apartaron cuando se vieron más menesterosos; y ansí, con sus discordias, convidaron los bárbaros de pechos codiciosos a venir y entregarse en mis riquezas, usando en mí y en ellos mil cruezas”.{80} Cervantes se complace por boca de España, personificada en forma de doncella y madre, en destacar, entre los pueblos antiguos hispanos, el caso singular de los numantinos, quienes se han levantado contra los romanos y con sus armas y su sangre han conseguido mantener “la amada libertad suya primera”, pero ella es sabedora de que a la larga su valor, sacrificio y heroica resistencia no serán suficientes para frenar a los enemigos, quienes acabarán venciendo y el destino de los numantinos se sellará trágicamente. En la profecía del Duero sobre el porvenir de España, y a la vez respuesta al parlamento de la doncella que la personifica, se completa, a grandes rasgos, la interpretación cervantina de la historia de España. Se sobreentiende que, tras la caída de Numancia y luego del resto de Hispania por conquistar, queda sometida a la dominación de Roma, maestra en domar soberbios e indómitos pueblos, incluidos los hispanos, una función de Roma que Cervantes resalta por poca del mismísimo Escipión: “¡Indómitos! Al fin seréis domados, porque contra el furor vuestro violento se tiene de poner la industria nuestra, que de domar soberbios es maestra”.{81} Merece consignarse que Cervantes no parece ver nada positivo en la dominación romana, y en la consiguiente romanización de los hispanos. Roma sólo aparece en su papel conquistador y depredador, una potencia más que viene a expoliar las riquezas de Hispania y que además ha cometido verdaderas crueldades contra ellos. Y obsérvese cómo Cervantes descalifica con dureza el presunto papel civilizador de Roma, cuya función más que civilizadora sería más bien parecida al trato que se da a los animales al domarlos. ¿Realmente Cervantes veía a los romanos como unos dominadores depredadores más que como civilizadores o bien se trata de un recurso literario para dramatizar la guerra de los numantinos contra una potencia poderosa, que, no obstante, necesitó diez años de fiero batallar para someterlos? En cualquier caso, es evidente que Cervantes pone el énfasis en el poder dominador de Roma y en la subyugación de los hispanos. Ello se halla reforzado por el hecho de que presenta a los godos muy positivamente como liberadores del poder romano, tildado de feroz y opresor: “Y puesto que el feroz romano tiende el paso agora por tu fértil suelo, y que te oprime aquí, y allí te ofende, con arrogante y ambicioso celo, tiempo vendrá […] que esos romanos sean oprimidos por los que ahora tienen abatidos. De remotas naciones venir veo gentes que habitarán tu dulce seno, después que, como quiere tu deseo [el de España], habrán a los romanos puesto freno: godos serán, que, con vistoso arreo, dejando de su fama al mundo lleno, vendrán a recogerse en tus entrañas, dando de nuevo vida a sus hazañas”.{82} Amén de liberadores del poder romano y revitalizadores de las obras de los hispanos, los godos son presentados como forjadores de España, como un reino, al fin, unificado, que habría superado la fragmentación territorial de los hispanos (Cervantes pasa por alto el papel desempeñado por Roma en la unificación lingüística, cultural y política de los pueblos de Hispania, si bien como provincia romana), y de sus reyes, por sucesión ininterrumpida, a través de los reyes astures, luego astur-leoneses y finalmente castellanos, provienen los reyes de la España moderna y considera a éstos, distinguidos como católicos por el Papa, como “sucesión digna de los fuertes godos”. Cervantes se esmera en señalar la continuidad histórica entre los reyes españoles modernos y la dinastía real goda. Es curioso que Cervantes, en este parlamento del Duero sobre el futuro de España tras la dominación romana, pase por alto el que los godos, a los que tanto enaltece, fueran incapaces de impedir la catástrofe de la invasión árabe, que supuso la destrucción de la España visigótica y la ruina multisecular de la unidad de España. Pero en otras obras suyas sí se alude a ello. Unas veces de forma tácita, como en la alusión de Dorotea en el Quijote a la venganza y traición del conde don Julián, gobernador de Ceuta, contra el rey don Rodrigo, el último rey godo: “¡Oh Julián vengativo!” (I, 27, 264), por haber facilitado la invasión y conquista árabe de España; y otras de forma explícita, como la alusión del cautivo Ruy Pérez de Viedma a la Cava, hija del conde don Julián, “por quien se perdió España” (I, 41, 431; véase también II, 32, 802), quien, según la leyenda recordada por el cautivo, fue amante del rey Rodrigo, pero ultrajada por éste, su padre decidió vengarse de la afrenta destronándolo, para lo cual facilitó a los árabes el paso del Estrecho de Gibraltar y tal es la razón por la que, según la leyenda, se le atribuye la invasión musulmana de la España visigótica y con ella de la pérdida de España ; o la referencia de maese Pedro (en realidad, Ginés de Pasamonte) al rey Rodrigo y su cita de tres versos del romance del rey Rodrigo y la pérdida de España: “Ayer fui señor de España, y hoy no tengo una almena que pueda decir que es mía”. II, 26, 756 También llama la atención el que no haga referencia alguna a la reconquista, a la recuperación de la España perdida y sometida a la dominación árabe. Pero en otro de sus escritos, la comedia La casa de los celos, sí alude a ella, aunque muy parcamente. En ella aparece en escena Bernardo del Carpio, un personaje envuelto en la leyenda, pero, legendario o histórico, lo relevante es que su figura está asociada a la guerra de reconquista contra el moro. Pues bien, en la comedia se nos presenta a Bernardo del Carpio alejado de tal quehacer e internado en tierras de Francia, lo que le recrimina su escudero vizcaíno que le exhorta que a que desista de meterse en tierra extraña y regrese a la suya propia para ocuparse de la guerra contra el moro: “Bien que en España hay que hacer; moros tienes en fronteras”.{83} Continuemos con la interpretación cervantina de la historia de España en la profecía del Duero. Cervantes ve, pues, la España moderna de los Reyes Católicos a Felipe II como heredera y continuadora del reino visigótico y pone además el énfasis, como se ha dicho, en el título de católicos de los reyes de España concedido por el papa (Alejandro VI en 1496), por su celo desplegado en la defensa de la religión católica. Pero ha alcanzado España su mayor grandeza con Felipe II por haber restablecido y consumado su unidad completa, perdida tras la invasión árabe, con la incorporación de Portugal en 1581, el último territorio peninsular que faltaba por reintegrar a la corona española, y por la extensión mundial de su Imperio (“siendo suyo el mundo”). Aunque aquí sólo cita por su nombre a Felipe II, rey a la sazón cuando compuso La Numancia, II y tácitamente a los Reyes Católicos al referirse a su recepción del título de católicos otorgado por el Papa, en otro pasaje de esta obra también mienta, de forma expresa, conjuntamente los reinados de Fernando el Católico, Carlos I y Felipe II como el periodo cumbre de la historia de España, durante el cual el valor hispano en la guerra, profetiza la personificación de ésta, resonará en todo el orbe de la Tierra.{84} A Cervantes, como en desquite de la antigua dominación romana, le satisface mencionar hechos concernientes al sometimiento de Italia, vista como sucesora de la Roma antigua, al dominio de los españoles, como si la querella entre romanos e hispanos se hubiese perpetuado en la querella entre italianos y españoles: el saqueo de Roma por tropas españolas y de otras nacionalidades (“tus bravos hijos y otros extranjeros”{85}), al que Cervantes no pone ningún reparo, sino que parece verlo como un justo castigo al Papa, a la sazón Clemente VII, por sus intrigas y beligerancia contra España; o la desactivación de la alianza del Papa con Francia por el duque de Alba, quien se apoderó de casi todos los dominios pontificios en las inmediaciones de Roma. Con ello se ha producido una inversión de la situación antigua entre los romanos y los hispanos: los antaño altos y levantados romanos quedan ahora dañados y abatidos, y los hispanos, entonces pequeños y abatidos, son ahora elevados y encumbrados, un proceso consumado ahora en el periodo que va desde los Reyes Católicos a Felipe II.{86} En fin, Cervantes interpreta la historia de España desde los tiempos prerromanos hasta los tiempos modernos como el tránsito desde un estadio de sujeción a potencias extranjeras, sobre todo Roma y luego, según sugieren los pasajes citados del Quijote, los árabes, salvo el paréntesis de los liberadores visigodos, hasta su plenitud como nación unificada de proyección imperial y vocación católica. Señalemos, de pasada, como dato curioso que esta visión de la historia de España es muy similar, a grandes rasgos, a la de Guicciardini, quien también pensaba que España había estado sometida a potencias extranjeras durante la mayor parte de su historia y que por fin con los Reyes Católicos se habría convertido en una nación plenamente soberana, libre y poderosa.{87} No obstante los cambios históricos, Cervantes establece una continuidad entre la Hispania primitiva y la España de su presente histórico, entre las hazañas de los numantinos, símbolo de la primitiva Hispania, y las hazañas de los españoles de los siglos venideros, entre el valor de los numantinos y el valor, en el tiempo por llegar, de una España que entonces ya será fuerte, de los hijos de esta España poderosa, descendientes de los numantinos (“hijos de tales padres herederos”{88}), según anuncia la Fama al final de la obra. Cervantes parece postular, pues, a través de sus personajes, una continuidad tan fuerte en la historia de España que no parece haber habido cambios en la identidad de España; se transmite la impresión de que ésta se hubiese mantenido inalterada desde los hispanos primitivos hasta la España de su presente histórico. Cuando, al final de la obra, se honra la gesta del último numantino vivo, la del joven no en vano llamado Viriato, la cual ya hemos referido, con las palabras del mismísimo Escipión, quien alaba la “memorable hazaña” del joven Viriato diciendo que “no sólo a Numancia, mas a España/ has adquirido gloria en este hecho “, no se está hablando, como bien se ve, de Iberia o Hispania, sino que la España de la que habla Escipión, como la España que aparece como personaje simbólico, parecen designar una entidad cuya identidad es básicamente la misma desde la Hispania primitiva prerromana hasta la España del temprano siglo XVII. En conclusión, se nos ofrece una visión de la historia de España como la evolución de un estado de sometimiento a potencias extranjeras, de debilidad, desunión y carencia de libertad, a un estado de transformación, madurada a partir de los albores de los tiempos modernos hasta Felipe II, en una nación completamente unida, fuerte, libre y dominadora del mundo. Una España en la que perviven las mejores virtudes y valores de los ancestros hispanos numantinos y que, por fin, parece haberse liberado de los peores de sus vicios, como su tendencia a la desunión y a la fragmentación. —— {1} Cervantes, Teatro completo, v. 475, pág. 858. {2} Op. cit., vv.1399-1407, págs. 234-5. {3} Op. cit., vv. 1432-3, pág. 235. {4} Op. cit., vv. 797 y 802-4 respectivamente, pág. 215. {5} Op. cit., vv. 441-522, págs. 933-35. {6} I, 18, pág. 242. {7} II, 8, pág. 300. {8} Cf. su España no es un mito, Ediciones Temas de Hoy, 2005, pág. 100. {9} Cervantes, Teatro completo, I, vv. 527-530, pág. 859. {10} Op. cit., II, vv. 764-7, pág. 865. {11} Op. cit., vv.1287-1288, pág. 880. {12} Gracián, Criticón, III, 3, pág. 594. Pero Gracián no es el único; entre otros autores de entonces que catalogaban a Castilla como nación, cabe citar al autor desconocido del siglo XVII de la sátira Zurriagazo, que erróneamente se atribuyó a Quevedo, que escribió: “Es el amor propio castellano de nación, siendo su nación muy castellana”; al madrileño Francisco Santos, quien, en referencia al triste estado de Castilla en el reinado de Carlos II, escribe: “Hoy, el afligirse los castellanos es razón que no hay nación más postrada y abatida”; o el escritor catalán Esteban Corbera, que en 1678 describía a España como una pluralidad de naciones, sin duda en sentido étnico, de las cuales una de ellas es la castellana: “Sin agravio de ninguna de las [naciones] de España tengo experiencia que es la castellana la que no quisiera ser vencida en el amor y afecto de todas las demás”. Las citas de estos tres autores las tomamos de Miguel Herrero García, Ideas de los españoles del siglo XVII, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2020 (reedición de la 2ª de 1966; la 1ª es de 1927), págs. 98-99, donde se hallará puntual noticia de las fuentes de su procedencia. {13} En el Quijote se menciona la expresión “lengua castellana” quince veces y ninguna la expresión “lengua española”. {14} Novelas ejemplares, II, pág. 263. {15} Op. cit., págs. 276-7. {16} Como prueba de ello nos remitíamos a un pasaje de Las dos doncellas, en Novelas ejemplares, II, pág. 233, pero omitimos, por olvido, consignar las dos alusiones inequívocas a Cataluña como reino en La Galatea, II, pág. 279: “reino de Cataluña” y “aquel reino”. {17} Véase, por ejemplo, Sancho de Moncada, Restauración política de España, pág. 125; y Gracián, op. cit., en el mismo pasaje ya citado en la nota 12. {18} Op. cit., III, 1, pág. 437. {19} Op. cit., III, 6, pág. 495. {20} Novelas ejemplares, I, pág. 61. {21} Op. cit., II, pág. 247. {22} Op. cit., II, pág. 258. {23} Persiles, I, 11, pág. 209. {24} Véase la nota 12. {25} Teatro completo, págs. 411, 438 y 456 respectivamente. {26} Véase su España no es un mito, págs. 101-104, especialmente ésta última; y también España frente a Europa, Alba Editorial, 1999, cap. 2, principalmente págs. 93-129, donde aún no distingue la nación histórica como una modalidad de nación étnica. {27} Op. cit., pág. 103. {28} Véase “El paneslavismo democrático”, en Marx, Engels et alia, El marxismo y la cuestión nacional, Editorial Avance, 1976, págs.13-29, especialmente págs. 18-19 y sigtes passim. {29} España no es un mito, pág. 103. {30} Teatro completo, pág. 784. {31} Op. cit., pág. 878 {32} Op. cit., vv. 441-522, págs. 933-35. {33} Véase Antonio Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, 2. Del Renacimiento a Kant, págs. 83, para el caso de Vitoria, y 95, para Medina. {34} I, 11, 1, 18-23. Citamos por la edición bilingüe de Sepúlveda, Obras completas, III, Ayuntamiento de Pozoblanco, 1997, pág. 68, con alguna corrección, pues el traductor se salta la traducción de “pia humanissimaque”. {35} Op. cit., I, 20, 3-4, pág. 100. {36} De Regno, en Opera, vol. 4, Real Academia Española, 1780, I, 4, pág. 99, disponible en Internet Archive, www.archive.org. {37} Ibid. {38} Historia de España, vol. I, Biblioteca de Autores Españoles, 1864, pág. L, disponible en www.proyectos.cchs.csic.es. {39} De rege et regis institutione, I, 3, pág. 35. El texto latino consultado corresponde a la edición de 1611, disponible en www. archive.org. {40} Consúltese, por ejemplo, el Nuevo Diccionario Latino-Español Etimológico, de Raimundo de Miguel. {41} La dignidad real y el educación del rey (De rege et regis instittutione), I, 8, pág. 97. Otros traductores no saben qué hacer y prescinden de la expresión “in nostra gente”, vertiéndola por “entre nosotros”. {42} De legibus, II, 19, 6. {43} Op. cit., II, 19, 10. {44} Op. cit., II, 20, 1. {45} Ibid. {46} II, 20, 8. Para la traducción de los textos de Suárez, no sin algunas modificaciones, nos hemos basado en la realizada por José Ramón Eguillor Muniozguren en la edición bilingüe del De legibus con el título de Tratado de las leyes y de Dios legislador, reproducción anastática de la edición príncipe de Coimbra, 1612, Instituto de Estudios Políticos, 1967, vol.1. {47} Op. cit., I, págs. 119-120. {48} Cf. El Cortesano, Espasa-Calpe, 5ª ed. 1984, pág. 175. {49} Rilazione di Spagna, en Scritti autobiografici e rari, edición a cargo de Roberto Palmarroccchi, Bari, Gius, Laterza et Figli, 1936, pág. 137; para la traducción española, nos atenemos a Informe sobre España, en Francesco Guicciardini, Un embajador florentino en la España de los Reyes Católicos, Tecnos, 2017, pág. 138; pero con algunos retoques para ser más fieles al original, donde, por ejemplo, en el pasaje citado sólo se emplea una vez la palabra nazione, mientras que la traductora española María Teresa Navarro Salazar, se permite traducir libremente “una forza”, en referencia a España, por “una nación fuerte”, lo que admitimos que está perfectamente justificado, habida cuenta de que el propio Guicciardini unas líneas más abajo presenta a España como nación. {50} Op. cit., pág. 134, para el texto en italiano; y op. cit., pág. 135, para la antes citada traducción española de Tecnos, que sólo corregimos donde el original dice “in altri” y que la mentada traductora justificadamente vierte por “sobre otras naciones”, pues es obvio que se sobreentiende “naciones”. {51} Bacon introduce algunas pequeñas mejoras en el ensayo con ocasión de la tercera y última edición, ampliada y revisada, de su libro en vida, en 1625. Fallecería al año siguiente. {52} Bacon, The Essays, Penguin Books, 1985, pág. 152. {53} Ibid. {54} Op. cit., pág. 153. {55} Ese traductor fue Arcadio Riva Rodas, quien tradujo el libro de Bacon con el título de Ensayos sobre moral y política, publicado en Madrid en 1870. {56} The Elementos of Law, Natural and Politic, II, 10, 10, pág. 120, www. library.um.edu.mo; disponible también en www.wikisource.org. {57} Leviathan, reimpresión de la edición de 1651, Clarendon Press, 1929 (1ª ed., 1909), II, 30, pág. 273. Disponible en Internet Archive, www.archive.org. {58} Como, por ejemplo, la mención de Europa como asiento de la civilización, de naciones políticas o civilizadas, en un libro de astronomía y geografía, como el de Ginés Rocamora y Torrano, titulado Sphera del universo, (1599), edición facsímil de la Real Academia Adlfonso X el Sabio, 1999, pág. 242 (fol.102v), donde, hablando de las zonas climáticas en que se divide la Tierra, su autor no desperdicia la ocasión de declarar que “nuestra Europa, tan llena de poblaciones políticas, y de gente de tan admirables entendimientos” es la parte más principal del mundo, lo que va unido, según él, a estar en la mejor y más noble de las dos zonas templadas. {59} No deja de ser curioso que Joanot Martorell en su Tirante el Blanco, págs. 677 y 846, juntase ambos nombres en un sintagma, “naciones de gentes”, usado como designación de naciones étnicas. {60} Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Alianza Editorial, 1985, pág. 33. {61} Cf. el proemio de su De promulgando Evangelio apud Barbaros, sive De procuranda Indorum salute (1588/89), Lyon, 1670, págs. 5-8, edición latina disponible en www.google.books.es; hay traducción española incluida en José de Acosta, Obras, Biblioteca de Autores Españoles, tomo LXXIII, Atlas, 1954, págs. 392-3; e Historia natural y moral de las Indias (1590), VI, 11; VI, 19; y VII, 3, donde ofrece una clasificación más perfecta que en el libro anterior, principalmente en VI, 19. {62} Véase Historia natural y moral de las Indias, VI, 19, Historia 16, 1986, págs. 418-419. {63} Acosta, De procuranda Indorum salute, pág. 6 del proemio. {64} Historia natural y moral de las Indias, IV, 2, pág. 220. {65} Op. cit., VII, 1, pág. 437. {66} Op. cit., VII, 2, pág. 439. {67} Op. cit., VII, 2, pág. 439. {68} Cf. Pedro Chirino, Història de la Provincia de Filipines de la Companyia de Jesús, 1581-1606, Portic, 2000, págs. 168 [fol. 224v] y 169 [fol. 225r]. {69} Cf. “Dialectos malayos de las islas Filipinas” en Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas, vol. II, tratado II, cap. I, págs. 24-42, especialmente págs. 28-30. Disponible en la red en www. books.google.es. {70} Persiles, I, 3, pág. 147. {71} Teatro completo, II, vv. 1472-7 y 1489-1490. {72} Op. cit., I, vv. 420-4, pág. 856. {73} Op. cit., II, vv. 1472-7 y 1489-1490. {74} Op. cit., I, 2, págs. 137-8 y caps. 3-4. {75} Chirino, Història de la provincia de Filipines, pág. 240 (fol. 370v). {76} La Numancia, en Teatro completo, IV, vv. 2398-2416, págs. 990-1. {77} Así op. cit., v. 126, pág. 923; v. 164, pág. 925; v. 325, pág. 929; v. 1981, pág. 978; v. 1989, pág. 979, donde se habla del “valor hispano”. {78} Así en v. 115, pág. 923; v. 565, pág. 937, donde se habla del “valor de la española mano”; v. 144, 925. {79} Así, por ejemplo, un historiador tan distinguido como Claudio Sánchez Albornoz nos traza un perfil psicológico-moral, fundado en las fuentes clásicas antiguas, muy similar al de Cervantes, Véase El drama de la formación de España y los españoles, Ediciones Barbarroja, 2008, cap.1, especialmente págs. 20 y 21-22. {80} Teatro completo, I, vv. 365-384, pág. 931. {81} Op. cit., IV, vv. 1784-1787, pág. 973. {82} Op. cit., I, vv. 465-480, pág. 934. {83} Op. cit., I, vv. 351-2, pág. 117. {84} Cf. Op. cit., IV, vv. 1988-1991. {85} Op. cit., v. 486, pág. 934. {86} Véase la profecía de la Guerra en IV, vv. 1976-1991, págs. 978-9. {87} Véase su Informe sobre España, op. cit., págs. 131-133. {88} Teatro completo, v. 2427, pág. 991. |
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