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martes, 20 de diciembre de 2016

373.-La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano; Barrios étnicos en Santiago.-a


  

                   La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.


  


La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (en inglés original, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, conocida popularmente como The History) es una obra histórica escrita por el inglés Edward Gibbon (1737–1794), que aborda la decadencia y caída del Imperio romano. Consta de seis volúmenes publicados por primera vez en cuartos entre 1776 y 1789: el Libro I fue publicado en 1776, los Libros II y III en 1781, y los libros IV, V, y VI en 1788–1789. Está considerada como una de los mayores logros literarios del siglo XVIII, y como uno de los libros de historia más influyentes de todos los tiempos.
Doscientos años después de su publicación, el libro perdura sobre todo como hito y obra literaria, pero queda al margen de las corrientes historiográficas actuales, dado que el estudio del fin del Imperio romano en el tiempo transcurrido desde su publicación ha cambiado y evolucionado considerablemente; aun así, por su inmensa erudición, suele recurrirse a ella para recabar referencias históricas del período en cuestión. Además, la obra está considerada como una crítica argumentada y juiciosa sobre la fragilidad de la condición humana, y es por ello que sigue inspirando a historiadores y estudiantes de literatura inglesa, manteniendo un sólido prestigio que garantiza su reedición de continuo en la actualidad.



Introducción.

La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano narra la historia del Imperio romano en el período que va desde la muerte del emperador Marco Aurelio hasta la Caída de Constantinopla, desde el año 180 hasta 1453, y concluye con una retrospectiva de la ciudad de Roma en 1590. Aparte de describir los hechos históricos que acontecieron durante esos mil años, el libro aborda las causas, las decisiones y los comportamientos que condujeron a la decadencia y posterior caída del Imperio romano, tanto en Occidente como en Oriente, ofreciendo una de las primeras teorías explicativas de por qué cayó el Imperio romano.
Al tiempo, la obra señala un paralelismo implícito entre dos imperios en declive, el Imperio romano y el propio Imperio Británico, que en la época de publicación del libro se hallaba inmerso en plena Guerra de Independencia de los Estados Unidos, y que en su historia reciente había sufrido sonadas derrotas (Guerra del Asiento, pérdidas territoriales europeas en la Guerra de los Siete Años,...) que, junto con una percepción negativa de la Administración británica de la época (corruptelas, sinecuras, crisis de liderazgo en el Parlamento Británico, caídas continuas de primeros ministros,...) habían acabado por convencer a la opinión pública británica de la decadencia de su propio imperio.
De hecho, los temas de la virtud —que según Gibbon la sociedad romana perdió tras los Antoninos, a consecuencia en parte del cristianismo—, la libertad —perdida con la instauración del régimen imperial de la mano de "el taimado Octaviano"— y la corrupción —surgida por la pérdida de las anteriores—, que constituyen el núcleo temático central de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, son auténticos legados de la antigua Roma que el Renacimiento y sobre todo la Ilustración vinieron a recuperar y reformular, y eran muy frecuentes no ya en los círculos intelectuales ilustrados de la Inglaterra de la época a los que Gibbon pertenecía, sino que estaban en boca de buena parte del público. Ello, entre otros aspectos, sitúa a la obra en plena Ilustración, dentro de la cual, por otro lado, vendría a ser una de las obras más representativas. 
En efecto, La Historia destacará por abordar y juzgar la historia romana empleando los ideales ilustrados (agnosticismo, escepticismo, racionalismo,...), planteando un enfoque histórico-filosófico inédito hasta entonces.

La obra, muy detallada y precisa, hace que Gibbon sea considerado como el primer historiador moderno de la Antigua Roma. Así, su opus magnum se caracteriza por el enfoque objetivo con que trata a los hechos y por el enormemente preciso y exigente empleo de las fuentes históricas, y por ello fue tomado como modelo metodológico por los historiadores de los siglos XIX y XX. 
El pesimismo y la fina ironía de la que hace gala era común en los escritos históricos de su época, que, influidos por los moralistas griegos como Plutarco, pretendían transcender la mera descripción histórica.[cita requerida] La redacción de la obra es, a juzgar de muchos, impecable, y escrita con un característico estilo dieciochesco, preciso, elegante y formal, muy propio de una época dominada por el crítico, poeta y lexicógrafo Samuel Johnson; efectivamente, James Boswell señaló, ya en 1789, la profunda influencia del estilo del Dr. Samuel Johnson en la redacción de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.
Aunque publicó otras obras, Gibbon dedicó gran parte de su vida (1772–1789) a redactar la Historia de la Decadencia y Caída del Imperio romano. En su autobiografía, Memorias de mi vida y escritos, Gibbon deja claro cómo la redacción de dicha obra prácticamente se convirtió en su vida, y compara la publicación de cada uno de los seis volúmenes al nacimiento de un hijo.
 Un estudio atento de la obra, y sobre todo de sus notas, demuestra el profundo conocimiento que Gibbon tenía del período descrito, y la maestría con la que empleaba una infinidad de fuentes históricas.

Teoría de Gibbon.

En la obra, Gibbon ofrece una explicación sobre la caída del Imperio romano, tarea hasta entonces complicada debido a la carencia de fuentes exhaustivas, si bien no fue el primero en tratar sobre el tema; Montesquieu ya lo había hecho, por ejemplo, en su Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (1734), y también la expone como ejemplo en El espíritu de las leyes.
La mayoría de sus conclusiones derivan directamente de los registros y crónicas que estaban a disposición de los historiadores del siglo XVIII: las obras de los moralistas romanos de los siglos IV y V, caracterizadas por el pesimismo con el que veían desaparecer el orden romano de los siglos anteriores. Estos autores influirían sobremanera en Gibbon, sobre todo en muchos de los planteamientos teóricos que hizo al construir su teoría.

Causas.

Así, según Gibbon, el Imperio romano sucumbió a las invasiones bárbaras principalmente debido a la pérdida de las virtudes cívicas tradicionales romanas por parte de sus ciudadanos. Estos se habrían vuelto débiles, delegando la tarea de defender el Imperio en mercenarios bárbaros que se hicieron tan numerosos y arraigados en el Imperio y sus estructuras que fueron capaces de tomarlo al fin. 
Los romanos, según él, tras la caída de la República se habían ido volviendo progresivamente "afeminados", poco deseosos de vivir una vida militar, más dura y "viril", al modo de sus antepasados. Ello habría llevado al abandono progresivo de sus libertades a favor de la tiranía de los césares, y habría conducido a la degeneración del ejército romano y de la Guardia Pretoriana. De hecho, Gibbon ve como primer catalizador de la decadencia del imperio a la propia Guardia Pretoriana, que, instituida como una clase especial y privilegiada de soldados acampada en la propia Roma, no cesó de interferir en la administración del poder. 
Ofrece continuos ejemplos de la injerencia de esta guardia, que él llamó "las huestes pretorianas", cuya "furia licenciosa fue el primer síntoma y causa primera de la decadencia del Imperio romano", poniendo de manifiesto los calamitosos resultados de dicha injerencia que, al incluir varios asesinatos de emperadores y demandas continuas de mejores soldadas que el erario no podía sobrellevar, habrían desestabilizado al Imperio.
Al abundar en las causas de la decadencia cívica, Gibbon encuentra un culpable en el cristianismo, que según él predicaba un modo de vida incompatible con el sostenimiento del Imperio. Argumenta que con el auge del cristianismo surgió la creencia en una existencia mejor tras la muerte, lo que fomentó una mayor indiferencia sobre el presente entre los ciudadanos romanos, haciendo que desapareciera su deseo de sacrificarse por el Imperio.
 El pacifismo cristiano habría acabado con el espíritu marcial que había dominado la sociedad romana, y la intolerancia de los cristianos para consigo mismos y para con los demás habría sido una fuente continua de inestabilidad. Gibbon, como muchos otros intelectuales ilustrados, veía la Edad Media como una edad oscura llena de superstición conducida por el clero, y creía que no había sido hasta la Edad de la Razón cuando la Humanidad pudo recobrar el progreso comenzado en la Edad Antigua. 
Curiosamente, al plantear el supuesto pacifismo cristiano y su desinterés por la vida terrena, Gibbon y sus coétaneos se estaban haciendo eco de los textos de la apologética cristiana de los siglos III-V d. C., en la que tales puntos de vista son muy frecuentemente justificados y ensalzados: es común hallar apólogos cristianos de la época en los que se compara el belicismo y la violencia de los romanos paganos con el pacifismo y la virtud de los cristianos mártires.

Tesis y críticas.

Con todo, Gibbon plantea una teoría decadentista, en el sentido de que ve como causas primeras de la caída de Roma a problemas endógenos, y también decaísta, en el sentido de que ve como causa final de la caída de Roma a problemas exógenos (las invasiones bárbaras), incidiendo no obstante en las primeras: planteará la decadencia como surgida de la propia sociedad romana, incapaz de mantener el espíritu (lo que él llama númen) virtuoso y viril que había propiciado el predominio romano durante la República; con un marcado desinterés por los asuntos públicos que él achaca en primera instancia a la propia constitución del régimen imperial, incidiendo así en la pérdida de las libertadas republicanas como una causa subyacente, y que habría llevado a la debilidad del Senado frente a los césares y a la Guardia Pretoriana; con la creciente autocomplacencia y desinterés por los asuntos terrenales debido al cristianismo;... Todo ello habría llevado al abandono de los asuntos públicos y militares, y, con las invasiones bárbaras, habría acabado por llevar al Imperio a su colapso.

Es interesante hacer notar ciertos aspectos de la teoría: el primero sería que no es completamente novedosa, en el sentido de que la tesis decadentista-social (pérdida de la virtud cívica) puede hallarse ya en la obra de Montesquieu, y estaba bastante aceptada en la época; el segundo, que por primera vez se incluye al Cristianismo dentro de la decadencia, lo que huelga decir que causó gran polémica; el tercero, que sus críticas sobre el cristianismo, que le generaron grandes problemas en su tiempo, se centran más en la polémica debido al martirio cristiano, en la visión negativa que tenía del emperador Constantino, y la negativa a reconocer como totalmente verídicos los datos que los apologetas cristianos ofrecían respecto al cristianismo primitivo (son famosas sus críticas a Eusebio de Cesarea, al que se dice que denostó en privado llamándolo el peor historiador de la Historia); tercero, Gibbon comenta un enfriamiento del clima europeo, al hacer notar cómo los bárbaros del norte cruzaban el Danubio helado en invierno para invadir el imperio, algo de lo que hoy en día jamás se ha oído: hay quien ha querido interpretar en esto que sugirió que el cambio climático pudo tener su parte en la caída de Roma, si bien Gibbon lo menciona como un hecho militar, y no lo investiga más; cuarto, que Gibbon se hace eco de muchas de las opiniones que la sociedad inglesa de la época tenía, sobre todo en lo referido a la corrupción del poder político, la visión negativa del clero católico, el desprecio al arribismo social y al fanatismo religioso, las propias tesis decadentistas, su valoración positiva e idealizada de la época altoimperial,...

Empleo de las citas y fuentes históricas.

Las citas de las que Gibbon hace uso muestran, con profundo detalle, el manejo que hace de las fuentes en su obra, que incluyen desde las antes mentadas crónicas moralistas hasta documentos que datan de la época imperial, e incluso, por primera vez en un historiador, monedas para valorar la importancia y las políticas de ciertos emperadores. El detalle y la cautela con las que las trata, valorando la importancia de cada documento en su contexto, señalan a Gibbon como el primer historiador moderno. Además, fue uno de los primeros en emplear la numismática como manera de datar reinados, sobre todo durante la Crisis del siglo III.
La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano es notable por el empleo —a veces errático, pero muy exhaustivo— que hace de las notas documentales y de la investigación histórica. 

El historiador J.B. Bury, quien 113 años después escribiría su History of the Later Roman Empire..., hizo uso de las investigaciones de Gibbon como punto de partida para su obra, señalando la increíble profundidad y exactitud de la obra de Gibbon. Es algo destacable, de hecho, que la obra de Gibbon sea muy habitualmente el punto de partida de las investigaciones históricas del período que tratan: al contrario de muchos historiadores coetáneos suyos (entre los que destacan David Hume, Montesquieu, incluso Oliver Goldsmith escribió una Historia de Roma,...), Gibbon no quiso contentarse con emplear fuentes secundarias en su obra, y trató en todo momento de recurrir a fuentes primarias, haciendo un uso tan exacto de ellas que muchos historiadores modernos aún citan su obra como la referencia fundamental en lo concerniente al Imperio romano de Occidente. 
«Siempre he tratado», escribió Gibbon, «de beber de la cabecera del río; mi curiosidad, al igual que mi sentido del deber, siempre me ha urgido a estudiar los originales; y si alguna vez estos han eludido mi búsqueda, he señalado con cuidado esas evidencias secundarias de las que algún pasaje o hecho estaban forzados a depender».

 La Historia de la decadencia y caída del Imperio romano es, sin lugar a dudas, un monumento literario, y un formidable adelanto en lo que al método histórico respecta.

  

Controversia de los capítulos XV y XVI

El primer libro de la obra no se publicó inicialmente en un sólo tomo: al publicarse en volúmenes de a cuatro, se dividió en tres tomos. Los dos primeros fueron bien recibidos y hasta admirados. Sin embargo, el tercer y último tomo sembró la polémica desde el momento en que vio la luz, y Gibbon fue denostado como un «pagano» y un «descreído»; a nadie se le olvidó tampoco que había sido anglicano, luego católico, de nuevo protestante, y finalmente agnóstico, y se mofaban sugiriendo que sólo le faltaba hacerse mahometano..

En el tercer volumen de a cuatro, en los capítulos XV y XVI, Gibbon va estudiar el surgimiento del cristianismo y su establecimiento como principal religión del Imperio, pero lo hará atacando virulentamente la historia oficial de la Iglesia católica, en especial uno de sus principales símbolos, a saber, el martirio cristiano, tachándolo de mito interesado. Dado que la Iglesia católica ostentaba el monopolio sobre su propia historia, y como sus interpretaciones al respecto eran consideradas sacrosantas, los escritos de la Iglesia rara vez habían sido estudiados con rigor previamente, mucho menos cuestionados. Para Gibbon, no obstante, los escritos de la Iglesia pasarían a ser fuentes secundarias y extremadamente parciales, que despreciaría frente a las fuentes primarias del período que estaba estudiando (ésta es la razón por la que se llama a Gibbon el primer historiador moderno). Además, aparte de reducir el martirio durante las persecuciones cristianas a su justo tamaño, en dichos capítulos Gibbon expone su teoría en virtud de la cual la caída de Roma bien puede achacársele, al menos en parte, al advenimiento del Cristianismo.

Quizá una buena muestra de la fina ironía con la que Gibbon desmonta la imaginería milagrera cristiana, y de su escepticismo en lo que se refiere a la historia oficial de la Iglesia, sea el siguiente párrafo, encontrado en el capítulo XV:

¿Mas cómo podemos perdonar la indiferente negligencia del mundo pagano y filosófico, pese a lo que le fue mostrado, no a su entendimiento, sino a sus sentidos? Durante la época de Cristo y sus apóstoles, y sus dos primeros discípulos, la doctrina que ellos profesaban era confirmada por innumerables prodigios: los cojos caminaban, los ciegos veían, los enfermos eran curados, los muertos resucitaban, los demonios eran exorcizados y las leyes de la Naturaleza eran frecuentemente suspendidas en beneficio de la Iglesia. Y aun así, los sabios de Roma y de Grecia se desinteresaban de este increíble espectáculo y, prosiguiendo con sus ocupaciones normales de vida y estudio, parecían ignorar todas aquellas alteraciones de la moral y del gobierno material del mundo. Durante el principado de Tiberio, el mundo entero, o por lo menos una celebrada provincia del Imperio romano, estuvo envuelta en una oscuridad sobrenatural, y sin embargo, este evento milagroso, que debiera haber despertado la curiosidad y la devoción de toda la humanidad, pasó sin pena ni gloria en una época de ciencia y de historia. Aconteció durante la vida de Séneca y de Plinio el Viejo,14 que deberían de haber experimentado los efectos inmediatos, o haber recibido la información más privilegiada del prodigio. Cualquiera de estos filósofos recogieron detalladamente los más diversos fenómenos de la naturaleza y del clima: terremotos, tormentas, cometas o eclipses, eventos que su curiosidad infatigable no dejó de recopilar. Aun así, ambos omitieron cualquier mención al mayor fenómeno que todo mortal de este mundo desde la Creación jamás haya podido observar.
(Capítulo XV)
También compara los reinados de Diocleciano (284–305) y Carlos V (1519–1556), sosteniendo que ambos eran bastantes similares: ambos reinados estuvieron sometidos a continuas guerras, imponiendo excesivos impuestos; ambos eligieron abdicar a edades parecidas; y ambos eligieron un retiro tranquilo tras dejar el poder.

Críticas.

Tras su publicación, salieron a la luz numerosos tratados criticando la obra, y Gibbon se vio forzado a defender su trabajo con réplicas. La presión social a la que se vio sometido lo obligó a acabar los siguientes volúmenes en Lausana, donde podía trabajar en soledad. Los ataques más vigorosos se centraron en el tratamiento que hacía del cristianismo; su obra fue incluida en el Índice de Libros Prohibidos. No obstante, para mediados del siglo XX, al menos un autor reconoció que «los historiadores de la Iglesia reconocen la justicia de las principales posiciones [de Gibbon]».

Mártires.

De acuerdo con Gibbon, los paganos romanos fueron mucho más tolerantes con los cristianos que lo que fueron los cristianos entre ellos, especialmente una vez se convirtieron en la religión oficial. El número de muertos de manos de los cristianos en sus persecuciones internas fue mucho mayor que los que produjeron las persecuciones instigadas por el poder Romano. Gibbon estimó que el número de cristianos ejecutados por otras facciones cristianas excedía el de todos los mártires que durante tres siglos murieron en el martirio a raíz de las sucesivas persecuciones contra los cristianos. Esto además contradecía la historia oficial de la Iglesia, según la cual el Cristianismo triunfó en buena medida porque se ganó los corazones y las mentes de la gente gracias sobre todo al inspirador ejemplo ejercido por los mártires. Gibbon demostró que la costumbre de la Iglesia primitiva de tratar de mártir a cualquiera que confesara su fe ayudó a inflar las filas de los mismos: sin más que comparar dichas cifras con las de las persecuciones modernas (guerras de religión,...), Gibbon demostró lo exagerada que era dicha cifra.

El sabio Orígenes, quien, a través de sus propias experiencias y sus amplias lecturas, era un profundo conocedor de la historia de los Cristianos, declara, en los términos más explícitos, que el número de mártires era ridículo. Su propia autoridad, ella sola, debería ser suficiente para acabar con ese imponente ejército de mártires, cuyas reliquias, sacadas en su mayor parte de las catacumbas de Roma, han llenado tantas iglesias, y cuyos maravillosos logros han sido el tema de tantos volúmenes de sagradas historias... Debemos concluir este capítulo con una melancólica verdad que se impone incluso a la mente más reluctante: que, incluso admitiendo, incondicionalmente y sin pregunta alguna, todo lo que la historia ha recogido o todo lo que la devoción ha inventado en lo referido al martirio, aún en ese caso, se ha de admitir que los Cristianos, en el transcurso de sus disensiones intestinas, se han infringido, con mucho, muchas más muertes los unos a los otros que las que experimentaron debido al celo de los infieles.
(Capítulo XVI)


El cristianismo como causa de la caída y de la inestabilidad.

En palabras del propio Gibbon:

En tanto en cuanto la felicidad en una vida futura es el gran objetivo de esta religión, podemos aceptar sin sorpresa ni escándalo que la introducción —o al menos el abuso— del Cristianismo tuvo una cierta influencia en la decadencia y caída del Imperio romano. El clero predicó con éxito doctrinas que ensalzaban la paciencia y la pusilanimidad; las antiguas virtudes activas [virtudes republicanas de los romanos] de la sociedad fueron desalentadas; los últimos restos del espíritu militar fueron enterrados en los claustros: una gran proporción de los caudales públicos y privados se consagraron a las engañosas demandas de caridad y devoción; y la soldada de los ejércitos era malgastada en una inútil multitud de ambos sexos [frailes y monjas, esta opinión sobre ellos era habitual en el público inglés del s. XVIII] capaz sólo de alabar los méritos de la abstinencia y la castidad. La fe, el celo, la curiosidad, y pasiones más terrenales como la malicia y la ambición, encendieron la llama de la discordia teológica. La Iglesia —e incluso el estado— fueron distraídas por facciones religiosas cuyos conflictos eran muchas veces sangrientos, y siempre implacables; la atención de los emperadores fue desviada de los campos de batalla a los sínodos. El mundo romano comenzó, pues, a ser oprimido por una nueva especie de tiranía, y las sectas perseguidas se convirtieron en enemigos secretos del estado.
Y sin embargo, un espíritu partidista, no importa cuán absurdo o pernicioso, puede ser tanto un principio de unión como de desunión. Los obispos, desde ochocientos púlpitos, inculcaban al pueblo los deberes de la obediencia pasiva buscada por el legítimo y ortodoxo emperador; sus frecuentes asambleas y su perpetua correspondencia los mantenían en comunión con las más distantes iglesias; y el temperamento benevolente de los Evangelios fue endurecido, aunque confirmado, por la alianza espiritual de los católicos. La sagrada indolencia de los monjes era con frecuencia abrazada en unos tiempos a la vez serviles y afeminados; pero si la superstición no había supuesto el fin de los principios de la República, estos mismos vicios [la servilidad y el afeminamiento] habrían llevado a los indignos romanos a desertar de ellos. Los preceptos religiosos son fácilmente obedecidos por aquellos cuyas inclinaciones naturales les llevan a la indulgencia y la santidad; pero la pura y genuina influencia del Cristianismo puede hallarse, si bien de forma imperfecta, en los efectos que el proselitismo cristiano tuvo sobre los bárbaros del norte. Si la decadencia del Imperio romano se había acelerado con la conversión de Constantino, al menos su religión victoriosa redujo en algo el estrépito de la caída, y rebajó el feroz temperamento de los conquistadores.
(Capítulo XXXIX)

Historiadores como David S. Potter y Fergus Millar han negado que la caída del imperio se produjera a consecuencia de una especie de letargia producida por la adopción del cristianismo como religión oficial. Según ellos, ese punto de vista es «vago» y carece de gran evidencia que lo sustente. Otros, como J.B. Bury, quien escribió una historia del Bajo Imperio romano (History of the Later Roman Empire, from the Death of Theodosius I to the Death of Justinian; Londres, 1923), afirmaron que no existe evidencia alguna, más allá de los escritos de unos cuantos moralistas de la época, con respecto a la apatía de la que habla Gibbon.

La teoría de Gibbon no es la más popular en los tiempos modernos: en la actualidad, se tiende más a analizar los factores económicos y militares que influyeron en la decadencia y caída, si bien es relativamente habitual mencionar al cristianismo como una causa subyacente, sobre todo por la inmensa corrupción política que supuso.
 Historiadores como Henri-Irénée Marrou en su Décadence romaine ou Antiquité Tardive? (¿Decadencia romana o Antigüedad Tardía?) niegan incluso las tesis decadentistas, al señalar que el así llamado fin del Imperio romano fue una época de renacimiento en los campos espiritual, político y artístico, notablemente con la aparición del arte prerrománico y del primer arte bizantino. Para Pierre Grimal, «La civilización romana no está muerta, sino que da a luz a algo distinto de sí misma, asegurando su supervivencia».

Desprecio del Imperio bizantino.

Cosa común en su tiempo, Gibbon estaba cargado de prejuicios en contra del Imperio bizantino, al que veía como una prolongación del «afeminamiento y molicie» del Bajo Imperio, que tanto se despreciaba en los círculos intelectuales ilustrados. Así, su estudio sobre el Imperio de los griegos, aunque brillante en cuanto a contextualización (le llevó a abordar incluso la historia de China para explicar a los mongoles, y realizó un intensivo estudio del mundo árabe), es tenido como la parte más débil de su obra, a la que algunos historiadores como John Julius Norwich o Steven Runciman acusan de falta de entusiasmo y llena de prejuicios. En la actualidad, frente a la postura de Gibbon, la historiografía ha revalorizado bastante la historia bizantina.

  

Edward Emily Gibbon.


  





(8 de mayo de 1737-16 de enero de 1794) fue un historiador británico, considerado como el primer historiador moderno y uno de los historiadores más influyentes de todos los tiempos.​

Pocas veces en la historiografía moderna un historiador ha estado tan identificado con una de sus obras como Edward Gibbon con su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Este magnum opus, cuya influencia, ya desde su primera publicación, fue espectacular, modificó para siempre la percepción que la sociedad tenía de las postrimerías del Imperio romano. Imbuido por los principios de su época, progreso, educación y libertad (nos encontramos en el siglo XVIII en el que las Luces brillan con fuerza), el historiador inglés construye un relato cuyo principal cometido, más allá de la narración de los hechos que aborda, es educar a sus contemporáneos y contribuir a la instrucción de la humanidad. Por esta razón no son pocas las alusiones o comparaciones, implícitas o explícitas, que encontramos sobre la situación de la Inglaterra de su tiempo.

Edward Gibbon nació el 8 de mayo de 1737 en Putney, ciudad situada al sudeste de Londres en el condado de Surrey. Su infancia estuvo marcada por las enfermedades que en varias ocasiones le dejaron al borde de la muerte. Tras haber estudiado en la Westmister School y una vez mejorada su salud, cuando contaba quince años fue enviado a completar sus estudios al Magdalen College de Universidad de Oxford, donde sin embargo el nivel intelectual que encontró estaba muy por debajo de sus capacidades. Al poco tiempo se interesó por la teología y, en concreto, por el catolicismo hasta el punto que dos años después, y quizás debido más a una cuestión intelectual que de fe, se convirtió a la religión católica, muy impresionado por sus ritos e imágenes.
 Su padre, indignado por la conversión, le obligó a trasladarse a Lausana, en Suiza, bajo la tutela del pastor luterano Pavillard. Durante su estancia en la ciudad helvética cultivó el francés, el latín y el griego y en 1758, tras abjurar de su nueva religión, se le permitió volver a Inglaterra. Esta nueva conversión dejó en Gibbon un cierto disgusto por lo religioso y a lo largo de su vida mantuvo un escepticismo moderado que queda reflejado en su obra.

De vuelta a casa publicó en 1761 su primera obra Essai sur l’étude de la littérature, escrita en francés, en la que revindicaba las letras clásicas. En 1763 emprendió una serie de viajes que le llevaron a París, donde conoció y mantuvo contacto con los enciclopedistas y los ilustrados franceses, Lausana y Roma. Será en la Ciudad Eterna donde, según él mismo cuenta en sus memorias, le llegó la inspiración para escribir su gran obra:
“Fue en Roma, el 15 de octubre de 1764, cuando me encontraba meditando entre las ruinas del Capitolio; mientras los frailes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter, surgió por primera vez en mi mente la de escribir sobre la decadencia y caída de la ciudad”
Hoy se cree que esta reflexión es un guiño literario y que la idea ya le había rondado antes por la cabeza.

Tras su vuelta a Inglaterra se instaló en Londres y se introdujo en los círculos literarios más reconocidos de la ciudad. En 1770 la muerte de su padre le permitió llevar una vida más holgada y dedicarse por entero a escribir. Fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, aunque su papel en esta institución pasó completamente desapercibido y en los ocho años de su mandato no pronunció ni un solo discurso.
El primer volumen de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano apareció en 1776 y tuvo un éxito considerable, con varias reimpresiones. A pesar de la repercusión de su libro, las penalidades económicas le hicieron trasladarse nuevamente a Lausana. Allí permaneció hasta que la Revolución francesa y la inestabilidad que trajo consigo en el continente le obligaron a regresar una vez más a Londres, donde moriría el 16 de enero 1794.

El único trabajo histórico que Gibbon publicó fue la ya citada Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Libro que recorre el período comprendido desde el siglo de II d.C., cuando gobernaba en Roma la dinastía de los Antoninos y “abarcaba el Imperio Romano la parte más florida de la tierra y la porción más civilizada del linaje humano”, hasta la caída de Constantinopla en el año 1453. Más de mil años reunidos en setenta y un capítulos en los que podemos distinguir dos fases claramente diferenciadas. La primera engloba desde el siglo II hasta la caída del Imperio de Occidente en el año 476 d.C, período de trescientos años al que dedica treinta y ocho capítulos. La segunda fase ocupa un milenio y transcurre desde la caída del poder romano en occidente hasta que Mehmed II conquista la capital del Bizancio y da por finalizado el Imperio Romano. Resulta evidente el diferente tratamiento otorgado por Gibbon a ambas partes.
Una de las características más singulares de la obra de Gibbon es que, a diferencia de otros historiadores que exponen de modo pormenorizado su propio método de trabajo y explican su filosofía de la historia, él no dice absolutamente nada sobre estas cuestiones. Cualquier presunción o teoría que planteemos al respecto ha de ser entresacada de las páginas de sus libros. Tan sólo en el Essai sur l’étude de la littérature alude brevemente a la comprensión que tiene de la historia en general:
 “Entre la multitud de hechos históricos, hay algunos, la gran mayoría, que no demuestran otra cosa que su condición de hechos. Hay otros que pueden ser útiles para dibujar una conclusión parcial, gracias a los cuales el filósofo puede estar capacitado para juzgar los motivos de una acción o algunos rasgos particulares de un personaje; estos hechos se identifican solo con eslabones de la cadena. Aquellos cuya influencia se extiende a lo largo de todo el sistema y están conectados de modo tan íntimo como para infundir movimiento a los resortes de la acción son muy escasos, y es más raro todavía encontrar al genio que sabe distinguirlos y deducirlos del resto de modo puro e independiente”.
Gibbon fue capaz de condensar de forma coherente un proyecto de proporciones colosales. El eje de la obra es, obviamente, el Imperio Romano (que no Roma) al que el historiador inglés considera, no obstante los retrocesos y avances sufridos durante su existencia, un único gran proceso en el que cada uno de sus elementos parece estar entretejido. Pero no estamos ante una mera relación de hechos, pues Gibbon utiliza como instrumento unificador la decadencia de los valores morales y políticos y la paulatina pérdida de libertad, para construir de manera ordenada su relato y darle una continuidad que, de otro modo, hubiese sido imposible.
Gibbon, aunque pueda dar la impresión contraria, no busca hallar las causas exactas de la caída del Imperio. A lo largo de la obra y, en función de las circunstancias, son varios los motivos esgrimidos para justificar la debacle romana. Destaca la injerencia de los ejércitos en el poder político, la influencia desplegada por el cristianismo o el despotismo de la corte bizantina (insistimos en que Gibbon no culpa a ninguno de ellos, por sí solo, la responsabilidad de la decadencia del Imperio, a la que atribuye un origen plurisecular).
En los capítulos XV y XVI de su obra, Gibbon trata el impacto del cristianismo en las estructuras del Imperio Romano. El historiador inglés se muestra crítico con la Iglesia primitiva (lo que le supuso numerosas recriminaciones en su tiempo) pues considera que el Imperio, tras haber mantenido una política de tolerancia y equilibrio hacia los distintos cultos o religiones practicadas a lo largo de su territorio, al adoptar como religión oficial el cristianismo causó, primero, una fanatización de las clases populares y, segundo, un retraimiento de las élites que desde entonces sólo buscaban la salvación de su alma. Las tradiciones y las costumbres romanas quedaron abandonadas y con ellas se perdió el sentido de servicio al Estado, sustituido por el interés personal centrado en el propio ser (y alma).
Sus conclusiones sobre la caída del Imperio romano reflejan la influencia de las ideas ilustradas, especialmente de Hume y de Montesquieu. La mayor preocupación de los “liberales” del siglo XVIII era la corrupción de la clase política y la opresión de sus dirigentes. El historiador inglés quiere, de forma implícita, mostrar a sus contemporáneos cómo estos problemas podían arrastrar a un Estado a su perdición e incluso existen referencias explícitas en la obra que alertan de los riesgos aparejados a la pérdida de la libertad.
La función que Gibbon otorga a la historia está muy en consonancia con el párrafo anterior. El pasado puede ilustrar al futuro y ayudarle a no caer en los mismos errores. Para lograr este fin el historiador no debe centrarse exclusivamente en los hechos, sino estudiar todos los fenómenos que inciden en la conformación del progreso humano, más allá de los límites de los Estados o de los Imperios. Las premisas básicas con las que construye su obra le conducen a ocuparse, por un lado, de los hechos más relevantes para su propósito, dejando al margen los intrascendentes; y, por otro lado, de aquellos sucesos que, además, sean interesantes para su época. De esta forma puede al mismo tiempo instruir y fundamentar el progreso de la sociedad.
El gran éxito de Gibbon fue publicar una obra amena. Dicho así y para un historiador esta descripción no resulta muy halagüeña; sin embargo, la gran virtud de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano es su capacidad de cautivar al lector. Sus dotes literarias quedan de manifiesto en la construcción de visiones panorámicas de vastos procesos históricos, descritos con una prosa elegante, muy medida y cuidada. 
De la misma forma que ya hiciera Salustio, Gibbon utilizó numerosos recursos literarios (paradoja, ambigüedad o ironía, por citar los más frecuentes) para hacer atractiva una historia que, de otro modo, hubiese resultado difícil de leer.

  

HISTORIA
La gran epopeya romana de Gibbon.


  

Alba publica la edición abreviada en un solo volumen de la 'Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano', la gran obra de Gibbon.

Alfonso Vázquez
22·12·20

En resumen, ofrecen al lector, en un solo volumen condensado, lo que Gibbon expuso en seis sin que en ningún momento estemos ante un indigesto refrito.


En su afán por rescatar en buenas ediciones grandes clásicos del pasado, la editorial Alba se ha atrevido en esta ocasión con la monumental 'Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano' del historiador británico Edward Gibbon (1737-1794).
Una monumentalidad cuyas miles de páginas se presentan para el lector de nuestros días en la edición abreviada que en 1952 realizó el norteamericano Dero Ames Saunders, labor de poda que conserva la fluidez con la que Gibbon impregnó su narración y que, a título de ejemplo, prescinde entre otros elementos de una cuarta parte de la obra, consistente en notas al pie de la página de las que sólo conserva unas pocas, así como de algunos capítulos que se apartan de la narración principal.
La 'Decadencia y caída' de Gibbon es una de las piedras angulares de la Historiografía de todos los tiempos y se ha convertido en un clásico, en absoluto acartonado tras la llegada de estudios posteriores. Desde Marco Aurelio hasta la caída de Constantinopla, el historiador nos muestra el proceso de destrucción del imperio más poderoso del mundo antiguo.
Uno de los aciertos de esta obra para el lector moderno es la forma en la que el autor nos cuenta la Historia. No estamos, hay que recordarlo, ante un historiador de nuestro tiempo, para el que prima la exposición neutral de los datos. Por contra, Gibbon, en muchos pasajes, se muestra novelesco y apasionado, lo que impregna el texto de aires literarios muy saludables para una lectura tan densa. Un trabajo de casi 20 años de investigación que marcó la Historiografía mundial, en una asequible edición en español.

  

The Fall of Rome and the Lessons for America.
La caída de Roma y las lecciones para Estados Unidos.




POR EDWARD J. WATTS
15 DE DICIEMBRE DE 2018

Edward J. Watts es el autor de La eterna decadencia y caída de Roma: la historia de una idea peligrosa y una república mortal: cómo Roma cayó en la tiranía . Ocupa la Cátedra Alkiviadis Vassiliadis y es profesor de historia en la Universidad de California, San Diego. Autor y editor de varios libros premiados, incluido The Final Pagan Generation, vive en Carlsbad, California.

La República Romana inspiró a muchos de los delegados que viajaron a Filadelfia a diseñar un gobierno federal eficaz para los nuevos Estados Unidos en el verano de 1787. Había buenas razones para ello. La República de Roma no sólo duró casi 500 años, sino que también ofreció herramientas para generar consenso, como la separación de poderes, un sistema de controles y equilibrios y el poder de veto. La República Romana también proporcionó una advertencia importante. Si bien había tenido un éxito extraordinario, los fundadores también sabían que Roma degeneró en una autocracia en el siglo I a.C. Temiendo tal resultado, Benjamín Franklin le dijo una vez a un ciudadano preocupado que Estados Unidos sería “una República, si puedes conservarla”.
La preocupación de que la joven República moriría rápidamente resultó infundada. A pesar de una guerra civil y profundas diferencias regionales, nuestra República ha perdurado durante más de 200 años. Pero ahora, mientras Estados Unidos enfrenta una crisis política cada vez más profunda, volvemos a mirar a la historia para tratar de imaginar nuestro futuro. Durante los últimos dos años, muchos han recurrido a la República de Weimar en Alemania y a otros estados europeos fallidos de la década de 1930 para comprender nuestra crisis política actual. Pero la República Romana es el modelo más relevante. La república americana no sólo es hija de la de Roma, sino que, como la Roma del siglo I, es ahora un país antiguo cuyos ciudadanos no conocen otra forma de gobierno.

Las repúblicas antiguas como Roma se diferencian de las jóvenes como la Alemania de Weimar porque sus ciudadanos han aprendido a valorar la libertad, las normas políticas y los controles constitucionales que los defienden contra un rápido descenso a la autocracia. 
Los antiguos romanos celebraban a Bruto el mayor (el hombre que derrocó al último rey de Roma en 509 a. C.) y a  Cayo Servilio Ahala (un político del siglo V que asesinó a un aspirante a rey romano) de la misma manera que los estadounidenses veneran a George Washington y Abraham Lincoln. A los romanos se les enseñó a esperar elecciones anuales, respetar las decisiones que tomaban los votantes y aceptar que los funcionarios electos representarían los intereses de todos los romanos. Quizás lo más importante es que creían que la política era un proceso pacífico que requería que los representantes llegaran a acuerdos con cada uno y construyeran amplios consensos en torno a políticas difíciles. Esta cultura mantuvo estable a Roma incluso cuando creció hasta convertirse en lo que eventualmente se convertiría en el estado más grande del mundo.

El peligro más importante que enfrentan las viejas repúblicas como la nuestra no es el asalto repentino de un aspirante a autócrata sino la lenta erosión de sus defensas culturales e institucionales. En Roma, esta degeneración comenzó de forma gradual y casi imperceptible a mediados del siglo II a.C. Al igual que ahora en Estados Unidos, la Roma de mediados del siglo II enfrentó el surgimiento de una enorme brecha entre sus ciudadanos más ricos y todos los demás. 
Durante estos años, gran parte de la riqueza saqueada de las provincias recién conquistadas de Roma se concentró en torno a una clase emergente de familias súper ricas, mientras que el nivel de vida de los romanos de clase media se estancó. Durante más de una generación, los políticos romanos intentaron abordar los resentimientos que esta creciente desigualdad había creado proponiendo reformas electorales y elaborando planes para distribuir recursos públicos entre los romanos pobres. Pero la mayoría de sus propuestas fueron bloqueadas. 
Luego, en 133 a. C., el político populista Tiberio Graco propuso una modesta redistribución de tierras italianas en un intento de apoyar a algunos de los pobres de Roma. Al igual que con leyes similares propuestas a finales de la década de 140, Tiberio no logró generar el consenso necesario para aprobar su propuesta. Sin inmutarse, Tiberio movilizó multitudes de partidarios amenazadores y logró destituir de su cargo a un magistrado que había amenazado con vetar la ley: la primera vez en la historia de Roma que sucedía algo así. Luego, Tiberio pagó la reforma con fondos tradicionalmente controlados por sus oponentes en el Senado. Esto rompió otra norma política romana de larga data. Si bien los partidarios de Tiberio aplaudieron estas violaciones de la tradición, sus oponentes respondieron violentamente y asesinaron a Tiberio antes de que pudiera ganar la reelección. Este fue el primer acto de violencia política en Roma en más de 300 años.

La calma pronto volvió a Roma, pero las lecciones del 133 a. C. no pudieron desaprenderse. La ruptura de normas, la violencia e incluso el asesinato habían demostrado ser tácticas políticas útiles. Los romanos ambiciosos comenzaron a adoptarlos con mayor regularidad y sofisticación. A pesar de la creciente disfunción política que empujó a Roma a una guerra civil en los años 80 a. C. y a otra que duró entre el 49 y el 46 a. C., los romanos todavía creían que su República sobrevivió. Algunos romanos, como Bruto el joven, imaginaron que la República podría restaurarse incluso después de que Julio César fuera nombrado dictador perpetuo en el 44 a.C. Pero el asesinato de César por Bruto sólo provocó una tercera serie, mucho más horripilante, de guerras civiles en los años 40 y 30 a.C. Estas batallas finalmente revelaron a los romanos lo que los observadores objetivos ya podían ver. Los romanos habían dejado morir a su República.

La antigua historia romana ofrece una lección escalofriante a los estadounidenses modernos. Las sólidas defensas que protegen a las repúblicas más antiguas se erosionan lentamente si no se refuerzan periódicamente. Esta degeneración a menudo comienza con algo así como un aumento en la desigualdad de la riqueza que, si no se aborda, eventualmente frustra a los ciudadanos. 
Aun así, todavía pueden pasar décadas antes de que los ciudadanos recurran a hombres como Tiberio Graco o Donald Trump, quienes prometen que harán todo lo necesario para abordar las frustraciones de los votantes. Una vieja República puede soportar este tipo de crisis durante una generación o un siglo. Incluso puede salir de este peligro si los políticos construyen un consenso sobre formas específicas de abordar las preocupaciones de sus votantes. 
Pero ninguna república es eterna. Dura sólo mientras sus ciudadanos lo deseen. Este es el momento en el que debemos volver a prestar atención a la advertencia de Franklin: nuestro estado es una República, si podemos conservarla.

  

HISTORIA.

5 similitudes entre la decadencia de la antigua Roma y los Estados Unidos actuales

 JOY PULLMAN
16 DE FEBRERO DE 2018

Si bien mi mente dice que Charles Murray tiene razón en que Estados Unidos ha alcanzado su cenit y está en declive como Roma, mi corazón no aceptará esa respuesta.
Comparar la “Decadencia y caída del Imperio Romano” con el ascenso y ahora decadencia de los imperios británico y ahora estadounidense ha sido una especie de juego de salón intelectual durante más de 200 años . Pero es divertido jugar porque cada uno tiene una colección ligeramente diferente de información y análisis que ofrecer, y porque a la gente le gustan las predicciones y los patrones.
Consideremos la disputa paralela sobre las “edades del hombre” que se ha prolongado durante miles de años: los antiguos poetas griegos Hesíodo y Ovidio ofrecieron la suya  (contaron cinco y cuatro, respectivamente), lo mismo hizo Shakespeare ( contó siete ), y hoy Tenemos teorías basadas en generaciones como el “ Cuarto Giro ” de William Strauss y Neil Howe.

No creo que ninguno de nosotros sepa si Estados Unidos ya ha superado el pico impresionante, y aunque mi mente dice que Charles Murray tiene razón en que probablemente hemos perdido nuestro país , mi corazón no acepta esa respuesta. Escuché lo último de nuestras conferencias Hillsdale Western Heritage 101 , sobre “El ascenso y la caída de la República Romana” con el Dr. Ken Calvert, con todo esto en mente. Por supuesto, ni siquiera estudiar esto durante años generará una bola de cristal, pero la conferencia sí generó algunos puntos de datos para alimentar otra discusión en la mesa de la cena.

1. Virtudes claves para el éxito.

Calvert dice que los romanos eran un pueblo "muy religioso" y piadoso que creía en honrar a sus antepasados ​​y a sus tradiciones. También apreciaban el coraje, la honestidad y el deber, y sus convicciones, dice, fueron clave para su ascenso como cultura. Estas virtudes suenan particularmente a George Washington, a quien los contemporáneos comparaban regularmente con los antiguos líderes romanos, y hoy sigue siendo el ideal estadounidense de líder.

2. Fundamentos del autogobierno a nivel de barrio.

El "gobierno romano temprano era local, personal e interactivo", dice Calvert. El famoso Alexis de Tocqueville encontró lo mismo en el caso de los estadounidenses, señalando que cada vez que había un problema local, los estadounidenses se reunían y formaban un club para solucionarlo.
A medida que Roma expandió su poder en la península italiana y más allá, su éxito militar comenzó a amenazar su cultura al debilitar la interacción personal entre ciudadanos que había contribuido a su grandeza.
¿Cómo es que una república fundada en el gobierno local, en el gobierno popular, en el conocimiento mutuo en la calle, se convierte ahora en un imperio?” pregunta Calvert. 
“Este es el mayor desafío para Roma. Su propio éxito la está debilitando y, de hecho, la va a destruir”.

3. Amiguismo, también conocido como "patrocinio"

Intrínsecas a la sociedad romana eran las “relaciones cliente-mecenas”, en las que un hombre rico y poderoso hacía favores a hombres menos ricos y poderosos a cambio de su lealtad, votos y servicio. Se puede pensar que es algo así como la mafia italiana, o como el Congreso de Estados Unidos.

"A eso lo llamamos sobornos y corrupción, pero entre los romanos así era como se hacían los negocios", dice Calvert. ¡No sólo entre los romanos, amigo!

4. Un ejército de voluntarios.

Al principio, los romanos luchaban no porque fueran mercenarios, sino para defender “el hogar y el hogar”, dice Calvert. Eso cambió gradualmente a medida que el Imperio Romano creció y necesitó un número cada vez mayor de soldados para mantener el control. 
Esto eventualmente llevó a que los militares se convirtieran en un actor político a través de un electorado que exigía más favores y comenzó a brindar apoyo a sus generales como líderes políticos.


5. Problemas derivados de la guerra entre las élites y plebeyos.

Inicialmente, el pueblo romano derrocó a los reyes para establecer un Senado, reemplazando el gobierno tiránico hereditario por un gobierno de períodos limitados bajo la ley. Los patricios (aristocracia) y los plebeyos (gente común) equilibraban el poder de maneras que generalmente satisfacían a ambos. Sin embargo, a medida que ganaron riqueza a través del comercio, los plebeyos exigieron más poder político.

Los ricos contraatacaron tomando tierras públicas para su propio uso y utilizando su riqueza e influencia para sí mismos, de manera más amplia, en lugar de aceptar controles sobre su comportamiento para el bien común. Esto desplazó a los soldados, a quienes se les exigía poseer tierras para luchar y votar, pero no podían permitirse el lujo de mantenerlas. Las disputas sobre asuntos relacionados llevaron a una serie de rebeliones y luego consolidaron el poder político.

La negativa de los políticos romanos a manejar tales problemas políticos finalmente entregó el poder a los militares, que luego utilizaron su poder para socavar las operaciones políticas convirtiendo a los generales en políticos. Si bien Estados Unidos no está tan cerca de convertirse en una dictadura militar, la tendencia de nuestros políticos a negarse a hacer su trabajo resolviendo cuestiones como la deuda pública, los derechos descontrolados, la inmigración y otras cosas más similares abdican de su responsabilidad, esta vez en lugar de a un gobierno no electo. burocracia. 
Toda la burocracia opera de esta manera, pero la analogía contemporánea más cercana son las revelaciones de la voluntad de nuestras agencias de inteligencia de utilizar el poder policial del estado ilegalmente. Es un eco débil, pero inquietante, de las luchas por el poder del gobierno civil y militar de Roma.

Charles Alan Murray (Newton, 8 de enero de 1943) es un politólogo, escritor y orador público estadounidense. 


Barrios étnicos en la ciudad de Santiago de Chile.

  

Emigración desde el Campo a la  ciudad.

El neorruralismo, la migración de la ciudad al campo



Al terminar la segunda década del siglo XXI, se acabó en forma definida la emigración del campo a la ciudad en el país, principalmente a la ciudad de Santiago de Chile, que comenzó a fines del siglo XIX.
Ahora comenzó el proceso inverso, la emigración de la ciudad al campo.
Ahora la única gran emigración que llega actualmente a las ciudades chilenas y principalmente Santiago de Chile son los extranjeros.


Éxodo Venezolano. 

  


La emigración venezolana o éxodo venezolano, también conocida como crisis migratoria venezolana,​ o también señalada como una crisis de refugiados,​ es una crisis humanitaria provocada por el incremento del flujo descontrolado de personas procedentes de Venezuela. La crisis se produjo principalmente entre 2014 y 2022.​
 A partir de 2015 se registran fuertes flujos migratorios a causa de la crisis económica (2013-2021) que enfrentaba Venezuela, siendo 697.562 venezolanos que salieron al exterior, lo que representa el 2,3 % de la población total; para el año 2017 pasó a tener casi 5,4 % de la población del país, alrededor de 1,42 millones de personas.
​ En el año 2018, al entrar el país en una hiperinflación, se vio un aumento a 2,3 millones de venezolanos que salieron del país, que aproximadamente representan el 7 % de la población nacional. Estos periodos han sido clasificados por algunos autores como las cinco oleadas migratorias venezolanas. Entre ellos se encuentra solicitantes de asilo, refugiados y emigrantes económicos.
​ En el 2016, aproximadamente 27 000 venezolanos fueron los que solicitaron asilo;​ se incrementó en el 2017 a 111 600 según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Para septiembre de 2018, el representante regional de ACNUR para Estados Unidos y el Caribe oficialmente comparó a la crisis con la escala de la crisis migratoria de la Guerra civil siria.
La crisis surgió debido a factores políticos, económico, la situación de inseguridad y violencia en Venezuela.​ La ola migratoria tiene como antecedentes el cierre de la frontera con Colombia ordenado por presidente Maduro el 19 de agosto del año 2015 y reapertura de la frontera en el 2016. La OEA y voceros de la agencia de refugiados de Naciones Unidas, ACNUR, lo catalogaron como el éxodo más grande que ha existido en la historia del hemisferio occidental en los últimos 50 años.

El 1 de noviembre de 2019 el representante conjunto de la ONU para los migrantes venezolanos en la Conferencia de la Solidaridad para refugiados por Venezuela de Bruselas, Eduardo Stein, advirtió que para 2020 habría más de seis millones de refugiados si no se encuentra una solución política a la crisis venezolana. Inicialmente, venezolanos de clase media alta y clase alta emigraron durante el gobierno de Chávez, luego, venezolanos de clase media y baja comenzaron a irse a medida que las condiciones en el país empeoraron. La OEA y voceros de ACNUR la catalogaron como la emigración más grande que ha existido en la historia del hemisferio occidental.
En mayo de 2021 había una cantidad aproximada de 7 millones de emigrantes venezolanos en el mundo, esto representa un aumento del 1.468,24% frente al 2010 e implica que los emigrantes representan cerca del 22 % de la población total nacida en Venezuela.​ 

Consecuencia demográficas  para Venezuela.

El éxodo y la crisis política y económica venezolana ha provocado la baja de la natalidad en Venezuela  fue en 2021 del 15,88‰ (número de nacimientos por cada mil habitantes en un año). Si miramos la evolución de la Tasa de Natalidad en Venezuela vemos que ha bajado respecto a 2020, en el que fue del 16,21‰, al igual que ocurre al compararla con la de 2011, en el que la natalidad era del 20,47‰.

América latina:  El promedio para 2021 fue de 16.21 nacidos vivos en un año por cada 1.000 personas.
Estados Unidos: La natalidad crece en 2021 hasta el 11‰



Población extranjera en Chile.

Establecimiento venezolano en Chile.

La población extranjera que reside habitualmente en Chile está compuesta por 1.482.390 personas, según estimaciones realizadas al 31 de diciembre de 2021 por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y el Servicio Nacional de Migraciones (SERMIG), en colaboración con la Policía de Investigaciones (PDI), el Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREL) y el Servicio de Registro Civil e Identificación (SRCeI).
La cifra representa un alza de 1,5% respecto a igual fecha de 2020, y un aumento de 14,1% en comparación con 2018; considerando cifras actualizadas para ambos años (1.460.047 personas en 2020 y 1.299.432 personas en 2018).
De acuerdo con el Censo 2017, declararon residir habitualmente en Chile 746.465 personas que nacieron en el exterior, y que fueron definidas como inmigrantes internacionales.
La mayoría de las personas extranjeras residentes en el país al 31 de diciembre de 2021 proviene de Venezuela (30%), Perú (16,6%), Haití (12,2%), Colombia (11,7%) y Bolivia (8,9%).
Del total de personas extranjeras a diciembre de 2021 se estimó un total de 744.213 hombres extranjeros y 738.177 mujeres extranjeras, lo que representa una relación de masculinidad de 100,8 hombres por cada cien mujeres, es decir, cada sexo representa cerca del 50% de la estimación.
La población extranjera tanto de hombres como mujeres se concentra entre los 25 y 39 años, con mayor preponderancia en el grupo 30 a 34 años que concentra el 18% del total de la población extranjera.

Distribución a lo largo del país

La Región Metropolitana tiene la mayor cantidad de personas extranjeras, con 909.414 personas. En segundo lugar, se ubica la región de Antofagasta, con 106.274 personas, y luego región de Valparaíso, con 97.058 personas.

Región metropolitana.

Santiago Centro es la comuna con mayor cantidad de personas extranjeras, con 226.103 personas, con el 28% de la población total;  la comuna de Independencia, con 57.600 personas, el 31% de la población total; la comuna de Estación Central, con 48.753 personas con el 17% de la población total; Las comunas de  Las Condes con 41.688 personas, Lo Barnechea, la Quinta Normal con 29.866 personas tiene un 11% de la población total cada una.


Extranjeros en la Región Metropolitana de Santiago.

  


Emigrantes venezolanos en Chile. 
Emigración.

La Región Metropolitana de Santiago, en general y particularmente el área metropolitana de Santiago son también las principales zonas receptoras de inmigrantes de Chile. Las estadísticas oficiales hacia 2016 indican que el 63,6% de todos los extranjeros que cuentan con permisos de residencia definitiva se encuentran en la Región Metropolitana. 
Seis de las diez principales comunas de residencia pertenecen al Gran Santiago (Santiago Centro, Las Condes, Independencia, Recoleta, Providencia y Estación Central). Las visas temporales, ya sea de trabajo, estudios u otros motivos, siguen distribuciones geográficas similares a las anteriores. 

La inmigración extranjera que ha llegado a Chile en este último período histórico, de los últimos 30 años, se ha caracterizado principalmente por provenir de los países latinoamericanos, por su gran heterogeneidad étnica, de diversas clases sociales, y la perteneciente a un rango etario activo, persona de entre 18 a 65 años, en términos laborales. 
Además de estas características, llama la atención el gran dinamismo que se observa en este fenómeno migratorio de este siglo presente, representado principalmente en lo que refiere a su crecimiento sostenido y su gran cantidad con respecto a épocas anteriores.
En la actualidad en el país, se puede observar que han cambiado ciertos patrones del fenómeno migratorio, como la procedencia nacional, las clases sociales  y la cantidad de los inmigrantes, con los flujos migratorios de épocas anteriores.


Barrios étnicos.

  

Barrio. 

Del ár. hisp. *bárri 'exterior', y este del ár. clás. barrī 'salvaje'.

1. m. Cada una de las partes en que se dividen los pueblos y ciudades o sus distritos.

Chinatown, Manhattan.

Barrio étnico.

Un barrio étnico es una área geográfica de una ciudad con alta concentración de una  etnia determinada, con fuertes afinidades raciales, lingüísticas, culturales.

Ejemplo de un barrio étnico, es Chinatown que es un barrio de distrito de Manhattan, en la ciudad de Nueva York, que tiene una gran población de inmigrantes o estadounidenses descendientes de  chinos.
El barrio de Chinatown en Manhattan, es uno de los nueve barrios conocidos como Chinatown que hay en Estados Unidos. Es habitado por la mayor etnia china fuera de Asia dónde aproximadamente residen 779.269 personas según datos de 2013. En la zona este del hemisferio norte, este barrio es el segundo más poblado de todos los Chinatowns, el primero es el de San Francisco.

Sociología. 

Los emigrantes se  concentración normalmente en ciertas áreas urbanas del país, lo que nos indica una cierta “preferencia” por determinadas ciudades en lugar de otras, y al interior de ellas, en ciertos barrios, llamados barrios étnicos.
Este hecho puede ser explicado por la existencia de focos de atracción, para los inmigrantes, expresados principalmente a través de variables objetivas de mejoramiento de las condiciones de vida, como pueden ser la existencia de fuentes laborales, territorios con altos grados de conectividad o comunicación  que permiten también el acceso a trabajos, la existencia de un mercado de vivienda posible para alquiler o compra. 

Santiago.

Ejemplo de barrios étnicos en la ciudad de Santiago en el siglo XX, fueron  el Barrio Patronato, de la actual comuna de Recoleta, donde residieron los emigrantes turcos, de etnia árabe; y el El Barrio Italia, también llamado Barrio Santa Isabel, abarca el sector surponiente de la comuna de Providencia y el sector norponiente de la comuna de Ñuñoa, estuvo habitado por inmigrantes italianos. 

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