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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

jueves, 1 de diciembre de 2016

344.-El Libro de Kells.-a

Bandera de Irlanda

Trinity College (Dublín)

Trinity College, Dublin o formalmente College of the Holy and Undivided Trinity of Queen Elizabeth near Dublin (Colegio de la Santa e Indivisa Trinidad de la Reina Isabel junto a Dublín), fue fundado en 1592 por la Reina Isabel I, y es el único college constituyente de la Universidad de Dublín, al contrario de lo que ocurre en Oxford y Cambridge, universidades hermanadas sobre las que fue modelada.​ Con todo, es la universidad más antigua de Irlanda y una de las siete universidades antiguas históricas de las islas británicas. El Trinity College se ubica en College Green, frente a la antigua Parliment House (hoy en día principal sucursal del Banco de Irlanda). El campus ocupa 47 acres (190.000 m²), con muchos edificios tanto nuevos como antiguos que conforman un rico patrimonio histórico-artístico, vertebrados alrededor de grandes patios y dos campos de juego.
El colegio y la universidad son efectivamente uno, y son usualmente referidos como tal colectivamente como University of Dublin, Trinity College. La principal excepción a esto es el otorgamiento de grados; el college provee todos los programas y el personal académico son miembros de él, pero la universidad confiere el grado.

El Libro de Kells.



 Trinity College de Dublín

(Book of Kells en inglés; Leabhar Cheanannais en irlandés), también conocido como Gran Evangeliario de San Columba, es un manuscrito ilustrado con motivos ornamentales, realizado por monjes celtas hacia el año 800 en Kells, un pueblo de Irlanda.

El libro –considerado la pieza principal del cristianismo celta y del arte hiberno-sajón– es, a pesar de estar inconcluso, uno de los más suntuosos manuscritos iluminados que han sobrevivido a la Edad Media. Debido a su gran belleza y a la excelente técnica de su acabado, muchos especialistas lo consideran uno de los más importantes vestigios del arte religioso medieval. Escrito en latín, el Libro de Kells contiene los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento, además de notas preliminares y explicativas, y numerosas ilustraciones y miniaturas coloreadas. En la actualidad el manuscrito está expuesto permanentemente en la biblioteca del Trinity College de Dublín (Irlanda), bajo la referencia MS 58.

Historia

El Libro de Kells es el más ilustre representante de un grupo de manuscritos realizados entre finales del siglo VI y principios del IX, en monasterios de Irlanda, Escocia y el norte de Inglaterra. Se cuenta entre ellos el Cathach de San Columba, la Ambrosiana Orosius o el Libro de Durrow, pertenecientes todos al siglo VII. A principios del siglo VIII se realizan los Evangelios de Durham, los Evangelios de Echternach, los Evangelios de Lindisfarne y los Evangelios de Lichfield. Todos estos manuscritos presentan similitudes desde el punto de vista del estilo artístico, de la escritura y de las tradiciones escritas, lo cual ha permitido reagruparlos en la misma familia. 
El estilo plenamente conseguido de las coloraciones sitúa el Libro de Kells entre las obras más tardías de esta serie, hacia finales del siglo VIII o principios del IX, o sea en la misma época que el Libro de Armagh. La obra respeta la mayoría de las normas iconográficas y estilísticas presentes en estos escritos más antiguos: por ejemplo, la forma de las letras decoradas que inician cada uno de los cuatro Evangelios es asombrosamente regular entre todos los manuscritos de las Islas Británicas compuestos en esta época. Para convencerse de ello, basta con examinar las páginas introductorias al Evangelio de Mateo en los Evangelios de Lindisfarne (aquí) y compararlas con las del Libro de Kells.
El Libro de Kells debe su nombre a la abadía de Kells, situada en Kells en el condado de Meath, en Irlanda. La abadía, donde se conservó el manuscrito por un largo periodo de la Edad Media, fue fundada a principios del siglo IX, en la época de las invasiones vikingas. Los monjes procedían del monasterio de Iona, una isla de las Hébridas situada frente a la costa oeste de Escocia. Iona albergaba una de las comunidades monásticas más importantes de la región desde que san Columba, el gran evangelizador de Escocia, la hubiera designado su principal centro de irradiación en el siglo VI. Cuando la isla de Iona se tornó demasiado peligrosa debido a la multiplicación de las incursiones vikingas, la mayoría de los monjes partieron hacia Kells, que se convirtió así en el nuevo centro de las comunidades fundadas por Columba.
La determinación exacta del lugar y de la fecha de realización del manuscrito se ha prestado a multitud de debates. Según la tradición, el libro habría sido redactado en la época de san Columba, quizá incluso por él mismo. Sin embargo, estudios paleográficos han demostrado la falsedad de esta hipótesis, puesto que el estilo caligráfico usado en el Libro de Kells se desarrolló con posterioridad a la muerte de Columba.























Se cuenta con al menos cinco teorías diferentes acerca del origen geográfico del manuscrito. En primer lugar, el libro podría haber sido escrito en Iona y trasladado urgentemente a Kells, lo que explicaría que nunca hubiera sido terminado. Por el contrario, su redacción podría haberse iniciado en Iona antes de ser continuada en Kells, donde habría sido interrumpida por alguna razón desconocida. Otros investigadores aventuran que el manuscrito bien podría haber sido totalmente escrito en el scriptorium de Kells. Una cuarta hipótesis sitúa la creación original de la obra en el norte de Inglaterra, posiblemente en Lindisfarne, antes de su traslado a Iona y luego a Kells. El Libro de Kells, finalmente, podría haber sido la realización de un monasterio indeterminado en Escocia. Aunque esta cuestión probablemente no llegue a resolverse nunca de manera satisfactoria, la segunda teoría basada en el doble origen de Kells e Iona es generalmente la más aceptada. Por otra parte, más allá de determinar la hipótesis correcta, está firmemente establecido que el Libro de Kells fue realizado por monjes pertenecientes a una de las comunidades de san Columba, que mantenía estrechas relaciones, si no más, con la Abadía de Iona.
cuadro



Fuera cual fuera el lugar en que fue redactado, los historiadores están totalmente seguros de la presencia del Libro de Kells en la abadía del mismo nombre como mínimo a partir del siglo XII, o incluso a principios del XI. Un pasaje de los Anales de Ulster, sobre el año 1006, informa en efecto que «el gran Evangelio de Columcille [i.e Columba], principal reliquia del mundo occidental, fue sustraído subrepticiamente en plena noche de una sacristía de la gran iglesia de piedra de Cenannas [i.e Kells] debido a su precioso estuche». El manuscrito fue encontrado meses más tarde «bajo un montón de tierra», aligerado de su cobertura decorada con oro y piedras preciosas. Si se asume, como generalmente se hace, que el manuscrito en cuestión es el Libro de Kells, se trata entonces de la primera fecha en la que se puede ubicar con certeza la obra en Kells.
El arranque violento de la cobertura explicaría, además, la pérdida de algunas hojas del principio y el final de la obra.

En el siglo XII, se copiaron ciertos documentos referentes a tierras propiedad de la abadía de Kells sobre algunas hojas en blanco del Libro de Kells, lo que proporciona una nueva confirmación de la presencia de la obra en este establecimiento monástico. Debido a la escasez de papel en la Edad Media, la copia de documentos en obras tan importantes como el Libro de Kells era una práctica habitual.
Un escritor del siglo XII, Giraldus Cambrensis (Gerardo de Gales), describe en un célebre pasaje de su Topographia Hibernica un gran libro evangélico que habría admirado en Kildare, cerca de Kells, y que se supone sería el Libro de Kells. La descripción, en todo caso, parece concordar:

«Este libro contiene la armonía de los cuatro evangelistas buscada por Jerónimo, con diferentes ilustraciones casi en cada página que se distinguen por variados colores. Aquí podéis ver el rostro de majestad, divinamente dibujado, aquí los símbolos místicos de los evangelistas, cada uno con sus alas, a veces seis, a veces cuatro, a veces dos; aquí el águila, allí el toro, allá el hombre y acullá el león, y otras formas casi infinitas. Observadlas superficialmente con una mirada ordinaria, y pensaréis que no son más que esbozos, y no un trabajo cuidadoso. La más refinada habilidad está toda ella alrededor vuestro, pero podríais no percibirla. Mirad con más atención y penetraréis en el corazón mismo del arte. Discerniréis complejidades tan delicadas y sutiles, tan llenas de nudos y de vínculos, con colores tan frescos y vivaces, que podríais deducir que todo esto es obra de un ángel, y no de un hombre.»


Dado que Gerardo informa haber visto este libro en Kildare, podría ser que se tratara de otra obra igual en calidad pero hoy perdida. Más probablemente, Gerardo podría simplemente haber confundido Kells y Kildare.
La abadía de Kells fue disuelta tras las reformas eclesiásticas del siglo XII. La iglesia de la abadía fue transformada entonces en iglesia parroquial, aunque conservó el Libro de Kells.
El Libro de Kells permaneció en Kells hasta 1654. Ese año, la caballería de Oliver Cromwell estableció una guarnición en la iglesia local, y el gobernador de la villa envió el manuscrito a Dublín para mayor seguridad. El libro fue presentado a los universitarios del Trinity College en 1661 por un tal Henry Jones, quien se convertiría en obispo de Meath bajo el reinado de Carlos II. Salvo contadas ocasiones como exposiciones temporales, el Libro de Kells nunca más ha abandonado el Trinity College. Desde el siglo XIX es objeto de una exposición permanente y abierta al público en la Vieja Biblioteca (Old Library) de la universidad.

En el siglo XVI, los números de capítulo de los Evangelios, establecidos oficialmente en el siglo XIII por el Arzobispo de Canterbury, Stephen Langton, fueron añadidos en los márgenes de las páginas en números romanos. En 1621, las hojas fueron numeradas por el obispo de Meath, James Ussher. En 1849, la reina Victoria y el príncipe Alberto fueron invitados a firmar el libro: en realidad firmaron sobre una hoja añadida posteriormente, y que se creía auténtica. Esta hoja fue retirada cuando se reencuadernó el libro en 1953.
El manuscrito se ha reencuadernado varias veces a lo largo de los siglos. En una de estas ocasiones, en el siglo XVIII, las páginas fueron mutiladas sin consideración, comportando la pérdida de una pequeña parte de las ilustraciones. En 1895 se realizó una nueva encuadernación, pero se deterioró muy rápidamente. Sobre el final de los años 1920, se conservaban separadas del manuscrito varias hojas sueltas. Finalmente, en 1953, la obra fue reencuadernada en cuatro volúmenes por Roger Powell, quien se ocupó asimismo de alisar con delicadeza algunas páginas que se habían deformado.

Descripción


El Libro de Kells contiene los cuatro Evangelios constitutivos del cristianismo, precedidos de prólogos, resúmenes y transiciones entre ciertos pasajes. Está redactado en mayúsculas con un estilo caligráfico típicamente insular, con tinta negra, roja, malva y amarilla. El manuscrito consta actualmente de 340 hojas en pergamino, llamadas folios. La mayoría de estos folios eran en realidad parte de hojas más grandes, los bifolios, que se doblaron en dos para formar dos folios. Varios de estos bifolios fueron agrupados y cosidos para obtener los cuadernos. Puede suceder que un folio no forme parte de un bifolio y sea una simple hoja suelta insertada en un cuaderno.

Se estima que se han perdido una treintena de páginas: desde 1621, el examen de la obra que realizó James Ussher contabilizaba sólo 344 páginas. Las hojas existentes están agrupadas en treinta y ocho cuadernos, cada uno de ellos contiene de cuatro a doce hojas (es decir, de dos a seis bifolios); lo más habitual es encontrar cuadernos de diez hojas. Las páginas más decoradas se corresponden a menudo con hojas sueltas. Por otra parte, parece que se habían trazado líneas sobre los folios, a veces por los dos lados, para facilitar el trabajo de escritura de los monjes: los orificios de aguja y los trazos pueden aún apreciarse en ciertos lugares. El pergamino es de gran calidad, aunque está trabajado de manera desigual: algunas hojas tienen un espesor parecido al del cuero, mientras que otras son de una delgadez casi translúcida. El manuscrito tiene 33 cm de largo por 25 cm de ancho, siendo éste un tamaño estándar, aunque estas dimensiones no se alcanzaron hasta el siglo XVIII, época en la cual se recortaron un poco las hojas. La zona de texto cubre aproximadamente 25 cm de largo por 17 de ancho, y cada página de texto contiene entre dieciséis y dieciocho líneas. Sin embargo, el libro parece inconcluso, en la medida en que algunas ilustraciones parecen simples esbozos.

Contenido


En su estado actual, el Libro de Kells ofrece, después de algunos escritos introductorios, el texto integral de los Evangelios según Mateo, según Marcos y según Lucas. El Evangelio según Juan está reproducido hasta el versículo 17:13. El resto de este Evangelio, así como una parte de escritos preliminares, son imposibles de encontrar; probablemente se perdieron a causa del robo del manuscrito en el siglo IX. Lo que queda de los escritos preliminares consta de dos fragmentos de listas de nombres hebreos contenidos en los Evangelios, los Breves causae y los Argumenta de los cuatro Evangelios y, finalmente, las tablas canónicas de Eusebio de Cesarea. Es bastante probable, como en el caso de los Evangelios de Lindisfarne o del Libro de Durrow, que una parte de los textos perdidos incluyera la carta de San Jerónimo al papa Dámaso I, llamada Novum opus, en la que Jerónimo justificaba la traducción de la Biblia al latín. Puede suponerse también, aunque con mucha más cautela, que los textos contenían la carta de Eusebio llamada Plures fuisse, donde el teólogo enseña el uso correcto de las tablas canónicas.

Se cuenta entonces con dos fragmentos de listas conteniendo nombres hebreos: uno se encuentra en el anverso del primer folio, y el otro, en el folio 26, está de momento al final de los textos de introducción al Evangelio de Juan. El primer fragmento contiene el final de la lista destinada al Evangelio según Mateo, habida cuenta de que el principio de la lista debía ocupar otras dos hojas, hoy perdidas. El segundo fragmento muestra la cuarta parte de la lista para el Evangelio de Lucas; seguramente las tres cuartas partes restantes debían ocupar otras tres hojas. Ahora bien, la estructura del cuaderno en cuestión hace altamente improbable la idea de que puedan faltar tres hojas entre los folios 26 y 27, lo que induce a pensar que el segundo fragmento no está en su sitio original. No queda ningún rastro de las listas de los Evangelios de Marcos y Juan.

Al primer fragmento de lista le siguen las tablas canónicas de Eusebio de Cesarea. Estas tablas, anteriores a la traducción de la Biblia en lengua latina (la Vulgata), se crearon para comparar y cruzar los cuatro Evangelios. Eusebio procedió a la división de los Evangelios en capítulos y creó las tablas, que debían permitir al lector situar un episodio dado de la vida de Cristo en cada uno de los cuatro textos. Se extendió la costumbre de incluir las tablas canónicas en los textos preliminares de la mayoría de las copias medievales de la Vulgata. Sin embargo, las tablas del Libro de Kells se revelan inútiles puesto que el amanuense las condensó hasta el punto de hacer un amasijo confuso. Además, los números de los capítulos nunca se consignaron en los márgenes del texto, lo que vuelve imposible encontrar las secciones a las cuales las tablas hacen referencia. Los motivos de este olvido permanecen oscuros: puede ser que los monjes hubieran decidido no insertar los números hasta que las ilustraciones estuvieran terminadas, con lo cual la no finalización del manuscrito tuvo como consecuencia posponer sine die esta operación. La omisión bien pudiera haber sido deliberada, a fin de no alterar la belleza de la obra.

Las Breves causae y los Argumenta pertenecen a una tradición manuscrita anterior a la Vulgata. Las Breves causae son, de hecho, resúmenes de antiguas traducciones de los Evangelios en latín, y se dividen en capítulos numerados. Esta numeración, como en el caso de las tablas canónicas, no se usa en el cuerpo del manuscrito. Se trata esta vez de una elección muy comprensible, en la medida en que los números de los capítulos correspondientes a viejas traducciones hubieran sido difíciles de armonizar con el texto de la Vulgata. En cuanto a los Argumenta, son colecciones de leyendas dedicadas a los cuatro Evangelistas. 
El conjunto de estos escritos está dispuesto en un orden extraño: en primer lugar se encuentran las Breves causae y los Argumenta sobre Mateo, seguidos de los de Marcos. Llegan entonces, de manera bastante inesperada, los Argumenta de Lucas y Juan, seguidos a continuación de las Breves causae de estos dos apóstoles. Este inhabitual orden es el mismo que el adoptado en el Libro de Durrow. En otros manuscritos insulares, como los Evangelios de Lindisfarne, el Libro de Armagh o los Evangelios de Echternach, cada Evangelio se trata separadamente y se precede de todos sus escritos introductorios. Esta repetición fiel del esquema del Libro de Durrow ha llevado al investigador T. K. Abbot a concluir que el amanuense de Kells debía tener entre las manos el manuscrito en cuestión, o al menos un esquema común.

Texto y escritura

El Libro de Kells contiene el texto de los cuatro Evangelios en latín según la Vulgata, sin ser una copia exacta de esta última: se encuentran numerosas variantes con respecto a la Vulgata, principalmente cuando se usan traducciones latinas más antiguas en vez del texto de San Jerónimo.
 Estas variantes se encuentran sistemáticamente en todos los manuscritos medievales de Gran Bretaña, y presentan diferencias de una obra a otra. En efecto, los monjes, a falta de un ejemplar preexistente, debían trabajar sin duda de memoria.
El manuscrito está escrito en letras mayúsculas, excepto algunas minúsculas, mayoritariamente las c o las s. La historiadora de arte Françoise Henry ha identificado como mínimo tres amanuenses que contribuyeron a la obra, a los que ha llamado «Mano A», «Mano B» y «Mano C».
La Mano A habría realizado principalmente los folios 1 a 19º y 276º a 289º, antes de retomar su trabajo desde el folio 307º hasta el fin del manuscrito. El amanuense Mano A utiliza a menudo una tinta de color marrón bastante habitual en Europa, y escribe entre dieciocho y diecinueve líneas por página.
La Mano B se reconoce desde el folio 19º al 26º y del 124º hasta el 128º; tiende a utilizar letras minúsculas, prefiere una tinta roja, malva o negra y escribe un número más variable de líneas en cada página.
A la Mano C, finalmente, se le atribuye el resto del manuscrito y ha contribuido a la obra de una manera bastante dispersa: tiene tendencia a usar más minúsculas que Mano A; sin embargo usa la misma tinta marrón y escribe casi siempre diecisiete líneas por página.

Errores

Existen varias diferencias entre el texto del Libro de Kells y el normalmente aceptado por los Evangelios, por ejemplo:

En la genealogía de Jesús, que empieza en Lucas 3, 23, Kells nombra erróneamente un antepasado adicional.
En Mateo 10, 34b, debería leerse "non veni pacem mittere, sed gladium" (no he venido a traer la paz, sino la espada). Sin embargo, en vez de "gladium" ("espada"), en el manuscrito de Kells se ha escrito "gaudium" ("alegría"); así, la traducción queda no he venido a traer la paz, sino la alegría. Probable distracción del copista.

Decoración

El manuscrito contiene páginas totalmente llenas de motivos ornamentales de una complejidad extraordinaria, así como pequeñas ilustraciones que acompañan a las páginas de texto. El Libro de Kells utiliza una rica paleta de colores, con malva, rojo, rosa, verde y amarillo entre los más usados. A título comparativo, las ilustraciones del Libro de Durrow están realizadas sólo con cuatro colores. De forma totalmente sorprendente, y a pesar del prestigio con el cual los monjes han querido rodear la obra, no hicieron uso de pan de oro o plata para adornar el manuscrito. Los pigmentos necesarios para las ilustraciones fueron importados de todos los rincones de Europa, y fueron objeto de profundos estudios: el negro se obtuvo de las velas, el rojo brillante del rejalgar, el amarillo del oropimente y el verde esmeralda de la malaquita pulverizada. El costosísimo lapislázuli, de coloración azul, procede del noreste de Afganistán.
Las miniaturas son más ricas y numerosas que en cualquier otro manuscrito bíblico de Gran Bretaña. Se cuentan diez páginas llenas de miniaturas que han sobrevivido a la prueba del tiempo, además de dos retratos de evangelistas, tres representaciones de los cuatro símbolos de los evangelistas, una página cuyos motivos recuerdan un tapiz, una miniatura de la Virgen y el Niño, otra miniatura de Cristo en el trono y, finalmente, dos últimas miniaturas dedicadas al juicio y a la tentación de Jesús. Por otro lado, existen otras trece páginas repletas de miniaturas acompañadas en esta ocasión por un breve texto: en particular, es el caso del inicio de cada Evangelio. Ocho de las diez páginas dedicadas a las tablas canónicas de Eusebio de Cesárea están también ricamente ilustradas. Además de todas estas páginas, se contabiliza en el conjunto de la obra un gran número de decoraciones más pequeñas o de iniciales iluminadas.

El manuscrito, en su estado actual, empieza con un fragmento de la lista de nombres hebreos, que ocupa la primera columna del anverso del folio 1. La otra columna de este folio está ocupada por una miniatura de los cuatro símbolos de los evangelistas, hoy levemente borrada. La miniatura está orientada de tal manera que el libro debe girarse 90 grados para examinarla. El tema de los cuatro símbolos de los evangelistas está presente del inicio al fin de la obra: casi siempre se los representa juntos, con el objetivo de subrayar y afirmar la unidad del mensaje de los cuatro evangelios.
La unidad de los Evangelios se ve más reforzada si cabe por la decoración de las tablas canónicas de Eusebio de Cesárea. Estas tablas fueron concebidas para establecer la unidad de los cuatro textos, permitiendo al lector identificar los pasajes equivalentes en cada Evangelio, y normalmente ocupan doce páginas. Los copistas del Libro de Kells ya habían reservado doce páginas con este fin (folios 1º a 7º) pero, por motivos desconocidos, acabaron por condensar las tablas en diez páginas solamente, dejando así dos páginas en blanco (los folios 6º y 7º). 
Este reajuste convirtió las tablas en confusas e inutilizables. La decoración de las ocho primeras páginas de las tablas canónicas parece fuertemente influenciada por manuscritos más antiguos de la región mediterránea, donde la costumbre era insertar las tablas en el dibujo de un arco. Los monjes que trabajaron en el Libro de Kells emplearon este estilo, pero aportando su propia idiosincrasia: los arcos no están tratados como elementos arquitectónicos sino como motivos geométricos, decorados con motivos ornamentales típicamente insulares. Los cuatro símbolos de los evangelistas ocupan el espacio existente arriba y abajo de los arcos. Las dos últimas páginas representan las tablas en una verja, lo cual es más conforme a la tradición de los manuscritos insulares, como en el Libro de Durrow.

El resto del libro, aparte de las tablas canónicas, se divide en secciones, estando cada inicio de sección indicado por miniaturas y páginas llenas de texto decorado. En particular, cada uno de los Evangelios es introducido con miniaturas meticulosamente preparadas. Los textos preliminares están tratados como una sección de pleno derecho, recibiendo entonces una decoración suntuosa. Además de los Evangelios y los textos preliminares, el «segundo inicio» del Evangelio según Mateo tiene derecho él mismo a su propia decoración introductoria.
Los textos preliminares están introducidos por una imagen en icono de la Virgen y el Niño (folio 7º). Esta miniatura es la representación más antigua de la Virgen de entre todos los manuscritos del mundo occidental. María aparece en una rara mezcla entre una pose de frente y de tres cuartos. El estilo iconográfico de la miniatura podría proceder de un modelo ortodoxo o copto.
La miniatura de la Virgen y el Niño está en la primera página de texto, y resulta un preliminar apropiado para el inicio de las Breves causae de Mateo, que empieza por un Nativitas Christi in Bethlem (« el nacimiento de Cristo en Belén »). La primera página de las Breves causae (folio 8º) está decorada y rodeada de un elegante marco. La combinación entre la miniatura a la izquierda y el texto a la derecha constituye asimismo una introducción muy viva y colorista a los textos preliminares. Las primeras líneas de las otras secciones de los textos preliminares fueron igualmente objeto de cuidados particulares, pero sin alcanzar el mismo nivel que el inicio de las Breves causae de Mateo.

El Libro de Kells fue concebido para que cada Evangelio dispusiera de decoraciones introductorias altamente elaboradas. Originalmente, cada uno de los cuatro textos estaba precedido de una miniatura a toda página que contenía los cuatro símbolos de los evangelistas, seguida de una página en blanco. Acto seguido aparece, frente a las primeras líneas ricamente decoradas del texto, el retrato del evangelista correspondiente. El Evangelio según Mateo ha conservado el retrato de su evangelista (folio 28º) y su página de símbolos evangélicos (véase más arriba el folio 27º). En el Evangelio según Marcos falta el retrato del evangelista, pero su página de símbolos ha perdurado hasta nuestros días (folio 129º). Desafortunadamente, el Evangelio según Lucas no ha conservado ninguno de los dos. Finalmente, el Evangelio según Juan, como el de Mateo, ha conservado a la vez el retrato de Juan (véase aquí al lado el folio 291º) y su página de símbolos (folio 290º). Probablemente, las páginas que faltan existieron pero se han perdido. En cualquier caso, el uso sistemático de todos los símbolos de los evangelistas al principio de cada Evangelio es tremendamente sorprendente, haciendo un fuerte hincapié en la unidad del mensaje evangélico.

La decoración de las primeras palabras de cada Evangelio está primorosamente trabajada. Las páginas correspondientes, de hecho, parecen tapices: las ilustraciones son tan elaboradas que el texto se torna ilegible. La página de inicio del Evangelio según Mateo (véase arriba el folio 29º), es un ejemplo: sólo tiene dos palabras, «Liber generationis» («el libro de la generación»). El lib de Liber se ha desarrollado en un monograma gigante que domina toda la página. El er de Liber está representado por un entrelazado de ornamentos con la b del monograma lib. La palabra Generationis se extiende por tres líneas diferentes insertándose en un marco sofisticado a la derecha inferior de la página. Todo el conjunto está agrupado por un elegante ribete. 
Este ribete y las mismas letras están además decoradas con espirales y nudos, a menudo zoomorfos. Las primeras palabras del Evangelio de Marcos, Initium evangelii («Principio del Evangelio», véase al lado) y del de Juan, «In principio erat verbum» («En el principio era el Verbo»), fueron objeto de tratamientos similares. Estas ornamentaciones, aunque particularmente trabajadas en el Libro de Kells, se encuentran sin embargo en todos los evangeliarios de las islas británicas.
El Evangelio según Mateo, como marca la norma, empieza con una genealogía de Jesús: el relato propiamente dicho de la vida de Cristo no empieza hasta el versículo 1:18, que se lo considera por este motivo como el «segundo inicio» de este Evangelio. El Libro de Kells trata este segundo inicio con un énfasis digno de un texto aparte. Esta parte del Evangelio de Mateo empieza por la palabra «Cristo», que los manuscritos medievales tenían por costumbre abreviar con las letras griegas Xi y Ro.
cuadro


Este "monograma Xi Ro", más conocido como "monograma de la Encarnación", fue objeto de un cuidado especial en el Libro de Kells, hasta invadir el folio 34º en su totalidad. La letra Xi domina la página, con uno de sus brazos extendiéndose por una gran superficie de la hoja. La letra Ro está acurrucada bajo las formas de Xi. Ambas letras están divididas en compartimentos lujosamente decorados con entrelazados y otros motivos. Incluso el fondo del diseño está desbordado de ilustraciones entrelazadas unas con otras. Entre esta masa de ornamentos se ocultan toda clase de animales, incluyendo insectos. Finalmente, de uno de los brazos de Xi surgen tres ángeles. Esta miniatura, en el cenit de una tradición iniciada con el Libro de Durrow, se muestra como la más formidable y más cuidada de los monogramas de la Encarnación de entre todos los manuscritos bíblicos de las islas británicas. 

Según Claude Médiavilla, especialista en caligrafía, el monograma de la Encarnación sería probablemente «la pieza de iluminación más compleja nunca realizada [...] Ha debido exigir muchas semanas, quizá meses, de un trabajo arduo para el cuerpo y la vista».

El libro de Kells contiene otras dos miniaturas de página entera, que ilustran episodios de la Pasión de Cristo. La primera (folio 114º) está dedicada a su detención: Jesús, inmovilizado por dos personajes claramente más pequeños que él, está representado bajo un arco estilizado. La segunda miniatura (folio 202º) está consagrada a la Tentación de Cristo: Jesús, de quien no se ve más que el busto, está en la cúspide del Templo, con una muchedumbre a su derecha que posiblemente representa a sus discípulos. Debajo de él se adivina la figura tenebrosa de Satanás, mientras que dos ángeles vuelan por el cielo.
La decoración de la obra no se limita a los pasajes principales. Todas las páginas, a excepción de dos de ellas, contienen en efecto un mínimo de ornamentos. A lo largo de todo el manuscrito encontramos aquí y allá iniciales decoradas, así como pequeños personajes humanos o zoomorfos, a menudo enredados en complicados nudos. Es el arte de los entrelazos, de figuras animales y de laberintos microscópicos que se inspira entre otros en la tradición celta.
 El texto de las Beatitudes en el Evangelio de Mateo, por ejemplo, (folio 40º) se acompaña por todo lo largo del margen de una gran miniatura, en la que las letras B que empiezan cada línea se entrelazan mediante una cadena. De la misma manera, la genealogía de Cristo en el Evangelio de Lucas (folio 200º) aprovecha la repetición de la palabra Quien al inicio de cada línea para dibujar una cadena. A la derecha de las páginas se representan pequeños animales para colmar los vacíos ocasionados por las líneas que se desvían de su trayectoria, o simplemente para ocupar el espacio a la derecha de las líneas. No hay un motivo idéntico a otro, y ningún manuscrito anterior puede rivalizar con tal profusión de ornamentos.
Todas las ilustraciones son de gran calidad, y su complejidad sigue siendo objeto de fascinación. El examen de una de ellas, que no ocupa más que unos 2,5 cm², ha permitido contabilizar no menos de 158 entrelazos de cintas blancas ribeteadas de negro por cada lado. La sutilidad de algunas filigranas no puede apreciarse sin la ayuda de cristales de aumento, y esto teniendo en cuenta que no se ha podido disponer de los cristales de la potencia necesaria hasta varios siglos después de la realización de la obra. Estas complicadas operaciones de entrelazado fueron realizadas asimismo en el mismo periodo sobre metal o piedra, y han conocido una notable longevidad: muchos de estos motivos se usan en la actualidad, por ejemplo en joyas o en tatuajes.

Uso 

El Libro de Kells tenía un fin sacramental y no educativo. Un evangeliario tan grande y lujoso debía dejarse en el altar mayor de la iglesia, y usarse solamente para leer pasajes de los Evangelios en la misa. Aunque es probable que el sacerdote oficiante no leyera realmente el manuscrito, sino que recitara de memoria. A este respecto, es interesante remarcar que el robo de la obra en el siglo XI, según los Anales de Ulster, haya tenido lugar en la sacristía, donde se guardaban las copas y otros accesorios litúrgicos, y no en la biblioteca de la abadía. La elaboración del libro parece haber integrado esta dimensión, haciendo del manuscrito un objeto muy bello pero muy poco práctico. 
Por otra parte, el texto contiene numerosos errores no corregidos, y otros indicios dan testimonio del ligero compromiso con la exactitud del contenido: líneas demasiado grandes a menudo se continúan en los espacios libres por encima o por debajo, y los números de capítulo necesarios para poder usar las tablas canónicas no se insertaron. En general, no se hizo nada que hubiera podido perturbar la belleza formal de las páginas: lo estético se ha priorizado por encima de la utilidad.

 



Itsukushima Shrine.


  


Historia del libro.

LA ANTIGÜEDAD

Sobre un período de más de cinco mil años se extiende la historia del libro. Pero de los dos primeros tercios de este período restan sólo escasos y dispersos hechos que puedan servir a quien intente hacerse una idea de la situación bibliográfica de esos tiempos remotos. Aun­ que recientes investigaciones arqueológicas hayan pro­porcionado también considerable información en este campo, muchas son las cosas aún desconocidas u oscuras, y los escritores clásicos, griegos y romanos, que consti­tuyen nuestra principal fuente para la historia de la cultura, se muestran en extremo parcos al mencionar estos temas. Con máxima cautela, por lo tanto, debe transitarse por estos inseguros parajes; resulta sumamente fácil caer en la tentación de extraer conclusiones generalizadoras de un hecho individual, que posteriores descubri­mientos pudieran contradecir.

El rollo de papiro de los egipcios

 Rara vez, cuando en uno u otro terreno de la historia de la cultura, se pretende ascender a los más antiguos testimonios existentes, se acudirá en vano a los antiguos egipcios. En ellos encontramos ya múltiples manifesta­ciones culturales en forma altamente desarrollada, entre las que destaca una floreciente vida literaria que, a juz­gar por los hallazgos, había prosperado durante el impe­rio de los Faraones, no sólo en lo que se refiere a los textos religiosos, sino también a libros científicos y li­terarios. En las aguas pantanosas y estancadas del delta del Nilo crecía con profusión en la antigüedad una planta que los griegos llamaron papyros, nombre de significado desconocido. Pertenece a la familia de las ciperáceas y es bastante escasa en la actualidad. Los egipcios la em­pleaban para muchos usos, pero lo que nos interesa aquí es el que se le daba al tallo. 
Este es triangular y puede crecer hasta una altura de varios metros. Se cortaba la médula en finas tiras que después de secas se disponían en capas paralelas superpuestas por los bordes, añadien­do perpendicularmente a ellas otra serie de tiras. Por medio de golpes y el humedecimiento con agua del río se obtenía una materia compacta. La adherencia entre las capas ha sido sumamente resistente, como lo demues­tran las hojas de papiro hoy en existencia y en las cuales las dos capas permanecen unidas.
 Después de haber combinado así las tiras en forma de hojas, se procedía a encolar éstas, para evitar que se corriese la escritura, se las secaba al sol y se las pulía, para lograr una superficie tersa. Una vez terminada, si la calidad era buena, la hoja era muy suave y flexible, cualidades que por regla general se han conservado sor­prendentemente a través de los tiempos. Las hojas sueltas se pegaban de izquierda a derecha en largas fa­jas; la producción de papiro parece desde tiempos muy tempranos haber sido realizada como una fabricación en serie, para ser adquirido, como el papel en las fábricas de hoy día, en grandes partidas, o «balas», de las que se cortase el trozo necesario en cada caso. 

Por lo gene­ral se empleaban fragmentos de unos 15 a 17 cm. de altura; sin embargo, se conocen de tiempos posteriores formatos tres veces mayores. Las mejores calidades te­nían un tono amarillento, o casi blanco; las inferiores, un color más o menos pardo. Ya en el tercer milenio a. de C. la fabricación de pa­piro se encontraba en plena actividad y alcanzó rápida­ mente una perfección técnica nunca después superada. Quizá existieran algunas diferencias de detalle entre los métodos de los diferentes períodos, pero ello no puede saberse con seguridad. Además, existen diversos puntos oscuros en relación con la fabricación, y las descripciones que por regla general de ella se hacen hoy no se basan en fuentes literarias egipcias, sino que proceden de relie­ves pintados de Tebas y, sobre todo, del autor romano Plinio el Viejo, complementadas con el resultado de las investigaciones llevadas a cabo en la actualidad por los egiptólogos. 
Cualidad común a todos los papiros, ya pertenezcan a los de la excelente calidad de los tiempos más antiguos, los hieráticos, ya a tipos inferiores, es la diferencia existente entre los dos lados de la hoja, debido a la combinación perpendicular entre las dos capas. La cara donde las tiras se disponen horizontalmente constituye el anverso (recto) y era en la que por lo regular se escribía, mientras que rara vez se empleaba la cara con las tiras verticales, o reverso (verso). Material tan flexible como el papiro se prestaba fácilmente a ser enrollado y, al hacerlo, el anverso quedaba en la parte interna y el reverso en blanco en la exterior.
 El libro egipcio tuvo siempre la forma de rollo. Para leerlo era preciso desenrollarlo, de modo que fuera des­ cubriéndose sucesivamente la escritura. Por lo general no se escribían las líneas a lo largo del rollo, sino que se dividían en columnas, por lo que las líneas se acor­taban y el libro quedaba dividido en una especie de «páginas», a medida que la tira se desenrollaba. Un famoso papiro, que se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Leipzig, mide unos veinte metros de largo y contiene 110 «páginas». El texto comenzaba en el extremo derecho y, a partir de allí, seguían las «pá­ginas» de derecha a izquierda.

La escritura utilizada no era, con excepción de cier­tos libros sagrados, los jeroglíficos de múltiples símbo­los que se ven en las inscripciones, sino una grafía más rápida y simple, que ya desde aproximadamente la mi­tad del tercer milenio a. de C. se venía utilizando en los papiros y que, a semejanza del papiro de excelente calidad, se conoce por hierática (escritura sacerdotal); de tiempos posteriores datan hojas de papiro con otra grafía, la llamada demótica (escritura popular), que ofre­ce una simplificación más radical aún. 
El rollo de papiro más antiguo que se conoce data de hacia 2400 a. de C., pero el hecho de que el papiro ha sido usado para la escritura desde tiempo tan remoto como la misma escri­tura jeroglífica lo prueba el que uno de los símbolos jeroglíficos representa un rollo de papiro. Para escribir, los egipcios usaban un junco cortado al través, cuya punta suavizada podía emplearse como un pincel blando; utilizándolo de diferentes formas podía producir líneas más o menos gruesas. 
A partir del si­glo a. de C. comenzó a ser sustituido por una caña rígida y afilada, calamus, que permitía una escritura más fina; desde entonces se convirtió en el instrumento grá­fico común y, junto con la regla para trazar líneas, en utensilio indispensable de todo escriba. La tinta utiliza­ da estaba compuesta de hollín o carbón vegetal, mezclado con agua y goma, y su calidad superaba con mucho la de la tinta de hoy día; con frecuencia la escritura ha conservado a través de los milenios su brillo de negro intenso. También se encuentra la tinta roja, especial­ mente en títulos y epígrafes. 
El escriba conservaba sus pinceles y su tinta en un tintero, o paleta, trozo alargado y fino de madera con una incisión para insertar los pin­ celes y dos o más cavidades para la tinta. Para conservar los rollos de papiro se utilizaban jarras de barro o estu­ches de madera. Como la parte externa del rollo sufría forzosamente mayor deterioro, estaba compuesto con frecuencia de un material de calidad más resistente o pro­tegida con una cubierta, así como a los bordes de los rollos se los reforzaba pegándoles bandas. La supervivencia del papiro hasta nuestros días, e in­cluso en cantidades bastantes grandes, no se debe preci­samente a las cualidades propias del material; sabemos por indicaciones de los autores clásicos que cuando un rollo había alcanzado una edad de doscientos años, era considerado como una venerable reliquia y abundan las  quejas acerca de lo frágil y efímero del material. El ata­ que de los insectos era muy frecuente y se trataba de combatirlo con la inmersión de la hoja de papiro en acei­ te de cedro, pero el peor enemigo era, sin embargo, la humedad. Es, naturalmente, imposible hacernos una idea de cuántos rollos de papiro han sido destruidos por ella; lo más que podemos decir es que cuantos conserva­mos ahora en nuestros museos y bibliotecas es sólo un escaso resto de los que existieron. 
Evidencia indirecta de los efectos destructivos de la humedad sobre los pa­ piros la proporciona la circunstancia de que la mayor parte, con mucho, de los descubiertos proceden de ex­cavaciones en Egipto; a pesar de que el mundo cultural greco-romano, como veremos más adelante, utilizó el papiro durante casi un milenio en mayor profusión que los propios egipcios, se han descubierto en aquellos paí­ses relativamente pocos, por lo que se deduce que la razón es debida al efecto destructivo del clima. En el mismo Egipto pocos hallazgos se han realizado en el hú­medo delta del Nilo; la mayor parte proceden de las arenas áridas del Egipto Medio y Alto. 

En ellas los rollos de papiro se han conservado como en un museo, o me­jor aún, pues en los museos han de guardarse hermética­ mente entre placas de vidrio. En especial los enterra­mientos egipcios han sido privilegiados depósitos para este frágil material. Durante las últimas centurias antes de Cristo se generalizó la costumbre de construir ataúdes para las momias utilizando papiros de desecho, pegados y recubiertos con una capa de yeso, y son varios los documentos que de esta forma han llegado a nuestros días. Mayor cantidad, sin embargo, han sido preservados gracias a la generalizada costumbre religiosa de proveer a los difuntos de diversos textos sagrados, oraciones y otros análogos, depositándolos en la tumba como pro­tección durante su peregrinaje al más allá, y entre ellos el Libro de los muertos ha desempeñado un gran papel. Es conocido desde aproximadamente 1800 a. de C. Fue adquiriendo con el tiempo un contenido puramente con­vencional y parece haber sido producido en serie por los sacerdotes, con un blanco para ser rellenado con el nom­bre del difunto; una industria en cierto modo seme­jante a la que, en tiempos muy posteriores, se desarro­llaría con las indulgencias de la Iglesia católica. 
El tráfico con los libros de los muertos fue sin duda la única forma del comercio de libros en Egipto; por lo menos no se tiene conocimiento de otra. Algunos de los libros de los muertos se encontraban ilustrados con ma­yor o menor riqueza y es verosímil que un artista dibujase primero las ilustraciones y que los escribas rellenasen después los textos. En la mayor parte de los casos las ilustraciones formaban un friso a lo largo de todo el rollo por encima del texto. 
Su calidad artística es muy variable, pero todas muestran la estilización típica de los relieves egipcios. Algunos libros de los muertos tie­ nen ilustraciones en color o están presentados con espe­cial suntuosidad; debieron ser encargados para difuntos distinguidos o ricos, mientras el hombre común tenía que contentarse con productos inferiores y más modes­tos. El papiro, a juzgar por los datos que poseemos, era escaso, en especial al convertirse en un importante ar­tículo de exportación, y no fue tampoco el único mate­rial escriptóreo de los egipcios. Utilizaron también el cuero y, para simples anotaciones, tablillas recubiertas de estuco, o placas de piedra caliza y de cerámica. De las bibliotecas de Egipto de los tiempos clásicos apenas se conoce nada. 
En él, como en otros lugares de entonces, es seguro que no existirían distinciones estric­tas entre la biblioteca y el archivo; la verdad es que libros y documentos adoptaban igual forma y exigían métodos de conservación análogos. Y, al igual que en otros países de la antigüedad, las bibliotecas se encon­traban adscritas a centros religiosos, a templos. En el dél dios del sol Horus, que aún se conserva en Edfu, en Egipto meridional, existe una cámara cuyas pare­ des están decoradas con los títulos de 37 libros que fueron donados a la biblioteca. En las proximidades de Tebas se han descubierto dos tumbas cuyas inscripciones mencionan el título de bibliotecario; en ellas se encon­traban enterrados un padre y un hijo, ambos con segu­ridad pertenecientes a la clase sacerdotal, que enseñaba las ciencias y el arte de la escritura. 
Los libros más antiguos de China Al tiempo que en el valle del Nilo el papiro se con­ vertía en el material escriptóreo principal y decisivo en la apariencia del libro egipcio, otra cultura de tan alto nivel, también con manifestaciones bibliográficas, se desarrollaba muy lejos de allí. Ya en el tercer milenio a. de C. contaba China con producciones literarias y del arte de la escritura, aunque aún no se pueda hablar propiamente de libros. Se sabe de la existencia de cro­nistas imperiales desde el segundo milenio y es probable que el gran filósofo Laotsé, que vivió hacia 500 a. de C., fuese archivero de la corte imperial. Los materiales empleados entonces para la escritura fueron el hueso, la concha de tortuga, las cañas de bambú hendidas y, posteriormente, las tablillas de ma­dera, en las que se rayaba con un estilo; se comenzaba a escribir en el ángulo superior derecho y se seguía verticalmente, sucediéndose las columnas de derecha a izquierda, lo mismo que ocurre en los libros chinos de hoy.

 Apenas si se han conservado algunos de estos manus­critos en madera. La principal razón para ello fue la gran quema de todos los libros existentes ordenada en el año 213 a. de C. por el emperador T s’in Shihuangti, como castigo a los autores que se habían atrevido a criticar su política. Pocos libros escaparon a la acción del fuego y los producidos después de la gran quema han desapa­recido en gran parte, debido sin duda a su descomposi­ción bajo tierra. Pero la quema de los libros tuvo como consecuencia una intensa actividad literaria. Se luchó por reparar la catástrofe recogiendo y publicando de nuevo cuanto aún pudo salvarse de la literatura clásica desde el tiempo de Confucio y no bastó ya la madera, sino que se pasó a emplear la seda, sobre la que se escribió bien con pluma de bambú o bien con pincel de pelo de camello. Se utilizó una tinta negra, extraída del árbol del barniz, y más tarde tinta china, mezcla de hollín de pino y cola.
 La seda poseía muchas de las cualidades del papiro de los egipcios, la flexibilidad y la tersura de su super­ficie, pero también el inconveniente de un precio mayor. Las tabletas cuneiformes de Asia Anterior Además de Egipto y de China se encuentra un tercer país de antiquísima cultura: Asia Anterior, en especial Mesopotamia. A la región meridional de la tierra entre el Eufrates y el Tigris emigró del Oriente, a fines del cuarto milenio a. de C., el pueblo de los sumerios, que se extendieron paulatinamente hacia el Norte y desarro­llaron una importante civilización, como prueban en especial las excavaciones en Ur, Lagash y, sobre todo, Nippur, que parece constituyó un importante centro re­ligioso. 
El hecho de que poseyeran un sistema de escri­tura y más adelante una literatura importante, les hace ser considerados generalmente como inventores de la escritura cuneiforme, que si en su origen fue una escritu­ra simbólica, pronto evolucionó hacia una escritura foné­tica, compuesta de signos con trazos triangulares. Los caracteres cuneiformes propiamente dichos, sin embargo, fueron difundidos por un pueblo semita, los acadios, que a fines del tercer milenio dieron fin a la dominación sumeria y fueron apropiándose paulatina­ mente su cultura. 
A este pueblo pertenecían los babilo­nios, que más tarde, junto con el pueblo semita de la Mesopotamia septentrional, los asirios, alcanzaron la pre­ponderancia en el Oriente Medio. En el siglo xv a. de C. obtuvo su idioma la categoría de lengua diplomática; in­cluso en el archivo real de la ciudad egipcia de El-Amama se han descubierto muchas tablillas cuneiformes escritas en el idioma asirio-babilónico.

En el antes mencionado Nippur se han descubierto restos de la gran biblioteca y archivo del templo, com­puestos de tabletas de arcilla, en parte procedentes del período sumerio, en parte del babilónico y asirio. El templo de Nippur comprende varias cámaras, correspon­diendo sin duda unas a la biblioteca, otras al archivo. Se han descubierto montones de tabletas de barro en des­ orden y parcialmente rotas; es seguro, sin embargo, que originalmente se encontraban colocadas en cajas de ma­dera o depósitos de arcilla o en cestos, alineados sobre pedestales de arcilla o estantes de madera a lo largo de las paredes, protegidos contra la humedad, al igual que las cestas, por una capa de alquitrán. En otras ocasiones se limitaban a amontonar las tabletas directamente sobre los estantes o en nichos en los muros; tanto los cestos como las cajas estaban provistos con una pequeña eti­queta de arcilla. 
Para escribir en las tabletas se trazaban los signos, estando aún la arcilla húmeda y blanda, con un instru­mento de metal, marfil o madera, romo y de sección triangular, y era precisamente a la forma de este instru­mento a lo que se debía lo cuneiforme de los signos. Después de haber sido escritas, se las secaba al sol o se las cocía en un horno hasta adquirir la dureza de un ladrillo; algunas de las tabletas de mayor tamaño mues­tran pequeños orificios en la superficie, para dar paso al vapor durante la cocción. Parte de las tabletas descu­biertas no fueron cocidas, por lo que ha sido difícil o imposible el separarlas y descifrarlas. En total, las excavaciones de las ruinas de Asia An­terior y Mesopotamia han producido hasta hoy cerca de medio millón de tabletas, incluyendo las fragmentarias, y muchas de ellas se encuentran en bibliotecas europeas y americanas. Son rectangulares y de muy diversos ta­maños; algunas miden 30 cm. de ancho y 40 de largo, pero la mayoría sólo la mitad. 
Se escribía en ambas caras; el reverso tenía forma abombada, el anverso era convexo o llano. En el reverso de la primera tableta de la serie se escribía el título de la obra, y con frecuencia también el nombre del propietario y del escriba junto con una amonestación de usar con cuidado la tableta. Lo cual era bien necesario, ya que de caer al suelo se hu­biese hecho pedazos. Por otra parte, era corriente que las tabletas, cuando su contenido dejaba de tener interés, fuesen utilizadas para edificar caminos o suelos o amon­tonadas en masas compactas. 
Tanto entre los babilonios como entre los asirios la vida literaria era floreciente y el material escriptóreo, la arcilla, abundaba en el país entre los dos grandes ríos. No hay duda que existieron escritorios adscritos a todos los grandes templos. El apogeo de los asirios, que su­ cedió al de los babilonios, tuvo lugar en los siglos vii y vi a. de C., y en su historia del libro se destaca con especial fama el archivo y biblioteca del rey Asurbanipal en la capital de Asiria, Ntnive. Fueron excavados hace un siglo por arqueólogos ingleses y el British Museum de Londres posee en la actualidad más de 20.000 tabletas íntegras o fragmentarias. La arcilla de estas tabletas es la más fina y su cocción la más esmerada que conocemos y la escritura es por lo general más clara y elegante, méritos que corresponden al extenso personal de calígra­fos de la corte de Asurbanipal. 
El rey fue sin duda un gran coleccionista y recogió textos fuera y dentro de su reino, para ser difundidos y copiados, al igual de lo que posteriormente sucedió en la biblioteca de Alejandría. En la biblioteca de Asurbanipal está representada ade­cuadamente la literatura asirio-babilónica, pero también se encuentran en ella textos sumerios. Una parte esencial de ella fue destruida cuando los medos, parientes de los persas, surgieron como principal fuerza en Asia occiden­tal y conquistaron Nínive en 612 a. de C. 
También han sido descubiertas un par de bibliotecas particulares asirias. Finalmente, otro grupo cultural del Asia Menor ha dejado colecciones de tabletas cuneiformes, los hititas; su capital, Boghazkoi, al este de Ankara, cuyo apogeo transcurrió entre 1900 y 1200 a. de C., ha sido excavada y ha revelado cerca de 15.000 tabletas de cerámica de excepcionales dimensiones. Se han encontrado también catálogos con enumeración de títulos y del número de tabletas que comprendía cada obra. Y en Ras-Shamra, en el norte de Siria, donde en tiempo de los hititas existía un importante centro comercial, han sido descubiertas tabletas con textos en una lengua semítica, el ugarítico, emparentado estrechamente con el fenicio.
 
Se trata de una escritura cuneiforme que consta sólo de 29 signos y es alfabética, con ciertas conexiones con el alfabeto fenicio, que fue el origen del griego así como de todos los restantes. Además del fenicio, se supone que en el alfabeto de los escritos de Ras-Shamra influyó la escri­ tura egipcia. Otros materiales escriptóreos de la antigüedad Diversos materiales fueron por lo tanto utilizados en diferentes lugares y tiempos de los primeros milenios de la Historia y, no obstante, no hemos mencionado aún el material probablemente utilizado antes que ninguno: la corteza de árbol; por lo menos las palabras que respectivamente designan «libro» en griego y en latín, byblos y liber, significaron originalmente corteza, y si se piensa en las hojas de palmerar que secas y frotadas con aceite, han venido usándose durante siglos para manuscritos en India y aún se utilizan hoy día, nada de extraño tiene que una materia análoga como es la corteza vegetal haya sido empleada del mismo modo; se trazarían los signos con un punzón, igual que se hace sobre las hojas de palmera. 
También se ha utilizado la tela para los libros — Tito Livio, entre otros, menciona libros compuestos de rollos de lino— y, mucho más, el cuero; parte de los rollos recientemente descubiertos en el Mar Muerto son de cuero. Incluso en Mesopotamia, donde predominaron las tabletas de arcilla, fueron empleados varios materiales escriptóreos simultáneamente. En las ruinas de una ciudad cerca de Nínive ha sido hallada recientemente escritura cuneiforme en tablillas de madera y de marfil, recubiertas con una capa de cera.

Los papiros griegos. La biblioteca de Alejandría Probablemente los rollos de papiro se introdujeron entre los griegos en el siglo vn a. de C.; comenzó una creciente exportación del material desde Egipto a Gre­cia, y parece que en el siglo v el uso del papiro se había hecho general. El que Herodoto, en su descripción de Egipto, no mencione los papiros es prueba de que éstos eran un fenómeno cotidiano en su país. Los griegos lla­maron a la hoja de papiro en blanco chartes, que pasó al latín como charta; la hoja escrita se llamó en griego biblion. Los griegos daban al rollo de papiro el nombre de kylindros, mientras que entre los romanos se llamó volumen, palabra que en muchos idiomas ha adquirido el significado de parte integrante de una obra. Otra pala­bra para lo mismo, tomus, en griego tomos, se aplicó originalmente a un rollo compuesto de una serie de do­cumentos pegados unos a otros.

Los papiros griegos más antiguos que se conocen pro­ ceden del siglo iv a. de C.; la escritura ofrece aún las formas rígidas típicas de las inscripciones pertenecientes a etapas más arcaicas, pero lo cierto es que son tan esca­sos los ejemplares que se conservan de este período que no permiten el hacer deducciones más generalizadas. Hasta no arribar al siglo m a. de C. no es nuestro cono­ cimiento más completo y seguro, fundado en los nume­rosos hallazgos de papiros egipcios que a lo largo del  siglo xix han sido hechos especialmente en Egipto y Asia Menor y que en gran número datan de la época ale­jandrina. 

El hecho de que los hallazgos procedentes de este pe­ríodo hayan sido más numerosos está en relación con el vigoroso florecimiento de la cultura y de la vida espiritual griegas en suelo egipcio, a partir de la anexión de Egipto por Alejandro Magno a su extenso Imperio. Desde en­tonces el mundo de la cultura griega estuvo como nunca bajo el signo del papiro y en mayor grado se cimenta­ron las relaciones entre la cultura egipcia y la griega cuando Ptolomeo I, tras la caída del imperio de Ale­jandro, fundó su poderoso reino en el valle del Nilo y se esforzó en lograr para la nueva capital, Alejandría, el predominio, no sólo político y económico, sino también cultural. El, y especialmente su hijo, Ptolomeo II, lla­maron a sabios griegos y les ofrecieron una desahogada posición como miembros de una especie de comunidad religiosa, una academia radicada en el nuevo templo de las Musas, el Museion, a semejanza de la famosa escue­la peripatética de Atenas, fundada por Aristóteles.

 El Museion estaba dedicado a la enseñanza y a la in­vestigación y la gran biblioteca formada allí a lo largo del siglo m a. de C. era sumamente completa y com­prendía también traducciones de las literaturas egipcia, babilonia y otras de la antigüedad. Esta biblioteca for­maba la mayor de las dos colecciones que comprendía la biblioteca de Alejandría, la más célebre y grandiosa del mundo antiguo; la segunda, más reducida, se encon­traba adscrita al templo de la divinidad oficial Serapis y se llamaba el Serapeion. La finalidad principal de la biblioteca de Alejandría era la recopilación de la totalidad de la literatura griega en las mejores copias posibles y su clasificación y comen­tario, objetivo para cuyo logro se tomaron toda clase de trabajos. 

El poeta Calimaco fue uno de los muchos sa­bios eminentes que colaboraron en la biblioteca; preparó sobre la base de los catálogos sistemáticos de la biblioteca una especie de elenco de autores, que comprendía toda la literatura griega de aquel entonces, y aunque esta obra se ha preservado sólo en fragmentos, estos bastan sin embargo para confirmar las excelentes cualidades de bi­bliotecario del viejo autor griego. Mientras no se sabe casi nada acerca de los locales de la biblioteca del Museion, del Serapeion se tienen refe­rencias gracias a excavaciones realizadas en el templo. No se conoce con seguridad el tamaño de la biblioteca de Alejandría, pero se estima que la colección principal poseería unos 700.000 rollos, y unos 45.000 la menor; si estas cifras son exactas, es probable que en muchos casos existieran varios ejemplares y copias de una sola obra. Debió de disponerse de grandes sumas para las compras y realizarse un importante trabajo en la misma biblioteca para la copia de manuscritos defectuosos y la preparación de nuevas ediciones críticas que sustituyesen textos más o menos dudosos.

 Las obras más largas eran divididas en rollos de la misma longitud aproximada, de acuerdo con los capítulos del texto, mientras se recogían en un rollo varios textos breves, según la tendencia de los bibliotecarios a obtener cierta dimensión uniforme para los rollos. No ha llegado a nuestros días ningún rollo en su in­tegridad, pero sin duda lo corriente sería una longitud de 6 a 7 metros; arrollados, formaban un cilindro de 5 a 6 cm. de grueso, de fácil manejo, por lo tanto. Sólo ex­cepcionalmente alcanzarían los rollos una longitud supe­rior a 10 metros. Su altura era variable, aunque también en esto puede observarse preferencia por las medidas uniformes.
 De los rollos que se conservan, pocos supe­ran los 30 cm., la mayoría miden entre 20 y 30 cm. o entre 12 y 15. La parte escrita de la hoja de papiro posee también diferente extensión; los márgenes se pro­ digan más en los manuscritos ricamente decorados que en los ordinarios. La altura de la columna del manuscri­to varía de dos tercios a cinco sextos de la altura del rollo, y de la misma forma varía la distancia entre las columnas y la distancia entre las líneas, e incluso en un mismo manuscrito pueden ser estas distancias muy dife­ rentes, de modo que algunas columnas pueden ofrecer más líneas que otras; el ancho de la columna es por lo general algo menor que su altura.

 Para escribir las obras literarias se empleaba una caña gruesa y hueca, cortada como una pluma afilada. Se es­cribía exclusivamente con capitales (las minúsculas grie­gas datan de la Edad Media) y no se mantenía ninguna separación entre las palabras, lo que, naturalmente, di­ficultaba la lectura. En cambio era costumbre el señalar el final de un período en el texto con un rasgo, conocido por paragraphos, al comienzo de la última línea del período; la palabra se sigue utilizando hoy para indicar las partes del texto. La escritura de manuscritos era una caligrafía especial que aprendían los escribas, aunque in­ evitablemente cada escriba imprimía en ella su individua­lidad. Se escribía letra por letra, mientras en la escritura corriente se empleaba letra cursiva de trazos rápidos y letras ligadas. Alrededor de cuatro quintas partes de los papiros que se conservan se encuentran en cursiva; se trata principalmente de documentos públicos y privados y de cartas. Los escribas que producían los manuscritos literarios constituían una profesión importante con no escasa edu­cación y eran retribuidos por el número de líneas, pro­bablemente calculadas por término medio, o según la clase del manuscrito. 
Cuando el escriba había terminado su trabajo seguía la corrección del texto, bien hecha por él mismo, bien por un corrector, que enmendaba los errores del escriba e incluso escribía al margen obser­vaciones críticas para la interpretación del texto (los llamados escolios), o con signos especiales (asteriscos y otros) llamaba la atención acerca de sus peculiaridades estilísticas. 
El título, caso de figurar, se encuentra por lo general al final del texto, probablemente porque de esta forma estaba mejor protegido, ya que cuando el libro perma­necía enrollado quedaba en la parte interna, pero además el empleo de un título propiamente dicho debió de ini­ciarse relativamente tarde; los papiros griegos más anti­guos rara vez poseen título, pero es seguro que, como hace Calimaco en su catálogo, se les agregó el nombre del autor y las palabras iniciales de cada obra. Para dis­tinguir unos rollos de otros cuando se encontraban enro­llados o apilados en su depósito, era imprescindible dis­ poner de un título visible y con el tiempo se llegó a fijar en el borde superior del rollo una especie de etiqueta en la que se escribía el título; precisamente esta palabra procede de la etiqueta, que los romanos llamaron titulus o índex y los griegos sillybos. 

El receptáculo, de madera o piedra, donde se conservaban los rollos, era llamado por los griegos bibliotheke, palabra que muy pronto ad­quirió el significado de colección de libros; en latín se llamó a estos depósitos capsa o scrinium. Eran bastante frecuentes las ilustraciones en los rollos de papiro, aunque sólo unas pocas se hayan conservado, la mayor parte de asuntos matemáticos y análogos. En ciertos casos se reprodujo el retrato del autor y se ha llegado a pensar que los relieves de las columnas Trajana y de Marco Aurelio, en Roma, debían de interpretarse como reproducciones en gran formato de ilustraciones de papiros. La cantidad de papiros utilizados por los griegos y más tarde por los romanos — ya que los romanos tomaron de Grecia, a la vez que el resto de su cultura, el empleo de los rollos de papiro— debió de ser considerable y poco a poco se pusieron a la venta un gran número de marcas, algunas denominadas según los emperadores ro­ manos (charta Augusta, Claudia, etc.). 

Durante los últi­mos tiempos del Imperio se instalaron fábricas en Roma que importaban de Egipto el material en bruto y lo ela­boraban en forma de balas. Es probable que los Ptolomeos impusieran un gravamen sobre la exportación del papiro y más tarde su comercio se convirtió en monopolio; la primera hoja de una bala se llamaba protocolo y ostentaba una especie de sello oficial. El monopolio sub­sistió incluso después de la conquista de Egipto por los árabes. Entre los más antiguos hallazgos de papiros se cuen­tan los que tuvieron lugar en las excavaciones en Herculano en 1752. 
En esta ciudad, destruida por la erupción del Vesubio en 79 d. de C., se encontraron 1.800 rollos carbonizados, que se conservan actualmente en la Biblio­teca Nacional de Nápoles. Famosas colecciones de pa­piros se encuentran en la Biblioteca Nacional de Viena (la colección del archiduque Raniero, con unos 80.000 ejemplares), en el British Museum de Londres, en la Bodleian Library de Oxford, en los Staatliche Museen de Berlín y en el Museo egipcio de El Cairo.

 Volviendo a la biblioteca de Alejandría, es evidente que este gran centro literario tuvo también importancia en el desarrollo del comercio de librería. En Atenas se menciona ya el comercio de libros desde el siglo v a. de C. y por el Anábasis de Jenofonte se conoce el tráfico de libros con las colonias griegas. Pero especialmente la biblioteca de Alejandría ofreció al comercio grandes po­sibilidades, en parte porque la biblioteca en sí se con­ virtió en un cliente de excepcional importancia, en parte por la espléndida acumulación en ella de manuscritos, por lo que se prestaba a su multiplicación y consiguiente producción de nuevos artículos en el mercado. 
Entre los libros adquiridos por la biblioteca de Ale­jandría debieron de figurar algunos de la colección de Aristóteles, que había heredado uno de sus discípulos, pero que más tarde se desparramó y parcialmente destru­yó; algunos de sus libros, después de diversas vicisitu­des, fueron llevados a Roma por Sila. Se conoce muy poco acerca de las bibliotecas particulares griegas; la de Aristóteles fue sin duda una de las más notables. Cuando César conquistó Alejandría en 47 a. de C. ardió una parte de la sección mayor de la biblioteca, pero fue más tarde compensada, si es cierto, lo que parece inverosímil, que Antonio regalase a la reina Cleopatra 200.000 rollos procedentes de la biblioteca de Pérgamo. La biblioteca de Alejandría fue destruida probablemente en 391 d. de C., cuando los cristianos, bajo la guía del arzobispo Teófilo de Antioquía, destruyeron el templo de Serapis.

La biblioteca de Pérgamo. Los pergaminos La citada biblioteca de Pérgamo, en el noroeste de Asia Menor, fue fundada por Atalo I, pero comenzó a tener importancia con Eumenes II. Aunque sólo sea una leyenda, se dijo de él que había intentado raptar al com­petente bibliotecario de los Ptolomeos para emplearlo en la biblioteca de Pérgamo y que los reyes egipcios, para evitar su desaparición, pusieron en prisión al infor­ tunado bibliotecario. Hay cierta verdad en la historia, pues el vigoroso desarrollo de la nueva biblioteca debió de ser acusado por la institución alejandrina como el de una competidora molesta. Tiene por ello visos de verosi­militud lo que cuenta un escritor romano de que el rey egipcio, a comienzos del siglo n, prohibió la exportación de papiro con el fin de impedir que el desarrollo de la biblioteca de Pérgamo eclipsase la de Alejandría. 
No hay duda de que la biblioteca de Pérgamo tomó como ejemplo a ésta en lo relativo a ordenación y catalogación. Se tiene idea de su organización gracias a las excavacio­nes realizadas por arqueólogos alemanes en 1878-86. Durante las excavaciones del templo de Atenea se des­ cubrieron cuatro cámaras, de las que la mayor y más interna se encontraba adornada con una estatua colosal de la diosa y se cree fue una especie de sala para actos oficiales y reuniones, mientras que las tres habitaciones laterales menores se suponen almacenes para libros; con­ cuerda con lo que sabemos de la disposición de otras bibliotecas de la antigüedad el hecho de que las cuatro cámaras hayan estado unidas por un pórtico. Pérgamo y su biblioteca no alcanzaron nunca una po­sición tan elevada en el mundo de la cultura como la que tuvo Alejandría y es posible, como antes se dijo, que Antonio hiciese donativo de aquélla a Cleopatra. 
En la historia del libro, sin embargo, ha dejado una huella importante, si es cierta la atribución que suele hacérsele del auge del pergamino como material escriptóreo. Desde los tiempos más remotos se empleó el cuero  para escribir en todos los países; lo utilizaron tanto los egipcios como los israelitas, los asirios y los persas; las pieles no fueron ignoradas por los griegos, que las llama­ ron dtphterai, nombre después aplicado a otros materia­ les escriptóreos.

 Pero fue en el siglo 5 a. de C. cuando se comenzó a tratar el cuero de forma especial, para ha­ cerlo más idóneo para la escritura, y es el desarrollo de esta técnica lo que se atribuye a Pérgamo, donde la pro­ducción en todo caso se practicaba en gran escala y de donde el nombre pergamino (charta pergamena) verosí­milmente se origina. Se empleaba por lo general piel de cordero, terne­ ro o cabra; se eliminaba el pelo, se raspada la piel y se la maceraba en agua de cal para eliminar la grasa; seca y sin ulterior curtido, se frotaba con polvo de yeso y se la pulía con piedra pómez u otro pulimento seme­jante. El material final se prestaba admirablemente para la escritura; ofrecía una superficie suave y regular tanto en el anverso como en el reverso. 
Aparte de esto, su perdurabilidad superaba la de la hoja de papiro, sin que fuese sin embargo inmune a todas las influencias; pero lo que sin duda contribuyó más a su difusión fue su propiedad, al contrario del papiro, de prestarse con fa­cilidad a ser raspado. Por ello también encontramos en­tre los manuscritos en pergamino — especialmente de la Edad Media, cuando el material era caro— palimpses­ tos, es decir, manuscritos cuya escritura original había sido borrada y otra escrita encima (palimpsesto significa raspado de nuevo).

 Además la producción del pergamino no se encontraba, como la del papiro, limitada a un solo país y es probable que por lo tanto no fuese al comien­zo tan caro como el papiro había llegado a ser. Aun así, se comenzó a usar especialmente para cartas, docu­mentos y escritos breves; sólo más tarde alcanzó el per­gamino, que los romanos llamaron membrana, la cate­ goría de material para la confección de libros y por tres siglos luchó con el papiro por la conquista del libro, hasta su victoria final. A partir del siglo iv d. C. el uso del papiro se fue perdiendo poco a poco; es verdad que se conocen rollos y hojas de papiro emitidos por la can­ cillería papal en el siglo xi, pero deben ser considera­ dos como raras excepciones, debidas al prestigio que se adscribía a tan viejo material.

 [En España se conserva un documento escrito en papiro en el Archivo de la Co­rona de Aragón, de Barcelona. Se trata de una Bula del papa Silvestre II en que confirma al abad del monasterio de San Cugat del Valles la posesión del cenobio; es de diciembre del año 1002, mide 9 4 0 x 7 4 0 mm. y ofrece varios aspectos de interés aparte del de su rara materia escriptórea.]
 El pergamino puede doblarse como el papiro, aunque su flexibilidad sea menor, y no hay duda de que los libros de pergamino, en sus orígenes, consistían en rollos exactamente igual que los de papiro. Es verosímil que se siguiese la tradición y aunque no poseamos un solo rollo de pergamino griego ni romano, sí hay suficientes testi­ monios de su existencia; también los judíos utilizaron rollos de pergamino y los siguen utilizando en su libro sagrado, la Thora. 
Naturalmente, la extensión del rollo de pergamino dependía de las dimensiones de la piel del animal, pero en caso necesario era posible coser varias piezas y formar rollos más largos. También se empleó el pergamino para cubiertas de los rollos de papiro: nos encontramos ante la forma más primitiva de «encuader­ nación». El codex sucede al rollo Por usual que fuese la forma de rollo para los hom­ bres de la antigüedad, no hay duda de sus defectos, que se harían evidentes con el uso cotidiano de los libros. 
Uno de sus inconvenientes fundamentales era que, cuando se leía el rollo, necesitaba ser desenrollado de nuevo si se quería consultar algún párrafo anterior; cuando esto ocurría en alguno de largas dimensiones, era sumamente incómodo, aunque fuese corriente utilizar un palo (lla­ mado umbilicus) para enrollarlo, lo que también causaba un notable deterioro a los rollos de uso frecuente. Mien­ tras el papiro fue el material dominante, la forma natural fue la de rollo; con la introducción del pergamino la situación cambió. 

Desde los tiempos más remotos habían usado los griegos pequeñas tablillas de madera con capa de cera o sin ella, sobre las que podían trazarse cortas notas con un estilo de metal (stylus), o ser utilizadas por los colegiales para sus ejercicios. Con frecuencia se unían dos o más de estas tablillas, formando una especie de pequeños cuadernos (llamados diptycha cuando eran dos tabletas), y estos librillos de apuntes fueron usados en grandes cantidades por comerciantes o escribas para notas provisionales. 
De aquí se pasó, cuando el pergamino co­menzó a generalizarse, a dar la forma de estos cuadernos a los libros de pergamino, evolución que tuvo lugar du­rante los primeros tiempos del Imperio romano. Esta forma de libro se conocía por codex, y ha permanecido inalterable hasta nuestros días. De finales del siglo i o comienzos del n de nuestra era se han conservado hojas sueltas de códices y es seguro que se utilizaron códices de pergamino, pero fueron sin duda considerados como inferiores a los libros propiamente dichos, formados por rollos de papiro; se los empleaba para ediciones baratas, ya que al poder escribirse en ambas caras de una hoja de pergamino, un texto que por sí exigía un largo rollo o quizá varios, podía ser contenido en un códice relati­ vamente pequeño. 

Se han descubierto en Egipto varios códices procedentes de los siglos n al iv, prueba de la rapidez con que esta forma se introdujo en la misma patria del papiro. Se intentó también adaptarla a los libros de papiro ya en el siglo i d. de C. y se han des­ cubierto una considerable cantidad de códices de papiro que datan de los siglos m a v, pero lo cierto es que el antiguo material no se prestaba perfectamente a la nueva forma, y el rollo de papiro siguió coexistiendo con el códice, hasta que uno y otra, material y forma, desapa­recieron de la circulación. En los hallazgos del siglo iv prepondera el códice de pergamino, pero en los proce­dentes del siglo v figura casi exclusivamente. 





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