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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

sábado, 25 de marzo de 2017

413.-Biblioteca de Carlos Príncipe de Viana.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 



Carlos de Trastámara y Évreux.


  

Autor: José Moreno Carbonero.  A la Exposición Nacional de 1881 presentó Moreno Carbonero este lienzo, consiguiendo una primera medalla. El lienzo nos presenta al príncipe don Carlos (1421-61), hijo primogénito de Juan II de Aragón y Blanca de Navarra, heredero al trono de ambos reinos. El príncipe cayó en desgracia tras las segundas nupcias de su padre con doña Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico. La popularidad del príncipe en Cataluña motivaría que fuese hecho prisionero por orden real. El saberse despreciado para la sucesión a la corona y el fracaso de los distintos pactos y tratados auspiciados por él, le llevaron a aceptar con resignación su sino y retirarse de la política para llevar una vida dedicada al estudio y la lectura, huyendo a Francia en primer lugar y posteriormente a Nápoles, donde se refugió en un monasterio cercano a la localidad de Mesina, lugar en el que el pintor emplaza al personaje. Don Carlos viste un grueso manto de pieles y se adorna con un gran medallón al cuello, apareciendo en la soledad de la biblioteca conventual, sentado en un sitial de estilo gótico, con la única compañía de su fiel perro a los pies. El príncipe parece pensativo, con gesto de amargo desencanto, recostado sobre un almohadón al tiempo que apoya su pie izquierdo en otro, con la mirada perdida mientras sostiene en la mano un legajo que acaba de leer. Ante él se observa un gran libro en un atril, destacando la librería del fondo, con grandes tomos encuadernados, ocupando el primer plano varios rollos de documentos y grandes volúmenes. El pintor ha reducido la narración a una sola persona, al protagonista, concentrando su atención en mostrar la personalidad interior del personaje, melancólico e introvertido, y en los elementos accesorios que envuelven su figura y que adquieren un protagonismo tan destacado como el propio príncipe. Todos los objetos que le rodean introducen al espectador en el ambiente de abandono, concibiendo todo el conjunto de manera vetusta, de tal manera que hasta los colores son austeros. La luz está muy bien estudiada y la pincelada empleada por el pintor es bastante rápida y empastada, siguiendo el estilo de Pradilla. 

Carlos de Trastámara y Évreux.

Príncipe de Viana, heredero de los reinos de Navarra y Aragón durante gran parte del siglo XV, aunque finalmente no llegaría a ceñir corona alguna. Nació en Peñafiel (Valladolid) el 29 de mayo de 1421, y murió en Barcelona el 23 de septiembre de 1461. Su biografía es compleja y muy polémica, tanto por haberse enfrentado a su padre, Juan I de Navarra y II de Aragón, como por su controvertida muerte, supuestamente envenenado por su madrastra, la reina Juana Enríquez, que hipotéticamente se deshizo de la amenaza que el príncipe de Viana representaba para el hijo que había engendrado en ella Juan II, el futuro Fernando el Católico, de quien Carlos era hermanastro.

Príncipe heredero (1421-1447)

Carlos fue hijo primogénito del infante Juan de Trastámara, Duque de Peñafiel, hijo del rey Fernando I de Aragón, y de la infanta Blanca de Evreux, hija y heredera del rey Carlos III de Navarra. Su nacimiento tuvo lugar apenas un año después de que sus padres hubiesen contraído matrimonio, de forma que, en principio, las pretensiones del infante Juan de reinar en Navarra se vieron acrecentadas mediante este feliz natalicio que aseguraba su descendencia, teniendo en cuenta además que la infanta Blanca contaba entonces con 36 años de edad, una edad inusual en la época para ser madre. Carlos fue bautizado en septiembre del mismo año, dándose la curiosa paradoja de que quien habría de ser el máximo enemigo de su padre en cuestiones de política, el condestable Álvaro de Luna, fue su padrino en la ceremonia. 
Tras ella, madre e hijo se trasladaron a tierras navarras, donde las Cortes le juraron como heredero en 1422 y le concedieron el título de Príncipe de Viana, aunque Carlos pasó la mayor parte de su infancia en el palacio de Olite. Allí fue donde fue educado de forma exquisita tanto en las armas como en las letras: su preceptor en las letras fue Fernando de Galdeano mientras que la educación caballeresca corrió a cargo de Martín Fernández de Sarasa, en los primeros años, y más tarde de Juan de Beaumont, tío del príncipe y prior de la Orden de San Juan de Jerusalén en el reino de Navarra. Su confesor privado fray Daniel de Belprad, también desempeñaría una labor importante en la educación espiritual del joven príncipe, que redundó en su gusto por los clásicos y por la lectura.

Entre 1425, en que el infante Juan y la infanta Blanca fueron nombrados reyes de Navarra, hasta aproximadamente 1436, Carlos apenas se movió del entorno navarro, participando en diversos actos públicos y en fiestas cortesanas, tal como era preceptivo a los miembros de su estamento. Otro de los deportes que más gustaban al príncipe era la caza en los frondosos bosques de su reino, sobre todo en el valle de Roncal. En definitiva, la influencia paterna en estos primeros años no debió de ser muy grande, puesto que Juan I estaba mucho más ocupado en los asuntos políticos de Castilla y Aragón que de su propia familia, a la que había dejado al cuidado de la reina Blanca. 
La única intervención de Juan I al respecto de la vida de su hijo fue la alianza matrimonial que quiso realizar con los duques de Borgoña, razón por la que el príncipe Carlos fue prometido en matrimonio a Inés de Cleves, sobrina del duque borgoñón Felipe el Bueno. El enlace y los consiguientes festejos tuvieron lugar en Olite, el 30 de septiembre de 1439. Al año siguiente, con motivo de la ausencia de su madre, la reina Blanca, que iba a acompañar a su hija homónima para que ésta contrajese matrimonio con el entonces Príncipe de Asturias, futuro Enrique IV de Castilla, el príncipe Carlos fue investido con el cargo de gobernador general del reino de Navarra. Este papel se vio reforzado a partir de 1441, cuando falleció la reina Blanca, quien, en un alarde de sagacidad y de precaución, se adelantó a los acontecimientos del futuro incluyendo en su testamento una cláusula realmente asombrosa:

Y aunque dicho príncipe, nuestro querido y muy amado hijo, pueda intitularse rey de Navarra y duque de Nemours tras nuestra muerte, por causa de herencia y por derecho reconocido, no obstante, para preservar el honor debido al señor rey, su padre, le rogamos tan tiernamente como nos es posible que no acepte tomar dichos títulos más que con el consentimiento y la bendición del dicho señor rey, su padre.
(Recogido por Desdevises du Dezert, op. cit., p. 181).


En efecto, según los Fueros y costumbres del reino, tras la muerte de Blanca de Evreux, reina propietaria del reino, la corona debía pasar a su hijo, y no a su esposo, que no era más que rey consorte. Juan I no quiso renunciar a su corona y, en cambio, nombró a su hijo lugarteniente general del reino, lo que éste aceptó con precaución para que ningún conflicto enturbiase la relación paterno-filial. Pero las sospechas mutuas comenzaron a envenenar una relación que hasta ese momento había sido muy normal, azuzada por la inexperiencia del príncipe Carlos, que fue aprovechada por sus consejeros para medrar en su ánimo, y por la excesiva ambición de Juan I, que jamás quiso perder sus prerrogativas aun a costa de enfrentarse a su propio vástago. 
Pese a todo, entre 1441 y 1450 las apariencias fueron de paz y concordia, pues las continuas ausencias de Juan I posibilitaron el gobierno personal de Carlos de Viana en calidad de lugarteniente del reino, pero ocupándose en la práctica del nombramiento de cargos y recaudación de impuestos. El desinterés que Juan I había mostrado por los asuntos de Navarra también acabaría por tener un peso específico en el conflicto entre él y el príncipe Carlos.

Agramonteses y beamonteses en Navarra (1447-1458)

Tras el llamado golpe de Estado de Rámaga (1443), Juan I de Navarra se había convertido en la cabeza visible de la política castellana contraria al condestable Álvaro de Luna. En la batalla de Olmedo (1445) se produjo el asalto final entre ambos grupos, que finalizó con la derrota de los infantes de Aragón. Encaminado a buscar nuevas alianzas, Juan I se comprometió en un segundo matrimonio con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez. Por ello, a pesar de que Carlos había cumplido escrupulosamente pagando la financiación solicitada por su padre para la guerra, las noticias de este nuevo matrimonio incrementaron las suspicacias. 
Los descontentos comenzaban a agruparse bajo el dominio de Luis de Beaumont, condestable de Navarra, principal consejero de Carlos de Viana; al tiempo, otra facción navarra, los agramonteses, se agrupaba bajo la dirección de mosén Pierres de Peralta, que incluso peleaba a favor de Juan I en la guerra contra Castilla. La boda de Juan I y Juana Enríquez, acontecida en el verano de 144, encendió la mecha de la guerra civil en Navarra. Carlos, como príncipe heredero, se sintió entonces capacitado legalmente para reclamar el trono, pues el segundo matrimonio de su padre acababa legalmente con el usufructo que éste mantenía sobre los derechos heredados de su primera mujer. Consciente de ello, Juan I no avisó ni a su hijo ni a las Cortes de Navarra de su boda, lo que hizo estallar a los beamonteses en una gran indignación. Por si fuera poco, en 1448 falleció Inés de Cleves, dejando viudo y triste al príncipe Carlos con apenas 27 años de edad.

En 1450 Juan I viajó hacia Navarra con el objetivo de dar un golpe de efecto al conflicto, reformando las órdenes y disposiciones de cargos que había dado Carlos de Viana, revocando las decisiones de éste y situando en los principales oficios a sus hombres más leales. Carlos, enfurecido por estas desautorizaciones, escuchó las ofertas que el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, le ofrecía para levantarse contra su padre. Esta alianza propició al príncipe de Viana un gran ejército, aunque fue derrotado en la batalla de Aibar, el 23 de octubre de 1451. Carlos de Viana fue hecho prisionero, aunque posteriormente, en 1453, llegó a un acuerdo con su padre para su liberación, si bien fue desterrado. La indignación de los navarros fue mayor al poner Juan I a Juana Enríquez como lugarteniente del reino de Navarra, lo que obligó a los beamonteses a organizar un gobierno paralelo desde Pamplona. Mientras tanto, Carlos de Viana, recluido en su prisión itinerante, se dedicaba a escribir su Crónica de Navarra, ayudado por los libros que le traían sus carceleros.
 Este rasgo de tranquilidad y de serenidad humanista será siempre muy valorado por todos sus panegiristas. Aunque en 1454 se había firmado una tregua entre todos los combatientes, en 1455 los beamonteses ocuparon San Juan de Pie de Puerto, lo que motivó la rápida reacción de Juan I, que desheredó a Carlos de Viana, nombrando heredera de Navarra a su hija Leonor, casada con Gastón de Foix, cuyas tropas a partir de ese momento se sumarían a las de los agramonteses en la guerra civil que asolaba el reino. Los reveses para el príncipe Carlos fueron muy grandes desde entonces, de tal forma que en abril de 1456 decidió abandonar Navarra y viajar hacia Nápoles para intentar obtener la ayuda de su tío Alfonso V, pero apenas llegó a verle con vida.

Los inicios de la guerra civil catalana (1458-1460)

En el escaso tiempo que Carlos de Viana vivió en Nápoles, al abrigo de la fastuosa corte partenopea creada por su tío Alfonso, frecuentó las relaciones con los humanistas italianos que pululaban por el entorno áulico napolitano. Debió de hacerse muy popular, hasta el punto de que a la muerte de Alfonso V, en junio de 1458, algunos nobles del reino le ofrecieron la corona, en detrimento de Ferrante, hijo ilegítimo de Alfonso V. Pero Carlos volvió a ser prudente y renunció a ello, convencido de que la muerte del Magnánimo variaba sustancialmente la posición con respecto a sus intereses en Navarra.
 En efecto, al carecer Alfonso V de hijos legítimos, el padre de Carlos fue coronado como Juan II de Aragón, uniendo en sus sienes ambos cetros peninsulares. En lo que respecta a Carlos, quedaba convertido no sólo en el heredero de Navarra, sino también de Aragón, por lo que decidió desechar la proposición napolitana y regresar a España, buscando el apoyo de las instituciones aragonesas, sobre todo de Cataluña, pues era frecuente que el heredero aragonés fuese nombrado gobernador del condado catalán. Antes de su regreso, pasó a Sicilia, donde residió desde el verano de 1458 hasta el verano de 1459, principalmente en Messina y en Palermo, allí mantuvo frecuentes contactos con consejeros catalanes con vistas a pactar las acciones a realizar, pues éstos querían incluir al príncipe en sus particulares luchas por el poder.

Véase Conflicto de la Busca y la Biga.

En julio de 1459 Carlos de Viana partió hacia España vía Cerdeña, para llegar a Salou (Tarragona) en agosto del citado año, donde se entrevistó con los embajadores de su padre y le pidió garantías para finalizar el conflicto, además de que fuese atendida su petición de casarse con la infanta Isabel, hermana de Enrique IV y heredera del trono castellano. Poco después, se alejó de la península y se trasladó a Mallorca, donde establecería su cuartel general en espera de la respuesta de Juan II. Pero al demorarse ésta en exceso, Carlos de Viana abandonó la que hasta ahora había sido proverbial prudencia y, seguramente aconsejado al alimón por sus acólitos navarros (Luis de Beaumont) y catalanes (Pedro de Sada), decidió tomar posesión de sus títulos y prebendas, llegando a Barcelona el 31 de marzo de 1460.
 La ciudad condal le tributó un espectacular recibimiento como heredero del trono. Este hecho, unido al dato de que los beamonteses todavía dominaban casi la mitad del reino de Navarra, enfureció a Juan II de Aragón, que quiso dar un golpe de autoridad trasladándose hacia Barcelona con su otro hijo, el infante Fernando, y con su esposa, Juana Enríquez. Contrariamente a la leyenda posterior, fue la reina Juana la persona que intentó mediar en la entrevista de Igualada, en mayo de 1460, ente Juan II y Carlos de Viana para que se llegase a la paz. Pero al acuerdo inicial se le fueron sumando dificultad sobre dificultad, en especial por el papel de soberano de Navarra y de gobernador de Cataluña que quería atribuirse el príncipe Carlos.
 Por ello, mientras que se celebraban las Cortes en Lleida, el 2 de diciembre de 1460 Juan II ordenó el arresto de su hijo y de sus principales colaboradores. La escena fue inmortalizada por el pintor romántico Emilio Sala (1850-1910), en un lienzo donde el dramatismo de la escena es impactante: el príncipe Carlos, de rodillas y con los brazos abiertos, implora piedad a su padre, Juan II, representado como un veterano e implacable rey, mientras sus oficiales sujetan la espada de la que acaban de despojar al príncipe.

La muerte del príncipe (1461)

Lleida, Aytona, Fraga, Zaragoza, Miravet y Morella fueron los escenarios donde estuvo retenido el príncipe de Viana entre diciembre de 1460 y febrero de 1461. En estos tres meses, Cataluña se puso en pie de guerra contra Juan II, acusándole de violar los Fueros de Aragón y de pretender obstaculizar los derechos de Carlos en beneficio de su hijo Fernando. La defensa que hizo sobre todo la Generalitat de Cataluña de Carlos de Viana está en relación directa con los propios problemas del principado, totalmente enfrentado a Juan II desde la época en que éste era lugarteniente del reino por nombramiento de su hermano Alfonso V. Por ello, Carlos de Viana fue la excusa perfecta para que los catalanes canalizasen toda su ira contra un rey que les había tenido prácticamente abandonados. En febrero de 1461 Juan II, ante el peligro de una guerra civil, accedió a poner en libertad a Carlos, que volvió a ser recibido como un héroe, si bien su salud comenzaba ya a estar muy deteriorada. 
De nuevo fue Juana Enríquez la que medió para que su esposo y la Generalitat firmasen la capitulación de Vilafranca del Penedés, el 21 de junio de 1461, según la cual Carlos de Viana era lugarteniente de Cataluña y el rey era obligado a no pisar territorio aragonés, lo que en la práctica equivalía a un triunfo completo del príncipe.

Pero tras su estancia en prisión, desde febrero de 1461, la salud de Carlos empeoró a pasos agigantados, reproduciéndose cierta astenia y cansancio a los esfuerzos que había sufrido desde su llegada a Mallorca desde Nápoles. Es altamente probable que fuese la tuberculosis la causante de que expirase su último aliento en Barcelona, el 23 de septiembre de 1461. Desde el mismo momento de su muerte comenzaron los rumores (totalmente parciales e interesados) de que su madrastra, Juana Enríquez, le había envenenado para proteger así los derechos de su hijo, el futuro Fernando el Católico. Su funeral fue increíblemente triste y congregó a más de quince mil personas en la catedral de Barcelona, donde se fijó su sepulcro hasta que en 1472 fue trasladado al monasterio de Poblet, tradicional panteón de la casa real aragonesa. 
En Navarra, su hermana Leonor fue nombrada heredera del trono, mientras que el infante Fernando fue nombrado heredero de Aragón. Paradójicamente, la muerte de Carlos de Viana no sirvió nada más que para encender de nuevo el conflicto entre agramonteses y beamonteses en Navarra, al tiempo que Cataluña se aprestaba a vivir una larga guerra civil por espacio de diez años.
Retrato del príncipe de Viana (1421-1461). Cartas a los Reyes de Aragón, Castilla y Portugal, Fernando Bolea y Galloz, 1480 manuscrito sobre pergamino con letra humanística redonda, 14 folios, 220 x 160 mm, Madrid, Biblioteca Nacional de España.



Como colofón a su biografía, es obligado referirse a su descendencia. 

Desde su temprana viudedad en 1448, y a pesar de los planes de boda con la que posteriormente sería Isabel la Católica, Carlos de Viana no volvió a casarse, aunque ello no impidió que tuviese varias amantes, algunas de las cuales engendraron hijos suyos. La más conocida de todas ellas fue María de Armendáriz, doncella de la casa de su hermana, la infanta Leonor, con la que tuvo una hija, Ana de Navarra y Aragón, duquesa de Medinaceli por su matrimonio con Luis de la Cerda. De otra dama de la nobleza navarra, doña Brianda Vaca, tuvo a Felipe de Navarra, conde de Beaufort. 
En 1459, durante su estancia en Sicilia, engendró a su tercer hijo ilegítimo en el seno de una amante italiana de baja extracción social llamada Cappa: Alonso de Navarra y Aragón, que andando el tiempo sería abad de San Juan de la Peña y obispo de Huesca. Como puede observarse, Carlos de Viana mantenía el vigor sexual y la fogosidad típica de los Trastámara aragoneses; no en vano, existe una curiosa leyenda según la cual el príncipe Carlos fue el padre de un hijo nacido en 1460 como consecuencia del ayuntamiento carnal habido entre Carlos de Viana y Margalida Colom, hija de Joan Colom, teniente del castillo de Santueri mallorquín donde se alojó el príncipe durante su estancia insular en 1459. Si la leyenda es curiosa es porque este niño se llamó Cristóbal Colom, en quien algunos quieren ver al famoso Cristóbal Colón, almirante y descubridor de América.

Valoración: el mecenas, el artista y el santo

A la hora de valorar al príncipe Carlos de Viana, resulta inevitable dirigir la vista a su retrato compuesto en 1881 por el artista José Moreno Cambronero. El lienzo representa a Carlos como un joven príncipe, sereno y reposado, a quien uno de sus lebreles, dormido a sus pies, le acompaña en una jornada de lectura dentro de su enorme biblioteca, una de las más importantes de la realeza hispánica en el siglo XV. 
Fue Carlos, en definitiva, un digno príncipe del Renacimiento, a quien su temprana muerte y las circunstancias adversas privaron de un mayor reconocimiento: destacó por sus aficiones artísticas, pues cultivó la música, la pintura, la poesía y realizó además diversas traducciones de obras clásicas, entre ellas la Ética a Nicómaco, a partir de la versión del humanista italiano Leonardo Bruni (a su muerte, Fernando de Bolea, su secretario, animaría a continuar con su magna obra de recuperar la obra del Estagirita para España). Puede considerársele también como un difusor de las obras humanísticas de los autores italianos en España; además, mantuvo una importante relación literaria y cultural con los autores de su época, sobre todo con el poeta Ausías March. 
Como autor se le debe una Crónica de Navarra, escrita, según parece, durante su apresamiento en el castillo de Monroy; compuso también una Epístola exhortatoria, remitida por Fernando de Bolea y Galloz, mayordomo y secretario de Carlos de Viana, a los príncipes de España tras la muerte de su autor para animarles a seguir con los estudios de Aristóteles, como queda dicho.

Siendo innegable su importancia en este sentido, el análisis de su figura política es mucho más complejo, debido a los fuertes y apasionados sentimientos que despertó el príncipe en su época y en las posteriores, de forma que los testimonios que nos han llegado son totalmente parciales y poco objetivos. Durante los siglos XV y XVI, sobre todo en Navarra y en Cataluña, tuvo fama de santo, de forma que los catalanes le llamaban en ocasiones Sant Carles de Catalunya. En los siglos XVII, XVIII y XIX, la crónica de Ramírez Dávalo, los escritos del Padre Queralt, los Anales de Moret y la edición de Yanguas de la Crónica del Carlos de Viana fomentaron esta áurea de santidad y benevolencia con que el desdichado príncipe fue tratado. 
Es cierto que su triste destino y su oscura muerte son ingredientes que dan pábulo a la formación de esta imagen, pero tampoco es menos cierto que algunos episodios de su vida, sobre todo el envenenamiento por parte de su madrastra, no son más que pura invención popular. El magnífico estudio de su figura efectuado por el francés Desdevises du Dezert, amén de los trabajos de Vicens Vives y de Lacarra, han contribuido a crear la correcta imagen del príncipe Carlos.

Producción literaria

Crónica de los Reyes de Navarra: Tras ser derrotado en la batalla de Aibar —donde combatió contra su padre, Juan II de Aragón— el año 1451, el Príncipe de Viana es encarcelado. Durante su estancia en prisión, empezó a escribir la Crónica de los Reyes de Navarra. No la terminará hasta 1454. En dicha obra, se explica la historia de la monarquía navarra desde sus orígenes en Pamplona hasta la coronación de Carlos III, abuelo del Príncipe. Existen desajustes acerca de las posibles partes que podría haber escrito el Príncipe de Viana. Algunas opiniones sostienen la teoría de que la mayor parte de la crónica escrita por el Príncipe es una copia de la que escribió, a principios del siglo XV, García López de Roncesvalles.
Traducción de la Ética a Nicómaco de Aristóteles: Durante la estancia en la corte de Nápoles, entre los años 1457 y 1458, rodeado de un ambiente intelectual, Carlos II realizó la traducción castellana de la versión en latín de Leonardo Bruni de Arezzo, realizada entre 1416 y 1417, ya que no tenía conocimientos de la lengua griega. Esta obra la dedicó a su tío Alfonso el Magnánimo. La intención final de la traducción era cristianizar la filosofía antigua.
Epístola a los valientes letrados de España: La Epístola a los valientes letrados de España, es un intento de persuasión por parte del Príncipe de Viana a los letrados e intelectuales de la época. En ella se solicita la harmonización entre las ideas de la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la fe cristiana.

Traducción de De toda condición de la nobleza de Plutarco: Traduce de la versión de Angelo de Decembri.



Escudo de Armas de Carlos de Trastámara y Évreux.




Escudo de Carlos de Viana, terciado en pal (a la manera aragonesa), con las armas heredadas de su padre: 1.º Partido dimidiado de Aragón; 2.º Cuartelado de Navarra y Évreux: 3.º Partido dimidiado del cuartelado en aspa de Aragón, Castilla y León.


  


Escudo de Carlos de Viana, terciado en pal (a la manera aragonesa), con las armas heredadas de su padre: 1.º Partido dimidiado de Aragón; 2.º Cuartelado de Navarra y Évreux: 3.º Partido dimidiado del cuartelado en aspa de Aragón, Castilla y León.


  

Biografía de Real academia de Historia

Carlos. Príncipe de Viana (I). Peñafiel (Valladolid), 29.V.1421 – Barcelona, 23.IX.1461. Heredero del trono de Navarra, símbolo de las “libertades” nava­rras y catalanas, y humanista.

Carlos era hijo de la reina titular de Navarra, Blanca (1425-1441) y de Juan, uno de los conocidos “infan­tes de Aragón”, duque de Peñafiel y Montblanch, rey consorte de Navarra y años después heredero de la Corona de Aragón. Precisamente en la cabeza de sus Estados señoriales castellanos, Peñafiel, nacería el que iba a ser primer Príncipe de Viana, un título creado para él por su abuelo el rey Carlos III (1387-1425). El “giro hispanista” que éste había impreso a la trayec­toria política de Navarra fue confirmado por su hija Blanca en beneficio siempre de los complejos intere­ses de su marido, y en especial de su permanente in­tervención en los asuntos internos de Castilla, como responsable familiar que era de la rama menor de los Trastámara. El hecho de que la reina Blanca adop­tara esta sumisa actitud hacia su marido, explica que éste se acostumbrara a obrar con absoluta libertad res­pecto a Navarra y sus disponibilidades económicas y que, a la muerte de su esposa, contraviniendo la lega­lidad, actuara como auténtico titular del reino.

Hasta ese momento (1441), la vida del heredero del trono navarro se desarrolló de manera tranquila, al amparo siempre de la afectuosa personalidad de su madre, extraordinariamente mediatizada, a su vez, por un profundo espíritu religioso. Esa sobreprotec­ción materna, en contraste con el impetuoso y fuerte carácter de su padre, determinó en el Príncipe de Viana una trayectoria vital marcada por la indecisión y la debilidad, a las que se unía una cierta predispo­sición a la mala salud. Por lo demás, se trataba de un hombre culto, más atento a las letras que a las ar­mas, fiel representante del espíritu caballeresco de su época y también del primer humanismo que enton­ces despuntaba. Su preocupación por armonizar la ética aristotélica con la moral cristiana le llevó a tra­ducir personalmente una versión latina de la Ética a Nicómaco, al tiempo que llegó a invitar a los sabios de la época, a través de la Epístola a los valientes letrados de España, a trabajar en este sentido. Su sólida forma­ción intelectual, muy influida por sus preceptores, el bachiller Alfonso de la Torre y el poeta Pedro de To­rrellas, no fue en modo alguno incompatible con la afición del príncipe al lujo y a la diversión cortesana. Uno y otra no hicieron sino incrementarse gracias a la presencia en la Corte de Olite, la residencia prin­cipesca, de Inés de Clêve, una noble borgoñona que contrajo matrimonio con Carlos en septiembre de 1439. Esta unión nunca fue considerada ventajosa por los navarros. Es cierto que cuando el rey Juan inició gestiones para casar a su hijo, las cortes euro­peas no ofrecían muchas posibilidades, y que la casa de Borgoña era la más importante de las dinastías francesas después de la del propio Rey, pero Inés, so­brina materna del duque Felipe de Borgoña, era hija de Alfonso de Clêve, un linaje secundario cuya indi­recta pujanza económica dependía de su vinculación con la casa ducal.

Aunque no estallarían abiertamente hasta algunos años después, los problemas que enfrentarían a lo largo de toda su vida al príncipe Carlos con su padre, se inician a raíz de la muerte de la reina Blanca en mayo de 1441. La desdibujada personalidad de esta última quedó patente incluso en aquella circunstan­cia: su fallecimiento se había producido en tierras cas­tellanas, en Santa María de Nieva concretamente, y pese a que su voluntad testamentaria era ser enterrada en Santa María de Ujué, su cuerpo nunca fue tras­ladado a Navarra. Otra muestra de la inconsistencia de la reina fallecida, en este caso mucho más grave dadas las consecuencias políticas que generó, fue el consejo postrero que había dado a su hijo a través de su propia voluntad testamentaria; el consejo consistía en que pese a que el reino de Navarra, junto al condado de Nemours, pertenecían indiscutiblemente y de pleno derecho a su hijo Carlos, sería muy conveniente que éste no hiciera uso del título de rey sin el expreso consentimiento de su padre. El problema que se planteaba entonces era que Juan, ya en aquel momento seguro heredero del trono aragonés de su hermano Alfonso V, no estaba dispuesto ni estaría nunca a renunciar al título de rey de Navarra; pero mayor problema fue aún que Carlos, aunque a rega­ñadientes, aceptara la situación conformándose con asumir de manos de su padre la lugartenencia general del reino. Las protestas secretas entonces formuladas por el príncipe no impidieron que a partir de aquel momento se generara una dinámica jurídicamente vi­ciada, en virtud de la cual, el propietario y señor na­tural del reino se convertía en representante delegado de un poder que ya no correspondía a quien hasta esa fecha había sido sólo rey consorte.

Los diez años que transcurrieron entre este primer brote de tensión y el estallido de la guerra civil (1441-1450) fueron los del gobierno del príncipe de Viana en calidad de lugarteniente general. El período se ca­racteriza por dos notas fundamentales: una adminis­tración económicamente no muy saneada, preocu­pada ante todo por cimentar sobre sólidas rentas el círculo de apoyo al príncipe, y un progresivo protago­nismo político del rey Juan que, contra todo derecho, fue apartando poco a poco al príncipe y a sus conseje­ros del gobierno de Navarra.

En efecto, la administración financiera de Carlos no se caracterizó nunca por la austeridad, pero sobre todo se trataba de premiar los servicios de los buenos amigos, articulando en torno a sí una buena facción de apoyo. La familia de los Beaumont fue la gran be­neficiaria de esta política, y de modo especial Juan de Beaumont, que había sido ayo del príncipe y su con­sejero tras la muerte de la reina Blanca; para entonces era ya prior de la Orden de San Juan de Jerusalén y en los años inmediatos cobraría rentas en los conce­jos del Roncal y en las pechas de Tiebas, y disfrutaría del señorío de Milagro y de la remisión vitalicia del pago de cuarteles —ayudas votadas en Cortes y per­cibidas en cuartos a lo largo del año—; poco después el príncipe completaba su saneada economía entre­gándole los lugares y castillos de Santacara y Murillo el Fruto, los sotos de Murillo y Mélida y la alcaidía de Araciel.

Por su parte, el rey Juan, apenas tres años después de la muerte de su esposa, decidió asumir el gobierno efectivo de Navarra en detrimento de su hijo, y ello con un claro objetivo: reforzar sus posiciones políticas en Castilla mediante el dinero necesario para soste­nerlas. Eran momentos difíciles para la causa nobi­liaria que él lideraba en el reino vecino frente al “mo­narquismo” de Álvaro de Luna, y el rey Juan no duda en tomar para sus gastos el 40 por ciento de la ayuda exigida a las Cortes de Olite en diciembre de 1444. Nuevas protestas secretas del príncipe no torcieron la voluntad de su padre, al que no importaba burlar la dignidad y las leyes del reino navarro con tal de sos­tener fuera de él sus intrigas. De hecho, en 1447 el rey Juan casaba en segundas nupcias con Juana Enríquez, la hija del almirante de Castilla, don Fadri­que, el mayor prócer del reino. Obviamente tal ini­ciativa destruía los últimos elementos de justificación que pudiera esgrimir el antiguo consorte para ejercer el gobierno sobre Navarra. En realidad, ya no bus­caba justificaciones sino lisa y llanamente el control directo del reino, y ello no sólo ignorando los dere­chos de su hijo, sino convirtiéndolo en una pieza más al servicio de sus complejos intereses; por eso, cuando convino a sus planes, llegó a concertar el matrimonio del príncipe, ya viudo, con Leonor de Velasco, la hija del conde de Haro, matrimonio, sin embargo, que no llegaría a producirse. Esto sucedía en el año 1449, en el que el rey Juan decidió recabar para sí la directa su­pervisión de las cuentas del reino y en que inició tam­bién una sistemática reorganización de la administra­ción mediante el nombramiento de hombres afectos frente a los partidarios de su hijo. Con el reino literalmente “ocupado” por su padre y sus parciales, y entregado como arsenal de apoyo a la causa nobiliaria de Castilla, al príncipe de Viana no le quedaban más que dos salidas: enfrentarse al Rey o huir del reino para reorganizar desde fuera la resistencia. Optó por la segunda vía, y en el verano de 1450 se hallaba ya en tierras guipuzcoanas en compañía de los Beaumont y otros partidarios, víctimas políticas del rey Juan.

El exilio del príncipe fue muy pasajero, su propia debilidad y las dificultades para obtener un inequí­voco apoyo castellano, le obligaron a regresar a Na­varra en marzo de 1451. Pero a la Castilla del último resplandor político de Álvaro de Luna, irreconciliable enemigo del rey Juan, no le interesaba desamparar al príncipe de Viana, y con sus tropas movilizadas sobre suelo navarro, estableció con Carlos un acuerdo que le permitiera desembarazarse de la tutela política de su padre y recuperar el control del reino. Confirmado el pacto en septiembre de 1451, el ejército castellano evacuó Navarra, dejando allí prácticamente abierta la guerra civil. El estallido formal se produjo muy poco después, cuando contingentes partidarios de ambas facciones se enfrentaron en Aibar, con el resultado de la prisión del príncipe de Viana y de su condestable Luis de Beaumont. A partir de ese momento, la gue­rra se extendió al conjunto del reino.

La división de Navarra en dos bandos se ha inten­tado explicar desde diversas perspectivas. La geoeco­nómica quiso ver como factor esencial la contra­dicción entre los grandes linajes ganaderos de la Montaña, partidarios del príncipe Carlos y los agrí­colas de la Rivera, seguidores del rey Juan, pero la línea de demarcación entre economías preferentes y exactas zonas de influencia de ambos contendientes no es del todo significativa. Hablar de beaumonteses del príncipe frente a agramonteses del Rey, descubre una aproximación sociológica menos inexacta, por­que ciertamente en torno a la familia de Beaumont, el prior Juan y el condestable Luis, se articuló buena parte de los linajes partidarios del príncipe de Viana, y, por otro lado, los de la parcialidad del Rey conta­ron con los Agramont como señeros representantes, aunque tanto o más que ellos lo fueran los Peralta. El panorama se complica aún más si atendemos a estra­tegias internacionales que sitúan a los partidarios de Carlos, concretamente a los Beaumont, cercanos a la órbita de influencia inglesa, mientras que un puntal de los “derechos” del rey Juan lo constituía un desta­cado vasallo del rey de Francia, el conde Gastón IV de Foix, que era yerno de aquél por su matrimonio con Leonor: está claro que el conde francés, descartado en la línea de sucesión navarra el príncipe Carlos y también la princesa Blanca, todavía casada con Enrique, futuro rey de Castilla, pensaba en su mujer como po­sible heredera de su suegro.

Nuevos sucesos en Castilla, una vez más, influyeron en el desarrollo de los acontecimientos navarros pro­piciando un cierto clima negociador: Álvaro de Luna fue detenido y ejecutado en la primavera de 1453 y poco después el Príncipe de Asturias obtenía la nuli­dad de su matrimonio con Blanca de Navarra. Si la primera circunstancia parecía debilitar la posición del Príncipe de Viana, la vuelta de Blanca a Pamplona y su decidido apoyo a la facción beaumontesa de su hermano constituía todo un refuerzo, sobre todo te­niendo en cuenta que la princesa navarra nunca cortó su fluida relación con ciertos sectores de influencia castellanos. Todo aconsejaba, también la escandalosa prisión del Príncipe de Viana que había durado hasta junio de 1453, un compás de espera negociador que apenas se tradujo en una pasajera tregua realmente indigna de tal nombre.

En los últimos meses de 1455 la situación daría un vuelco irreversible. El rey Juan tomó una trascen­dente decisión política que venía a rectificar la línea hispanista introducida por Carlos III más de treinta años antes: propuso a su yerno Gastón de Foix el desheredamiento formal de sus cuñados, Carlos y Blanca y, a cambio del sometimiento militar del reino, la herencia del mismo para él y su esposa Leo­nor. A mediados de 1456, con la aquiescencia del rey de Francia, el conde de Foix inició las operaciones de ocupación del reino, con la ayuda naturalmente de la facción de apoyo al rey Juan. La presión sobre el Prín­cipe de Viana fue tal que, antes de finalizar el año 1456, decidió de nuevo abandonar Navarra y procu­rar la neutralización de la nueva ofensiva mediante las armas de la diplomacia. Marchó en primer lugar a la Corte de Carlos VII de Francia, que pese a ser aliado de Castilla y, por tanto, en cierto modo de él mismo, había prestado su beneplácito a la agresión del conde de Foix. Como era de esperar, ningún beneficio extrajo el príncipe de estos contactos, por lo que, ense­guida, y a sugerencia de su propio tío, el rey de Ara­gón Alfonso V, se trasladó a Italia. En Roma, obtuvo nada más que buenas palabras del papa Calixto III, pero ya en Nápoles, junto al rey de Aragón, encontró algo más que comprensión. El rey Alfonso no man­tenía con su hermano una perfecta sintonía. Los di­ferentes puntos de vista entre ambos se habían hecho patentes a través de algunas de las actuaciones llevadas a cabo por el rey Juan en su calidad de lugarteniente general del reino de Aragón. Lo cierto es que el mo­narca aragonés no estaba convencido de las buenas in­tenciones de su hermano ni desde luego pudo ver con buenos ojos la proclamación del conde de Foix y de la princesa Leonor como herederos del reino de Navarra por las Cortes que se celebraban en Estella en enero de 1457. Era preciso obrar con cautela y evitar pro­vocaciones, como la protagonizada por Juan de Beau­mont, lugarteniente general del príncipe, quien, en su ausencia y como réplica a sus enemigos, proclamaba a Carlos como rey en las Cortes de Pamplona de marzo de 1457. El príncipe, aconsejado por su tío, dio ins­trucciones para que su propia proclamación real fuera revocada, y esperó confiado el arbitraje que dictaría Alfonso V y que nunca llegó a producirse porque el monarca aragonés murió en junio de 1458.

Curiosamente, el hecho de que a partir de aquel mo­mento el rey Juan se convirtiera en Juan II de Aragón, lejos de reforzar sus posiciones, le dictaba la necesidad de no interrumpir el diálogo con Carlos, quien, dadas las costumbres de la Corona de Aragón, difícilmente podría ser apartado de la sucesión en ella. La circuns­tancia favorecía al príncipe, como también lo hacía el ofrecimiento que le dirigía el parlamento siciliano en el sentido de que asumiera el virreinato vitalicio sobre la isla. Finalmente se impuso el acuerdo entre padre e hijo, formalizándose en la llamada concordia de Barcelona, suscrita en los primeros días de 1460. El pacto, en realidad, era una vergonzosa claudicación del príncipe, a quien su padre perdonaba a cambio de que le reconociera la plena potestad real sobre Nava­rra, territorio que, junto con Sicilia, no podría ser en adelante su residencia; nada se determinaba sobre los derechos de Carlos ni al trono navarro ni a la sucesión aragonesa, aunque desde luego se le otorgaban rentas suficientes para vivir dignamente; tanto su hermana Blanca como sus propios hijos naturales, Ana y Fe­lipe, actuarían de rehenes garantizadores de lo acor­dado. Mayor desautorización de la línea beaumontesa de apoyo al príncipe, no cabía.

La debilidad del Príncipe de Viana no debe confun­dirse con la claridad de sus percepciones. Carlos se sabía neutralizado por su padre, y al tiempo que in­tentaba conectar con los sectores catalanes opuestos a la política de Juan II, buscaba salida concertando un matrimonio que pudiera rehabilitarlo políticamente. Independientemente de quién partiera la iniciativa, la elección del príncipe recayó sobre Isabel, la her­mana de Enrique IV, que ya entonces apuntaba posi­bilidades de futuro político; en cualquier caso, y por ahora, saberse firmemente respaldado por el ejército castellano podía ser suficiente garantía para la causa beaumontesa. La liga nobiliaria castellana, aliada de Juan II, encendió las luces de alarma: su suegro, el al­mirante de Castilla, hizo llegar al monarca aragonés la especie de que lo que realmente se estaba tramando era un complot para derrocarle, y Juan II se revolvió nuevamente contra su hijo, al que hizo detener en Lé­rida en los primeros días de diciembre de 1460.

El nuevo encarcelamiento del príncipe provocó toda una serie de reacciones en cadena: en Nava­rra la guerra civil se recrudeció; en Castilla fue re­clutado un ejército que, al mando de Luis de Beau­mont, conde de Lerín, cruzaba la frontera aragonesa; en Cataluña la oligarquía de patricios —la Biga— se alzaba en defensa de los derechos del príncipe, e in­cluso en Aragón surgía un “partido vianista”. Juan II no tuvo más remedio que ceder y dos meses después de su apresamiento puso en libertad a su hijo, por el que el propio Papa había intercedido. De todas for­mas, y cuando todo parecía trabajar en favor de la causa de Carlos, Juan II, con la habilidad que siem­pre le había caracterizado, logró desactivar, entre los meses de junio y agosto de 1461, los dos focos ex­tranavarros de apoyo al príncipe. Con la Diputación General de las Cortes Catalanas, el rey llegó a esta­blecer un acuerdo —concordia de Villafranca del Pe­nedés— en que, a base de concesiones que aludían a específicos problemas catalanes y teóricas promesas favorecedoras para el príncipe, pero que no pensaba ratificar en reunión solemne de las Cortes, consiguió desviar su atención del tema navarro. Por otra parte, con Enrique IV de Castilla, el rey de Aragón, con el inestimable apoyo de la liga nobiliaria, también alcanzaba un acuerdo que privaba a los beaumonteses del apoyo castellano e impedía el proyectado matri­monio de Isabel con Carlos. Semanas después de los acuerdos establecidos entre Juan II y Enrique IV, el Príncipe de Viana murió de una afección tuberculosa el 23 de septiembre de 1461. No faltaron entonces quienes creyeron en una muerte provocada que aca­baba con la pesadilla de Juan II. Tampoco han dejado de creerlo algunos historiadores modernos, pero en realidad no existe prueba alguna en este sentido. Lo que sí es cierto es que la leyenda en forma de estela hagiográfica y hechos milagrosos rondó la tumba del príncipe en Poblet hasta el mismo siglo XVIII, y es que el viejo catalanismo hizo de él el gran defensor de las libertades catalanas. Luego sería el “romanticismo” el que se apoderaría de la triste y enfermiza figura de este rey sin corona que por toda descendencia dejaba tres hijos naturales: Ana, duquesa consorte de Medinaceli; Felipe, conde de Beaufort y maestre de Mon­tesa, y Juan Alfonso, abad de San Juan de la Peña y más tarde obispo de Huesca.

Finalmente, y aunque la significación política del príncipe se viera inevitablemente frustrada, conviene insistir en su importancia como representante del hu­manismo peninsular. En este sentido, a su ya citada admiración por Aristóteles, es preciso añadir que al final de su vida intentó contratar como preceptor al humanista italiano Angelo Decembri, y quiso, asi­mismo, atraer a Barcelona a un sabio griego, Teo­doro de Gaza, que se responsabilizaría de abrir una escuela de griego. Su prematura muerte truncó estos proyectos, pero en cambio ha dejado una extensa Crónica de los Reyes de Navarra, testimonio de histo­riografía de corte nacionalista destinada a la fundamentación ideológica de su causa política, que, muy divulgada, sirvió de ejemplo autorizado para la histo­riografía cronística del siglo XVI.

Obras de ~: Crónica de los Reyes de Navarra, estudio, fuentes y ed. crítica de C. Orcástegui Gros, Pamplona, 1978.

Bibl.: G. Desdevises du Dezert, Don Carlos d’Aragon, prince de Viane. Étude sur l’Espagne du Nord au XVe siècle, Pa­ris, 1889; M. Cruells, “Carles de Viana i el Renaixement”, en Estudis Universitaris Catalans, 18 (1933), págs. 333-335; J. M. Azcona, “El príncipe de Viana. Escritos del príncipe, fuentes histórica, iconografía”, en Príncipe de Viana, 2 (1941), págs. 55-89; J. Vicens Vives, “Trayectoria mediterránea del príncipe de Viana”, en Príncipe de Viana, 11 (1950), págs. 211-250; J. M.ª Lacarra, Historia política del Reino de Navarra desde sus orígenes hasta la Baja Edad Media, vol. III, Pamplona, Aranzadi, 1973 (col. Biblioteca Caja de Ahorros de Navarra, 3); L. Suárez Fernández, Fernando el Católico y Navarra: el proceso de incorporación del reino a la Corona de España, Madrid, Rialp, 1985; C. Orcástegui Gros, “La me­moria histórica de Navarra a fines de la Edad Media: la histo­riografía nacional”, en Homenaje a José María Lacarra, II. Prín­cipe de Viana, Anejo 3 (1986), págs. 599-601; M.ª J. Ibiricu Díaz, “El hostal del príncipe de Viana (1451)”, en Príncipe de Viana, 185 (1988), págs. 593-639; “Las negociaciones entre el príncipe de Viana y Castilla el año 1451”, en Primer Con­greso General de Historia de Navarra. 3. Comunicaciones. Edad Media, Príncipe de Viana, Anejo 8 (1988), págs. 501-503; E. Ramírez Vaquero, Blanca, Juan II y el Príncipe de Viana, Pamplona, Mintzoa, 1987; Solidaridades nobiliarias y conflictos políticos en Navarra, 1387-1464, Pamplona, Gobierno de Na­varra, 1990; J. Martín Rodríguez, “Biografía y leyenda del príncipe de Viana –sant Carles de Viana–”, en E. Benito Ruano (ed.), Tópicos y realidades de la Edad Media, vol. III, Madrid, Real Academia de la Historia, 2004, págs. 27-67.



Biblioteca.



  

Como señala Desdevises du Dezert (Georges-Nicolas Desdevises du Dezért (Lessay, Manche, Baja Normandía, Francia 21 de mayo de 1854 - Chamalières, Puy-de-Dôme, Auvernia, 15 de abril de 1942), fue un historiador, novelista, poeta, crítico literario e hispanista francés.), el príncipe de Viana se centraba más en la lectura de la prosa y los discursos de filósofos como Aristóteles, Séneca, Esopo, las cartas de Cicerón, etc, que en los textos que uno asumiría leídos por todo renacentista, como Homero, Virgilio y otros poetas clásicos. 

Gracias al Inventario de los bienes del Príncipe de Viana que se ha conservado, se sabe que la biblioteca del príncipe Carlos albergaba una destacada colección de obras filosóficas, que incluía varias copias de la Ética de Aristóteles, comentarios de dicho texto y una gran cantidad de obras de teología (varias Biblias completas, copias del Nuevo Testamento en griego y un alfabeto griego). 

Su biblioteca también contenía obras tanto clásicas como medievales, en latín y en lengua vulgar. 

Entre ellas, novelas de caballerías (Del sant greal, Tristany de Leonis, Ogier le Danois) y obras clásicas (Orationes Demostenis, Tullius de Officiis, De finibus boborum et malorum, Epistole familiares Tullii, Epistole Senece, Epistole Falaridis et Cratis, Comentariorum Cesaris, Epitoma Titulivii, Cornelius Tacitus y Tragedias Senece entre otras). Muchas de estas obras influenciaron y afectaron la breve producción literaria de Carlos de Viana.


  

Debates epistolares con Joan Roís de Corella: Debido a su afición por el género epistolar, mantuvo contacto con Joan Roís de Corella entre el período comprendido desde agosto de 1459 y hasta junio de 1461, año de su muerte. En estos debates discutían acerca de cuestiones universales, como por ejemplo el amor.


Itsukushima Shrine.



Azúcar cubano desde la revolución. 


  



En  la  primera  década  del  proceso  revolucionario  cubano,  la  industria  azucarera  tuvo  altibajos  ocasionados  por  la  negativa estadounidense,  tradicional  cliente,  a  comprar  el  producto. A esto se añade el bloqueo económico posterior impuesto que siguió a la primera  medida del presidente Eisenhower. 

En estos primeros años surge en toda Cuba una enorme sequía (1961-­1962), que junto al ciclón Flora (1963), fueron factores que afectaron gravemente los cañaverales y consiguiente cosechas. Fue necesario reconsiderar la política de diversificación agrícola, tanto más por  cuánto la reducción de la superficie de fincas azucareras, por pésima actuación revolucionaria con este tradicional factor de producción, que de 6,8 millones de toneladas en 1961, se redujo  a 3,8 millones en 1963­-64. 

URSS primer comprador de azúcar cubano.

Los acuerdos con la URSS, firmados el 21 de enero de 1964, aportan a Cuba dos ventajas  fundamentales: la planificación de las ventas de azúcar a aquel enorme país, hasta 1970, y  la estabilización del precio a 6,11 centavos (libra inglesa), para este periodo Ahora bien,  por la falta de planificación acertada en Cuba y también debido a la creciente producción y  exportación de azúcar cubano (unido a la expansión de las exportaciones de la América  Latina), el precio mundial del azúcar había descendido a 1,86 centavos la libra en el bienio  1964-­66, superado posteriormente como queda dicho. 
Otros acuerdos con China en 1970, permite al país tropical la exportación de un millón de  toneladas de azúcar al año con intercambio comercial de carácter general. 

Mecanización de explotación de Cana de azúcar

A  toda  esta  planificación  revolucionaria  contribuye  la  mecanización  de  los  cultivos  azucareros. Desde 1966, próximo al 70%, por primera vez la caña será cortada y transportada  mecánicamente. Se lleva a cabo destacado proceso inversor para renovación de material,  extensión  de  centrales,  empleo  de  abonos  químicos,  ampliación  de  tierras  de  regadío  y  construcción de nuevas carreteras. 
Todo este esfuerzo conduce a la planificación con un objetivo fundamental: la producción  de 10 millones de toneladas para 1970, la llamada Gran Zafra, para abastecer la creciente  demanda en los mercados comunistas. No se conseguirá dicho objetivo pero sí una cosecha de  8,5 millones considerada cifra record en la historia de Cuba. Se intentó nuevamente en 1972,  sin el resultado apetecido a pesar de la aplicación de un nuevo sistema para recolección: la  quema de caña para facilitar el corte y economizar la mano de obra. 
Durante toda la década de los años 70, del pasado siglo, se produce para la Isla una enorme  recuperación económica (por la ayuda de dos grandes países comunistas: URSS y China), que  fueron posiblemente los mayores logros económicos revolucionarios, aunque con un enorme  endeudamiento con aquellos países clientes especialmente con la URSS. 

Sin embargo, la concentración en la exportación de azúcar se mantuvo igual, mientras  que  la  dependencia  del  comercio,  el  capital  y  el  abastecimiento  petrolífero  soviético  se  acrecentaron notablemente. 
Durante toda la década de 1980, a pesar del gran endeudamiento que tuvo que renegociar,  Cuba estuvo en gran medida protegida de la severa crisis económica sufrida por toda la  América Latina gracias a los créditos, préstamos, ayuda y protección de la Unión Soviética,  con el aval del azúcar cubano exportado. 

Caída de URSS y bloque del este.

Con la caída del bloque soviético, al cesar las fundamentales ayudas de Rusia, Fidel Castro  y su revolución hubieran de cambiar de estrategia en la década de los años 90. 
En  esta  etapa  se  produce  para  Cuba  una  severa  crisis  económica,  la  peor  bajo  la  Revolución, a la disminución constante del mercado soviético y chino se une la caída en  la producción azucarera que para 1993 fue la más baja en los 30 años anteriores.  Al año  siguiente se llevaron a cabo medidas restrictivas de carácter económico, el llamado Período Especial, que prácticamente perdura, motivado por el proceso político que tuvo lugar en el  tradicional amigo, la actual Rusia, que cesó en la adquisición del producto estrella cubano: el  azúcar. 

Declive producción de azúcar.

En Cuba, en 1913, 11 años después de inaugurada la República, en medio de la ruina económica generada por la Guerra de Independencia iniciada en 1895, se produjeron 2,5 millones de toneladas de azúcar, y en 1952 se sobrepasaron los 7,2 millones. Consecuencia del fallido intento de producir 10 millones de toneladas de azúcar en 1970 comenzó un declive gradual hasta que en el año 2001 la producción no rebasó los 3,5 millones, una cantidad que se había producido en Cuba en 1918 (3.598.489 toneladas). 
En ese año, ante el indetenible retroceso, con el propósito de volver a producir los seis millones de toneladas que Cuba alcanzó en 1948, el ministro del Azúcar, general de división Ulises Rosales del Toro, anunció la tarea bautizada como Álvaro Reynoso, diseñada para extraer 54 toneladas de caña por hectárea. Sin embargo, de forma contradictoria, Fidel Castro ordenó cerrar, primero 71 de los 156 centrales activos y luego otros 29, a la vez que se destinaron esas enormes extensiones cañeras para otros cultivos.

Cuando Cuba era la primera productora de azúcar en el mundo, pero ocupaba el último lugar en productividad agrícola, Álvaro Reynoso, padre de la agricultura científica cubana, realizó un análisis sistémico dirigido a resolver esa contradicción. En su estudio —primera obra de ciencia agrícola cubana—, Reynoso incluyó el vital tema de la pequeña propiedad como componente básico de la modernización de la economía agraria. Los resultados quedaron registrados en su obra cimera: Ensayo sobre el cultivo de la caña de azúcar, publicada en 1862 y reeditada en Madrid, Paris y Países Bajos, en la que integró todas las operaciones relacionadas con el cultivo y cosecha de la gramínea.
Sin embargo, después de la implementación de la Tarea Álvaro Reynoso, continuó el declive. La zafra de 2002 fue de 2,1 millones de toneladas, casi la mitad de lo que se producía en 1919, hasta que en 2010 la producción se detuvo en 1,1 millón de toneladas, la misma cantidad producida en 1894, el año anterior a la guerra de 1895, que fue de 1.110.991. A pesar de tan brutal retroceso, la producción de 2010 parecía ser una línea infranqueable, pues la suma del consumo interno más las exportaciones contratadas, no permitían otro paso en falso, a tenor de aceptar que la primera productora y exportadora del dulce había pasado a engrosas la fila de los importadores. Sin embargo, la realidad la capacidad destructora de la economía estatizada fue más fuerte.

Diez años después, en 2021 la zafra terminó con alrededor de 800.000 toneladas, una cifra similar a las 807.742 toneladas producidas en 1891. En esta oportunidad Dionis Pérez Pérez, director de Informática y Comunicaciones de AZCUBA, declaró, casi en tono de victoria, que "la cantidad de azúcar producida era suficiente para garantizar la canasta familiar", ocultando con ello que la revolución victoriosa había pasado la frontera entre productor y exportador.
Pero el declive continuó. En 2022, de los 56 centrales activos solo molieron 35, de los cuales 32, a pesar de la "superioridad" de la economía planificada, incumplieron. La producción descendió hasta 480.000 toneladas, casi igual a las 462.968 logradas en 1855. Tal retroceso me llevó a escribir el artículo "20 de mayo, día del fallecimiento de la industria azucarera cubana", publicado en este mismo diario.
Para la zafra de 2023, a las dificultades ya tradicionales con el combustible, la explotación de la maquinaria, la baja disponibilidad técnica de los equipos y la escasez de fertilizantes y herbicidas, según el mismo Pérez Pérez, se añadirá "la falta de motivación de los trabajadores, la pérdida gradual de la fuerza laboral y el atraso en el plan de siembra anual que se encuentra al 41%". A lo que añadió: "hasta la fecha ninguna empresa ha cumplido su plan".

Muerte del azúcar.

No reconocer la muerte del azúcar permitió al Gobierno eludir la responsabilidad histórica por la destrucción de la otrora locomotora de nuestra economía. Por tanto, al hablar hoy de producción azucarera, es hablar de un espíritu, de un espectro, de un fantasma.
La salud que caracterizó a la producción de azúcar en Cuba desde su conversión en la primera productora y exportadora mundial, desde fines del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX, indica que la enfermedad fue adquirida posterior a esa fecha. 
Un dato que nos remite a la implantación del monopolio estatal de la propiedad industrial y agrícola, y por consiguiente a la pérdida del interés de los productores por los resultados económicos; momento a partir del cual debutaron los padecimientos que condujeron a su defunción.
El intento de resucitar la fallecida industria del azúcar, en ausencia de otra producción capaz de sustituirla (me refiero al tabaco, el ganado, el café, el níquel, la carne de cerdo, o el arroz, las viandas y hortalizas), a la vez que nos aleja de las leyes que rigen los fenómenos económicos, nos introduce en el mundo de los espíritus.
Industria azúcar ruina.


La propiedad, como el mercado libre, por la capacidad para generar intereses es una institución fundamental para el crecimiento de la economía. Sus variadas formas son medios de un fin: el hombre como ser humano. Conservar una de sus formas, por razones ideológicas o de poder, en este caso el de la propiedad estatal, una vez demostrada su incapacidad para generar desarrollo, la convierte automáticamente en factor de freno.
En el aporte de Reynoso, negado por la revolución de 1959 al fundir los grandes latifundios republicanos en el gigantesco e inoperante latifundio estatal, radica el declive, la muerte y la conversión de la producción azucarera cubana en un fantasma que amenaza. Repitiendo la frase atribuida al empresario azucarero José Manuel Casanova Diviño: "Sin azúcar no hay país". Mucho menos lo habrá con la transfiguración del azúcar en un fantasma.




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