Bibliotecas y mi colección de libros

Lema

Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

jueves, 20 de abril de 2017

428.-Las grandes coleccionistas y bibliofilos; a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;  Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán;

Grandes coleccionistas:


  

fotografía

1).-Sir Thomas Phillipps, 1º Baronet 

(2 de julio de 1792 — 6 de febrero de 1872), fue un coleccionista de libros y anticuario británico. Se hizo famoso por reunir la mayor colección de material manuscrito en el siglo XIX, debido a su severa condición de bibliómano. 
Acumuló cerca de 40.000 ejemplares de libros y 60.000 manuscritos que llenaron su mansión. Llegó al extremo de adquirir grandes lotes de papeles oficiales de una notaría pública que estaban a punto de desecharse.
Hizo que su primera esposa e hijos le ayudaran a clasificar cada uno de los ejemplares, muchos de ellos adquiridos por kilo. "Quiero tener todos los libros del mundo", le escribió a un amigo. El único lugar que no estuvo ocupado fue un rincon donde su esposa guardaba sus vestidos.
Esta manía lo llevó a perder su fortuna, y causó el desgaste físico y emocional de sus esposas durante los dos matrimonios que tuvo. Gran parte de su colección quedó sin clasificar, y tuvieron que pasar más de 50 años para que buena parte de ella terminara en distintas bibliotecas de Europa e Inglaterra.
Él era un hijo ilegítimo de un fabricante de textiles y que heredó una fortuna importante, que enajeno en comprar libros y pergaminos , y, cuando enajeno fortuna, se endeudó fuertemente para comprar manuscritos, poniendo a su familia profundamente en deuda. Gasto entre doscientos mil y un cuarto de millón de libras para tener colección.
Philipps comenzó su recolección cuando aún estaba en la Rugby School y continuó en universidad de Oxford. Su éxito como un coleccionista debía por la dispersión de las bibliotecas monásticas posteriores a la Revolución Francesa y precio barato de una gran cantidad de material de pergamino, en particular los documentos legales ingleses, muchos de que deben su supervivencia a este coleccionista Phillipps. 
Era un asiduo catalogador  no sólo para registrar sus fondos bibliográficos, sino también a publicar sus conclusiones en topografía y  genealogía inglesa .
A su muerte la colección se disperso, ya fue vendida a la Biblioteca Real de Berlin, la Biblioteca Real de Belgica y el Archivo provincial de Utrecht, así como a las Bibliotecas de J. Pierpont Morgan y Henry E. Huntington .
En 1946, lo que se conoce como el "residuo"  de la colección se vendió a los libreros Phillip y Robinson Lionel por 100.000 libras, aunque esta parte de la colección fue sin catalogar y sin examinar. La parte final de la colección fue vendida por tienda Christie 's , el 7 de junio de 2006.
Una historia de cinco volúmenes de la colección y su dispersión, Estudios Phillipps , por ANL Munby se publicó entre 1951 y 1960.

Nota.


A pesar de que habitaba una mansión pronto se quedó sin paredes donde almacenar sus preciados ejemplares. Las nuevas adquisiciones que llegaban a diario, se amontonaban formando temblorosas pilas, murallas y pirámides en cada una de las habitaciones de la casa. Su esposa y sus hijas tuvieron que exiliarse en un ambiente pequeño y acostumbrarse a caminar esquivando las cajas con libros que su marido no tenía tiempo de abrir.
Phillipps estaba convencido de que era un benefactor, que con sus compras compulsivas salvaba de la destrucción a miles de importantes obras. 

Los años y su locura acaparadora lo convirtieron en un hombre intratable. Su familia y personas cercanas a el lo describían como apático, intolerante, egoísta, terco, autoritario y poco comunicativo. 

  

2).-Richard de Bury.
Howard Pyle. Richard de Bury como tutor del joven Eduardo III. (1903) Delaware Art Museum


 (24 de enero de 1287 – 14 de abril de 1345), también conocido como Richard Aungerville (o Aungervyle), fue un escritor, bibliófilo, monje benedictino, obispo de Durham de 1333 a 1345 y uno de los primeros coleccionistas de libros de Inglaterra. Se le recuerda primordialmente por su obra Filobiblión, escrita para enseñar a los clérigos el amor a los libros. Esta obra se considera como una de las primeras en discutir a fondo la actividad bibliotecaria.

Datos biográficos

Richard de Bury nació cerca de Bury St. Edmunds, en Suffolk, condado de Inglaterra. Fue hijo de Sir Richard Aungervyle, quien descendía de uno de los lugartenientes de Guillermo El Conquistador. Aungervyle se estableció en Leicestershire, y su familia tomó posesión del paraje de Willoughby. El año de nacimiento de Richard de Bury ha sio cuestionado y existe información contradictoria; según la Enciclopedia Católica fue en 1281, otros historiadores acreditan que ocurrió en 1286 o 1287. Investigacones recientes indican que la fecha más probable fue el año de 1287.
Su padre, Richard Aungervyle, murió en la infancia de De Bury. Fue educado por su tío materno John de Willoughby, y al terminar su escuela primaria fue enviado a la Universidad de Oxford, donde estudió filosofía y teología. Tomó los hábitos de monje con los benedictinos en la catedral de Durham. Fue nombrado tutor del futuro rey Eduardo III de Inglaterra de cuyo reino fue más tarde canciller y tesorero. Conforme al testimonio de Thomas Frognall Dibdin, influyó en el príncipe y le inspiró el amor a los libros.
“Richard de Bury, obispo de Durham, muchos y variados nobles libros nos dio. Su abundante número nos deleita. Han vuelto al armarito que tenemos en la iglesia”. Miniatura y texto del Catalogue Of the Benefactors Of St. Albans Abbey (1380). British Library. Cotton MS Nero D VII, f. 87 r.


Administrador del reino

De alguna manera estuvo involucrado en las intrigas que antecedieron la deposición de Eduardo II de Inglaterra, proveyendo a Isabel de Francia (conocida como la Loba de Francia) y a su amante Roger Mortimer, en París, dinero de los ingresos de Brienne, siendo él tesorero. 
Tuvo que esconderse en París para evitar ser aprehendido por los enviados de Eduardo II, rey que finalmente fue depuesto. Llegado al poder Eduardo III, fue acogido de Bury en la corte con el agradecimiento por los servicios prestados y promovido rápidamente.
 El rey lo recomendó al Papa Juan XXII que finalmente lo impulsó al obispado de Durham. Durante sus viajes a Avignon, cuando el Papa estaba en el exilio, conoció a Petrarca con quien estableció una relación de amistad y que registró su opinión de Richard de Bury: "no es un ignorante de la literatura y desde su juventud muestra curiosidad más allá de lo creíble por las cuestiones ocultas." Petrarca le pidió información sobre el Thule o Tile pero de Bury que prometió enviàrsela cuando regresara a casa y estuviera entre sus libros, nunca lo hizo.

Obispo de Durham
Sello oficial del obispo Richard de Bury. El texto en latín dice:
 Dunelmensis: epi. Ricardi: dei grat., de Durham: Obispo Ricardi, por la gracia de Dios.


Fue nombrado obispo de Durham en 1333 por el rey, pasando por encima de la opinión de los monjes quienes habían ya elegido a Robert de Graynes. En el mes de febrero de 1334 de Bury fue designado tesorero del reino, nombramiento que más tarde cambió por el de canciller. En esa posición sirvió en varias misiones diplomáticas delicadas como la disputa que se dio entre el rey Eduardo III y el rey de Francia. También atendió misiones de paz en las que alternó con personajes como el rey Luis IV de Francia.
Dejó la actividad pública hacia 1342 para dedicarse a su diócesis y a acumular un importante acervo bibliográfico, muy notable para la época. Su pasión verdadera se manifestó en el amor a los libros. Esta bibliofilia quedó de manifiesto en su obra más importante que se intituló Filobiblión (en griego: amor por los libros), un tratado escrito en latín ponderando la virtud de los libros. El libro fue publicado por primera vez en 1473 aunque había sido escrito desde 1344.
 La traducción al inglés más confiable de la obra fue hecha por Ernest C. Thomas en 1888.7 Alfred Hessel describe el Filobiblión como una apología que contiene sabios consejos de biblioteconomía en una envoltura medioeval.

Bibliófilo

Richard de Bury ofrece en su Filobiblión un recuento de sus esfuerzos para coleccionar libros y para establecer la biblioteca de Oxford de la que sus propios libros integraron el núcleo. Establece las reglas de operación de la biblioteca incluyendo detalles acerca del cómo prestar y cuidar los libros.
El obispo murió en la pobreza el 14 de abril de 1345 y existe evidencia de que su colección se dispersó después de su muerte. La máxima autoridad sobre la vida del obispo de Durham fue William de Chambre.

Su cuantiosa colección privada, estimada en unos 1500 volúmenes, era a todas luces la más numerosa de la Inglaterra del XIV: Tenía más libros que todo el resto de obispos ingleses juntos y, según la Continuación de la Crónica de las maravillosas gestas del rey Eduardo III de Adam Murimuth y Robert de Avesbury, “cinco enormes carros no bastaban para transportarla”. Sus estancias estaban tan llenas de manuscritos que era imposible dar un paso sin pisarlos.

Además de la compañía de sus amados libros, Richard se supo rodear de un nutrido círculo de intelectuales, en su mayoría eclesiásticos, que se mueven entre Oxford, Aviñón y Bolonia: Robert Holkot –su secretario personal-, Richard Kilvington, Richard Benworth, Walter Seagrave, John Maudit, Walter Burley, Richard Fitzralph y Thomas Bradwardine, entre otros. Por añadidura, De Bury también mantiene su propia plantilla de copistas, transcriptores, encuadernadores e iluminadores, preocupándose además por promover los estudios de las artes liberales. En el Cap, X. del Philobiblion declara por ejemplo que la ignorancia del hebreo dificulta el estudio de la Biblia, por lo que procurará conseguir gramáticas de griego y hebreo para sus escolares.

No tenemos evidencia de que lograra su objetivo de crear una biblioteca colegial en Oxford (Philobiblion, Cap. XVIII), dotada además de su propio reglamento de préstamos (Cap. XIX). Sabemos por el contrario que, un 14 de abril de 1345, y a consecuencia de sus cuantiosos y continuos dispendios, Richard de Bury fallece en medio de la penuria económica, y que sus libros hubieron de ser saldados para hacer frente sus deudas, dispersándose así toda su colección personal. En un inventario de Durham consta que, una vez fallecido, se procedió a la solemne ruptura de la matriz de su sello personal, siendo fabricado a continuación con los fragmentos resultantes un cáliz de plata para el altar de San Juan Bautista (Puigarnau, A., 2000). El 21 de abril sus restos mortales son finalmente sepultados ante el altar de Sª María Magdalena, en el transepto de los Nueve Altares de la Catedral de Durham.

Prince Bishops : Two Kings in England.

“There are two kings in England, namely the Lord King of England, wearing a crown in sign of his regality and the Lord Bishop of Durham wearing a mitre in place of a crown, in sign of his regality in the diocese of Durham”.
“Hay dos reyes en Inglaterra, a saber, el Lord Rey de Inglaterra, que lleva una corona en señal de su realeza y el Lord Obispo de Durham que lleva una mitra en lugar de corona, en señal de su realeza en la diócesis de Durham”.
 Esta fue una cita de Anthony Bek, Obispo de Durham (1284-1311).

El obispo de Durham es el ordinario de la Iglesia de Inglaterra con jurisdicción en la diócesis de Durham, provincia de York. La diócesis es una de las más antiguas del país y su obispo es miembro nato de la Cámara de los Lores.
Su tratamiento oficial es el de «The Right Reverend Father in God, (nombre de pila), by Divine Providence Lord Bishop of Durham». Al firmar, el obispo no utiliza su apellido, sino la palabra Dunelm, nombre en latín de Durham que deriva, a su vez, del inglés antiguo Dunholm. También consta el uso ocasional del francés Duresm. El castillo de Auckland es la residencia oficial de los obispos de Durham desde 1832.
En las ceremonias de coronación del monarca británico se encarga, junto con el obispo de Bath y Wells, de escoltar al soberano a la entrada y salida de la abadía de Westminster. Ambos permanecen a su lado durante todo el ritual.

Origen de los Príncipes Obispos

El condado de Durham fue alguna vez un estado prácticamente independiente gobernado no por el rey, sino por poderosos "príncipes obispos", que eran más o menos los "reyes del condado de Durham".
Para comprender realmente la historia única del condado de Durham, primero debemos remontarnos a la época anglosajona, a un período mucho antes de que existieran Inglaterra o Escocia, cuando Gran Bretaña no era un reino como hoy, sino varios reinos repartidos por todo el territorio. Uno de los reinos anglosajones más grandes y poderosos  fue Northumbria  , que se extendía desde Humber hasta el río Forth y representaba casi un tercio de todo el territorio continental de Gran Bretaña.



Durante su mejor período en los siglos VII y VIII, Northumbria fue un gran centro para las artes, el aprendizaje y el cristianismo primitivo y se destacó especialmente por los grandes santos que produjo, como  Cuthbert, Wilfrid  y el  Venerable Beda .

La caída de Northumbria se produjo en siglos posteriores, mediante sucesivas invasiones de  vikingos y escoceses, por lo que en la época de la conquista normanda, se redujo a un condado que se extendía desde el río Tweed hasta Tees. Este condado consistía aproximadamente en la región que ahora llamamos "Noreste de Inglaterra", un área que todavía hoy en día se conoce como "Northumbria".

Sello del Palatinado (anverso y reverso) del obispo Thomas Hatfield, príncipe obispo de Durham del siglo XIV.


Northumbria en el momento de la conquista.

Guillermo el Conquistador se convirtió en rey de Inglaterra en 1066 y pronto se dio cuenta de que su reino no podía protegerse de forma segura de la invasión escocesa hasta que Northumbria estuviera sujeta a su gobierno.
Al mismo tiempo, era consciente de la lejanía y la independencia de este condado, y vio que no sería fácilmente controlado por un rey del lejano sur de Inglaterra. Los dos hombres más poderosos de Northumbria en la época del rey William fueron su conde, con sede en  Bamburgh, y el obispo de Durham. Los condes de Bamburgh heredaron sus poderes reales de los antiguos reyes de Northumbria.
Habían permanecido prácticamente independientes de los reyes de Inglaterra, incluso durante el reinado de Alfredo el Grande (849-99 d. C.). Los obispos de Durham también fueron de gran influencia. Fueron los sucesores de los anteriores obispos de  Lindisfarne , entre los que se encontraban obispos muy respetados de Northumbria como San Cuthbert.
El problema del rey Guillermo era ¿cómo podía reconocer la remota independencia de Northumbria y al mismo tiempo garantizar que Inglaterra estuviera adecuadamente defendida de los escoceses? 

El rey se ganó la lealtad del obispo y el conde de Northumbria y confirmó sus poderes y privilegios, pero siguieron las rebeliones de Northumbria y se dio cuenta de que no se podía confiar en la provincia de esta manera.
Por lo tanto, William intentó instalar a Robert Comine, un noble normando, como conde de Northumbria, pero antes de que Comine pudiera asumir el cargo, él y sus 700 hombres fueron masacrados en la  ciudad de Durham. 
En venganza, el Conquistador dirigió a su ejército en una sangrienta y devastadora incursión en Northumbria, un acontecimiento que llegó a conocerse como "el Harrying del Norte". Aethelwine, el obispo anglosajón de Durham, intentó huir de Northumbria en el momento de la incursión y se llevó consigo muchos tesoros importantes de Northumbria. El obispo fue capturado por los normandos y encarcelado. Posteriormente murió en reclusión, su sede quedó vacante.

El 'conde obispo' de Northumbria:

Un eclesiástico normando parecido a un santo, llamado William Walcher, fue nombrado nuevo obispo de Durham, pero el norte aún no estaba completamente sometido, por lo que el rey nombró a un anglosajón llamado Waltheof, de la antigua casa de Northumbria, como nuevo obispo de Durham. el nuevo conde. Se desarrolló una estrecha amistad entre Walcher y Waltheof y el conde construyó un castillo en Durham para su obispo, pero más tarde estuvo implicado en una rebelión y fue ejecutado en 1075.
Poco después, los poderes de Waltheof fueron conferidos a Walcher, quien se convirtió así en el primer y único "conde-obispo" de Northumbria. El estatus de Walcher como "conde-obispo" significaba que la defensa del norte de Inglaterra estaba en manos de uno de los hombres del rey William, manteniendo al mismo tiempo cierto grado de independencia política para la provincia de Northumbria.
En teoría, la idea de combinar los poderes del conde y del obispo en un solo hombre parecía buena, pero en la práctica, Walter, aunque era un hombre bien intencionado, era un líder bastante incompetente. Su incapacidad para controlar a sus subordinados enfureció a su pueblo y finalmente condujo a su asesinato en  Gateshead  en 1080.

Northumbria dividida: Northumberland y Durham.

A pesar del asesinato del obispo Walter, hijo del conquistador, el rey William Rufus decidió continuar con la política de su padre hacia Northumbria. El sucesor de Walcher,  el obispo William St Carileph (1081-1096), también recibió los poderes de conde. Esta vez, sin embargo, los poderes se limitaron principalmente a la parte de Northumbria al sur de los ríos Tyne y Derwent, un área que pasó a ser conocida como el "Condado Palatino de Durham" u Obispado de Durham.
El rey alentó a Carileph a comprar los derechos políticos de Mowbray, el conde de Northumberland, entre Tyne y Tees. Sólo el distrito del sur de Durham llamado Sadberge permaneció en Northumberland de Mowbray, entre Tyne y Tees.
El obispado se centró en la ciudad de Durham y principalmente al sur de Tyne, pero incluía exclaves como Norhamshire en Tweed y su distrito vecino llamado Islandshire (incluido Lindisfarne), así como el distrito llamado Bedlingtonshire entre el río Wansbeck y el río Blyth. También incluía el pueblo de Crayke en el norte de Yorkshire. Bajo el rey William Rufus, el obispo también tomó posesión de la libertad y Wapentake de Allertonshire (centrado en Northallerton ) y la libertad de Howdenshire en East Yorkshire, aunque estos dos no formaban parte del condado palatino.

Territorios de los Príncipes Obispos de Durham

Hoy en día, esta parte de Northumbria se conoce como Condado de Durham:
 "La tierra de los Príncipes Obispos". 
El resto de Northumbria, al norte de los ríos Tyne y Derwent, se convirtió en el condado de Northumberland, donde los poderes políticos de los obispos de Durham se limitaban sólo a ciertos distritos. Sin embargo, los obispos de Durham siguieron siendo los líderes religiosos de toda Northumbria, hasta la creación de la diócesis de Newcastle  upon Tyne en el siglo XIX.
Escudo de príncipes obispos.


Los Príncipes Obispos y sus poderes.

William St Carileph, un obispo mucho más fuerte que su predecesor, se había convertido así en el primer jefe del condado palatino de Durham. Su Palatino era un estado prácticamente separado, una especie de «zona de amortiguamiento» defensiva intercalada entre la civilizada Inglaterra y la, a menudo peligrosa, zona fronteriza entre Northumbria y Escocia. Carileph y los sucesivos obispos tenían casi todos los poderes dentro de su 'Condado Palatino' que el rey tenía en el resto de Inglaterra y es por esta razón que la historia ha llamado a los antiguos obispos de Durham, 'los Príncipes Obispos'.

Por tanto, a los obispos de Durham se les otorgaron poderes que les permitían:

tener su propio parlamento
formar sus propios ejércitos
nombrar a sus propios alguaciles y jueces
administrar sus propias leyes
recaudar impuestos y derechos de aduana
crear ferias y mercados
emitir cartas
naufragios de salvamento
recaudar ingresos de las minas
administrar los bosques
y acuñar sus propias monedas
De hecho, los Príncipes Obispos vivían como reyes en sus castillos o "palacios" en la ciudad de Durham y en Bishop Auckland .


Richard de Bury (II) El Philobiblion o Muy hermoso tratado sobre el amor a los libros
10 de diciembre de 2013
Detalle de inicial historiada: Un monje bodeguero cata vino de barril con una escudilla, mientras con la otra mano llena su jarra. Li Livres dou Santé. Aldobrandino of Siena. Francia, siglo XIII. British Library, Sloane 2435, f. 44v. 002562


La obra más reconocida de Richard de Bury fue concluida cuando éste ya estaba cercano a su muerte, un 14 de Mayo de 1345 (Brechka, F. T., 1983, p. 311). Su estilo literario contiene constantes referencias a las Escrituras, a los Padres de la Iglesia y a los autores de la Antigüedad pues, no en vano, De Bury buscaba continuamente impresionar a sus lectores con sus conocimientos de autores griegos y romanos. Pasamos a continuación a resaltar y comentar aquellos pasajes de su obra que nos parecen especialmente evocadores. Las negritas y los corchetes son de nuestra cosecha, amén de las miniaturas medievales ajenas al texto original y que hemos seleccionado para ilustrar el discurso.

De Bury da comienzo a su discurso ensalzando los libros como objetos depositarios de toda sabiduría (Cap. I) y asegurando que se han de preferir por encima de cualquier otro placentero bien (Cap. II):

Cap. I. Alabanza de la sabiduría y de los libros en los cuales ésta reside.

[…] “En los libros veo a los muertos como si fuesen vivos; en los libros preveo el porvenir; en los libros se reglamentan las cosas de la guerra y surgen los derechos de la paz. Todo se corrompe y destruye con el tiempo […] toda la gloria del mundo se desvanecería en el olvido si, como remedio, no hubiese dado Dios a los mortales el libro” […].

[Comentario: El inicio de este párrafo tiene como posible antecedente la máxima de las Filípicas [10, V] de Cicerón: “pues la vida de los muertos persiste en la memoria de los vivos”, y parece anunciarnos, a su vez, aquellos conocidos versos del soneto que más tarde escribiría Quevedo:

“Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos”]

[…] “El privilegio de reyes y papas de ser conocidos por la posteridad se lo deben a los libros […] los libros son los maestros que nos instruyen sin brutalidad, sin gritos ni cólera, sin remuneración”.

[Comentario: Como afirmaría después Alfonso el Magnánimo -otro rey igualmente bibliófilo-: «Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer».]

Cap. II. De cómo los libros deben ser preferidos a las riquezas y a los placeres.

“Las riquezas, de cualquier especie que sean, están por debajo de los libros, incluso la clase de riqueza más estimable: la constituida por los amigos, como lo confirma Boecio en su II libro de “De Consolatione” […] “Una biblioteca repleta de sabiduría es más preciada que todas las riquezas, y nada, por muy apetecible que sea, puede comparársele” […].

Inicial historiada con Boecio instruyendo a sus estudiantes. De consolatione philosophae MS Hunter 374 (V.1.11), Glasgow University Library. folio 4r. (Italia, 1385)

[Comentario: El cónsul romano y magister officiorum Boecio fue encarcelado, condenado sin ser escuchado, y ejecutado por orden del rey Teodorico el ostrogodo. Durante su confinamiento éste pudo reflexionar acerca de la volubilidad del favor del los príncipes y de la inconstante devoción de los amigos, dando como fruto su obra filosófica más conocida.]

Cap. III. De cómo los libros deben ser comprados siempre, exceptuando dos casos.

[…] “No hay que reparar en sacrificios para comprar un libro si se nos ofrece una coyuntura favorable” […]

[Comentario: Si no, como nos dice Aulo Gelio a través de Richard de Bury, podría sucedernos como al rey romano Tarquinio el Soberbio, que por escatimar en adquisiciones vio desaparecer pasto de las llamas buena parte de los libros sibilinos.]

En los capítulos siguientes De Bury critica el descuido y maltrato que subordinados y clérigos le dispensan a los libros (Cap. IV, V, VI y XVII) y las enormes pérdidas y destrucciones causadas por guerras e incendios (Cap. VII).

Cap. V. De cómo los buenos religiosos escriben libros y de cómo los malos se ejercitan en otros menesteres.

“Los religiosos que profesaban a los libros una excepcional veneración y un gran aprecio […] entre las horas canónicas aprovechaban el tiempo dedicado al reposo del cuerpo para componer los manuscritos” […]. “El libre Baco es mirado ahora con consideración, y a todas horas se trasiega en su honor, mientras que los códices son despreciados […] viendo al dios libre de los bebedores preferido a los libros de los antecesores, se entregan preferentemente a vaciar los cálices en vez de dedicarse a copiar manuscritos”.

Cap. VI. En el que el autor alaba a los antiguos religiosos mendicantes y reprende a los modernos.

[…] “Arrepentíos, los pobres de Cristo, y buscad los libros, leedlos con avidez, porque sin ellos no podréis impregnaros del espíritu del evangelio de la paz […]. “Y verdaderamente el clérigo que ignora el arte de escribir produce el efecto de estar manco o vergonzosamente mutilado […] quien no sabe escribir no debe atribuirse el derecho de predicar la penitencia” […] Quiera Dios que os arrepintáis de mendigar, pues es seguro que entonces os consagraréis con más placer al estudio”.

A continuación, en el crucial Cap. VIII Richard de Bury nos explica cómo ha ido engrosando su cuantiosa biblioteca: con los volúmenes que monjes y patrocinados le regalaban a cambio de su apoyo, mediante compras efectuadas a libreros ingleses y europeos en el transcurso de sus viajes y, finalmente, con las copias manuscritas de los propios amanuenses a su servicio. En su impulso bibliómano De Bury no dudaba en emplear a sus monjes de confianza como agentes a la caza y captura de manuscritos a lo largo y ancho de Inglaterra y del continente europeo, con especial mención a la orden dominica.

Cap. VIII. De las muchas oportunidades que por doquier se presentaron al autor para adquirir libros.

[…] “Cerca del rey, que nos cuenta entre sus servidores, obtuvimos un amplísimo permiso para visitar a nuestro gusto y por doquier las bibliotecas públicas y privadas, bien de los seglares o bien de los clérigos, y asimismo se nos concedió la facultad de cazar en los bosques más abundantes. Mientras desempeñábamos las funciones de Canciller y Tesorero en la Corte del ilustre e invicto Eduardo III […] fuimos autorizados por la bondad real a investigar con toda libertad en los rincones más apartados de las bibliotecas”.

“La noticia de nuestra afición a los libros, sobre todo a los antiguos, cundió rápidamente, y se difundió que nuestro favor se ganaba más fácilmente por medio de manuscritos que por medio del dinero […]. En vez de presentes y dones suntuosos, se nos ofrecieron abundantes cuadernillos sucios, manuscritos decrépitos y cosas semejantes, que eran, tanto para nuestros ojos como para nuestro corazón, el más precioso de los regalos.”

“Ante nosotros se abrieron las bibliotecas de los más renombrados monasterios, los cofres se pusieron a nuestra disposición y cestos enteros de libros se vaciaron a nuestros pies; […] los textos antaño más bellos se encontraban inánimes en un miserable estado, cubiertos de deyecciones de ratas y semidestrozados por los gusanos […]. A pesar de ello, encontramos en ellos el objeto y consuelo de nuestro amor y gozamos en este tiempo tan deseado” […]

“Y aunque, gracias a las múltiples comunicaciones de todos los religiosos, en general hayamos obtenido copias de varias obras antiguas y modernas, queremos hacer especial elogio de los hermanos predicadores por su mérito en este respecto, pues los hemos encontrado más dispuestos que los otros a la comunicación, sin jamás rehusarnos lo que poseían […].“Hemos podido, distribuyendo dinero, ponernos en contacto con libreros y anticuarios no sólo de nuestra patria, sino de Francia, Alemania e Italia” […].

Como se verá, De Bury recuerda a los clérigos su especial necesidad formativa basada en los libros (Cap. XIV), por lo que la copia y preservación de los mismos (Cap. XVI) ha de ser la tarea más digna que les ocupe. Los libros son extremadamente útiles (Cap. XV) y equiparables a objetos sagrados, por lo que han de ser tratados de la forma más respetuosa. En otras secciones el autor afirmará su preferencia por los escritos de los antiguos, pero sin desdeñar nunca los textos modernos (Cap. XVI).

Cap. XIV. De aquéllos que deben a los libros un amor especialísimo.

[…] “Boecio muestra la imposibilidad del buen gobierno sin libros […] toda la raza de clérigos tonsurados están obligados a venerar los libros hasta el fin de su vida”.

Cap. XV. De los múltiples resultados de la ciencia contenida en los libros.

[…] “Una persona no estimará al mismo tiempo la moneda y los libros: tus discípulos, Epicuro, persiguen los libros. Los financieros rehúsan la compañía de los bibliófilos, porque no pueden convivir juntos: nadie puede servir a la vez a Mammón y a los libros” […]. “Los libros nos encuentran cuando la prosperidad nos sonríe, y nos consuelan cuando nos amenaza una mala racha; dan fuerza a las convicciones humanas y sin ellos no se pronuncian los juicios más graves” […]. “Séneca, en su Epístola LXXXIV […] nos enseña que la ociosidad sin libros es la muerte y sepultura del hombre vivo. Por ello concluiremos afirmando que los libros y las letras constituyen el nervio de la vida” […].

“Si nos encontramos encadenados en una prisión, privados completamente de libertad, nos servimos de los libros como embajadores cerca de nuestros amigos “[…]. “Por los libros nos acordamos del pasado, profetizamos hasta cierto punto el porvenir y fijamos, por el hecho de la escritura, las cosas presentes que circulan y desaparecen” […].

Cap. XVI. De los libros nuevos que es preciso producir y de los antiguos que es preciso reproducir.

[…] “Como no es menos cierto que todo lo temporal, y lo que a lo temporal sirve y es útil, sufre y se deteriora por el paso del tiempo, es necesario renovar los viejos ejemplares, a fin de que la perpetuidad, que repugna a la naturaleza humana individual, pueda ser concedida a la especie. Sobre este particular se expresa claramente el Eclesiastés XII, 12: “El trabajo de multiplicar libros jamás toca a su fin”. Pues como el libro experimenta una continua alteración por las mil combinadas mezclas que entran en su composición, obvio es decir que el remedio que a esto pueden oponer los clérigos prudentes es el copiarlos y reconstruirlos, gracias a lo cual un libro precioso, habiendo pagado sus deudas a la Naturaleza, gana un heredero que le sustituye, y es la semilla del sagrado muerto, del que nos habla el Eclesiastés XXX, 4: “El padre ha muerto, pero no lo parece, porque ha dejado tras de sí un ser semejante a él”. Los transcriptores de libros antiguos son en verdad, propagadores de los recién nacidos” […].

Cap. XVII. De cómo los libros deben ser tratados con exquisito cuidado.

“No solamente cumplimos un deber para con Dios preparando nuevos volúmenes, sino que obedecemos a la obligación de un santo espíritu de piedad, cuando los tratamos con delicadeza o cuando, colocándolos en sus sitios correspondientes, los conservamos perfectamente, a fin de que se regocijen de su pureza, tanto si se hallan en nuestras manos, y por tanto a cubierto de todo temor, como cuando se hallan colocados en sus estantes” […].

”Juzgamos preciso instruir a los estudiantes sobre las negligencias fácilmente evitables y que tanto daño hacen a los libros: En primer lugar, ha de observarse gran cuidado al abrir y cerrar el volumen, a fin de que, al concluir la lectura, no los rompan por su desconsiderada precipitación; tampoco han de abandonarlos sin abrocharlos debidamente, pues un libro es bien merecedor de más cuidado que un zapato […].

“Puede que veáis a un joven insensato que pierda su tiempo haciendo que estudia, y es posible que, transido de frío y con la nariz moqueando, no se digne limpiarla con su pañuelo para impedir que el libro que está debajo de ella se manche. ¡Pluguiera a Dios que, en lugar de manuscrito, tuviera debajo un mandil zapatero! Cuando se cansa de estudiar, para acordarse de la página en que quedó, la dobla sin ningún cuidado. O se le ocurre también señalar con su sucia uña un pasaje que le divirtió. O llena el libro de pajas para recordar los capítulos interesantes. Estas pajas que el libro no puede digerir y que nadie se ocupa de retirar, van rompiendo las junturas del libro y acaban por pudrirse dentro del volumen. Tampoco les parece vergonzoso el comer o beber encima del libro abierto y, no teniendo a mano ningún mendigo, dejan los restos de su comida en las páginas del códice. El estudiante […] riega con su salivilla el libro abierto en sus rodillas ¡Y qué más queréis! ¡Qué más puede hacer la negligencia estúpida en perjuicio del libro!” […].
Lección de filosofía a alumnos tonsurados en París. Grandes Chroniques de France. Bibliothèque Municipale de Castres. Fines del XIV



“Pero cuando cesa la lluvia y las flores aparecen sobre la tierra anunciando la primavera, nuestro estudiante de marras, más menospreciador que observador de los libros, llena un volumen de violetas, rosas y hojas verdes; utiliza sus manos sudorosas y húmedas para pasar las páginas; toca con sus guantes sucios el blanco pergamino y recorre las líneas con un dedo índice recubierto de viejo cuero” […].

“Hay también ciertas gentecillas despreocupadas a quienes se les debería prohibir expresamente el manejo de los libros ya que, apenas han aprendido a hacer letras de adorno, comienzan a glosar los magníficos volúmenes que caen en sus manos; alrededor de sus márgenes se ve a un monstruo alfabeto y mil frivolidades que han acudido a su imaginación y que su cínico pincel tiene la avilantez de reproducir […] y así, muy frecuentemente los más hermosos manuscritos pierden su valor y utilidad”.

“Hay igualmente ciertos ladrones que mutilan desconsideradamente los libros y, para escribir sus cartas, recortan los márgenes de las hojas, no dejando más que el texto, o bien arrancan las hojas finales del libro para su uso o abuso particulares: este género de sacrilegio debería estar prohibido bajo pena de anatema. En fin, conviene al decoro de los estudiantes el lavarse las manos cuantas veces salgan del refectorio, al objeto de que sus dedos grasientos no puedan ensuciar, ni los broches del libro, ni las hojas que se vean obligados a pasar” […]

“Finalmente, los laicos que miran con indiferencia un libro vuelto del revés, como si ésta fuera su posición natural, son indignos de tratar con los libros” […].

“Cada vez que se note un defecto en un libro, es preciso remediarlo con presteza, pues nada es más propenso a adquirir mayores proporciones que un desgarro, y una rotura que se abandone por negligencia, más tarde no se puede reparar sin hacer considerables gastos” […].

La tardía -pero provechosa- llegada del “Filobiblion” al mundo editorial hispano

En lo que respecta a las primeras ediciones incunables del Philobiblion, hemos de comentar que la editio princeps fue llevada a cabo en Colonia (Alemania) por G. Gops de Euskrychen (1473). Le siguen a la zaga la editada en Espira, por Johan y Konrad. Hüst (1483) y la de París, [Impressit apud Parrhisios Gaspar Philippus pro Ioanne Paruo, bibliopola parrhisiensi], ya de 1500.

Por otra parte, para ver la primera traducción impresa en España, habremos de esperar a la versión catalana de Josep Pin i Soler (Barcelona, 1916). La 1ª traducción al castellano será efectuada más tarde por el escolapio Tomás Viñas de San Luis, en una edición limitada de 600 ejemplares de la Librería de los Bibliófilos Españoles (Madrid, 1927) que contaba además con las bellas ilustraciones de Josep Triadó i Mayol

Hasta aquí nuestro discurso sobre De Bury y su Philobiblion. No dejamos de recomendar su lectura completa, ya que el tratado, además de ameno, es una delicia. Por nuestra parte, hemos partido de la edición conmemorativa del Día del Libro 2001, hecha en Salamanca por encargo de la Junta de Castilla y León, con prólogo de Gonzalo Santonja, y basada a su vez en el texto fijado por Federico Sainz de Robles Rodríguez en 1946 (red. : Madrid, Espasa Calpe. 1969). Si se desea, se puede consultar una edición en línea del Filobiblion (El taller de Libros, La Coruña, 2007), en una traducción muy semejante a la que nosotros hemos manejado.

Bibliografía

BOITANI, Piero. “Petrarch and the barbari Britanni”. Proceedings of the British Academy, 146, 9-25. The British Academy, 2007.

BRECHKA, Frank T. “Richard de Bury: The Books He Cherished” en Libri, vol. 33 , nº 4, 1983, pp. 302-315.

BURY, Richard de. Filobiblión: muy hermoso tratado sobre el amor a los libros; [traducción directa del latín, Federico Carlos Sainz de Robles Rodríguez], [Salamanca]: Consejería de Educación y Cultura, Junta de Castilla y León, 2001.

CHENEY, Christopher R. “Notes and documents: Richard de Bury, borrower of books”, Speculum, vol. 48, nº 2 (Apr., 1973), pp. 325-328.

COURTENAY, W. J. “Bury , Richard (1287–1345)“, Oxford Dictionary of National Biography, Oxford University Press, 2004

KITCHIN, George W. Monument to Richard of Bury, Bishop of Durham (A.D. 1333-1345). Leicester: Co-operative printing society, ltd. 1903.

GALIMARD, Bertrand. Le philobiblion: Le premier traité de l’amour des livres. Podcast en francés de la emisión de radio [11 de abril 2006] del Canal Académie: Les Académies et l`Institut Frances sur Internet.

PUIGARNAU, Alfons. “Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval”, en Milenio: Miedo y Religión. IV Simposio Internacional de la SECR, Sociedad Española de Ciencias de las Religiones. Universidad de La Laguna, Tenerife, 3 al 6 de febrero de 2000.

QUINEY, Aitor. Josep Triadó i Mayol: un ilustrador de libros de la época modernista. Barcelona, Biblioteca de Catalunya, marzo 2010, pp. 12-39.

  

3).-Samuel Pepys.

Samuel Pepys es quizás uno de los diaristas más conocidos de la historia de la literatura. Sus Diarios (digitalizados en Pepys’ Diary), comenzados el 1 de enero de 1660 y concluídos el 31 de mayo de 1669, consignados taquigráficamente para eludir, seguramente, el fisgoneo indeseado o, quizás, las inconveniencias e incomodidades que hubieran podido derivarse de sus observaciones sobre la vida de la Restauración inglesa, fueron el primer libro que ocupó aquella selecta biblioteca.

La biblioteca de un caballero, según dejara establecido Samuel Pepys, debía tener “en pocos libros y en el espacio más reducido”, la máxima variedad de materias, estilos y lenguas “que su propietario pueda portar”. La cantidad que Pepys estableció después de una vida dedicada al acopio, el coleccionismo, el espurgo y la catalogación, fue de 3000, cantidad que hoy puede verse íntegra e inalterable en el Magdalene College de Oxford.

La ordenación de sus 3000 libros -que nunca fueron los mismos y que rotaban de acuerdo con sus intereses e inquietudes pero que siempre se mantuvieron en esa cifra- respondía a criterios casi decorativos, porque su ordenación se realizaba por tamaños, desde los más pequeños en octavo hasta los grandes infolios que ocupaban, como puede verse en la foto superior, los flancos de su escritorio. Esa ordenación por dimensiones y tamaños le obligaba a una reordenación continua de los ejemplares que componían su biblioteca y, lo que resultaba aún más trabajoso y prolijo, a la renovación de sus catálogos, uno que listaba los títulos por el número correlativo que se le asignaba, asociado a su tamaño y a la estantería que le correspondía, y otro alfabético.
epys hizo construir estanterías en roble -del mismo material que los navíos que se construían en los astilleros de los que era administrador- numeradas y protegidas mediante cristales -las primeras, se dice, que fueron concebidas de esa manera para proteger sus libros-, e hizo encuadernar uno a uno sus ejemplares en piel dorando sus lomos e inscribiendo títulos y autores, en un ejercicio de equilibrio formal que era trasunto de la puntillosidad y exactitud con que conducía su propia vida. El olor a roble, a cuero encerado y a papel antiguo, hacen todavía hoy de la visita a su biblioteca una experiencia sensorial incomparable.
Para que sus libros no pudieran sufrir quebranto alguno tras su muerte, Pepys estableció en su testamento que fuera su sobrino, el hijo de su hermano John, quien disfrutara de su legado hasta su propio fallecimiento, momento en el que disponía que su biblioteca pasara intacta a uno de los colegios de la Universidad de Oxford, fuera el de Magdalene -donde finalmente quedó- o el Trinity. En cualquiera de los dos casos, no obstante, quedaba terminantemente prohibido añadir o sustraer un solo ejemplar a la colección original, porque la biblioteca de un caballero debía consistir, ni uno más ni uno menos, en tres mil ejemplares debidamente elegidos y cuidados.

  

4).-Antonio Magliabechi

( Florencia , 29 de de octubre de, 1633 - Florencia , 4 de julio de 1714 ) fue académico italiano y bibliófilo.
“La figura más pintoresca en los anales de la bibliofilia italiana es, sin duda, Antonio Magliabecchi”, así lo afirmaba, sin resquicio de duda, en el año 1914, Theodore W. Koch, en su artículo Some Old-Time Old-World Librarians. Magliabecchi, el “glotón de libros”, hijo de una familia modesta que acabaría convertido en el regio bibliotecario del Duque de la Toscana y donante de su formidable biblioteca personal, tras su muerte, a la ciudad de Florencia, donde todavía hoy puede contemplarse su desenfadado busto en un rincón de la Biblioteca Nacional Central.
Is unus bibliotheca magna, en sí mismo es una gran biblioteca, es el hombre biblioteca. Así se deja recomponer el nombre de Magliabechius si se traspone al latín, revelando cuál era la aspiración incombustible inscrita en su apellido.

Hijo de una familia modesta, aprendiz de librero gracias a la oportunidad profética que un vecino le proporcionó, bibliotecario de Cósimo III, Gran Duque de la Toscana, y hombre biblioteca, incapaz de alejarse no ya sólo de su ciudad de Florencia, de la que no se conoce que nunca saliera, sino de entre los mismos estantes que conformaban la biblioteca del mecenas bibliográfico, entre las que dormía tumbado en un camastro de madera, entre las que hacía su vida olvidándose, literalmente, de comer o de cobrar el salario que como bibliotecario debía percibir.
Bibliómano sedentario, viajero inmóvil, memorioso inmutable, conocía incluso la disposición en los anaqueles de todos los libros de las bibliotecas que conocía, exclusivamente, a través de la correspondencia que mantenía con sus colegas bibliotecarios, hasta el punto que, según revela la anécdota más conocida, cuando el Duque toscano le consultó, en una ocasión, si podía adquirir un título especialmente valioso y escaso, contestó:
 “No señor. La única copia que de esta obra está en Constantinopla, en la biblioteca del Sultán, el séptimo volumen en la segunda estantería a la derecha según se entra”.

No dejó, que se sepa, testimonio escrito de su sabiduría, ágrafo ilustrado que ganó su reputación porque se convirtío, durante la segunda mitad del siglo XVII, en la referencia incontestable de toda Europa en materia bibliográfica, de manera que cualquier especalista o experto debía referise a él para constrastar la información buscada. 
Eric W. Cochrane escribió en el año 1958 en “The Settecento Medievalists“: Magliabechi nunca ofreció prueba alguna de su sabiduría mediante la escritura de libros: la apreciación de los autores que le solicitaban ayuda e información mantuvieron la prominencia de su nombre en las dedicatorias y agradecimientos de más de la mitad de los libros que se publicaron a lo largo de su vida”.

Los 30000 libros que componían su biblioteca personal, según establecía su testamento, deberían pasar a nutrir los fondos de la ciudad de Florencia siempre que se mantuvieran gratuitamente a disposición pública. Su contribución al patrimonio bibliográfico toscano estuvo contenida, hasta el año 1860, en la Biblioteca Magliabechiana, para pasar a formar parte, más tarde, de la ya mencionada Biblioteca Nacional Central.
Magliabechi, el hombre biblioteca, el hombre habitado de libros, fue hallado muerto en el año 1714 sentado en una silla de mimbre “sucio, harapiento y feliz como un rey”.


  

5).- Napoleón

La famosa frase de Napoleón "No esta noche, Josefina" parece no haber sido inspirada por cansancio sino por una pasión aún mayor. Una que, siendo mucho menos carnal, lo condujo incluso a la delincuencia.
Cuando el final de su gran imperio se aproximaba, el más ilustre exiliado del mundo no se contentó con irse con su libro favorito. Tras abdicar en abril de 1814, Bonaparte vació la biblioteca de Fontainebleau, llevándose unos 700 volúmenes ante la vista de su horrorizado bibliotecario. Las obras incluían desde un estudio de flores inglés en versión infantil hasta una edición en francés del "Don Quijote" impresa en Amsterdam.
Diez meses más tarde, cuando el gran corso salió a encontrar su Waterloo, la colección en Elba había aumentado hasta llegar a los 2378 libros, la mayoría hurtados de otras bibliotecas. Napoleón prefería llamar este innoble método de adquisición un "enlévement", es decir, un "rapto".
Por primera vez una exhibición en el chateau de Fontainebleau, en el departamento de Seine-et-Marne, confirma esta extraña bibliomanía, un fenómeno que los historiadores atribuyeron durante años a un intento de convencer al enemigo de que había abandonado la vida militar para abrazar la académica.

Commentary of the Marengo Battle, won on twenty-five Prairial, year 8 by Napoleon Bonaparte, First Consul





"No hay engaño alguno. Napoleón tenía una pasión incontrolable por la lectura", sostiene Daniélle Véron Denise, curadora de la muestra. "Leía todo lo que caía en sus manos y a gran velocidad. Había días en que devoraba hasta tres libros."
Su interés en geografía, historia, filosofía, ciencia, agricultura, astronomía, ingeniera y, por supuesto, guerra y política, iba de la mano de su fascinación por las obras de ficción y la poesía.
"El leía todas las últimas novelas con sorprendente voracidad y solía quejarse de no recibir todas las que quería y al ritmo que las esperaba -agregó la experta-. Las leía en su carruaje durante las campañas, y si no le gustaba lo que decían las arrojaba con furia por la ventanilla."
Esta obsesión parece haber comenzado tras la expedición a Egipto, cuando su residencia oficial en París, Malmaison, recibió cerca de 6000 ejemplares hurtados en el trayecto. Napoleón hizo abrir bibliotecas en palacio de las Tullerías y en los palacios de Saint-Cloud, Trianon, Compiégne y Rambouillet, todos a escasa distancia de su hogar, para colocar los volúmenes recogidos en los países que su imperio iba anexando.

Opinión para la posteridad

En cada viaje expedicionario, incluida la dramática incursión en las estepas rusas, Napoleón se hacía transportar una biblioteca personal con cerca de mil libros.
Sus autores preferidos eran Homero, Virgilio, César, Voltaire, Corneille, Maquiavello, Pascal, Goldoni y Madame Stäel. El emperador no dudaba en garabatear críticas y loas en los márgenes de las obras. Se asegura, incluso, que su cualidad de ambidiestro le permitía imprimir sus opiniones al mismo tiempo que cabalgaba.

"Podría haber estado en vísperas de Iena o de Austerlitz", escribió acerca de la atmósfera previa a una batalla en "La Ilíada", de Homero. "Esta es una pintura de la verdad!", destacaría para la posteridad.
Sus gustos se extendían incluso a la lectura de trabajos de sus archienemigos, los ingleses, incluidos entre ellos las memorias de victoriosos generales. Entre las obras que solía llevarse a la cama se encontraban ocho volúmenes de "Las Leyendas de Ossian", de James Macpherson, una pieza literaria romántica que inspiró a Goethe, a Schiller y a Byron y que entonces se creía que eran una compilación de historias celtas que probaban la existencia de una raza pura de "highlanders". Años más tarde se descubriría que habían sido escritas a fines del siglo XVIII por un pícaro escocés.
Tras Waterloo, Napoleón experimentó también una derrota literaria cuando el mariscal prusiano Blücher von Wahstatt puso en acción a su caballería para impedir que el fugitivo francés se llevara consigo 10.000 libros del palacio de Trianon.

Mientras su entorno se preparaba para recibir instrucciones sobre el exilio a Santa Helena, Napoleón tomó refugio como la biblioteca de Malmaison. Cuando las tropas de la coalición europea fueron a buscarlo, lo encontraron leyendo una popular novela. Desgraciadamente, su título sigue siendo hoy un misterio.

  

6).-Bartolomé José Gallardo y Blanco.

(Campanario, Badajoz, 13 de agosto de 1776 – Alcoy, Alicante, 14 de septiembre de 1852) fue un bibliógrafo, erudito y escritor español.

Biblioteca

Es en Londres, durante exilio,  donde consigue formar su mayor biblioteca. Inglaterra era un importante centro de producción editorial en el siglo XVIII. 

Biografía


Hijo de humildes labradores, estudió filosofía en Salamanca protegido por Juan María de Herrera, bibliotecario de la universidad, y por el obispo Tavira. Sin embargo, leyó activamente a los filósofos ilustrados del enciclopedismo francés. Especialmente le influyeron las ideas de John Locke y Condillac. En 1808 se sumó a los patriotas contra los franceses y anduvo arengando pueblos por su natal Extremadura. Las Cortes, reunidas en el oratorio de San Felipe Neri en Cádiz, le nombraron su bibliotecario.
En 1811 publicó el célebre Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario razonado manual, que es la sátira anticlerical más dura y difundida de la época de las Cortes de Cádiz y constituye una de las obras claves y más influyentes del anticlericalismo español de la primera mitad siglo XIX, sólo comparable a otro texto del mismo estilo, Los lamentos políticos de un pobrecito holgazán de Sebastián de Miñano.
En 1814, restablecido Fernando VII en el trono, Gallardo huyó de España junto a otros liberales y de Lisboa pasó a Bristol y desde allí a Londres. 

En 1820, restaurado el régimen liberal, volvió a España y recuperó su antiguo cargo de bibliotecario del Congreso de los Diputados. En 1823, al estallar en Sevilla un tumulto popular reaccionario, perdió sus escritos literarios, filológicos y bibliográficos, entre ellos una Historia del teatro español y un Diccionario de la lengua castellana con más de 150.000 papeletas. En 1834 fue elegido diputado por la provincia de Badajoz. 
En 1835 inició las ocho entregas de su serie El Criticón, importantes estudios sobre literatura española donde, entre otras cuestiones, rebatió la superchería de un presunto Buscapié compuesto por Miguel de Cervantes y que había sido encontrado y publicado por Adolfo de Castro y Rossi. 
Pasó sus últimos años en La Alberquilla, casa situada en una dehesa del mismo nombre próxima a Toledo, entre sus libros y consagrado a trabajos de erudición.

Obra

Fiel a sus orígenes, fue un liberal republicano y anticlerical hasta el fin de sus días, bibliófilo apasionado y un bibliómano (se le acusó frecuentemente de ladrón de libros). Literariamente le atrajo el Romanticismo y cultivó un estilo algo amanerado a causa de su amor por los arcaísmos y las antigüedades castizas del lenguaje. Se destacó como periodista satírico ya durante el periodo de las Cortes de Cádiz y compuso numerosos folletos (se han contado por lo menos unos noventa) para atacar a los políticos tradicionalistas o amantes de las componendas.
Su mayor aportación a los estudios bibliográficos españoles es su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, obra que se comenzó a publicar en 1863 con los materiales que Gallardo dejó a su muerte y que fueron ordenados por J. Sancho Rayón y M. R. Zarco del Valle. De este Ensayo aparecieron cuatro volúmenes, los dos últimos dirigidos por Marcelino Menéndez Pelayo (Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra; Imprenta y Fundición de Manuel Tello, 1863-1889. Existe una edición facsímil publicada en 1968 por la editorial Gredos. La publicación de los materiales inéditos en un "Tomo quinto del Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos de Bartolomé José Gallardo" fue proyectada en 2004 bajo la dirección de Víctor Infantes de Miguel).
Bartolomé José Gallardo ejerció un poderoso influjo sobre la crítica literaria de su tiempo, especialmente sobre Agustín Durán y Cayetano Alberto de la Barrera; en este terreno valoró sobre todo la fundamentación histórica del conocimiento de la literatura. También compuso numerosas poesías, de carácter satírico o de tipo fundamentalmente lírico, como la tempranamente romántica Blanca flor.

Nota


Bartolomé José Gallardo fue uno de esos personajes de la historia de Extremadura cuya peripecia personal y bagaje profesional bastarían para situarle entre los que más han engrandecido el nombre de la región. Pero Bartolomé José Gallardo consagró su vida a lo libros y eso ha reducido notablemente el brillo de su nombre a círculos cualificados que reconocen su labor ingente en la ordenación y rescate de la bibliografía española pero le ha mantenido más bien apartado del reconocimiento popular.
Si para piropear a algunos políticos se ha dicho de ellos que les cabía el Estado en la cabeza, González Manzanares dice de Gallaro que «le cabían todas las bibliotecas en la cabeza». Y no es una exageración. Cuando, en una de las frecuentes huídas que llevó a cabo en su vida para escapar de la persecución del absolutismo, perdió todos sus libros sólo tuvo que tirar de su memoria para rehacer por completo el catálogo de los miles de volúmenes extraviados que luego trató de recuperar poco a poco de las tienda y bibliotecas a las que fue a parar aquel tesoro reunido por un hombre que hizo de los libros su única prioridad.
Diputado y bibliotecario de las Cortes de Cádiz, estaba en Badajoz el 30 de mayo de 1808, cuando los disturbios provocados por la invasión francesa le hicierondar con sus huesos en la cárcel y a punto estuvo de ser ejecutado. Fue salvado en última instancia por José María de Calatrava e inició así su vida política que le llevó al exilio a Londres en 1813. Allí, según Manzanares, vivió seis felices años de su vida pues pudo trabajar en el British Museum con el principal especialista en el catálogo de libros antiguos castellanos.

El profesor Juan Manuel Rozas hizo de Gallardo una descripción que González Manzanares recoge para tratar de acotar una personalidad polifacética producto de una mente brillante: «Latinista, ortógrafo, fonetista, metricista, gramático, lexicográfico, filólogo, filósofo del lenguaje, editor de textos, historiador de la literatura, experto en pintura, dominador de todos los géneros literarios pues estudia desde la oratoria sagrada hasta la novela, es uno de nuestros primeros medievalistas, consumado cervantista, sumo conocedor del Siglo de Oro sobre todo de nuestra poesía y nuestro teatro, al mismo tiempo terrible polemista, escritor satírico y discreto poeta...». Son tan sólo algunos de los campos de trabajo de este intelectual que también se templó en el periodismo con alguno de los periódicos más famosos del entorno de las Cortes de Cádiz.


  


7).-Los Hermanos Collyer.



El Collyer Brothers Park, en el mismo lugar donde estaba la casa.

Cuando la policía de ciudad de Nueva York entró en la casa de los hermanos Collyer en Harlem el 21 de marzo de 1947. No podía dar crédito a lo que encontraron. La entrada y las habitaciones de la casa estaban llenas hasta el techo de trastos y basura, una llamada anónima les había alertado de la presencia de un cadáver, pero parecía que la búsqueda no iba a ser fácil ante la imposibilidad de avanzar.
Habían pasado casi 40 años desde que en 1909 el Doctor Herman Collyer Collyer se mudara con su familia Harlem, habían comprado una "brownstone" de cuatro plantas. A los Collyer tampoco les iban mal las cosas, el padre de Herman había sido uno de los mayores constructores de barcos del río Hudson, él era un reputado ginecólogo que trabajaba en el hospital de Bellevue y su mujer, Susie Gage Frost, había sido cantante de ópera.
Supuestamente, los Collyer descendían de la familia Livingston, una antigua y acaudalada estirpe neoyorquina de la que se tiene constancia desde el siglo XVII, y que había llegado en barco a la entonces colonia holandesa desde Inglaterra justo una semana después que el Mayflower.
La pareja había tenido, Homer y cinco años más tarde, Langley, que j estudiaron en la Universidad de Columbia. Homer se licenció en Derecho y Langley en ingeniería mecánica y química.
Los Collyer eran una familia más de Harlem, con algunas rarezas, pero que no parecían tener la menor importancia.  El padre murió en 1923 y la madre en 1929. En ese momento, los hermanos heredaron todas las posesiones de la familia y decidieron llevar todas esas posesiones a su casa de Harlem. Mientras Homer seguía ejerciendo como abogado, Langley se ganaba la vida como concertista de piano, llegando a tocar en una ocasión en el Carnegie Hall.
La mayoría de fuentes sitúan en 1932 la última aparición pública de Homer. Justo un año después, un derrame cerebral le causó hemorragias en ambos ojos y se quedó ciego. A partir de ese momento, Langley se dedicó a cuidarlo. Los hermanos decidieron no seguir los consejos de los médicos. “Somos hijos de médico y tenemos una biblioteca con más de 15.000 libros de medicina”, al parecer explicaba Langley. Langley sometió a su hermano a una dieta especial combinada con descanso que según él le ayudaría a recuperar la visión. Cien naranjas a la semana, pan integral y mantequilla de cacahuete, y para ayudar a descansar a los ojos, los tendría que mantener cerrados a todas horas.
Después de la pérdida de visión de Homer, Langley comenzó a guardar y a acumular los periódicos de la ciudad con la intención de que el día que Homer recuperara la visión, se pudiera poner al día. La salud de Homer, sin embargo, no se recuperaría y, más tarde, a causa del reumatismo que sufría, quedó casi paralítico.

Fue también durante estos años, que Langley comenzó deambular de noche por las calles, Langley también aprovechaba sus salidas nocturnas para recoger y llevar a su “refugio” todo aquello que le parecía de utilidad.
También, fueron varias las veces que los ladrones intentaron entrar en la casa atraídos por las supuestas riquezas que, según la prensa, los hermanos escondían en su interior. Mientras, reporteros sensacionalistas seguían entrevistando a familiares obscuros y lejanos de los dos hermanos, que en la misma puerta que Charles posó expresaban su preocupación por sus dos parientes.
A medida que el miedo de los hermanos crecía, también lo hacía su nivel de excentricidad y comenzaron a obsesionarse con la idea de que alguien entrara en la casa. En un primer momento, harto de gastar dinero en cambiar cristales, Langley tapió las ventanas con tablas. Aunque se sabe poco de la vida de los hermanos antes de 1938, algunos periódicos afirman que, si bien la casa tenía un aspecto tenebroso y descuidado, fue a partir de ese año cuando Langley comenzó a construir en el interior de la casa un laberinto con cajas llenas de basura.

Langley aplicó sus conocimientos de ingeniera para colocar cajas llenas de papeles o basura de forma entrelazada y ocultar entre ellas túneles que permitían pasar de una habitación a otra. Langley conocía su laberinto, pero cualquier otra persona hubiera tenido que retirar toda la “barricada” para poder pasar. Además, y por si esto fuera poco, Langley colocó varias trampas caseras en estos pasadizos, de manera que si algún intruso no deseado tropezaba con un cable se provocara un “alud” de papeles y cajas.
Los hermanos volvieron a atraer la atención de los medios en 1942, cuando dejaron de pagar la hipoteca de la casa. Al no cumplir con sus pagos, el banco comenzó el procedimiento de desahucio, enviando una cuadrilla de limpieza. Langley recibió a los limpiadores a gritos, instando a los vecinos a llamar a la policía. Cuando los agentes llegaron e intentaron entrar en la casa tirando la puerta abajo, vieron que un montón de basura les impedía adentrarse en la casa, un montón que llegaba desde el suelo hasta el techo.

En ese mismo instante, sin mediar palabra, Langley extendió un cheque de 6.700 dólares (el equivalente a unos 88.000 actuales) con el que cancelaba la hipoteca y ordenó a todos que abandonaran su casa mientras él se volvía a su refugio.
Pasarían unos años hasta que el 21 de marzo de 1947 a las 8.53 de la mañana la policía recibió una llamada anónima informando que en la casa de los Collyer había el cadáver de un hombre muerto. No tardó en acercarse una patrulla. Ante la imposibilidad de forzar la puerta de entrada, la policía tuvo que sacarla de sus goznes. Cuando finalmente pudieron entrar se volvieron a topar con el muro de cajas basura, periódicos, hierros y trastos diversos que les impedía continuar. Las escaleras del sótano estaban bloqueadas de la misma forma, así que tuvieron que forzar la ventana de la segunda planta para entrar y descubrir habitaciones y escaleras llenas hasta el techo de cajas, papeles y trastos.
Fue en torno al mediodía cuando dieron con el cadáver de uno de los hermanos, era el de Homer. La noticia de la muerte causó sensación y apareció en la portada de los principales periódicos de la ciudad. En sus páginas interiores, unos periódicos describían a Homer con barba, otros con bigote y otros sólo destacaban que vestía andrajos. Pero quedaba claro que hacía como mínimo tres días que no comía, antes de morir por una combinación de inanición, deshidratación y un ataque al corazón. La noticia atrajo a la puerta de la casa cientos de curiosos, que miraban asombrados los montones de basura que se acumulaban en la puerta.
edificio

libros


Los limpiadores siguieron buscando al hermano. No fue una tarea fácil ya que el edificio parecía macizo, relleno de multitud de trastos y basura. Según el Times, sólo del vestíbulo de la primera planta se retiraron 19 toneladas de ruinas. Se sacaron unos 2.500 libros de la biblioteca legal de Homer. En medio de cientos de toneladas de basura, encontraron algunos retratos familiares al oleo, catorce pianos , candelabros, tapices, bicicletas oxidadas, alfombras orientales, maniquís, cinco violines, dos órganos, media docena de trenes de juguete, una antigua máquina de rayos X, dos rifles, tres revólveres, munición y un diploma escolar de Langley por buena conducta y puntualidad de abril de 1895.
Si bien una buena parte de los trastos eran objetos relacionados con la práctica médica de su padre, una parte importante estaba formada por los objetos que durante años Langley había ido recogiendo de la basura.
La propia casa se encontraba en un estado de conservación lamentable al no haberse llevado a cabo ningún tipo de mantenimiento durante años. El tejado tenía goteras, muchos muros estaban desconchados y otros se habían derrumbado.
En total, hasta el 3 de abril se habían retirado ya 51 toneladas de basura y objetos. Pero seguía sin haber rastro del hermano que faltaba, al que, por cierto, había numerosas personas que afirmaban haberlo visto no sólo en alguna parte de la ciudad, sino hasta en nueve estados distintos. La policía especuló con la posibilidad de que Langley se hubiera marchado antes de la misteriosa llamada y que, por tanto, la muerte de Homer hubiera sido debida a la desatención.
Finalmente, el 8 de abril los limpiadores dieron con el cuerpo de Langley. Estaba a no más de 3 metros de donde habían encontrado el de Homer. Había quedado sepultado bajo una maleta y tres enormes fajos de periódicos. Langley había quedado atrapado en uno de sus túneles al activar accidentalmente una de las trampas que el mismo había colocado. Según parece, llevaba la cena a su hermano. Era de su cadáver de donde emanaba el hedor que llegaba hasta la calle.
El 9 de mayo, el ayuntamiento después de haber retirado unas 130 toneladas de material diverso de la mansión, entre los que se incluían 25.000 libros, ordenó su demolición por haberse convertido en un peligro público. La fortuna de los dos hermanos fueron  reclamados por sus familiares.

Algunos de los objetos más extraños que se encontraron en la casa fueron exhibidos en el Hubert’s Dime Museum, junto a las otras “maravillas humanas” del museo. El objeto central de la exposición dedicada a los hermanos era la silla sobre la que Homer había sido encontrado muerto. Años más tarde, la silla cambió de manos y fue adquiriendo una fama de ser un objeto maldito a causa de las desgracias que había traído a los hermanos. Aunque dicha maldición pareció no importar al coleccionista de curiosidades de Orlando que la y hoy segue siendo su propietario.

  



8).-El estudio de inventarios de bibliotecas del Siglo de Oro resulta de gran importancia para aquellos que se interesan por la cultura áurea, pues desvela datos sobre sus poseedores; también sobre lecturas, obras, ejemplares, etc., que de otra manera no podríamos conocer. Una de las bibliotecas más importantes del siglo XVII fue la de don Lorenzo Ramírez de Prado, erudito y bibliófilo, que reunió en su casa madrileña por lo menos unos 8.951 volúmenes. Quizás la especial relación que tuvo don Lorenzo con América a lo largo de su vida –fue ahijado del humanista Pedro de Valencia, cronista de Indias; fue Consejero de Indias desde 1626 hasta su muerte, como también lo fue su hermano Alonso; otro de sus hermanos, Marcos, fue obispo de Michoacán, etc.–, influyó en que entre los fondos de su biblioteca se encuentren las principales obras de tema americano y algunas editadas en el Nuevo Mundo. En este trabajo pretendemos, tras el examen exhaustivo del inventario, ofrecer una relación de los registros del fondo americano (tema americano y obras impresas en América) que existían en la librería en el momento en que se inventarió, seguido del análisis y las conclusiones de este.
  
No tuvieron demasiada suerte quienes dedicaron sus afanes, tiempo y dinero a formar ricas y selectas bibliotecas, puesto que tales recursos parecieron a sus herederos dignos de mejor destino. Así ocurrió con una de las más ricas bibliotecas del siglo xvii español, la de Lorenzo Ramírez de Prado. A su muerte, en 1658, la viuda no tardó mucho en expresar sus deseos de deshacerse de tan preciado bien.

 El destino se vengó: su marido había coleccionado «demasiados» libros y por fuerza había de haber entre ellos no pocos sospechosos, de modo que antes de ponerse a la venta debía sufrir la inspección de los visitadores del Santo Oficio. Así las cosas, doña Lorenza de Cárdenas no pudo desalojar a tan molesta inquilina hasta 1662, año en el que se data el impreso que contiene el inventario de los libros (Entrambasaguas 1943a; Rodríguez-Moñino).

Nada aparece en el testamento de Prado sobre el destino de los libros. Entrambasaguas, biógrafo de la familia Ramírez de Prado y editor del inventario de la biblioteca de don Lorenzo, postula una probable compra por parte del salmantino Colegio mayor de Cuenca, sin que aporte pruebas contundentes. Los hechos, sin embargo, parecen darle en parte la razón. Entre los libros que portan el ex-libris de esta institución –tanto manuscritos como impresos– han ido apareciendo algunos con evidentes trazas de haber sido adquiridos, leídos y anotados por don Lorenzo.
Ahora bien, ya sea porque no todos los libros fueron a parar al citado colegio, ya por el inevitable destino de dispersión y rapiña que suelen sufrir las bibliotecas, podemos encontrar ejemplares que formaban parte de ésta en otros lugares. Una explicación de esta existencia dispersa de ejemplares del colegio podría ser la selección de libros impresos duplicados, que se hizo en la Universidad de Salamanca con destino al Seminario de Nobles de Madrid a principios del siglo xix: en el inventario conservado (AHN, Univ. Leg. 688), además de libros de los que no consta la procedencia (unos 4402), se recogen 2495 volúmenes del Colegio de Cuenca, una cantidad muy superior a la del resto de los colegios. No quiere esto decir que fuera la más rica, sino que en los libros de este colegio suele ser sistemática la presencia del exlibris manuscrito institucional y, por tanto, la información sobre la procedencia de los mismos está más clara.
Precisamente el exlibris del colegio nos ha traído hasta la Real Biblioteca donde, hasta la fecha, han aparecido diez volúmenes con esa procedencia. Tras haber ojeado en la Universitaria de Salamanca bastantes libros del colegio, que además han resultado ser de Ramírez de Prado, había que comprobar si los de la biblioteca madrileña tenían el mismo origen. Presentaremos a continuación los resultados del examen.
Dos de ellos quedan descartados por estar datados en fecha posterior a la muerte del bibliófilo  En otros tres hemos hallado algún signo de lectura. Dos de ellos solamente contienen una nota de lectura, en concreto una típica anotación de remisión a otra obra donde presumiblemente se puede ampliar la información del texto al que se refiere la nota. Los libros anotados son: C. Manasses, Annales graece ac latine (Leiden 1616; cfr. pág. 364; sign. vi/3581) y C. Dausqueius, Terra et aqua seu Terrae flotantes (Tournai 1633; cfr. pág. 160; sign. ix/6895). El tercero, F. Junius, De pictura veterum libri tres (Ámsterdam 1637; sign. xiv/110) está profusamente anotado (por ejemplo, en págs. 89, 98, 126, etc.) y tiene también otras marcas de lectura, como subrayados y serpentinas (por ejemplo, en págs. 24, 92ss, 187, etc.). Muchas de las notas contienen citas de Marcial o se añaden referencias a este poeta, además de las indicadas en el texto. 
El autor latino fue una de las grandes aficiones de Ramírez, como muestra una de sus primeras publicaciones, M. Valerij Martialis Epigrammatum libri XV Laurentij Ramirez de Prado Hispani, nouis commentarijs illustrati (París 1607), que además fue motivo de polémica con otros eruditos (Entrambasaguas 1943b: 42-43; Solís de los Santos: 673-675).
Un cuarto libro con el exlibris del colegio es J. van Meurs, Regnum Atticum sive De regibus Atheniensium eorumque rebus gestis libri III (Ámsterdam 1633; sign. iv/2308). No tiene ninguna anotación, pero esto no es prueba suficiente para negarle la pertenencia a Ramírez, cuya mano no aparece en muchos libros que presumiblemente fueron suyos. Sin embargo, por fecha y contenido, podría haber estado en sus anaqueles. Sólo en una página del inventario se citan diez ediciones en cuarto con obras de este autor (Entrambasaguas 1943a: II, 207).
Hemos citado anteriormente una de las posibles causas de la dispersión de la colección de impresos del Colegio de Cuenca. En lo que respecta a los manuscritos, la historia es más conocida: entre principios del siglo xix y 1954 los manuscritos de los colegios mayores salmantinos estuvieron en la Real Biblioteca. Aunque la mayoría retornaron a Salamanca, algunos quedaron en Madrid. 
El volumen que ahora vamos presentar fue objeto de una práctica habitual en las bibliotecas: la separación de las piezas que en origen componían un facticio, bien por la aplicación de algún criterio temático que se nos escapa, bien para separar piezas manuscritas de otras impresas. Creo que, en efecto, es el caso de la signatura iii/6502, en la que se reúnen actualmente cinco pequeñas piezas impresas, si bien contenía más, como parecen demostrar los números que llevan algunas de ellas. Pero el dato que resulta más claro en este sentido es el número que aparece en la portada de la primera obra («n. 64»). 

Estos dígitos corresponden sin duda a la numeración que don Antonio Tavira, obispo de Salamanca, dio a los manuscritos de los colegios salmantinos cuando confeccionó el listado que debía servir para su remisión a la biblioteca particular de Carlos IV. Entre los del Colegio de Cuenca se encuentra la siguiente descripción: «64. Relación del modo con que se gobiernan los padres de la Compª por el Dr. Benito Arias Montano. It. Varios papeles impresos 1 [vol.]. 4º» (cfr. BNM, Manuscrito 20619, fol. 80r-v). Quizá la copia de la carta de Arias Montano que se conserva en la Real Biblioteca ii/4038(5) es a la que se refiere Tavira.
En cuanto a la posible pertenencia a la biblioteca de nuestro bibliófilo, no he encontrado notas de lectura que nos lleven con seguridad a él. En dos de las piezas hay una anotación que no me atrevo a asegurar que sea suya. Sin embargo, la presencia de la firma de Gabriel de Henao podría conducirnos al erudito madrileño, pues ambos mantuvieron relación de amistad y aquél es autor de unos poemas dedicados a éste, donde aparece mencionado el «alcázar de las Musas, / del ilustre Laurencio librería».
Cronológicamente y por contenido, el también facticio ii/3286 encaja perfectamente en los materiales que, por su cargo en el Consejo de Indias, pudo haber reunido don Lorenzo: todas las piezas, impresas, tienen que ver con la América española. Sin embargo, no podemos ir más allá, pues ningún dato nos da la seguridad de que esos papeles pasaran por las manos del consejero.
Más difícil resulta suponer la pertenencia del siguiente impreso menor a la biblioteca de Ramírez. El contenido del folleto Caj/Foll4/42(1), unas constituciones del Colegio de la Santa Veracruz de Aranda (Madrid 1623?), no presenta signos de lectura y bien podría ser un tipo de texto interesante para otra institución similar como el Colegio de Cuenca. Tampoco en las otras piezas que compartieron anteriormente encuadernación con él –el manuscrito 2127 de la Universidad de Salamanca, con unas Cortes de Carrión de 1317; y el manuscrito ii/4038(2) de la Real Biblioteca, con un tratado médico (cfr. inventario de Tavira, BNM, Manuscrito 20619, fol. 142r, nº 361)– hay signos de haber sido pertenencias de don Lorenzo.
Hemos dejado para el final otro volumen facticio que comparte con alguno de los anteriores el origen en el fondo manuscrito del colegio y el mismo destino de separación de sus piezas: el conservado en la signatura iii/6490. El mencionado inventario de Tavira, en su número 249 –que es el que aparece en la hoja de guarda del volumen– reza: «Varias cartas impresas y m.ss. de D. Lorenzo Ramírez de Prado y de otros 1 [vol.] 4º» (cfr. BNM, Manuscrito 20619, fol. 114r). En la actualidad, se conservan unidas varias piezas breves, todas impresas, cuyo denominador común es Ramírez de Prado, que figura en todas ellas bien como autor, como firmante de algún paratexto o como dedicatario. Ciertamente, todas podrían considerarse como pertenecientes al género epistolar, porque a veces todo el contenido del impreso se resuelve en esa forma de expresión. Desde un punto de vista diferente, existe otro elemento en común, como es el hecho de compartir cierto carácter de rareza, pues no son abundantes en nuestras bibliotecas –probablemente tampoco algunos de ellos lo fueran en la época–: entre ellos encontramos piezas circunstanciales como el epitafio a Felipe III, redactado por Ramírez. 
Este volumen posee la particularidad de tener un quasi gemelo en la biblioteca universitaria de Salamanca, donde, bajo la signatura 43248, encontramos una colección prácticamente idéntica a la de la Real Biblioteca. Ambos parecen haber sido ejemplares de trabajo de su posesor. 
El ejemplar de Palacio muestra abundantes anotaciones en muchas de sus piezas, excepto en una, que es precisamente la única que aparece anotada en el salmantino: Schediasma epistolare de liberalibus studiis (Amberes, 1649), obra del propio Ramírez a la que ha ido añadiendo lo que parecen nuevas referencias y citas de apoyo al texto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario